Verdadera relación de la conquista del Perú: Francisco de Jeréz
Después
del descubrimiento del Mar del Sur y la pacificación de los moradores de Tierra
Firme, el gobernador Pedrarias de Ávila había establecido la ciudad de Panamá,
la ciudad de Nata y la villa del Nombre de Dios. En Panamá residía el capitán
Francisco Pizarro, hijo del caballero Gonzalo Pizarro de Trujillo, quien,
siendo uno de los principales de la tierra, se destacó en la conquista y
población, así como en el servicio a la corona real.
En
busca de cumplir su propósito y realizar más servicios para la corona, Pizarro
solicitó licencia a Pedrarias para explorar la costa del Mar del Sur hacia el
este. Invirtió gran parte de su hacienda en la construcción de un navío grande
y en otros preparativos necesarios para el viaje. Partió de Panamá el 14 de
noviembre de 1524 con ciento doce españoles, algunos de los cuales llevaban indígenas
para su servicio. A pesar de los contratiempos debido al invierno y a los
tiempos adversos, emprendieron su viaje enfrentando numerosos desafíos. Por
razones de brevedad, omitiré muchos de los detalles de su travesía, centrándome
únicamente en los eventos más significativos para el relato.
Setenta
días después de salir de Panamá, desembarcaron en un puerto que luego sería
conocido como Puerto del Hambre. A lo largo del viaje, habían tocado tierra en
varios puertos donde no encontraron poblaciones y, por lo tanto, continuaron su
camino. En este puerto, el capitán y ochenta hombres se quedaron atrapados, ya
que muchos de sus compañeros habían fallecido y se habían quedado sin
provisiones. Ante esta situación, el capitán decidió enviar el navío con los
marineros y otro capitán a la isla de las Perlas, en el límite de Panamá, en
busca de alimentos. Esperaban ser socorridos en un plazo de diez a doce días.
Sin
embargo, la fortuna les fue adversa, ya que el navío tardó cuarenta y siete
días en ir y regresar. Durante este tiempo, el capitán y sus hombres se vieron
obligados a subsistir con mariscos recogidos en la costa y algunos palmitos
amargos. La situación era tan precaria que más de veinte hombres murieron
durante esta espera. Cuando finalmente el navío regresó con el tan necesario
socorro de alimentos, se descubrió que los marineros, al no haber llevado
suficientes provisiones, habían tenido que recurrir a comer un cuero de vaca
que llevaban para los zurrones de la bomba, cocinándolo y distribuyéndolo entre
ellos.
Con
los alimentos que el navío trajo, principalmente maíz y cerdos, la gente que
quedaba con vida pudo recuperarse. El capitán continuó su viaje y llegó a un
pueblo situado en una elevación junto al mar, rodeado por un cerco de
palenques. Aunque encontraron abundantes provisiones en el pueblo, este estaba
abandonado por los naturales. Sin embargo, al día siguiente, llegó mucha gente
de guerra. Los indígenas, bien armados y belicosos, desbarataron a los
cristianos, quienes, debilitados por el hambre y los trabajos previos,
sufrieron una derrota. El capitán resultó herido en siete ocasiones, siendo una
de ellas potencialmente mortal. Los indígenas, creyendo que estaba muerto, lo
dejaron y se retiraron. Diecisiete hombres más resultaron heridos, y cinco
murieron en el enfrentamiento.
Ante
la situación y la falta de medios para curarse y recuperar a su gente, el
capitán decidió embarcarse de regreso a Panamá. Desembarcaron en un pueblo de indígenas
cerca de la isla de las Perlas llamado Chochama, desde donde enviaron el navío
a Panamá debido a los daños que había sufrido en el agua. El capitán informó a
Pedrarias sobre lo sucedido y se quedó para recuperarse junto con sus
compañeros.
Mientras
tanto, pocos días antes de la llegada del navío a Panamá, el capitán Diego de
Almagro, compañero de Pizarro, había partido en busca de este último con otro
navío y setenta hombres. Al llegar al pueblo donde Pizarro había sido
derrotado, Almagro también se encontró con los indígenas y sufrió una derrota,
resultando herido y perdiendo un ojo. A pesar de ello, lograron hacer que los indígenas
abandonaran el pueblo, que finalmente fue quemado.
Después
de esto, se embarcaron nuevamente y continuaron siguiendo la costa hasta llegar
a un gran río que decidieron llamar Río de San Juan, en honor al día en que
llegaron allí. En este lugar encontraron algunas muestras de oro, pero no
encontraron señales del capitán Pizarro. Ante esta situación, el capitán
Almagro decidió regresar a Chochama, donde finalmente encontró a Pizarro.
Una
vez reunidos, acordaron que Almagro iría a Panamá para preparar los barcos,
reclutar más hombres y continuar con su misión, a pesar de que ya debían más de
diez mil castellanos. Sin embargo, en Panamá, enfrentaron una gran oposición
por parte de Pedrarias y otros, quienes argumentaban que no debían proceder con
ese viaje sin el consentimiento real. A pesar de las objeciones, Almagro,
respaldado por el poder otorgado por su compañero, insistió en continuar lo que
habían empezado y solicitó a Pedrarias que no interfiriera, argumentando que
confiaban en que, con la ayuda de Dios, su majestad estaría complacida con el
viaje. Finalmente, Pedrarias se vio obligado a consentir en la formación de más
tropas.
Con
ciento diez hombres partieron de Panamá, reuniéndose con el capitán Pizarro y
otros cincuenta de los primeros ciento diez que salieron con él, además de los
setenta que Almagro llevaba consigo. Desafortunadamente, de los ciento treinta
ya habían perecido. Ambos capitanes zarparon en sus respectivos navíos con un
total de ciento setenta hombres, navegando cerca de la costa y desembarcando en
lugares donde creían que podían encontrar provisiones. Utilizaban tres canoas
con sesenta remadores para buscar alimentos.
Durante
tres años, enfrentaron numerosas dificultades, incluyendo hambrunas y fríos
extremos. La mayoría de la tripulación pereció de hambre, dejando menos de
cincuenta sobrevivientes. A pesar de sus esfuerzos, no lograron descubrir
ninguna tierra habitable, ya que todo lo que encontraron eran ciénagas y
terrenos inundados. La única área que encontraron que parecía prometedora fue
desde el río San Juan, donde Pizarro se quedó con el resto de su gente. Envió
un navío más pequeño con un capitán para explorar tierra adentro, mientras que
Almagro regresó a Panamá en el otro navío para traer más hombres, ya que era
imposible explorar con la cantidad actual de personas y muchos estaban
muriendo.
El
navío que partió en exploración regresó al río San Juan después de setenta días
con noticias alentadoras. Habían llegado al pueblo de Cancebi, que era rico en
oro y plata, con habitantes más civilizados que los que habían encontrado
anteriormente. Habían capturado a seis personas para que pudieran aprender el
idioma español y habían traído consigo oro, plata y ropa.
El
capitán y su tripulación recibieron la noticia con gran alegría, olvidando todo
el sufrimiento pasado y los gastos incurridos. Ansiosos por llegar a esa
prometedora tierra, partieron del río San Juan con los dos navíos, los
capitanes y toda la gente, incluyendo caballos. Sin embargo, la navegación a lo
largo de esa costa era difícil y se demoraron más de lo previsto, consumiendo
rápidamente los suministros. Por tanto, se vieron obligados a desembarcar y
buscar alimentos en la tierra.
Los
navíos continuaron por mar hasta llegar a la bahía de San Mateo y a los pueblos
a los que los españoles dieron el nombre de Santiago y Lacamez, todos ubicados
a lo largo de la costa. Al llegar a los pueblos de Atacames, encontraron una
población numerosa y guerrera. Cuando los noventa españoles se acercaron a una
legua del pueblo, más de diez mil indígenas de guerra salieron a recibirlos.
Sin embargo, al ver que los cristianos no les hacían daño y buscaban la paz,
los indígenas decidieron detener el conflicto y permitirles el acceso a sus
alimentos y bienes.
Esta
tierra estaba bien provista de alimentos, y la gente vivía en orden, con
pueblos organizados con calles y plazas. Había pueblos con más de tres mil
casas, mientras que otros eran más pequeños.
Los
capitanes y los otros españoles consideraron que, siendo tan pocos, no podrían
prosperar en esa tierra debido a la resistencia de los indígenas. Por lo tanto,
decidieron cargar los navíos con los alimentos que habían encontrado en esos
pueblos y regresar a la isla del Gallo, donde estarían seguros mientras los
navíos iban a Panamá para informar al gobernador sobre el descubrimiento y
solicitar más gente para pacificar la tierra. El capitán Almagro viajó en los
navíos hacia Panamá, ya que algunas personas le habían escrito al gobernador
pidiendo que la gente regresara debido a los trabajos sufridos durante los tres
años de exploración. El gobernador permitió que quienes quisieran regresar a
Panamá lo hicieran, mientras que aquellos que quisieran quedarse para seguir
explorando tuvieran libertad para hacerlo. Finalmente, solo dieciséis hombres
decidieron quedarse con el capitán Pizarro, mientras que el resto regresó a Panamá
en los dos navíos.
El
capitán Pizarro permaneció en la isla del Gallo durante cinco meses, hasta que
regresó uno de los navíos, que había avanzado cien leguas más allá de lo que se
había descubierto anteriormente. Encontraron muchas poblaciones y gran riqueza,
obteniendo más muestras de oro, plata y ropa que antes, ya que los indígenas
les ofrecieron voluntariamente. El capitán regresó con ellos porque el plazo
otorgado por el gobernador estaba por cumplirse, y el día en que venció el
plazo, entraron al puerto de Panamá.
Estos
dos capitanes, tan agotados y endeudados como estaban, con una deuda
considerable en pesos de oro, el capitán Francisco Pizarro pudo haber reunido
poco más de mil castellanos prestados entre sus amigos para viajar a Castilla.
Allí, presentaron ante Su Majestad una relación detallada de los grandes y
destacados servicios que habían prestado en su nombre. En reconocimiento a
estos servicios, el monarca les otorgó la gobernación y adelantamiento de esas
tierras, así como el hábito de Santiago y ciertas alcaldías, el alguacilazgo
mayor y otras concesiones y ayudas financieras. Su Majestad, como emperador y
rey, siempre ha sido generoso con aquellos que sirven en su nombre, otorgando
numerosas mercedes a aquellos que se dedican a su servicio real. Esto ha
animado a otros a invertir sus fortunas en el servicio real, explorando tierras
y provincias tan distantes como la Mar del Sur y el océano Atlántico, que están
muy lejos de los reinos de Castilla.
Después
de haber sido despachado por Su Majestad, el gobernador y adelantado Francisco
Pizarro zarpó del puerto de Sanlúcar con una flota. Con vientos favorables y
sin contratiempos, llegó al puerto del nombre de Dios y desde allí se dirigió
con su gente a la ciudad de Panamá. Sin embargo, encontró muchas dificultades y
obstáculos para salir de allí y dirigirse a poblar la tierra que había
descubierto, tal como le había ordenado Su Majestad. A pesar de las
adversidades, con determinación y con más gente, que sumaban ciento ochenta
hombres y treinta y siete caballos, partió de Panamá en tres navíos.
La
navegación fue tan favorable que en solo trece días llegaron a la bahía de San
Mateo, donde desembarcaron la gente y los caballos. Al avanzar por la costa,
encontraron que todas las poblaciones estaban levantadas, es decir, los
habitantes estaban en armas. Sin embargo, continuaron su marcha hasta llegar a
un gran pueblo llamado Cuaques. Para evitar que este pueblo se sublevara como
los demás, lo atacaron y saquearon, obteniendo quince mil pesos de oro, mil
quinientos marcos de plata y muchas piedras de esmeralda. Estas piedras no
fueron reconocidas en ese momento como gemas de valor, por lo que los españoles
las intercambiaban con los indígenas por ropa y otros bienes. Además del botín,
capturaron al cacique y a algunos de sus seguidores, y encontraron una gran
cantidad de ropa y alimentos, suficientes para mantener a los españoles durante
tres o cuatro años.
Desde
el pueblo de Cuaques, el Gobernador envió tres navíos a la ciudad de Panamá y a
Nicaragua para que trajeran más gente y caballos, con el fin de poder llevar a
cabo la conquista y colonización de la tierra recién descubierta. Mientras
tanto, él y su gente descansaron durante algunos días en Cuaques. Cuando dos de
los navíos regresaron de Panamá con veintiséis caballos y treinta hombres, el
Gobernador partió de allí con toda la gente, tanto a pie como a caballo.
Avanzaron
por la costa, que estaba densamente poblada, sometiendo a los pueblos al
dominio de Su Majestad. Los señores de estos pueblos, de buena voluntad, salían
a los caminos para recibir al Gobernador sin ofrecer resistencia. Él los
recibía con amabilidad, sin causarles daño, e intentaba instruirlos en la fe
católica con la ayuda de algunos religiosos que llevaba consigo. Así, el
Gobernador avanzó con la gente española hasta llegar a una isla llamada la
Pugna, que los cristianos renombraron como la isla de Santiago. Esta isla,
abundante en población, riquezas y alimentos, fue cruzada por el Gobernador y
su gente utilizando los dos navíos y balsas de madera proporcionadas por los
indígenas, a través de las cuales también llevaron a los caballos.
El
Gobernador fue recibido en esta isla con gran alegría por el cacique principal
y su séquito, quienes le ofrecieron una cálida bienvenida. Además de alimentos
y provisiones que le proporcionaron en el camino, los habitantes locales
también deleitaron al Gobernador y su comitiva con música tradicional para su
entretenimiento.
La
isla, con quince leguas de circunferencia, es fértil y densamente poblada,
albergando numerosos pueblos gobernados por siete caciques locales, uno de los
cuales ejerce autoridad sobre todos los demás. Generosamente, este cacique
entregó voluntariamente una cantidad de oro y plata al Gobernador como muestra
de su deferencia.
Dado
que era invierno y viajar con las inundaciones resultaba peligroso para los
españoles, el Gobernador y su expedición decidieron establecerse temporalmente
en la isla. Durante este período, algunos miembros enfermos de la expedición
recibieron atención médica local.
A
pesar de la aparente paz entre el cacique y el Gobernador, se descubrió que el
primero había estado preparando secretamente una insurrección, concentrando sus
esfuerzos en la fabricación de armas y en la movilización de su gente para
atacar a los españoles. Este descubrimiento alarmante se hizo evidente cuando,
en el mismo pueblo donde los españoles se alojaban y donde residía el cacique,
se encontró a una gran cantidad de personas listas para el combate, esperando
la orden de atacar esa misma noche.
Una
vez que se descubrió la conspiración, el Gobernador actuó con determinación.
Ordenó la detención del cacique, sus tres hijos y otros dos líderes importantes
que pudieron ser capturados con vida. Esta acción tomó desprevenida a la
mayoría de la población local, provocando un momento de confusión y alarma.
Durante ese mismo día, se produjeron algunos enfrentamientos en los que se
registraron bajas entre los indígenas, mientras que los demás huyeron y
abandonaron el pueblo. Las residencias del cacique y otros líderes fueron
saqueadas, revelando valiosos tesoros en oro, plata y ropa.
Esa
noche, en el campamento de los españoles, se estableció una estricta vigilancia
con una guardia compuesta por setenta hombres a caballo y cien a pie. Antes del
amanecer, se escucharon gritos de guerra que anunciaban la llegada de un gran
número de indígenas armados con tambores y otros instrumentos bélicos.
Divididos en múltiples grupos, los indígenas rodearon el campamento cristiano.
Con valentía, el Gobernador ordenó el contraataque, resultando en heridas tanto
para algunos soldados como para los caballos.
Sin
embargo, con la ayuda divina que siempre acompaña a aquellos que sirven con
devoción, los indígenas fueron finalmente repelidos. Los jinetes cristianos
persiguieron a los atacantes, infligiendo bajas significativas en su retirada.
Aunque hubo pérdidas en ambos bandos durante el enfrentamiento, los cristianos
lograron replegarse con seguridad en su campamento, ya que los caballos estaban
agotados tras la larga persecución que duró desde la mañana hasta el mediodía.
Al
día siguiente, el Gobernador organizó a su gente en grupos y los envió por la
isla para enfrentarse a los rebeldes. Durante veinte días, libraron una guerra
implacable que castigó severamente a los insurgentes. Diez líderes, incluidos
aquellos que habían sido capturados junto al cacique, fueron juzgados por haber
participado en la conspiración. Según confesó el cacique, algunos de ellos le
habían instigado a traicionar, aunque él se había resistido inicialmente a la
idea. Como consecuencia, el Gobernador aplicó la justicia con firmeza, quemando
a algunos y decapitando a otros.
En
cuanto a la isla de Santiago, que también había planeado una rebelión, fue
sometida a una intensa campaña militar hasta que sus habitantes, acorralados,
optaron por abandonarla y trasladarse al continente. Dado el valor estratégico
y la riqueza de la isla, el Gobernador decidió liberar al cacique para que
pudiera restablecer el orden y repoblarla. El cacique aceptó esta oportunidad
con gratitud, comprometiéndose a servir lealmente a su majestad en adelante,
reconociendo el respeto y la consideración recibidos durante su cautiverio.
Debido
a las condiciones desfavorables para la agricultura en la isla, el Gobernador y
un grupo selecto de españoles, junto con sus caballos, se dirigieron en tres
navíos hacia el pueblo de Tumbes, que en ese momento estaba en paz. Mientras
tanto, dejaron al resto de la expedición bajo el mando de un capitán, con la
tarea de esperar su regreso. Para facilitar el viaje, el cacique de Tumbes
envió balsas para ayudar en el transporte de algunos cristianos y suministros.
En solo tres días, los navíos llegaron a la playa de Tumbes.
Cuando
el Gobernador desembarcó en tierra, se encontró con que los habitantes de los
pueblos locales se habían sublevado. A través de algunos indígenas capturados,
se enteró de que los cristianos habían incitado la insurrección y que habían
llevado consigo ropa en las balsas. Decidido a rescatar a su gente dejada atrás
en la isla, el Gobernador estableció su campamento en el pueblo del cacique,
fortificando dos casas, una de ellas como una especie de fortaleza.
Ordenó
a los españoles que exploraran la zona y remontaran un río que fluía entre los
pueblos cercanos, con la esperanza de encontrar a los tres cristianos antes de
que fueran capturados o asesinados por los indígenas. A pesar de los esfuerzos
diligentes desde el momento del desembarco, los españoles no lograron dar con
el paradero de los desaparecidos. Entretanto, los indígenas huyeron en dos
balsas llevándose toda la comida disponible, y algunos de ellos fueron
capturados.
El
Gobernador envió mensajeros al cacique y a otros líderes, exigiendo que
entregaran a los tres cristianos vivos en nombre de su majestad y ofreciendo la
posibilidad de paz y vasallaje bajo la corona española. De lo contrario,
advirtió que emprendería una guerra implacable hasta su completa destrucción.
Sin embargo, los líderes indígenas se negaron a cooperar, fortificándose al otro
lado del río y asegurando que los tres cristianos ya habían sido asesinados.
Una
vez reunida toda la gente que había quedado en la isla, el Gobernador decidió
tomar medidas decisivas. Ordenó la construcción de una gran balsa de madera y,
utilizando el paso más seguro del río, envió a un capitán con cuarenta jinetes
y ochenta soldados de infantería. La travesía en la balsa se prolongó desde la
mañana hasta la hora de vísperas. El capitán recibió órdenes claras: castigar a
los rebeldes por haber atacado y matado a los cristianos, pero también
ofrecerles la oportunidad de rendirse y someterse, conforme a los preceptos de
su majestad.
Una
vez en tierra firme, el capitán, acompañado de sus guías, avanzó durante toda
la noche hacia el campamento enemigo. Al amanecer, lanzó un ataque sorpresa
sobre el lugar donde se habían alojado los rebeldes y persiguió a los fugitivos
durante todo el día, infligiendo bajas y capturando a los supervivientes. Al
caer la noche, los cristianos se refugiaron en un pueblo cercano.
Al
día siguiente, las tropas se dispersaron en busca de los rebeldes y continuaron
infligiendo castigo. Una vez que el capitán consideró que el daño infligido era
suficiente, envió mensajeros para negociar la paz con el cacique de la región,
llamado Quilimasa. El cacique respondió a través de uno de sus principales,
expresando su temor a los españoles y su deseo de paz, siempre y cuando se le
garantizara seguridad para él y su pueblo.
El
capitán aseguró al mensajero que el cacique y su comitiva serían recibidos en
paz, sin ningún tipo de daño o represalias. Le garantizó que el Gobernador
aceptaría al cacique como vasallo de su majestad y le perdonaría el delito
cometido. Con esta promesa de seguridad, aunque aún temeroso, el cacique
accedió a venir acompañado de algunos de sus principales.
Al
llegar, el capitán recibió al cacique con alegría, reiterando que aquellos que
venían en son de paz no serían dañados, incluso si previamente se habían
rebelado. Aseguró al cacique que, dado su arribo, la hostilidad cesaría y les
permitiría reunir a su gente en los pueblos.
Después
de asegurarse de que se llevaba el sustento necesario desde la otra orilla del
río, el capitán regresó con los españoles al lugar donde estaba el Gobernador,
llevando consigo al cacique y a los principales indígenas. Allí, relató al
Gobernador todo lo ocurrido. El Gobernador, agradecido por las bendiciones
otorgadas por nuestro Señor al brindarles la victoria sin que ningún cristiano
resultara herido, les indicó que se retiraran a descansar y recuperarse.
El
Gobernador cuestionó al cacique sobre las razones detrás de su levantamiento y
el asesinato de los cristianos, especialmente después de haber sido tratado con
tanta generosidad. Le recordó cómo había sido restituida gran parte de su gente
que había sido tomada por el cacique de la isla, y cómo se le había permitido
hacer justicia contra los capitanes que habían quemado su pueblo, esperando que
el cacique demostrara lealtad y gratitud por estos gestos de buena voluntad.
El
cacique respondió explicando que había tenido conocimiento de que ciertos
principales de su tribu, que viajaban en las balsas, habían llevado a tres
cristianos y los habían ejecutado. Sin embargo, él mismo no había participado
en ese acto, aunque temía que le atribuyeran la culpa.
Ante
esto, el Gobernador exigió que esos principales fueran entregados para ser
juzgados, y ordenó al cacique que reuniera a su gente en sus respectivos
pueblos. Sin embargo, el cacique argumentó que los responsables habían
abandonado su territorio y no podían ser encontrados.
Después
de unos días en la región, el Gobernador se dio cuenta de que los asesinos no
podrían ser capturados y de que el pueblo de Tumbes estaba en ruinas, aunque
conservaba algunas estructuras defensivas. Los nativos explicaron que tanto una
epidemia devastadora como la guerra con el cacique de la isla habían causado
estragos en la región. Dado que no había más indígenas disponibles que
estuvieran subordinados a este cacique, el Gobernador decidió partir con una
parte de su tropa, tanto a pie como a caballo, en busca de una provincia más
poblada para establecerse. Dejó a su teniente a cargo de los cristianos que
quedaban para proteger el equipo, mientras que el cacique, ahora en paz, se
dedicaba a reunir a su gente en los pueblos.
El
16 de mayo de 1532, el Gobernador partió de Tumbes y en el primer día de viaje
llegó a un pequeño pueblo. Durante los tres días siguientes, avanzó hacia un
pueblo situado entre montañas, cuyo cacique se llamaba Juan. Allí descansó
durante tres días antes de continuar su travesía.
Después
de otras tres jornadas de viaje, alcanzó la orilla de un río que estaba
densamente poblada y provista de abundantes alimentos y ganado ovino. El camino
que siguió estaba cuidadosamente construido a mano, con pasos anchos y bien
pavimentados, y en algunos puntos difíciles se habían erigido calzadas.
Al
llegar a este río, conocido como Turicarami, estableció su campamento en un
pueblo grande llamado Puechio. Los caciques de los pueblos ribereños
descendieron hasta él en señal de paz, mientras que los habitantes de Puechio
salieron a recibirlo en el camino. El Gobernador los recibió con afecto y les
explicó los requerimientos de su majestad para que reconocieran la autoridad de
la iglesia y de la corona española. Después de entenderlo a través de sus
intérpretes, los caciques expresaron su deseo de ser vasallos del Gobernador.
En consecuencia, el Gobernador los aceptó como tales con la solemnidad
correspondiente, y a cambio ofrecieron su servicio y suministros.
Antes
de llegar a este pueblo, a una distancia cercana, hay una gran plaza con una
fortaleza cercada y numerosas habitaciones donde los cristianos se alojaron
para evitar cualquier malestar entre los naturales. En este y en todos los
otros pueblos que venían en señal de paz, el Gobernador ordenó proclamar bajo
severas penas que no se les hiciera daño ni se les tomara más comida de la que
estuvieran dispuestos a dar para mantener a los cristianos. Aquellos que
desobedecieran estas órdenes serían castigados con rigor. Sin embargo, los
naturales trajeron diariamente toda la comida necesaria y hierba para los
caballos, y servían en todo lo que se les requería.
Al
ver que la ribera del río era fértil y densamente poblada, el Gobernador
decidió explorar la región y verificar si había un puerto adecuado en la costa.
Se descubrió un excelente puerto cerca de la desembocadura del río, con
caciques que gobernaban sobre una gran cantidad de gente, lo que indicaba la
posibilidad de establecer una colonia exitosa en esta área.
Después
de visitar todos estos pueblos y estar convencido de la idoneidad de la región
para la colonización, el Gobernador decidió seguir las órdenes de su majestad y
enviar mensajeros a los españoles que se quedaron en Tumbes para que se unieran
a él. Con la ayuda de las autoridades designadas por su majestad, determinarían
el lugar más adecuado para establecer la colonia, con el fin de promover la
conversión de los naturales a la fe católica.
Sin
embargo, el Gobernador temía que la llegada de los españoles se retrasara si no
había alguien a quien los caciques e indígenas de Tumbes temieran. Por lo
tanto, envió a su hermano Hernando Pizarro, quien era el capitán general, para
acelerar el proceso de llegada de los refuerzos. Además, se enteró de que
algunos caciques de la sierra se resistían a venir en señal de paz, a pesar de
los requerimientos de su majestad. En respuesta, envió a un capitán con
veinticinco jinetes y soldados de a pie para obligarlos a servir a su majestad.
Cuando
el capitán encontró a los caciques ausentes de sus pueblos, los instó a venir
en señal de paz, pero ellos respondieron con hostilidad. El capitán entonces
les hizo frente y, tras un breve pero intenso enfrentamiento en el que hubo
heridos y muertos, los indígenas fueron derrotados. Una vez más, el capitán les
exigió que se sometieran a la paz, advirtiéndoles que de lo contrario
enfrentarían una guerra que los destruiría por completo. Finalmente, los
caciques aceptaron la paz y el capitán los recibió.
Después
de pacificar toda esa región, el capitán regresó al lugar donde se encontraba
el Gobernador, trayendo consigo a los caciques. El Gobernador los recibió con
gran afecto y les ordenó que regresaran a sus pueblos y reunieran a su gente.
El capitán informó al Gobernador que había descubierto minas de oro fino en los
pueblos de estos caciques de la sierra, ubicadas a unas veinte leguas de
distancia de aquel lugar.
El
capitán enviado a Tumbes para reunir a la gente logró su cometido en
aproximadamente treinta días. Algunos de los colonos llegaron por mar en un
navío, un barco y balsas, mientras que otros llegaron desde Panamá con
mercancías. No trajeron consigo más gente porque el capitán Diego de Almagro
estaba preparando una flota para unirse a la expedición, con la intención de
establecer su propia colonia.
Al
enterarse de la llegada de estos navíos, el Gobernador decidió partir del
pueblo de Puechio y dirigirse río abajo con parte de su gente. Llegó al
territorio de un cacique llamado Lachira, donde encontró a algunos colonos que
se habían quejado de maltrato por parte del cacique local. Habían pasado una
noche de temor, ya que los indígenas parecían estar inquietos y organizados.
El
Gobernador realizó una investigación sobre los indígenas locales y descubrió
que el cacique de Lachira, junto con sus principales, y otro llamado Amatupe,
habían planeado matar a los cristianos el día en que el Gobernador llegó a la
región. Basándose en esta información, el Gobernador ordenó secretamente la
captura del cacique de Amatupe y sus principales, y también arrestó al cacique
de Lachira y algunos de sus líderes, quienes posteriormente confesaron el plan
delictivo.
Acto
seguido, el Gobernador procedió a impartir justicia. Los principales del
cacique de Amatupe, junto con algunos indígenas, fueron condenados a muerte por
medio de la hoguera. En cuanto al cacique de Lachira, aunque no se le aplicó la
pena capital debido a que parecía tener menos culpa y había sido presionado por
sus subordinados, se le advirtió severamente que cualquier futura maldad no
sería perdonada. Se le ordenó que reuniera a su gente junto con la de Amatupe y
que gobernara hasta que un joven, heredero del señorío de Amatupe, alcanzara la
edad suficiente para asumir el mando.
Este
castigo causó gran temor en toda la región. La conspiración que se había
planeado contra el Gobernador y los españoles se desmoronó, y a partir de
entonces, los indígenas sirvieron con mayor temor y sumisión que antes.
Una
vez llevada a cabo esta justicia y reunida toda la gente y el equipo que había
llegado de Tumbes, el Gobernador, en consulta con el reverendo padre Vicente de
Valverde, religioso de la orden de Santo Domingo, y los funcionarios designados
por su majestad, examinó la región y la ribera del río. Siguiendo las
directrices de sus majestades, que requieren ciertas cualidades en las tierras
que serán pobladas por españoles y que permitan a los naturales servir sin
excesivo sufrimiento, se decidió establecer y fundar un pueblo en nombre de su
majestad.
Se
seleccionó un lugar cerca de la ribera del río, a seis leguas del puerto
marítimo, donde un cacique llamado Tangarará gobernaba una población. Este
nuevo asentamiento se nombró San Miguel. Para garantizar que los barcos que
habían llegado de Panamá no sufrieran retrasos en su regreso, el Gobernador, en
acuerdo con los funcionarios reales, decidió fundir cierto oro que habían
entregado los caciques, incluyendo el de Tumbes. Una vez descontado el quinto
perteneciente a sus majestades, el Gobernador tomó prestado el resto de la
cantidad necesaria de sus compañeros para cubrir los costos, comprometiéndose a
devolverlo con el primer oro que se obtuviera. Con este oro, se pagaron los
fletes de los barcos y los mercaderes pudieron despachar sus mercancías antes
de partir.
El
Gobernador decidió informar al capitán Almagro, su compañero, sobre la
importancia y el beneficio que Dios y su majestad recibirían al emprender y
establecer una nueva población, con el objetivo de evitar cualquier
interferencia con sus planes. Una vez completado el despacho de los navíos, el
Gobernador procedió a repartir las tierras y solares entre las personas que se
habían asentado en el nuevo pueblo.
Esta
distribución era esencial, ya que, sin la ayuda y el servicio de los naturales,
los colonos no podrían sostenerse ni prosperar. Además, era crucial que los
caciques estuvieran bajo la administración de personas conocidas por los
españoles, para garantizar un trato adecuado y la preservación de los
indígenas. Por lo tanto, con el acuerdo del religioso y los oficiales, el
Gobernador decidió asignar a los caciques y sus indígenas a los vecinos del
pueblo recién fundado. Esto permitiría que los naturales contribuyeran al
sustento de la comunidad, al tiempo que los colonos les proporcionarían
instrucción en la fe católica, siguiendo los mandatos de su majestad.
Mientras
se decidían los siguientes pasos en beneficio del servicio de Dios, del
Gobernador y del bienestar tanto del pueblo como de los naturales, se
seleccionaron alcaldes, regidores y otros funcionarios públicos. A estos se les
entregaron ordenanzas para regular su administración y gobierno.
El
Gobernador recibió información sobre la vía que conduce a Chincha y al Cusco,
donde se encuentran numerosas y prósperas poblaciones. A unas doce o quince
jornadas de distancia del pueblo en el que se encontraba, hay un valle llamado
Cajamarca, donde reside Atahualpa, el más poderoso señor entre los naturales en
ese momento. Atahualpa ha logrado su dominio conquistando tierras distantes, y
ha consolidado su poder en la provincia de Cajamarca debido a su riqueza y
tranquilidad, desde donde sigue expandiendo su influencia. La presencia y el
temor que inspira Atahualpa han impedido que los habitantes de las regiones
cercanas al río se sometan al servicio de su majestad, prefiriendo aliarse con
él y considerándolo su único señor, lo que plantea un desafío para los
intereses españoles.
Consciente
de la importancia de asegurar la lealtad de Atahualpa y pacificar las
provincias vecinas, el Gobernador decidió emprender una expedición en busca de
este poderoso líder. Consideró que una vez que Atahualpa estuviera sometido, el
resto de las tierras podrían ser pacificadas con mayor facilidad.
El
Gobernador partió de la ciudad de San Miguel en busca de Atahualpa el 24 de
septiembre del año 1532. En el primer día de marcha, la gente cruzó el río en
dos balsas, mientras que los caballos nadaron hasta la otra orilla. Esa noche,
acamparon en un pueblo al otro lado del río. En los siguientes tres días,
llegaron al valle de Piura, donde encontraron una fortaleza perteneciente a un
cacique. Allí se reunieron con un capitán español y algunos soldados, a quienes
el Gobernador había enviado previamente para pacificar al cacique local y
evitar cualquier conflicto que pudiera perjudicar al cacique de San Miguel.
El
Gobernador permaneció diez días en el valle de Piura, preparándose para
continuar su viaje. Al contar a los cristianos que lo acompañaban, se
encontraron sesenta y siete a caballo y ciento diez a pie, incluyendo tres
escopeteros y algunos ballesteros. Debido a la preocupación expresada por el
teniente de San Miguel sobre la escasez de cristianos en esa localidad, el
Gobernador anunció que aquellos que quisieran regresar a San Miguel recibirían
la asignación de indígenas para su sustento, al igual que los otros vecinos que
permanecían allí. Cinco personas a caballo y cuatro a pie decidieron regresar.
Con
esto, se aseguró la presencia de cincuenta y cinco vecinos, además de unos diez
o doce que optaron por no recibir tierras. El Gobernador se quedó con sesenta y
dos jinetes y ciento dos soldados a pie. En ese lugar, el Gobernador ordenó a
aquellos que no tenían armas que las fabricaran tanto para ellos como para sus
caballos. También reorganizó a los ballesteros, aumentándolos a veinte, y
designó a un capitán para supervisarlos.
Después
de realizar todos los preparativos necesarios, el Gobernador partió con su
gente. Al mediodía, llegaron a una gran plaza rodeada de tapias, que pertenecía
a un cacique llamado Pabor. El Gobernador y su séquito se establecieron allí.
Se supo que este cacique era un gran señor, a pesar de que su territorio había
sido devastado por el Cusco viejo (Huayna Cápac), el padre de Atahualpa, quien
había destruido veinte pueblos y causado la muerte de mucha gente. A pesar de
estas pérdidas, Pabor aún contaba con una gran cantidad de seguidores, y su
hermano también era un señor poderoso. Ambos habían sido depositados en la
ciudad de San Miguel como parte de los arreglos de paz.
El
Gobernador se informó sobre los pueblos y caciques cercanos, así como sobre el
camino hacia Cajamarca. Se enteró de que a dos jornadas de distancia se
encontraba un pueblo grande llamado Caxas, donde se encontraba una guarnición
de soldados leales a Atahualpa, esperando la llegada de los cristianos por ese
camino. Ante esta información, el Gobernador envió secretamente a un capitán
con tropas a pie y a caballo hacia el pueblo de Caxas. Su misión era evitar
cualquier confrontación y, en cambio, intentar pacificar a los habitantes de
Caxas, instándolos a servir a su majestad.
Después
de que el capitán partió, el Gobernador también inició su viaje y llegó a un
pueblo llamado Zaran, donde aguardó al capitán que había ido a Caxas. El
cacique del pueblo proporcionó alimento al Gobernador en una fortaleza al
mediodía. Al día siguiente, partió de la fortaleza y llegó al pueblo de Zaran,
donde estableció su campamento para esperar al capitán. Cinco días después, el
capitán envió un mensajero al Gobernador para informarle sobre lo ocurrido. El
Gobernador respondió indicando que permanecería en ese pueblo esperando a que el
capitán se uniera a él después de concluir sus negociaciones. Además, sugirió
que en su camino de regreso, el capitán debería visitar y pacificar otro pueblo
cercano llamado Huancabamba. También señaló que tenía información sobre el
cacique de Zaran, quien era señor de buenos pueblos y de un valle abundante, y
que estaba bajo la autoridad de los vecinos de la ciudad de San Miguel.
Durante
los ocho días en los que el Gobernador esperó al capitán, los españoles se
prepararon y arreglaron sus caballos para la conquista y el viaje. Cuando
finalmente llegó el capitán con su gente, informó al Gobernador sobre lo que
había presenciado en esos pueblos. Relató que había pasado dos días y una noche
viajando sin descanso hasta llegar a Caxas, atravesando grandes sierras con la
intención de sorprender al pueblo. A pesar de llevar buenas guías, el camino
estuvo lleno de encuentros con espías del pueblo. Algunos de estos espías
fueron capturados, y a través de ellos, se obtuvo información sobre la
situación de la gente en el pueblo. Al llegar a las afueras del pueblo,
encontraron un campamento militar que indicaba la presencia de tropas
preparadas para la guerra.
El
pueblo de Caxas se encuentra en un valle pequeño rodeado de sierras, y la
población local estaba algo inquieta. Cuando el capitán les ofreció seguridad y
les explicó que venía en nombre del Gobernador para recibirlos como vasallos
del Emperador, un capitán local salió a encontrarse con ellos. Este capitán
informó al capitán español sobre el camino hacia Cajamarca, así como sobre las
intenciones de Atahualpa para recibir a los cristianos. También describió la
ciudad del Cusco, que se encuentra a unas treinta jornadas de distancia, con
una muralla que se puede recorrer en un día y una casa del líder local con el suelo
cubierto de plata y las paredes y el techo decorados con láminas de oro y plata
entrelazadas.
Además,
el capitán local explicó que estos pueblos habían estado subyugados por el hijo
del líder local (Huáscar) hasta que Atahualpa, su hermano, se alzó y comenzó a
conquistar la tierra, imponiendo grandes tributos y crueldades. Los habitantes
debían pagar tributos tanto en bienes como en personas, incluidos sus hijos e
hijas. El campamento militar que encontraron en Caxas había sido utilizado por
Atahualpa, quien se había ido poco antes con parte de su ejército. En este
campamento, encontraron una gran casa fortificada rodeada de muros donde muchas
mujeres trabajaban tejiendo e hilando ropa para la tropa de Atahualpa. Además,
a la entrada del pueblo, se encontraron con varios indígenas ahorcados de los
pies, según explicó el capitán local, esto fue ordenado por Atahualpa porque
uno de ellos había entrado en la casa de las mujeres a dormir con una de ellas,
lo cual fue considerado como una falta grave.
Después
de pacificar el pueblo de Caxas, el capitán se dirigió hacia Huancabamba, que
se encuentra a una jornada de distancia y es aún más grande que Caxas, con
edificaciones de mejor calidad. La fortaleza en Huancabamba está completamente
construida con piedra bien labrada, con grandes piedras de hasta cinco o seis
palmos de largo, tan bien ajustadas que parece que no hay espacio entre ellas.
La azotea es alta y está hecha de cantería, con dos escaleras de piedra en
medio de dos aposentos.
Entre
los pueblos de Caxas y Huancabamba pasa un río pequeño que los habitantes
utilizan y que está cruzado por puentes con calzadas muy bien construidas.
También hay un camino ancho hecho a mano que atraviesa toda la región, desde el
Cusco hasta Quito, que está a más de trescientas leguas de distancia. Este
camino, tanto en las partes llanas como en las montañosas, está bien construido
y es lo suficientemente amplio como para permitir que seis personas a caballo
lo recorran lado a lado sin tocarse. Además, a lo largo del camino hay caños de
agua traídos de otras fuentes para que los viajeros puedan beber. Cada jornada,
hay una casa tipo venta donde los viajeros pueden alojarse.
En
la entrada de este camino, en el pueblo de Caxas, hay una casa junto al inicio
de un puente, donde reside un guardia que cobra un peaje a los viajeros que van
y vienen. Este peaje se paga con la misma mercancía que llevan los viajeros, y
ninguno puede sacar carga del pueblo sin primero pagar el peaje.
Es
interesante ver cómo algunas costumbres antiguas persisten a pesar de los
cambios políticos. Atahualpa, al parecer, suspendió la práctica de cobrar peaje
a los viajeros en cuanto a lo que se destinaba para la guarnición de su gente.
Es un detalle curioso que ningún pasajero pueda entrar o salir por otro camino
con carga sin pasar por la guarda, bajo pena de muerte.
Además,
es intrigante conocer los detalles sobre las casas llenas de provisiones para
la hueste de Atahualpa en los pueblos de Caxas y Huancabamba. Parece que estos
pueblos estaban bien organizados y vivían políticamente.
La
descripción del presente enviado por Atahualpa al Gobernador desde Cajamarca
también es notable. Dos fortalezas a manera de fuente esculpidas en piedra,
junto con cargas de patos secos desollados, destinadas a ser utilizadas para
sahumar, revelan una práctica cultural interesante. Es un gesto simbólico de
amistad por parte de Atahualpa, quien manifiesta su deseo de establecer una
relación pacífica en Cajamarca.
Es
admirable cómo el Gobernador recibió al mensajero de Atahualpa con respeto y
cortesía, tratándolo como embajador de un gran señor. Al expresar su deseo de
establecer amistad y alianza con Atahualpa, muestra una actitud diplomática y
pragmática, reconociendo la importancia de mantener buenas relaciones con los
líderes locales.
El
gesto de enviar una camisa y otros regalos de Castilla con el mensajero para
Atahualpa demuestra la voluntad del Gobernador de establecer una conexión
amistosa y de intercambio cultural con el líder inca. También es notable cómo
el Gobernador se preocupó por el bienestar de la gente fatigada y tomó el
tiempo para escribir a los vecinos del pueblo de San Miguel, compartiendo
información y enviándoles regalos de la tierra de Caxas.
La
descripción de las fortalezas y las ropas de lana de la tierra de Caxas resalta
la riqueza y la habilidad artesanal de los pueblos locales, lo que podría
despertar un gran interés en España. La meticulosa elaboración y los detalles
ornamentales, como las figuras de oro martillado, muestran la destreza y el
refinamiento de la artesanía local. Sin duda, estos regalos serían recibidos
con gran admiración en España, como testimonio de la riqueza y la sofisticación
de las culturas indígenas del Nuevo Mundo.
Cuando
el Gobernador envió a sus mensajeros al pueblo de San Miguel, partió hacia
allá. Sin embargo, tras tres días de viaje, se encontró sin pueblo ni agua,
solo con el alivio de una pequeña fuente a la que apenas pudo acceder. Al
tercer día, llegó a una amplia plaza rodeada, pero desierta. Se enteró de que
pertenecía a un cacique de un pueblo llamado Copiz, ubicado en un valle
cercano, y que la fortaleza estaba abandonada debido a la escasez de agua.
Al
siguiente día, temprano y guiado por la luz de la luna, el Gobernador emprendió
un largo trayecto hacia el próximo asentamiento. Al mediodía, llegó a una casa
cercada con excelentes instalaciones, donde algunos indígenas lo recibieron.
Dado que no había agua ni provisiones allí, decidió continuar dos leguas más
hacia el pueblo del cacique.
Una
vez allí, dispuso que su gente se acomodara en un lugar designado del pueblo.
Fue entonces cuando los líderes indígenas del lugar, conocidos como Motupe,
informaron al Gobernador que el cacique había partido hacia Cajamarca con
trescientos hombres de guerra. En el pueblo, también se encontraba un capitán
designado por Atahualpa.
El
Gobernador decidió descansar allí durante cuatro días, durante los cuales pudo
observar parte de la población del cacique, que parecía ser considerable en un
valle fértil. Todos los pueblos en la región, hasta San Miguel, estaban
ubicados en valles similares, al igual que los que se extendían hasta la base
de la sierra cerca de Cajamarca.
En
esta región, todos siguen un mismo estilo de vida: las mujeres visten túnicas
largas que arrastran por el suelo, siguiendo la costumbre de las mujeres de
Castilla. Mientras tanto, los hombres llevan camisas cortas. La higiene es
escasa y su dieta consiste principalmente en carne y pescado crudos, aunque
consumen maíz cocido y tostado. Además, practican rituales de sacrificio y
reverencian mezquitas, donde ofrecen lo mejor de sus posesiones.
De
manera perturbadora, sacrifican a sus propios hijos cada mes, utilizando su
sangre para ungir los rostros de los ídolos, las puertas de las mezquitas y las
tumbas de los difuntos. Curiosamente, aquellos que son sacrificados se entregan
a la muerte con alegría, riendo, bailando y cantando antes de que les corten la
cabeza, mientras que también sacrifican ovejas.
Las
mezquitas se distinguen por estar rodeadas de piedra y tapia, finamente
elaboradas y situadas en las zonas más elevadas de los pueblos. Este tipo de
rituales y vestimenta también se observa en Tumbes y otras poblaciones
cercanas. La agricultura se basa en el riego, aprovechando las aguas de los
ríos mediante sistemas de acequias. A pesar de la escasez de lluvias en esta
tierra, logran cosechar abundante maíz, así como otras semillas y raíces para
su sustento.
El
Gobernador avanzó durante dos días por valles densamente poblados, pernoctando
en casas fortificadas rodeadas de tapias. Los señores locales contaban que el
antiguo Cusco solía detenerse en estas mismas casas cuando transitaba por una
región árida y arenosa, hasta alcanzar un valle más habitado atravesado por un
río poderoso y caudaloso. Dado que el río estaba crecido, el Gobernador decidió
pasar la noche en esa orilla y envió al capitán Hernando Pizarro con algunos
nadadores para cruzar y explorar los pueblos del otro lado, asegurándose de
evitar cualquier interferencia por parte de los locales.
Hernando
Pizarro logró cruzar y fue recibido pacíficamente por los indígenas de un
pueblo cercano, donde se estableció en una fortaleza. Sin embargo, notó que a
pesar de que algunos indígenas lo recibieron amistosamente, todos los demás
pueblos estaban desiertos y la población local estaba en pie de guerra. Ante
esta situación, Hernando Pizarro interrogó a los indígenas sobre las
intenciones de Atahualpa hacia los cristianos, pero ninguno se atrevió a decir
la verdad por temor al líder inca.
Finalmente,
tras interrogar a un líder local bajo tortura, Hernando Pizarro obtuvo
información crucial: Atahualpa preparaba una guerra contra los cristianos, con
sus tropas desplegadas en tres frentes, una de ellas al pie de la sierra y otra
en Cajamarca, demostrando una gran soberbia y determinación de eliminar a los
cristianos. Esta revelación fue crucial para entender la hostilidad inminente
que enfrentaban los españoles.
Al
siguiente día por la mañana, el capitán informó al Gobernador sobre la
situación. Este último ordenó entonces la tala de árboles a ambos lados del río
para facilitar el paso de la tropa y el equipo. Se construyeron tres pontones a
lo largo del día, permitiendo que la hueste y los caballos cruzaran a nado. El
Gobernador trabajó arduamente en esta tarea hasta que toda la gente pudo pasar.
Una vez completado el cruce, se trasladó a la fortaleza donde se encontraba el
capitán y convocó a un cacique local para obtener más información.
El
cacique reveló que Atahualpa estaba avanzando hacia Cajamarca desde Huamachuco,
con un ejército considerable de aproximadamente cincuenta mil hombres. Ante la
incredulidad del Gobernador por la magnitud de esta cifra, el cacique explicó
que los nativos contaban de manera particular, agrupando de uno a diez, de diez
a cien, y así sucesivamente, lo que resultaba en números considerables. Según
esta metodología, Atahualpa contaba con un ejército de cinco "dieces de
millares", es decir, cincuenta mil hombres.
El
cacique también compartió su propia experiencia durante la llegada de Atahualpa
a la región. Temiendo por su vida, se había escondido, pero cuando el líder
inca no lo encontró en sus pueblos, ordenó la muerte de la mayoría de sus
habitantes y la captura de cientos de mujeres y niños para distribuir entre sus
soldados. Además, identificó al cacique local, Cinto, como aliado de Atahualpa,
quien se encontraba en la fortaleza donde estaba el Gobernador.
El
Gobernador y su séquito descansaron durante cuatro días en ese lugar. Un día
antes de partir, el Gobernador habló con un líder indígena de la provincia de
San Miguel y le propuso la idea de ir como mensajero a Cajamarca para obtener
información sobre la situación en la tierra. El indígena respondió que no se
atrevería a ir como espía, pero estaría dispuesto a actuar como mensajero y
hablar directamente con Atahualpa para averiguar si había presencia militar en
la sierra y cuáles eran los planes del líder inca.
El
Gobernador aceptó la propuesta y le indicó al indígena que, en caso de
encontrar presencia militar en la sierra, le enviara un aviso con uno de los indígenas
que lo acompañaban. Además, le pidió que transmitiera a Atahualpa el trato
justo que él y los cristianos ofrecían a los caciques pacíficos, asegurándole
que su intención no era la guerra, sino la paz. También le expresó su
disposición a ser amigo y aliado de Atahualpa si este mostraba buena voluntad y
cooperación en lugar de hostilidad.
Con
este mensaje, el indígena partió en su misión, mientras que el Gobernador
continuó su viaje por los valles, encontrando pueblos fortificados cada día.
Después de tres jornadas, llegaron a un pueblo situado al pie de la sierra.
Aquí, dejaron atrás el camino que habían seguido hasta entonces, ya que este se
dirigía hacia Chincha, mientras que otro camino seguía directamente hacia
Cajamarca. Se enteraron de que este camino estaba bien poblado y pavimentado
con calzada desde el río de San Miguel, flanqueado por tapias a ambos lados.
Dos carretas podían transitar cómodamente por él lado a lado. Este camino
llevaba a Chincha y luego al Cusco, y en muchas partes del recorrido, árboles
proporcionaban sombra a lo largo del camino.
Este
camino había sido construido para el antiguo Cusco, quien lo utilizaba para
visitar su tierra y las casas fortificadas eran sus alojamientos. Algunos de
los cristianos sugirieron que el Gobernador y su séquito deberían tomar ese
camino hacia Chincha, ya que el otro camino hacia Cajamarca pasaba por una
sierra peligrosa donde se sabía que había presencia militar de Atahualpa.
Temían que podrían sufrir daños si seguían por ese camino. Sin embargo, el
Gobernador decidió mantenerse en el camino original.
Argumentó
que Atahualpa ya tenía conocimiento de su llegada desde que partieron del río
de San Miguel, y si evitaban ese camino, los indígenas podrían interpretarlo
como un signo de debilidad, lo que aumentaría la arrogancia de Atahualpa.
Además, destacó que no debían temer el gran número de soldados de Atahualpa, ya
que contaban con el apoyo divino para enfrentar cualquier adversidad y para
difundir la fe católica entre los nativos.
El
Gobernador instó a sus hombres a mantenerse firmes en su propósito de atraer a
los nativos hacia la verdad sin recurrir a la violencia, excepto contra
aquellos que se resistieran y tomaran las armas en su contra. Creía firmemente
en la protección divina y en la capacidad de los cristianos para enfrentar
cualquier desafío con valentía y determinación.
Después
de que el Gobernador presentara su razonamiento, todos expresaron su
disposición a seguir por el camino que él considerara más conveniente,
asegurándole su apoyo con gran entusiasmo. Sin embargo, sería en la práctica
donde se vería quiénes cumplirían sus palabras. Al llegar al pie de la sierra,
descansaron un día para prepararse para la ascensión.
Tras
consultar con personas experimentadas, el Gobernador decidió dejar atrás la
retaguardia y el equipaje, llevando consigo cuarenta jinetes y sesenta
infantes. El resto quedó al mando de un capitán, con la instrucción de seguir
cuidadosamente y esperar sus órdenes. Con este plan establecido, el Gobernador
comenzó la ascensión. Los caballeros guiaban a sus monturas habilidosamente
hasta que, al mediodía, alcanzaron una fortaleza fortificada situada en lo alto
de la sierra, en un paso complicado.
Este
paso era tan difícil que incluso con pocos cristianos podrían defenderlo
eficazmente contra una gran fuerza enemiga. La topografía era tan abrupta que,
en ciertos tramos, la escalada se asemejaba más a subir por escaleras que a
caminar, y el único camino disponible era el que conducía a través de este
paso. A pesar de su fortificación, no encontraron resistencia al subir. La
fortaleza estaba construida con piedra y se encontraba en lo alto de una
sierra, rodeada de acantilados.
El
Gobernador detuvo su marcha para descansar y comer en aquel lugar. El frío en
la sierra era tan intenso que algunos de los caballos, acostumbrados al calor
de los valles, se resfriaron. Luego, se trasladó a otro pueblo para pasar la
noche y envió un mensajero a los que venían detrás, asegurándoles que podían
subir el paso con seguridad y animándolos a llegar a la fortaleza para
pernoctar.
Esa
noche, el Gobernador se alojó en una casa fortificada construida con piedra,
tan bien labrada que no podría ser superada incluso por los maestros y
herramientas de España. La cerca que rodeaba la casa era tan amplia como la de
cualquier fortaleza en España, con puertas incluidas. La mayoría de la
población de ese pueblo estaba en rebelión, excepto algunas mujeres y unos
pocos indígenas. El Gobernador ordenó a un capitán que seleccionara a dos de
los indígenas más prominentes y los interrogara individualmente sobre la
situación en la región y el paradero de Atahualpa, así como sus intenciones
respecto a la paz o la guerra.
El
capitán obtuvo información de que Atahualpa había llegado a Cajamarca tres días
antes, acompañado de una gran cantidad de tropas. Sin embargo, no se tenía
claro cuáles eran sus intenciones, aunque siempre se había escuchado que
buscaba la paz con los cristianos. Además, los habitantes del pueblo en el que
se encontraban estaban alineados con Atahualpa.
A
medida que el sol comenzaba a ponerse, un indígena llegó al campamento,
acompañado por uno de los mensajeros que el Gobernador había enviado previamente.
Este indígena informó que el principal mensajero, que había sido enviado cerca
de Cajamarca, había encontrado a dos mensajeros de Atahualpa que venían detrás.
Explicó que los mensajeros de Atahualpa llegarían al día siguiente y que
Atahualpa se encontraba en Cajamarca. Además, mencionó que él mismo había
continuado su viaje sin encontrar ninguna presencia militar en el camino, y que
había ido directamente a hablar con Atahualpa, prometiendo regresar con la
respuesta.
El
Gobernador transmitió esta información al capitán que se había quedado a cargo
del equipaje, indicándole que al día siguiente avanzaría solo una corta
distancia para esperar su llegada y luego continuarían juntos. A la mañana
siguiente, el Gobernador y su séquito continuaron ascendiendo por la sierra,
deteniéndose en un llano cerca de algunos arroyos de agua para esperar a los
rezagados.
Los
españoles se refugiaron en sus toldos de algodón, encendiendo fuego para
protegerse del intenso frío de la sierra, que incluso superaba al frío de
Castilla en pleno invierno. La sierra estaba cubierta de una vegetación baja,
similar al esparto, con algunos árboles dispersos. Las aguas eran tan frías que
no se podían beber sin calentarlas previamente.
Poco
después de que el Gobernador hubiera descansado allí, llegaron la retaguardia y
los mensajeros enviados por Atahualpa, quienes trajeron consigo diez ovejas
como obsequio. Tras presentar sus respetos, los mensajeros informaron que
Atahualpa enviaba las ovejas para los cristianos y para saber cuándo llegarían
a Cajamarca, para así enviarles alimentos en el camino. El Gobernador los
recibió cordialmente y expresó su gratitud por la atención de su hermano
Atahualpa, asegurándoles que se dirigiría hacia allí lo más rápido posible.
Después
de que los mensajeros descansaran y se alimentaran, el Gobernador les preguntó
sobre la situación en la región y las intenciones bélicas de Atahualpa. Uno de
ellos respondió que Atahualpa había estado en Cajamarca durante cinco días
esperando la llegada del Gobernador, pero que solo contaba con poca gente, ya
que había enviado a otra parte a la mayoría de sus tropas para combatir contra
el Cusco, su hermano.
El
Gobernador le preguntó detalladamente sobre lo sucedido en aquellas guerras.
Atahualpa era hijo del fallecido Huayna Cápac, quien gobernó todos estos
territorios. A su hijo Atahualpa, Huayna Cápac le dejó el señorío de la gran
provincia de Quito, situada al norte de Tomebamba. A su otro hijo, el mayor, le
heredó el resto de sus dominios y su señorío principal del Cusco. Por ser el
sucesor del señorío incaico, este hijo mayor también tomó el título de Sapa
Inca o Cusco, como su padre.
Sin
embargo, Huáscar no se conformó con su propio territorio y buscó disputar el
control sobre las tierras de su hermano, Atahualpa. Este último envió
mensajeros solicitando de manera pacífica el derecho a gobernar lo que su padre
le había legado. Sin embargo, Huáscar rechazó rotundamente esta petición,
incluso llegando al extremo de asesinar a los emisarios de Atahualpa y a uno de
los hermanos que lo acompañaban en la negociación.
Ante
tal afrenta, Atahualpa reunió un gran ejército y marchó hacia la provincia de Tomebamba,
que formaba parte del dominio de su hermano. En su avance, quemó y arrasó la
ciudad principal con el objetivo de diezmar las fuerzas enemigas, lo que
lamentablemente resultó en una masacre de la población. Fue entonces cuando se
enteró de que su hermano había invadido sus propias tierras, desencadenando así
el conflicto armado, motivo por el cual decidió buscarlo. Al saber que
Atahualpa se acercaba, Huáscar, temeroso, huyó precipitadamente hacia su
territorio.
Atahualpa
continuó su avance conquistando las tierras de Huáscar, encontrando poca
resistencia debido al terror que había sembrado en Tomebamba. Reunió un gran ejército
reclutado de las regiones que ya controlaba. Al llegar a Cajamarca, quedó
impresionado por la fertilidad y riqueza de la tierra, y decidió establecerse
allí para completar la conquista de las tierras de su hermano.
Envió
a dos mil hombres bajo el mando de un capitán para atacar la ciudad donde
residía su hermano. Sin embargo, este último contaba con una gran cantidad de
tropas y logró repeler el ataque, infligiendo grandes pérdidas al ejército de
Atahualpa. Ante este revés, Atahualpa decidió enviar más tropas bajo el
liderazgo de dos capitanes, y eso ocurrió hace ya seis meses. Recientemente, se
recibió la noticia de que estos dos capitanes habían logrado conquistar toda la
tierra del Cusco, derrotando a su hermano y capturándolo junto con una gran cantidad
de oro y plata.
El
Gobernador respondió al mensajero: "Me alegra mucho escuchar las noticias
de la victoria de tu señor. Su hermano, no satisfecho con lo que ya tenía,
buscaba despojar a tu señor del legado que su padre le dejó. A los soberbios les
sucede lo que ocurrió a Huáscar: no solo no logran lo que ambicionan de manera
desmedida, sino que también terminan perdiendo tanto bienes como personas en el
proceso."
El
Gobernador, considerando que las palabras del mensajero eran probablemente un
intento de Atahualpa por infundir temor y demostrar su poderío, le dijo:
"Creo que lo que has dicho refleja la grandeza y habilidad de Atahualpa,
quien es sin duda un gran señor y guerrero, según las noticias que tengo. Sin
embargo, es importante que sepas que mi señor, el Emperador, es el rey de
España y de todas las Indias y Tierra Firme, y es el señor de todo el mundo. Él
tiene vasallos que son aún más grandes que Atahualpa, y sus capitanes han
vencido y capturado a muchos líderes poderosos, incluso superiores en estatus a
Atahualpa, así como a su hermano y padre. El Emperador me envió a estas tierras
con el propósito de traer a sus habitantes al conocimiento de Dios y a su obediencia.
Con la ayuda de estos pocos cristianos que me acompañan, he derrotado a líderes
mucho más poderosos que Atahualpa.
Si
Atahualpa está dispuesto a entablar amistad conmigo y a recibirme en paz, como
lo han hecho otros señores, seré un buen amigo para él y le ayudaré en su
conquista. Él podrá mantener su estado actual, ya que mi misión es continuar
explorando estas tierras hasta descubrir el otro mar. Sin embargo, si él elige
la guerra, yo estaré preparado para enfrentarlo, como lo hice con el cacique de
la isla de Santiago y el de Tumbes, así como con cualquier otro que haya
buscado el conflicto conmigo. No tengo intención de hacer la guerra a nadie ni
de causarle daño, a menos que sea necesario en defensa propia".
Tras
escuchar las palabras del Gobernador, los mensajeros quedaron momentáneamente
atónitos, impresionados por los logros de tan pocos españoles. Decidieron
partir con la respuesta hacia su señor, informándole de la prontitud con la que
los cristianos se dirigían hacia él y solicitándole refuerzos en el camino. El
Gobernador los despidió y al día siguiente continuó su camino por la sierra,
pernoctando en unos pueblos cercanos en un valle.
Una
vez que el señor Gobernador llegó al lugar, apareció el principal mensajero que
Atahualpa había enviado primero con el presente de las fortalezas, que había
llegado a Zaran a través de la vía de Caxas. El Gobernador mostró gran
satisfacción al verlo y le preguntó cómo estaba Atahualpa; el mensajero
respondió que estaba bien y le entregó diez ovejas que traía como regalo para
los cristianos. Habló con confianza y sus palabras denotaban viveza. Después de
su discurso, el Gobernador preguntó a los intérpretes qué decía. Ellos
informaron que el mensajero expresaba lo mismo que el día anterior, elogiando
el gran poderío de su señor y la fuerza de su ejército, asegurando al
Gobernador que Atahualpa lo recibiría en paz y deseaba tenerlo como amigo y
hermano.
El
Gobernador respondió con amabilidad, como lo había hecho con el otro mensajero.
Este nuevo embajador presentaba los respetos de su señor y llevaba consigo
cinco o seis vasos de oro fino, con los cuales ofrecía chicha a los españoles.
Expresó su deseo de acompañar al Gobernador hasta Cajamarca.
Al
siguiente día por la mañana, el Gobernador partió y continuó su camino por las
montañas como antes, llegando finalmente a unos alojamientos pertenecientes a
Atahualpa, donde reposó durante un día. Luego, otro día, llegó allí el
mensajero que el Gobernador había enviado a Atahualpa, quien era un indígena
principal de la provincia de San Miguel. Al ver al mensajero de Atahualpa
presente, el mensajero de San Miguel se abalanzó sobre él y lo agarró
fuertemente de las orejas, forcejeando con él hasta que el Gobernador ordenó
que lo soltaran, evitando así una posible confrontación violenta.
El
Gobernador, intrigado, inquirió los motivos que habían llevado al mensajero de
San Miguel a actuar con tanta hostilidad hacia el enviado de Atahualpa. Este
replicó:
"Ese
hombre es un farsante y un embaucador enviado por Atahualpa para tejer una red
de engaños y falsedades, haciéndose pasar por un dignatario. La verdad es que
Atahualpa se halla en campaña fuera de Cajamarca, al frente de un vasto
ejército. Cuando llegué al pueblo lo encontré completamente desierto. Pero luego
acudí a los reales y los vi abarrotados de gentes, ganados y numerosas tiendas,
todos dispuestos para la guerra. Intentaron quitarme la vida, más les advertí
que si lo hacían, aquí matarían a los embajadores de Atahualpa y no los
dejarían marchar hasta mi regreso. Solo así me dejaron partir, negándose
incluso a darme alimento a menos que pagara por él.
Les
pedí que me permitieran ver a Atahualpa y transmitirle mi mensaje, pero se
negaron, argumentando que estaba ayunando y no podía hablar con nadie. Sin
embargo, uno de sus parientes salió a hablar conmigo y le informé que era
mensajero del Gobernador y que había comunicado todo lo que se me había
ordenado. Él me preguntó sobre los cristianos y sus armas. Les describí a los
cristianos como hombres valientes y guerreros. Les dije que montaban caballos
que corrían como el viento y que llevaban lanzas largas con las que mataban a
todos los que encontraban, ya que los alcanzaban rápidamente. Además, mencioné
que los caballos, con sus pies y bocas, mataban a muchos.
Los
cristianos que van a pie son muy ágiles y portan en un brazo rodelas de madera
para resguardarse, vistiendo además sayos acolchados de algodón reforzados.
Empuñan espadas de extraordinario filo, capaces de cortar de un solo tajo a un
hombre por la mitad e incluso seccionar la cabeza de una oveja. Con ellas,
pueden destrozar cualquier arma de los indios. Otros manejan ballestas que
disparan saetas desde lejos, bastando un solo tiro para abatir a un hombre.
También llevan armas de fuego que lanzan ardientes piedras, causando gran
mortandad allí donde impactan.
Desdeñaron
por completo mis advertencias, afirmando con desdén que los cristianos eran
escasos en número y que sus corceles carecían de armadura, por lo que pronto
acabarían con ellos mediante sus lanzas. Les rebatí que los cristianos portaban
corazas tan duras que sus lanzas no lograrían traspasar. Pero se mofaron,
asegurando no temer sus armas de fuego, pues tenían entendido que los
cristianos solo contaban con dos piezas de artillería.
Al
tiempo que me disponía a emprender el regreso, les imploré que me permitieran
ver a Atahualpa y transmitirle tu mensaje, pues mientras que a sus emisarios se
les concede audiencia y pueden entrevistarse con el Gobernador, autoridad
superior a la suya, a mí, en cambio, me fue rotundamente negado poder hablar
con él. Ante tal desaire, no tuve más opción que retornar.
Juzgadlo
vosotros mismos, si no obré con razón al agredir a este supuesto mensajero.
Siendo, al parecer, un enviado de Atahualpa, se le permite verte y compartir tu
mesa, mientras que a mí, un principal de alto rango, se me privó del derecho de
entrevistarme con Atahualpa e incluso de recibir alimento. Con sobrados
argumentos defendí mi vida ante tamaña afrenta y conjuré el peligro de muerte."
El
mensajero de Atahualpa respondió con visible temor ante la osadía con que el
otro indio se expresaba, y dijo que si el pueblo de Cajamarca se encontraba
despoblado era para dejar las viviendas desocupadas a fin de que los cristianos
pudieran aposentarse en ellas. Y añadió: "Atahualpa se halla en campaña
porque así es su costumbre desde que inició la guerra. Y si no te permitieron
verlo fue porque guardaba ayuno ritual, como acostumbra, y en esos días de
retiro nadie osa importunarlo o informarle de visitas. De haber sabido de tu
presencia, él mismo te habría hecho entrar y provisto de alimento".
El
mensajero adujo además otras muchas razones, asegurando que Atahualpa los
aguardaba en actitud pacífica. Si se hubieran de transcribir por extenso todos
los razonamientos que se cruzaron entre este último y el Gobernador, la
relación se tornaría demasiado prolija, por lo que se resume en apretada
síntesis.
El
Gobernador manifestó creer que efectivamente las cosas eran tal como él decía,
pues no albergaba menor desconfianza hacia su hermano Atahualpa. Y lejos de
variar su trato, continuó dispensándole la misma deferencia de antes, si bien
reprendió a su mensajero indígena, dando a entender su pesar por los maltratos
que le había prodigado en su presencia. Aunque en su fuero interno daba pleno
crédito a lo afirmado por su propio emisario, pues conocía bien las cautelosas
artimañas de los indios.
Al
día siguiente, el Gobernador partió y pernoctó en una llanura en Zavana, con la
intención de llegar a Cajamarca al mediodía del día siguiente, ya que se
encontraba cercana. Allí, llegaron mensajeros de Atahualpa con alimentos para
los cristianos.
Al
amanecer del siguiente día, el Gobernador y su séquito partieron, manteniendo
un orden adecuado, y avanzaron hasta estar a una legua de Cajamarca, donde
esperaron a que se reuniera la retaguardia. Todos, tanto la infantería como la
caballería, se prepararon para la entrada al pueblo, y el Gobernador organizó a
sus tropas para la ocasión, formando tres grupos compuestos por españoles a pie
y a caballo.
Siguiendo
esta disposición, el Gobernador envió mensajeros a Atahualpa, instándolo a que
se presentara en el pueblo de Cajamarca para encontrarse con él. Al llegar a
las afueras de Cajamarca, avistaron el campamento de Atahualpa a una legua de
distancia, al pie de una sierra.
El
viernes, a la hora de vísperas, que correspondía al día 15 de noviembre del año
1532, el Gobernador llegó al pueblo de Cajamarca. En el centro del pueblo se
encontraba una amplia plaza rodeada por muros y casas. Al no encontrar a nadie,
el Gobernador decidió establecerse temporalmente en esa plaza y envió un
mensajero a Atahualpa para informarle de su llegada, solicitándole que se
encontraran y que le indicara dónde debían alojarse.
Mientras
tanto, ordenó que se inspeccionara el pueblo en busca de un lugar más adecuado
para acampar, pero al no encontrar uno mejor, decidieron quedarse en la plaza.
Este pueblo, el principal del valle, se encontraba en las faldas de una sierra,
con una extensión de una legua de tierra llana. Dos ríos atravesaban el valle,
que estaba rodeado de sierras, con zonas de tierra cultivada y otras más
salvajes.
Este
pueblo alberga a unos dos mil residentes. En su entrada, se encuentran dos
puentes que atraviesan dos ríos. La plaza central es más amplia que cualquier
otra en España, rodeada por dos puertas que conducen a las calles del pueblo.
Las casas, que tienen más de doscientos pasos de largo, están construidas con
gran destreza. Están cercadas por muros sólidos de tres estados de altura, con
techos de paja y madera sostenidos por las paredes. Dentro de estas casas, hay
aposentos distribuidos en ocho cuartos, todos ellos mejor construidos que la
mayoría. Las paredes están hechas de piedra de cantería finamente labrada y
cada aposento está rodeado por su propia cerca de piedra y puertas. En los
patios interiores, hay pilas de agua suministrada desde otros lugares mediante
caños para el servicio de las casas.
En
el frente de la plaza, orientado hacia el campo, se encuentra una fortaleza de
piedra con una escalera de cantería que conecta la plaza con la fortaleza. En
el lado opuesto, hacia el campo, hay otra puerta más pequeña con una escalera
estrecha, que permanece dentro de los límites de la plaza.
Sobre
el pueblo, en la ladera de la sierra donde se inician las viviendas, se erige
otra fortaleza situada en una formación rocosa, la mayor parte de la cual está
escarpada. Esta fortaleza es más grande que la anterior, rodeada por tres
murallas construidas en espiral ascendente, una hazaña que raramente se ve
entre los indígenas. Entre la sierra y la amplia plaza principal, se encuentra
otra plaza más pequeña rodeada por edificaciones, donde residen muchas mujeres
que sirven a Atahualpa.
Antes
de ingresar al pueblo, hay una casa rodeada por un corral de paredes, donde se
ha plantado un bosque cuidadosamente. Se dice que esta casa pertenece al sol,
ya que en cada pueblo se erigen mezquitas dedicadas al sol. Estas mezquitas son
veneradas en toda la región, y al entrar en ellas, la gente se descalza en la
entrada como señal de respeto.
La
gente de estos pueblos, desde que ascendieron a la sierra, supera en pulcritud
y sabiduría a los habitantes de los pueblos más bajos. Las mujeres son
notablemente respetables; llevan adornos elaborados sobre sus ropajes, que se
atan alrededor de la cintura. Encima de estas prendas, llevan una manta que les
cubre desde la cabeza hasta media pierna, otorgándoles un aire distinguido.
Los
hombres visten camisetas sin mangas y se cubren con mantas. En cada hogar, las
mujeres tejen lana y algodón, confeccionando la ropa necesaria, así como
calzado de lana y algodón, similar a zapatos.
Dado
que el Gobernador había estado esperando a Atahualpa junto con los españoles, y
al ver que el día avanzaba sin señales de su llegada, envió a un capitán con
veinte jinetes para hablar con él. Les ordenó que se acercaran pacíficamente,
sin iniciar ningún conflicto aunque fueran provocados, y que hicieran todo lo
posible por entablar conversaciones y regresar con una respuesta. Mientras
tanto, el Gobernador subió a la fortaleza y desde allí, frente a las tiendas,
observó un gran número de personas en el campo.
Preocupado
por la seguridad de los cristianos que habían partido en busca de Atahualpa,
ordenó enviar a otro capitán, hermano suyo, con otros veinte jinetes para
asegurarse de que no fueran atacados. Les prohibió hacer cualquier tipo de
alboroto. Poco después, comenzó a llover y a caer granizo. El Gobernador
instruyó a los cristianos a alojarse en los aposentos del palacio, mientras que
el capitán de la artillería se mantuvo con sus piezas en la fortaleza.
En
ese momento, un indígena enviado por Atahualpa llegó ante el Gobernador para informarle
que podía alojarse donde deseara, con la única condición de que no ocupara la
fortaleza de la plaza, ya que Atahualpa estaba ayunando y no podía recibirlo en
ese momento. El Gobernador respondió que así lo haría, pues había enviado a su
hermano a rogarle que viniera a entrevistarse con él, tal era su deseo de verlo
y conocerlo tras las buenas noticias que tenía de su persona. Con esta
respuesta, el mensajero retornó.
Al
anochecer, el capitán Hernando Pizarro y los cristianos que lo acompañaban regresaron
ante el Gobernador. Le informaron de haber encontrado en el camino un mal paso
en forma de ciénaga, cuando antes parecía ser una calzada. Pues desde el pueblo
salía un amplio camino hecho de calzada de piedra y tierra que llegaba hasta el
campamento de Atahualpa. Como la avenida iba sobre esos pasos difíciles, allí
se había roto, por lo que tuvieron que transitar por otro lado. Antes de
arribar al real, cruzaron dos ríos, y frente a él discurría otro que los indígenas
salvaban por un puente. De este lado, el campamento estaba circundado por agua.
El
capitán Hernando Pizarro, que fue primero, dejó a la gente de esta parte del
río para evitar alborotos, y no quiso cruzar por el puente temiendo que se
hundiera con el peso de su caballo, por lo que pasó a nado llevando consigo al
intérprete. Atravesó entre un escuadrón de indígenas formados y, al llegar a la
plaza donde se alojaba Atahualpa, vio a cuatrocientos indígenas que parecían su
guardia personal. El tirano se encontraba sentado en un asiento bajo a la
puerta de su alojamiento, rodeado de muchos indígenas y mujeres de pie. Llevaba
en la frente una borla de lana que parecía seda carmesí de dos palmos de ancho,
sujeta a la cabeza con cordones que le caían hasta los ojos. Esto le daba un
aire mucho más grave del que tenía. Mantenía la vista baja, sin alzar los ojos
hacia ninguna parte.
Cuando
el capitán se presentó ante él, le dijo a través del intérprete que era un
capitán del Gobernador enviado para verlo y manifestarle el gran deseo que éste
tenía de encontrarse con él. Le preguntó si le placía ir a verlo, pues el
Gobernador se alegraría mucho. Le dijo otras razones más, pero Atahualpa no le
respondió ni levantó la cabeza para mirarlo, siendo uno de sus principales
quien contestaba a lo que el capitán decía.
En
esto llegó el otro capitán adonde el primero había dejado a la gente y, al
preguntar por el capitán Hernando Pizarro, le dijeron que hablaba con el
Cacique. Dejando allí a los hombres, cruzó el río y al aproximarse donde estaba
Atahualpa y el hermano del gobernador que lo acompañaba dijo: "Este es un
hermano del Gobernador; habla con él, que viene a verte". Fue entonces
cuando Atahualpa levantó la mirada y respondió: "Maizabilica, un capitán
que tengo en el río Turicarami, me ha enviado a decir que maltratáis a los caciques,
encadenándolos. Me ha remitido incluso una argolla de hierro y afirma haber
dado muerte a tres cristianos y un caballo. Pero yo me complazco en ir mañana a
ver al Gobernador y ser amigo de los cristianos, pues son gentes de bien".
Hernando
Pizarro replicó: "Maizabilica es un bellaco, y a él y a todos los indígenas
de aquel río los mataría un solo cristiano. ¿Cómo podría él dar muerte a tres cristianos
y un caballo, siendo ellos unas gallinas? El Gobernador y los cristianos no
tratan mal a los caciques si no buscan guerra contra ellos, pues a los que
desean ser amigos los tratan muy bien. Más a quienes optan por la guerra, los
destruyen por completo. Cuando veas lo que hacen los cristianos ayudándote en
la guerra contra tus enemigos, conocerás cómo Maizabilica te ha mentido".
Atahualpa
respondió: "Hay un cacique que se niega a obedecerme. Mis hombres irán con
vosotros y le haremos la guerra". Hernando Pizarro replicó: "Para un
solo cacique, por mucha gente que tenga, no es menester que vayan tus indígenas.
Con solo diez cristianos a caballo lo destruiremos".
Atahualpa
se sonrió y dijo que bebieran. Los capitanes respondieron que ayunaban, para
excusarse de beber su brebaje. Pero importunados por él, aceptaron. Luego
vinieron mujeres con vasos de oro trayendo chicha de maíz. Cuando Atahualpa las
vio, alzó los ojos hacia ellas sin decirles palabra. Se retiraron aprisa, y
volvieron con otros vasos de oro más grandes, con los que les sirvieron de
beber. Después de la ingesta, se despidieron, acordando que Atahualpa visitaría
al Gobernador al día siguiente por la mañana.
El
campamento de Atahualpa estaba ubicado en la base de una colina, con tiendas de
algodón extendiéndose a lo largo de una legua. En el centro estaba la tienda de
Atahualpa. Toda la gente estaba afuera de sus tiendas, de pie, con las armas
clavadas en el suelo, que consistían en largas lanzas similares a picas.
Estimaron que había más de treinta mil hombres en el campamento.
Al
enterarse de lo ocurrido, el Gobernador ordenó que esa noche hubiera una fuerte
guardia en el campamento. Instruyó a su capitán general para que reuniera a los
guardias y que las patrullas recorrieran el perímetro del campamento durante
toda la noche, una medida que se llevó a cabo rigurosamente.
Al
llegar el sábado por la mañana, un mensajero enviado por Atahualpa se presentó
ante el Gobernador y le transmitió su deseo de visitarlo, trayendo consigo a su
gente armada, ya que el día anterior el Gobernador había enviado a los suyos
armados. Además, solicitó que le enviara a un cristiano con quien pudiera
venir. El Gobernador respondió: "Dile a tu señor que venga cuando lo
desee; lo recibiré como amigo y hermano, independientemente de cómo se
presente. No enviaré a un cristiano porque entre nosotros no es costumbre
enviar a los sirvientes de un señor a otro." Con esta respuesta, el
mensajero se retiró.
Poco
después, otro mensajero llegó al Gobernador con un mensaje adicional de
Atahualpa: "Atahualpa desea informarte que prefiere no traer a su gente
armada. Aunque algunos de sus seguidores podrían estar armados, muchos vendrán
desarmados, ya que pretende alojarlos en este pueblo. Pide que le preparen un
aposento en esta plaza, donde él se alojará. Se refiere a una casa conocida
como la Casa de la Sierpe, que alberga una escultura de una serpiente de piedra
en su interior."
El
Gobernador respondió afirmativamente, instando a Atahualpa a llegar pronto, ya
que tenía gran interés en conocerlo. En poco tiempo, el campo se llenó de
gente, cada grupo deteniéndose en cada paso del camino, esperando a los que
salían del campamento principal. El flujo de personas continuó hasta la tarde,
divididos en escuadrones.
Una
vez superados todos los obstáculos del terreno, se establecieron en el campo
cerca del campamento de los cristianos, y aún seguía llegando gente desde el
campamento indígena. En ese momento, el Gobernador dio órdenes en secreto a
todos los españoles para que se armaran en sus alojamientos, mantuvieran los
caballos ensillados y listos, divididos en tres grupos de capitaneas. Nadie
debía salir de sus alojamientos hacia la plaza.
El
capitán de la artillería recibió instrucciones para apuntar los cañones hacia
el campo enemigo y disparar cuando fuera el momento adecuado. En las calles de
acceso a la plaza se colocó gente en emboscada. Además, el Gobernador
seleccionó a veinte hombres para acompañarlo en su alojamiento, con la tarea de
arrestar a Atahualpa si llegaba de manera sorpresiva, como parecía probable,
dada la gran cantidad de personas que lo acompañaban. Se ordenó que Atahualpa
fuera capturado con vida, y se instruyó a todos los demás que permanecieran en
sus alojamientos, incluso si veían a los enemigos entrar en la plaza, hasta que
escucharan el sonido de la artillería.
El
Gobernador también estableció atalayas, cuya tarea era observar cuidadosamente
y avisar cuando fuera el momento de salir. Todos los españoles estarían
preparados para salir de sus alojamientos, con los jinetes montados en sus
caballos, en el momento en que escucharan la señal: "¡Santiago!"
Siguiendo
este plan, el Gobernador esperaba la entrada de Atahualpa en la plaza,
manteniendo a los cristianos ocultos en sus alojamientos, excepto por los
vigilantes que informaban sobre lo que ocurría en el campamento enemigo. El
Gobernador y el Capitán General inspeccionaban los alojamientos de los
españoles, asegurándose de que estuvieran listos para salir cuando fuera
necesario. Les recordaban a todos que encontraran fortaleza en sus corazones,
ya que su único socorro era Dios, quien les asistiría en sus mayores
necesidades. A pesar de la abrumadora superioridad numérica del enemigo, les
instaban a mantener el valor y confiar en que Dios pelearía por ellos. En el
momento del combate, les aconsejaban actuar con valentía y cautela, evitando el
choque entre los jinetes. Estas palabras de ánimo del Gobernador y el Capitán
General alentaban a los cristianos, quienes ansiaban más salir al campo que
permanecer en sus alojamientos. Cada uno mostraba un espíritu decidido, con muy
poco temor ante la vista de tanta gente.
Al
ver que el sol se ocultaba y que Atahualpa no se movía de donde se había
detenido, y aún seguía llegando gente de su campamento, el Gobernador decidió
enviarle un mensaje con un español, instándolo a entrar en la plaza y reunirse
antes de que cayera la noche. Cuando el mensajero se acercó a Atahualpa, le hizo
una reverencia y mediante gestos le indicó que siguiera al Gobernador.
Entonces, Atahualpa y su séquito comenzaron a avanzar, mientras que el español
regresó para informar al Gobernador de su aproximación. Sin embargo, el español
advirtió que la vanguardia de la gente que venía delante llevaba armas ocultas
debajo de sus camisetas, que eran chalecos de algodón reforzados, así como
bolsas de piedras y hondas, lo que le hizo sospechar sus intenciones.
Pronto,
la vanguardia de la gente comenzó a ingresar a la plaza, liderada por un grupo
de indígenas vestidos con una librea de colores a cuadros, quienes limpiaban el
suelo quitando las pajas y barriendo el camino.
Tras
ellos, llegaron otras tres escuadras vestidas de manera diferente, todas
cantando y bailando. Detrás de ellas, venía una multitud con armaduras, platos
y coronas de oro y plata. En medio de este grupo estaba Atahualpa, sentado en
una litera decorada con plumas de papagayo de diversos colores y adornada con
láminas de oro y plata. Numerosos indígenas lo llevaban en hombros, seguidos
por otras dos literas y dos hamacas que transportaban a otras personas
importantes. Después de ellos, venía mucha más gente en formación, con coronas
de oro y plata.
Una
vez que los primeros entraron en la plaza, se apartaron para dar paso a los
demás. Cuando Atahualpa llegó al centro de la plaza, ordenó que todos se
detuvieran, manteniendo las literas en alto. Aun así, la gente seguía entrando
en la plaza. De repente, un capitán salió de la vanguardia y subió a la parte más
alta de la plaza, donde estaba el cañón, y levantó una lanza dos veces como
señal.
Al
presenciar esto, el Gobernador le preguntó a fray Vicente si deseaba hablar con
Atahualpa a través de un intérprete, a lo que el fraile asintió. Con una cruz
en una mano y su Biblia en la otra, fray Vicente se abrió paso entre la
multitud hasta llegar donde estaba Atahualpa. A través del intérprete, le dijo:
"Yo soy un sacerdote de Dios y enseño a los cristianos sobre las
enseñanzas divinas. También vengo a enseñarles a ustedes. Lo que enseño está
contenido en este libro, que es la palabra de Dios. En nombre de Dios y de los
cristianos, te pido que seas su amigo, porque así lo quiere Dios, y te traerá
beneficios. Ve a hablar con el Gobernador, quien te está esperando."
Atahualpa
pidió ver el libro y fray Vicente se lo entregó cerrado. Sin embargo, Atahualpa
no logró abrirlo, y cuando el religioso intentó ayudarlo, Atahualpa lo golpeó
despectivamente en el brazo, mostrando su desdén. A pesar de los esfuerzos del
fraile por abrir el libro, Atahualpa finalmente lo abrió, sin demostrar asombro
por las letras o el papel. Luego, como a otros indígenas, lo arrojó a varios
pasos de distancia.
Ante
las palabras del religioso transmitidas por el intérprete, Atahualpa respondió
con soberbia, acusando a los cristianos de maltratar a sus caciques y robar la
ropa de sus hogares. El religioso defendió a los cristianos, explicando que fue
un error cometido por algunos indígenas, desconocido por el Gobernador, quien
ordenó devolver la ropa. Sin embargo, Atahualpa insistió en que no partiría
hasta que toda la ropa le fuera entregada.
El
religioso regresó con esta respuesta al Gobernador, mientras Atahualpa se
levantaba sobre las andas, instando a los suyos a estar preparados. El
religioso informó al Gobernador sobre lo ocurrido y sobre el desprecio de
Atahualpa hacia la Sagrada Escritura, que había arrojado al suelo. En
respuesta, el Gobernador se puso un jubón de algodón acolchado como armadura,
tomó su espada y su escudo, y acompañado por los españoles que estaban con él,
se abrió paso entre los indígenas. Con valentía y solo con unos pocos hombres
que lo seguían, llegó hasta la litera donde estaba Atahualpa, y sin temor
alguno, le agarró del brazo izquierdo, pronunciando la palabra "Santiago".
En ese momento, los cañones se dispararon y las trompetas sonaron, mientras la
infantería y la caballería salían al campo de batalla.
Al
presenciar el tumulto provocado por los caballos, muchos indígenas que estaban
en la plaza huyeron precipitadamente. La violencia de su huida fue tal que
rompieron parte de la cerca que rodeaba la plaza, y muchos cayeron unos sobre
otros en el caos. Los jinetes salieron entre ellos, atacando y persiguiendo a
los fugitivos, mientras que la infantería se apresuró en acabar con los que
quedaban en la plaza. La matanza fue rápida y brutal.
Mientras
tanto, el Gobernador aún mantenía agarrado a Atahualpa del brazo, impidiéndole
bajar de las andas. Los soldados españoles, sin distinguir, atacaron a los que
rodeaban la litera, derribando a Atahualpa al suelo en medio del caos. Si el
Gobernador no hubiera intervenido para protegerlo, Atahualpa habría pagado con
su vida todas las atrocidades que había cometido.
En
medio de la refriega, el Gobernador resultó herido en la mano por una pequeña
herida. A pesar del caos, ningún indígena levantó armas contra los españoles.
El pánico que experimentaron al ver al Gobernador entre ellos, combinado con el
repentino estallido de la artillería y la irrupción de los caballos, fue una
experiencia totalmente nueva para ellos, lo que los llevó a priorizar la huida
para salvar sus vidas en lugar de hacer frente a la guerra.
Todos
los hombres que llevaban las andas de Atahualpa parecían ser nobles de alto
rango, y todos ellos perecieron en el enfrentamiento, al igual que aquellos que
estaban en las literas y hamacas. Entre ellos se encontraba el paje y consejero
a quien Atahualpa valoraba mucho, así como otros señores y consejeros de gran
influencia. También murió el cacique que gobernaba Cajamarca. Además, varios
otros capitanes perecieron en la refriega, aunque debido a su gran número, no
se les otorga especial atención, ya que todos los que formaban parte de la
escolta de Atahualpa eran señores de gran importancia.
El
Gobernador retornó a su alojamiento con su prisionero Atahualpa, quien había
sido despojado de sus ropajes, los cuales los españoles le habían arrancado
cuando lo bajaron de las andas. Resultó sorprendente ver cómo en un tiempo tan
breve se había capturado a un señor de tan alta estima y poder, que llegaba con
tanto poderío.
El
Gobernador ordenó entonces que se sacara la ropa del suelo y se la pusiera al
prisionero, buscando así calmar su enojo y desconcierto al ver cómo había caído
tan rápidamente de su posición. Entre otras palabras, le dijo: "No debes
sentirte avergonzado por haber sido capturado y derrotado de esta manera. Los
cristianos que me acompañan, aunque sean pocos en número, han conquistado más
tierras que las tuyas y han derrotado a señores aún más poderosos que tú. Los
hemos sometido bajo el señorío del emperador, al cual sirvo como vasallo. Él es
el señor de España y de todo el mundo, y hemos venido por su mandato a
conquistar esta tierra, para que todos conozcan a Dios y abracen la santa fe
católica. Con la gracia divina que llevamos, permitida por Dios, Creador del
cielo, la tierra y todas las cosas, queremos sacarlos de la barbarie y la vida
diabólica en la que viven. No dejes de notar que, aunque seamos pocos, hemos
sometido a una multitud, y cuando reconozcas tus errores, comprenderás el
beneficio de nuestra presencia aquí, enviados por su Majestad.
Deberías
considerarte afortunado de no haber sido derrotado por una gente tan cruel como
la tuya, que no muestra piedad hacia nadie. Nosotros, en cambio, mostramos
clemencia hacia nuestros enemigos vencidos y solo luchamos contra aquellos que
nos atacan. Incluso teniendo al cacique de esta isla bajo mi poder, decidí
liberarlo para que cambiara su comportamiento. Lo mismo hice con los caciques
de Tumbes, Quilimari y otros, a quienes perdoné a pesar de merecer la muerte.
Tú y tu gente fueron derrotados y capturados porque vinisteis con un gran
ejército contra nosotros, a pesar de nuestras advertencias de paz. Además, al
tirar el libro que contenía las palabras de Dios al suelo, mostraste un
desprecio que nuestro Señor no pasó por alto, haciendo que tu orgullo fuera
humillado y ningún indígena pudiera dañar a ningún cristiano".
Tras
el razonamiento del Gobernador, Atahualpa respondió que había sido engañado por
sus capitanes, quienes le aconsejaron que ignorara a los españoles y que él
deseaba venir en paz, pero sus consejos fueron desoídos y todos quienes le
aconsejaron fueron muertos. Reconoció también la bondad y el valor de los
españoles, y señaló que Maizabilica había mentido acerca de lo que había dicho
sobre los cristianos. Al llegar la noche y ver que los que fueron en busca de
los rezagados aún no regresaban, el Gobernador ordenó disparar tiros y tocar
las trompetas para que regresaran. Poco después, todos volvieron al campamento
con una gran cantidad de prisioneros, más de tres mil personas, que habían sido
capturadas vivas.
El
Gobernador preguntó si todos estaban bien. Su capitán general, quien los
acompañaba, respondió que solo un caballo tenía una pequeña herida. El
Gobernador expresó con gran alegría: "Doy gracias a Dios nuestro Señor, y
todos nosotros debemos hacerlo, por el gran milagro que hoy ha realizado por
nosotros. Verdaderamente podemos creer que sin Su ayuda no habríamos sido
capaces de entrar en esta tierra, y mucho menos de vencer a un ejército tan
grande. Que Dios, en su misericordia, nos dé gracia para realizar obras que nos
acerquen a su santo reino. Ahora, señores, vayan cada uno a descansar a sus
alojamientos, pero no bajemos la guardia, aunque estén derrotados, son astutos
y hábiles en la guerra. Además, este señor es temido y obedecido, y ellos
intentarán todo tipo de estratagemas para liberarlo. Por tanto, esta noche y
todas las siguientes, mantengamos una buena guardia y patrullas para estar
siempre preparados".
Después
de esto, se dirigieron a cenar, y el Gobernador hizo que Atahualpa se sentara a
su mesa, tratándolo con respeto y sirviéndolo como si fuera su propio igual.
Luego, ordenó que se le proporcionaran algunas de las mujeres que habían sido
capturadas para que lo sirvieran, y le mandó hacer una cama en su propia
habitación, donde el Gobernador dormía. Atahualpa estaba libre de
restricciones, excepto por las guardias que lo vigilaban, sin estar
encarcelado.
La
batalla fue breve, apenas duró más de media hora, ya que comenzó cerca del
atardecer. Si la noche no hubiera llegado, habría quedado muy poca gente de los
más de treinta mil hombres que llegaron. Algunos testigos calculan que podría
haber habido incluso más de cuarenta mil soldados. En la plaza, quedaron dos
mil muertos, sin contar los heridos. Se presenció algo muy sorprendente durante
la batalla: los caballos, que el día anterior estaban enfermos y apenas podían
moverse, mostraron una increíble energía ese día, parecían no haber estado
enfermos en absoluto.
Esa
noche, el Capitán General organizó una buena vigilancia con patrullas y
guardias estratégicamente ubicadas.
Al
siguiente día por la mañana, el Gobernador envió un capitán con treinta hombres
a caballo para explorar todo el campo, y ordenó que se desarmara a los indígenas.
Mientras tanto, la gente del campamento sacaba a los prisioneros y los muertos
de las plazas. El capitán y su grupo recorrieron el campo y las tiendas de
Atahualpa, recolectando todo lo que encontraron. Antes del mediodía, regresaron
al campamento con una caravana de hombres y mujeres, ovejas, oro, plata y ropa.
Esta caravana incluía ochenta mil pesos, siete mil marcos de plata y catorce
esmeraldas. El oro y la plata venían en piezas enormes, además de platos
grandes y pequeños, cántaros, ollas, braseros, copones y otras piezas diversas.
Atahualpa afirmó que todo esto era parte de su servicio personal y que sus indígenas
que habían huido habían llevado aún más.
El
Gobernador ordenó que se liberaran todas las ovejas, ya que eran demasiadas y
estorbaban en el campamento, y que los cristianos mataran diariamente las que
necesitaran. A los indígenas que habían recogido los bienes la noche anterior,
el Gobernador los hizo llevar a la plaza para que los cristianos tomaran lo que
necesitaran para su uso. A los demás indígenas, que provenían de diversas
provincias y habían sido traídos por Atahualpa para servir en su ejército, se
les permitió regresar a sus hogares.
Algunos
sugirieron que se matara a todos los hombres de guerra o se les cortaran las
manos. Sin embargo, el Gobernador no lo permitió, argumentando que no era
correcto cometer una crueldad tan grande. Explicó que, aunque el poder de
Atahualpa podía reunir a un gran número de hombres, el poder de Dios nuestro
Señor era infinitamente mayor y, por Su infinita bondad, protegería a los
suyos. Afirmó que aquel que los había librado del peligro del día anterior los
protegería en adelante, siempre y cuando las intenciones de los cristianos
fueran buenas, buscando llevar a aquellos bárbaros infieles al servicio de Dios
y al conocimiento de su santa fe católica.
El
Gobernador instó a que no imitaran las crueldades y sacrificios que los
indígenas realizaban con los prisioneros de guerra. Argumentó que las muertes
en la batalla eran suficientes y que aquellos hombres habían sido llevados como
ovejas a un corral, por lo que no era apropiado que murieran o fueran dañados.
Por lo tanto, fueron liberados.
En
el pueblo de Cajamarca, se descubrieron varias casas abarrotadas de ropa,
empaquetada en fardos apilados hasta el techo. Se rumoreaba que este era un
depósito destinado a abastecer al ejército. Los conquistadores tomaron lo que
necesitaban de entre la ropa disponible, pero incluso después de su selección,
las casas seguían tan llenas que parecía que apenas se había tocado nada. La
calidad de la ropa era excepcional, la mejor vista en toda la región. La
mayoría era de lana fina y suave, mientras que otra parte estaba tejida con
algodón de varios colores, todos muy bien matizados.
Respecto
a las armas encontradas y el estilo de combate de los nativos, se observó lo
siguiente: en la vanguardia se destacaban los honderos, expertos en lanzar
piedras lisas y hechas a mano con sus hondas, con forma de huevo. Estos honderos
llevaban escudos redondos hechos de tablillas angostas pero resistentes, y
vestían jubones acolchados de algodón. Tras ellos, venían otros guerreros
armados con porras y hachas. Las porras, de brazo y medio de largo, eran tan
gruesas como una lanza y tenían la punta engastada en metal, con varias puntas
afiladas. Las hachas, del mismo tamaño o incluso más grandes, tenían una hoja
de metal de aproximadamente un palmo de ancho, similares a alabardas. Algunos
líderes llevaban hachas y porras hechas de oro y plata. Luego, había otros
combatientes equipados con lanzas cortas, utilizadas como dardos arrojadizos.
En la retaguardia, se encontraban los piqueros, armados con lanzas largas de
treinta palmos. Llevaban una manga de algodón en el brazo izquierdo, sobre la
cual apoyaban las porras al blandirlas.
Todos
los guerreros venían organizados en sus respectivas escuadras, cada una con sus
banderas y capitanes al mando, demostrando un orden y una disciplina
comparables a los turcos. Algunos de ellos portaban grandes cascos de madera
que cubrían sus rostros hasta los ojos, rellenos de abundante algodón,
proporcionándoles una protección tan sólida como si fueran de hierro. Los
soldados que formaban parte del ejército de Atahualpa eran todos hábiles y
experimentados en el arte de la guerra, individuos que habían sido moldeados
por el constante enfrentamiento, jóvenes robustos y fornidos, cuya destreza era
tal que bastaba con mil de ellos para arrasar una población de aquella tierra,
incluso si esta contara con veinte mil defensores.
La
residencia de Atahualpa, situada en el corazón de su campamento, destacaba como
la más impresionante entre las construcciones de los indígenas, a pesar de su
modesto tamaño. Estaba compuesta por cuatro habitaciones dispuestas alrededor
de un patio central, donde se encontraba un estanque. Este estanque recibía
agua caliente de un conducto que brotaba hirviendo desde una sierra cercana,
tan caliente que era imposible sumergir la mano en ella. Además, otro conducto
llevaba agua fría, y en su trayecto ambas corrientes se mezclaban para llegar
juntas al estanque a través de un solo caño. Tenían la capacidad de controlar
el flujo de agua, cerrando el conducto de una de las dos corrientes según fuera
necesario.
El
estanque del patio era de considerable tamaño, construido con piedra. A un lado
del corral, fuera de la casa principal, se encontraba otro estanque, de
construcción menos refinada pero provisto de escaleras de piedra para que los
habitantes pudieran bajar a lavarse. El espacio donde Atahualpa pasaba la mayor
parte del día era un corredor situado sobre un huerto, contiguo a una cámara
donde dormía, esta última con una ventana que daba al patio y al estanque. El
corredor también se abría al patio, con paredes enlucidas con un betún bermejo
de gran brillo, superior incluso al del almagre, mientras que el techo de
madera estaba teñido del mismo color. Uno de los cuartos, en frente, presentaba
cuatro bóvedas redondas como campanas, todas unidas en una sola estancia
encalada, tan blanca como la nieve. Los otros dos cuartos servían como
dependencias para el servicio. En el frente de esta residencia fluía un río.
Se
ha relatado ya la victoria obtenida por los cristianos en la batalla y captura
de Atahualpa, así como la disposición de su ejército real. Ahora se abordará la
historia del padre de Atahualpa, cómo ascendió al poder y otros aspectos de su
grandeza y gobierno, tal como él mismo lo narró al Gobernador.
El
padre de Atahualpa se llamaba Huayna Cápac y gobernaba sobre una extensa región
que abarcaba más de trescientas leguas, donde los habitantes le obedecían y
tributaban. Originario de una provincia más allá de Quito, al encontrar una
tierra pacífica, fértil y rica, decidió establecerse en ella y fundar una gran
ciudad que llevó su nombre. Su dominio era tan temido y respetado que algunos
lo consideraban casi divino, llegando a ser adorado como una deidad en muchos
pueblos, donde incluso le erigieron ídolos. Con un centenar de hijos e hijas,
la mayoría de los cuales aún vivían al momento de su muerte hace ocho años,
designó como su heredero a un hijo legítimo, mayor que Atahualpa, llamado Ninan
Cuyuchi.
Huayna
Cápac legó el gobierno de la provincia de Quito, distante del principal
señorío, a Atahualpa. Su cuerpo descansa en la provincia de Quito, donde
falleció, mientras que su cabeza fue trasladada a la ciudad del Cusco, donde es
venerada con gran riqueza de oro y plata. La residencia donde reposa está
completamente revestida de estos metales preciosos, tanto en suelos como
paredes y techos, tejidos de manera exquisita. En la ciudad del Cusco, otras
veinte casas exhiben paredes cubiertas con láminas de oro tanto por dentro como
por fuera. Además, la ciudad albergaba el tesoro del Cusco, compuesto por tres
almacenes llenos de piezas de oro, cinco de plata y cien mil tejuelos de oro
extraídos de las minas, cada uno pesando cincuenta castellanos. Este tesoro
procedía del tributo impuesto en las tierras bajo su dominio.
Más
allá de la ciudad del Cusco se encuentra Collao, donde un río abunda en oro, y
a diez jornadas de viaje desde la provincia de Cajamarca, en Huánuco viejo,
otro río igualmente rico. Estas provincias albergan numerosas minas de oro y
plata, siendo la extracción de plata en la sierra un proceso relativamente
sencillo para los indígenas, que pueden sacar hasta cinco o seis marcos en un
día. La plata se extrae envuelta en plomo, estaño y piedra de azufre, luego se
purifica mediante la combustión de la piedra de azufre, dejando la plata en
forma de pedazos. Las mayores minas se encuentran en Quito y Chincha.
El
camino desde Quito hasta la ciudad del Cusco abarca cuarenta jornadas de carga
para los indígenas, en una tierra densamente poblada donde Chincha, a medio
camino, destaca como una gran población. La región está repleta de ganado
ovino, aunque muchas ovejas se vuelven salvajes debido a la superpoblación.
Entre los españoles que acompañan al Gobernador, mueren a diario ciento
cincuenta, sin que parezca afectar ni afectaría la población del valle, aunque
permanecieran un año en él. Los indígenas generalmente consumen la carne de
estos animales en toda la región.
Atahualpa
también relató que, tras la muerte de su padre, él y su hermano, Huáscar,
gozaron de siete años de paz en las tierras que les legó su progenitor. Sin
embargo, hace aproximadamente un año, su hermano, del Cusco, se rebeló contra
él con la intención de arrebatarle su dominio. A pesar de los ruegos de
Atahualpa para evitar la guerra y conformarse con lo que su padre le había
dejado, el del Cusco persistió en su intento. Ante esta situación, Atahualpa
decidió abandonar su tierra en Quito con el mayor contingente de soldados que
pudo reunir y se dirigió a Tumipamba, donde se enfrentó en batalla con su
hermano.
Durante
el enfrentamiento, Atahualpa logró derrotar a más de mil hombres del ejército
del Cusco, obligándolo a huir. Sin embargo, al encontrar resistencia por parte
del pueblo de Tumipamba, Atahualpa respondió con violencia, arrasando y matando
a todos sus habitantes. A pesar de su deseo inicial de arrasar todos los
pueblos de la región, decidió suspender su avance para seguir a su hermano,
quien había escapado a su tierra natal.
Atahualpa
continuó su campaña con gran poder, conquistando vastas extensiones de tierra
mientras los pueblos se sometían a él, conscientes de la terrible destrucción
que había infligido en Tumipamba. Seis meses antes, había enviado a dos de sus
más valientes pajes, Quisquis y Calcuchimac, junto con cuarenta mil hombres,
para tomar la ciudad de su hermano. Después de ganar territorio tras
territorio, finalmente llegaron a la ciudad donde residía el Cusco, la
capturaron y tomaron prisionero al gobernante, confiscando todo el tesoro de su
padre. Al recibir la noticia, Atahualpa ordenó que lo enviaran preso,
anticipando que llegarían pronto con una gran cantidad de riquezas.
Los
capitanes permanecieron en la ciudad conquistada para protegerla y custodiar el
tesoro, mientras que otros treinta mil hombres regresaron a sus hogares con el
botín obtenido de la conquista. Todo lo que poseía el hermano del Cusco, ahora
estaba bajo el dominio de Atahualpa.
Atahualpa
y sus capitanes generales se paseaban triunfalmente, pero tras el inicio de la
guerra, ha habido una gran pérdida de vidas. Atahualpa ha perpetrado numerosas
crueldades contra sus enemigos y ha asegurado la lealtad de los caciques de los
pueblos que ha conquistado. Para mantener el orden, ha instalado gobernadores
en cada pueblo, logrando así mantener la paz y la sumisión de la tierra. Su
poderío inspira temor y obediencia, mientras que su ejército es bien atendido
por los naturales y él mismo es tratado con gran respeto.
Atahualpa,
en sus planes, tenía la intención de regresar a su tierra para descansar si no
fuera por su captura. En su camino, planeaba arrasar todos los pueblos de la
comarca de Tumipamba, que se habían defendido contra él, y repoblarlos con su
propia gente. Además, solicitaba que le enviasen cuatro mil hombres casados de
la gente del Cusco que habían conquistado para poblar Tumipamba. También
mencionó que entregaría a su hermano, quien había sido enviado preso por sus
capitanes, al Gobernador, para que decidiera su destino. Preocupado por su propia
vida, Atahualpa ofreció una gran cantidad de oro y plata a los españoles que le
habían predicado. Cuando se le preguntó cuánto daría, especificó que llenaría
una sala con oro hasta una línea blanca a la mitad de su altura, así como dos
veces el bohío con plata, todo esto dentro de dos meses.
El
Gobernador tranquilizó a Atahualpa asegurándole que enviara mensajeros para
cumplir con su promesa sin temor alguno. Acto seguido, Atahualpa envió
mensajeros a sus capitanes en la ciudad del Cusco, pidiéndoles que le enviaran
dos mil indígenas cargados de oro y una gran cantidad de plata, además de lo
que ya venía en camino con su hermano, quien estaba preso.
El
Gobernador, curioso, preguntó cuánto tiempo tardarían los mensajeros en llegar
a la ciudad del Cusco. Atahualpa explicó que cuando era necesario transmitir un
mensaje con urgencia, los mensajeros corren de pueblo en pueblo y la noticia
llega en cinco días, pero si tienen que recorrer todo el trayecto, incluso
aunque fueran hombres veloces, les tomaría quince días llegar.
Además,
el Gobernador cuestionó por qué había ordenado matar a algunos indígenas que
los cristianos encontraron muertos en su campamento. Atahualpa respondió que el
día en que el Gobernador envió a su hermano Hernando Pizarro a su campamento
para hablar con él, un cristiano atacó con su caballo, lo que causó que los indígenas
muertos se retiraran, por lo que ordenó su ejecución.
Atahualpa,
un hombre de treinta años, de imponente presencia y robusto físico, tenía un
rostro grande, hermoso, pero también fiero, con ojos que parecían arder en
sangre. Hablaba con gran solemnidad, como corresponde a un gran señor, y sus
argumentos eran perspicaces, lo que los españoles reconocieron como señal de su
sabiduría. Aunque tenía un temperamento alegre, también mostraba crudeza,
especialmente al hablar con su gente, donde se mostraba más serio y severo.
En
una de sus conversaciones con el Gobernador, Atahualpa mencionó un lugar a diez
jornadas de Cajamarca, camino del Cusco, donde se encontraba una mezquita que
era considerada el templo principal por los habitantes de esa tierra. Tanto él
como su padre tenían gran veneración por este lugar, donde se realizaban
ofrendas de oro y plata. Esta mezquita albergaba al ídolo principal de todos
los pueblos, y estaba custodiada por un sabio en quien los indígenas
depositaban su confianza, creyendo que podía predecir el futuro al hablar con
el ídolo.
El
Gobernador, aunque ya había escuchado acerca de esta mezquita, aprovechó la
oportunidad para explicar a Atahualpa que todos esos ídolos eran vanos, y que
aquellos que creían en ellos estaban siendo engañados por el diablo, lo cual
los llevaba a la perdición. Le explicó que los cristianos creían en un solo
Dios, creador del cielo, la tierra y todas las cosas visibles e invisibles.
Aquellos que aceptaban este conocimiento y recibían el bautismo serían llevados
al reino de Dios, mientras que los demás enfrentarían el castigo en las penas
infernales. El Gobernador también señaló que la derrota y captura de Atahualpa
por un pequeño grupo de cristianos demostraba la falsedad de los ídolos que
hasta entonces había adorado, pues su "dios" no había brindado
protección alguna en su hora de necesidad. Esto, según el Gobernador,
evidenciaba que el verdadero Dios estaba del lado de los cristianos.
Atahualpa
admitió que él y sus antepasados no habían tenido contacto con cristianos
antes, por lo que no podían haber conocido la verdad sobre el Dios único en
quien los cristianos creían. Reconoció que, al escuchar las palabras del
Gobernador, se había dado cuenta de que el ser que supuestamente hablaba a
través de su ídolo no era un dios verdadero, ya que no había brindado ninguna
ayuda significativa en su momento de necesidad.
Después
de que el Gobernador y los españoles descansaron del viaje y de la batalla,
enviaron mensajeros al pueblo de San Miguel para informar a los vecinos sobre
lo sucedido y para obtener noticias sobre la llegada de posibles navíos.
Además, ordenaron la construcción de una iglesia en la plaza de Cajamarca,
donde se celebraría la misa, y demolieron la cerca de la plaza debido a su
altura insuficiente, reemplazándola con una nueva de mayor altura y longitud
para la seguridad del campamento. Se tomaron otras medidas para reforzar la
protección del campamento real, y se mantuvieron informados sobre los
acontecimientos en la tierra, incluyendo la posible formación de grupos de
resistencia y otros sucesos relevantes.
Enterados
los caciques de la provincia sobre la llegada del Gobernador y la captura de
Atahualpa, muchos de ellos acudieron en señal de paz para encontrarse con él.
Algunos de estos caciques gobernaban sobre treinta mil indígenas, todos ellos
subordinados a Atahualpa. Al llegar ante él, le mostraban gran respeto,
inclinándose para besarle los pies y las manos, mientras que él los recibía sin
siquiera mirarlos. La solemnidad de Atahualpa y la profunda obediencia que le
demostraban todos eran aspectos notablemente extraordinarios. A pesar de su
condición de prisionero, conservaba su aura de líder y se mostraba alegre,
especialmente porque el Gobernador le dispensaba un trato amable. Sin embargo,
en ocasiones, el Gobernador le mencionaba informes sobre la concentración de
tropas en Huamachuco y otras regiones, lo que generaba cierta inquietud entre
los españoles. Atahualpa respondía que nadie se movía en la región sin su
autorización, asegurando que, si alguna fuerza militar se aproximaba, él mismo
la había convocado y que el Gobernador podía hacer con él lo que desease, ya
que se encontraba bajo su custodia. Aunque los indígenas difundían rumores que
inquietaban a los españoles, muchos de ellos resultaban ser falsos.
En
medio de estos acontecimientos, uno de los mensajeros que custodiaban a su
hermano llegó hasta Atahualpa para informarle que, al enterarse los capitanes
de su prisión, habían dado muerte al Cusco (Huáscar). Ante esta noticia, el
Gobernador mostró su pesar y exigió que trajeran al Cusco vivo, amenazando con
ejecutar a Atahualpa en caso de que no se cumpliera. Atahualpa aseguró que
desconocía la acción de sus capitanes, pero el Gobernador confirmó la veracidad
de la muerte del Cusco tras indagar con los mensajeros.
Después
de estos eventos, pasados algunos días, llegaron personas enviadas por
Atahualpa, acompañadas por su hermano que venía del Cusco. Traían consigo
algunas de las hermanas y mujeres de Atahualpa, así como una gran cantidad de
objetos de oro y plata, como vasijas, cántaros, ollas y otras piezas. Según
informaron, aún quedaba más por venir en el camino, pero el largo trayecto
dificultaba el transporte, por lo que cada día llegaría más oro y plata de lo
que quedaba rezagado. En ocasiones, ingresaban cantidades considerables, como
veinte mil, treinta mil, cincuenta mil o incluso sesenta mil pesos de oro en
cántaros y ollas grandes, además de piezas de plata y otras vasijas. Todo esto
fue almacenado por orden del Gobernador en una casa donde Atahualpa tenía sus
guardias, hasta que se cumpliera con lo prometido.
Veinte
días después del mencionado mes de diciembre, llegaron mensajeros indígenas
desde el pueblo de San Miguel con una carta para el Gobernador. Informaban que
seis navíos habían llegado a la costa en un puerto llamado Manarí, junto con Cuaque,
llevando a bordo ciento cincuenta españoles y ochenta y cuatro caballos. Tres
de los navíos venían de Panamá, con el capitán Diego de Almagro y ciento veinte
hombres, mientras que las otras tres carabelas venían de Nicaragua con treinta
hombres. Estas fuerzas expresaron su voluntad de servir en la gobernación.
Desde Cancebi, tras desembarcar la gente y los caballos para continuar por
tierra, uno de los navíos se adelantó para buscar al Gobernador, llegando hasta
Tumbes. Sin embargo, el cacique de esa provincia se negó a proporcionar
información sobre el paradero del Gobernador y no mostró la carta que se le
había dejado para los navíos que llegaran por esa vía.
Este
navío que había llegado a Tumbes sin obtener información del Gobernador,
regresó sin novedades. Sin embargo, otro navío que lo seguía continuó navegando
por la costa hasta llegar al puerto de San Miguel. Allí, el maestre desembarcó
y fue recibido con gran alegría por los habitantes del pueblo. Luego, el
maestre regresó con las cartas que el Gobernador había enviado, en las cuales
informaba a los lugareños sobre la victoria obtenida por él y su gente, así
como sobre la gran riqueza de la tierra. Tanto el Gobernador como todos los que
estaban con él se regocijaron por la llegada de estos navíos.
Acto
seguido, el Gobernador envió mensajeros con cartas dirigidas al capitán Diego
de Almagro y otras personas que estaban con él, expresando su alegría por su
llegada. Además, les instruyó que, una vez llegados al pueblo de San Miguel, no
pusieran en apuros a sus habitantes, sino que se dirigieran a los caciques
locales que se encontraban en el camino hacia Cajamarca, ya que estos tenían
suficiente comida para proporcionarles. Asimismo, el Gobernador se comprometió
a proporcionarles oro para pagar el flete de los navíos, con la condición de
que regresaran de inmediato.
Cada
día, diversos caciques acudían al Gobernador, entre ellos dos conocidos como
los "ladrones", ya que su gente saqueaba a todos los que cruzaban por
su territorio, y se dirigían hacia el Cusco. Después de sesenta días desde la
captura de Atahualpa, llegaron ante el Gobernador un cacique del pueblo donde
se encontraba la mezquita y su guardián. El Gobernador preguntó a Atahualpa
quiénes eran, y este explicó que uno era el señor del pueblo donde estaba la
mezquita y el otro su guardián. Atahualpa expresó su alegría por su llegada, ya
que pagarían por las mentiras que le habían dicho. Solicitó una cadena para el
guardián, quien supuestamente le había aconsejado iniciar una guerra contra los
cristianos, asegurando que su ídolo le había prometido que los mataría a todos.
También mencionó que el guardián había asegurado que su padre, el Cusco viejo
(Huayna Cápac), no moriría de la enfermedad que padecía, lo cual resultó ser
falso. El Gobernador ordenó traer la cadena, y Atahualpa se la colocó al
guardián, advirtiendo que no se la quitaran hasta que trajera todo el oro de la
mezquita, el cual quería entregar a los cristianos, ya que su ídolo era
mentiroso. Desafió al guardián a ver si su supuesto dios podría liberarlo de
las cadenas.
Luego,
el Gobernador y el cacique que acompañaba al guardián enviaron mensajeros para
que trajeran el oro de la mezquita y lo que el cacique tenía en su poder,
asegurando que regresarían en cincuenta días con todo esto. Al saber que se
estaban reuniendo fuerzas en la región y que había tropas en Huamachuco, el
Gobernador envió a Hernando Pizarro con veinte hombres a investigar la
situación y asegurar el oro y la plata que se encontraban allí. Hernando
Pizarro partió de Cajamarca en vísperas de Reyes del año 1533. Quince días
después, varios cristianos llegaron a Cajamarca con una gran cantidad de oro y
plata, que incluía más de trescientas cargas en cántaros y ollas grandes,
además de otras diversas piezas.
El
Gobernador decidió resguardar todo el oro y la plata en una casa donde
Atahualpa tenía guardias, con la intención de mantenerlo seguro hasta que
Atahualpa cumpliera su promesa y entregara todo junto. Para asegurarse de que
no hubiera fraudes, designó a cristianos para que custodiaran el tesoro tanto
de día como de noche, y se encargaron de contarlo todo cada vez que se
introducía en la casa.
En
medio de este trasiego de riquezas, llegó un hermano de Atahualpa informando
que en Jauja aún quedaba una gran cantidad de oro, la cual ya estaba en camino
hacia allí, acompañado por uno de los capitanes de Atahualpa, llamado Calcuchimac.
Hernando Pizarro informó al Gobernador que, tras investigar la situación en la
región, no había noticias de movimientos militares ni de otro tipo, salvo la
presencia de oro en Jauja y la llegada de un capitán. Solicitó instrucciones
para proceder, ya que no partiría de allí sin su aprobación.
El
Gobernador respondió ordenando que se dirigieran hacia la mezquita, ya que
tenía al guardián bajo su custodia y Atahualpa había ordenado traer el tesoro
de allí. Además, instó a Hernando Pizarro a que se apresurara a traer todo el
oro que pudiera encontrar en la mezquita, y le pidió que informara de cualquier
suceso en los pueblos por los que pasaran. Ante la demora en la llegada del oro
desde la mezquita, el Gobernador envió a tres cristianos para que aseguraran la
llegada del oro desde Jauja y para que exploraran el pueblo del Cusco. Uno de
ellos recibió el poder para tomar posesión del pueblo del Cusco y sus
alrededores en nombre de su majestad, ante un escribano público que los
acompañaba. Además, se envió un hermano de Atahualpa como parte de esta
expedición.
El
Gobernador les instruyó a los cristianos que partían que no causaran daño a los
nativos ni les exigieran oro u otros bienes en contra de su voluntad. Les
advirtió que no actuaran más allá de lo que el líder nativo que los acompañaba
deseara, para evitar represalias. También les encomendó la tarea de explorar el
pueblo del Cusco y traer informes detallados. Partieron de Cajamarca el 15 de
febrero del mismo año.
Por
otro lado, el capitán Diego de Almagro arribó a este pueblo con su grupo, y
entraron en Cajamarca el día antes de la Pascua Florida, el 14 de abril del
mismo año. Fueron recibidos cordialmente por el Gobernador y sus acompañantes.
Un esclavo africano que había acompañado a los cristianos que se dirigían al Cusco
regresó el 28 de abril con ciento siete cargas de oro y siete de plata. Informó
que regresó desde Jauja, donde encontraron a los indígenas que llevaban el oro,
mientras que otros cristianos continuaron hacia el Cusco. El esclavo añadió que
Hernando Pizarro regresaría pronto, ya que se había dirigido a Jauja para
encontrarse con Calcuchimac. El Gobernador ordenó que este nuevo oro se
agregara al tesoro existente y que todas las piezas fueran contadas meticulosamente.
El
25 de mayo, el capitán Hernando Pizarro llegó a Cajamarca acompañado de todos
los cristianos que lo acompañaban, incluido el capitán Calcuchimac. Fueron
recibidos con gran hospitalidad por el Gobernador y su séquito. Hernando
Pizarro trajo consigo veintisiete cargas de oro y dos mil marcos de plata
procedentes de la mezquita. También entregó al Gobernador un informe preparado
por Miguel de Estete, quien había sido designado como veedor durante el viaje.
El informe detallaba el recorrido realizado por Hernando Pizarro por orden del
Gobernador, desde Cajamarca hasta Parcama y luego hasta Jauja.
El
miércoles, día de la epifanía (conocido popularmente como la fiesta de los Tres
Reyes Magos), el 5 de enero de 1533, Hernando Pizarro partió del pueblo de
Cajamarca con veinte jinetes y algunos escopeteros. Esa misma jornada llegaron
a unas caserías ubicadas a cinco leguas de distancia del pueblo. Al día
siguiente, se detuvieron a comer en otro pueblo llamado Ichoca, donde fueron
bien recibidos y se les proveyó de lo necesario para ellos y su grupo. Luego,
pasaron la noche en otro pueblo más pequeño llamado Guancasanga, que estaba
bajo la jurisdicción del pueblo de Huamachuco.
Al
día siguiente, temprano por la mañana, llegaron al pueblo de Huamachuco, un
lugar grande ubicado en un valle entre montañas, con buenas vistas y
alojamientos. El señor de este lugar se llamaba Guamanchoro, quien recibió
cordialmente al capitán y a su séquito. Allí, se encontraron con un hermano de
Atahualpa que venía apurando la llegada del oro desde el Cusco. Este hermano
informó al capitán que el capitán Calcuchimac estaría llegando en veinte
jornadas, trayendo consigo toda la cantidad de oro que Atahualpa había ordenado
enviar.
Al
saber que el oro estaba tan lejos, el capitán envió un mensajero al Gobernador
para consultar qué acciones debían tomar, dejando claro que no avanzarían más
hasta recibir su respuesta. En el pueblo, el capitán también se informó a
través de algunos indígenas sobre la ubicación exacta de Calcuchimac. Al
presionar a algunos líderes locales, se enteraron de que Calcuchimac se
encontraba a siete leguas de distancia, en el pueblo de Andamarca, con un
ejército de veinte mil hombres. Se decía que su objetivo era eliminar a los
cristianos y liberar a su señor. Uno de los informantes incluso admitió haber
compartido comida con él el día anterior.
Después
de recabar más información de otro compañero del principal, quien confirmó lo
mismo que los anteriores informantes, el capitán decidió encontrarse con Calcuchimac.
Organizó a su gente y emprendió el camino. Esa jornada la pasaron en un pequeño
pueblo llamado Tambo, que estaba bajo la jurisdicción de Huamachuco. Allí,
nuevamente se informaron de la situación, y todos los indígenas consultados
corroboraron lo que se les había dicho anteriormente.
Durante
la noche, mantuvieron una buena guardia en el pueblo. Al amanecer, continuaron
su camino con cautela y, antes del mediodía, llegaron al pueblo de Andamarca.
Sin embargo, no encontraron al capitán Calcuchimac ni recibieron nuevas de él,
aparte de las que ya les había dado el hermano de Atahualpa, quien mencionó que
Calcuchimac estaba en el pueblo de Jauja con una gran cantidad de oro y que
estaba en camino.
En
este momento, el capitán recibió la respuesta del Gobernador, en la que se le
indicaba que, dado que Calcuchimac y el oro estaban tan lejos, ya había sido
informado de que tenía bajo su custodia al obispo de la mezquita de Pachacámac
y al abundante oro que se le había enviado. Se le aconsejaba que averiguara la
ruta para llegar hasta allí y que, si consideraba factible ir en esa dirección,
lo hiciera, ya que mientras tanto seguiría llegando el oro procedente del Cusco.
El
capitán se informó sobre el camino y las jornadas hasta la mezquita. Aunque la
gente que llevaba no estaba bien equipada con herrajes y otras cosas necesarias
para un viaje tan largo, consideró el servicio que prestaba a su majestad al ir
en busca de ese oro, para evitar que los indígenas lo escondieran. También
deseaba explorar la tierra para determinar si era adecuada para que los
cristianos la poblaran. Aunque sabía que la región tenía muchos ríos, puentes
de redes, un camino largo y malos pasos, decidió emprender el viaje.
Comenzaron
el camino el 14 de enero. Ese mismo día superaron algunos pasos difíciles y
cruzaron dos ríos antes de llegar a dormir a un pueblo llamado Pallasca, situado
en una ladera. Los indígenas los recibieron bien y les proporcionaron comida y
todo lo necesario para pasar la noche, así como indígenas para ayudar con las
cargas.
Al
día siguiente, partieron de este pueblo y se dirigieron a otro pequeño llamado
Corongo. En el camino, pasaron por un gran puerto de nieve y encontraron muchos
pastores y ganado. En Corongo, también fueron bien recibidos y recibieron ayuda
con las cargas. Este pueblo estaba bajo la jurisdicción de Huamachuco.
Al
día siguiente, continuaron su viaje y llegaron a otro pequeño pueblo llamado
Pina, donde no encontraron a nadie porque los habitantes se habían ido por
miedo. Esta jornada fue particularmente difícil debido a una empinada bajada
con escaleras de piedra, muy peligrosa para los caballos.
Al
día siguiente del recorrido, a la hora del almuerzo, llegaron a un pueblo
grande ubicado en un valle. En el camino se encontraba un río muy caudaloso,
con dos puentes adyacentes construidas con redes de la siguiente manera: se
levantaba un sólido cimiento desde el agua, se subía bien alto, y de una orilla
a la otra se tendían gruesas maromas hechas de bejucos, tan anchas como un
muslo, atadas con grandes piedras. Entre las maromas se cruzaban resistentes
cuerdas tejidas y debajo se colocaban grandes piedras para darle peso a la
estructura. Uno de los puentes era utilizado por la gente común, con un portero
que cobraba un peaje, mientras que la otra era reservada para los señores y sus
capitanes, siempre cerrada, pero que abrieron para que pasara el capitán y su
séquito. Los caballos cruzaron sin problemas. En este pueblo, llamado
Pumapaccha, descansaron dos días debido al cansancio de la gente y los caballos
por el difícil camino. Fueron bien recibidos y se les proporcionó comida y todo
lo necesario.
Al
día siguiente, partieron de este pueblo y llegaron a otro más pequeño donde
también recibieron todo lo necesario. Cerca de este pueblo, pasaron otro puente
similar a la anterior. Luego, viajaron dos leguas más hasta llegar a otro
pueblo donde fueron recibidos pacíficamente y se les ofreció comida tanto a los
cristianos como a los indígenas que llevaban las cargas. Este tramo del viaje
se realizó por un valle rodeado de campos de maíz y pequeños pueblos a ambos
lados del camino.
Otro
día domingo, el capitán partió de ese pueblo por la mañana y llegaron a otro
donde recibieron mucho servicio. Por la noche, llegaron a otro pueblo donde
también fueron atendidos con generosidad, y los indígenas del lugar
proporcionaron muchas ovejas, chicha y todo lo necesario. Toda la región estaba
muy poblada de ganado y maíz, y los cristianos veían rebaños de ovejas a lo
largo del camino. Al día siguiente, el capitán partió de ese pueblo y llegaron
a otro grande llamado Carhuay, gobernado por el señor Pumacapillay, donde
fueron provistos de comida y personas para cargar. Este pueblo estaba en un
llano cerca de un río y había otros pueblos cercanos con mucho ganado y maíz.
Solamente para alimentar al capitán y su séquito, tenían doscientas cabezas de ganado
en un corral. Luego, el capitán partió tarde de este lugar y llegó a otro
pueblo llamado Sucaracoay, donde fueron bien recibidos por el señor Marcocana.
Descansaron un día allí debido al cansancio de la gente y los caballos por el
mal camino. Este pueblo estaba bien resguardado porque era grande y Calcuchimac
estaba cerca con cincuenta y cinco mil hombres. Al día siguiente, partieron de
este pueblo por un valle de tierras cultivadas y mucho ganado, y fueron a
dormir dos leguas más adelante, en un pueblo pequeño llamado Pachacoto. Aquí
dejaron el camino real que va al Cusco y tomaron el camino de los llanos.
Otro
día, partieron de ese pueblo y se dirigieron a otro llamado Marco, cuyo señor
era Corcora. Este pueblo era conocido por ser de señores de ganado, que
enviaban allí a sus pastores en ciertas épocas del año, similar a lo que se
hace en Castilla, en Extremadura. Desde este pueblo, las aguas fluían hacia el
mar, lo que hacía el camino difícil debido a la combinación de tierras frías y
húmedas en el interior y una costa cálida con poca lluvia. Las lluvias no eran
suficientes para el cultivo, por lo que la tierra era irrigada por las aguas
que descendían de la sierra, lo que la hacía muy fértil en alimentos y frutas.
Al día siguiente, partieron de ese pueblo y siguieron por un río bordeado de
árboles frutales y tierras de cultivo hasta llegar a un pueblo pequeño llamado Huaritanga,
donde pasaron la noche. Al día siguiente, continuaron su viaje y llegaron a Paramonga,
un pueblo grande ubicado junto al mar. Este pueblo contaba con una casa
fortificada con cinco cercas ciegas, decorada con elaboradas labores tanto en
el interior como en el exterior, y con portadas talladas con habilidad al
estilo español, adornadas con dos tigres en la puerta principal. Los indígenas
de este pueblo estaban asustados al ver a una gente que nunca antes habían
visto, especialmente los caballos, de los que se maravillaban aún más. El
capitán los tranquilizó hablándoles en su lengua y fueron bien servidos por los
habitantes del pueblo.
En
este pueblo, el capitán y su grupo tomaron un camino más ancho, construido
manualmente por las poblaciones de la costa, con paredes de un lado y del otro.
Permanecieron en Parpunga durante dos días para que la gente descansara y para
esperar herrajes. Cuando partieron de este pueblo, cruzaron un río en balsas
mientras los caballos nadaban, y luego llegaron a dormir a un pueblo llamado Pativilca,
ubicado en un barranco sobre el mar. Cerca de este pueblo, cruzaron otro río a
nado con gran dificultad debido a su fuerte corriente. En estas áreas costeras,
no había puentes debido al tamaño y la fuerza de los ríos. Afortunadamente, el
señor del pueblo y su gente ayudaron a pasar las cargas y proporcionaron comida
abundante para los cristianos.
El
capitán y su grupo partieron de este pueblo el 9 de enero y llegaron a otro
pueblo sujeto a Pativilca, a tres leguas de distancia. Esta área estaba
mayormente poblada por labranzas, árboles frutales y huertos. El camino estaba
limpio y bien mantenido. Luego, se dirigieron a dormir a un pueblo cercano al
mar llamado Guarna, que estaba estratégicamente ubicado y contaba con grandes
edificaciones. Los señores del pueblo y sus habitantes atendieron bien a los
cristianos, proporcionándoles todo lo que necesitaban.
Al
día siguiente, el capitán y su grupo continuaron su viaje y llegaron a un
pueblo llamado Huacho, también conocido como el pueblo de las Perdices debido a
la gran cantidad de estas aves que se mantenían en jaulas en cada casa. Los
habitantes de este pueblo salieron pacíficamente y mostraron alegría por la
presencia del capitán, sirviéndole de manera excelente, aunque el cacique del
pueblo no se hizo presente.
Otro
día, el capitán partió de este pueblo temprano, ya que le habían advertido que
el viaje sería largo, y llegó a un pueblo grande llamado Chancay, ubicado a
cinco leguas de distancia. El señor del pueblo y los habitantes salieron
pacíficamente y proporcionaron toda la comida necesaria para ese día. Al
atardecer, el capitán y su grupo dejaron el pueblo con el objetivo de llegar al
lugar donde se encontraba la mezquita al día siguiente. En el camino, cruzaron
un gran río y continuaron por el camino bien construido, hasta que finalmente
llegaron a un lugar dentro del mismo pueblo, a una legua y media de distancia.
El
siguiente día, un domingo, el 30 de enero, el capitán partió de este lugar y,
sin salir de áreas arboladas y pueblos, llegó a Pachacamac, donde se encontraba
la mezquita. A medio camino, hizo una parada para comer en otro pueblo. El señor
de Pachacamac y sus principales salieron a recibir a los cristianos
pacíficamente, mostrando una gran disposición hacia los españoles. El capitán y
su grupo se establecieron en unos grandes aposentos en una parte del pueblo y,
posteriormente, el capitán declaró que había venido por orden del señor
Gobernador para obtener el oro de la mezquita que el Cacique había enviado. Sin
embargo, a pesar de las promesas iniciales de los líderes del pueblo y los
sacerdotes del ídolo, se encontraron con resistencia y dilación en la entrega
del oro. En resumen, el oro que trajeron fue muy poco y afirmaron que no había
más.
El
capitán fingió interés en ver el ídolo que adoraban y pidió que lo llevaran
allí, lo cual fue concedido. El ídolo estaba ubicado en una casa bien decorada
pero oscura, maloliente y hermética. Era una figura de madera muy sucia que
según ellos representaba a su dios, aquel que los alimentaba y sostenía, según
creían. A los pies del ídolo tenían algunas joyas de oro como ofrendas. Lo
veneraban tanto que solo sus sirvientes y seguidores, a los que decían que él
indicaba, podían entrar y servirle. Nadie más se atrevía a tocar las paredes de
su casa.
Se
descubrió que creían que el diablo se manifestaba en ese ídolo y hablaba con
sus seguidores, transmitiéndoles mensajes diabólicos que luego divulgarían por
toda la región. Lo consideraban su dios y le ofrecían numerosos sacrificios.
Incluso hacían peregrinaciones de hasta trescientas leguas llevando oro, plata
y ropa como ofrendas. Cuando llegaban, pedían sus deseos al portero, quien
supuestamente hablaba con el ídolo en su nombre y otorgaba sus peticiones.
Antes
de que alguien pudiera servir a este ídolo, se decía que debía ayunar durante
muchos días y abstenerse de relaciones con mujeres. En las calles del pueblo y
cerca de la casa donde estaba el ídolo, había muchos ídolos de madera que
adoraban en imitación de su dios.
Se
averiguó que desde el pueblo de Catámez, al comienzo de este gobierno, toda la
gente de esa costa servía a esa mezquita con oro y plata, pagando un tributo
anual. Tenían casas y mayordomos donde entregaban ese tributo, y se encontraron
pruebas de que habían entregado mucho más. Muchos indígenas afirmaron haberlo
hecho por orden del diablo.
Muchas
cosas podrían decirse sobre las idolatrías relacionadas con este ídolo, pero
para evitar divagar, me limitaré a lo que los indígenas creen: que el ídolo es
su dios y que tiene el poder de destruirlos si se enfada o si no lo sirven
correctamente, y que todas las cosas del mundo están bajo su control. La gente
estaba tan escandalizada y asustada solo con la idea de que el capitán hubiera
entrado a verlo, que pensaban que los cristianos los destruirían a todos cuando
se fueran.
Los
cristianos explicaron a los indígenas el gran error en el que estaban,
señalando que aquel que hablaba desde el ídolo era el diablo, que los engañaba.
Les advirtieron que no creyeran en él ni siguieran sus consejos en el futuro, y
les hablaron sobre sus prácticas de idolatría. El capitán ordenó destruir la
bóveda donde se encontraba el ídolo y romperlo frente a todos. También les
explicó muchos aspectos de nuestra fe católica y les indicó que usaran la señal
de la cruz como arma para defenderse del demonio.
El
pueblo de Pachacamac es impresionante, con una casa del sol ubicada en una
colina, bien construida con cinco cercas. Hay casas con terrazas, similares a
las de España. El pueblo parece antiguo, con edificaciones en ruinas, y gran
parte de las cercas están caídas. El señor principal de este pueblo se llama
Taurichumbi.
En
este pueblo, los señores de las regiones cercanas vinieron a ver al capitán con
presentes de lo que tenían en sus tierras, incluyendo oro y plata. Quedaron
asombrados de que el capitán hubiera tenido el coraje de entrar donde estaba el
ídolo y destruirlo. El señor de Malaque, llamado Lincoto, vino a rendir
homenaje a su majestad y trajo consigo oro y plata. Lo mismo hicieron el señor
de Huaro, Alincay, y el señor de Guaco, Guarilli. El señor de Chincha,
Tambianvea, junto con otros diez de sus principales, también llevaron presentes
de oro y plata. Otros señores, como el de Guarva, Guaxchapaicho, el de Colixa,
Aci, y el de Sallicaimarca, Ispillo, junto con otros líderes de las comarcas,
trajeron sus propios presentes de oro y plata, lo que se sumó a lo obtenido de
la mezquita, totalizando noventa mil pesos. El capitán agradeció a todos estos
caciques por su visita y les instó, en nombre de su majestad, a que siempre lo
hicieran así, lo que los dejó muy contentos.
En
Pachacamac, el capitán Hernando Pizarro recibió noticias de que Calcuchimac, el
capitán de Atahualpa, estaba a cuatro jornadas de distancia con mucha gente y
el oro, y que amenazaba con no avanzar, declarando que venía a enfrentarse a
los cristianos. El capitán envió un mensajero para tranquilizarlo y le instó a
que trajera el oro, recordándole que su señor estaba preso y que lo esperaban
desde hacía muchos días. Además, mencionó que el gobernador estaba molesto por
su demora. A pesar de que el capitán no podía ir personalmente a verlo debido
al mal estado del camino para los caballos, le aseguró que en un pueblo en el
camino, el que llegara primero esperaría al otro. Calcuchimac respondió que
obedecería las órdenes del capitán sin ninguna objeción. Así, el capitán partió
del pueblo de Pachacamac para encontrarse con Calcuchimac, avanzando por las
mismas jornadas hasta llegar al pueblo de Guarva, ubicado en las llanuras junto
al mar, donde dejó la costa y volvió a adentrarse en el interior.
El
3 de marzo, el capitán Hernando Pizarro dejó el pueblo de Guarva y avanzó río
arriba, rodeado de densas arboledas durante todo el día. Por la noche, llegó a
dormir a un pueblo situado en la ribera del río, subordinado al mencionado
pueblo de Guarva, llamado Huaranga. Al día siguiente, partió de este pueblo y
se dirigió a dormir a otro pueblo pequeño llamado Aíllo, ubicado junto a la
sierra. Este pueblo estaba subordinado a otro más importante llamado Cajatambo,
conocido por sus numerosos ganados y campos de maíz.
El
5 de marzo, llegó a dormir a otro pueblo subordinado a Cajatambo, llamado
Chincha. En el camino encontró un paso de montaña nevado y difícil, donde la
nieve alcanzaba las cinchas de los caballos. Chincha era conocido por sus
extensos rebaños. El capitán permaneció en este pueblo durante dos días.
El
sábado, 7 de marzo, partió de Chincha y se dirigió a dormir a Cajatambo. Este
era un pueblo grande situado en un valle profundo, conocido por sus numerosos
rebaños. A lo largo del camino, había muchos corrales de ovejas.
El
señor de este pueblo se llamaba Sachao y mostró gran servicio hacia los
españoles. En este pueblo, el capitán volvió a tomar el camino ancho por donde
se esperaba que Calcuchimac pasara. La travesía tomaría tres días. El capitán
se informó si Calcuchimac había pasado como se había acordado, y todos los indígenas
afirmaban que sí, llevando consigo todo el oro. Sin embargo, posteriormente se
descubrió que los indígenas probablemente estaban instruidos para mentir con el
fin de hacer que el capitán avanzara, mientras que Calcuchimac permanecía en
Jauja sin intención de moverse.
Dado
que los indígenas rara vez decían la verdad, el capitán decidió, a pesar del
gran trabajo y peligro, abandonar el camino real por donde se esperaba que Calcuchimac
viniera. Su objetivo era averiguar si había pasado y, en caso contrario, ir a
encontrarse con él dondequiera que estuviera. Esto se hacía tanto para
recuperar el oro como para disolver el ejército que Calcuchimac tenía a su
disposición. En caso de negativa por parte de Calcuchimac, el capitán estaba
dispuesto a enfrentarse a él y capturarlo.
Por
lo tanto, el capitán y su gente se dirigieron hacia un pueblo grande llamado
Pombo, situado en el camino real. El lunes, 9 de marzo, llegaron a dormir a un
pueblo entre las montañas llamado Oyu.
El
cacique de Oyu recibió a los cristianos de manera amistosa y les proporcionó
todo lo que necesitaban para pasar la noche. Al día siguiente, temprano, el
capitán se dirigió a dormir a un pequeño pueblo de pastores cercano a una
laguna de agua dulce, conocida por tener tres leguas de circunferencia y estar
rodeada de muchos ganados de tamaño mediano y con lana fina, similares a los de
España.
El
miércoles por la mañana, el capitán y su gente llegaron al pueblo de Pombo,
donde fueron recibidos por todos los señores del lugar y algunos capitanes de
Atahualpa, que estaban allí con una cierta cantidad de gente. En Pombo, el
capitán encontró ciento cincuenta arrobas de oro que Calcuchimac había enviado,
mientras él y su gente permanecían en Jauja.
Después
de instalarse, el capitán preguntó a los capitanes de Atahualpa por qué Calcuchimac
había enviado ese oro y no había cumplido su promesa de venir. Ellos
respondieron que Calcuchimac tenía mucho miedo de los cristianos y que también
esperaba más oro que venía del Cusco, por lo que no se atrevía a ir con tan
poca cantidad.
Ante
esta situación, el capitán Hernando Pizarro envió un mensajero desde Pombo a Calcuchimac,
asegurándole que, dado que él no había venido, el capitán iría a donde él
estaba y que no debía tener miedo. En este pueblo, descansaron un día para
aliviar a los caballos y estar preparados en caso de necesidad de enfrentarse
en batalla.
El
viernes, 14 días de marzo, el capitán y todo su contingente, tanto a pie como a
caballo, partieron del pueblo de Pombo para dirigirse a Jauja. Esa jornada los
llevó a dormir a un pueblo llamado Xacamalca, ubicado a seis leguas de
distancia en terreno llano desde el pueblo de partida. En los alrededores de
este pueblo, hay una laguna de agua dulce que se extiende por unas ocho o diez
leguas, rodeada por varios pueblos y con abundancia de ganado. Además, en la
laguna se pueden encontrar diversas aves acuáticas y peces pequeños.
Esta
laguna era un lugar de recreación tanto para el padre de Atahualpa como para él
mismo, quienes tenían muchas balsas traídas desde Tumbes. Un río sale de esta
laguna y fluye hacia el pueblo de Pombo, donde atraviesa de manera diagonal y
es lo suficientemente profundo para permitir el paso de embarcaciones hasta un
puente cercano al pueblo. Aquellos que pasan por el río deben pagar un peaje,
similar a lo que se hace en España. A lo largo de este río, hay una gran
cantidad de ganado, por lo que fue bautizado con el nombre de Guadiana, en
alusión a un río de España que también es conocido por su abundancia.
El
sábado, 15 días del mencionado mes, el capitán partió del pueblo de Xacamalca y
fue a almorzar a una casa ubicada a tres leguas de distancia, donde recibió una
buena acogida y comida. Luego, avanzó otras tres leguas y llegó a dormir a un
pueblo llamado Carma, situado en una ladera de una sierra. Allí fue alojado en
una casa pintada que ofrecía excelentes aposentos, gracias a la hospitalidad
del señor de ese pueblo, quien también proporcionó gente para ayudar con las
cargas.
El
domingo por la mañana, el capitán partió de este pueblo, anticipando una
jornada considerable. Su grupo marchaba en orden, preocupado por la posibilidad
de que Calcuchimac estuviera actuando de manera hostil, ya que no había enviado
ningún mensajero. A la hora de la tarde, llegaron a un pueblo llamado
Yanamarca, donde fueron recibidos por los lugareños. Allí, el capitán se enteró
de que Calcuchimac no se encontraba en Jauja, lo que aumentó sus sospechas. A
pesar de estar a solo una legua de distancia de Jauja, el capitán decidió
continuar después de comer. Cuando llegaron a las afueras del pueblo y
divisaron muchos grupos de personas desde una colina, no sabían si eran fuerzas
militares o simplemente habitantes del pueblo celebrando alguna festividad. Al
llegar a la plaza principal del pueblo, confirmaron que los grupos eran de
residentes locales que se habían reunido para celebrar. Antes de descender de
sus caballos, el capitán preguntó por Calcuchimac y le informaron que había
partido hacia otros pueblos y que volvería otro día.
Por
cuestiones de negocios, Calcuchimac se ausentó para averiguar el propósito de
los españoles que venían con el capitán. Al darse cuenta de que había cometido
un error al no cumplir su promesa y al ver que el capitán había viajado ochenta
leguas para encontrarse con él, sospechó que podría ser arrestado o asesinado.
Además, temía especialmente a los cristianos a caballo. Por eso decidió
retirarse. El capitán llevaba consigo a un hijo del anciano del Cusco, quien,
al enterarse de la ausencia de Calcuchimac, expresó su deseo de ir a donde él
estaba, y así lo hizo en unas andas. Durante toda esa noche, los caballos
permanecieron ensillados y con las riendas sujetas, y se ordenó a los señores
del pueblo que ningún indígena se acercara a la plaza para evitar cualquier
altercado con los animales.
Al
día siguiente, el hijo del anciano del Cusco llegó acompañado de Calcuchimac en
andas, y al entrar en la plaza, Calcuchimac se bajó y dejó a su séquito. Con
algunos acompañantes, se dirigió a la posada del capitán Hernando Pizarro para
verlo y disculparse por no haber ido como había prometido. Explicó que no había
podido hacerlo debido a sus responsabilidades. El capitán le preguntó por qué
no se había unido a él según lo acordado, a lo que Calcuchimac respondió que su
señor Atahualpa le había ordenado que se quedara tranquilo. El capitán le dijo
que no guardaba rencor y le instó a prepararse para acompañarlo donde estaba el
Gobernador, quien tenía prisionero a su señor Atahualpa. Le advirtió que no
sería liberado hasta que entregara todo el oro que había ordenado, sabiendo que
tenía una gran cantidad de este metal. Le dijo que reuniera todo el oro y
fueran juntos, asegurándole un buen trato.
Calcuchimac
explicó que su señor le había ordenado quedarse tranquilo y que, a menos que
recibiera otra orden, no se atrevería a ir. Argumentó que, dado que la tierra
aún estaba siendo conquistada, su partida podría desencadenar una rebelión.
Hernando Pizarro insistió mucho, pero finalmente acordaron que Calcuchimac
reconsideraría la propuesta esa noche y hablarían nuevamente por la mañana. El
capitán quería convencerlo por razones pacíficas para evitar causar disturbios
en la región, ya que esto podría poner en peligro a tres españoles que habían
ido a la ciudad del Cusco.
Al
día siguiente, Calcuchimac se presentó en la posada y expresó que, dado que el
capitán quería que lo acompañara, no podía hacer otra cosa que obedecer. Afirmó
que estaría dispuesto a ir con él y dejar a otro capitán a cargo de la fuerza
militar que tenía allí. Ese día, reunieron hasta treinta cargas de oro y
acordaron partir en dos días. Durante ese tiempo, llegaron entre treinta y
cuarenta cargas de plata. Los españoles estuvieron en alerta máxima, con los
caballos ensillados día y noche, ya que el capitán de Atahualpa parecía tener
una gran cantidad de tropas y podría haber atacado durante la noche.
El
pueblo de Jauja era muy grande y estaba ubicado en un hermoso valle de clima
templado. Un río poderoso pasaba cerca del pueblo, que era próspero y estaba
bien planificado, con calles trazadas como las de España. Había otros pueblos
subordinados a él en los alrededores. Según los españoles, cada día se reunían
alrededor de cien mil personas en la plaza principal, y los mercados y calles
estaban tan abarrotados que parecía que no faltaba nadie.
Calcuchimac
tenía hombres encargados de contar a toda la gente que se reunía, para saber
cuántos estaban dispuestos a servir en la guerra, y otros responsables de
vigilar lo que entraba al pueblo. Tenía mayordomos encargados de proveer
alimentos para la gente, así como numerosos carpinteros que trabajaban la
madera. También contaba con una serie de medidas de seguridad y protección
personal, incluyendo varios porteros en su casa.
En
general, Calcuchimac imitaba el estilo de servicio y la organización de su
señor, y era temido en toda la región debido a su valentía y habilidad militar.
Había conquistado extensas áreas de tierra por mandato de su señor, ganando
numerosos enfrentamientos en el campo y en pasos peligrosos. En todas estas
batallas, salió victorioso, consolidando así su reputación como un líder
militar formidable que no dejó ninguna región por conquistar en el territorio.
Viernes,
20 de marzo, Hernando Pizarro partió de Jauja junto con Calcuchimac, con la
intención de dar la vuelta al pueblo de Cajamarca. Durante las jornadas
siguientes, llegaron hasta el pueblo de Pombo, donde se encuentra el camino
real del Cusco. Permanecieron allí dos días antes de continuar su viaje.
El
miércoles siguiente, salieron de Pombo y cruzaron llanos donde pastaban
numerosos rebaños de ganado. Al final del día, llegaron a unos grandes
aposentos donde pasaron la noche. Ese día nevó copiosamente.
Al
día siguiente, se dirigieron hacia un pueblo situado entre unas sierras llamado
Tambo. Cerca de este pueblo, encontraron un profundo río con un puente y una
escalera de piedra empinada que podría dificultar el paso en caso de
resistencia desde arriba. El señor del pueblo brindó una cálida hospitalidad al
capitán Hernando Pizarro, ofreciéndole todo lo que necesitaban, y se celebró
una gran fiesta en su honor, especialmente por la presencia de Calcuchimac.
Continuaron
su camino y llegaron a otro pueblo llamado Tonsucancha, cuyo principal cacique
se llamaba Tillima. A pesar de ser un pueblo pequeño, recibieron una cálida
bienvenida, con mucha gente dispuesta a servirles. En este lugar, encontraron
numerosos rebaños de ganado con lana de excelente calidad, similar a la de
España.
Otro
día, continuaron su viaje y llegaron al pueblo de Guaneso, situado a unas cinco
leguas de distancia. Gran parte del camino estaba pavimentado y empedrado, con
acequias para el paso del agua, lo que se dice que fue hecho debido a las
nevadas que ocurren en ciertas épocas del año en esa región. Guaneso es un
pueblo grande, ubicado en un valle rodeado de escarpadas montañas, con un
perímetro de unas tres leguas. En su camino hacia Cajamarca, hay una gran
subida muy empinada. El recibimiento que hicieron al capitán y a los cristianos
fue muy bueno, y durante los dos días que estuvieron allí se celebraron
numerosas fiestas. Este pueblo tiene otros pueblos subordinados a él y es
conocido por tener una gran cantidad de ganado.
El
último día del mes, el capitán y su gente partieron de Guaneso y llegaron a un
puente sobre un río caudaloso, donde había porteros encargados de cobrar el
peaje, como era costumbre entre ellos. Después de recorrer cuatro leguas desde
ese punto, llegaron a otro pueblo llamado Pincosmarca, situado en la ladera de
una empinada montaña. El cacique de este pueblo se llamaba Parpay.
Un
día más, el capitán de este pueblo partió y se detuvo a descansar a tres leguas
de distancia, en un próspero lugar llamado Huari, donde se encuentra otro río
considerable y profundo, junto a una imponente estructura de puente. Este sitio
es altamente fortificado, rodeado por profundos barrancos en ambas direcciones.
Se relata que Calcuchimac, en este paso, se enfrentó a las fuerzas del Cusco,
quienes lo aguardaban y resistieron durante dos o tres días. Cuando las fuerzas
del Cusco comenzaban a ceder, quemaron el puente para impedir el avance, sin
embargo, Calcuchimac y sus hombres cruzaron nadando y lograron infligir
numerosas bajas al enemigo.
Al
día siguiente, el capitán prosiguió su marcha hacia otro asentamiento llamado
Guacango, situado a cinco leguas de distancia. Luego, continuó su travesía
hasta llegar a Piscobamba, un pueblo de gran tamaño en las faldas de una
sierra, cuyo cacique, Tanguame, lo recibió con hospitalidad y sus habitantes
atendieron a los cristianos con amabilidad. En el trayecto entre este pueblo y
Guacango, se encontró otro río con dos puentes adyacentes, construidos con
redes y gruesas maromas de bimbres que servían como base, mientras que cordeles
entrelazados formaban la superficie de la estructura, con bordes elevados para
mayor seguridad. Grandes piedras atadas debajo aseguraban la estabilidad de la
pasarela. Aunque atravesar este tipo de puente era una experiencia temerosa
para aquellos no acostumbrados, los caballos lograron cruzarlo sin dificultad,
gracias a su solidez y firmeza. Estas estructuras contaban con guardias,
siguiendo un protocolo similar al de España.
Al
día siguiente, el capitán y su séquito continuaron su viaje hacia unas caserías
ubicadas a cinco leguas de distancia.
Al
siguiente día, el capitán y su grupo partieron de este pueblo llamado Agoa,
subordinado a Piscobamba. Es un pueblo próspero con vastos campos de maíz,
situado entre sierras. El cacique y sus habitantes proporcionaron todo lo
necesario para esa noche, incluyendo personal de servicio al amanecer.
Continuaron
su travesía hacia otro pueblo llamado Conchucos, a cuatro duras leguas de
distancia. Este asentamiento se encuentra en una hoya, y el camino hacia él
presenta numerosos obstáculos, con escalones tallados en la roca y pasajes
difíciles que podrían ser defendidos si fuera necesario.
Después
de dejar Conchucos atrás, el capitán y su séquito se dirigieron a dormir a otro
pueblo llamado Andamarca, punto de partida para su camino hacia Pachacama. En
este lugar convergen los dos caminos reales que llevan al Cusco. El trayecto
desde el pueblo de Pombo hasta aquí es de tres leguas, marcado por un terreno
agreste con escaleras de piedra en las pendientes y muros de contención para
evitar resbalones peligrosos, especialmente beneficiosos para los caballos. A
mitad de camino, se encuentra un puente de piedra y madera, hábilmente
construido entre dos peñascos. Junto al puente, se encuentran unos aposentos
bien construidos y un patio empedrado, donde los indígenas relatan que los
señores de la región solían celebrar banquetes y festividades durante sus
viajes por la zona.
Desde
este mismo pueblo, el capitán Hernando Pizarro siguió las mismas rutas que
había tomado hasta llegar a la ciudad de Cajamarca, donde finalmente ingresó
junto con Calcuchimac el día 25 de mayo de 1533. Este evento presenció algo
notable, que no se ha repetido desde el descubrimiento de las Indias y merece
especial atención incluso entre los españoles.
Cuando
Calcuchimac entró por las puertas donde estaba detenido su señor, tomó a un indígena
de los que llevaba consigo y una carga moderada, y se la colocó sobre los
hombros, siguiendo su ejemplo muchos otros líderes indígenas que lo
acompañaban. Así, cargado con la carga y seguido por sus compañeros, ingresó
donde estaba su señor. Al verlo, Atahualpa levantó las manos hacia el sol en
agradecimiento por permitirle verlo. Luego, con gran respeto y lágrimas en los
ojos, se acercó a él, besándole el rostro, las manos y los pies, al igual que
los otros líderes que lo acompañaban.
La
actitud majestuosa de Atahualpa fue tal que, a pesar de no tener a nadie en su
reino a quien amara tanto como a Calcuchimac, no le mostró más atención que a
cualquier otro indígena que estuviera presente. Este acto de cargar una carga
al entrar para ver a Atahualpa es una ceremonia cierta que se realiza ante
todos los señores que han reinado en esa tierra.
Esta
narración, proporcionada por Miguel de Estete, quien fue veedor en el viaje
realizado por el mencionado capitán Hernando Pizarro, refleja fielmente todo lo
sucedido en ese momento histórico.
El
gobernador, al percatarse de que seis navíos en el puerto de San Miguel estaban
en peligro de perderse si no se despachaban pronto, convocó una reunión para
organizar su partida y presentar un informe a su majestad sobre lo ocurrido. En
conjunto con los funcionarios reales, se decidió llevar a cabo la fundición de
todo el oro que había sido reunido en este pueblo por Atahualpa, así como
cualquier otro tesoro que llegara antes de que la fundición concluyera. Una vez
fundido y distribuido, el gobernador no demoraría más y se dirigiría a realizar
la colonización, tal como ordenaba su majestad.
El
13 de mayo de 1533, se anunció y comenzó la fundición. Diez días después, llegó
a la ciudad de Cajamarca uno de los tres cristianos que habían sido enviados a
la ciudad del Cusco. Este individuo, quien también se desempeñaba como
escribano, trajo consigo un informe detallado sobre la toma de posesión en
nombre de su majestad en la ciudad del Cusco. Además, proporcionó información
sobre los numerosos pueblos que se encuentran en el camino hacia allí,
mencionando unos treinta pueblos principales además de la propia ciudad del Cusco,
así como muchos otros pueblos más pequeños.
Describió
la ciudad del Cusco como una metrópolis impresionante, situada en una ladera
cerca de un llano, con calles bien trazadas y empedradas. Mencionó una casa con
techos de oro, de forma cuadrada y con una extensión de trescientos cincuenta
pasos de esquina a esquina. Se extrajeron setecientas planchas de oro de esta
casa, cada una pesando alrededor de quinientos pesos. También se mencionó otra
casa de la cual los indígenas extrajeron una cantidad significativa de oro,
aunque de menor calidad debido a su baja pureza, estimada en siete u ocho
quilates. A pesar de no haber podido explorar completamente la ciudad debido a
la negativa de los indígenas, basándose en lo observado y en la impresión de
los funcionarios locales, se creía que la ciudad albergaba una gran riqueza.
Además,
se informó sobre la presencia del capitán Quisquis en la ciudad, quien
comandaba una guarnición de treinta mil hombres para protegerla de las amenazas
externas, como los caribes y otras tribus enemigas. Este relato también
mencionaba la llegada de uno de los principales acompañantes del grupo, quien
regresaba con los otros dos cristianos portando seiscientas planchas de oro y
plata, además de una gran cantidad de riquezas otorgadas por el líder indígena
de Jauja, el mismo que había sido dejado allí por Calcuchimac.
Entonces,
en total, el oro que están llevando asciende a ciento setenta y ocho cargas,
cada una de ellas transportada por cuatro indígenas en parihuelas. Sin embargo,
se menciona que la cantidad de plata es escasa. El oro está llegando a los
cristianos de manera gradual y con ciertas demoras, ya que se requiere la labor
de muchos indígenas para recogerlo y transportarlo de pueblo en pueblo. Se
estima que todo el oro llegará a Cajamarca en aproximadamente un mes.
El
oro proveniente del Cusco llegó a Cajamarca el 13 de junio del mismo año,
compuesto por doscientas cargas de oro y veinticinco de plata. Solo en el oro,
aparentemente, había más de ciento treinta quintales. Posteriormente, llegaron
otras sesenta cargas de oro en bruto, principalmente en forma de planchas que
parecían haber sido retiradas de las paredes de los bohíos, con agujeros que
sugieren que estaban clavadas.
Todo
este oro y plata se fundió y distribuyó el día de Santiago. Después de pesarlo
todo en una balanza, y una vez calculado y convertido todo en oro de calidad,
se determinó que había un total de trescientos veintiséis mil quinientos
treinta y nueve pesos de oro de calidad. De esta cantidad, tras deducir los
derechos del fundidor, le correspondieron a su majestad doscientos sesenta y
dos mil doscientos cincuenta y nueve pesos de oro de calidad.
En
cuanto a la plata, se obtuvieron cincuenta y un mil seiscientos diez marcos, de
los cuales diez mil ciento veinte marcos correspondieron a su majestad. Después
de deducir el quinto y los derechos del fundidor, el gobernador distribuyó el
resto entre todos los conquistadores que participaron en la obtención,
asignando a los jinetes ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro y trescientos
sesenta y dos marcos de plata, y a los soldados de infantería cuatro mil
cuatrocientos cuarenta pesos y ciento ochenta y un marcos de plata, ajustando
las cantidades según la valoración que el gobernador hizo de los méritos y
esfuerzos de cada uno.
Además,
el gobernador apartó una cierta cantidad de oro antes de la distribución, que
entregó a los habitantes que permanecieron en el pueblo de San Miguel, así como
a todos los que acompañaron al capitán Don Diego de Almagro, a los mercaderes y
marineros que llegaron después de la guerra. De esta manera, todos los que
estuvieron presentes en la tierra recibieron una parte, lo que convirtió esta
distribución en una verdadera fundición general.
Durante
esta fundición, se observó un hecho notable: hubo un día en el que se fundieron
ochenta mil pesos, mientras que normalmente se fundían cincuenta o sesenta mil
pesos diarios. Los indígenas fueron los encargados de llevar a cabo esta
fundición, demostrando su habilidad como plateros y fundidores, utilizando
nueve hornos para el proceso.
Es
importante mencionar los precios exorbitantes a los que se vendieron los
alimentos y otras mercancías en esta tierra, aunque algunos puedan dudarlo
debido a lo elevado de los precios. Sin embargo, puedo afirmarlo con certeza,
ya que lo presencié y compré algunas cosas. Por ejemplo, un caballo se vendió
por mil quinientos pesos, mientras que otros alcanzaron los tres mil
trescientos. El precio común de un caballo era de dos mil quinientos pesos,
pero incluso a ese precio eran difíciles de conseguir.
Una
botija de vino de tres azumbres (Cada azumbre equivale a 2,016 litros) se
vendió por sesenta pesos, mientras que yo pagué cuarenta pesos por dos
azumbres. Un par de borceguíes costaban treinta o cuarenta pesos, y unas calzas
tenían un precio similar. Una capa se vendió por cien o ciento veinte pesos, y
una espada por cuarenta o cincuenta. Incluso un simple manojo de ajos se
cotizaba en medio peso. Este tipo de precios eran comunes para todas las cosas
en la región (un peso de oro era equivalente a un castellano). Por ejemplo, una
sola hoja de papel se vendía por diez pesos. Incluso pagué doce pesos por un
poco más de media onza de azafrán dañado.
Se
podría hablar mucho sobre los altos precios a los que se vendían todas las
cosas, y sobre la escasa importancia que se le daba al oro y la plata. La situación
llegó al extremo de que si alguien debía algo a otro, simplemente le entregaba
un trozo de oro a granel sin pesarlo. Incluso si pagaban el doble de lo que
debían, a menudo no se les devolvía nada. Los deudores recorrían las casas con
un indígena cargado de oro buscando a sus acreedores para saldar sus deudas.
Se
relata cómo concluyó la fundición y se distribuyó el oro y la plata, así como
la percepción tan escasa que tienen tanto los españoles como los indígenas
sobre la riqueza del oro y la plata en esa tierra. Hay un lugar, que está bajo
la dominación del Cusco y que actualmente estaba bajo el dominio de Atahualpa,
donde se dice que hay dos casas construidas completamente de oro, incluso las
pajas que las cubren están hechas de este metal precioso. Además, con el oro
traído desde el Cusco, trajeron algunas pajas hechas de oro macizo, con su
espiga al final, exactamente como las que crecen en el campo.
La
variedad de piezas de oro que se trajeron es inmensa y sería interminable
enumerarlas. Se menciona una pieza de asiento que pesaba ocho arrobas de oro,
así como fuentes grandes con caños que vertían agua en un lago dentro de la
misma fuente, donde se encontraban muchas aves de oro de diferentes formas y
hombres sacando agua, todo elaborado en oro. Además, se sabe por testimonio de
Atahualpa, Calcuchimac y otros, que en Jauja, Atahualpa tenía ciertas ovejas y
pastores hechos de oro, siendo tanto las ovejas como los pastores de un tamaño
similar a los que se encuentran en esa tierra. Estas piezas eran herencia de su
padre, y Atahualpa prometió entregarlas a los españoles. Se cuentan historias
grandiosas sobre las riquezas de Atahualpa y su padre.
Ahora,
es crucial relatar un hecho que no debe pasarse por alto: un cacique del pueblo
de Cajamarca se presentó ante el Gobernador y, a través de intérpretes, le
comunicó lo siguiente: "Quiero informarte que después de la captura de
Atahualpa, él envió mensajeros a Quito, su tierra, y a todas las demás
provincias, convocando a una gran cantidad de guerreros para atacarte a ti y a
tu gente, con la intención de matarlos a todos. Esta fuerza está liderada por
un gran capitán llamado Lluminabe. Están muy cerca de aquí y planean atacar
este campamento durante la noche, incendiándolo desde todas partes. El primer
objetivo será acabar contigo y luego liberarán a su señor Atahualpa de su
prisión. Se estima que provienen de Quito doscientos mil hombres de guerra y
treinta mil caribes, conocidos por su práctica de canibalismo, así como de la
provincia de Pazalta y otras regiones, un gran número de guerreros."
El
Gobernador, al escuchar esta advertencia, agradeció sinceramente al cacique y
le brindó muchos honores. Inmediatamente ordenó a un escribano que registrara
todo lo que se le había comunicado, recabando testimonios de un tío de
Atahualpa, así como de otros señores prominentes y algunas mujeres indígenas.
Después de una investigación, se confirmó que todo lo dicho por el cacique de
Cajamarca era verídico.
El
Gobernador confrontó a Atahualpa, preguntándole: "¿Qué traición es esta
que has urdido, a pesar de la gran consideración y confianza que te he
brindado, tratándote como a un hermano?" Luego le expuso todo lo que había
descubierto y lo que había averiguado a través de la investigación. Atahualpa
respondió con ironía: "¿Me estás tomando el pelo? Siempre me hablas en
tono de burla. ¿Qué posibilidad hay de que yo y mi gente podamos enfrentar a
guerreros tan valientes como ustedes? No me cuentes estas historias". Lo
dijo todo con una sonrisa, sin mostrar signos de preocupación, aparentemente
para ocultar su maldad y demostrando una astucia que dejó atónitos a los
españoles que lo escucharon, al ver tanta sagacidad en un hombre considerado
bárbaro.
El
Gobernador ordenó traer una cadena y se la colocaron en el cuello a Atahualpa.
Luego envió a dos indígenas como espías para averiguar el paradero de este
ejército del que se había hablado, supuestamente a unas siete leguas de
Cajamarca. Quería determinar si estaban en una posición donde pudiera enviar un
contingente de cien jinetes para enfrentarlos. Se enteró de que estaban en un
terreno muy accidentado y que se estaban acercando. Además, se descubrió que
apenas le pusieron la cadena a Atahualpa, este envió mensajeros para informar a
su gran capitán de que el Gobernador lo había ejecutado. Al recibir esta
noticia, el capitán y su ejército se retiraron. Luego, Atahualpa envió más
mensajeros con instrucciones precisas sobre cómo y cuándo atacar el campamento,
advirtiendo que, si se retrasaban, lo encontrarían muerto.
Consciente
de la inminente amenaza, el Gobernador ordenó extremar las medidas de seguridad
en el campamento. Todos los jinetes patrullaban durante toda la noche, con
cincuenta en cada turno y ciento cincuenta al amanecer. Ni el Gobernador ni sus
capitanes durmieron durante estas noches, supervisando las patrullas y
evaluando la situación constantemente. Los soldados no se despojaban de sus
armas ni siquiera al descansar en sus cuarteles, y los caballos permanecían
ensillados en todo momento.
Bajo
esta vigilancia intensiva, el campamento se mantuvo en alerta hasta un sábado
al atardecer, cuando dos indígenas sirvientes de los españoles llegaron huyendo
de las fuerzas enemigas que se encontraban a tres leguas de distancia.
Informaron al Gobernador que esa noche o la siguiente, el ejército enemigo
atacaría el campamento cristiano, ya que se acercaban con gran rapidez,
siguiendo órdenes de Atahualpa.
En
consecuencia, el Gobernador, en consulta con los oficiales de su majestad, los
capitanes y las personas con experiencia, dictaminó la sentencia de muerte para
Atahualpa por traición. Ordenó que, si no se convertía al cristianismo, sería
ejecutado por quemamiento, en aras de la seguridad de los cristianos y el
bienestar de la tierra, su conquista y pacificación. La muerte de Atahualpa,
razonaron, desmoralizaría a las fuerzas enemigas y debilitaría su determinación
de seguir las órdenes que les había enviado.
Así,
llevaron a cabo su ejecución, y al llevarlo a la plaza, Atahualpa expresó su
deseo de convertirse al cristianismo. Esta decisión fue comunicada al
Gobernador, quien ordenó que fuera bautizado. El bautismo fue administrado por
el muy reverendo padre fray Vicente de Valverde, quien lo exhortaba durante el
proceso. El Gobernador conmutó la pena de muerte en la hoguera por la de
ahogamiento, ordenando que fuera ejecutado atado a un poste en la plaza
pública. Así se hizo y su cuerpo permaneció allí expuesto hasta la mañana
siguiente, cuando fue sepultado con toda pompa y solemnidad en la iglesia,
rindiéndole los máximos honores posibles.
De
esta manera terminó la vida de alguien que había sido tan cruel, mostrando gran
valor y sin mostrar ningún signo de arrepentimiento. Expresó su deseo de
encomendar a sus hijos al Gobernador antes de fallecer. Mientras lo llevaban al
entierro, las mujeres y los criados de su casa lloraban copiosamente. Falleció
en un sábado, a la misma hora en que fue capturado y derrotado. Algunos
consideraron que su muerte en ese día y hora fue un castigo por sus pecados.
Así, Atahualpa recibió el pago por los grandes males y crueldades que había
infligido a sus súbditos. Se le consideraba el mayor carnicero y tirano que
jamás haya existido, capaz de destruir un pueblo entero por el más mínimo
delito cometido por un solo individuo, y de ordenar la muerte de diez mil
personas. Su tiranía había sometido a toda la tierra y era odiado por todos.
Después
de estos acontecimientos, el Gobernador eligió a otro hijo del viejo Cusco,
llamado Tupac Huarpa, quien mostraba amistad hacia los cristianos, y lo instaló
como gobernante ante los caciques y señores de la región, así como ante otros
indígenas. Les ordenó que lo reconocieran como su señor y lo obedecieran como
lo habían hecho anteriormente con Atahualpa, ya que era el legítimo heredero
del antiguo Cusco. Todos aceptaron esta decisión y prometieron obedecer las
órdenes del Gobernador.
Ahora
quiero relatar un hecho sorprendente: veinte días antes de que esto ocurriera y
antes de que se supiera algo sobre el ejército que Tupac Huarpa había reunido,
mientras Tupac Huarpa pasaba una noche alegre con algunos españoles, apareció
repentinamente una señal en el cielo, hacia la dirección del Cusco, similar a
un cometa de fuego, que duró gran parte de la noche. Al ver esta señal, Tupac
Huarpa predijo que pronto moriría en esa tierra un gran señor.
Una
vez que el Gobernador instaló a Tupac Huarpa como gobernante (como se mencionó
anteriormente), le informó sobre las órdenes de su majestad y lo que debía
hacer para convertirse en su vasallo. Tupac Huarpa respondió que debía
mantenerse en reclusión durante cuatro días sin hablar con nadie, como era la
costumbre entre ellos cuando un señor fallecía, para infundir temor y obtener
obediencia como su sucesor. Cumplió con estos cuatro días de reclusión y luego
el Gobernador selló la paz con él en una ceremonia solemne con trompetas. Le
entregó la bandera real, la cual Tupac Huarpa recibió y alzó en nombre del
Emperador, reconociéndose como su vasallo. Todos los principales caciques
presentes lo recibieron con gran respeto, besando su mano y su mejilla, y
luego, mirando hacia el sol, le agradecieron, expresando que les había dado un
señor legítimo. Así fue como este nuevo señor fue aceptado en el estado de Tupac
Huarpa, y le colocaron una borla muy rica sobre la cabeza, que es casi una
corona entre ellos y que Atahualpa también solía llevar.
Después
de todos estos acontecimientos, algunos de los españoles que habían participado
en la conquista de la tierra, especialmente aquellos que habían estado allí
durante mucho tiempo o que estaban enfermos o heridos y no podían servir más,
solicitaron permiso al Gobernador para regresar a sus tierras llevando consigo
el oro, la plata, las piedras preciosas y las joyas que les habían
correspondido como parte del reparto. El Gobernador les concedió este permiso,
y algunos de ellos regresaron con Hernando Pizarro, hermano del Gobernador. A
otros se les otorgó permiso más tarde, especialmente cuando seguía llegando
gente nueva atraída por la fama de la riqueza que se había obtenido.
El
Gobernador proporcionó algunas ovejas, carneros e indígenas a los españoles a
quienes se les había concedido licencia, para que llevaran su oro, plata y
pertenencias hasta el pueblo de San Miguel. Sin embargo, en el camino perdieron
algunos particulares una cantidad considerable de oro y plata, estimada en más
de veinticinco mil castellanos, debido a que los carneros y las ovejas se
escapaban con el oro y la plata, y también algunos indígenas huían. Durante el
camino desde la ciudad del Cusco hasta el puerto, que era de casi doscientas
leguas, sufrieron mucho por la falta de comida, agua y transporte para llevar
sus pertenencias.
Finalmente,
embarcaron y llegaron a Panamá, desde donde se embarcaron con la bendición de
Dios hacia Sevilla. Hasta el momento, han llegado cuatro barcos que
transportaban la siguiente cantidad de oro y plata.
En
el año 1533, el 5 de diciembre, llegó a la ciudad de Sevilla la primera de
estas cuatro naves. En ella, el capitán Cristóbal de Mena llevaba consigo ocho
mil pesos de oro y novecientos cincuenta marcos de plata. También llegó un
clérigo llamado Juan de Sosa, natural de Sevilla, quien traía consigo seis mil
pesos de oro y ochenta marcos de plata. Además de lo mencionado, en esta nave
llegaron treinta y ocho mil novecientos cuarenta y seis pesos más.
En
el año 1534, el 9 de enero, llegó al río de Sevilla la segunda nave, llamada
Santa María del Campo. En esta nave venía el capitán Hernando Pizarro, hermano
de Francisco Pizarro, quien era el gobernador y capitán general de la Nueva
Castilla. En esta nave se transportaban para su majestad ciento cincuenta y
tres mil pesos de oro y cinco mil cuarenta y ocho marcos de plata. Además, se
llevaba para pasajeros y personas particulares trescientos diez mil pesos de
oro y trece mil quinientos marcos de plata, sin incluir lo destinado para su
majestad. Todo esto estaba en forma de barras, planchas y pedazos de oro y
plata, guardado en grandes cajas.
Además
de la cantidad mencionada, en esta nave se transportaban para su majestad
treinta y ocho vasijas de oro y cuarenta y ocho de plata. Entre estas vasijas
se encontraba un águila de plata capaz de contener dos cántaros de agua en su
cuerpo, dos ollas grandes (una de oro y otra de plata), cada una capaz de
contener una vaca despedazada, y dos costales de oro, cada uno con capacidad
para dos hanegas de trigo. También llevaban un ídolo de oro del tamaño de un
niño de cuatro años y dos pequeños tambores. Las demás vasijas eran cántaros de
oro y plata, cada uno con capacidad para dos arrobas o más. Además, en esta
nave se transportaban veinticuatro cántaros de plata y cuatro de oro para los
pasajeros.
El
tesoro fue descargado en el muelle y llevado a la Casa de la Contratación. Las
vasijas se transportaron a carga, mientras que lo demás se guardó en
veintisiete cajas, cada par de bueyes llevaba dos cajas en una carreta.
En
el mismo año, el 3 de junio, llegaron otras dos naves; una estaba bajo el mando
de Francisco Rodríguez y la otra de Francisco Pabón. Estas naves llevaban para
pasajeros y personas particulares ciento cuarenta y seis mil quinientos diez y
ocho pesos de oro y treinta mil quinientos once marcos de plata.
Sumando
el oro de estas cuatro naves, el total asciende a setecientos ocho mil
quinientos ochenta pesos. Cada peso de oro se vende comúnmente por
cuatrocientos cincuenta maravedís. Si se cuenta todo el oro registrado de estas
cuatro naves, sin incluir las vasijas y otras piezas, el total es de
trescientos diez y ocho millones ochocientos sesenta y un mil maravedís.
En
cuanto a la plata, son cuarenta y nueve mil ocho marcos. Cada marco equivale a
ocho onzas, que, valorado a dos mil doscientos diez maravedís, el total de la
plata es de ciento ocho millones trescientos siete mil seiscientos ochenta
maravedís.
La
última de las dos naves que llegaron (en la cual estaba bajo el mando de
Francisco Rodríguez) pertenece a Francisco de Jeréz, natural de Sevilla, quien
escribió esta relación por mandato del gobernador Francisco Pizarro, estando en
la provincia de la Nueva Castilla, en la ciudad de Cajamarca, como secretario
del señor Gobernador.
Por
el cronista: Francisco de Jeréz
Fin.
Compilado y mejorado por Lorenzo Basurto Rodríguez
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