Historia general de las Indias (Descubrimiento del Perú) Francisco López de Gómara
Descubrimiento
del Perú
De las mil trescientas leguas de
tierra que se extienden desde el estrecho de Magallanes hasta el río Perú,
quinientas leguas a lo largo de la costa desde el estrecho hasta Chirinara o
Chile fueron navegadas por un galeón comandado por don Gutiérrez de Vargas,
obispo de Plasencia, en el año 1544. Las restantes fueron descubiertas y conquistadas
en diversas ocasiones y años por Francisco Pizarro, Diego de Almagro y sus
respectivos capitanes y soldados.
La intención de continuar con este
descubrimiento y conquista siguiendo un orden sistemático, dando a cada región
su debida atención y tiempo, sería deseable. Sin embargo, para evitar la
repetición excesiva, omitiré esa propuesta orden y continuaré con la narración.
Mientras Pedrarias de Ávila,
gobernador de Castilla de Oro, residía en Panamá, algunos habitantes de la
ciudad expresaron su deseo de explorar nuevas tierras. Algunos querían
dirigirse hacia el este, hacia el río Perú, en busca de las riquezas que se
rumoreaba existían bajo la línea ecuatorial. Otros preferían ir hacia el oeste,
a Nicaragua, que tenía fama de ser una tierra rica y fértil, con abundantes
jardines y frutas. Pedrarias, inclinándose más hacia Nicaragua que hacia las
tierras orientales, envió cuatro navíos hacia allá, como se explicará más
adelante.
Diego de Almagro y Francisco
Pizarro, quienes ya eran ricos y experimentados en esas tierras, se asociaron
con Hernando Luque, conocido como Hernando Loco debido a su riqueza y su
posición como maestro de escuela de Panamá. Los tres juraron no separarse en el
viaje, sin importar los gastos o contratiempos que pudieran surgir, y acordaron
dividir equitativamente las ganancias, riquezas y tierras que descubrieran y
adquirieran, tanto en conjunto como individualmente.
Se dice que Pedrarias de Ávila
inicialmente formó parte de la capitulación, pero abandonó el acuerdo
prematuramente debido a las malas noticias que llegaban de las tierras
ecuatoriales a través de su capitán, Francisco Becerra. Una vez que se concertó
y firmó el acuerdo, se designó a Francisco Pizarro para la tarea de
exploración, mientras que Hernando Luque se encargaba de gestionar las
propiedades de la compañía y Diego de Almagro debía reclutar gente, suministrar
armas y alimentos a Pizarro en cualquier lugar que este descubriese y poblase.
Además, se le encomendó a Almagro la tarea de conquistar por su cuenta si encontraba
la oportunidad y la disposición en la tierra que explorase.
En el año 1525, Francisco Pizarro
y Diego de Almagro partieron para descubrir y colonizar, con la autorización
del gobernador Pedrarias, según algunos relatos. Pizarro partió primero con
ciento catorce hombres en un navío. Navegaron unas cien leguas y desembarcaron
en una zona donde los nativos les opusieron resistencia, hiriéndolos con
flechas en siete ocasiones e incluso matando a algunos españoles. Ante esta
situación, Pizarro decidió regresar a Chochama, cerca de Panamá, sintiéndose
arrepentido de la empresa.
Por otro lado, Almagro, que partió
más tarde debido a la finalización de la construcción de un barco, se dirigió
con setenta hombres hacia el río que llamaron San Juan. Al no encontrar rastro
de su compañero, decidió regresar atrás.
Almagro, después de concluir la
construcción de un navío, zarpó con setenta españoles en busca del río que
bautizó como San Juan, con la intención de encontrar a su compañero. Al no
hallar rastro de él, decidió regresar. Durante el desembarco, descubrió señales
de presencia española y se dirigió al lugar donde Pizarro había sido herido
anteriormente. Sin embargo, los indígenas los atacaron, dejando a algunos de
sus hombres heridos y provocándole la pérdida de un ojo. Ante esta situación,
Almagro optó por incendiar el pueblo y regresar a Panamá, creyendo que Pizarro
habría tomado medidas similares. No obstante, al enterarse de que su compañero
se encontraba en Chochama, se dirigió allí con la intención de coordinar el
regreso a la tierra recién descubierta, que parecía prometedora en cuanto a
recursos, especialmente oro.
En Chochama, lograron reunir hasta
doscientos españoles y algunos indígenas locales como auxiliares. Se embarcaron
en sus dos navíos y tres grandes canoas que habían construido. Navegaron con
grandes dificultades y riesgos debido a las fuertes corrientes causadas por los
persistentes vientos del sur en esa zona. Finalmente, llegaron a una costa
anegada, llena de ríos y manglares, donde las lluvias eran tan frecuentes que
casi nunca cesaban. Los habitantes de la región vivían en estructuras
construidas sobre los árboles, similar a plataformas elevadas, y eran guerreros
valientes que defendían su tierra, llegando incluso a matar a muchos españoles
en los enfrentamientos.
Los indígenas acudían en gran
número a la costa armados, desafiando fuertemente a los españoles, a quienes
llamaban "hijos de la espuma del mar" por caminar sobre las olas, o
los tildaban de desterrados y vagabundos que no trabajaban la tierra para
sustentarse. Decían que no querían en su tierra a hombres con pelos en las
caras, ni a vagabundos que corrompieran sus antiguas y santas costumbres. Los
acusaban de ser grandes sodomitas, por lo cual trataban mal a las mujeres.
Todos ellos tenían un gesto y habla muy arrogantes, pues contaban con grandes
narices y hablaban con voz ronca y hueca.
Las mujeres de la región lucen
cortes de cabello rasurado y llevan adornos como anillos, mientras que los
hombres visten camisas cortas que dejan al descubierto sus partes íntimas,
complementadas con coronas similares a las de los frailes. Sin embargo, cortan
todo su cabello en la parte delantera y trasera, dejando crecer solamente los
laterales. Adornan sus narices y orejas con esmeraldas y otras piedras
preciosas, así como collares de oro, turquesas y piedras de varios colores.
Tanto Pizarro como Almagro
deseaban conquistar esa tierra debido a las evidentes riquezas minerales y de
oro que los nativos poseían. Sin embargo, debido a las dificultades causadas
por el hambre y los enfrentamientos, muchos españoles habían perecido y no
podían continuar sin un nuevo refuerzo. Por ello, Almagro partió hacia Panamá
en busca de ochenta nuevos españoles, junto con alimentos y provisiones adicionales,
que revitalizaron a los supervivientes.
Durante muchos días, los
exploradores habían subsistido con una dieta limitada, basada en palmitos
amargos, mariscos, pesca escasa y frutas de manglares, que carecían de jugo y
sabor, y si tenían algo, resultaba amargo y salado. Los manglares crecen en las
orillas del mar y en tierras salobres, presentando frutos grandes y hojas
pequeñas pero muy verdes. Su robustez los convierte en excelentes candidatos
para ser utilizados como mástiles en las embarcaciones.
Continuación
del descubrimiento del Perú
Los españoles estaban tan debilitados y desesperados en medio de
esos manglares que, a pesar de la llegada de los ochenta nuevos compañeros, no
se sintieron lo suficientemente seguros como para enfrentarse a los nativos del
lugar. En lugar de ello, decidieron dirigirse hacia Catámez, una región sin
manglares, pero abundante en maíz y otros alimentos que revitalizaron a muchos
y alegraron a todos. Los habitantes de Catámez llevaban la cara adornada con
numerosos clavos de oro, ya que perforaban sus rostros en varios lugares para
insertar granos de oro, turquesas y esmeraldas. Tanto Pizarro como Almagro
empezaron a imaginar que allí podrían poner fin a sus penurias y enriquecerse
más allá de lo que cualquier otro español en las Indias había logrado. Esta perspectiva
les llenaba de alegría a ellos y a sus seguidores, pero su felicidad se vio
rápidamente empañada por la aparición repentina de una multitud de indígenas
armados. Ante este nuevo peligro, no se atrevieron ni siquiera a enfrentarse a
ellos, y en un acuerdo conjunto, Almagro decidió regresar a Panamá en busca de
más hombres, mientras que Pizarro se dirigió a la isla del Gallo para esperarlo
allí.
Los españoles se encontraban tan asustados, descontentos y
ansiosos por abandonar Panamá que muchos de ellos deseaban unirse a Almagro en
su expedición. Sin embargo, no se les permitió partir ni siquiera escribir
cartas para evitar manchar la reputación de la región y entorpecer la misión de
socorro de Almagro. A pesar de los intentos de ocultar los problemas y las
muertes sufridas en esa tierra hostil, no pudieron evitar que algunas cartas y
quejas llegaran a Panamá. Un tal Sarabia, de Trujillo, envió cartas, algunas de
ellas firmadas por varios, a Pascual de Andagoya, envueltas en un gran ovillo
de algodón que aparentaba ser una manta, ya que andaba desnudo. Estas cartas
detallaban los sufrimientos, muertes y abusos sufridos durante la expedición,
así como las quejas y demandas de los capitanes para obtener permiso de
regresar. Al final de una de las cartas se encontraba un poema que rezaba:
"Pues, señor gobernador,
mírelo bien por entero;
que allá va el recogedor,
y acá queda el carnicero."
Cuando Almagro llegó a Panamá, ya había asumido como gobernador
Pedro de los Ríos, quien emitió órdenes para permitir que todos los que estaban
en la isla del Gallo con Pizarro pudieran regresar a casa sin obstáculos,
amenazando con severas sanciones a quienes se lo impidieran. Ante este mandato,
muchos de los seguidores de Almagro huyeron para unirse a él, lo que causó gran
pesar al propio Almagro. Sin embargo, entre los que permanecieron junto a
Pizarro se encontraban Bartolomé Ruiz de Moguer, su piloto, y otros doce,
incluyendo a Pedro de Candía, un griego naturalizado que residía en la isla.
El peso del pensamiento y la tristeza que Pizarro cargó por esta
situación es insondable. Expresó su profunda gratitud y promesas a los que
optaron por quedarse con él, elogiándolos como amigos leales y constantes, a
pesar de ser pocos en número. Se trasladaron entonces a una isla desierta
llamada Gorgona, situada a seis leguas de distancia, conocida por sus numerosas
fuentes y arroyos. En este lugar, subsistieron sin tener pan, alimentándose de
cangrejos terrestres, cangrejos marinos, serpientes grandes y lo que podían
pescar, hasta que finalmente regresó el navío de Almagro desde Panamá.
Una vez que el navío regresó, Pizarro zarpó hacia Motupe, cerca
de Tangarara, y luego hacia el río Chira, donde obtuvieron muchas ovejas
cervales para alimentarse, así como algunos intérpretes en los pueblos
conocidos como Poechos. En Tumbes, desembarcaron a Pedro de Candía, quien quedó
asombrado por las riquezas encontradas en la casa del rey Atahualpa, noticias
que llenaron de alegría a todos. Pizarro, habiendo encontrado la riqueza y la
tierra que tanto anhelaba, regresó a Panamá para viajar a España y solicitar al
emperador la gobernación del Perú.
Dos españoles se quedaron en la región, ya sea por orden de
Pizarro para aprender el idioma y los secretos de la tierra mientras él viajaba
de ida y vuelta, o quizás por la codicia de las riquezas de oro y plata que
Candía había descrito. Sin embargo, se sabe que estos dos españoles fueron
asesinados por los indígenas. Francisco Pizarro dedicó más de tres años a esta
expedición, que se conocería como el descubrimiento del Perú, enfrentando
enormes desafíos, hambre, peligros, miedos y momentos de gran incertidumbre.
Francisco
Pizarro, hecho gobernador del Perú
Una vez en Panamá, Pizarro compartió con Almagro y Luque la
noticia sobre la abundancia y riqueza de Tumbes y el río Chira. Estos se regocijaron
enormemente con tales noticias y le otorgaron a Pizarro mil pesos de oro, e
incluso buscaron prestado una buena parte de esa cantidad. A pesar de ser
algunos de los vecinos más ricos de la ciudad, se encontraban en una situación
de pobreza debido a los numerosos gastos realizados durante los tres años de
exploración.
Posteriormente, Francisco Pizarro viajó a España y solicitó al
Consejo de Indias la gobernación del Perú, presentando un informe detallado de
su exploración y los gastos realizados. El emperador le concedió el título de
adelantado, capitán general y gobernador del Perú y Nueva Castilla, nombre dado
a las tierras recién descubiertas. Pizarro hizo grandes promesas de riqueza y
reinos en agradecimiento por los títulos y privilegios otorgados.
Publicó información sobre mayores riquezas de las que realmente
conocía, con el fin de atraer a más personas a unirse a su expedición. Se
embarcó con gran alegría y estuvo acompañado por sus cuatro hermanos: Hernando,
Juan y Gonzalo Pizarro, así como Francisco Martín de Alcántara, hermano de
madre. Hernando era el único legítimo, mientras que Gonzalo y Juan eran
hermanos de madre.
Los Pizarro llegaron a Panamá con gran pompa y celebración, pero
no fueron bien recibidos por Almagro, quien estaba muy resentido y se quejaba
de Francisco Pizarro. Almagro se sentía excluido de los honores y títulos que
Pizarro había obtenido para sí mismo, a pesar de que habían sido amigos
cercanos. Además, se sentía agraviado porque, a pesar de haber contribuido más
financieramente y haber perdido un ojo durante la exploración, Pizarro no lo
mencionó ante el emperador.
Diego de Almagro persistía obstinado en su resentimiento hacia
Francisco Pizarro, alegando que éste buscaba más honores que riquezas. Pizarro
intentaba disculparse, argumentando que el emperador no había querido
concederle nada a Almagro, a pesar de sus ruegos. Le prometía negociar para él
otra gobernación en esas mismas tierras y renunciar posteriormente al
adelantamiento, además de asegurarle que, como compañeros, ambos tenían
autoridad sobre los territorios descubiertos y podrían disponer de ellos a su
mejor conveniencia. Sin embargo, nada lograba aplacar a Almagro, cuyo odio y
airadas quejas parecían plenamente justificados ante los ojos de los demás.
Almagro, al tener bajo su control los pocos recursos económicos
que quedaban, causaba mucha necesidad y dificultad a los Pizarro, quienes
tenían grandes gastos, pero escasos recursos financieros. Esto provocaba una
profunda indignación en Hernando Pizarro, el hermano mayor, quien consideraba
una afrenta que Almagro los tratara de esa manera. Hernando reprochaba a su
hermano, el gobernador, por permitir esta situación, y su actitud generaba
resentimiento no solo en los hermanos, sino también en muchos otros.
Este conflicto provocó un rencor perpetuo entre Almagro y Hernando
Pizarro, cuyos hermanos eran más compasivos y amorosos. La tensión entre ambos
bandos marcó un período difícil en sus relaciones y tuvo consecuencias
duraderas.
Francisco Pizarro anhelaba reconciliarse con Diego de Almagro, ya
que reconocía que sin su apoyo no podría avanzar en su gobernación de manera
tan próspera y prestigiosa. Por tanto, buscó medios para lograr la
reconciliación entre ambos. Muchos intervinieron en este proceso, especialmente
los recién llegados de España, quienes ya habían ocupado posiciones de
autoridad, y finalmente fueron concertados mediante la mediación de Antonio de
la Gama, juez de residencia.
En este acuerdo, Almagro contribuyó con setecientos pesos y las
armas y provisiones que tenía, mientras que Pizarro partió con la mayor
cantidad de hombres y caballos posible en dos navíos. Sin embargo, encontraron
vientos adversos que dificultaron su llegada a Tumbes. Finalmente,
desembarcaron en la tierra propiamente llamada Perú, a partir de la cual se
originaron las grandes y ricas provincias que luego serían descubiertas y
conquistadas.
Vale mencionar que la primera noticia del río Perú la tuvo
Francisco Becerra, capitán de Pedrarias de Ávila, quien partió del Comagre con
ciento cincuenta españoles y llegó a la punta de Piñas. Sin embargo, regresó de
allí al enterarse de que los habitantes del río Jumeto le advirtieron sobre la
rudeza del terreno y la belicosidad de la gente en la región peruana.
Algunos relatos sugieren que Vasco Núñez de Balboa pudo haber
tenido conocimiento sobre la existencia de oro y esmeraldas en la región del
Perú. Sea cierto o no, es un hecho que en Panamá se tenía una gran fama sobre
el Perú cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro se preparaban para
emprender su expedición hacia esa tierra.
La partida de Pizarro desde una tierra tan inhóspita como la de
Tumbes hacia Coaque fue difícil y llena de peligros. La costa áspera provocaba
accidentes en los cuales tanto hombres como caballos perdían la vida. Además,
los numerosos ríos, crecidos en esa época, causaron ahogamientos entre los
miembros de la expedición, y algunos enfermos sufrieron aún más con la falta de
comida y el cambio de clima.
Llegaron finalmente a Coaque, un lugar bien provisto y rico, donde
pudieron recuperarse adecuadamente y obtener una considerable cantidad de oro y
esmeraldas. Sin embargo, se encontraron con un nuevo y terrible mal: las
verrugas, que en realidad eran bubones. Estas verrugas aparecían en diversas
partes del cuerpo, como las cejas, la nariz y las orejas, y eran tan grandes
como nueces, además de muy dolorosas y sangrientas. Esta enfermedad era
desconocida para ellos, y no sabían cómo tratarla, lo que generaba gran
angustia entre los miembros de la expedición. A pesar de ello, Pizarro decidió
continuar con la empresa y envió una suma considerable de oro a Diego de
Almagro para que le enviara refuerzos desde Panamá y Nicaragua, así como para
abastecer la tierra conquistada, que tenía mala reputación.
Después de enviar el despacho a Diego de Almagro y mientras
esperaba refuerzos, Francisco Pizarro continuó su camino hacia Puerto Vicio.
Durante este trayecto, tuvo que enfrentarse a veces con los indígenas y otras
veces realizar intercambios comerciales con ellos. Mientras se encontraba en
Puerto Vicio, recibió la visita de Sebastián de Benalcázar y Juan Fernández,
quienes llegaron con gente y caballos desde Nicaragua. La llegada de estos
refuerzos fue motivo de gran alegría y proporcionó una ayuda significativa para
pacificar la costa de Puerto Viejo.
La guerra que
Francisco Pizarro hizo en la isla Puna
Los traductores o lenguas de Francisco Pizarro, Felipe y
Francisco, naturales de Poechos, le informaron sobre la cercanía de la isla de
Puna, la cual era conocida por su riqueza, pero también por albergar a hombres
valientes. Pizarro, contando ya con un buen número de españoles, decidió
dirigirse hacia allí. Para ello, ordenó a los indígenas construir balsas en las
que pudieran transportarse tanto caballos como hombres. Estas balsas estaban
hechas de varias vigas largas y livianas, unidas de manera que formaban una
especie de tabla. Al llegar a la isla, los indios intentaron cortar las cuerdas
de las balsas para ahogar a los cristianos, según advirtieron los informantes
de Pizarro. Por esta razón, Pizarro instruyó a los españoles para que
mantuvieran sus espadas desenvainadas, con el fin de infundir temor en los
indígenas.
Inicialmente, Pizarro fue recibido pacíficamente por el
gobernador de Puna. Sin embargo, poco después, este último ordenó matar a los
españoles debido a los abusos que cometían con las mujeres y la ropa. Al
enterarse de esta situación, Pizarro arrestó al gobernador sin demostrar ningún
tipo de regocijo. Al día siguiente, los isleños rodearon el campamento de los
cristianos al amanecer, amenazándolos con la muerte si no les entregaban al
gobernador y su riqueza. Ante esta situación, Pizarro preparó a su gente para
la batalla y envió a algunos jinetes a toda velocidad para socorrer a los
barcos, ya que los indios también estaban combatiendo en sus balsas.
Los indios de Puna, valientes y decididos, pelearon con fervor
para rescatar a su capitán y recuperar su ropa, pero fueron vencidos por los
españoles, sufriendo numerosas bajas y heridos. Durante el enfrentamiento,
murieron tres o cuatro españoles, y muchos resultaron heridos, entre ellos Hernando
Pizarro, quien sufrió una grave lesión en la rodilla. Tras la victoria, Pizarro
distribuyó el botín de ropa y oro entre sus hombres para evitar disputas con
los que venían de Nicaragua con Hernando de Soto.
Después de esta batalla, los españoles comenzaron a enfermar
debido a las condiciones adversas de la tierra. Además, los isleños continuaban
hostigándolos con sus balsas entre los manglares, sin declarar ni la paz ni la
guerra. Ante esta situación, Pizarro decidió dirigirse a Tumbes, que se
encontraba cerca. Pero antes de relatar lo que sucedió allí, es importante
mencionar algunos aspectos de esta isla, ya que fue en Puna donde Pizarro
recibió las primeras noticias sobre Atahualpa.
Puna se encuentra a unas doce leguas de Tumbes y estaba habitada
por una gran población, así como por una abundancia de ciervos y venados. Los
hombres de Puna eran hábiles pescadores y cazadores, expertos en la guerra y
temidos por sus vecinos. Utilizaban una variedad de armas, como hondas, porras,
lanzas y hachas de plata y cobre, así como lanzas con puntas de oro. Vestían
prendas de algodón de colores vivos y llevaban adornos de oro y piedras
preciosas, al igual que las mujeres. Además, poseían numerosas vasijas de oro y
plata para diversos usos.
Sin embargo, una práctica inhumana que destacaba en Puna era la
costumbre del gobernador de cortar las narices, los genitales e incluso los
brazos de los sirvientes que atendían a sus mujeres, demostrando celos extremos
y crueldad.
Guerra de
Tumbes y población de San Miguel de Tangarara
Pizarro encontró en Puna a más de seiscientas personas de Tumbes
que estaban cautivas. Estos prisioneros, al parecer, pertenecían a Atahualpa,
quien había intentado conquistar Puna el año anterior durante una guerra contra
su hermano Huáscar. Atahualpa había reunido una gran flota de balsas para
invadir Puna, pero el gobernador de la isla, leal a Huáscar, también había
armado a los isleños y los había derrotado en batalla. Se dice que Atahualpa
resultó herido en un muslo durante la pelea y se vio obligado a retirarse hacia
Cajamarca para recuperarse y reunir más tropas antes de dirigirse al Cusco,
donde Huáscar tenía un gran ejército.
Aprovechando la ausencia de Atahualpa, el gobernador de Puna
saqueó Tumbes. Sin embargo, las disputas y revueltas entre los hermanos y reyes
locales no afectaron la determinación de Pizarro y sus hombres de explorar esas
tierras. Para asegurar la amistad de Atahualpa, Pizarro decidió enviar de
regreso a Tumbes a los seiscientos cautivos, esperando que esto los pusiera en
buenos términos con el líder inca. Sin embargo, al verse libres, los cautivos
expusieron las condiciones de su liberación, denunciando los abusos cometidos
por los españoles, quienes se aprovechaban de las mujeres y saqueaban oro y
plata. Esto causó indignación entre la población local, lo que complicó las
relaciones entre los españoles y los habitantes de la región.
Antes de embarcarse hacia Tumbes, Pizarro envió a tres españoles
junto con algunos nativos en una balsa para negociar la paz y solicitar permiso
de entrada.
Los habitantes de Tumbes recibieron a los tres españoles enviados
devotamente, pero luego los entregaron a sacerdotes para que los sacrificaran
al ídolo del Sol llamado Guaca. Este acto, acompañado de llantos, no fue por
compasión, sino parte de una costumbre ritual. Cuando los navíos llegaron a
tierra, no encontraron balsas disponibles para salir, ya que los indígenas las
habían retirado tras armarse. Pizarro desembarcó en una balsa con seis hombres
a caballo, no había lugar ni tiempo para más, y pasaron la noche en la balsa
debido al oleaje y al hecho de que la balsa se volcó al llegar a tierra.
Al día siguiente, los demás españoles pudieron desembarcar sin
incidentes mayores, ya que los indígenas no hicieron más que observar. Los
navíos regresaron por los españoles que habían quedado en Puna, mientras
Pizarro, acompañado por cuatro jinetes, recorrió dos leguas sin encontrar a
ningún indio con quien hablar. Estableció un campamento en Tumbes y envió
mensajeros al líder local en busca de paz y amistad, pero este no les prestó
atención y se burlaba de los barbudos españoles.
Pizarro decidió tomar medidas más directas y lideró un ataque
sorpresa contra los indígenas. Aprovechando la oscuridad de la noche, cruzó el
río con cincuenta jinetes sin ser detectado por los enemigos. Al amanecer,
sorprendió a los indígenas que estaban desprevenidos y causó grandes pérdidas
entre ellos, vengando así la muerte de los tres españoles sacrificados. El
gobernador de Tumbes, impresionado por la habilidad militar de Pizarro, buscó
la paz y le ofreció un gran presente de oro, plata y textiles de algodón y
lana.
Tras esta victoria, Pizarro fundó la ciudad de San Miguel en
Tangarará, a orillas del río Chira, y buscó un puerto adecuado para los navíos,
encontrando el de Paita. Luego de repartir el oro obtenido, partió hacia
Cajamarca en busca de Atahualpa.
Prisión de
Atahualpa
Al divisar Pizarro la ostentosa muestra de oro y plata en aquel
lugar, se dejó impresionar por la inmensa riqueza que se le atribuía al rey
Atahualpa. Tras organizar los asuntos concernientes a la nueva ciudad de San
Miguel y sus colonos, partió hacia Cajamarca. En el camino, logró establecer la
paz con los pueblos conocidos como Poechos, gracias a la mediación de Felipillo
y su compañero Francisquillo, quienes eran naturales de la región y dominaban
el español.
Durante su marcha, algunos servidores de Huáscar se acercaron
buscando su amistad y apoyo contra la tiranía de Atahualpa, quien se alzaba
injustamente con el poder. Le ofrecieron grandes recompensas si accedía. Los
españoles atravesaron un desierto de veinte leguas sin agua, lo que los dejó
exhaustos. Mientras ascendían la sierra, se encontraron con un mensajero de
Atahualpa. El emisario le transmitió a Pizarro un mensaje
contundente: debía regresar a su tierra en sus barcos y no causar daño a sus
súbditos ni tomar nada de ellos. Le advirtió que, si obedecía, lo dejaría ir
con el oro robado en tierra ajena, pero si persistía en su actitud, lo mataría
y lo despojaría de todo.
Pizarro respondió con calma que no tenía intención de provocar a
nadie, menos aún a un príncipe tan poderoso. Además, le hizo saber que solo
regresaría a la mar si no fuera enviado como emisario del Papa y del Emperador,
los verdaderos señores del mundo. No podía, por tanto, regresar sin antes ver y
hablar con Atahualpa, pues eso estaba destinado por Dios y sería beneficioso
para su propia gloria y el honor de sus compañeros.
Atahualpa observó en la respuesta de los españoles una
determinación de encontrarse con él, ya fuera para bien o para mal. Sin embargo,
desestimó su importancia debido a su escaso número, además de creer en las
afirmaciones de Maicabelica, un líder entre los Poechos, quien aseguraba que
los extranjeros barbudos carecían de la fuerza y la resistencia necesarias para
caminar a pie o escalar una pendiente sin montar a caballo o aferrarse a unos
grandes "pacos" (como llamaban a los caballos), los cuales llevaban
unas tablillas relucientes, similares a las que usaban las mujeres para tejer.
Maicabelica, que nunca había enfrentado el filo de una espada y
se jactaba de ser un gran corredor, difundía esta creencia, considerada una
prueba de valentía entre los nobles y valientes indígenas. Sin embargo, los
informes de los heridos de Tumbes que se encontraban en la corte contaban otra
historia. Por lo tanto, Atahualpa decidió enviar otro mensajero para verificar
si los "barbudos" aún avanzaban y advertir al capitán Pizarro que no
fuera a Cajamarca si valoraba su vida.
Pizarro respondió al mensajero asegurando que llegarían a su
destino sin falta. El indígena le entregó unos zapatos pintados y unos puños de
oro para que los usara, de modo que Atahualpa, su señor, pudiera reconocerlo
cuando llegara. Se sospechaba que esto serviría como señal para que lo
apresaran o lo mataran sin afectar a los demás. Pizarro, entre risas, aceptó
los regalos.
Cuando Pizarro y su ejército llegaron a Cajamarca, un caballero
les indicó que no se aposentaran hasta recibir la orden de Atahualpa. Sin
embargo, Pizarro decidió ignorar esta advertencia y se instaló sin dar respuesta.
Luego, envió al capitán Hernando de Soto, acompañado de algunos otros jinetes,
incluido Felipillo, para visitar a Atahualpa, quien se encontraba a una legua
de distancia en unos baños. El propósito era informarle de la llegada de
Pizarro y solicitarle permiso y hora para hablar con él.
Soto llegó haciendo piruetas con su caballo, ya sea por cortesía
o por el asombro de los indígenas, hasta llegar junto a la silla de Atahualpa.
A pesar de que el caballo le resopló en la cara, Atahualpa no mostró ninguna
reacción. Sin embargo, ordenó matar a muchos de los que huyeron asustados por
la proximidad y el movimiento de los caballos, una lección que sirvió de
advertencia para los indígenas y que dejó perplejos a los españoles.
Hernando de Soto se desmontó, hizo una profunda reverencia y
explicó el propósito de su visita. Atahualpa mantuvo una actitud seria y no le
respondió directamente, sino que hablaba con uno de sus sirvientes, quien a su
vez se comunicaba con Felipillo, encargado de trasladar la respuesta a Soto. Se
rumoreaba que Atahualpa se enfadó porque Soto se acercó tanto con su caballo,
un gesto considerado de gran falta de respeto hacia la majestuosidad de un rey
de su magnitud.
Posteriormente, Hernando Pizarro se presentó y habló en nombre de
su hermano, el capitán, respondiendo de manera concisa a las numerosas palabras
de Atahualpa. Este concluyó diciendo que sería amigo del emperador y de Pizarro
si devolvían todo el oro, plata y otras posesiones que habían tomado de sus
vasallos y amigos, y si abandonaban su tierra de inmediato. Además, propuso
encontrarse al día siguiente en Cajamarca para discutir los términos de su
partida y para averiguar quiénes eran el Papa y el Emperador, pues les enviaban
embajadores y requerimientos desde tierras tan lejanas. Esta respuesta de
Atahualpa dejó a Hernando Pizarro impresionado por la grandeza y autoridad del
líder inca, así como por la cantidad de personas, armas y tiendas que había en
su campamento. La respuesta de Atahualpa parecía ser una declaración de guerra.
Pizarro entonces se dirigió a los españoles, instándolos a
prepararse para la batalla, ya que algunos mostraban nerviosismo ante la
proximidad de tantos guerreros indígenas, recordándoles el éxito previo en
Tumbes y Puna como un ejemplo de lo que podrían lograr.
Durante esa noche, los españoles se dedicaron a preparar sus
armas y caballos, y a colocar la artillería frente a la puerta del tambo por
donde se esperaba que ingresara Atahualpa. Al amanecer, Francisco Pizarro ubicó
a un grupo de arcabuceros en una pequeña torre que dominaba el patio, la cual
estaba adornada con ídolos. Dividió a los capitanes Hernando de Soto, Sebastián
de Benalcázar y Hernando Pizarro, quien era el líder general, junto con veinte
jinetes cada uno, en tres casas diferentes. Él mismo se quedó cerca de la
puerta en otra casa, al mando de la infantería, que incluía hasta ciento
cincuenta soldados sin contar con los indígenas de servicio.
Pizarro ordenó que nadie hablara ni saliera para enfrentarse a
los enviados de Atahualpa hasta que se escuchara un disparo o se avistara el
estandarte. Mientras tanto, Atahualpa también animaba a sus hombres, quienes
menospreciaban a los cristianos y planeaban realizar un sacrificio masivo al
sol en caso de batalla. Colocó a su capitán, Rumiñahui, con cinco mil soldados
en la entrada por donde los españoles habían entrado en Cajamarca, con la orden
de capturar o matar a los fugitivos.
Atahualpa tardó cuatro horas en recorrer una legua, quizás para
descansar o para fatigar a sus enemigos. Viajaba en una litera de oro, cubierta
y forrada con plumas de papagayos de múltiples colores, la cual era llevada en
hombros por hombres. Estaba sentado sobre un tablón de oro, sobre un cojín de
lana adornado con piedras preciosas. Llevaba una gran borla roja de lana fina
en la frente, que le cubría las cejas y las sienes, un distintivo de los reyes
del Cusco.
Atahualpa estaba acompañado por más de trescientos sirvientes
vestidos con uniformes, encargados de limpiar el camino de pajas y piedras para
la litera. Bailaban y cantaban delante de él, mientras numerosos nobles lo
seguían en andas y hamacas, realzando la majestuosidad de su corte. Al entrar
en el tambo de Cajamarca y notar que los jinetes no se movían ni los peones se
inquietaban, supuso que estaban paralizados por el miedo. De pie, exclamó:
"Están rendidos". Sus seguidores estuvieron de acuerdo,
menospreciando a los españoles.
Al mirar hacia la torre donde estaban los cristianos, Atahualpa,
enfadado, ordenó que los echaran o mataran. En ese momento, se acercó a él Fray
Vicente de Valverde, un dominico que llevaba una cruz en la mano y su breviario
o, según algunos relatos, la Biblia. Realizó una reverencia, se santiguó con la
cruz y comenzó a hablar: "Excelentísimo señor, es necesario que sepáis que
Dios, trino y uno, creó el mundo de la nada y formó al hombre de la tierra, a
quien llamó Adán, y de quien todos nosotros descendemos. Adán pecó contra su
Creador por desobediencia, y todos los hombres que han nacido desde entonces,
excepto Jesucristo, verdadero Dios que descendió del cielo para nacer de la
Virgen María, con el fin de redimir a la humanidad del pecado. Murió en una
cruz similar a esta, por la cual la adoramos. Resucitó al tercer día y ascendió
al cielo cuarenta días después, dejando como su vicario en la tierra a San
Pedro y a sus sucesores, conocidos como Papas. Estos han concedido al poderoso
rey de España la conquista y conversión de estas tierras. Por eso, Francisco
Pizarro viene a pediros que seáis amigos y súbditos del rey de España,
emperador de los romanos, monarca del mundo, y que obedezcáis al Papa y
aceptéis la fe de Cristo, que es la más santa. Vuestra religión es falsa, y si
no obedecéis, os declararemos la guerra y destruiremos vuestros ídolos para que
abandonéis la engañosa religión de vuestros falsos dioses".
Atahualpa respondió con gran enfado que no estaba dispuesto a
rendir tributo siendo un gobernante libre, ni aceptaría la idea de que hubiera
alguien superior a él. Sin embargo, expresó su interés en ser amigo del
emperador y conocerlo, reconociendo su grandeza al enviar tantos ejércitos por
todo el mundo. Rechazó la autoridad del Papa, argumentando que este otorgaba lo
que no le pertenecía y por no reconocer a alguien que nunca había visto el
reino que había sido de su padre. En cuanto a la religión, afirmó que la suya
era muy buena y que estaba contento con ella, y se negó a cuestionar algo tan
antiguo y ampliamente aceptado. Atahualpa señaló que Cristo murió, pero el Sol
y la Luna nunca lo hacen, cuestionando cómo el fraile sabía que el Dios de los
cristianos creó el mundo.
Fray Vicente respondió que esa información estaba en el libro, y
le ofreció su breviario. Atahualpa lo abrió, lo examinó brevemente y, al no
encontrar nada relevante para él, lo arrojó al suelo. El fraile recogió su
breviario y se dirigió hacia Pizarro gritando: "¡Los evangelios en el
suelo! ¡Venganza, cristianos! ¡A por ellos, a por ellos, que no quieren nuestra
amistad ni nuestra fe!".
Pizarro, al presenciar este acto, ordenó que se desplegara el
estandarte y que se hiciera sonar la artillería, pensando que los indígenas
iban a atacar. Cuando se dio la señal, los jinetes cargaron furiosamente desde
tres direcciones diferentes, rompiendo las filas de los guerreros que rodeaban
a Atahualpa y lanceando a muchos de ellos. Después, Francisco Pizarro avanzó
con la infantería, desencadenando un feroz combate cuerpo a cuerpo con las
espadas. Todos se abalanzaron sobre Atahualpa, quien aún estaba en su litera,
con la intención de capturarlo, cada uno deseando la gloria de su prisión. Sin
embargo, debido a su altura, no lograban alcanzarlo y, en su intento,
apuñalaban a los portadores de la litera. Pero tan pronto como alguno caía,
otros se apresuraban a sostenerla para evitar que su gran señor Atahualpa
cayera al suelo.
Al presenciar esta escena, Pizarro se abalanzó sobre Atahualpa,
agarrándolo por su vestimenta y derribándolo, lo que prácticamente puso fin al
combate. Ningún indígena se atrevió a pelear, a pesar de que todos estaban
armados, lo cual era notable dada su feroz tradición de guerra. Su falta de
resistencia se debió a que no recibieron órdenes para luchar, ni se dio la
señal acordada para hacerlo. El estruendo provocado por las trompetas, los
arcabuces y la artillería, así como el repiqueteo de los cascabeles de los
caballos, los aturdió y asustó enormemente.
Con el ruido ensordecedor y la prisa de los españoles
infligiéndoles heridas, los indígenas huyeron sin preocuparse por su rey. Se
atropellaban unos a otros tratando de escapar, y tantos se agolparon en un solo
punto que derribaron un tramo de la pared, creando una salida. Hernando Pizarro,
Hernando de Soto y los jinetes persiguieron a los fugitivos hasta que
oscureció, infligiendo muchas bajas durante la persecución.
Incluso Rumiñahui, el capitán que había sido colocado para
capturar a los españoles si huían, también huyó al sentir el estruendo de la
artillería y ver caer de la torre al que tenía que dar la señal.
Muchos indígenas murieron durante la captura de Atahualpa, que
tuvo lugar en el año 1533 en el tambo de Cajamarca, un amplio patio cercado. La
elevada cifra de víctimas se debió a que los nativos no opusieron resistencia y
los españoles los atacaron con estocadas, siguiendo el consejo de Fray Vicente,
quien sugirió evitar el uso de tajos y cortes para no dañar las espadas. Los
indígenas llevaban morriones de madera dorada adornados con plumajes, que
destacaban en el campo de batalla; vestían jubones robustos, embellecidos con
adornos dorados, y portaban porras, picas muy largas, hondas, arcos, hachas y
alabardas hechas de plata, cobre e incluso oro, que resplandecían de manera
sorprendente.
Ningún español resultó muerto o herido, excepto Francisco
Pizarro, quien sufrió una herida en la mano mientras intentaba capturar a
Atahualpa. Durante el forcejeo, un soldado le infligió un corte con la
intención de derribar al emperador inca, y algunos informes sugieren que otro
soldado pudo haber herido accidentalmente a Pizarro en ese momento.
El grandísimo
rescate que prometió Atahualpa porque le soltasen
Aquella noche, los españoles celebraron entre sí la gran victoria
y la captura del prisionero, además de descansar del arduo trabajo, ya que no
habían tenido tiempo para comer durante todo el día. A la mañana siguiente,
salieron a inspeccionar el campamento. Descubrieron en el baño y en el
campamento de Atahualpa cinco mil mujeres, quienes, aunque estaban tristes y
desamparadas, se mostraron amigables con los cristianos. También encontraron
muchas y lujosas tiendas, una cantidad infinita de prendas de vestir y
utensilios para el hogar, así como hermosas piezas y recipientes de plata y
oro. Se dice que una de estas vasijas de oro pesaba hasta ocho arrobas, y el
valor total de la vajilla de Atahualpa ascendía a cien mil ducados.
Atahualpa sintió profundamente el peso de sus cadenas y rogó a
Pizarro que lo tratara bien, aceptando su destino. Consciente de la codicia de
los españoles, ofreció pagar un rescate tan grande que cubriría todo el suelo
de la sala de su prisión con plata y oro labrado. Al ver la incredulidad en el
rostro de los presentes, aseguró que dentro de cierto plazo les proporcionaría
tantas vasijas y piezas de oro y plata que llenarían la sala hasta la altura
que él mismo alcanzaba con la mano en la pared. Para dejar constancia de su
promesa, hizo marcar una línea roja alrededor de toda la sala como señal. Sin
embargo, especificó que esto solo ocurriría si los españoles prometían no
romper ni dañar las tinajas, jarras y vasos que él colocara allí hasta llegar a
la línea. Pizarro lo reconfortó y prometió tratarlo con respeto, asegurándole
que sería liberado una vez se cumpliera el rescate prometido.
Con la palabra de Pizarro, Atahualpa envió mensajeros a
diferentes lugares en busca de oro y plata, rogándoles que regresaran pronto si
deseaban su liberación. Pronto comenzaron a llegar indígenas cargados con estos
metales preciosos. Sin embargo, debido a que la sala era grande y las cargas
eran pequeñas, aunque numerosas, el oro y la plata apenas llenaban la vista de
la sala, lo que llevó a muchos a sospechar que Atahualpa estaba retrasando su
rescate con astucia, esperando reunir suficiente gente para atacar a los
españoles. Algunos incluso insinuaron que pretendía ser liberado o incluso
asesinado, si no fuera por la intervención de Hernando Pizarro.
Atahualpa, consciente de estas sospechas, aseguró a Pizarro que
no había razón para que estuvieran descontentos ni para acusarlo, explicando
que las principales fuentes de oro y plata, como Quito, Pachacamac y Cusco,
estaban lejos y que él mismo deseaba su liberación. Para demostrar que en su
reino la gente solo se reunía para traer metales preciosos, les instó a enviar
a algunos de ellos al Cusco para verlo por sí mismos y traer el oro. A pesar de
sus dudas sobre la palabra de los indígenas, Atahualpa bromeó sobre el temor
que mostraban hacia él debido a que llevaba cadenas.
Hernando de Soto y Pedro del Barco se ofrecieron a ir al Cusco,
ubicado a unas doscientas leguas, en hamacas, casi a toda velocidad, ya que los
porteadores se turnaban con frecuencia y continuaban moviéndose sin detenerse,
lo que les permitía avanzar rápidamente.
Cerca de Cajamarca, en su ruta, se toparon con Huáscar, quien
estaba cautivo de Quizquiz y Calcuchímac, los principales lugartenientes de
Atahualpa. A pesar de las súplicas de Huáscar para ser liberado y de su
ofrecimiento de acompañar a los españoles de regreso a Cajamarca, estos
rechazaron su propuesta. Su anhelo por llegar y contemplar el tesoro de Cusco
fue lo que les impidió retroceder y llevar consigo al hermano de Atahualpa.
Hernando Pizarro también se dirigió con algunos hombres a caballo
hacia Pachacamac, a cien leguas de Cajamarca, en busca de oro y plata. En el
camino, cerca de Huamachuco, se encontró con Illescas, quien transportaba
trescientos mil pesos de oro y una cuantía inmensa de plata como rescate para
su hermano Atahualpa. En Pachacamac, Hernando Pizarro halló un gran tesoro;
además, logró someter pacíficamente a un ejército de indios que se había sublevado.
Dada la escasez de hierro, los caballos fueron herrados con
plata, e incluso algunos con oro, ya que esto resultaba más económico. De esta
manera, se logró reunir una enorme cantidad de oro y plata en Cajamarca para el
rescate de Atahualpa, tal como se ha descrito.
Muerte de Huáscar,
por mandado de Atahualpa
Como más adelante relataremos, Quizquiz y Calcuchimac habían
capturado a Huáscar, el soberano señor de todos los reinos del Perú, casi al
mismo tiempo que Atahualpa fue apresado, o poco antes. Inicialmente, Atahualpa
temió por la vida de Huáscar y por eso no ordenó su ejecución en ese momento.
Sin embargo, cuando recibió la promesa de su propia libertad y la vida de
Huáscar a cambio del enorme rescate que ofreció a Pizarro, cambió de parecer y
llevó a cabo su ejecución tras enterarse de lo que Huáscar había dicho a Soto y
Barco.
Huáscar les había instado a regresar con él a Cajamarca para
evitar ser asesinado por los capitanes, quienes desconocían la prisión de su
señor. Además, afirmó que no solo cumpliría con la promesa hasta la raya
acordada, sino que llenaría toda la sala hasta el techo con oro y plata, tres
veces más que los tesoros de su padre, Huayna Capac. También explicó que
Atahualpa, su hermano, no podría cumplir lo que prometió sin saquear los
templos del Sol. Finalmente, les reveló que él era el verdadero soberano de
todos esos reinos y que Atahualpa era un tirano. Por lo tanto, deseaba informar
y conocer al líder de los cristianos, quien estaba corrigiendo las injusticias,
y así recuperar su libertad y reinos. Argumentó que su padre, Huayna Capa, le
había encomendado en su lecho de muerte que fuera amigo de los blancos y
barbudos que llegaran, ya que estaban destinados a convertirse en los
gobernantes de la tierra.
Este gran señor era muy sabio y tenía conocimiento de lo que los
españoles habían hecho en Castilla de Oro, por lo que intuyó lo que podrían
hacer en su territorio. Atahualpa temió profundamente estas predicciones, que
resultaron ser ciertas, y ordenó la muerte de Huáscar, afirmando ante Pizarro
que había fallecido de tristeza y pesar. Algunos relatos sugieren que Atahualpa
simuló estar triste y abatido durante varios días, sin comer ni hablar, con la
intención de averiguar la verdadera intención de los españoles y engañar a
Pizarro. Finalmente, confesó, tras ser instado repetidamente, que Quizquiz
había sido el responsable de la muerte de Huáscar.
Atahualpa se justificó argumentando que había actuado en defensa
propia, ya que su hermano intentó usurparle el reino de Quito y buscaba
concertarse con él. Pizarro intentó consolarlo, asegurándole que la muerte era
algo natural para todos y que él mismo se encargaría de castigar a los
responsables una vez informado de la verdad. Sin embargo, al ver que los
españoles no mostraban preocupación por la muerte de Huáscar, Atahualpa ordenó
su ejecución.
Independientemente de los detalles exactos, es claro que
Atahualpa fue quien ordenó la muerte de Huáscar, y algunos atribuyen cierta
responsabilidad a Hernando de Soto y Pedro del Barco por no haberlo acompañado
y traído de vuelta a Cajamarca cuando tuvieron la oportunidad. Sin embargo,
ellos prefirieron continuar hacia el Cusco en busca de oro, argumentando que no
podían desobedecer las órdenes de su gobernador. Muchos creen que, si hubieran
capturado a Huáscar, Atahualpa no lo habría ejecutado y los indígenas no
habrían ocultado las riquezas del Cusco, que, según la fama, superaban con
creces lo obtenido en el rescate de Atahualpa. En sus últimas palabras, Huáscar
profetizó que su traidor hermano sería asesinado de la misma manera.
Las guerras y
diferencias entre Huáscar y Atahualpa
Huáscar, cuyo nombre significa "soga de oro", reinó
pacíficamente en el Cusco y en todos los señoríos de su padre Hayna Cápac, que
eran numerosos y extensos, excepto en Quito, que pertenecía a Atahualpa. Sin
embargo, esta paz no duró mucho, ya que Atahualpa reclamó Tomebamba, una
provincia rica en minas, y el Quito, argumentando que le correspondían como
parte de su herencia paterna.
Enterado rápidamente de esta situación, Huáscar envió un
mensajero a su hermano para rogarle que no alterara la tierra y que le
devolviera los nobles y sirvientes de su padre. Los habitantes de la región,
llamados cañares, mantuvieron su lealtad hacia Huáscar, pero al ver a los
guerreros de Quito en armas, Huáscar pidió ayuda para reprimir la rebelión. Dos
mil nobles respondieron a su llamado y se unieron a él, junto con otros grupos
vecinos como los chaparras y los paltas.
Atahualpa, al enterarse de esta coalición, marchó hacia ellos con
su ejército con la intención de impedir o deshacer la alianza. Antes de la
batalla, solicitó que le cedieran la tierra que consideraba heredada de su
padre, pero al recibir una respuesta negativa, dio inicio al enfrentamiento. A
pesar de la resistencia, Atahualpa logró vencer en la batalla y capturó a
Huáscar en el puente de Tumebamba mientras intentaba huir.
Algunas versiones sugieren que fue Huáscar quien inició la guerra
y que la batalla duró tres días, con numerosas bajas de ambos bandos.
Finalmente, Atahualpa fue capturado. Los nobles del Cusco celebraron su prisión
con grandes fiestas y celebraciones. En un acto de astucia, Atahualpa logró
escapar durante la noche al romper una gruesa pared con una barra de plata y
cobre que una mujer le proporcionó. Se dirigió entonces al Quito, donde convocó
a sus vasallos y les persuadió para unirse a su causa. Alegó que el Sol lo
había convertido en culebra para liberarse de la prisión y le había prometido
la victoria en la guerra. Sus seguidores, ya sea por creer en el milagro o por
lealtad hacia él, se unieron a su ejército. Con esta fuerza, Atahualpa regresó
y derrotó a sus enemigos en varias ocasiones, causando una gran cantidad de
muertes en el proceso, cuyos restos aún se pueden encontrar en montones en la
región.
Entonces, Atahualpa ordenó el asesinato de sesenta mil personas
de los cañares y arrasó Tumebamba, una ciudad grande, rica y hermosa ubicada
junto a tres ríos caudalosos. Estas acciones infundieron miedo en toda la
región y fortalecieron la determinación de Atahualpa de convertirse en el inca
de todos los territorios que alguna vez fueron de su padre. Inició una campaña
militar contra la tierra de su hermano, destruyendo y matando a aquellos que se
le resistían, mientras que aquellos que se rendían recibían franquicias y el
botín de los muertos.
Esta política de libertad atrajo a algunos seguidores, mientras
que la crueldad de Atahualpa alienaba a otros. Con esta estrategia, logró
conquistar territorios hasta llegar a Tumbes y Cajamarca, enfrentando poca
oposición excepto en Puna, donde fue herido como se mencionó anteriormente.
Atahualpa envió un gran ejército liderado por Quizquiz y
Calcuchimac, dos de sus capitanes más sabios y valientes, para enfrentar a
Huáscar, quien marchaba desde el Cusco con una enorme hueste. Cuando los dos
ejércitos estaban cerca uno del otro, los capitanes de Atahualpa intentaron
emboscar a los enemigos desviándose del camino real. Por su parte, Huáscar, con
poca experiencia en asuntos militares, se desvió para cazar, dejando a su
ejército avanzar sin precaución ni exploradores. Esto llevó a un encuentro
sorpresivo con las fuerzas enemigas en un área donde no podían escapar.
Huáscar y los ochocientos hombres que lo acompañaban lucharon
valientemente hasta que fueron rodeados y capturados por los enemigos. Sin
embargo, poco después llegaron refuerzos para socorrerlos, amenazando con
liberarlos y matar a los soldados de Atahualpa. Quizquiz y Calcuchimac,
temiendo perder la oportunidad de capturar a Huáscar, les ordenaron a los
prisioneros que soltaran las armas y convocaron a una reunión de veinte señores
y capitanes principales para negociar un acuerdo de paz. Sin embargo, una vez
reunidos, los dos capitanes traicionaron a los señores y los ejecutaron,
advirtiendo a Huáscar que harían lo mismo con él si no se retiraba a sus
tierras.
Así, con esa crueldad y amenaza, el ejército de Huáscar se
dispersó y él quedó solo y prisionero en manos de Quizquiz y Calcuchimac.
Finalmente, fue ejecutado por orden de Atahualpa.
Repartimiento
de oro y plata de Atahualpa
Después de varios días de la captura de Atahualpa, los españoles
sintieron la urgencia de repartir su despojo y rescate. Temían que los indígenas
se levantaran y les arrebataran el botín, e incluso los mataran por ello.
Además, no querían esperar a que llegaran más españoles antes de dividirlo.
Francisco Pizarro ordenó pesar y valorar el oro y la plata capturados. Después
de la evaluación, se encontraron cincuenta y dos mil marcos de plata y un
millón trescientos veintiséis mil quinientos pesos de oro, una cantidad de
riqueza nunca vista antes. El quinto del botín, que pertenecía al rey, ascendió
a casi cuatrocientos mil pesos. Cada soldado de caballería recibió ocho mil
novecientos pesos de oro y trescientos setenta marcos de plata, mientras que
cada soldado de infantería recibió cuatro mil cuatrocientos cincuenta pesos de
oro y ciento ochenta marcos de plata. Los capitanes recibieron entre treinta y
cuarenta mil pesos cada uno. Francisco Pizarro obtuvo la parte más grande, ya
que como capitán general tomó el tablón de oro que Atahualpa tenía en su
litera, valorado en veinticinco mil castellanos. Nunca antes los soldados
habían acumulado tanta riqueza en tan poco tiempo y sin riesgo. Sin embargo,
muchos de ellos perdieron su parte en juegos de azar. Además, el gran flujo de
dinero hizo que los precios de las cosas se dispararan, llegando a costar unas
calzas de paño treinta pesos, unos borceguíes el mismo valor, una capa negra
cien pesos, una hoja de papel diez, una azumbre de vino veinte, y un caballo
tres, cuatro o incluso cinco mil ducados, precios que se mantuvieron altos
durante varios años.
Pizarro también otorgó a los que vinieron con Almagro, aunque no
estaba obligado, sumas de quinientos y mil ducados para evitar cualquier
amotinamiento. Habían llegado con la intención de conquistar la tierra por su
cuenta y causar problemas y deshonra a Pizarro, según lo que le habían escrito.
Sin embargo, Almagro ahorcó a quien redactó esa carta. Al enterarse de la
captura y la riqueza de Atahualpa, Almagro se dirigió a Cajamarca y se unió a
Pizarro, ya que le correspondía su parte según los términos del acuerdo de
compañía que tenían. Estuvieron en muy buenos términos y se mostraron
conformes. Pizarro envió el quinto y un informe de todo al emperador, junto con
su hermano Fernando Pizarro. Muchos soldados regresaron a España con grandes
fortunas, que oscilaban entre veinte, treinta y hasta cuarenta mil ducados. En
resumen, trajeron casi todo el oro de Atahualpa, inundando la contratación de
Sevilla con dinero y atrayendo la atención y el deseo de todo el mundo.
Muerte de
Atahualpa
La muerte de Atahualpa fue tramada por donde menos esperaba, ya
que un intérprete llamado Felipillo se enamoró y se hizo amigo de una de las
mujeres de Atahualpa, con la esperanza de casarse con ella si Atahualpa moría.
Felipillo le dijo a Pizarro y a otros españoles que Atahualpa estaba
secretamente reuniendo gente para matar a los cristianos y liberarse. A medida
que este rumor se difundía entre los españoles, algunos comenzaron a creer en
él. Unos sugirieron que lo mataran para garantizar su seguridad y la de los
reinos, mientras que otros propusieron enviarlo al emperador sin matarlo, a
pesar de cualquier culpa que pudiera tener. Esta última opción habría sido
mejor, pero optaron por lo primero, posiblemente a instancias de los hombres
que acompañaban a Almagro.
Estos hombres pensaban, o al menos así lo expresaban, que
mientras Atahualpa estuviera vivo, no recibirían ninguna parte del oro hasta
que se pagara su rescate por completo. Finalmente, Pizarro decidió matarlo para
librarse de preocupaciones y porque creía que tendrían menos problemas para
ganar la tierra si Atahualpa estaba muerto. Se le acusó de la muerte de Huáscar,
rey de esas tierras, y se demostró que también estaba conspirando para matar a
los españoles. Sin embargo, estas acusaciones fueron producto de la malicia de
Felipillo, quien interpretaba los testimonios de los indios según su antojo,
sin que ningún español lo observara o entendiera. Atahualpa siempre negó estas
acusaciones, insistiendo en que no tenía sentido planear tales acciones, ya que
sería imposible llevarlas a cabo estando él vivo debido a las muchas guardias y
prisiones que lo rodeaban. Además, amenazó a Felipillo y rogó que no le
creyeran.
Cuando Atahualpa escuchó la sentencia, se quejó amargamente de
Francisco Pizarro, ya que le había prometido liberarlo a cambio de un rescate,
pero ahora lo estaba ejecutando. Le rogó que lo enviara a España y que no
manchara sus manos ni su reputación con la sangre de alguien que nunca lo había
ofendido y que incluso lo había enriquecido. Cuando lo llevaron para ser
ejecutado, pidió el bautismo por consejo de aquellos que lo consolaban, ya que
prefería morir así en lugar de ser quemado vivo. Fue bautizado y luego
estrangulado en un poste. Fue enterrado de acuerdo con nuestras costumbres
cristianas, con pompa, y Pizarro expresó su luto y le rindió honores en sus
obsequias. No hay necesidad de reprochar a quienes lo ejecutaron, ya que el
tiempo y sus propios pecados los castigaron después, como se verá en la
continuación de su historia. Atahualpa murió con valentía, y ordenó que su
cuerpo fuera llevado al Quito, donde estaban enterrados los reyes, sus
antepasados por parte de su madre. Si pidió el bautismo sinceramente, fue
afortunado, y si no, pagó por las muertes que había ordenado. Atahualpa era un
hombre bien educado, sabio, valiente, honesto y de aspecto impecable. Tenía
muchas mujeres y dejó varios hijos. Aunque usurpó muchas tierras a su hermano Huáscar,
nunca se puso la borla imperial hasta que fue capturado. Además, demostraba
respeto incluso en pequeños gestos, como escupir en la mano de una dama de alta
posición en lugar de en el suelo, como muestra de su majestad. Los indios se
sorprendieron y elogiaron a Huáscar como hijo del Sol, recordando cómo había
predicho la rápida muerte de Atahualpa y había ordenado su ejecución.
Linaje de
Atahualpa
Los hombres más nobles, ricos y poderosos de todas las tierras
que conocemos como Perú son los incas. Siempre se distinguen por sus cabezas
rapadas y los grandes pendientes que llevan en las orejas, los cuales no
cuelgan, sino que se insertan dentro de ellas de tal manera que las agrandan,
por lo que nuestros españoles los llaman "orejones". Su origen se
remonta a Titicaca, una laguna en el Collao, a unas cuarenta leguas del Cusco.
La palabra "Titicaca" significa "isla de plomo", debido a
que algunas de las isletas en la laguna están pobladas con plomo, conocido como
"tiqui".
Titicaca se encuentra a unas ochenta leguas de Boja y recibe las
aguas de diez o doce ríos grandes, así como muchos arroyos. Luego, todas estas
aguas son desviadas por un solo río, bastante ancho y profundo, que finalmente
desemboca en otra laguna ubicada a unas cuarenta leguas hacia el oriente, donde
desaparece, dejando perplejos a los observadores.
El primer líder inca que emergió de Titicaca, y que lideró a su
gente, se llamaba Zapalla, que significa "solo señor". Algunos
ancianos indígenas también mencionan que se llamaba Viracocha, que significa
"grasa del mar", y que trajo a su gente por el mar. En cualquier
caso, Zapalla es considerado el fundador del Cusco, donde los incas comenzaron
su expansión, conquistando otras tierras lejanas y estableciendo allí la sede
de su imperio.
Entre los incas, se destacaron por sus logros Pachacútec, Túpac
Yupanqui y Huayna Cápac, quienes fueron el bisabuelo, abuelo y el padre de
Atahualpa, respectivamente. Sin embargo, el más célebre de todos los incas fue Huayna
Cápac, que suena como un joven rico. Conquistó el Quito por la fuerza de las
armas, se casó con la señora de ese reino y tuvo hijos con ella, incluyendo a
Atahualpa y a Illescas. Huayna Cápac murió en Quito, dejando esa tierra a
Atahualpa y el imperio y tesoros del Cusco a Huáscar. Se dice que tuvo
doscientos hijos con diferentes mujeres y gobernó sobre un territorio de
ochocientas leguas.
Corte y
riqueza de Huayna Cápac
Los señores incas tenían su residencia principal en Cusco, la
capital de su vasto imperio. Sin embargo, Huayna Cápac, un emperador destacado,
optó por mantenerse en Quito, una región tranquila que él mismo había
conquistado. Siempre iba acompañado por numerosos orejones, una élite militar,
que lucían calzado, plumajes y otros símbolos distintivos de su estatus
privilegiado y habilidad en la guerra.
Huayna Cápac se rodeaba de los hijos mayores o herederos de los
señores imperiales, quienes vestían ropas típicas de sus respectivas regiones
para que todos pudieran identificar su origen. Esta diversidad de vestimenta y
colores enriquecía y enaltecía la corte imperial. Además, contaba con una
variedad de señores mayores y ancianos en su consejo y círculo cercano, cada
uno con su propio rango y protocolo de honor.
Aunque todos recibían hospitalidad y servicio en la corte, no
todos tenían el mismo estatus. Algunos tenían el privilegio de ser
transportados en andas o hamacas, mientras que otros caminaban a pie. Sus
asientos y posiciones también variaban, con algunos sentados en bancos
elevados, otros en bancos más bajos y algunos directamente en el suelo. Sin
embargo, cuando cualquiera de ellos visitaba la corte desde fuera, mostraban su
respeto descalzándose antes de ingresar al palacio y llevando algo a cuestas
como muestra de su vasallaje al hablar con Huayna Cápac.
Los visitantes se acercaban a Huayna Cápac con gran humildad,
evitando mirarlo directamente a los ojos como muestra de profundo respeto. Su
presencia imponente inspiraba reverencia en todos los presentes. Él mantenía
una actitud solemne y respondía con brevedad, mostrando su autoridad. Incluso,
cuando estaba en casa, solía escupir en la mano de una señora como un gesto de
majestuosidad.
Durante las comidas, Huayna Cápac era servido con gran pompa y
bullicio. Todos los utensilios de su mesa y cocina estaban hechos de oro y
plata, o al menos de plata y cobre para mayor durabilidad. En su habitación,
tenía estatuas huecas de oro que representaban gigantes, así como figuras de
todos los animales, aves, árboles y plantas de la tierra, así como de los peces
de sus reinos marítimos. Incluso poseía sogas, costales, cestas y graneros
hechos de oro y plata, e incluso pilas de palos de oro que simulaban leña
cortada para quemar.
Se dice que los incas tenían un jardín en una isla cercana a
Puna, donde podían relajarse junto al mar. Este jardín estaba adornado con
vegetación hecha de oro y plata, una hazaña de ingeniería y opulencia nunca
antes vista.
Además de todo lo mencionado, Huayna Cápac poseía una cantidad
inmensurable de plata y oro sin trabajar en Cusco. Lamentablemente, esta
riqueza se perdió debido a la muerte de Huáscar, ya que los indígenas lo
escondieron al ver que los españoles se lo apropiaban y enviaban a España. A
pesar de los esfuerzos de muchos por encontrarlo, hasta el día de hoy no ha
sido hallado. Quizás la fama de estas riquezas sea mayor que su valor real,
aunque Huayna Cápac era conocido como un joven rico, como su nombre lo indica.
Todas estas riquezas, junto con el imperio, fueron heredadas por
Huáscar. Sin embargo, se habla mucho menos de él en comparación con Atahualpa,
lo cual es injusto para Huáscar. Esto puede deberse a que no llegó al poder de
los españoles, lo que lo relega a un segundo plano en la historia.
Fin.
Compilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez
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