Verdadera relación de la conquista del Perú: Francisco de Jeréz

Después del descubrimiento del Mar del Sur y la pacificación de los moradores de Tierra Firme, el gobernador Pedrarias de Ávila había establecido la ciudad de Panamá, la ciudad de Nata y la villa del Nombre de Dios. En Panamá residía el capitán Francisco Pizarro, hijo del caballero Gonzalo Pizarro de Trujillo, quien, siendo uno de los principales de la tierra, se destacó en la conquista y población, así como en el servicio a la corona real.

En busca de cumplir su propósito y realizar más servicios para la corona, Pizarro solicitó licencia a Pedrarias para explorar la costa del Mar del Sur hacia el este. Invirtió gran parte de su hacienda en la construcción de un navío grande y en otros preparativos necesarios para el viaje. Partió de Panamá el 14 de noviembre de 1524 con ciento doce españoles, algunos de los cuales llevaban indígenas para su servicio. A pesar de los contratiempos debido al invierno y a los tiempos adversos, emprendieron su viaje enfrentando numerosos desafíos. Por razones de brevedad, omitiré muchos de los detalles de su travesía, centrándome únicamente en los eventos más significativos para el relato.

Setenta días después de salir de Panamá, desembarcaron en un puerto que luego sería conocido como Puerto del Hambre. A lo largo del viaje, habían tocado tierra en varios puertos donde no encontraron poblaciones y, por lo tanto, continuaron su camino. En este puerto, el capitán y ochenta hombres se quedaron atrapados, ya que muchos de sus compañeros habían fallecido y se habían quedado sin provisiones. Ante esta situación, el capitán decidió enviar el navío con los marineros y otro capitán a la isla de las Perlas, en el límite de Panamá, en busca de alimentos. Esperaban ser socorridos en un plazo de diez a doce días.

Sin embargo, la fortuna les fue adversa, ya que el navío tardó cuarenta y siete días en ir y regresar. Durante este tiempo, el capitán y sus hombres se vieron obligados a subsistir con mariscos recogidos en la costa y algunos palmitos amargos. La situación era tan precaria que más de veinte hombres murieron durante esta espera. Cuando finalmente el navío regresó con el tan necesario socorro de alimentos, se descubrió que los marineros, al no haber llevado suficientes provisiones, habían tenido que recurrir a comer un cuero de vaca que llevaban para los zurrones de la bomba, cocinándolo y distribuyéndolo entre ellos.

Con los alimentos que el navío trajo, principalmente maíz y cerdos, la gente que quedaba con vida pudo recuperarse. El capitán continuó su viaje y llegó a un pueblo situado en una elevación junto al mar, rodeado por un cerco de palenques. Aunque encontraron abundantes provisiones en el pueblo, este estaba abandonado por los naturales. Sin embargo, al día siguiente, llegó mucha gente de guerra. Los indígenas, bien armados y belicosos, desbarataron a los cristianos, quienes, debilitados por el hambre y los trabajos previos, sufrieron una derrota. El capitán resultó herido en siete ocasiones, siendo una de ellas potencialmente mortal. Los indígenas, creyendo que estaba muerto, lo dejaron y se retiraron. Diecisiete hombres más resultaron heridos, y cinco murieron en el enfrentamiento.

Ante la situación y la falta de medios para curarse y recuperar a su gente, el capitán decidió embarcarse de regreso a Panamá. Desembarcaron en un pueblo de indígenas cerca de la isla de las Perlas llamado Chochama, desde donde enviaron el navío a Panamá debido a los daños que había sufrido en el agua. El capitán informó a Pedrarias sobre lo sucedido y se quedó para recuperarse junto con sus compañeros.

Mientras tanto, pocos días antes de la llegada del navío a Panamá, el capitán Diego de Almagro, compañero de Pizarro, había partido en busca de este último con otro navío y setenta hombres. Al llegar al pueblo donde Pizarro había sido derrotado, Almagro también se encontró con los indígenas y sufrió una derrota, resultando herido y perdiendo un ojo. A pesar de ello, lograron hacer que los indígenas abandonaran el pueblo, que finalmente fue quemado.

Después de esto, se embarcaron nuevamente y continuaron siguiendo la costa hasta llegar a un gran río que decidieron llamar Río de San Juan, en honor al día en que llegaron allí. En este lugar encontraron algunas muestras de oro, pero no encontraron señales del capitán Pizarro. Ante esta situación, el capitán Almagro decidió regresar a Chochama, donde finalmente encontró a Pizarro.

Una vez reunidos, acordaron que Almagro iría a Panamá para preparar los barcos, reclutar más hombres y continuar con su misión, a pesar de que ya debían más de diez mil castellanos. Sin embargo, en Panamá, enfrentaron una gran oposición por parte de Pedrarias y otros, quienes argumentaban que no debían proceder con ese viaje sin el consentimiento real. A pesar de las objeciones, Almagro, respaldado por el poder otorgado por su compañero, insistió en continuar lo que habían empezado y solicitó a Pedrarias que no interfiriera, argumentando que confiaban en que, con la ayuda de Dios, su majestad estaría complacida con el viaje. Finalmente, Pedrarias se vio obligado a consentir en la formación de más tropas.

Con ciento diez hombres partieron de Panamá, reuniéndose con el capitán Pizarro y otros cincuenta de los primeros ciento diez que salieron con él, además de los setenta que Almagro llevaba consigo. Desafortunadamente, de los ciento treinta ya habían perecido. Ambos capitanes zarparon en sus respectivos navíos con un total de ciento setenta hombres, navegando cerca de la costa y desembarcando en lugares donde creían que podían encontrar provisiones. Utilizaban tres canoas con sesenta remadores para buscar alimentos.

Durante tres años, enfrentaron numerosas dificultades, incluyendo hambrunas y fríos extremos. La mayoría de la tripulación pereció de hambre, dejando menos de cincuenta sobrevivientes. A pesar de sus esfuerzos, no lograron descubrir ninguna tierra habitable, ya que todo lo que encontraron eran ciénagas y terrenos inundados. La única área que encontraron que parecía prometedora fue desde el río San Juan, donde Pizarro se quedó con el resto de su gente. Envió un navío más pequeño con un capitán para explorar tierra adentro, mientras que Almagro regresó a Panamá en el otro navío para traer más hombres, ya que era imposible explorar con la cantidad actual de personas y muchos estaban muriendo.

El navío que partió en exploración regresó al río San Juan después de setenta días con noticias alentadoras. Habían llegado al pueblo de Cancebi, que era rico en oro y plata, con habitantes más civilizados que los que habían encontrado anteriormente. Habían capturado a seis personas para que pudieran aprender el idioma español y habían traído consigo oro, plata y ropa.

El capitán y su tripulación recibieron la noticia con gran alegría, olvidando todo el sufrimiento pasado y los gastos incurridos. Ansiosos por llegar a esa prometedora tierra, partieron del río San Juan con los dos navíos, los capitanes y toda la gente, incluyendo caballos. Sin embargo, la navegación a lo largo de esa costa era difícil y se demoraron más de lo previsto, consumiendo rápidamente los suministros. Por tanto, se vieron obligados a desembarcar y buscar alimentos en la tierra.

Los navíos continuaron por mar hasta llegar a la bahía de San Mateo y a los pueblos a los que los españoles dieron el nombre de Santiago y Lacamez, todos ubicados a lo largo de la costa. Al llegar a los pueblos de Atacames, encontraron una población numerosa y guerrera. Cuando los noventa españoles se acercaron a una legua del pueblo, más de diez mil indígenas de guerra salieron a recibirlos. Sin embargo, al ver que los cristianos no les hacían daño y buscaban la paz, los indígenas decidieron detener el conflicto y permitirles el acceso a sus alimentos y bienes.

Esta tierra estaba bien provista de alimentos, y la gente vivía en orden, con pueblos organizados con calles y plazas. Había pueblos con más de tres mil casas, mientras que otros eran más pequeños.

Los capitanes y los otros españoles consideraron que, siendo tan pocos, no podrían prosperar en esa tierra debido a la resistencia de los indígenas. Por lo tanto, decidieron cargar los navíos con los alimentos que habían encontrado en esos pueblos y regresar a la isla del Gallo, donde estarían seguros mientras los navíos iban a Panamá para informar al gobernador sobre el descubrimiento y solicitar más gente para pacificar la tierra. El capitán Almagro viajó en los navíos hacia Panamá, ya que algunas personas le habían escrito al gobernador pidiendo que la gente regresara debido a los trabajos sufridos durante los tres años de exploración. El gobernador permitió que quienes quisieran regresar a Panamá lo hicieran, mientras que aquellos que quisieran quedarse para seguir explorando tuvieran libertad para hacerlo. Finalmente, solo dieciséis hombres decidieron quedarse con el capitán Pizarro, mientras que el resto regresó a Panamá en los dos navíos.

El capitán Pizarro permaneció en la isla del Gallo durante cinco meses, hasta que regresó uno de los navíos, que había avanzado cien leguas más allá de lo que se había descubierto anteriormente. Encontraron muchas poblaciones y gran riqueza, obteniendo más muestras de oro, plata y ropa que antes, ya que los indígenas les ofrecieron voluntariamente. El capitán regresó con ellos porque el plazo otorgado por el gobernador estaba por cumplirse, y el día en que venció el plazo, entraron al puerto de Panamá.

Estos dos capitanes, tan agotados y endeudados como estaban, con una deuda considerable en pesos de oro, el capitán Francisco Pizarro pudo haber reunido poco más de mil castellanos prestados entre sus amigos para viajar a Castilla. Allí, presentaron ante Su Majestad una relación detallada de los grandes y destacados servicios que habían prestado en su nombre. En reconocimiento a estos servicios, el monarca les otorgó la gobernación y adelantamiento de esas tierras, así como el hábito de Santiago y ciertas alcaldías, el alguacilazgo mayor y otras concesiones y ayudas financieras. Su Majestad, como emperador y rey, siempre ha sido generoso con aquellos que sirven en su nombre, otorgando numerosas mercedes a aquellos que se dedican a su servicio real. Esto ha animado a otros a invertir sus fortunas en el servicio real, explorando tierras y provincias tan distantes como la Mar del Sur y el océano Atlántico, que están muy lejos de los reinos de Castilla.

Después de haber sido despachado por Su Majestad, el gobernador y adelantado Francisco Pizarro zarpó del puerto de Sanlúcar con una flota. Con vientos favorables y sin contratiempos, llegó al puerto del nombre de Dios y desde allí se dirigió con su gente a la ciudad de Panamá. Sin embargo, encontró muchas dificultades y obstáculos para salir de allí y dirigirse a poblar la tierra que había descubierto, tal como le había ordenado Su Majestad. A pesar de las adversidades, con determinación y con más gente, que sumaban ciento ochenta hombres y treinta y siete caballos, partió de Panamá en tres navíos.

La navegación fue tan favorable que en solo trece días llegaron a la bahía de San Mateo, donde desembarcaron la gente y los caballos. Al avanzar por la costa, encontraron que todas las poblaciones estaban levantadas, es decir, los habitantes estaban en armas. Sin embargo, continuaron su marcha hasta llegar a un gran pueblo llamado Cuaques. Para evitar que este pueblo se sublevara como los demás, lo atacaron y saquearon, obteniendo quince mil pesos de oro, mil quinientos marcos de plata y muchas piedras de esmeralda. Estas piedras no fueron reconocidas en ese momento como gemas de valor, por lo que los españoles las intercambiaban con los indígenas por ropa y otros bienes. Además del botín, capturaron al cacique y a algunos de sus seguidores, y encontraron una gran cantidad de ropa y alimentos, suficientes para mantener a los españoles durante tres o cuatro años.

Desde el pueblo de Cuaques, el Gobernador envió tres navíos a la ciudad de Panamá y a Nicaragua para que trajeran más gente y caballos, con el fin de poder llevar a cabo la conquista y colonización de la tierra recién descubierta. Mientras tanto, él y su gente descansaron durante algunos días en Cuaques. Cuando dos de los navíos regresaron de Panamá con veintiséis caballos y treinta hombres, el Gobernador partió de allí con toda la gente, tanto a pie como a caballo.

Avanzaron por la costa, que estaba densamente poblada, sometiendo a los pueblos al dominio de Su Majestad. Los señores de estos pueblos, de buena voluntad, salían a los caminos para recibir al Gobernador sin ofrecer resistencia. Él los recibía con amabilidad, sin causarles daño, e intentaba instruirlos en la fe católica con la ayuda de algunos religiosos que llevaba consigo. Así, el Gobernador avanzó con la gente española hasta llegar a una isla llamada la Pugna, que los cristianos renombraron como la isla de Santiago. Esta isla, abundante en población, riquezas y alimentos, fue cruzada por el Gobernador y su gente utilizando los dos navíos y balsas de madera proporcionadas por los indígenas, a través de las cuales también llevaron a los caballos.

El Gobernador fue recibido en esta isla con gran alegría por el cacique principal y su séquito, quienes le ofrecieron una cálida bienvenida. Además de alimentos y provisiones que le proporcionaron en el camino, los habitantes locales también deleitaron al Gobernador y su comitiva con música tradicional para su entretenimiento.

La isla, con quince leguas de circunferencia, es fértil y densamente poblada, albergando numerosos pueblos gobernados por siete caciques locales, uno de los cuales ejerce autoridad sobre todos los demás. Generosamente, este cacique entregó voluntariamente una cantidad de oro y plata al Gobernador como muestra de su deferencia.

Dado que era invierno y viajar con las inundaciones resultaba peligroso para los españoles, el Gobernador y su expedición decidieron establecerse temporalmente en la isla. Durante este período, algunos miembros enfermos de la expedición recibieron atención médica local.

A pesar de la aparente paz entre el cacique y el Gobernador, se descubrió que el primero había estado preparando secretamente una insurrección, concentrando sus esfuerzos en la fabricación de armas y en la movilización de su gente para atacar a los españoles. Este descubrimiento alarmante se hizo evidente cuando, en el mismo pueblo donde los españoles se alojaban y donde residía el cacique, se encontró a una gran cantidad de personas listas para el combate, esperando la orden de atacar esa misma noche.

Una vez que se descubrió la conspiración, el Gobernador actuó con determinación. Ordenó la detención del cacique, sus tres hijos y otros dos líderes importantes que pudieron ser capturados con vida. Esta acción tomó desprevenida a la mayoría de la población local, provocando un momento de confusión y alarma. Durante ese mismo día, se produjeron algunos enfrentamientos en los que se registraron bajas entre los indígenas, mientras que los demás huyeron y abandonaron el pueblo. Las residencias del cacique y otros líderes fueron saqueadas, revelando valiosos tesoros en oro, plata y ropa.

Esa noche, en el campamento de los españoles, se estableció una estricta vigilancia con una guardia compuesta por setenta hombres a caballo y cien a pie. Antes del amanecer, se escucharon gritos de guerra que anunciaban la llegada de un gran número de indígenas armados con tambores y otros instrumentos bélicos. Divididos en múltiples grupos, los indígenas rodearon el campamento cristiano. Con valentía, el Gobernador ordenó el contraataque, resultando en heridas tanto para algunos soldados como para los caballos.

Sin embargo, con la ayuda divina que siempre acompaña a aquellos que sirven con devoción, los indígenas fueron finalmente repelidos. Los jinetes cristianos persiguieron a los atacantes, infligiendo bajas significativas en su retirada. Aunque hubo pérdidas en ambos bandos durante el enfrentamiento, los cristianos lograron replegarse con seguridad en su campamento, ya que los caballos estaban agotados tras la larga persecución que duró desde la mañana hasta el mediodía.

Al día siguiente, el Gobernador organizó a su gente en grupos y los envió por la isla para enfrentarse a los rebeldes. Durante veinte días, libraron una guerra implacable que castigó severamente a los insurgentes. Diez líderes, incluidos aquellos que habían sido capturados junto al cacique, fueron juzgados por haber participado en la conspiración. Según confesó el cacique, algunos de ellos le habían instigado a traicionar, aunque él se había resistido inicialmente a la idea. Como consecuencia, el Gobernador aplicó la justicia con firmeza, quemando a algunos y decapitando a otros.

En cuanto a la isla de Santiago, que también había planeado una rebelión, fue sometida a una intensa campaña militar hasta que sus habitantes, acorralados, optaron por abandonarla y trasladarse al continente. Dado el valor estratégico y la riqueza de la isla, el Gobernador decidió liberar al cacique para que pudiera restablecer el orden y repoblarla. El cacique aceptó esta oportunidad con gratitud, comprometiéndose a servir lealmente a su majestad en adelante, reconociendo el respeto y la consideración recibidos durante su cautiverio.

Debido a las condiciones desfavorables para la agricultura en la isla, el Gobernador y un grupo selecto de españoles, junto con sus caballos, se dirigieron en tres navíos hacia el pueblo de Tumbes, que en ese momento estaba en paz. Mientras tanto, dejaron al resto de la expedición bajo el mando de un capitán, con la tarea de esperar su regreso. Para facilitar el viaje, el cacique de Tumbes envió balsas para ayudar en el transporte de algunos cristianos y suministros. En solo tres días, los navíos llegaron a la playa de Tumbes.

Cuando el Gobernador desembarcó en tierra, se encontró con que los habitantes de los pueblos locales se habían sublevado. A través de algunos indígenas capturados, se enteró de que los cristianos habían incitado la insurrección y que habían llevado consigo ropa en las balsas. Decidido a rescatar a su gente dejada atrás en la isla, el Gobernador estableció su campamento en el pueblo del cacique, fortificando dos casas, una de ellas como una especie de fortaleza.

Ordenó a los españoles que exploraran la zona y remontaran un río que fluía entre los pueblos cercanos, con la esperanza de encontrar a los tres cristianos antes de que fueran capturados o asesinados por los indígenas. A pesar de los esfuerzos diligentes desde el momento del desembarco, los españoles no lograron dar con el paradero de los desaparecidos. Entretanto, los indígenas huyeron en dos balsas llevándose toda la comida disponible, y algunos de ellos fueron capturados.

El Gobernador envió mensajeros al cacique y a otros líderes, exigiendo que entregaran a los tres cristianos vivos en nombre de su majestad y ofreciendo la posibilidad de paz y vasallaje bajo la corona española. De lo contrario, advirtió que emprendería una guerra implacable hasta su completa destrucción. Sin embargo, los líderes indígenas se negaron a cooperar, fortificándose al otro lado del río y asegurando que los tres cristianos ya habían sido asesinados.

Una vez reunida toda la gente que había quedado en la isla, el Gobernador decidió tomar medidas decisivas. Ordenó la construcción de una gran balsa de madera y, utilizando el paso más seguro del río, envió a un capitán con cuarenta jinetes y ochenta soldados de infantería. La travesía en la balsa se prolongó desde la mañana hasta la hora de vísperas. El capitán recibió órdenes claras: castigar a los rebeldes por haber atacado y matado a los cristianos, pero también ofrecerles la oportunidad de rendirse y someterse, conforme a los preceptos de su majestad.

Una vez en tierra firme, el capitán, acompañado de sus guías, avanzó durante toda la noche hacia el campamento enemigo. Al amanecer, lanzó un ataque sorpresa sobre el lugar donde se habían alojado los rebeldes y persiguió a los fugitivos durante todo el día, infligiendo bajas y capturando a los supervivientes. Al caer la noche, los cristianos se refugiaron en un pueblo cercano.

Al día siguiente, las tropas se dispersaron en busca de los rebeldes y continuaron infligiendo castigo. Una vez que el capitán consideró que el daño infligido era suficiente, envió mensajeros para negociar la paz con el cacique de la región, llamado Quilimasa. El cacique respondió a través de uno de sus principales, expresando su temor a los españoles y su deseo de paz, siempre y cuando se le garantizara seguridad para él y su pueblo.

El capitán aseguró al mensajero que el cacique y su comitiva serían recibidos en paz, sin ningún tipo de daño o represalias. Le garantizó que el Gobernador aceptaría al cacique como vasallo de su majestad y le perdonaría el delito cometido. Con esta promesa de seguridad, aunque aún temeroso, el cacique accedió a venir acompañado de algunos de sus principales.

Al llegar, el capitán recibió al cacique con alegría, reiterando que aquellos que venían en son de paz no serían dañados, incluso si previamente se habían rebelado. Aseguró al cacique que, dado su arribo, la hostilidad cesaría y les permitiría reunir a su gente en los pueblos.

Después de asegurarse de que se llevaba el sustento necesario desde la otra orilla del río, el capitán regresó con los españoles al lugar donde estaba el Gobernador, llevando consigo al cacique y a los principales indígenas. Allí, relató al Gobernador todo lo ocurrido. El Gobernador, agradecido por las bendiciones otorgadas por nuestro Señor al brindarles la victoria sin que ningún cristiano resultara herido, les indicó que se retiraran a descansar y recuperarse.

El Gobernador cuestionó al cacique sobre las razones detrás de su levantamiento y el asesinato de los cristianos, especialmente después de haber sido tratado con tanta generosidad. Le recordó cómo había sido restituida gran parte de su gente que había sido tomada por el cacique de la isla, y cómo se le había permitido hacer justicia contra los capitanes que habían quemado su pueblo, esperando que el cacique demostrara lealtad y gratitud por estos gestos de buena voluntad.

El cacique respondió explicando que había tenido conocimiento de que ciertos principales de su tribu, que viajaban en las balsas, habían llevado a tres cristianos y los habían ejecutado. Sin embargo, él mismo no había participado en ese acto, aunque temía que le atribuyeran la culpa.

Ante esto, el Gobernador exigió que esos principales fueran entregados para ser juzgados, y ordenó al cacique que reuniera a su gente en sus respectivos pueblos. Sin embargo, el cacique argumentó que los responsables habían abandonado su territorio y no podían ser encontrados.

Después de unos días en la región, el Gobernador se dio cuenta de que los asesinos no podrían ser capturados y de que el pueblo de Tumbes estaba en ruinas, aunque conservaba algunas estructuras defensivas. Los nativos explicaron que tanto una epidemia devastadora como la guerra con el cacique de la isla habían causado estragos en la región. Dado que no había más indígenas disponibles que estuvieran subordinados a este cacique, el Gobernador decidió partir con una parte de su tropa, tanto a pie como a caballo, en busca de una provincia más poblada para establecerse. Dejó a su teniente a cargo de los cristianos que quedaban para proteger el equipo, mientras que el cacique, ahora en paz, se dedicaba a reunir a su gente en los pueblos.

El 16 de mayo de 1532, el Gobernador partió de Tumbes y en el primer día de viaje llegó a un pequeño pueblo. Durante los tres días siguientes, avanzó hacia un pueblo situado entre montañas, cuyo cacique se llamaba Juan. Allí descansó durante tres días antes de continuar su travesía.

Después de otras tres jornadas de viaje, alcanzó la orilla de un río que estaba densamente poblada y provista de abundantes alimentos y ganado ovino. El camino que siguió estaba cuidadosamente construido a mano, con pasos anchos y bien pavimentados, y en algunos puntos difíciles se habían erigido calzadas.

Al llegar a este río, conocido como Turicarami, estableció su campamento en un pueblo grande llamado Puechio. Los caciques de los pueblos ribereños descendieron hasta él en señal de paz, mientras que los habitantes de Puechio salieron a recibirlo en el camino. El Gobernador los recibió con afecto y les explicó los requerimientos de su majestad para que reconocieran la autoridad de la iglesia y de la corona española. Después de entenderlo a través de sus intérpretes, los caciques expresaron su deseo de ser vasallos del Gobernador. En consecuencia, el Gobernador los aceptó como tales con la solemnidad correspondiente, y a cambio ofrecieron su servicio y suministros.

Antes de llegar a este pueblo, a una distancia cercana, hay una gran plaza con una fortaleza cercada y numerosas habitaciones donde los cristianos se alojaron para evitar cualquier malestar entre los naturales. En este y en todos los otros pueblos que venían en señal de paz, el Gobernador ordenó proclamar bajo severas penas que no se les hiciera daño ni se les tomara más comida de la que estuvieran dispuestos a dar para mantener a los cristianos. Aquellos que desobedecieran estas órdenes serían castigados con rigor. Sin embargo, los naturales trajeron diariamente toda la comida necesaria y hierba para los caballos, y servían en todo lo que se les requería.

Al ver que la ribera del río era fértil y densamente poblada, el Gobernador decidió explorar la región y verificar si había un puerto adecuado en la costa. Se descubrió un excelente puerto cerca de la desembocadura del río, con caciques que gobernaban sobre una gran cantidad de gente, lo que indicaba la posibilidad de establecer una colonia exitosa en esta área.

Después de visitar todos estos pueblos y estar convencido de la idoneidad de la región para la colonización, el Gobernador decidió seguir las órdenes de su majestad y enviar mensajeros a los españoles que se quedaron en Tumbes para que se unieran a él. Con la ayuda de las autoridades designadas por su majestad, determinarían el lugar más adecuado para establecer la colonia, con el fin de promover la conversión de los naturales a la fe católica.

Sin embargo, el Gobernador temía que la llegada de los españoles se retrasara si no había alguien a quien los caciques e indígenas de Tumbes temieran. Por lo tanto, envió a su hermano Hernando Pizarro, quien era el capitán general, para acelerar el proceso de llegada de los refuerzos. Además, se enteró de que algunos caciques de la sierra se resistían a venir en señal de paz, a pesar de los requerimientos de su majestad. En respuesta, envió a un capitán con veinticinco jinetes y soldados de a pie para obligarlos a servir a su majestad.

Cuando el capitán encontró a los caciques ausentes de sus pueblos, los instó a venir en señal de paz, pero ellos respondieron con hostilidad. El capitán entonces les hizo frente y, tras un breve pero intenso enfrentamiento en el que hubo heridos y muertos, los indígenas fueron derrotados. Una vez más, el capitán les exigió que se sometieran a la paz, advirtiéndoles que de lo contrario enfrentarían una guerra que los destruiría por completo. Finalmente, los caciques aceptaron la paz y el capitán los recibió.

Después de pacificar toda esa región, el capitán regresó al lugar donde se encontraba el Gobernador, trayendo consigo a los caciques. El Gobernador los recibió con gran afecto y les ordenó que regresaran a sus pueblos y reunieran a su gente. El capitán informó al Gobernador que había descubierto minas de oro fino en los pueblos de estos caciques de la sierra, ubicadas a unas veinte leguas de distancia de aquel lugar.

El capitán enviado a Tumbes para reunir a la gente logró su cometido en aproximadamente treinta días. Algunos de los colonos llegaron por mar en un navío, un barco y balsas, mientras que otros llegaron desde Panamá con mercancías. No trajeron consigo más gente porque el capitán Diego de Almagro estaba preparando una flota para unirse a la expedición, con la intención de establecer su propia colonia.

Al enterarse de la llegada de estos navíos, el Gobernador decidió partir del pueblo de Puechio y dirigirse río abajo con parte de su gente. Llegó al territorio de un cacique llamado Lachira, donde encontró a algunos colonos que se habían quejado de maltrato por parte del cacique local. Habían pasado una noche de temor, ya que los indígenas parecían estar inquietos y organizados.

El Gobernador realizó una investigación sobre los indígenas locales y descubrió que el cacique de Lachira, junto con sus principales, y otro llamado Amatupe, habían planeado matar a los cristianos el día en que el Gobernador llegó a la región. Basándose en esta información, el Gobernador ordenó secretamente la captura del cacique de Amatupe y sus principales, y también arrestó al cacique de Lachira y algunos de sus líderes, quienes posteriormente confesaron el plan delictivo.

Acto seguido, el Gobernador procedió a impartir justicia. Los principales del cacique de Amatupe, junto con algunos indígenas, fueron condenados a muerte por medio de la hoguera. En cuanto al cacique de Lachira, aunque no se le aplicó la pena capital debido a que parecía tener menos culpa y había sido presionado por sus subordinados, se le advirtió severamente que cualquier futura maldad no sería perdonada. Se le ordenó que reuniera a su gente junto con la de Amatupe y que gobernara hasta que un joven, heredero del señorío de Amatupe, alcanzara la edad suficiente para asumir el mando.

Este castigo causó gran temor en toda la región. La conspiración que se había planeado contra el Gobernador y los españoles se desmoronó, y a partir de entonces, los indígenas sirvieron con mayor temor y sumisión que antes.

Una vez llevada a cabo esta justicia y reunida toda la gente y el equipo que había llegado de Tumbes, el Gobernador, en consulta con el reverendo padre Vicente de Valverde, religioso de la orden de Santo Domingo, y los funcionarios designados por su majestad, examinó la región y la ribera del río. Siguiendo las directrices de sus majestades, que requieren ciertas cualidades en las tierras que serán pobladas por españoles y que permitan a los naturales servir sin excesivo sufrimiento, se decidió establecer y fundar un pueblo en nombre de su majestad.

Se seleccionó un lugar cerca de la ribera del río, a seis leguas del puerto marítimo, donde un cacique llamado Tangarará gobernaba una población. Este nuevo asentamiento se nombró San Miguel. Para garantizar que los barcos que habían llegado de Panamá no sufrieran retrasos en su regreso, el Gobernador, en acuerdo con los funcionarios reales, decidió fundir cierto oro que habían entregado los caciques, incluyendo el de Tumbes. Una vez descontado el quinto perteneciente a sus majestades, el Gobernador tomó prestado el resto de la cantidad necesaria de sus compañeros para cubrir los costos, comprometiéndose a devolverlo con el primer oro que se obtuviera. Con este oro, se pagaron los fletes de los barcos y los mercaderes pudieron despachar sus mercancías antes de partir.

El Gobernador decidió informar al capitán Almagro, su compañero, sobre la importancia y el beneficio que Dios y su majestad recibirían al emprender y establecer una nueva población, con el objetivo de evitar cualquier interferencia con sus planes. Una vez completado el despacho de los navíos, el Gobernador procedió a repartir las tierras y solares entre las personas que se habían asentado en el nuevo pueblo.

Esta distribución era esencial, ya que, sin la ayuda y el servicio de los naturales, los colonos no podrían sostenerse ni prosperar. Además, era crucial que los caciques estuvieran bajo la administración de personas conocidas por los españoles, para garantizar un trato adecuado y la preservación de los indígenas. Por lo tanto, con el acuerdo del religioso y los oficiales, el Gobernador decidió asignar a los caciques y sus indígenas a los vecinos del pueblo recién fundado. Esto permitiría que los naturales contribuyeran al sustento de la comunidad, al tiempo que los colonos les proporcionarían instrucción en la fe católica, siguiendo los mandatos de su majestad.

Mientras se decidían los siguientes pasos en beneficio del servicio de Dios, del Gobernador y del bienestar tanto del pueblo como de los naturales, se seleccionaron alcaldes, regidores y otros funcionarios públicos. A estos se les entregaron ordenanzas para regular su administración y gobierno.

El Gobernador recibió información sobre la vía que conduce a Chincha y al Cusco, donde se encuentran numerosas y prósperas poblaciones. A unas doce o quince jornadas de distancia del pueblo en el que se encontraba, hay un valle llamado Cajamarca, donde reside Atahualpa, el más poderoso señor entre los naturales en ese momento. Atahualpa ha logrado su dominio conquistando tierras distantes, y ha consolidado su poder en la provincia de Cajamarca debido a su riqueza y tranquilidad, desde donde sigue expandiendo su influencia. La presencia y el temor que inspira Atahualpa han impedido que los habitantes de las regiones cercanas al río se sometan al servicio de su majestad, prefiriendo aliarse con él y considerándolo su único señor, lo que plantea un desafío para los intereses españoles.

Consciente de la importancia de asegurar la lealtad de Atahualpa y pacificar las provincias vecinas, el Gobernador decidió emprender una expedición en busca de este poderoso líder. Consideró que una vez que Atahualpa estuviera sometido, el resto de las tierras podrían ser pacificadas con mayor facilidad.

El Gobernador partió de la ciudad de San Miguel en busca de Atahualpa el 24 de septiembre del año 1532. En el primer día de marcha, la gente cruzó el río en dos balsas, mientras que los caballos nadaron hasta la otra orilla. Esa noche, acamparon en un pueblo al otro lado del río. En los siguientes tres días, llegaron al valle de Piura, donde encontraron una fortaleza perteneciente a un cacique. Allí se reunieron con un capitán español y algunos soldados, a quienes el Gobernador había enviado previamente para pacificar al cacique local y evitar cualquier conflicto que pudiera perjudicar al cacique de San Miguel.

El Gobernador permaneció diez días en el valle de Piura, preparándose para continuar su viaje. Al contar a los cristianos que lo acompañaban, se encontraron sesenta y siete a caballo y ciento diez a pie, incluyendo tres escopeteros y algunos ballesteros. Debido a la preocupación expresada por el teniente de San Miguel sobre la escasez de cristianos en esa localidad, el Gobernador anunció que aquellos que quisieran regresar a San Miguel recibirían la asignación de indígenas para su sustento, al igual que los otros vecinos que permanecían allí. Cinco personas a caballo y cuatro a pie decidieron regresar.

Con esto, se aseguró la presencia de cincuenta y cinco vecinos, además de unos diez o doce que optaron por no recibir tierras. El Gobernador se quedó con sesenta y dos jinetes y ciento dos soldados a pie. En ese lugar, el Gobernador ordenó a aquellos que no tenían armas que las fabricaran tanto para ellos como para sus caballos. También reorganizó a los ballesteros, aumentándolos a veinte, y designó a un capitán para supervisarlos.

Después de realizar todos los preparativos necesarios, el Gobernador partió con su gente. Al mediodía, llegaron a una gran plaza rodeada de tapias, que pertenecía a un cacique llamado Pabor. El Gobernador y su séquito se establecieron allí. Se supo que este cacique era un gran señor, a pesar de que su territorio había sido devastado por el Cusco viejo (Huayna Cápac), el padre de Atahualpa, quien había destruido veinte pueblos y causado la muerte de mucha gente. A pesar de estas pérdidas, Pabor aún contaba con una gran cantidad de seguidores, y su hermano también era un señor poderoso. Ambos habían sido depositados en la ciudad de San Miguel como parte de los arreglos de paz.

El Gobernador se informó sobre los pueblos y caciques cercanos, así como sobre el camino hacia Cajamarca. Se enteró de que a dos jornadas de distancia se encontraba un pueblo grande llamado Caxas, donde se encontraba una guarnición de soldados leales a Atahualpa, esperando la llegada de los cristianos por ese camino. Ante esta información, el Gobernador envió secretamente a un capitán con tropas a pie y a caballo hacia el pueblo de Caxas. Su misión era evitar cualquier confrontación y, en cambio, intentar pacificar a los habitantes de Caxas, instándolos a servir a su majestad.

Después de que el capitán partió, el Gobernador también inició su viaje y llegó a un pueblo llamado Zaran, donde aguardó al capitán que había ido a Caxas. El cacique del pueblo proporcionó alimento al Gobernador en una fortaleza al mediodía. Al día siguiente, partió de la fortaleza y llegó al pueblo de Zaran, donde estableció su campamento para esperar al capitán. Cinco días después, el capitán envió un mensajero al Gobernador para informarle sobre lo ocurrido. El Gobernador respondió indicando que permanecería en ese pueblo esperando a que el capitán se uniera a él después de concluir sus negociaciones. Además, sugirió que en su camino de regreso, el capitán debería visitar y pacificar otro pueblo cercano llamado Huancabamba. También señaló que tenía información sobre el cacique de Zaran, quien era señor de buenos pueblos y de un valle abundante, y que estaba bajo la autoridad de los vecinos de la ciudad de San Miguel.

Durante los ocho días en los que el Gobernador esperó al capitán, los españoles se prepararon y arreglaron sus caballos para la conquista y el viaje. Cuando finalmente llegó el capitán con su gente, informó al Gobernador sobre lo que había presenciado en esos pueblos. Relató que había pasado dos días y una noche viajando sin descanso hasta llegar a Caxas, atravesando grandes sierras con la intención de sorprender al pueblo. A pesar de llevar buenas guías, el camino estuvo lleno de encuentros con espías del pueblo. Algunos de estos espías fueron capturados, y a través de ellos, se obtuvo información sobre la situación de la gente en el pueblo. Al llegar a las afueras del pueblo, encontraron un campamento militar que indicaba la presencia de tropas preparadas para la guerra.

El pueblo de Caxas se encuentra en un valle pequeño rodeado de sierras, y la población local estaba algo inquieta. Cuando el capitán les ofreció seguridad y les explicó que venía en nombre del Gobernador para recibirlos como vasallos del Emperador, un capitán local salió a encontrarse con ellos. Este capitán informó al capitán español sobre el camino hacia Cajamarca, así como sobre las intenciones de Atahualpa para recibir a los cristianos. También describió la ciudad del Cusco, que se encuentra a unas treinta jornadas de distancia, con una muralla que se puede recorrer en un día y una casa del líder local con el suelo cubierto de plata y las paredes y el techo decorados con láminas de oro y plata entrelazadas.

Además, el capitán local explicó que estos pueblos habían estado subyugados por el hijo del líder local (Huáscar) hasta que Atahualpa, su hermano, se alzó y comenzó a conquistar la tierra, imponiendo grandes tributos y crueldades. Los habitantes debían pagar tributos tanto en bienes como en personas, incluidos sus hijos e hijas. El campamento militar que encontraron en Caxas había sido utilizado por Atahualpa, quien se había ido poco antes con parte de su ejército. En este campamento, encontraron una gran casa fortificada rodeada de muros donde muchas mujeres trabajaban tejiendo e hilando ropa para la tropa de Atahualpa. Además, a la entrada del pueblo, se encontraron con varios indígenas ahorcados de los pies, según explicó el capitán local, esto fue ordenado por Atahualpa porque uno de ellos había entrado en la casa de las mujeres a dormir con una de ellas, lo cual fue considerado como una falta grave.

Después de pacificar el pueblo de Caxas, el capitán se dirigió hacia Huancabamba, que se encuentra a una jornada de distancia y es aún más grande que Caxas, con edificaciones de mejor calidad. La fortaleza en Huancabamba está completamente construida con piedra bien labrada, con grandes piedras de hasta cinco o seis palmos de largo, tan bien ajustadas que parece que no hay espacio entre ellas. La azotea es alta y está hecha de cantería, con dos escaleras de piedra en medio de dos aposentos.

Entre los pueblos de Caxas y Huancabamba pasa un río pequeño que los habitantes utilizan y que está cruzado por puentes con calzadas muy bien construidas. También hay un camino ancho hecho a mano que atraviesa toda la región, desde el Cusco hasta Quito, que está a más de trescientas leguas de distancia. Este camino, tanto en las partes llanas como en las montañosas, está bien construido y es lo suficientemente amplio como para permitir que seis personas a caballo lo recorran lado a lado sin tocarse. Además, a lo largo del camino hay caños de agua traídos de otras fuentes para que los viajeros puedan beber. Cada jornada, hay una casa tipo venta donde los viajeros pueden alojarse.

En la entrada de este camino, en el pueblo de Caxas, hay una casa junto al inicio de un puente, donde reside un guardia que cobra un peaje a los viajeros que van y vienen. Este peaje se paga con la misma mercancía que llevan los viajeros, y ninguno puede sacar carga del pueblo sin primero pagar el peaje.

Es interesante ver cómo algunas costumbres antiguas persisten a pesar de los cambios políticos. Atahualpa, al parecer, suspendió la práctica de cobrar peaje a los viajeros en cuanto a lo que se destinaba para la guarnición de su gente. Es un detalle curioso que ningún pasajero pueda entrar o salir por otro camino con carga sin pasar por la guarda, bajo pena de muerte.

Además, es intrigante conocer los detalles sobre las casas llenas de provisiones para la hueste de Atahualpa en los pueblos de Caxas y Huancabamba. Parece que estos pueblos estaban bien organizados y vivían políticamente.

La descripción del presente enviado por Atahualpa al Gobernador desde Cajamarca también es notable. Dos fortalezas a manera de fuente esculpidas en piedra, junto con cargas de patos secos desollados, destinadas a ser utilizadas para sahumar, revelan una práctica cultural interesante. Es un gesto simbólico de amistad por parte de Atahualpa, quien manifiesta su deseo de establecer una relación pacífica en Cajamarca.

Es admirable cómo el Gobernador recibió al mensajero de Atahualpa con respeto y cortesía, tratándolo como embajador de un gran señor. Al expresar su deseo de establecer amistad y alianza con Atahualpa, muestra una actitud diplomática y pragmática, reconociendo la importancia de mantener buenas relaciones con los líderes locales.

El gesto de enviar una camisa y otros regalos de Castilla con el mensajero para Atahualpa demuestra la voluntad del Gobernador de establecer una conexión amistosa y de intercambio cultural con el líder inca. También es notable cómo el Gobernador se preocupó por el bienestar de la gente fatigada y tomó el tiempo para escribir a los vecinos del pueblo de San Miguel, compartiendo información y enviándoles regalos de la tierra de Caxas.

La descripción de las fortalezas y las ropas de lana de la tierra de Caxas resalta la riqueza y la habilidad artesanal de los pueblos locales, lo que podría despertar un gran interés en España. La meticulosa elaboración y los detalles ornamentales, como las figuras de oro martillado, muestran la destreza y el refinamiento de la artesanía local. Sin duda, estos regalos serían recibidos con gran admiración en España, como testimonio de la riqueza y la sofisticación de las culturas indígenas del Nuevo Mundo.

Cuando el Gobernador envió a sus mensajeros al pueblo de San Miguel, partió hacia allá. Sin embargo, tras tres días de viaje, se encontró sin pueblo ni agua, solo con el alivio de una pequeña fuente a la que apenas pudo acceder. Al tercer día, llegó a una amplia plaza rodeada, pero desierta. Se enteró de que pertenecía a un cacique de un pueblo llamado Copiz, ubicado en un valle cercano, y que la fortaleza estaba abandonada debido a la escasez de agua.

Al siguiente día, temprano y guiado por la luz de la luna, el Gobernador emprendió un largo trayecto hacia el próximo asentamiento. Al mediodía, llegó a una casa cercada con excelentes instalaciones, donde algunos indígenas lo recibieron. Dado que no había agua ni provisiones allí, decidió continuar dos leguas más hacia el pueblo del cacique.

Una vez allí, dispuso que su gente se acomodara en un lugar designado del pueblo. Fue entonces cuando los líderes indígenas del lugar, conocidos como Motupe, informaron al Gobernador que el cacique había partido hacia Cajamarca con trescientos hombres de guerra. En el pueblo, también se encontraba un capitán designado por Atahualpa.

El Gobernador decidió descansar allí durante cuatro días, durante los cuales pudo observar parte de la población del cacique, que parecía ser considerable en un valle fértil. Todos los pueblos en la región, hasta San Miguel, estaban ubicados en valles similares, al igual que los que se extendían hasta la base de la sierra cerca de Cajamarca.

En esta región, todos siguen un mismo estilo de vida: las mujeres visten túnicas largas que arrastran por el suelo, siguiendo la costumbre de las mujeres de Castilla. Mientras tanto, los hombres llevan camisas cortas. La higiene es escasa y su dieta consiste principalmente en carne y pescado crudos, aunque consumen maíz cocido y tostado. Además, practican rituales de sacrificio y reverencian mezquitas, donde ofrecen lo mejor de sus posesiones.

De manera perturbadora, sacrifican a sus propios hijos cada mes, utilizando su sangre para ungir los rostros de los ídolos, las puertas de las mezquitas y las tumbas de los difuntos. Curiosamente, aquellos que son sacrificados se entregan a la muerte con alegría, riendo, bailando y cantando antes de que les corten la cabeza, mientras que también sacrifican ovejas.

Las mezquitas se distinguen por estar rodeadas de piedra y tapia, finamente elaboradas y situadas en las zonas más elevadas de los pueblos. Este tipo de rituales y vestimenta también se observa en Tumbes y otras poblaciones cercanas. La agricultura se basa en el riego, aprovechando las aguas de los ríos mediante sistemas de acequias. A pesar de la escasez de lluvias en esta tierra, logran cosechar abundante maíz, así como otras semillas y raíces para su sustento.

El Gobernador avanzó durante dos días por valles densamente poblados, pernoctando en casas fortificadas rodeadas de tapias. Los señores locales contaban que el antiguo Cusco solía detenerse en estas mismas casas cuando transitaba por una región árida y arenosa, hasta alcanzar un valle más habitado atravesado por un río poderoso y caudaloso. Dado que el río estaba crecido, el Gobernador decidió pasar la noche en esa orilla y envió al capitán Hernando Pizarro con algunos nadadores para cruzar y explorar los pueblos del otro lado, asegurándose de evitar cualquier interferencia por parte de los locales.

Hernando Pizarro logró cruzar y fue recibido pacíficamente por los indígenas de un pueblo cercano, donde se estableció en una fortaleza. Sin embargo, notó que a pesar de que algunos indígenas lo recibieron amistosamente, todos los demás pueblos estaban desiertos y la población local estaba en pie de guerra. Ante esta situación, Hernando Pizarro interrogó a los indígenas sobre las intenciones de Atahualpa hacia los cristianos, pero ninguno se atrevió a decir la verdad por temor al líder inca.

Finalmente, tras interrogar a un líder local bajo tortura, Hernando Pizarro obtuvo información crucial: Atahualpa preparaba una guerra contra los cristianos, con sus tropas desplegadas en tres frentes, una de ellas al pie de la sierra y otra en Cajamarca, demostrando una gran soberbia y determinación de eliminar a los cristianos. Esta revelación fue crucial para entender la hostilidad inminente que enfrentaban los españoles.

Al siguiente día por la mañana, el capitán informó al Gobernador sobre la situación. Este último ordenó entonces la tala de árboles a ambos lados del río para facilitar el paso de la tropa y el equipo. Se construyeron tres pontones a lo largo del día, permitiendo que la hueste y los caballos cruzaran a nado. El Gobernador trabajó arduamente en esta tarea hasta que toda la gente pudo pasar. Una vez completado el cruce, se trasladó a la fortaleza donde se encontraba el capitán y convocó a un cacique local para obtener más información.

El cacique reveló que Atahualpa estaba avanzando hacia Cajamarca desde Huamachuco, con un ejército considerable de aproximadamente cincuenta mil hombres. Ante la incredulidad del Gobernador por la magnitud de esta cifra, el cacique explicó que los nativos contaban de manera particular, agrupando de uno a diez, de diez a cien, y así sucesivamente, lo que resultaba en números considerables. Según esta metodología, Atahualpa contaba con un ejército de cinco "dieces de millares", es decir, cincuenta mil hombres.

El cacique también compartió su propia experiencia durante la llegada de Atahualpa a la región. Temiendo por su vida, se había escondido, pero cuando el líder inca no lo encontró en sus pueblos, ordenó la muerte de la mayoría de sus habitantes y la captura de cientos de mujeres y niños para distribuir entre sus soldados. Además, identificó al cacique local, Cinto, como aliado de Atahualpa, quien se encontraba en la fortaleza donde estaba el Gobernador.

El Gobernador y su séquito descansaron durante cuatro días en ese lugar. Un día antes de partir, el Gobernador habló con un líder indígena de la provincia de San Miguel y le propuso la idea de ir como mensajero a Cajamarca para obtener información sobre la situación en la tierra. El indígena respondió que no se atrevería a ir como espía, pero estaría dispuesto a actuar como mensajero y hablar directamente con Atahualpa para averiguar si había presencia militar en la sierra y cuáles eran los planes del líder inca.

El Gobernador aceptó la propuesta y le indicó al indígena que, en caso de encontrar presencia militar en la sierra, le enviara un aviso con uno de los indígenas que lo acompañaban. Además, le pidió que transmitiera a Atahualpa el trato justo que él y los cristianos ofrecían a los caciques pacíficos, asegurándole que su intención no era la guerra, sino la paz. También le expresó su disposición a ser amigo y aliado de Atahualpa si este mostraba buena voluntad y cooperación en lugar de hostilidad.

Con este mensaje, el indígena partió en su misión, mientras que el Gobernador continuó su viaje por los valles, encontrando pueblos fortificados cada día. Después de tres jornadas, llegaron a un pueblo situado al pie de la sierra. Aquí, dejaron atrás el camino que habían seguido hasta entonces, ya que este se dirigía hacia Chincha, mientras que otro camino seguía directamente hacia Cajamarca. Se enteraron de que este camino estaba bien poblado y pavimentado con calzada desde el río de San Miguel, flanqueado por tapias a ambos lados. Dos carretas podían transitar cómodamente por él lado a lado. Este camino llevaba a Chincha y luego al Cusco, y en muchas partes del recorrido, árboles proporcionaban sombra a lo largo del camino.

Este camino había sido construido para el antiguo Cusco, quien lo utilizaba para visitar su tierra y las casas fortificadas eran sus alojamientos. Algunos de los cristianos sugirieron que el Gobernador y su séquito deberían tomar ese camino hacia Chincha, ya que el otro camino hacia Cajamarca pasaba por una sierra peligrosa donde se sabía que había presencia militar de Atahualpa. Temían que podrían sufrir daños si seguían por ese camino. Sin embargo, el Gobernador decidió mantenerse en el camino original.

Argumentó que Atahualpa ya tenía conocimiento de su llegada desde que partieron del río de San Miguel, y si evitaban ese camino, los indígenas podrían interpretarlo como un signo de debilidad, lo que aumentaría la arrogancia de Atahualpa. Además, destacó que no debían temer el gran número de soldados de Atahualpa, ya que contaban con el apoyo divino para enfrentar cualquier adversidad y para difundir la fe católica entre los nativos.

El Gobernador instó a sus hombres a mantenerse firmes en su propósito de atraer a los nativos hacia la verdad sin recurrir a la violencia, excepto contra aquellos que se resistieran y tomaran las armas en su contra. Creía firmemente en la protección divina y en la capacidad de los cristianos para enfrentar cualquier desafío con valentía y determinación.

Después de que el Gobernador presentara su razonamiento, todos expresaron su disposición a seguir por el camino que él considerara más conveniente, asegurándole su apoyo con gran entusiasmo. Sin embargo, sería en la práctica donde se vería quiénes cumplirían sus palabras. Al llegar al pie de la sierra, descansaron un día para prepararse para la ascensión.

Tras consultar con personas experimentadas, el Gobernador decidió dejar atrás la retaguardia y el equipaje, llevando consigo cuarenta jinetes y sesenta infantes. El resto quedó al mando de un capitán, con la instrucción de seguir cuidadosamente y esperar sus órdenes. Con este plan establecido, el Gobernador comenzó la ascensión. Los caballeros guiaban a sus monturas habilidosamente hasta que, al mediodía, alcanzaron una fortaleza fortificada situada en lo alto de la sierra, en un paso complicado.

Este paso era tan difícil que incluso con pocos cristianos podrían defenderlo eficazmente contra una gran fuerza enemiga. La topografía era tan abrupta que, en ciertos tramos, la escalada se asemejaba más a subir por escaleras que a caminar, y el único camino disponible era el que conducía a través de este paso. A pesar de su fortificación, no encontraron resistencia al subir. La fortaleza estaba construida con piedra y se encontraba en lo alto de una sierra, rodeada de acantilados.

El Gobernador detuvo su marcha para descansar y comer en aquel lugar. El frío en la sierra era tan intenso que algunos de los caballos, acostumbrados al calor de los valles, se resfriaron. Luego, se trasladó a otro pueblo para pasar la noche y envió un mensajero a los que venían detrás, asegurándoles que podían subir el paso con seguridad y animándolos a llegar a la fortaleza para pernoctar.

Esa noche, el Gobernador se alojó en una casa fortificada construida con piedra, tan bien labrada que no podría ser superada incluso por los maestros y herramientas de España. La cerca que rodeaba la casa era tan amplia como la de cualquier fortaleza en España, con puertas incluidas. La mayoría de la población de ese pueblo estaba en rebelión, excepto algunas mujeres y unos pocos indígenas. El Gobernador ordenó a un capitán que seleccionara a dos de los indígenas más prominentes y los interrogara individualmente sobre la situación en la región y el paradero de Atahualpa, así como sus intenciones respecto a la paz o la guerra.

El capitán obtuvo información de que Atahualpa había llegado a Cajamarca tres días antes, acompañado de una gran cantidad de tropas. Sin embargo, no se tenía claro cuáles eran sus intenciones, aunque siempre se había escuchado que buscaba la paz con los cristianos. Además, los habitantes del pueblo en el que se encontraban estaban alineados con Atahualpa.

A medida que el sol comenzaba a ponerse, un indígena llegó al campamento, acompañado por uno de los mensajeros que el Gobernador había enviado previamente. Este indígena informó que el principal mensajero, que había sido enviado cerca de Cajamarca, había encontrado a dos mensajeros de Atahualpa que venían detrás. Explicó que los mensajeros de Atahualpa llegarían al día siguiente y que Atahualpa se encontraba en Cajamarca. Además, mencionó que él mismo había continuado su viaje sin encontrar ninguna presencia militar en el camino, y que había ido directamente a hablar con Atahualpa, prometiendo regresar con la respuesta.

El Gobernador transmitió esta información al capitán que se había quedado a cargo del equipaje, indicándole que al día siguiente avanzaría solo una corta distancia para esperar su llegada y luego continuarían juntos. A la mañana siguiente, el Gobernador y su séquito continuaron ascendiendo por la sierra, deteniéndose en un llano cerca de algunos arroyos de agua para esperar a los rezagados.

Los españoles se refugiaron en sus toldos de algodón, encendiendo fuego para protegerse del intenso frío de la sierra, que incluso superaba al frío de Castilla en pleno invierno. La sierra estaba cubierta de una vegetación baja, similar al esparto, con algunos árboles dispersos. Las aguas eran tan frías que no se podían beber sin calentarlas previamente.

Poco después de que el Gobernador hubiera descansado allí, llegaron la retaguardia y los mensajeros enviados por Atahualpa, quienes trajeron consigo diez ovejas como obsequio. Tras presentar sus respetos, los mensajeros informaron que Atahualpa enviaba las ovejas para los cristianos y para saber cuándo llegarían a Cajamarca, para así enviarles alimentos en el camino. El Gobernador los recibió cordialmente y expresó su gratitud por la atención de su hermano Atahualpa, asegurándoles que se dirigiría hacia allí lo más rápido posible.

Después de que los mensajeros descansaran y se alimentaran, el Gobernador les preguntó sobre la situación en la región y las intenciones bélicas de Atahualpa. Uno de ellos respondió que Atahualpa había estado en Cajamarca durante cinco días esperando la llegada del Gobernador, pero que solo contaba con poca gente, ya que había enviado a otra parte a la mayoría de sus tropas para combatir contra el Cusco, su hermano.

El Gobernador le preguntó detalladamente sobre lo sucedido en aquellas guerras. Atahualpa era hijo del fallecido Huayna Cápac, quien gobernó todos estos territorios. A su hijo Atahualpa, Huayna Cápac le dejó el señorío de la gran provincia de Quito, situada al norte de Tomebamba. A su otro hijo, el mayor, le heredó el resto de sus dominios y su señorío principal del Cusco. Por ser el sucesor del señorío incaico, este hijo mayor también tomó el título de Sapa Inca o Cusco, como su padre.

Sin embargo, Huáscar no se conformó con su propio territorio y buscó disputar el control sobre las tierras de su hermano, Atahualpa. Este último envió mensajeros solicitando de manera pacífica el derecho a gobernar lo que su padre le había legado. Sin embargo, Huáscar rechazó rotundamente esta petición, incluso llegando al extremo de asesinar a los emisarios de Atahualpa y a uno de los hermanos que lo acompañaban en la negociación.

Ante tal afrenta, Atahualpa reunió un gran ejército y marchó hacia la provincia de Tomebamba, que formaba parte del dominio de su hermano. En su avance, quemó y arrasó la ciudad principal con el objetivo de diezmar las fuerzas enemigas, lo que lamentablemente resultó en una masacre de la población. Fue entonces cuando se enteró de que su hermano había invadido sus propias tierras, desencadenando así el conflicto armado, motivo por el cual decidió buscarlo. Al saber que Atahualpa se acercaba, Huáscar, temeroso, huyó precipitadamente hacia su territorio.

Atahualpa continuó su avance conquistando las tierras de Huáscar, encontrando poca resistencia debido al terror que había sembrado en Tomebamba. Reunió un gran ejército reclutado de las regiones que ya controlaba. Al llegar a Cajamarca, quedó impresionado por la fertilidad y riqueza de la tierra, y decidió establecerse allí para completar la conquista de las tierras de su hermano.

Envió a dos mil hombres bajo el mando de un capitán para atacar la ciudad donde residía su hermano. Sin embargo, este último contaba con una gran cantidad de tropas y logró repeler el ataque, infligiendo grandes pérdidas al ejército de Atahualpa. Ante este revés, Atahualpa decidió enviar más tropas bajo el liderazgo de dos capitanes, y eso ocurrió hace ya seis meses. Recientemente, se recibió la noticia de que estos dos capitanes habían logrado conquistar toda la tierra del Cusco, derrotando a su hermano y capturándolo junto con una gran cantidad de oro y plata.

El Gobernador respondió al mensajero: "Me alegra mucho escuchar las noticias de la victoria de tu señor. Su hermano, no satisfecho con lo que ya tenía, buscaba despojar a tu señor del legado que su padre le dejó. A los soberbios les sucede lo que ocurrió a Huáscar: no solo no logran lo que ambicionan de manera desmedida, sino que también terminan perdiendo tanto bienes como personas en el proceso."

El Gobernador, considerando que las palabras del mensajero eran probablemente un intento de Atahualpa por infundir temor y demostrar su poderío, le dijo: "Creo que lo que has dicho refleja la grandeza y habilidad de Atahualpa, quien es sin duda un gran señor y guerrero, según las noticias que tengo. Sin embargo, es importante que sepas que mi señor, el Emperador, es el rey de España y de todas las Indias y Tierra Firme, y es el señor de todo el mundo. Él tiene vasallos que son aún más grandes que Atahualpa, y sus capitanes han vencido y capturado a muchos líderes poderosos, incluso superiores en estatus a Atahualpa, así como a su hermano y padre. El Emperador me envió a estas tierras con el propósito de traer a sus habitantes al conocimiento de Dios y a su obediencia. Con la ayuda de estos pocos cristianos que me acompañan, he derrotado a líderes mucho más poderosos que Atahualpa.

Si Atahualpa está dispuesto a entablar amistad conmigo y a recibirme en paz, como lo han hecho otros señores, seré un buen amigo para él y le ayudaré en su conquista. Él podrá mantener su estado actual, ya que mi misión es continuar explorando estas tierras hasta descubrir el otro mar. Sin embargo, si él elige la guerra, yo estaré preparado para enfrentarlo, como lo hice con el cacique de la isla de Santiago y el de Tumbes, así como con cualquier otro que haya buscado el conflicto conmigo. No tengo intención de hacer la guerra a nadie ni de causarle daño, a menos que sea necesario en defensa propia".

Tras escuchar las palabras del Gobernador, los mensajeros quedaron momentáneamente atónitos, impresionados por los logros de tan pocos españoles. Decidieron partir con la respuesta hacia su señor, informándole de la prontitud con la que los cristianos se dirigían hacia él y solicitándole refuerzos en el camino. El Gobernador los despidió y al día siguiente continuó su camino por la sierra, pernoctando en unos pueblos cercanos en un valle.

Una vez que el señor Gobernador llegó al lugar, apareció el principal mensajero que Atahualpa había enviado primero con el presente de las fortalezas, que había llegado a Zaran a través de la vía de Caxas. El Gobernador mostró gran satisfacción al verlo y le preguntó cómo estaba Atahualpa; el mensajero respondió que estaba bien y le entregó diez ovejas que traía como regalo para los cristianos. Habló con confianza y sus palabras denotaban viveza. Después de su discurso, el Gobernador preguntó a los intérpretes qué decía. Ellos informaron que el mensajero expresaba lo mismo que el día anterior, elogiando el gran poderío de su señor y la fuerza de su ejército, asegurando al Gobernador que Atahualpa lo recibiría en paz y deseaba tenerlo como amigo y hermano.

El Gobernador respondió con amabilidad, como lo había hecho con el otro mensajero. Este nuevo embajador presentaba los respetos de su señor y llevaba consigo cinco o seis vasos de oro fino, con los cuales ofrecía chicha a los españoles. Expresó su deseo de acompañar al Gobernador hasta Cajamarca.

Al siguiente día por la mañana, el Gobernador partió y continuó su camino por las montañas como antes, llegando finalmente a unos alojamientos pertenecientes a Atahualpa, donde reposó durante un día. Luego, otro día, llegó allí el mensajero que el Gobernador había enviado a Atahualpa, quien era un indígena principal de la provincia de San Miguel. Al ver al mensajero de Atahualpa presente, el mensajero de San Miguel se abalanzó sobre él y lo agarró fuertemente de las orejas, forcejeando con él hasta que el Gobernador ordenó que lo soltaran, evitando así una posible confrontación violenta.

El Gobernador, intrigado, inquirió los motivos que habían llevado al mensajero de San Miguel a actuar con tanta hostilidad hacia el enviado de Atahualpa. Este replicó:

"Ese hombre es un farsante y un embaucador enviado por Atahualpa para tejer una red de engaños y falsedades, haciéndose pasar por un dignatario. La verdad es que Atahualpa se halla en campaña fuera de Cajamarca, al frente de un vasto ejército. Cuando llegué al pueblo lo encontré completamente desierto. Pero luego acudí a los reales y los vi abarrotados de gentes, ganados y numerosas tiendas, todos dispuestos para la guerra. Intentaron quitarme la vida, más les advertí que si lo hacían, aquí matarían a los embajadores de Atahualpa y no los dejarían marchar hasta mi regreso. Solo así me dejaron partir, negándose incluso a darme alimento a menos que pagara por él.

Les pedí que me permitieran ver a Atahualpa y transmitirle mi mensaje, pero se negaron, argumentando que estaba ayunando y no podía hablar con nadie. Sin embargo, uno de sus parientes salió a hablar conmigo y le informé que era mensajero del Gobernador y que había comunicado todo lo que se me había ordenado. Él me preguntó sobre los cristianos y sus armas. Les describí a los cristianos como hombres valientes y guerreros. Les dije que montaban caballos que corrían como el viento y que llevaban lanzas largas con las que mataban a todos los que encontraban, ya que los alcanzaban rápidamente. Además, mencioné que los caballos, con sus pies y bocas, mataban a muchos.

Los cristianos que van a pie son muy ágiles y portan en un brazo rodelas de madera para resguardarse, vistiendo además sayos acolchados de algodón reforzados. Empuñan espadas de extraordinario filo, capaces de cortar de un solo tajo a un hombre por la mitad e incluso seccionar la cabeza de una oveja. Con ellas, pueden destrozar cualquier arma de los indios. Otros manejan ballestas que disparan saetas desde lejos, bastando un solo tiro para abatir a un hombre. También llevan armas de fuego que lanzan ardientes piedras, causando gran mortandad allí donde impactan.

Desdeñaron por completo mis advertencias, afirmando con desdén que los cristianos eran escasos en número y que sus corceles carecían de armadura, por lo que pronto acabarían con ellos mediante sus lanzas. Les rebatí que los cristianos portaban corazas tan duras que sus lanzas no lograrían traspasar. Pero se mofaron, asegurando no temer sus armas de fuego, pues tenían entendido que los cristianos solo contaban con dos piezas de artillería.

Al tiempo que me disponía a emprender el regreso, les imploré que me permitieran ver a Atahualpa y transmitirle tu mensaje, pues mientras que a sus emisarios se les concede audiencia y pueden entrevistarse con el Gobernador, autoridad superior a la suya, a mí, en cambio, me fue rotundamente negado poder hablar con él. Ante tal desaire, no tuve más opción que retornar.

Juzgadlo vosotros mismos, si no obré con razón al agredir a este supuesto mensajero. Siendo, al parecer, un enviado de Atahualpa, se le permite verte y compartir tu mesa, mientras que a mí, un principal de alto rango, se me privó del derecho de entrevistarme con Atahualpa e incluso de recibir alimento. Con sobrados argumentos defendí mi vida ante tamaña afrenta y conjuré el peligro de muerte."

El mensajero de Atahualpa respondió con visible temor ante la osadía con que el otro indio se expresaba, y dijo que si el pueblo de Cajamarca se encontraba despoblado era para dejar las viviendas desocupadas a fin de que los cristianos pudieran aposentarse en ellas. Y añadió: "Atahualpa se halla en campaña porque así es su costumbre desde que inició la guerra. Y si no te permitieron verlo fue porque guardaba ayuno ritual, como acostumbra, y en esos días de retiro nadie osa importunarlo o informarle de visitas. De haber sabido de tu presencia, él mismo te habría hecho entrar y provisto de alimento".

El mensajero adujo además otras muchas razones, asegurando que Atahualpa los aguardaba en actitud pacífica. Si se hubieran de transcribir por extenso todos los razonamientos que se cruzaron entre este último y el Gobernador, la relación se tornaría demasiado prolija, por lo que se resume en apretada síntesis.

El Gobernador manifestó creer que efectivamente las cosas eran tal como él decía, pues no albergaba menor desconfianza hacia su hermano Atahualpa. Y lejos de variar su trato, continuó dispensándole la misma deferencia de antes, si bien reprendió a su mensajero indígena, dando a entender su pesar por los maltratos que le había prodigado en su presencia. Aunque en su fuero interno daba pleno crédito a lo afirmado por su propio emisario, pues conocía bien las cautelosas artimañas de los indios.

Al día siguiente, el Gobernador partió y pernoctó en una llanura en Zavana, con la intención de llegar a Cajamarca al mediodía del día siguiente, ya que se encontraba cercana. Allí, llegaron mensajeros de Atahualpa con alimentos para los cristianos.

Al amanecer del siguiente día, el Gobernador y su séquito partieron, manteniendo un orden adecuado, y avanzaron hasta estar a una legua de Cajamarca, donde esperaron a que se reuniera la retaguardia. Todos, tanto la infantería como la caballería, se prepararon para la entrada al pueblo, y el Gobernador organizó a sus tropas para la ocasión, formando tres grupos compuestos por españoles a pie y a caballo.

Siguiendo esta disposición, el Gobernador envió mensajeros a Atahualpa, instándolo a que se presentara en el pueblo de Cajamarca para encontrarse con él. Al llegar a las afueras de Cajamarca, avistaron el campamento de Atahualpa a una legua de distancia, al pie de una sierra.

El viernes, a la hora de vísperas, que correspondía al día 15 de noviembre del año 1532, el Gobernador llegó al pueblo de Cajamarca. En el centro del pueblo se encontraba una amplia plaza rodeada por muros y casas. Al no encontrar a nadie, el Gobernador decidió establecerse temporalmente en esa plaza y envió un mensajero a Atahualpa para informarle de su llegada, solicitándole que se encontraran y que le indicara dónde debían alojarse.

Mientras tanto, ordenó que se inspeccionara el pueblo en busca de un lugar más adecuado para acampar, pero al no encontrar uno mejor, decidieron quedarse en la plaza. Este pueblo, el principal del valle, se encontraba en las faldas de una sierra, con una extensión de una legua de tierra llana. Dos ríos atravesaban el valle, que estaba rodeado de sierras, con zonas de tierra cultivada y otras más salvajes.

Este pueblo alberga a unos dos mil residentes. En su entrada, se encuentran dos puentes que atraviesan dos ríos. La plaza central es más amplia que cualquier otra en España, rodeada por dos puertas que conducen a las calles del pueblo. Las casas, que tienen más de doscientos pasos de largo, están construidas con gran destreza. Están cercadas por muros sólidos de tres estados de altura, con techos de paja y madera sostenidos por las paredes. Dentro de estas casas, hay aposentos distribuidos en ocho cuartos, todos ellos mejor construidos que la mayoría. Las paredes están hechas de piedra de cantería finamente labrada y cada aposento está rodeado por su propia cerca de piedra y puertas. En los patios interiores, hay pilas de agua suministrada desde otros lugares mediante caños para el servicio de las casas.

En el frente de la plaza, orientado hacia el campo, se encuentra una fortaleza de piedra con una escalera de cantería que conecta la plaza con la fortaleza. En el lado opuesto, hacia el campo, hay otra puerta más pequeña con una escalera estrecha, que permanece dentro de los límites de la plaza.

Sobre el pueblo, en la ladera de la sierra donde se inician las viviendas, se erige otra fortaleza situada en una formación rocosa, la mayor parte de la cual está escarpada. Esta fortaleza es más grande que la anterior, rodeada por tres murallas construidas en espiral ascendente, una hazaña que raramente se ve entre los indígenas. Entre la sierra y la amplia plaza principal, se encuentra otra plaza más pequeña rodeada por edificaciones, donde residen muchas mujeres que sirven a Atahualpa.

Antes de ingresar al pueblo, hay una casa rodeada por un corral de paredes, donde se ha plantado un bosque cuidadosamente. Se dice que esta casa pertenece al sol, ya que en cada pueblo se erigen mezquitas dedicadas al sol. Estas mezquitas son veneradas en toda la región, y al entrar en ellas, la gente se descalza en la entrada como señal de respeto.

La gente de estos pueblos, desde que ascendieron a la sierra, supera en pulcritud y sabiduría a los habitantes de los pueblos más bajos. Las mujeres son notablemente respetables; llevan adornos elaborados sobre sus ropajes, que se atan alrededor de la cintura. Encima de estas prendas, llevan una manta que les cubre desde la cabeza hasta media pierna, otorgándoles un aire distinguido.

Los hombres visten camisetas sin mangas y se cubren con mantas. En cada hogar, las mujeres tejen lana y algodón, confeccionando la ropa necesaria, así como calzado de lana y algodón, similar a zapatos.

Dado que el Gobernador había estado esperando a Atahualpa junto con los españoles, y al ver que el día avanzaba sin señales de su llegada, envió a un capitán con veinte jinetes para hablar con él. Les ordenó que se acercaran pacíficamente, sin iniciar ningún conflicto aunque fueran provocados, y que hicieran todo lo posible por entablar conversaciones y regresar con una respuesta. Mientras tanto, el Gobernador subió a la fortaleza y desde allí, frente a las tiendas, observó un gran número de personas en el campo.

Preocupado por la seguridad de los cristianos que habían partido en busca de Atahualpa, ordenó enviar a otro capitán, hermano suyo, con otros veinte jinetes para asegurarse de que no fueran atacados. Les prohibió hacer cualquier tipo de alboroto. Poco después, comenzó a llover y a caer granizo. El Gobernador instruyó a los cristianos a alojarse en los aposentos del palacio, mientras que el capitán de la artillería se mantuvo con sus piezas en la fortaleza.

En ese momento, un indígena enviado por Atahualpa llegó ante el Gobernador para informarle que podía alojarse donde deseara, con la única condición de que no ocupara la fortaleza de la plaza, ya que Atahualpa estaba ayunando y no podía recibirlo en ese momento. El Gobernador respondió que así lo haría, pues había enviado a su hermano a rogarle que viniera a entrevistarse con él, tal era su deseo de verlo y conocerlo tras las buenas noticias que tenía de su persona. Con esta respuesta, el mensajero retornó.

Al anochecer, el capitán Hernando Pizarro y los cristianos que lo acompañaban regresaron ante el Gobernador. Le informaron de haber encontrado en el camino un mal paso en forma de ciénaga, cuando antes parecía ser una calzada. Pues desde el pueblo salía un amplio camino hecho de calzada de piedra y tierra que llegaba hasta el campamento de Atahualpa. Como la avenida iba sobre esos pasos difíciles, allí se había roto, por lo que tuvieron que transitar por otro lado. Antes de arribar al real, cruzaron dos ríos, y frente a él discurría otro que los indígenas salvaban por un puente. De este lado, el campamento estaba circundado por agua.

El capitán Hernando Pizarro, que fue primero, dejó a la gente de esta parte del río para evitar alborotos, y no quiso cruzar por el puente temiendo que se hundiera con el peso de su caballo, por lo que pasó a nado llevando consigo al intérprete. Atravesó entre un escuadrón de indígenas formados y, al llegar a la plaza donde se alojaba Atahualpa, vio a cuatrocientos indígenas que parecían su guardia personal. El tirano se encontraba sentado en un asiento bajo a la puerta de su alojamiento, rodeado de muchos indígenas y mujeres de pie. Llevaba en la frente una borla de lana que parecía seda carmesí de dos palmos de ancho, sujeta a la cabeza con cordones que le caían hasta los ojos. Esto le daba un aire mucho más grave del que tenía. Mantenía la vista baja, sin alzar los ojos hacia ninguna parte.

Cuando el capitán se presentó ante él, le dijo a través del intérprete que era un capitán del Gobernador enviado para verlo y manifestarle el gran deseo que éste tenía de encontrarse con él. Le preguntó si le placía ir a verlo, pues el Gobernador se alegraría mucho. Le dijo otras razones más, pero Atahualpa no le respondió ni levantó la cabeza para mirarlo, siendo uno de sus principales quien contestaba a lo que el capitán decía.

En esto llegó el otro capitán adonde el primero había dejado a la gente y, al preguntar por el capitán Hernando Pizarro, le dijeron que hablaba con el Cacique. Dejando allí a los hombres, cruzó el río y al aproximarse donde estaba Atahualpa y el hermano del gobernador que lo acompañaba dijo: "Este es un hermano del Gobernador; habla con él, que viene a verte". Fue entonces cuando Atahualpa levantó la mirada y respondió: "Maizabilica, un capitán que tengo en el río Turicarami, me ha enviado a decir que maltratáis a los caciques, encadenándolos. Me ha remitido incluso una argolla de hierro y afirma haber dado muerte a tres cristianos y un caballo. Pero yo me complazco en ir mañana a ver al Gobernador y ser amigo de los cristianos, pues son gentes de bien".

Hernando Pizarro replicó: "Maizabilica es un bellaco, y a él y a todos los indígenas de aquel río los mataría un solo cristiano. ¿Cómo podría él dar muerte a tres cristianos y un caballo, siendo ellos unas gallinas? El Gobernador y los cristianos no tratan mal a los caciques si no buscan guerra contra ellos, pues a los que desean ser amigos los tratan muy bien. Más a quienes optan por la guerra, los destruyen por completo. Cuando veas lo que hacen los cristianos ayudándote en la guerra contra tus enemigos, conocerás cómo Maizabilica te ha mentido".

Atahualpa respondió: "Hay un cacique que se niega a obedecerme. Mis hombres irán con vosotros y le haremos la guerra". Hernando Pizarro replicó: "Para un solo cacique, por mucha gente que tenga, no es menester que vayan tus indígenas. Con solo diez cristianos a caballo lo destruiremos".

Atahualpa se sonrió y dijo que bebieran. Los capitanes respondieron que ayunaban, para excusarse de beber su brebaje. Pero importunados por él, aceptaron. Luego vinieron mujeres con vasos de oro trayendo chicha de maíz. Cuando Atahualpa las vio, alzó los ojos hacia ellas sin decirles palabra. Se retiraron aprisa, y volvieron con otros vasos de oro más grandes, con los que les sirvieron de beber. Después de la ingesta, se despidieron, acordando que Atahualpa visitaría al Gobernador al día siguiente por la mañana.

El campamento de Atahualpa estaba ubicado en la base de una colina, con tiendas de algodón extendiéndose a lo largo de una legua. En el centro estaba la tienda de Atahualpa. Toda la gente estaba afuera de sus tiendas, de pie, con las armas clavadas en el suelo, que consistían en largas lanzas similares a picas. Estimaron que había más de treinta mil hombres en el campamento.

Al enterarse de lo ocurrido, el Gobernador ordenó que esa noche hubiera una fuerte guardia en el campamento. Instruyó a su capitán general para que reuniera a los guardias y que las patrullas recorrieran el perímetro del campamento durante toda la noche, una medida que se llevó a cabo rigurosamente.

Al llegar el sábado por la mañana, un mensajero enviado por Atahualpa se presentó ante el Gobernador y le transmitió su deseo de visitarlo, trayendo consigo a su gente armada, ya que el día anterior el Gobernador había enviado a los suyos armados. Además, solicitó que le enviara a un cristiano con quien pudiera venir. El Gobernador respondió: "Dile a tu señor que venga cuando lo desee; lo recibiré como amigo y hermano, independientemente de cómo se presente. No enviaré a un cristiano porque entre nosotros no es costumbre enviar a los sirvientes de un señor a otro." Con esta respuesta, el mensajero se retiró.

Poco después, otro mensajero llegó al Gobernador con un mensaje adicional de Atahualpa: "Atahualpa desea informarte que prefiere no traer a su gente armada. Aunque algunos de sus seguidores podrían estar armados, muchos vendrán desarmados, ya que pretende alojarlos en este pueblo. Pide que le preparen un aposento en esta plaza, donde él se alojará. Se refiere a una casa conocida como la Casa de la Sierpe, que alberga una escultura de una serpiente de piedra en su interior."

El Gobernador respondió afirmativamente, instando a Atahualpa a llegar pronto, ya que tenía gran interés en conocerlo. En poco tiempo, el campo se llenó de gente, cada grupo deteniéndose en cada paso del camino, esperando a los que salían del campamento principal. El flujo de personas continuó hasta la tarde, divididos en escuadrones.

Una vez superados todos los obstáculos del terreno, se establecieron en el campo cerca del campamento de los cristianos, y aún seguía llegando gente desde el campamento indígena. En ese momento, el Gobernador dio órdenes en secreto a todos los españoles para que se armaran en sus alojamientos, mantuvieran los caballos ensillados y listos, divididos en tres grupos de capitaneas. Nadie debía salir de sus alojamientos hacia la plaza.

El capitán de la artillería recibió instrucciones para apuntar los cañones hacia el campo enemigo y disparar cuando fuera el momento adecuado. En las calles de acceso a la plaza se colocó gente en emboscada. Además, el Gobernador seleccionó a veinte hombres para acompañarlo en su alojamiento, con la tarea de arrestar a Atahualpa si llegaba de manera sorpresiva, como parecía probable, dada la gran cantidad de personas que lo acompañaban. Se ordenó que Atahualpa fuera capturado con vida, y se instruyó a todos los demás que permanecieran en sus alojamientos, incluso si veían a los enemigos entrar en la plaza, hasta que escucharan el sonido de la artillería.

El Gobernador también estableció atalayas, cuya tarea era observar cuidadosamente y avisar cuando fuera el momento de salir. Todos los españoles estarían preparados para salir de sus alojamientos, con los jinetes montados en sus caballos, en el momento en que escucharan la señal: "¡Santiago!"

Siguiendo este plan, el Gobernador esperaba la entrada de Atahualpa en la plaza, manteniendo a los cristianos ocultos en sus alojamientos, excepto por los vigilantes que informaban sobre lo que ocurría en el campamento enemigo. El Gobernador y el Capitán General inspeccionaban los alojamientos de los españoles, asegurándose de que estuvieran listos para salir cuando fuera necesario. Les recordaban a todos que encontraran fortaleza en sus corazones, ya que su único socorro era Dios, quien les asistiría en sus mayores necesidades. A pesar de la abrumadora superioridad numérica del enemigo, les instaban a mantener el valor y confiar en que Dios pelearía por ellos. En el momento del combate, les aconsejaban actuar con valentía y cautela, evitando el choque entre los jinetes. Estas palabras de ánimo del Gobernador y el Capitán General alentaban a los cristianos, quienes ansiaban más salir al campo que permanecer en sus alojamientos. Cada uno mostraba un espíritu decidido, con muy poco temor ante la vista de tanta gente.

Al ver que el sol se ocultaba y que Atahualpa no se movía de donde se había detenido, y aún seguía llegando gente de su campamento, el Gobernador decidió enviarle un mensaje con un español, instándolo a entrar en la plaza y reunirse antes de que cayera la noche. Cuando el mensajero se acercó a Atahualpa, le hizo una reverencia y mediante gestos le indicó que siguiera al Gobernador. Entonces, Atahualpa y su séquito comenzaron a avanzar, mientras que el español regresó para informar al Gobernador de su aproximación. Sin embargo, el español advirtió que la vanguardia de la gente que venía delante llevaba armas ocultas debajo de sus camisetas, que eran chalecos de algodón reforzados, así como bolsas de piedras y hondas, lo que le hizo sospechar sus intenciones.

Pronto, la vanguardia de la gente comenzó a ingresar a la plaza, liderada por un grupo de indígenas vestidos con una librea de colores a cuadros, quienes limpiaban el suelo quitando las pajas y barriendo el camino.

Tras ellos, llegaron otras tres escuadras vestidas de manera diferente, todas cantando y bailando. Detrás de ellas, venía una multitud con armaduras, platos y coronas de oro y plata. En medio de este grupo estaba Atahualpa, sentado en una litera decorada con plumas de papagayo de diversos colores y adornada con láminas de oro y plata. Numerosos indígenas lo llevaban en hombros, seguidos por otras dos literas y dos hamacas que transportaban a otras personas importantes. Después de ellos, venía mucha más gente en formación, con coronas de oro y plata.

Una vez que los primeros entraron en la plaza, se apartaron para dar paso a los demás. Cuando Atahualpa llegó al centro de la plaza, ordenó que todos se detuvieran, manteniendo las literas en alto. Aun así, la gente seguía entrando en la plaza. De repente, un capitán salió de la vanguardia y subió a la parte más alta de la plaza, donde estaba el cañón, y levantó una lanza dos veces como señal.

Al presenciar esto, el Gobernador le preguntó a fray Vicente si deseaba hablar con Atahualpa a través de un intérprete, a lo que el fraile asintió. Con una cruz en una mano y su Biblia en la otra, fray Vicente se abrió paso entre la multitud hasta llegar donde estaba Atahualpa. A través del intérprete, le dijo: "Yo soy un sacerdote de Dios y enseño a los cristianos sobre las enseñanzas divinas. También vengo a enseñarles a ustedes. Lo que enseño está contenido en este libro, que es la palabra de Dios. En nombre de Dios y de los cristianos, te pido que seas su amigo, porque así lo quiere Dios, y te traerá beneficios. Ve a hablar con el Gobernador, quien te está esperando."

Atahualpa pidió ver el libro y fray Vicente se lo entregó cerrado. Sin embargo, Atahualpa no logró abrirlo, y cuando el religioso intentó ayudarlo, Atahualpa lo golpeó despectivamente en el brazo, mostrando su desdén. A pesar de los esfuerzos del fraile por abrir el libro, Atahualpa finalmente lo abrió, sin demostrar asombro por las letras o el papel. Luego, como a otros indígenas, lo arrojó a varios pasos de distancia.

Ante las palabras del religioso transmitidas por el intérprete, Atahualpa respondió con soberbia, acusando a los cristianos de maltratar a sus caciques y robar la ropa de sus hogares. El religioso defendió a los cristianos, explicando que fue un error cometido por algunos indígenas, desconocido por el Gobernador, quien ordenó devolver la ropa. Sin embargo, Atahualpa insistió en que no partiría hasta que toda la ropa le fuera entregada.

El religioso regresó con esta respuesta al Gobernador, mientras Atahualpa se levantaba sobre las andas, instando a los suyos a estar preparados. El religioso informó al Gobernador sobre lo ocurrido y sobre el desprecio de Atahualpa hacia la Sagrada Escritura, que había arrojado al suelo. En respuesta, el Gobernador se puso un jubón de algodón acolchado como armadura, tomó su espada y su escudo, y acompañado por los españoles que estaban con él, se abrió paso entre los indígenas. Con valentía y solo con unos pocos hombres que lo seguían, llegó hasta la litera donde estaba Atahualpa, y sin temor alguno, le agarró del brazo izquierdo, pronunciando la palabra "Santiago". En ese momento, los cañones se dispararon y las trompetas sonaron, mientras la infantería y la caballería salían al campo de batalla.

Al presenciar el tumulto provocado por los caballos, muchos indígenas que estaban en la plaza huyeron precipitadamente. La violencia de su huida fue tal que rompieron parte de la cerca que rodeaba la plaza, y muchos cayeron unos sobre otros en el caos. Los jinetes salieron entre ellos, atacando y persiguiendo a los fugitivos, mientras que la infantería se apresuró en acabar con los que quedaban en la plaza. La matanza fue rápida y brutal.

Mientras tanto, el Gobernador aún mantenía agarrado a Atahualpa del brazo, impidiéndole bajar de las andas. Los soldados españoles, sin distinguir, atacaron a los que rodeaban la litera, derribando a Atahualpa al suelo en medio del caos. Si el Gobernador no hubiera intervenido para protegerlo, Atahualpa habría pagado con su vida todas las atrocidades que había cometido.

En medio de la refriega, el Gobernador resultó herido en la mano por una pequeña herida. A pesar del caos, ningún indígena levantó armas contra los españoles. El pánico que experimentaron al ver al Gobernador entre ellos, combinado con el repentino estallido de la artillería y la irrupción de los caballos, fue una experiencia totalmente nueva para ellos, lo que los llevó a priorizar la huida para salvar sus vidas en lugar de hacer frente a la guerra.

Todos los hombres que llevaban las andas de Atahualpa parecían ser nobles de alto rango, y todos ellos perecieron en el enfrentamiento, al igual que aquellos que estaban en las literas y hamacas. Entre ellos se encontraba el paje y consejero a quien Atahualpa valoraba mucho, así como otros señores y consejeros de gran influencia. También murió el cacique que gobernaba Cajamarca. Además, varios otros capitanes perecieron en la refriega, aunque debido a su gran número, no se les otorga especial atención, ya que todos los que formaban parte de la escolta de Atahualpa eran señores de gran importancia.

El Gobernador retornó a su alojamiento con su prisionero Atahualpa, quien había sido despojado de sus ropajes, los cuales los españoles le habían arrancado cuando lo bajaron de las andas. Resultó sorprendente ver cómo en un tiempo tan breve se había capturado a un señor de tan alta estima y poder, que llegaba con tanto poderío.

El Gobernador ordenó entonces que se sacara la ropa del suelo y se la pusiera al prisionero, buscando así calmar su enojo y desconcierto al ver cómo había caído tan rápidamente de su posición. Entre otras palabras, le dijo: "No debes sentirte avergonzado por haber sido capturado y derrotado de esta manera. Los cristianos que me acompañan, aunque sean pocos en número, han conquistado más tierras que las tuyas y han derrotado a señores aún más poderosos que tú. Los hemos sometido bajo el señorío del emperador, al cual sirvo como vasallo. Él es el señor de España y de todo el mundo, y hemos venido por su mandato a conquistar esta tierra, para que todos conozcan a Dios y abracen la santa fe católica. Con la gracia divina que llevamos, permitida por Dios, Creador del cielo, la tierra y todas las cosas, queremos sacarlos de la barbarie y la vida diabólica en la que viven. No dejes de notar que, aunque seamos pocos, hemos sometido a una multitud, y cuando reconozcas tus errores, comprenderás el beneficio de nuestra presencia aquí, enviados por su Majestad.

Deberías considerarte afortunado de no haber sido derrotado por una gente tan cruel como la tuya, que no muestra piedad hacia nadie. Nosotros, en cambio, mostramos clemencia hacia nuestros enemigos vencidos y solo luchamos contra aquellos que nos atacan. Incluso teniendo al cacique de esta isla bajo mi poder, decidí liberarlo para que cambiara su comportamiento. Lo mismo hice con los caciques de Tumbes, Quilimari y otros, a quienes perdoné a pesar de merecer la muerte. Tú y tu gente fueron derrotados y capturados porque vinisteis con un gran ejército contra nosotros, a pesar de nuestras advertencias de paz. Además, al tirar el libro que contenía las palabras de Dios al suelo, mostraste un desprecio que nuestro Señor no pasó por alto, haciendo que tu orgullo fuera humillado y ningún indígena pudiera dañar a ningún cristiano".

Tras el razonamiento del Gobernador, Atahualpa respondió que había sido engañado por sus capitanes, quienes le aconsejaron que ignorara a los españoles y que él deseaba venir en paz, pero sus consejos fueron desoídos y todos quienes le aconsejaron fueron muertos. Reconoció también la bondad y el valor de los españoles, y señaló que Maizabilica había mentido acerca de lo que había dicho sobre los cristianos. Al llegar la noche y ver que los que fueron en busca de los rezagados aún no regresaban, el Gobernador ordenó disparar tiros y tocar las trompetas para que regresaran. Poco después, todos volvieron al campamento con una gran cantidad de prisioneros, más de tres mil personas, que habían sido capturadas vivas.

El Gobernador preguntó si todos estaban bien. Su capitán general, quien los acompañaba, respondió que solo un caballo tenía una pequeña herida. El Gobernador expresó con gran alegría: "Doy gracias a Dios nuestro Señor, y todos nosotros debemos hacerlo, por el gran milagro que hoy ha realizado por nosotros. Verdaderamente podemos creer que sin Su ayuda no habríamos sido capaces de entrar en esta tierra, y mucho menos de vencer a un ejército tan grande. Que Dios, en su misericordia, nos dé gracia para realizar obras que nos acerquen a su santo reino. Ahora, señores, vayan cada uno a descansar a sus alojamientos, pero no bajemos la guardia, aunque estén derrotados, son astutos y hábiles en la guerra. Además, este señor es temido y obedecido, y ellos intentarán todo tipo de estratagemas para liberarlo. Por tanto, esta noche y todas las siguientes, mantengamos una buena guardia y patrullas para estar siempre preparados".

Después de esto, se dirigieron a cenar, y el Gobernador hizo que Atahualpa se sentara a su mesa, tratándolo con respeto y sirviéndolo como si fuera su propio igual. Luego, ordenó que se le proporcionaran algunas de las mujeres que habían sido capturadas para que lo sirvieran, y le mandó hacer una cama en su propia habitación, donde el Gobernador dormía. Atahualpa estaba libre de restricciones, excepto por las guardias que lo vigilaban, sin estar encarcelado.

La batalla fue breve, apenas duró más de media hora, ya que comenzó cerca del atardecer. Si la noche no hubiera llegado, habría quedado muy poca gente de los más de treinta mil hombres que llegaron. Algunos testigos calculan que podría haber habido incluso más de cuarenta mil soldados. En la plaza, quedaron dos mil muertos, sin contar los heridos. Se presenció algo muy sorprendente durante la batalla: los caballos, que el día anterior estaban enfermos y apenas podían moverse, mostraron una increíble energía ese día, parecían no haber estado enfermos en absoluto.

Esa noche, el Capitán General organizó una buena vigilancia con patrullas y guardias estratégicamente ubicadas.

Al siguiente día por la mañana, el Gobernador envió un capitán con treinta hombres a caballo para explorar todo el campo, y ordenó que se desarmara a los indígenas. Mientras tanto, la gente del campamento sacaba a los prisioneros y los muertos de las plazas. El capitán y su grupo recorrieron el campo y las tiendas de Atahualpa, recolectando todo lo que encontraron. Antes del mediodía, regresaron al campamento con una caravana de hombres y mujeres, ovejas, oro, plata y ropa. Esta caravana incluía ochenta mil pesos, siete mil marcos de plata y catorce esmeraldas. El oro y la plata venían en piezas enormes, además de platos grandes y pequeños, cántaros, ollas, braseros, copones y otras piezas diversas. Atahualpa afirmó que todo esto era parte de su servicio personal y que sus indígenas que habían huido habían llevado aún más.

El Gobernador ordenó que se liberaran todas las ovejas, ya que eran demasiadas y estorbaban en el campamento, y que los cristianos mataran diariamente las que necesitaran. A los indígenas que habían recogido los bienes la noche anterior, el Gobernador los hizo llevar a la plaza para que los cristianos tomaran lo que necesitaran para su uso. A los demás indígenas, que provenían de diversas provincias y habían sido traídos por Atahualpa para servir en su ejército, se les permitió regresar a sus hogares.

Algunos sugirieron que se matara a todos los hombres de guerra o se les cortaran las manos. Sin embargo, el Gobernador no lo permitió, argumentando que no era correcto cometer una crueldad tan grande. Explicó que, aunque el poder de Atahualpa podía reunir a un gran número de hombres, el poder de Dios nuestro Señor era infinitamente mayor y, por Su infinita bondad, protegería a los suyos. Afirmó que aquel que los había librado del peligro del día anterior los protegería en adelante, siempre y cuando las intenciones de los cristianos fueran buenas, buscando llevar a aquellos bárbaros infieles al servicio de Dios y al conocimiento de su santa fe católica.

El Gobernador instó a que no imitaran las crueldades y sacrificios que los indígenas realizaban con los prisioneros de guerra. Argumentó que las muertes en la batalla eran suficientes y que aquellos hombres habían sido llevados como ovejas a un corral, por lo que no era apropiado que murieran o fueran dañados. Por lo tanto, fueron liberados.

En el pueblo de Cajamarca, se descubrieron varias casas abarrotadas de ropa, empaquetada en fardos apilados hasta el techo. Se rumoreaba que este era un depósito destinado a abastecer al ejército. Los conquistadores tomaron lo que necesitaban de entre la ropa disponible, pero incluso después de su selección, las casas seguían tan llenas que parecía que apenas se había tocado nada. La calidad de la ropa era excepcional, la mejor vista en toda la región. La mayoría era de lana fina y suave, mientras que otra parte estaba tejida con algodón de varios colores, todos muy bien matizados.

Respecto a las armas encontradas y el estilo de combate de los nativos, se observó lo siguiente: en la vanguardia se destacaban los honderos, expertos en lanzar piedras lisas y hechas a mano con sus hondas, con forma de huevo. Estos honderos llevaban escudos redondos hechos de tablillas angostas pero resistentes, y vestían jubones acolchados de algodón. Tras ellos, venían otros guerreros armados con porras y hachas. Las porras, de brazo y medio de largo, eran tan gruesas como una lanza y tenían la punta engastada en metal, con varias puntas afiladas. Las hachas, del mismo tamaño o incluso más grandes, tenían una hoja de metal de aproximadamente un palmo de ancho, similares a alabardas. Algunos líderes llevaban hachas y porras hechas de oro y plata. Luego, había otros combatientes equipados con lanzas cortas, utilizadas como dardos arrojadizos. En la retaguardia, se encontraban los piqueros, armados con lanzas largas de treinta palmos. Llevaban una manga de algodón en el brazo izquierdo, sobre la cual apoyaban las porras al blandirlas.

Todos los guerreros venían organizados en sus respectivas escuadras, cada una con sus banderas y capitanes al mando, demostrando un orden y una disciplina comparables a los turcos. Algunos de ellos portaban grandes cascos de madera que cubrían sus rostros hasta los ojos, rellenos de abundante algodón, proporcionándoles una protección tan sólida como si fueran de hierro. Los soldados que formaban parte del ejército de Atahualpa eran todos hábiles y experimentados en el arte de la guerra, individuos que habían sido moldeados por el constante enfrentamiento, jóvenes robustos y fornidos, cuya destreza era tal que bastaba con mil de ellos para arrasar una población de aquella tierra, incluso si esta contara con veinte mil defensores.

La residencia de Atahualpa, situada en el corazón de su campamento, destacaba como la más impresionante entre las construcciones de los indígenas, a pesar de su modesto tamaño. Estaba compuesta por cuatro habitaciones dispuestas alrededor de un patio central, donde se encontraba un estanque. Este estanque recibía agua caliente de un conducto que brotaba hirviendo desde una sierra cercana, tan caliente que era imposible sumergir la mano en ella. Además, otro conducto llevaba agua fría, y en su trayecto ambas corrientes se mezclaban para llegar juntas al estanque a través de un solo caño. Tenían la capacidad de controlar el flujo de agua, cerrando el conducto de una de las dos corrientes según fuera necesario.

El estanque del patio era de considerable tamaño, construido con piedra. A un lado del corral, fuera de la casa principal, se encontraba otro estanque, de construcción menos refinada pero provisto de escaleras de piedra para que los habitantes pudieran bajar a lavarse. El espacio donde Atahualpa pasaba la mayor parte del día era un corredor situado sobre un huerto, contiguo a una cámara donde dormía, esta última con una ventana que daba al patio y al estanque. El corredor también se abría al patio, con paredes enlucidas con un betún bermejo de gran brillo, superior incluso al del almagre, mientras que el techo de madera estaba teñido del mismo color. Uno de los cuartos, en frente, presentaba cuatro bóvedas redondas como campanas, todas unidas en una sola estancia encalada, tan blanca como la nieve. Los otros dos cuartos servían como dependencias para el servicio. En el frente de esta residencia fluía un río.

Se ha relatado ya la victoria obtenida por los cristianos en la batalla y captura de Atahualpa, así como la disposición de su ejército real. Ahora se abordará la historia del padre de Atahualpa, cómo ascendió al poder y otros aspectos de su grandeza y gobierno, tal como él mismo lo narró al Gobernador.

El padre de Atahualpa se llamaba Huayna Cápac y gobernaba sobre una extensa región que abarcaba más de trescientas leguas, donde los habitantes le obedecían y tributaban. Originario de una provincia más allá de Quito, al encontrar una tierra pacífica, fértil y rica, decidió establecerse en ella y fundar una gran ciudad que llevó su nombre. Su dominio era tan temido y respetado que algunos lo consideraban casi divino, llegando a ser adorado como una deidad en muchos pueblos, donde incluso le erigieron ídolos. Con un centenar de hijos e hijas, la mayoría de los cuales aún vivían al momento de su muerte hace ocho años, designó como su heredero a un hijo legítimo, mayor que Atahualpa, llamado Ninan Cuyuchi.

Huayna Cápac legó el gobierno de la provincia de Quito, distante del principal señorío, a Atahualpa. Su cuerpo descansa en la provincia de Quito, donde falleció, mientras que su cabeza fue trasladada a la ciudad del Cusco, donde es venerada con gran riqueza de oro y plata. La residencia donde reposa está completamente revestida de estos metales preciosos, tanto en suelos como paredes y techos, tejidos de manera exquisita. En la ciudad del Cusco, otras veinte casas exhiben paredes cubiertas con láminas de oro tanto por dentro como por fuera. Además, la ciudad albergaba el tesoro del Cusco, compuesto por tres almacenes llenos de piezas de oro, cinco de plata y cien mil tejuelos de oro extraídos de las minas, cada uno pesando cincuenta castellanos. Este tesoro procedía del tributo impuesto en las tierras bajo su dominio.

Más allá de la ciudad del Cusco se encuentra Collao, donde un río abunda en oro, y a diez jornadas de viaje desde la provincia de Cajamarca, en Huánuco viejo, otro río igualmente rico. Estas provincias albergan numerosas minas de oro y plata, siendo la extracción de plata en la sierra un proceso relativamente sencillo para los indígenas, que pueden sacar hasta cinco o seis marcos en un día. La plata se extrae envuelta en plomo, estaño y piedra de azufre, luego se purifica mediante la combustión de la piedra de azufre, dejando la plata en forma de pedazos. Las mayores minas se encuentran en Quito y Chincha.

El camino desde Quito hasta la ciudad del Cusco abarca cuarenta jornadas de carga para los indígenas, en una tierra densamente poblada donde Chincha, a medio camino, destaca como una gran población. La región está repleta de ganado ovino, aunque muchas ovejas se vuelven salvajes debido a la superpoblación. Entre los españoles que acompañan al Gobernador, mueren a diario ciento cincuenta, sin que parezca afectar ni afectaría la población del valle, aunque permanecieran un año en él. Los indígenas generalmente consumen la carne de estos animales en toda la región.

Atahualpa también relató que, tras la muerte de su padre, él y su hermano, Huáscar, gozaron de siete años de paz en las tierras que les legó su progenitor. Sin embargo, hace aproximadamente un año, su hermano, del Cusco, se rebeló contra él con la intención de arrebatarle su dominio. A pesar de los ruegos de Atahualpa para evitar la guerra y conformarse con lo que su padre le había dejado, el del Cusco persistió en su intento. Ante esta situación, Atahualpa decidió abandonar su tierra en Quito con el mayor contingente de soldados que pudo reunir y se dirigió a Tumipamba, donde se enfrentó en batalla con su hermano.

Durante el enfrentamiento, Atahualpa logró derrotar a más de mil hombres del ejército del Cusco, obligándolo a huir. Sin embargo, al encontrar resistencia por parte del pueblo de Tumipamba, Atahualpa respondió con violencia, arrasando y matando a todos sus habitantes. A pesar de su deseo inicial de arrasar todos los pueblos de la región, decidió suspender su avance para seguir a su hermano, quien había escapado a su tierra natal.

Atahualpa continuó su campaña con gran poder, conquistando vastas extensiones de tierra mientras los pueblos se sometían a él, conscientes de la terrible destrucción que había infligido en Tumipamba. Seis meses antes, había enviado a dos de sus más valientes pajes, Quisquis y Calcuchimac, junto con cuarenta mil hombres, para tomar la ciudad de su hermano. Después de ganar territorio tras territorio, finalmente llegaron a la ciudad donde residía el Cusco, la capturaron y tomaron prisionero al gobernante, confiscando todo el tesoro de su padre. Al recibir la noticia, Atahualpa ordenó que lo enviaran preso, anticipando que llegarían pronto con una gran cantidad de riquezas.

Los capitanes permanecieron en la ciudad conquistada para protegerla y custodiar el tesoro, mientras que otros treinta mil hombres regresaron a sus hogares con el botín obtenido de la conquista. Todo lo que poseía el hermano del Cusco, ahora estaba bajo el dominio de Atahualpa.

Atahualpa y sus capitanes generales se paseaban triunfalmente, pero tras el inicio de la guerra, ha habido una gran pérdida de vidas. Atahualpa ha perpetrado numerosas crueldades contra sus enemigos y ha asegurado la lealtad de los caciques de los pueblos que ha conquistado. Para mantener el orden, ha instalado gobernadores en cada pueblo, logrando así mantener la paz y la sumisión de la tierra. Su poderío inspira temor y obediencia, mientras que su ejército es bien atendido por los naturales y él mismo es tratado con gran respeto.

Atahualpa, en sus planes, tenía la intención de regresar a su tierra para descansar si no fuera por su captura. En su camino, planeaba arrasar todos los pueblos de la comarca de Tumipamba, que se habían defendido contra él, y repoblarlos con su propia gente. Además, solicitaba que le enviasen cuatro mil hombres casados de la gente del Cusco que habían conquistado para poblar Tumipamba. También mencionó que entregaría a su hermano, quien había sido enviado preso por sus capitanes, al Gobernador, para que decidiera su destino. Preocupado por su propia vida, Atahualpa ofreció una gran cantidad de oro y plata a los españoles que le habían predicado. Cuando se le preguntó cuánto daría, especificó que llenaría una sala con oro hasta una línea blanca a la mitad de su altura, así como dos veces el bohío con plata, todo esto dentro de dos meses.

El Gobernador tranquilizó a Atahualpa asegurándole que enviara mensajeros para cumplir con su promesa sin temor alguno. Acto seguido, Atahualpa envió mensajeros a sus capitanes en la ciudad del Cusco, pidiéndoles que le enviaran dos mil indígenas cargados de oro y una gran cantidad de plata, además de lo que ya venía en camino con su hermano, quien estaba preso.

El Gobernador, curioso, preguntó cuánto tiempo tardarían los mensajeros en llegar a la ciudad del Cusco. Atahualpa explicó que cuando era necesario transmitir un mensaje con urgencia, los mensajeros corren de pueblo en pueblo y la noticia llega en cinco días, pero si tienen que recorrer todo el trayecto, incluso aunque fueran hombres veloces, les tomaría quince días llegar.

Además, el Gobernador cuestionó por qué había ordenado matar a algunos indígenas que los cristianos encontraron muertos en su campamento. Atahualpa respondió que el día en que el Gobernador envió a su hermano Hernando Pizarro a su campamento para hablar con él, un cristiano atacó con su caballo, lo que causó que los indígenas muertos se retiraran, por lo que ordenó su ejecución.

Atahualpa, un hombre de treinta años, de imponente presencia y robusto físico, tenía un rostro grande, hermoso, pero también fiero, con ojos que parecían arder en sangre. Hablaba con gran solemnidad, como corresponde a un gran señor, y sus argumentos eran perspicaces, lo que los españoles reconocieron como señal de su sabiduría. Aunque tenía un temperamento alegre, también mostraba crudeza, especialmente al hablar con su gente, donde se mostraba más serio y severo.

En una de sus conversaciones con el Gobernador, Atahualpa mencionó un lugar a diez jornadas de Cajamarca, camino del Cusco, donde se encontraba una mezquita que era considerada el templo principal por los habitantes de esa tierra. Tanto él como su padre tenían gran veneración por este lugar, donde se realizaban ofrendas de oro y plata. Esta mezquita albergaba al ídolo principal de todos los pueblos, y estaba custodiada por un sabio en quien los indígenas depositaban su confianza, creyendo que podía predecir el futuro al hablar con el ídolo.

El Gobernador, aunque ya había escuchado acerca de esta mezquita, aprovechó la oportunidad para explicar a Atahualpa que todos esos ídolos eran vanos, y que aquellos que creían en ellos estaban siendo engañados por el diablo, lo cual los llevaba a la perdición. Le explicó que los cristianos creían en un solo Dios, creador del cielo, la tierra y todas las cosas visibles e invisibles. Aquellos que aceptaban este conocimiento y recibían el bautismo serían llevados al reino de Dios, mientras que los demás enfrentarían el castigo en las penas infernales. El Gobernador también señaló que la derrota y captura de Atahualpa por un pequeño grupo de cristianos demostraba la falsedad de los ídolos que hasta entonces había adorado, pues su "dios" no había brindado protección alguna en su hora de necesidad. Esto, según el Gobernador, evidenciaba que el verdadero Dios estaba del lado de los cristianos.

Atahualpa admitió que él y sus antepasados no habían tenido contacto con cristianos antes, por lo que no podían haber conocido la verdad sobre el Dios único en quien los cristianos creían. Reconoció que, al escuchar las palabras del Gobernador, se había dado cuenta de que el ser que supuestamente hablaba a través de su ídolo no era un dios verdadero, ya que no había brindado ninguna ayuda significativa en su momento de necesidad.

Después de que el Gobernador y los españoles descansaron del viaje y de la batalla, enviaron mensajeros al pueblo de San Miguel para informar a los vecinos sobre lo sucedido y para obtener noticias sobre la llegada de posibles navíos. Además, ordenaron la construcción de una iglesia en la plaza de Cajamarca, donde se celebraría la misa, y demolieron la cerca de la plaza debido a su altura insuficiente, reemplazándola con una nueva de mayor altura y longitud para la seguridad del campamento. Se tomaron otras medidas para reforzar la protección del campamento real, y se mantuvieron informados sobre los acontecimientos en la tierra, incluyendo la posible formación de grupos de resistencia y otros sucesos relevantes.

Enterados los caciques de la provincia sobre la llegada del Gobernador y la captura de Atahualpa, muchos de ellos acudieron en señal de paz para encontrarse con él. Algunos de estos caciques gobernaban sobre treinta mil indígenas, todos ellos subordinados a Atahualpa. Al llegar ante él, le mostraban gran respeto, inclinándose para besarle los pies y las manos, mientras que él los recibía sin siquiera mirarlos. La solemnidad de Atahualpa y la profunda obediencia que le demostraban todos eran aspectos notablemente extraordinarios. A pesar de su condición de prisionero, conservaba su aura de líder y se mostraba alegre, especialmente porque el Gobernador le dispensaba un trato amable. Sin embargo, en ocasiones, el Gobernador le mencionaba informes sobre la concentración de tropas en Huamachuco y otras regiones, lo que generaba cierta inquietud entre los españoles. Atahualpa respondía que nadie se movía en la región sin su autorización, asegurando que, si alguna fuerza militar se aproximaba, él mismo la había convocado y que el Gobernador podía hacer con él lo que desease, ya que se encontraba bajo su custodia. Aunque los indígenas difundían rumores que inquietaban a los españoles, muchos de ellos resultaban ser falsos.

En medio de estos acontecimientos, uno de los mensajeros que custodiaban a su hermano llegó hasta Atahualpa para informarle que, al enterarse los capitanes de su prisión, habían dado muerte al Cusco (Huáscar). Ante esta noticia, el Gobernador mostró su pesar y exigió que trajeran al Cusco vivo, amenazando con ejecutar a Atahualpa en caso de que no se cumpliera. Atahualpa aseguró que desconocía la acción de sus capitanes, pero el Gobernador confirmó la veracidad de la muerte del Cusco tras indagar con los mensajeros.

Después de estos eventos, pasados algunos días, llegaron personas enviadas por Atahualpa, acompañadas por su hermano que venía del Cusco. Traían consigo algunas de las hermanas y mujeres de Atahualpa, así como una gran cantidad de objetos de oro y plata, como vasijas, cántaros, ollas y otras piezas. Según informaron, aún quedaba más por venir en el camino, pero el largo trayecto dificultaba el transporte, por lo que cada día llegaría más oro y plata de lo que quedaba rezagado. En ocasiones, ingresaban cantidades considerables, como veinte mil, treinta mil, cincuenta mil o incluso sesenta mil pesos de oro en cántaros y ollas grandes, además de piezas de plata y otras vasijas. Todo esto fue almacenado por orden del Gobernador en una casa donde Atahualpa tenía sus guardias, hasta que se cumpliera con lo prometido.

Veinte días después del mencionado mes de diciembre, llegaron mensajeros indígenas desde el pueblo de San Miguel con una carta para el Gobernador. Informaban que seis navíos habían llegado a la costa en un puerto llamado Manarí, junto con Cuaque, llevando a bordo ciento cincuenta españoles y ochenta y cuatro caballos. Tres de los navíos venían de Panamá, con el capitán Diego de Almagro y ciento veinte hombres, mientras que las otras tres carabelas venían de Nicaragua con treinta hombres. Estas fuerzas expresaron su voluntad de servir en la gobernación. Desde Cancebi, tras desembarcar la gente y los caballos para continuar por tierra, uno de los navíos se adelantó para buscar al Gobernador, llegando hasta Tumbes. Sin embargo, el cacique de esa provincia se negó a proporcionar información sobre el paradero del Gobernador y no mostró la carta que se le había dejado para los navíos que llegaran por esa vía.

Este navío que había llegado a Tumbes sin obtener información del Gobernador, regresó sin novedades. Sin embargo, otro navío que lo seguía continuó navegando por la costa hasta llegar al puerto de San Miguel. Allí, el maestre desembarcó y fue recibido con gran alegría por los habitantes del pueblo. Luego, el maestre regresó con las cartas que el Gobernador había enviado, en las cuales informaba a los lugareños sobre la victoria obtenida por él y su gente, así como sobre la gran riqueza de la tierra. Tanto el Gobernador como todos los que estaban con él se regocijaron por la llegada de estos navíos.

Acto seguido, el Gobernador envió mensajeros con cartas dirigidas al capitán Diego de Almagro y otras personas que estaban con él, expresando su alegría por su llegada. Además, les instruyó que, una vez llegados al pueblo de San Miguel, no pusieran en apuros a sus habitantes, sino que se dirigieran a los caciques locales que se encontraban en el camino hacia Cajamarca, ya que estos tenían suficiente comida para proporcionarles. Asimismo, el Gobernador se comprometió a proporcionarles oro para pagar el flete de los navíos, con la condición de que regresaran de inmediato.

Cada día, diversos caciques acudían al Gobernador, entre ellos dos conocidos como los "ladrones", ya que su gente saqueaba a todos los que cruzaban por su territorio, y se dirigían hacia el Cusco. Después de sesenta días desde la captura de Atahualpa, llegaron ante el Gobernador un cacique del pueblo donde se encontraba la mezquita y su guardián. El Gobernador preguntó a Atahualpa quiénes eran, y este explicó que uno era el señor del pueblo donde estaba la mezquita y el otro su guardián. Atahualpa expresó su alegría por su llegada, ya que pagarían por las mentiras que le habían dicho. Solicitó una cadena para el guardián, quien supuestamente le había aconsejado iniciar una guerra contra los cristianos, asegurando que su ídolo le había prometido que los mataría a todos. También mencionó que el guardián había asegurado que su padre, el Cusco viejo (Huayna Cápac), no moriría de la enfermedad que padecía, lo cual resultó ser falso. El Gobernador ordenó traer la cadena, y Atahualpa se la colocó al guardián, advirtiendo que no se la quitaran hasta que trajera todo el oro de la mezquita, el cual quería entregar a los cristianos, ya que su ídolo era mentiroso. Desafió al guardián a ver si su supuesto dios podría liberarlo de las cadenas.

Luego, el Gobernador y el cacique que acompañaba al guardián enviaron mensajeros para que trajeran el oro de la mezquita y lo que el cacique tenía en su poder, asegurando que regresarían en cincuenta días con todo esto. Al saber que se estaban reuniendo fuerzas en la región y que había tropas en Huamachuco, el Gobernador envió a Hernando Pizarro con veinte hombres a investigar la situación y asegurar el oro y la plata que se encontraban allí. Hernando Pizarro partió de Cajamarca en vísperas de Reyes del año 1533. Quince días después, varios cristianos llegaron a Cajamarca con una gran cantidad de oro y plata, que incluía más de trescientas cargas en cántaros y ollas grandes, además de otras diversas piezas.

El Gobernador decidió resguardar todo el oro y la plata en una casa donde Atahualpa tenía guardias, con la intención de mantenerlo seguro hasta que Atahualpa cumpliera su promesa y entregara todo junto. Para asegurarse de que no hubiera fraudes, designó a cristianos para que custodiaran el tesoro tanto de día como de noche, y se encargaron de contarlo todo cada vez que se introducía en la casa.

En medio de este trasiego de riquezas, llegó un hermano de Atahualpa informando que en Jauja aún quedaba una gran cantidad de oro, la cual ya estaba en camino hacia allí, acompañado por uno de los capitanes de Atahualpa, llamado Calcuchimac. Hernando Pizarro informó al Gobernador que, tras investigar la situación en la región, no había noticias de movimientos militares ni de otro tipo, salvo la presencia de oro en Jauja y la llegada de un capitán. Solicitó instrucciones para proceder, ya que no partiría de allí sin su aprobación.

El Gobernador respondió ordenando que se dirigieran hacia la mezquita, ya que tenía al guardián bajo su custodia y Atahualpa había ordenado traer el tesoro de allí. Además, instó a Hernando Pizarro a que se apresurara a traer todo el oro que pudiera encontrar en la mezquita, y le pidió que informara de cualquier suceso en los pueblos por los que pasaran. Ante la demora en la llegada del oro desde la mezquita, el Gobernador envió a tres cristianos para que aseguraran la llegada del oro desde Jauja y para que exploraran el pueblo del Cusco. Uno de ellos recibió el poder para tomar posesión del pueblo del Cusco y sus alrededores en nombre de su majestad, ante un escribano público que los acompañaba. Además, se envió un hermano de Atahualpa como parte de esta expedición.

El Gobernador les instruyó a los cristianos que partían que no causaran daño a los nativos ni les exigieran oro u otros bienes en contra de su voluntad. Les advirtió que no actuaran más allá de lo que el líder nativo que los acompañaba deseara, para evitar represalias. También les encomendó la tarea de explorar el pueblo del Cusco y traer informes detallados. Partieron de Cajamarca el 15 de febrero del mismo año.

Por otro lado, el capitán Diego de Almagro arribó a este pueblo con su grupo, y entraron en Cajamarca el día antes de la Pascua Florida, el 14 de abril del mismo año. Fueron recibidos cordialmente por el Gobernador y sus acompañantes. Un esclavo africano que había acompañado a los cristianos que se dirigían al Cusco regresó el 28 de abril con ciento siete cargas de oro y siete de plata. Informó que regresó desde Jauja, donde encontraron a los indígenas que llevaban el oro, mientras que otros cristianos continuaron hacia el Cusco. El esclavo añadió que Hernando Pizarro regresaría pronto, ya que se había dirigido a Jauja para encontrarse con Calcuchimac. El Gobernador ordenó que este nuevo oro se agregara al tesoro existente y que todas las piezas fueran contadas meticulosamente.

El 25 de mayo, el capitán Hernando Pizarro llegó a Cajamarca acompañado de todos los cristianos que lo acompañaban, incluido el capitán Calcuchimac. Fueron recibidos con gran hospitalidad por el Gobernador y su séquito. Hernando Pizarro trajo consigo veintisiete cargas de oro y dos mil marcos de plata procedentes de la mezquita. También entregó al Gobernador un informe preparado por Miguel de Estete, quien había sido designado como veedor durante el viaje. El informe detallaba el recorrido realizado por Hernando Pizarro por orden del Gobernador, desde Cajamarca hasta Parcama y luego hasta Jauja.

El miércoles, día de la epifanía (conocido popularmente como la fiesta de los Tres Reyes Magos), el 5 de enero de 1533, Hernando Pizarro partió del pueblo de Cajamarca con veinte jinetes y algunos escopeteros. Esa misma jornada llegaron a unas caserías ubicadas a cinco leguas de distancia del pueblo. Al día siguiente, se detuvieron a comer en otro pueblo llamado Ichoca, donde fueron bien recibidos y se les proveyó de lo necesario para ellos y su grupo. Luego, pasaron la noche en otro pueblo más pequeño llamado Guancasanga, que estaba bajo la jurisdicción del pueblo de Huamachuco.

Al día siguiente, temprano por la mañana, llegaron al pueblo de Huamachuco, un lugar grande ubicado en un valle entre montañas, con buenas vistas y alojamientos. El señor de este lugar se llamaba Guamanchoro, quien recibió cordialmente al capitán y a su séquito. Allí, se encontraron con un hermano de Atahualpa que venía apurando la llegada del oro desde el Cusco. Este hermano informó al capitán que el capitán Calcuchimac estaría llegando en veinte jornadas, trayendo consigo toda la cantidad de oro que Atahualpa había ordenado enviar.

Al saber que el oro estaba tan lejos, el capitán envió un mensajero al Gobernador para consultar qué acciones debían tomar, dejando claro que no avanzarían más hasta recibir su respuesta. En el pueblo, el capitán también se informó a través de algunos indígenas sobre la ubicación exacta de Calcuchimac. Al presionar a algunos líderes locales, se enteraron de que Calcuchimac se encontraba a siete leguas de distancia, en el pueblo de Andamarca, con un ejército de veinte mil hombres. Se decía que su objetivo era eliminar a los cristianos y liberar a su señor. Uno de los informantes incluso admitió haber compartido comida con él el día anterior.

Después de recabar más información de otro compañero del principal, quien confirmó lo mismo que los anteriores informantes, el capitán decidió encontrarse con Calcuchimac. Organizó a su gente y emprendió el camino. Esa jornada la pasaron en un pequeño pueblo llamado Tambo, que estaba bajo la jurisdicción de Huamachuco. Allí, nuevamente se informaron de la situación, y todos los indígenas consultados corroboraron lo que se les había dicho anteriormente.

Durante la noche, mantuvieron una buena guardia en el pueblo. Al amanecer, continuaron su camino con cautela y, antes del mediodía, llegaron al pueblo de Andamarca. Sin embargo, no encontraron al capitán Calcuchimac ni recibieron nuevas de él, aparte de las que ya les había dado el hermano de Atahualpa, quien mencionó que Calcuchimac estaba en el pueblo de Jauja con una gran cantidad de oro y que estaba en camino.

En este momento, el capitán recibió la respuesta del Gobernador, en la que se le indicaba que, dado que Calcuchimac y el oro estaban tan lejos, ya había sido informado de que tenía bajo su custodia al obispo de la mezquita de Pachacámac y al abundante oro que se le había enviado. Se le aconsejaba que averiguara la ruta para llegar hasta allí y que, si consideraba factible ir en esa dirección, lo hiciera, ya que mientras tanto seguiría llegando el oro procedente del Cusco.

El capitán se informó sobre el camino y las jornadas hasta la mezquita. Aunque la gente que llevaba no estaba bien equipada con herrajes y otras cosas necesarias para un viaje tan largo, consideró el servicio que prestaba a su majestad al ir en busca de ese oro, para evitar que los indígenas lo escondieran. También deseaba explorar la tierra para determinar si era adecuada para que los cristianos la poblaran. Aunque sabía que la región tenía muchos ríos, puentes de redes, un camino largo y malos pasos, decidió emprender el viaje.

Comenzaron el camino el 14 de enero. Ese mismo día superaron algunos pasos difíciles y cruzaron dos ríos antes de llegar a dormir a un pueblo llamado Pallasca, situado en una ladera. Los indígenas los recibieron bien y les proporcionaron comida y todo lo necesario para pasar la noche, así como indígenas para ayudar con las cargas.

Al día siguiente, partieron de este pueblo y se dirigieron a otro pequeño llamado Corongo. En el camino, pasaron por un gran puerto de nieve y encontraron muchos pastores y ganado. En Corongo, también fueron bien recibidos y recibieron ayuda con las cargas. Este pueblo estaba bajo la jurisdicción de Huamachuco.

Al día siguiente, continuaron su viaje y llegaron a otro pequeño pueblo llamado Pina, donde no encontraron a nadie porque los habitantes se habían ido por miedo. Esta jornada fue particularmente difícil debido a una empinada bajada con escaleras de piedra, muy peligrosa para los caballos.

Al día siguiente del recorrido, a la hora del almuerzo, llegaron a un pueblo grande ubicado en un valle. En el camino se encontraba un río muy caudaloso, con dos puentes adyacentes construidas con redes de la siguiente manera: se levantaba un sólido cimiento desde el agua, se subía bien alto, y de una orilla a la otra se tendían gruesas maromas hechas de bejucos, tan anchas como un muslo, atadas con grandes piedras. Entre las maromas se cruzaban resistentes cuerdas tejidas y debajo se colocaban grandes piedras para darle peso a la estructura. Uno de los puentes era utilizado por la gente común, con un portero que cobraba un peaje, mientras que la otra era reservada para los señores y sus capitanes, siempre cerrada, pero que abrieron para que pasara el capitán y su séquito. Los caballos cruzaron sin problemas. En este pueblo, llamado Pumapaccha, descansaron dos días debido al cansancio de la gente y los caballos por el difícil camino. Fueron bien recibidos y se les proporcionó comida y todo lo necesario.

Al día siguiente, partieron de este pueblo y llegaron a otro más pequeño donde también recibieron todo lo necesario. Cerca de este pueblo, pasaron otro puente similar a la anterior. Luego, viajaron dos leguas más hasta llegar a otro pueblo donde fueron recibidos pacíficamente y se les ofreció comida tanto a los cristianos como a los indígenas que llevaban las cargas. Este tramo del viaje se realizó por un valle rodeado de campos de maíz y pequeños pueblos a ambos lados del camino.

Otro día domingo, el capitán partió de ese pueblo por la mañana y llegaron a otro donde recibieron mucho servicio. Por la noche, llegaron a otro pueblo donde también fueron atendidos con generosidad, y los indígenas del lugar proporcionaron muchas ovejas, chicha y todo lo necesario. Toda la región estaba muy poblada de ganado y maíz, y los cristianos veían rebaños de ovejas a lo largo del camino. Al día siguiente, el capitán partió de ese pueblo y llegaron a otro grande llamado Carhuay, gobernado por el señor Pumacapillay, donde fueron provistos de comida y personas para cargar. Este pueblo estaba en un llano cerca de un río y había otros pueblos cercanos con mucho ganado y maíz. Solamente para alimentar al capitán y su séquito, tenían doscientas cabezas de ganado en un corral. Luego, el capitán partió tarde de este lugar y llegó a otro pueblo llamado Sucaracoay, donde fueron bien recibidos por el señor Marcocana. Descansaron un día allí debido al cansancio de la gente y los caballos por el mal camino. Este pueblo estaba bien resguardado porque era grande y Calcuchimac estaba cerca con cincuenta y cinco mil hombres. Al día siguiente, partieron de este pueblo por un valle de tierras cultivadas y mucho ganado, y fueron a dormir dos leguas más adelante, en un pueblo pequeño llamado Pachacoto. Aquí dejaron el camino real que va al Cusco y tomaron el camino de los llanos.

Otro día, partieron de ese pueblo y se dirigieron a otro llamado Marco, cuyo señor era Corcora. Este pueblo era conocido por ser de señores de ganado, que enviaban allí a sus pastores en ciertas épocas del año, similar a lo que se hace en Castilla, en Extremadura. Desde este pueblo, las aguas fluían hacia el mar, lo que hacía el camino difícil debido a la combinación de tierras frías y húmedas en el interior y una costa cálida con poca lluvia. Las lluvias no eran suficientes para el cultivo, por lo que la tierra era irrigada por las aguas que descendían de la sierra, lo que la hacía muy fértil en alimentos y frutas. Al día siguiente, partieron de ese pueblo y siguieron por un río bordeado de árboles frutales y tierras de cultivo hasta llegar a un pueblo pequeño llamado Huaritanga, donde pasaron la noche. Al día siguiente, continuaron su viaje y llegaron a Paramonga, un pueblo grande ubicado junto al mar. Este pueblo contaba con una casa fortificada con cinco cercas ciegas, decorada con elaboradas labores tanto en el interior como en el exterior, y con portadas talladas con habilidad al estilo español, adornadas con dos tigres en la puerta principal. Los indígenas de este pueblo estaban asustados al ver a una gente que nunca antes habían visto, especialmente los caballos, de los que se maravillaban aún más. El capitán los tranquilizó hablándoles en su lengua y fueron bien servidos por los habitantes del pueblo.

En este pueblo, el capitán y su grupo tomaron un camino más ancho, construido manualmente por las poblaciones de la costa, con paredes de un lado y del otro. Permanecieron en Parpunga durante dos días para que la gente descansara y para esperar herrajes. Cuando partieron de este pueblo, cruzaron un río en balsas mientras los caballos nadaban, y luego llegaron a dormir a un pueblo llamado Pativilca, ubicado en un barranco sobre el mar. Cerca de este pueblo, cruzaron otro río a nado con gran dificultad debido a su fuerte corriente. En estas áreas costeras, no había puentes debido al tamaño y la fuerza de los ríos. Afortunadamente, el señor del pueblo y su gente ayudaron a pasar las cargas y proporcionaron comida abundante para los cristianos.

El capitán y su grupo partieron de este pueblo el 9 de enero y llegaron a otro pueblo sujeto a Pativilca, a tres leguas de distancia. Esta área estaba mayormente poblada por labranzas, árboles frutales y huertos. El camino estaba limpio y bien mantenido. Luego, se dirigieron a dormir a un pueblo cercano al mar llamado Guarna, que estaba estratégicamente ubicado y contaba con grandes edificaciones. Los señores del pueblo y sus habitantes atendieron bien a los cristianos, proporcionándoles todo lo que necesitaban.

Al día siguiente, el capitán y su grupo continuaron su viaje y llegaron a un pueblo llamado Huacho, también conocido como el pueblo de las Perdices debido a la gran cantidad de estas aves que se mantenían en jaulas en cada casa. Los habitantes de este pueblo salieron pacíficamente y mostraron alegría por la presencia del capitán, sirviéndole de manera excelente, aunque el cacique del pueblo no se hizo presente.

Otro día, el capitán partió de este pueblo temprano, ya que le habían advertido que el viaje sería largo, y llegó a un pueblo grande llamado Chancay, ubicado a cinco leguas de distancia. El señor del pueblo y los habitantes salieron pacíficamente y proporcionaron toda la comida necesaria para ese día. Al atardecer, el capitán y su grupo dejaron el pueblo con el objetivo de llegar al lugar donde se encontraba la mezquita al día siguiente. En el camino, cruzaron un gran río y continuaron por el camino bien construido, hasta que finalmente llegaron a un lugar dentro del mismo pueblo, a una legua y media de distancia.

El siguiente día, un domingo, el 30 de enero, el capitán partió de este lugar y, sin salir de áreas arboladas y pueblos, llegó a Pachacamac, donde se encontraba la mezquita. A medio camino, hizo una parada para comer en otro pueblo. El señor de Pachacamac y sus principales salieron a recibir a los cristianos pacíficamente, mostrando una gran disposición hacia los españoles. El capitán y su grupo se establecieron en unos grandes aposentos en una parte del pueblo y, posteriormente, el capitán declaró que había venido por orden del señor Gobernador para obtener el oro de la mezquita que el Cacique había enviado. Sin embargo, a pesar de las promesas iniciales de los líderes del pueblo y los sacerdotes del ídolo, se encontraron con resistencia y dilación en la entrega del oro. En resumen, el oro que trajeron fue muy poco y afirmaron que no había más.

El capitán fingió interés en ver el ídolo que adoraban y pidió que lo llevaran allí, lo cual fue concedido. El ídolo estaba ubicado en una casa bien decorada pero oscura, maloliente y hermética. Era una figura de madera muy sucia que según ellos representaba a su dios, aquel que los alimentaba y sostenía, según creían. A los pies del ídolo tenían algunas joyas de oro como ofrendas. Lo veneraban tanto que solo sus sirvientes y seguidores, a los que decían que él indicaba, podían entrar y servirle. Nadie más se atrevía a tocar las paredes de su casa.

Se descubrió que creían que el diablo se manifestaba en ese ídolo y hablaba con sus seguidores, transmitiéndoles mensajes diabólicos que luego divulgarían por toda la región. Lo consideraban su dios y le ofrecían numerosos sacrificios. Incluso hacían peregrinaciones de hasta trescientas leguas llevando oro, plata y ropa como ofrendas. Cuando llegaban, pedían sus deseos al portero, quien supuestamente hablaba con el ídolo en su nombre y otorgaba sus peticiones.

Antes de que alguien pudiera servir a este ídolo, se decía que debía ayunar durante muchos días y abstenerse de relaciones con mujeres. En las calles del pueblo y cerca de la casa donde estaba el ídolo, había muchos ídolos de madera que adoraban en imitación de su dios.

Se averiguó que desde el pueblo de Catámez, al comienzo de este gobierno, toda la gente de esa costa servía a esa mezquita con oro y plata, pagando un tributo anual. Tenían casas y mayordomos donde entregaban ese tributo, y se encontraron pruebas de que habían entregado mucho más. Muchos indígenas afirmaron haberlo hecho por orden del diablo.

Muchas cosas podrían decirse sobre las idolatrías relacionadas con este ídolo, pero para evitar divagar, me limitaré a lo que los indígenas creen: que el ídolo es su dios y que tiene el poder de destruirlos si se enfada o si no lo sirven correctamente, y que todas las cosas del mundo están bajo su control. La gente estaba tan escandalizada y asustada solo con la idea de que el capitán hubiera entrado a verlo, que pensaban que los cristianos los destruirían a todos cuando se fueran.

Los cristianos explicaron a los indígenas el gran error en el que estaban, señalando que aquel que hablaba desde el ídolo era el diablo, que los engañaba. Les advirtieron que no creyeran en él ni siguieran sus consejos en el futuro, y les hablaron sobre sus prácticas de idolatría. El capitán ordenó destruir la bóveda donde se encontraba el ídolo y romperlo frente a todos. También les explicó muchos aspectos de nuestra fe católica y les indicó que usaran la señal de la cruz como arma para defenderse del demonio.

El pueblo de Pachacamac es impresionante, con una casa del sol ubicada en una colina, bien construida con cinco cercas. Hay casas con terrazas, similares a las de España. El pueblo parece antiguo, con edificaciones en ruinas, y gran parte de las cercas están caídas. El señor principal de este pueblo se llama Taurichumbi.

En este pueblo, los señores de las regiones cercanas vinieron a ver al capitán con presentes de lo que tenían en sus tierras, incluyendo oro y plata. Quedaron asombrados de que el capitán hubiera tenido el coraje de entrar donde estaba el ídolo y destruirlo. El señor de Malaque, llamado Lincoto, vino a rendir homenaje a su majestad y trajo consigo oro y plata. Lo mismo hicieron el señor de Huaro, Alincay, y el señor de Guaco, Guarilli. El señor de Chincha, Tambianvea, junto con otros diez de sus principales, también llevaron presentes de oro y plata. Otros señores, como el de Guarva, Guaxchapaicho, el de Colixa, Aci, y el de Sallicaimarca, Ispillo, junto con otros líderes de las comarcas, trajeron sus propios presentes de oro y plata, lo que se sumó a lo obtenido de la mezquita, totalizando noventa mil pesos. El capitán agradeció a todos estos caciques por su visita y les instó, en nombre de su majestad, a que siempre lo hicieran así, lo que los dejó muy contentos.

En Pachacamac, el capitán Hernando Pizarro recibió noticias de que Calcuchimac, el capitán de Atahualpa, estaba a cuatro jornadas de distancia con mucha gente y el oro, y que amenazaba con no avanzar, declarando que venía a enfrentarse a los cristianos. El capitán envió un mensajero para tranquilizarlo y le instó a que trajera el oro, recordándole que su señor estaba preso y que lo esperaban desde hacía muchos días. Además, mencionó que el gobernador estaba molesto por su demora. A pesar de que el capitán no podía ir personalmente a verlo debido al mal estado del camino para los caballos, le aseguró que en un pueblo en el camino, el que llegara primero esperaría al otro. Calcuchimac respondió que obedecería las órdenes del capitán sin ninguna objeción. Así, el capitán partió del pueblo de Pachacamac para encontrarse con Calcuchimac, avanzando por las mismas jornadas hasta llegar al pueblo de Guarva, ubicado en las llanuras junto al mar, donde dejó la costa y volvió a adentrarse en el interior.

El 3 de marzo, el capitán Hernando Pizarro dejó el pueblo de Guarva y avanzó río arriba, rodeado de densas arboledas durante todo el día. Por la noche, llegó a dormir a un pueblo situado en la ribera del río, subordinado al mencionado pueblo de Guarva, llamado Huaranga. Al día siguiente, partió de este pueblo y se dirigió a dormir a otro pueblo pequeño llamado Aíllo, ubicado junto a la sierra. Este pueblo estaba subordinado a otro más importante llamado Cajatambo, conocido por sus numerosos ganados y campos de maíz.

El 5 de marzo, llegó a dormir a otro pueblo subordinado a Cajatambo, llamado Chincha. En el camino encontró un paso de montaña nevado y difícil, donde la nieve alcanzaba las cinchas de los caballos. Chincha era conocido por sus extensos rebaños. El capitán permaneció en este pueblo durante dos días.

El sábado, 7 de marzo, partió de Chincha y se dirigió a dormir a Cajatambo. Este era un pueblo grande situado en un valle profundo, conocido por sus numerosos rebaños. A lo largo del camino, había muchos corrales de ovejas.

El señor de este pueblo se llamaba Sachao y mostró gran servicio hacia los españoles. En este pueblo, el capitán volvió a tomar el camino ancho por donde se esperaba que Calcuchimac pasara. La travesía tomaría tres días. El capitán se informó si Calcuchimac había pasado como se había acordado, y todos los indígenas afirmaban que sí, llevando consigo todo el oro. Sin embargo, posteriormente se descubrió que los indígenas probablemente estaban instruidos para mentir con el fin de hacer que el capitán avanzara, mientras que Calcuchimac permanecía en Jauja sin intención de moverse.

Dado que los indígenas rara vez decían la verdad, el capitán decidió, a pesar del gran trabajo y peligro, abandonar el camino real por donde se esperaba que Calcuchimac viniera. Su objetivo era averiguar si había pasado y, en caso contrario, ir a encontrarse con él dondequiera que estuviera. Esto se hacía tanto para recuperar el oro como para disolver el ejército que Calcuchimac tenía a su disposición. En caso de negativa por parte de Calcuchimac, el capitán estaba dispuesto a enfrentarse a él y capturarlo.

Por lo tanto, el capitán y su gente se dirigieron hacia un pueblo grande llamado Pombo, situado en el camino real. El lunes, 9 de marzo, llegaron a dormir a un pueblo entre las montañas llamado Oyu.

El cacique de Oyu recibió a los cristianos de manera amistosa y les proporcionó todo lo que necesitaban para pasar la noche. Al día siguiente, temprano, el capitán se dirigió a dormir a un pequeño pueblo de pastores cercano a una laguna de agua dulce, conocida por tener tres leguas de circunferencia y estar rodeada de muchos ganados de tamaño mediano y con lana fina, similares a los de España.

El miércoles por la mañana, el capitán y su gente llegaron al pueblo de Pombo, donde fueron recibidos por todos los señores del lugar y algunos capitanes de Atahualpa, que estaban allí con una cierta cantidad de gente. En Pombo, el capitán encontró ciento cincuenta arrobas de oro que Calcuchimac había enviado, mientras él y su gente permanecían en Jauja.

Después de instalarse, el capitán preguntó a los capitanes de Atahualpa por qué Calcuchimac había enviado ese oro y no había cumplido su promesa de venir. Ellos respondieron que Calcuchimac tenía mucho miedo de los cristianos y que también esperaba más oro que venía del Cusco, por lo que no se atrevía a ir con tan poca cantidad.

Ante esta situación, el capitán Hernando Pizarro envió un mensajero desde Pombo a Calcuchimac, asegurándole que, dado que él no había venido, el capitán iría a donde él estaba y que no debía tener miedo. En este pueblo, descansaron un día para aliviar a los caballos y estar preparados en caso de necesidad de enfrentarse en batalla.

El viernes, 14 días de marzo, el capitán y todo su contingente, tanto a pie como a caballo, partieron del pueblo de Pombo para dirigirse a Jauja. Esa jornada los llevó a dormir a un pueblo llamado Xacamalca, ubicado a seis leguas de distancia en terreno llano desde el pueblo de partida. En los alrededores de este pueblo, hay una laguna de agua dulce que se extiende por unas ocho o diez leguas, rodeada por varios pueblos y con abundancia de ganado. Además, en la laguna se pueden encontrar diversas aves acuáticas y peces pequeños.

Esta laguna era un lugar de recreación tanto para el padre de Atahualpa como para él mismo, quienes tenían muchas balsas traídas desde Tumbes. Un río sale de esta laguna y fluye hacia el pueblo de Pombo, donde atraviesa de manera diagonal y es lo suficientemente profundo para permitir el paso de embarcaciones hasta un puente cercano al pueblo. Aquellos que pasan por el río deben pagar un peaje, similar a lo que se hace en España. A lo largo de este río, hay una gran cantidad de ganado, por lo que fue bautizado con el nombre de Guadiana, en alusión a un río de España que también es conocido por su abundancia.

El sábado, 15 días del mencionado mes, el capitán partió del pueblo de Xacamalca y fue a almorzar a una casa ubicada a tres leguas de distancia, donde recibió una buena acogida y comida. Luego, avanzó otras tres leguas y llegó a dormir a un pueblo llamado Carma, situado en una ladera de una sierra. Allí fue alojado en una casa pintada que ofrecía excelentes aposentos, gracias a la hospitalidad del señor de ese pueblo, quien también proporcionó gente para ayudar con las cargas.

El domingo por la mañana, el capitán partió de este pueblo, anticipando una jornada considerable. Su grupo marchaba en orden, preocupado por la posibilidad de que Calcuchimac estuviera actuando de manera hostil, ya que no había enviado ningún mensajero. A la hora de la tarde, llegaron a un pueblo llamado Yanamarca, donde fueron recibidos por los lugareños. Allí, el capitán se enteró de que Calcuchimac no se encontraba en Jauja, lo que aumentó sus sospechas. A pesar de estar a solo una legua de distancia de Jauja, el capitán decidió continuar después de comer. Cuando llegaron a las afueras del pueblo y divisaron muchos grupos de personas desde una colina, no sabían si eran fuerzas militares o simplemente habitantes del pueblo celebrando alguna festividad. Al llegar a la plaza principal del pueblo, confirmaron que los grupos eran de residentes locales que se habían reunido para celebrar. Antes de descender de sus caballos, el capitán preguntó por Calcuchimac y le informaron que había partido hacia otros pueblos y que volvería otro día.

Por cuestiones de negocios, Calcuchimac se ausentó para averiguar el propósito de los españoles que venían con el capitán. Al darse cuenta de que había cometido un error al no cumplir su promesa y al ver que el capitán había viajado ochenta leguas para encontrarse con él, sospechó que podría ser arrestado o asesinado. Además, temía especialmente a los cristianos a caballo. Por eso decidió retirarse. El capitán llevaba consigo a un hijo del anciano del Cusco, quien, al enterarse de la ausencia de Calcuchimac, expresó su deseo de ir a donde él estaba, y así lo hizo en unas andas. Durante toda esa noche, los caballos permanecieron ensillados y con las riendas sujetas, y se ordenó a los señores del pueblo que ningún indígena se acercara a la plaza para evitar cualquier altercado con los animales.

Al día siguiente, el hijo del anciano del Cusco llegó acompañado de Calcuchimac en andas, y al entrar en la plaza, Calcuchimac se bajó y dejó a su séquito. Con algunos acompañantes, se dirigió a la posada del capitán Hernando Pizarro para verlo y disculparse por no haber ido como había prometido. Explicó que no había podido hacerlo debido a sus responsabilidades. El capitán le preguntó por qué no se había unido a él según lo acordado, a lo que Calcuchimac respondió que su señor Atahualpa le había ordenado que se quedara tranquilo. El capitán le dijo que no guardaba rencor y le instó a prepararse para acompañarlo donde estaba el Gobernador, quien tenía prisionero a su señor Atahualpa. Le advirtió que no sería liberado hasta que entregara todo el oro que había ordenado, sabiendo que tenía una gran cantidad de este metal. Le dijo que reuniera todo el oro y fueran juntos, asegurándole un buen trato.

Calcuchimac explicó que su señor le había ordenado quedarse tranquilo y que, a menos que recibiera otra orden, no se atrevería a ir. Argumentó que, dado que la tierra aún estaba siendo conquistada, su partida podría desencadenar una rebelión. Hernando Pizarro insistió mucho, pero finalmente acordaron que Calcuchimac reconsideraría la propuesta esa noche y hablarían nuevamente por la mañana. El capitán quería convencerlo por razones pacíficas para evitar causar disturbios en la región, ya que esto podría poner en peligro a tres españoles que habían ido a la ciudad del Cusco.

Al día siguiente, Calcuchimac se presentó en la posada y expresó que, dado que el capitán quería que lo acompañara, no podía hacer otra cosa que obedecer. Afirmó que estaría dispuesto a ir con él y dejar a otro capitán a cargo de la fuerza militar que tenía allí. Ese día, reunieron hasta treinta cargas de oro y acordaron partir en dos días. Durante ese tiempo, llegaron entre treinta y cuarenta cargas de plata. Los españoles estuvieron en alerta máxima, con los caballos ensillados día y noche, ya que el capitán de Atahualpa parecía tener una gran cantidad de tropas y podría haber atacado durante la noche.

El pueblo de Jauja era muy grande y estaba ubicado en un hermoso valle de clima templado. Un río poderoso pasaba cerca del pueblo, que era próspero y estaba bien planificado, con calles trazadas como las de España. Había otros pueblos subordinados a él en los alrededores. Según los españoles, cada día se reunían alrededor de cien mil personas en la plaza principal, y los mercados y calles estaban tan abarrotados que parecía que no faltaba nadie.

Calcuchimac tenía hombres encargados de contar a toda la gente que se reunía, para saber cuántos estaban dispuestos a servir en la guerra, y otros responsables de vigilar lo que entraba al pueblo. Tenía mayordomos encargados de proveer alimentos para la gente, así como numerosos carpinteros que trabajaban la madera. También contaba con una serie de medidas de seguridad y protección personal, incluyendo varios porteros en su casa.

En general, Calcuchimac imitaba el estilo de servicio y la organización de su señor, y era temido en toda la región debido a su valentía y habilidad militar. Había conquistado extensas áreas de tierra por mandato de su señor, ganando numerosos enfrentamientos en el campo y en pasos peligrosos. En todas estas batallas, salió victorioso, consolidando así su reputación como un líder militar formidable que no dejó ninguna región por conquistar en el territorio.

Viernes, 20 de marzo, Hernando Pizarro partió de Jauja junto con Calcuchimac, con la intención de dar la vuelta al pueblo de Cajamarca. Durante las jornadas siguientes, llegaron hasta el pueblo de Pombo, donde se encuentra el camino real del Cusco. Permanecieron allí dos días antes de continuar su viaje.

El miércoles siguiente, salieron de Pombo y cruzaron llanos donde pastaban numerosos rebaños de ganado. Al final del día, llegaron a unos grandes aposentos donde pasaron la noche. Ese día nevó copiosamente.

Al día siguiente, se dirigieron hacia un pueblo situado entre unas sierras llamado Tambo. Cerca de este pueblo, encontraron un profundo río con un puente y una escalera de piedra empinada que podría dificultar el paso en caso de resistencia desde arriba. El señor del pueblo brindó una cálida hospitalidad al capitán Hernando Pizarro, ofreciéndole todo lo que necesitaban, y se celebró una gran fiesta en su honor, especialmente por la presencia de Calcuchimac.

Continuaron su camino y llegaron a otro pueblo llamado Tonsucancha, cuyo principal cacique se llamaba Tillima. A pesar de ser un pueblo pequeño, recibieron una cálida bienvenida, con mucha gente dispuesta a servirles. En este lugar, encontraron numerosos rebaños de ganado con lana de excelente calidad, similar a la de España.

Otro día, continuaron su viaje y llegaron al pueblo de Guaneso, situado a unas cinco leguas de distancia. Gran parte del camino estaba pavimentado y empedrado, con acequias para el paso del agua, lo que se dice que fue hecho debido a las nevadas que ocurren en ciertas épocas del año en esa región. Guaneso es un pueblo grande, ubicado en un valle rodeado de escarpadas montañas, con un perímetro de unas tres leguas. En su camino hacia Cajamarca, hay una gran subida muy empinada. El recibimiento que hicieron al capitán y a los cristianos fue muy bueno, y durante los dos días que estuvieron allí se celebraron numerosas fiestas. Este pueblo tiene otros pueblos subordinados a él y es conocido por tener una gran cantidad de ganado.

El último día del mes, el capitán y su gente partieron de Guaneso y llegaron a un puente sobre un río caudaloso, donde había porteros encargados de cobrar el peaje, como era costumbre entre ellos. Después de recorrer cuatro leguas desde ese punto, llegaron a otro pueblo llamado Pincosmarca, situado en la ladera de una empinada montaña. El cacique de este pueblo se llamaba Parpay.

Un día más, el capitán de este pueblo partió y se detuvo a descansar a tres leguas de distancia, en un próspero lugar llamado Huari, donde se encuentra otro río considerable y profundo, junto a una imponente estructura de puente. Este sitio es altamente fortificado, rodeado por profundos barrancos en ambas direcciones. Se relata que Calcuchimac, en este paso, se enfrentó a las fuerzas del Cusco, quienes lo aguardaban y resistieron durante dos o tres días. Cuando las fuerzas del Cusco comenzaban a ceder, quemaron el puente para impedir el avance, sin embargo, Calcuchimac y sus hombres cruzaron nadando y lograron infligir numerosas bajas al enemigo.

Al día siguiente, el capitán prosiguió su marcha hacia otro asentamiento llamado Guacango, situado a cinco leguas de distancia. Luego, continuó su travesía hasta llegar a Piscobamba, un pueblo de gran tamaño en las faldas de una sierra, cuyo cacique, Tanguame, lo recibió con hospitalidad y sus habitantes atendieron a los cristianos con amabilidad. En el trayecto entre este pueblo y Guacango, se encontró otro río con dos puentes adyacentes, construidos con redes y gruesas maromas de bimbres que servían como base, mientras que cordeles entrelazados formaban la superficie de la estructura, con bordes elevados para mayor seguridad. Grandes piedras atadas debajo aseguraban la estabilidad de la pasarela. Aunque atravesar este tipo de puente era una experiencia temerosa para aquellos no acostumbrados, los caballos lograron cruzarlo sin dificultad, gracias a su solidez y firmeza. Estas estructuras contaban con guardias, siguiendo un protocolo similar al de España.

Al día siguiente, el capitán y su séquito continuaron su viaje hacia unas caserías ubicadas a cinco leguas de distancia.

Al siguiente día, el capitán y su grupo partieron de este pueblo llamado Agoa, subordinado a Piscobamba. Es un pueblo próspero con vastos campos de maíz, situado entre sierras. El cacique y sus habitantes proporcionaron todo lo necesario para esa noche, incluyendo personal de servicio al amanecer.

Continuaron su travesía hacia otro pueblo llamado Conchucos, a cuatro duras leguas de distancia. Este asentamiento se encuentra en una hoya, y el camino hacia él presenta numerosos obstáculos, con escalones tallados en la roca y pasajes difíciles que podrían ser defendidos si fuera necesario.

Después de dejar Conchucos atrás, el capitán y su séquito se dirigieron a dormir a otro pueblo llamado Andamarca, punto de partida para su camino hacia Pachacama. En este lugar convergen los dos caminos reales que llevan al Cusco. El trayecto desde el pueblo de Pombo hasta aquí es de tres leguas, marcado por un terreno agreste con escaleras de piedra en las pendientes y muros de contención para evitar resbalones peligrosos, especialmente beneficiosos para los caballos. A mitad de camino, se encuentra un puente de piedra y madera, hábilmente construido entre dos peñascos. Junto al puente, se encuentran unos aposentos bien construidos y un patio empedrado, donde los indígenas relatan que los señores de la región solían celebrar banquetes y festividades durante sus viajes por la zona.

Desde este mismo pueblo, el capitán Hernando Pizarro siguió las mismas rutas que había tomado hasta llegar a la ciudad de Cajamarca, donde finalmente ingresó junto con Calcuchimac el día 25 de mayo de 1533. Este evento presenció algo notable, que no se ha repetido desde el descubrimiento de las Indias y merece especial atención incluso entre los españoles.

Cuando Calcuchimac entró por las puertas donde estaba detenido su señor, tomó a un indígena de los que llevaba consigo y una carga moderada, y se la colocó sobre los hombros, siguiendo su ejemplo muchos otros líderes indígenas que lo acompañaban. Así, cargado con la carga y seguido por sus compañeros, ingresó donde estaba su señor. Al verlo, Atahualpa levantó las manos hacia el sol en agradecimiento por permitirle verlo. Luego, con gran respeto y lágrimas en los ojos, se acercó a él, besándole el rostro, las manos y los pies, al igual que los otros líderes que lo acompañaban.

La actitud majestuosa de Atahualpa fue tal que, a pesar de no tener a nadie en su reino a quien amara tanto como a Calcuchimac, no le mostró más atención que a cualquier otro indígena que estuviera presente. Este acto de cargar una carga al entrar para ver a Atahualpa es una ceremonia cierta que se realiza ante todos los señores que han reinado en esa tierra.

Esta narración, proporcionada por Miguel de Estete, quien fue veedor en el viaje realizado por el mencionado capitán Hernando Pizarro, refleja fielmente todo lo sucedido en ese momento histórico.

El gobernador, al percatarse de que seis navíos en el puerto de San Miguel estaban en peligro de perderse si no se despachaban pronto, convocó una reunión para organizar su partida y presentar un informe a su majestad sobre lo ocurrido. En conjunto con los funcionarios reales, se decidió llevar a cabo la fundición de todo el oro que había sido reunido en este pueblo por Atahualpa, así como cualquier otro tesoro que llegara antes de que la fundición concluyera. Una vez fundido y distribuido, el gobernador no demoraría más y se dirigiría a realizar la colonización, tal como ordenaba su majestad.

El 13 de mayo de 1533, se anunció y comenzó la fundición. Diez días después, llegó a la ciudad de Cajamarca uno de los tres cristianos que habían sido enviados a la ciudad del Cusco. Este individuo, quien también se desempeñaba como escribano, trajo consigo un informe detallado sobre la toma de posesión en nombre de su majestad en la ciudad del Cusco. Además, proporcionó información sobre los numerosos pueblos que se encuentran en el camino hacia allí, mencionando unos treinta pueblos principales además de la propia ciudad del Cusco, así como muchos otros pueblos más pequeños.

Describió la ciudad del Cusco como una metrópolis impresionante, situada en una ladera cerca de un llano, con calles bien trazadas y empedradas. Mencionó una casa con techos de oro, de forma cuadrada y con una extensión de trescientos cincuenta pasos de esquina a esquina. Se extrajeron setecientas planchas de oro de esta casa, cada una pesando alrededor de quinientos pesos. También se mencionó otra casa de la cual los indígenas extrajeron una cantidad significativa de oro, aunque de menor calidad debido a su baja pureza, estimada en siete u ocho quilates. A pesar de no haber podido explorar completamente la ciudad debido a la negativa de los indígenas, basándose en lo observado y en la impresión de los funcionarios locales, se creía que la ciudad albergaba una gran riqueza.

Además, se informó sobre la presencia del capitán Quisquis en la ciudad, quien comandaba una guarnición de treinta mil hombres para protegerla de las amenazas externas, como los caribes y otras tribus enemigas. Este relato también mencionaba la llegada de uno de los principales acompañantes del grupo, quien regresaba con los otros dos cristianos portando seiscientas planchas de oro y plata, además de una gran cantidad de riquezas otorgadas por el líder indígena de Jauja, el mismo que había sido dejado allí por Calcuchimac.

Entonces, en total, el oro que están llevando asciende a ciento setenta y ocho cargas, cada una de ellas transportada por cuatro indígenas en parihuelas. Sin embargo, se menciona que la cantidad de plata es escasa. El oro está llegando a los cristianos de manera gradual y con ciertas demoras, ya que se requiere la labor de muchos indígenas para recogerlo y transportarlo de pueblo en pueblo. Se estima que todo el oro llegará a Cajamarca en aproximadamente un mes.

El oro proveniente del Cusco llegó a Cajamarca el 13 de junio del mismo año, compuesto por doscientas cargas de oro y veinticinco de plata. Solo en el oro, aparentemente, había más de ciento treinta quintales. Posteriormente, llegaron otras sesenta cargas de oro en bruto, principalmente en forma de planchas que parecían haber sido retiradas de las paredes de los bohíos, con agujeros que sugieren que estaban clavadas.

Todo este oro y plata se fundió y distribuyó el día de Santiago. Después de pesarlo todo en una balanza, y una vez calculado y convertido todo en oro de calidad, se determinó que había un total de trescientos veintiséis mil quinientos treinta y nueve pesos de oro de calidad. De esta cantidad, tras deducir los derechos del fundidor, le correspondieron a su majestad doscientos sesenta y dos mil doscientos cincuenta y nueve pesos de oro de calidad.

En cuanto a la plata, se obtuvieron cincuenta y un mil seiscientos diez marcos, de los cuales diez mil ciento veinte marcos correspondieron a su majestad. Después de deducir el quinto y los derechos del fundidor, el gobernador distribuyó el resto entre todos los conquistadores que participaron en la obtención, asignando a los jinetes ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro y trescientos sesenta y dos marcos de plata, y a los soldados de infantería cuatro mil cuatrocientos cuarenta pesos y ciento ochenta y un marcos de plata, ajustando las cantidades según la valoración que el gobernador hizo de los méritos y esfuerzos de cada uno.

Además, el gobernador apartó una cierta cantidad de oro antes de la distribución, que entregó a los habitantes que permanecieron en el pueblo de San Miguel, así como a todos los que acompañaron al capitán Don Diego de Almagro, a los mercaderes y marineros que llegaron después de la guerra. De esta manera, todos los que estuvieron presentes en la tierra recibieron una parte, lo que convirtió esta distribución en una verdadera fundición general.

Durante esta fundición, se observó un hecho notable: hubo un día en el que se fundieron ochenta mil pesos, mientras que normalmente se fundían cincuenta o sesenta mil pesos diarios. Los indígenas fueron los encargados de llevar a cabo esta fundición, demostrando su habilidad como plateros y fundidores, utilizando nueve hornos para el proceso.

Es importante mencionar los precios exorbitantes a los que se vendieron los alimentos y otras mercancías en esta tierra, aunque algunos puedan dudarlo debido a lo elevado de los precios. Sin embargo, puedo afirmarlo con certeza, ya que lo presencié y compré algunas cosas. Por ejemplo, un caballo se vendió por mil quinientos pesos, mientras que otros alcanzaron los tres mil trescientos. El precio común de un caballo era de dos mil quinientos pesos, pero incluso a ese precio eran difíciles de conseguir.

Una botija de vino de tres azumbres (Cada azumbre equivale a 2,016 litros) se vendió por sesenta pesos, mientras que yo pagué cuarenta pesos por dos azumbres. Un par de borceguíes costaban treinta o cuarenta pesos, y unas calzas tenían un precio similar. Una capa se vendió por cien o ciento veinte pesos, y una espada por cuarenta o cincuenta. Incluso un simple manojo de ajos se cotizaba en medio peso. Este tipo de precios eran comunes para todas las cosas en la región (un peso de oro era equivalente a un castellano). Por ejemplo, una sola hoja de papel se vendía por diez pesos. Incluso pagué doce pesos por un poco más de media onza de azafrán dañado.

Se podría hablar mucho sobre los altos precios a los que se vendían todas las cosas, y sobre la escasa importancia que se le daba al oro y la plata. La situación llegó al extremo de que si alguien debía algo a otro, simplemente le entregaba un trozo de oro a granel sin pesarlo. Incluso si pagaban el doble de lo que debían, a menudo no se les devolvía nada. Los deudores recorrían las casas con un indígena cargado de oro buscando a sus acreedores para saldar sus deudas.

Se relata cómo concluyó la fundición y se distribuyó el oro y la plata, así como la percepción tan escasa que tienen tanto los españoles como los indígenas sobre la riqueza del oro y la plata en esa tierra. Hay un lugar, que está bajo la dominación del Cusco y que actualmente estaba bajo el dominio de Atahualpa, donde se dice que hay dos casas construidas completamente de oro, incluso las pajas que las cubren están hechas de este metal precioso. Además, con el oro traído desde el Cusco, trajeron algunas pajas hechas de oro macizo, con su espiga al final, exactamente como las que crecen en el campo.

La variedad de piezas de oro que se trajeron es inmensa y sería interminable enumerarlas. Se menciona una pieza de asiento que pesaba ocho arrobas de oro, así como fuentes grandes con caños que vertían agua en un lago dentro de la misma fuente, donde se encontraban muchas aves de oro de diferentes formas y hombres sacando agua, todo elaborado en oro. Además, se sabe por testimonio de Atahualpa, Calcuchimac y otros, que en Jauja, Atahualpa tenía ciertas ovejas y pastores hechos de oro, siendo tanto las ovejas como los pastores de un tamaño similar a los que se encuentran en esa tierra. Estas piezas eran herencia de su padre, y Atahualpa prometió entregarlas a los españoles. Se cuentan historias grandiosas sobre las riquezas de Atahualpa y su padre.

Ahora, es crucial relatar un hecho que no debe pasarse por alto: un cacique del pueblo de Cajamarca se presentó ante el Gobernador y, a través de intérpretes, le comunicó lo siguiente: "Quiero informarte que después de la captura de Atahualpa, él envió mensajeros a Quito, su tierra, y a todas las demás provincias, convocando a una gran cantidad de guerreros para atacarte a ti y a tu gente, con la intención de matarlos a todos. Esta fuerza está liderada por un gran capitán llamado Lluminabe. Están muy cerca de aquí y planean atacar este campamento durante la noche, incendiándolo desde todas partes. El primer objetivo será acabar contigo y luego liberarán a su señor Atahualpa de su prisión. Se estima que provienen de Quito doscientos mil hombres de guerra y treinta mil caribes, conocidos por su práctica de canibalismo, así como de la provincia de Pazalta y otras regiones, un gran número de guerreros."

El Gobernador, al escuchar esta advertencia, agradeció sinceramente al cacique y le brindó muchos honores. Inmediatamente ordenó a un escribano que registrara todo lo que se le había comunicado, recabando testimonios de un tío de Atahualpa, así como de otros señores prominentes y algunas mujeres indígenas. Después de una investigación, se confirmó que todo lo dicho por el cacique de Cajamarca era verídico.

El Gobernador confrontó a Atahualpa, preguntándole: "¿Qué traición es esta que has urdido, a pesar de la gran consideración y confianza que te he brindado, tratándote como a un hermano?" Luego le expuso todo lo que había descubierto y lo que había averiguado a través de la investigación. Atahualpa respondió con ironía: "¿Me estás tomando el pelo? Siempre me hablas en tono de burla. ¿Qué posibilidad hay de que yo y mi gente podamos enfrentar a guerreros tan valientes como ustedes? No me cuentes estas historias". Lo dijo todo con una sonrisa, sin mostrar signos de preocupación, aparentemente para ocultar su maldad y demostrando una astucia que dejó atónitos a los españoles que lo escucharon, al ver tanta sagacidad en un hombre considerado bárbaro.

El Gobernador ordenó traer una cadena y se la colocaron en el cuello a Atahualpa. Luego envió a dos indígenas como espías para averiguar el paradero de este ejército del que se había hablado, supuestamente a unas siete leguas de Cajamarca. Quería determinar si estaban en una posición donde pudiera enviar un contingente de cien jinetes para enfrentarlos. Se enteró de que estaban en un terreno muy accidentado y que se estaban acercando. Además, se descubrió que apenas le pusieron la cadena a Atahualpa, este envió mensajeros para informar a su gran capitán de que el Gobernador lo había ejecutado. Al recibir esta noticia, el capitán y su ejército se retiraron. Luego, Atahualpa envió más mensajeros con instrucciones precisas sobre cómo y cuándo atacar el campamento, advirtiendo que, si se retrasaban, lo encontrarían muerto.

Consciente de la inminente amenaza, el Gobernador ordenó extremar las medidas de seguridad en el campamento. Todos los jinetes patrullaban durante toda la noche, con cincuenta en cada turno y ciento cincuenta al amanecer. Ni el Gobernador ni sus capitanes durmieron durante estas noches, supervisando las patrullas y evaluando la situación constantemente. Los soldados no se despojaban de sus armas ni siquiera al descansar en sus cuarteles, y los caballos permanecían ensillados en todo momento.

Bajo esta vigilancia intensiva, el campamento se mantuvo en alerta hasta un sábado al atardecer, cuando dos indígenas sirvientes de los españoles llegaron huyendo de las fuerzas enemigas que se encontraban a tres leguas de distancia. Informaron al Gobernador que esa noche o la siguiente, el ejército enemigo atacaría el campamento cristiano, ya que se acercaban con gran rapidez, siguiendo órdenes de Atahualpa.

En consecuencia, el Gobernador, en consulta con los oficiales de su majestad, los capitanes y las personas con experiencia, dictaminó la sentencia de muerte para Atahualpa por traición. Ordenó que, si no se convertía al cristianismo, sería ejecutado por quemamiento, en aras de la seguridad de los cristianos y el bienestar de la tierra, su conquista y pacificación. La muerte de Atahualpa, razonaron, desmoralizaría a las fuerzas enemigas y debilitaría su determinación de seguir las órdenes que les había enviado.

Así, llevaron a cabo su ejecución, y al llevarlo a la plaza, Atahualpa expresó su deseo de convertirse al cristianismo. Esta decisión fue comunicada al Gobernador, quien ordenó que fuera bautizado. El bautismo fue administrado por el muy reverendo padre fray Vicente de Valverde, quien lo exhortaba durante el proceso. El Gobernador conmutó la pena de muerte en la hoguera por la de ahogamiento, ordenando que fuera ejecutado atado a un poste en la plaza pública. Así se hizo y su cuerpo permaneció allí expuesto hasta la mañana siguiente, cuando fue sepultado con toda pompa y solemnidad en la iglesia, rindiéndole los máximos honores posibles.

De esta manera terminó la vida de alguien que había sido tan cruel, mostrando gran valor y sin mostrar ningún signo de arrepentimiento. Expresó su deseo de encomendar a sus hijos al Gobernador antes de fallecer. Mientras lo llevaban al entierro, las mujeres y los criados de su casa lloraban copiosamente. Falleció en un sábado, a la misma hora en que fue capturado y derrotado. Algunos consideraron que su muerte en ese día y hora fue un castigo por sus pecados. Así, Atahualpa recibió el pago por los grandes males y crueldades que había infligido a sus súbditos. Se le consideraba el mayor carnicero y tirano que jamás haya existido, capaz de destruir un pueblo entero por el más mínimo delito cometido por un solo individuo, y de ordenar la muerte de diez mil personas. Su tiranía había sometido a toda la tierra y era odiado por todos.

Después de estos acontecimientos, el Gobernador eligió a otro hijo del viejo Cusco, llamado Tupac Huarpa, quien mostraba amistad hacia los cristianos, y lo instaló como gobernante ante los caciques y señores de la región, así como ante otros indígenas. Les ordenó que lo reconocieran como su señor y lo obedecieran como lo habían hecho anteriormente con Atahualpa, ya que era el legítimo heredero del antiguo Cusco. Todos aceptaron esta decisión y prometieron obedecer las órdenes del Gobernador.

Ahora quiero relatar un hecho sorprendente: veinte días antes de que esto ocurriera y antes de que se supiera algo sobre el ejército que Tupac Huarpa había reunido, mientras Tupac Huarpa pasaba una noche alegre con algunos españoles, apareció repentinamente una señal en el cielo, hacia la dirección del Cusco, similar a un cometa de fuego, que duró gran parte de la noche. Al ver esta señal, Tupac Huarpa predijo que pronto moriría en esa tierra un gran señor.

Una vez que el Gobernador instaló a Tupac Huarpa como gobernante (como se mencionó anteriormente), le informó sobre las órdenes de su majestad y lo que debía hacer para convertirse en su vasallo. Tupac Huarpa respondió que debía mantenerse en reclusión durante cuatro días sin hablar con nadie, como era la costumbre entre ellos cuando un señor fallecía, para infundir temor y obtener obediencia como su sucesor. Cumplió con estos cuatro días de reclusión y luego el Gobernador selló la paz con él en una ceremonia solemne con trompetas. Le entregó la bandera real, la cual Tupac Huarpa recibió y alzó en nombre del Emperador, reconociéndose como su vasallo. Todos los principales caciques presentes lo recibieron con gran respeto, besando su mano y su mejilla, y luego, mirando hacia el sol, le agradecieron, expresando que les había dado un señor legítimo. Así fue como este nuevo señor fue aceptado en el estado de Tupac Huarpa, y le colocaron una borla muy rica sobre la cabeza, que es casi una corona entre ellos y que Atahualpa también solía llevar.

Después de todos estos acontecimientos, algunos de los españoles que habían participado en la conquista de la tierra, especialmente aquellos que habían estado allí durante mucho tiempo o que estaban enfermos o heridos y no podían servir más, solicitaron permiso al Gobernador para regresar a sus tierras llevando consigo el oro, la plata, las piedras preciosas y las joyas que les habían correspondido como parte del reparto. El Gobernador les concedió este permiso, y algunos de ellos regresaron con Hernando Pizarro, hermano del Gobernador. A otros se les otorgó permiso más tarde, especialmente cuando seguía llegando gente nueva atraída por la fama de la riqueza que se había obtenido.

El Gobernador proporcionó algunas ovejas, carneros e indígenas a los españoles a quienes se les había concedido licencia, para que llevaran su oro, plata y pertenencias hasta el pueblo de San Miguel. Sin embargo, en el camino perdieron algunos particulares una cantidad considerable de oro y plata, estimada en más de veinticinco mil castellanos, debido a que los carneros y las ovejas se escapaban con el oro y la plata, y también algunos indígenas huían. Durante el camino desde la ciudad del Cusco hasta el puerto, que era de casi doscientas leguas, sufrieron mucho por la falta de comida, agua y transporte para llevar sus pertenencias.

Finalmente, embarcaron y llegaron a Panamá, desde donde se embarcaron con la bendición de Dios hacia Sevilla. Hasta el momento, han llegado cuatro barcos que transportaban la siguiente cantidad de oro y plata.

En el año 1533, el 5 de diciembre, llegó a la ciudad de Sevilla la primera de estas cuatro naves. En ella, el capitán Cristóbal de Mena llevaba consigo ocho mil pesos de oro y novecientos cincuenta marcos de plata. También llegó un clérigo llamado Juan de Sosa, natural de Sevilla, quien traía consigo seis mil pesos de oro y ochenta marcos de plata. Además de lo mencionado, en esta nave llegaron treinta y ocho mil novecientos cuarenta y seis pesos más.

En el año 1534, el 9 de enero, llegó al río de Sevilla la segunda nave, llamada Santa María del Campo. En esta nave venía el capitán Hernando Pizarro, hermano de Francisco Pizarro, quien era el gobernador y capitán general de la Nueva Castilla. En esta nave se transportaban para su majestad ciento cincuenta y tres mil pesos de oro y cinco mil cuarenta y ocho marcos de plata. Además, se llevaba para pasajeros y personas particulares trescientos diez mil pesos de oro y trece mil quinientos marcos de plata, sin incluir lo destinado para su majestad. Todo esto estaba en forma de barras, planchas y pedazos de oro y plata, guardado en grandes cajas.

Además de la cantidad mencionada, en esta nave se transportaban para su majestad treinta y ocho vasijas de oro y cuarenta y ocho de plata. Entre estas vasijas se encontraba un águila de plata capaz de contener dos cántaros de agua en su cuerpo, dos ollas grandes (una de oro y otra de plata), cada una capaz de contener una vaca despedazada, y dos costales de oro, cada uno con capacidad para dos hanegas de trigo. También llevaban un ídolo de oro del tamaño de un niño de cuatro años y dos pequeños tambores. Las demás vasijas eran cántaros de oro y plata, cada uno con capacidad para dos arrobas o más. Además, en esta nave se transportaban veinticuatro cántaros de plata y cuatro de oro para los pasajeros.

El tesoro fue descargado en el muelle y llevado a la Casa de la Contratación. Las vasijas se transportaron a carga, mientras que lo demás se guardó en veintisiete cajas, cada par de bueyes llevaba dos cajas en una carreta.

En el mismo año, el 3 de junio, llegaron otras dos naves; una estaba bajo el mando de Francisco Rodríguez y la otra de Francisco Pabón. Estas naves llevaban para pasajeros y personas particulares ciento cuarenta y seis mil quinientos diez y ocho pesos de oro y treinta mil quinientos once marcos de plata.

Sumando el oro de estas cuatro naves, el total asciende a setecientos ocho mil quinientos ochenta pesos. Cada peso de oro se vende comúnmente por cuatrocientos cincuenta maravedís. Si se cuenta todo el oro registrado de estas cuatro naves, sin incluir las vasijas y otras piezas, el total es de trescientos diez y ocho millones ochocientos sesenta y un mil maravedís.

En cuanto a la plata, son cuarenta y nueve mil ocho marcos. Cada marco equivale a ocho onzas, que, valorado a dos mil doscientos diez maravedís, el total de la plata es de ciento ocho millones trescientos siete mil seiscientos ochenta maravedís.

La última de las dos naves que llegaron (en la cual estaba bajo el mando de Francisco Rodríguez) pertenece a Francisco de Jeréz, natural de Sevilla, quien escribió esta relación por mandato del gobernador Francisco Pizarro, estando en la provincia de la Nueva Castilla, en la ciudad de Cajamarca, como secretario del señor Gobernador.

Por el cronista: Francisco de Jeréz

Fin.

Compilado y mejorado por Lorenzo Basurto Rodríguez

Comentarios

Entradas populares de este blog

Turbulentos Tiempos: El Perú a Través de los Ojos de Cristóbal de Molina

La batalla de Vilcas y la muerte de Huáscar