La manera de las idolatrías de estos reinos: Cristóbal de Molina
Las
prácticas religiosas de los diferentes reinos indígenas se derivaban en su
mayoría de las que se llevaban a cabo en la ciudad del Cusco. Cuando el Inca
conquistaba una provincia, impartía las enseñanzas sobre cómo debían servir y
adorar, instruyéndolos en los rituales y sacrificios. Se les ordenaba construir
templos y realizar ofrendas con un servicio ceremonial elaborado, tanto de
mujeres como de hombres. Todos estos reinos estaban subordinados a la Casa del
Sol en el Cusco, donde se rendía cuentas al "Papa" local sobre las
ofrendas y riquezas ofrecidas.
En
el Cusco, las Casas del Sol eran construcciones imponentes, hechas con piedra
de cantería y adornadas con láminas de oro en los techos. En su patio
principal, había una gran pila de piedra donde se ofrecía chicha, una bebida de
maíz similar a la cerveza, bajo la creencia de que el Sol descendía allí para
beber. También había una representación dorada de un maizal, antes de llegar a
la estatua del Sol, que era una figura de oro macizo de gran tamaño. Todo el
mobiliario y los objetos de servicio en estas casas eran de plata y oro,
incluyendo doce horcones de plata blanca, tan grandes que dos hombres apenas
podían abrazar cada uno.
El
culto al Sol era tan reverenciado que ningún indígena, ni siquiera los líderes
más destacados, se atrevían a entrar en las casas del Sol con zapatos. La
seguridad de estos lugares sagrados era notable, con más de cuatro mil personas
dedicadas al servicio. La casa del Sol era increíblemente rica, con ganados en
abundancia y almacenes llenos de todas las riquezas y ofrendas que se le
entregaban desde todas partes del imperio.
En
la época de la llegada de los españoles al Cusco, el máximo sacerdote de estas
casas y de todos los templos del imperio era un hombre llamado Vilaoma, que se
autodenominaba "Indivianan", que significa "siervo o esclavo del
Sol" en la lengua indígena. Era considerado la segunda persona más
importante después del Inca, quien se autodenominaba "hijo del Sol".
Tanto el Inca como Vilaoma eran obedecidos y reverenciados como representantes
directos del Sol.
La
base de su culto a las huacas, o deidades, residía en la creencia de que todas
ellas eran engendradas por el Sol y recibían una especie de maternidad divina.
Consideraban que la Tierra, el fuego, el maíz, las cosechas, los animales e
incluso la chicha, su bebida tradicional, tenían "madres" que los
habían dado a luz. Cada una de estas deidades era reverenciada y adorada de
manera individual, con sus propios templos y rituales.
La
mar, por ejemplo, era llamada Mamacocha, o "madre del mar", y se le
tenía un gran respeto. Al oro lo consideraban como lágrimas derramadas por el
Sol, y cuando encontraban una pepita grande en las minas, la sacrificaban y la
llenaban de sangre para colocarla en sus templos, creyendo que atraería más oro
hacia ellos.
Esta
cosmovisión era enseñada a todas las provincias conquistadas, obligándolas a
rendir culto a estas deidades. Los señores locales, tanto en vida como después
de su muerte, eran adorados como ancestros divinos, y se les realizaban
ofrendas diarias. Incluso en la muerte, se les enterraba con mujeres vivas,
creyendo que los servirían en el más allá.
Cada
año, se cambiaba la vestimenta y los ornamentos de los difuntos, enterrándolos
en cámaras funerarias junto con todas sus posesiones de oro, plata y
vestimenta. Estas prácticas, junto con muchas otras, eran comunes en todo el
imperio, marcando así la profunda influencia de los Incas y los señores de Cusco
en la vida religiosa y cultural de la región.
Es
importante destacar que los indígenas consideraban la coca como una ofrenda al
Sol en cada ocasión que la consumían. Incluso, al estar cerca del fuego, la
arrojaban como un acto de adoración con gran reverencia. Además, al cruzar
pasos montañosos nevados, como señal de veneración, levantaban grandes montones
de piedras y dejaban saetas ensangrentadas como ofrendas. Algunos incluso
dejaban pedazos de plata o se arrancaban cabellos y los ofrecían con profundo
respeto. Estas prácticas solían realizarse en silencio, pues creían que hablar
podría provocar la ira de los vientos y desatar una fuerte nevada que los
mataría.
Afortunadamente,
gracias a la difusión de la doctrina cristiana en estos reinos, muchas de estas
costumbres han sido abandonadas. Los indígenas han dejado de realizar estas
prácticas, ya que los antiguos hechiceros y líderes que las promovían están
casi extintos. Además, sienten un gran temor hacia los religiosos cristianos y
prefieren seguir sus enseñanzas. Cuando son reprendidos por los padres por sus
antiguas prácticas, responden que antes de la llegada de los Incas, no tenían
estos rituales, y que prefieren ahora ser hijos de Dios y adoptar la fe
cristiana. En toda la región, no se registra ningún caso de resistencia a este
cambio hacia la religión cristiana.
Se
evidencia una notable falta de compromiso por parte de los pocos religiosos que
residen en la región para enseñar la doctrina cristiana a los nativos, así como
una escasa dedicación por parte de los gobernantes, encomenderos y colonos
españoles en promover la conversión de los indígenas. Su principal preocupación
parece ser su propia codicia, ya que su único interés radica en cómo
enriquecerse a través de la explotación de los trabajos forzados de los indios.
Los
indígenas se ven constantemente ocupados con tareas agotadoras, como trabajar
en las chacras, las minas, cuidar ganado y realizar trabajos personales para
los colonos, lo que les deja poco tiempo o energía para preocuparse por su
bienestar personal. Esta situación ha llevado a una disminución alarmante de la
población indígena desde la llegada de los españoles, con muchos repartimientos
que antes albergaban a miles de indios y que ahora apenas cuentan con unos
pocos cientos. Los valles y tierras que antes estaban habitadas por indígenas
ahora están vacíos de personas y llenos de ganado, lo que demuestra que los
colonos prefieren criar animales antes que fomentar la población indígena.
Incluso,
el virrey don Antonio de Mendoza había expresado preocupación por esta
situación, instando a sacar los ganados de los valles y trasladarlos a las
sierras para permitir que los indígenas ocuparan esos espacios y se
multiplicaran. Sin embargo, este intento no prosperó y la situación continúa
empeorando, lo que genera temores sobre el futuro de los nativos en la región.
Dada
la complejidad y la falta de registros escritos en la historia de los nativos
de estos reinos, prefiero limitarme a lo que los antiguos, cuya memoria se
remonta al tiempo en que los españoles llegaron a estas tierras, pueden
atestiguar con sus propios ojos. Este enfoque se considera más fidedigno, ya
que no tenían acceso a la escritura y su conocimiento se basaba en lo que
podían observar directamente.
Cuando
los españoles llegaron al Cusco, había indígenas que recordaban a un señor Inca
llamado Tupa Inca Yupanqui, quien fue padre de Huayna Capac, Atahualpa, Huáscar
y Manco Inca, entre otros. Tupa Inca Yupanqui, según relatan los indígenas,
conquistó gran parte de estos reinos por sí mismo y fue un líder valiente que
expandió y mejoró los caminos reales, extendiéndolos hasta quinientas leguas
desde el Cusco hacia distintas direcciones.
Tupa
Inca Yupanqui conquistó el Collao, una región que se rebeló en varias
ocasiones, y llegó desde el Cusco hasta las provincias de Chile, abarcando una
vasta extensión de territorio. Trabajó incansablemente y finalmente falleció en
el Cusco. Le sucedió su hijo Huayna Capac, cuyo nombre en lengua quechua
significa "mancebo rico".
Huayna
Capac demostró ser un líder valiente y amado por su pueblo. No solo mantuvo lo
conquistado por su padre, sino que continuó expandiendo el imperio, llegando
hasta las provincias de Quito y los Pastos. Luchó en grandes batallas en Quito
y sometió a los Guamaracones en las provincias de Otavalo y Cayamor. Sin
embargo, cuando intentó emprender una expedición hacia las provincias de
Popayán, se enfrentó a la resistencia de su propia gente, que se acobardó ante
la idea de enfrentarse a enemigos desconocidos. Esta situación le causó una
profunda aflicción, pues como hijo único del Sol y único Inca, no podía
concebir la idea de que hubiera otros señores más poderosos que los suyos.
Se
dice que Huayna Capac tuvo conocimiento de la llegada de los españoles por
primera vez a Tumbes. Antes de su muerte, les encomendó a sus hijos que no
entraran en conflicto con los cristianos, entre otras instrucciones que no
considero relevantes para mencionar aquí.
En
el momento de su fallecimiento en las provincias de Quito, Huayna Capac tenía
dos hijos en quienes depositaba todas sus esperanzas. Uno de ellos era Huáscar,
hijo de su esposa y legítima señora, quien, por derecho de primogenitura y por
ser hijo de su propia hermana, heredaba todos los reinos y señoríos de su
padre. Esto seguía la costumbre de los señores del Cusco, que tenían la
prerrogativa de casarse únicamente con sus hermanas para asegurar la pureza de
su linaje. Los hijos nacidos de estas uniones eran considerados más cercanos y
de linaje más distinguido. En contraste, aquellos indígenas que no pertenecían
a esta línea de sangre y que tenían relaciones con las hermanas del Inca, eran
vistos con desaprobación.
El
otro hijo de Huayna Capac era Atahualpa, nacido de una mujer indígena de las
provincias de Quito. A los ojos de los incas, no gozaba del mismo estatus que
su hermano Huáscar, quien era hijo de una noble del Cusco, a la que llaman
paya. En la jerarquía incaica, los hijos de las coya, que eran las hijas del
Inca, eran considerados los más preeminentes y honorables.
A
pesar de que Huayna Capac había designado a Huáscar como el heredero universal
de los reinos después de su muerte, expresó su deseo de dividir el territorio y
otorgar la mitad a Atahualpa. Sin embargo, esta idea era repugnante para los
incas y señores del Cusco. Se cree que antes de morir, Huayna Capac discutió
este asunto con Huáscar y le pidió que lo considerara. Sin embargo, Huáscar no
estaba dispuesto a aceptar la petición de su padre. En última instancia, Huayna
Capac dejó a Atahualpa con los reinos de Quito, mientras que el resto quedó
bajo el dominio de Huáscar en el Cusco.
Poco
después de la muerte de Huayna Capac, Huáscar, aún sin confirmar la muerte de
su padre, envió un ejército para desposeer a Atahualpa de lo que le había
legado su padre. Huáscar ordenó que lo llevaran preso al Cusco para enfrentar
juicio. Las provincias vecinas de los Cañaris, cercanas a Quito, apoyaron la
guerra contra Atahualpa. Después de una lucha interna, Atahualpa fue capturado
por las fuerzas de su hermano Huáscar y encarcelado. Sin embargo, logró escapar
con la ayuda de un amigo que le introdujo una barra de cobre en su celda y cavó
un túnel para salir.
Después
de su fuga, Atahualpa reunió seguidores en Quito y se enfrentó a las provincias
rebeldes de los Cañaris, destruyéndolas y reuniendo más seguidores para su
causa. A medida que avanzaba, atrajo más apoyo y voluntarios, especialmente de
aquellos que lo consideraban valiente y deseaban oponerse a su hermano Huáscar.
Envió dos ejércitos al Cusco para luchar contra Huáscar, mientras él mismo
avanzaba gradualmente hacia el norte, coincidiendo con la llegada de los
españoles a la región costera.
Cuando
se enteró de la presencia de los españoles, Atahualpa retrocedió hacia
Cajamarca, donde fue capturado por los conquistadores. En su camino hacia
Cajamarca, en la provincia de Huamachuco, mandó destruir una huaca principal
donde se realizaban rituales de adoración, ya que los hechiceros le habían
anunciado que sería derrotado por los cristianos. Atahualpa ordenó la ejecución
de todos los hechiceros de la provincia como represalia. En Cajamarca, los
españoles exigieron un rescate de oro y plata por su liberación, pero después
de que se pagara el rescate, lo ejecutaron, como se ha mencionado
anteriormente.
Se
cuenta que mientras Atahualpa estaba preso, recibió noticias de sus capitanes
Quisquis y Calcuchimac, a quienes había enviado al Cusco después de librar
grandes batallas contra Huáscar. Inicialmente, Quisquis fue victorioso, pero
luego cayó en una trampa tendida por el general de Atahualpa y fue capturado,
con muchas bajas en su ejército. En prisión, Calcuchimac le dijo a Atahualpa
que consideraba que él no era el verdadero soberano, sino él mismo, y le
propuso entregarle todo su ejército para luchar contra Atahualpa. Para ello,
sugirió convocar a todos los líderes y principales del Cusco para presenciar
este acto. Huáscar ordenó que se llevara a cabo esta reunión, y más de dos mil
líderes se congregaron en la plaza del Cusco. En ese momento, Calcuchimac
ordenó que atacaran a los presentes, y fueron masacrados. Las mujeres nobles
del Cusco fueron asesinadas, y a las embarazadas les sacaron los fetos por los
costados. Calcuchimac tenía la intención de exterminar toda la descendencia de
los incas para asegurar su propio dominio y el de su señor.
Después
de esta matanza, Calcuchimac envió mensajeros a Atahualpa, quien estaba
entonces preso en Cajamarca, ordenándole que mataran a su hermano Huáscar de
inmediato, para evitar que los españoles lo rescataran y lo devolvieran al
trono del Cusco. Cuando Atahualpa recibió la noticia de la muerte de Huáscar,
se dice que se rio y le explicó al gobernador Pizarro la razón de su risa.
Señaló que su hermano había afirmado que bebería con su cabeza, pero ahora era
él quien bebía con la cabeza de Huáscar, ya que le habían traído su cabeza para
ese propósito. Atahualpa también mencionó que había subestimado el poder de los
españoles, ya que con solo cien de ellos lo habían capturado y causado graves
pérdidas a su ejército.
Después
de la entrada inicial de los españoles en el Cusco y la expulsión de los indios
de la parcialidad de Atahualpa de la ciudad, los capitanes de Atahualpa,
Quisquis y Calcuchimac, se enfrentaron a los españoles a unas cinco o seis
leguas de distancia. En la cuesta de Vilcashuamán, mataron a cinco españoles.
Los naturales del Cusco y sus tierras, que estaban en conflicto con Atahualpa y
su gente, favorecieron a los españoles en todo lo que pudieron.
Después
de dejar una guarnición en el Cusco, los españoles persiguieron a las fuerzas
de Atahualpa y los expulsaron de la región. Capturaron al capitán general de
Atahualpa, Calcuchimac, y lo ejecutaron. El otro capitán, Quisquis, junto con
un gran ejército, se retiró hacia Quito, donde se enfrentó a la gente de
Benalcázar, el capitán general de la región. Después de varios enfrentamientos,
la situación se resolvió y los reinos quedaron en paz por un tiempo. Sin
embargo, los españoles seguían siendo objeto de resistencia por parte de los
nativos, quienes se alzaban y se organizaban para defenderse debido al maltrato
y los abusos que sufrían por parte de los conquistadores. En muchos lugares,
los nativos no podían soportar las exigencias y los abusos de los españoles, lo
que llevaba a conflictos y enfrentamientos.
Después
de la muerte de los dos pretendientes al señorío de los reinos, Huáscar Inca y
Atahualpa, la tierra quedó sin un gobernante claro. El Marqués Pizarro, al
darse cuenta de esta situación, consultó a los nativos sobre quién debía ser el
sucesor en el Cusco y gobernar la tierra. Le presentaron a un Inca llamado Topa
Hualpa, a quien los indios consideraban el heredero legítimo de los reinos. El
Marqués lo nombró Inca y le otorgó la borla, el símbolo de autoridad.
Sin
embargo, Topa Hualpa murió apenas dos o tres meses después de asumir el cargo.
Mientras el Marqués se dirigía al Cusco, siete leguas antes de llegar, se
encontró con Mango, un joven de dieciséis años que huía de la gente de
Atahualpa para evitar ser asesinado. Mango estaba solo y desamparado,
aparentando ser un indio común, acompañado solo por un paje. Al enterarse de
que Mango era el heredero legítimo, el Marqués le otorgó la borla y lo proclamó
Inca. Mango fue recibido en el Cusco con gran entusiasmo y amor por parte de la
gente, tanto así que lo llamaban "Inca muchacho". Dondequiera que
iba, la gente se movilizaba para seguirlo y servirle.
La
situación en el Cusco se volvió cada vez más tensa debido a las grandes
diferencias entre los dos Gobernadores, Pizarro y Almagro. Los señores del Cusco
tomaron partido, algunos apoyando a Almagro y otros a Pizarro, lo que generó
intensas discusiones y conflictos entre ellos. La situación se tornó tan
inflamada que el Inca ordenó a un español, su amigo, que asesinara a su propio
hermano, quien era un importante señor local. Este crimen se llevó a cabo por
orden del Inca, quien vigilaba durante la noche y hacía que los españoles
afines a Almagro durmieran en su compañía, ya que esa facción lo seguía a él y
a su tío Pasca, mientras que otros parientes y seguidores de los Pizarro
sostenían su lealtad hacia esa facción.
Para
intentar resolver estas disputas, los Gobernadores convocaron al Inca y a su
tío Pasca, junto con otros líderes principales, a sus respectivas residencias.
Allí, les hablaron extensamente sobre la importancia de la reconciliación. Sin
embargo, el Inca, como gran señor que era, parecía poco dispuesto a escuchar a
los demás, ya que consideraba que ni siquiera su tío ni ningún otro indio, por
muy poderoso que fuera en su tierra, se atrevería a hablarle de igual a igual,
como lo estaban haciendo aquellos que contaban con el favor del Marqués.
En
ese momento, un hermano del Inca llamado Paulo Inca intervino con palabras
enérgicas, cuestionando el atrevimiento de los demás líderes indígenas al
dirigirse tan libremente al Inca y expresar sus deseos con el respaldo de los
españoles. Paulo Inca habló con tal autoridad que tanto el Marqués como los
presentes prestaron mucha atención, y el Marqués incluso preguntó quién era ese
indio y qué había dicho exactamente.
Después
de este incidente, las negociaciones de paz entre el Inca y sus parientes no
pudieron concluirse, y cada uno regresó a su alojamiento. Paulo Inca, hermano
del Inca, era un indígena notablemente inteligente y sabio, con una gran
influencia. Acompañó a Almagro en el viaje de exploración y conquista de las
provincias de Chile, soportando muchos desafíos con valentía.
Una
vez de vuelta en el Cusco, Paulo Inca recibió las casas de Huáscar para vivir,
las cuales eran las más importantes de la ciudad. Además, le otorgaron un
repartimiento de dos mil indígenas en la provincia de los Cañaris. Paulo Inca tenía
autoridad sobre el Cusco y todos sus habitantes indígenas. Murió como
cristiano, y se ordenó la construcción de una capilla suntuosa donde fue
enterrado. Durante su vida, se rodeó de españoles y celebró misas. Su casa y su
memoria se conservaron en el Cusco, y sus hijos fueron criados como cristianos,
recibiendo educación religiosa, gracias a la bondad de Dios.
Es
relevante mencionar un hecho notable que ocurrió el día anterior a su muerte,
ya que ejemplifica la buena disciplina y el ejemplo que Paulo Inca representaba
para los naturales del Cusco.
Cuando
se supo que Paulo Inca había fallecido, todos los guerreros indígenas y vecinos
del Cusco, armados con flechas, lanzas y porras, cada uno con sus armas de
guerra, se dirigieron a las casas de Paulo Inca y las rodearon por completo. Se
colocaron en lo alto de las paredes y en los puntos estratégicos de la casa,
dando gritos y voces fuertes. Además, todos los habitantes del Cusco lloraban
en voz alta. Estos guerreros se destacaron aún más en su lamento, y
permanecieron allí protegiendo la casa de Paulo Inca hasta que fue enterrado.
Cuando
se les preguntó por qué habían acudido en masa a la casa de Paulo Inca en ese
momento, aproximadamente entre cuatrocientos y quinientos guerreros, explicaron
que era una costumbre en el Cusco que cuando moría el señor natural, para
evitar que algún tirano se apoderara de las casas del señor fallecido, se
apropiara de su esposa e hijos, y tiranizara la ciudad y el reino, ellos
acudían para evitarlo. No regresaban a sus hogares hasta que el hijo legítimo
del señor fallecido fuera reconocido como el señor universal del imperio.
Durante el entierro de este señor, toda la ciudad, tanto cristianos como
indígenas, lloraba.
Las
tensiones entre los señores del Cusco en diferentes facciones y los
gobernadores aparentemente calmados en público dieron lugar a un incidente en
el que el Marqués Pizarro supuestamente se enojó con el Inca. Esto se debió a
que el Marqués tenía un intérprete que, con sus amenazas verbales hacia el
Inca, indicaba que el Marqués sentía que el Inca no era su amigo y sí del
Adelantado Almagro. Por otro lado, Almagro contaba con otro intérprete, don
Felipe, que era un gran amigo del Inca. Las rivalidades entre estos dos
intérpretes generaban tensiones entre los nativos, ya que cada uno de ellos
insinuaba a los nativos que su señor era el gobernador legítimo y el que
permanecería en el poder.
El
Inca, muy temeroso por estas circunstancias, tanto que no se atrevía a dormir
solo en su casa sin la compañía de algún español, decidió, en cierta ocasión al
anochecer, ausentarse de su casa y dirigirse secretamente a la posada del
Adelantado Almagro, donde se escondió en su habitación. Cuando los españoles y
vecinos del Cusco se enteraron de esto, fueron con gran alboroto y saquearon su
casa, causándole grandes daños, sin que se pudiera evitar ni remediar, y al
Marqués no le importó mucho el robo.
Esa
misma noche, Almagro informó al Marqués sobre la presencia del Inca, explicando
que había venido por temor a algunas cosas que le habían dicho los intérpretes,
y le rogaba que no permitiera que el Inca tuviera tales temores. Además, pidió
que se castigara a los responsables del saqueo de la casa del Inca. Aunque esta
situación se disimuló, el Inca quedó muy alterado.
Estos
acontecimientos ocurrieron en el mes de abril de 1535, durante la época de la
cosecha de maíz y semillas en el valle del Cusco. En esta ocasión, los señores
del Cusco tenían la costumbre de realizar un gran sacrificio al Sol y a todas
las huacas y adoratorios del Cusco, en agradecimiento por la cosecha pasada y
para solicitar una buena cosecha en el futuro. Aunque esta práctica es
abominable y detestable, al dirigir estas celebraciones a la creación en lugar
del Creador, sirve de ejemplo para recordar la importancia de dar gracias a
Dios por los bienes recibidos.
El
ritual se llevaba a cabo en un llano a las afueras del Cusco, donde sale el Sol
al amanecer. Allí, se colocaba una serie de altares ricamente decorados con
plumas, formando una calle entre ellos. Los señores y principales del Cusco se
situaban a ambos lados de esta calle, vestidos con mantas y prendas de plata y
oro, formando dos filas de más de trescientos señores cada una. En el momento
en que el Sol comenzaba a salir, los participantes entonaban un canto en coro
con gran orden y concierto, acompañando el movimiento del pie al ritmo de la
música, mientras el Sol ascendía en el horizonte.
El
Inca, situado en un cercado apartado de la fila principal, lideraba el canto
con autoridad, levantándose al principio de la ceremonia y volviendo a su
asiento para negociar con aquellos que se acercaban a él. Durante el transcurso
del día, los participantes realizaban grandes ofrendas al Sol, como la quema de
carne en un gran fuego y el reparto de ovejas entre los indios pobres para su
disfrute.
Este
sacrificio y celebración se llevaba a cabo desde el amanecer hasta que el Sol
se ocultaba por completo, con los participantes aumentando sus voces a medida
que el Sol ascendía y disminuyéndolas a medida que descendía, en sincronización
con el movimiento solar a lo largo del día.
A
las ocho de la mañana, salían más de doscientas jóvenes mujeres del Cusco, cada
una llevando un cántaro nuevo grande lleno de chicha, cubierto con su tapadera.
Los cántaros estaban barnizados de la misma manera y eran todos nuevos,
siguiendo un esmaltado uniforme. Estas mujeres avanzaban en grupos de cinco,
con gran orden y concierto, y ofrecían muchos cestos de coca al Sol, una hoja
similar al arrayán que era consumida por ellos. Además de estos gestos,
realizaban otras ceremonias y ofrendas que sería largo de detallar.
Cuando
llegaba la tarde y el Sol comenzaba a ocultarse, las mujeres mostraban gran
tristeza por su partida y sus voces se debilitaban intencionalmente. Cuando el
Sol finalmente desaparecía de su vista, expresaban gran admiración y lo
adoraban con profunda humildad, alzando luego todo el aparato de la fiesta y
regresando cada uno a su casa. Los bultos de ídolos que habían sido expuestos
en los toldos durante las celebraciones eran reliquias de los Incas anteriores
que habían gobernado el Cusco. Cada uno de estos ídolos tenía un séquito de
hombres y mujeres que los atendían durante todo el día.
En
la última jornada de las fiestas, llevaban muchos arados de mano, que
antiguamente eran de oro. Durante la ceremonia, el Inca tomaba uno de los
arados y comenzaba a romper la tierra, seguido por los demás señores, para
simbolizar que a partir de entonces todos deberían trabajar la tierra en sus
dominios. Se creía que, si el Inca no realizaba este acto primero, nadie más se
atrevería a romper la tierra ni se creería que produciría frutos. Con esto,
concluían las celebraciones festivas.
Pasadas
estas festividades y otros muchos acontecimientos, que sería largo enumerar, el
Inca entregó al Adelantado una gran cantidad de oro. Además, la hermana del
Inca, Marcachimbo, que era la señora más importante de los reinos, le entregó a
Almagro un tesoro de plata y oro que tenía guardado en un hoyo. Cuando este
tesoro fue fundido, produjo ocho barras de plata o veintisiete mil marcos de
plata. Además, de las sobras de este tesoro, le dio a otro capitán doce mil
castellanos. A pesar de sus generosas contribuciones, Marcachimbo no fue más
honrada ni favorecida por los españoles. Por el contrario, fue deshonrada en
muchas ocasiones, ya que era muy joven y atractiva, y sufrió de una enfermedad
venérea. Sin embargo, finalmente, en la época del Licenciado Vaca de Castro, un
español se casó con ella y, finalmente, murió como cristiana y fue una mujer
muy virtuosa.
Estas
señoras del Cusco suscitarían grandes sentimientos de humanidad en aquellos que
tuvieran corazón compasivo. Durante la época de prosperidad del Cusco, cuando
los españoles llegaron, había muchas señoras que vivían en sus hogares con
tranquilidad y dignidad, llevando una vida muy respetable. Cada señora estaba
acompañada por quince o veinte mujeres que la servían en su casa, todas bien
vestidas y cuidadas. Vivían con honestidad, gravedad y decoro, manteniendo su
castidad. Se estima que había alrededor de seis mil de estas señoras
principales, sin contar con las mujeres de servicio, que podrían haber superado
las veinte mil. Sin embargo, en los dos años siguientes, la situación cambió
drásticamente debido a la guerra, muchas murieron y las que quedaron a menudo
se vieron obligadas a llevar una vida menos virtuosa. Que Dios perdone a
aquellos que fueron la causa de esto y a aquellos que no lo remediaron cuando
pudieron.
Después
de que los gobernadores hubieran capitulado y dividido sus territorios,
anunciaron en la ciudad del Cusco que todas las personas que estuvieran sin
ocupación debían prepararse para el descubrimiento de Chile que el Adelantado
Almagro quería emprender. Enseguida, Almagro pidió al Inca que le proporcionara
dos señores para que fueran enviados delante del Cusco para preparar el camino
y organizar la ayuda de la tierra para los españoles que lo acompañarían. El
Inca entonces seleccionó a su hermano Paulo Inca, del que ya hemos hablado, y a
Vila Homa, quien tenía a su cargo las prácticas religiosas de la región, para
acompañar a tres españoles a caballo. Se les ordenó que no se detuvieran hasta
haber recorrido doscientas leguas. Según los relatos de los indígenas y
caciques, estos enviados recorrían cada repartimiento solicitando oro en nombre
de Almagro, lo cual se hizo público y notorio. En una provincia llamada Tupisa,
a doscientas leguas del Cusco, estuvieron esperando al Adelantado y habían
reunido una cantidad considerable de oro y plata, lo que marcó el comienzo de
la agitación en la región.
Además,
Almagro envió al capitán Saavedra con todos los españoles que quisieran
seguirlo. Se le dio la orden de que, de acuerdo con el acuerdo que había hecho
con el Marqués, fundara un pueblo a las ciento treinta leguas del Cusco, si lo
consideraba apropiado, y que desde allí estableciera los límites de su
gobernación. Saavedra cumplió con esta orden y estableció el pueblo de Paria, a
ciento treinta leguas del Cusco. Allí recibió el apoyo de la región de Collao y
Charcas, y unos ciento cincuenta hombres estuvieron a su disposición mientras
esperaba las instrucciones de Almagro.
Después
de verse desarmado de su gente en el Cusco y temer que el Marqués Pizarro lo
arrestara por los disturbios pasados con sus hermanos, Almagro decidió tomar la
posta y dirigirse al pueblo de Paria, donde se encontraba su capitán Saavedra.
Sin embargo, Almagro no se detuvo allí, ya que estaba decidido a emprender el
descubrimiento de Chile. Dejó instrucciones al capitán Saavedra de que lo
siguiera y él mismo, con un pequeño grupo de caballeros, partió por el camino
real hacia las provincias de los Chichas, cuyo centro era el pueblo de Topiza,
donde lo esperaban Paulo Topa Inca y Villac Umu.
En
el camino, recibió un mensaje del Cusco que le advertía que no debería realizar
ese viaje de descubrimiento, ya que el obispo de Panamá, Berlanga, había
llegado a la costa del Perú y estaba en camino para definir los límites de su
gobernación con el Marqués Pizarro. Aunque esta advertencia era cierta,
Almagro, impulsado por la codicia y la ambición de conquistar grandes reinos,
según lo que le habían informado falsamente los indígenas sobre las riquezas y
la población de la tierra de Chile, decidió no prestarle atención a la
situación actual. Abandonó la tierra en la que estaba y permitió que sus
seguidores la devastaran con la esperanza de que lo acompañaran felices y
entusiastas en su expedición de descubrimiento. Aunque ocasionalmente reprendía
y castigaba algunas acciones, lo hacía con indulgencia y permitía que muchas
transgresiones pasaran sin consecuencias graves.
Los
españoles sacaron una gran cantidad de ganado ovino, ropa y materiales de los
pueblos y territorios del Cusco para su expedición de descubrimiento. A
aquellos que no estaban dispuestos a unirse voluntariamente a ellos, los ataban
con cadenas y sogas, y todas las noches los mantenían en prisiones severas y
ásperas. Durante el día, los llevaban cargados y casi muertos de hambre. Los
nativos, al darse cuenta de esto, no se atrevían a esperar a los españoles en
sus pueblos y les dejaban libremente sus propiedades, alimentos y ganado, de
los cuales los conquistadores se aprovechaban.
Cuando
los españoles no tenían suficientes indígenas para cargar sus pertenencias y
servirles, se organizaban en grupos de diez o veinte, o incluso más, y,
pretextando que los nativos de esas provincias estaban en rebelión, salían en
busca de ellos. Una vez encontrados, los traían atados en cadenas junto con sus
mujeres e hijos. A las mujeres que les parecían atractivas las tomaban para su
servicio personal y para otros propósitos más adelante. Desafortunadamente, en
esos tiempos, la condición cristiana de las mujeres indígenas no era
considerada, y aquellos que se preocupaban por ello eran vistos como hipócritas
si intervenían demasiado. La abstinencia de carne los viernes y sábados era
poco observada, y muchos españoles no tenían en cuenta estas prácticas.
Algunos, por mero entretenimiento, hacían cargar en hamacas a los indígenas los
potros nacidos de las yeguas que llevaban, mientras que otros se dejaban llevar
en andas, asegurándose de que los caballos los siguieran a fin de mantenerlos
bien alimentados.
Es
lamentable lo que presencié y en lo que me involucré, donde los españoles,
insatisfechos si los indígenas no los servían o no les entregaban todo lo que
deseaban, arrasaban sus pueblos y tomaban por la fuerza lo que querían, incluso
secuestraban a mujeres y niños, y destruían las casas para usar la madera como
leña si no se las proveían en la cantidad deseada. De esta manera, iban
devastando y arruinando toda la tierra, lo que provocaba la rebelión de los
nativos.
Además,
los españoles imponían a los indígenas y a los esclavos negros que fueran
grandes saqueadores y ladrones. Quien era más saqueador era considerado de
mayor valor y estima, mientras que aquellos que no seguían estas prácticas eran
castigados diariamente. Si algún español en el campamento no era un gran
saqueador o cruel con los indígenas, era rechazado y evitado por los demás. Si
había algún español que era cruel y mataba a muchos indígenas, era considerado
un buen hombre y altamente respetado. Aquellos que mostraban inclinación a
tratar bien a los nativos y a favorecerlos no eran bien vistos.
He
mencionado esto que vi con mis propios ojos y en lo que participé, para que
aquellos que lo lean entiendan que este tipo de jornadas y descubrimientos se
han llevado a cabo con crueldades aún mayores. Esto nos hace comprender la gran
destrucción que estas conquistas de indígenas han causado, debido a la mala
costumbre de realizarlas de esta manera, ya que no se puede descubrir o
conquistar una provincia sin destruir otra.
El
Adelantado Almagro continuó su viaje siguiendo el camino real del Inca hacia
las provincias de los Chichas y llegó al pueblo de Topiza, donde encontró a los
Ingas Paulo y Villac Umu, quienes lo estaban esperando y habían recolectado una
gran cantidad de oro y plata de la tierra por donde habían pasado. Cuando
preguntó por los tres españoles a caballo que había enviado del Cusco junto a
los Ingas, le informaron que habían continuado adelante siguiendo el camino del
Inca, que llevaba directo a las provincias de Chile.
Para
seguirles el rastro, el Adelantado envió al capitán Saavedra, quien se había
quedado atrás, ordenándole que viniera con toda la gente que tenía. Saavedra
obedeció de inmediato y se apresuró en llegar con su grupo. Una vez reunidos,
partieron de esa provincia, que estaba a doscientas leguas del Cusco y ya
estaba subyugada por los españoles, y se dirigieron a un pueblo fronterizo del
Imperio Inca, donde seis españoles a caballo fueron asesinados. En represalia,
los españoles atacaron el pueblo, lo destruyeron hasta los cimientos, lo
incendiaron y saquearon todo lo que encontraron.
Luego,
se dirigieron a la provincia de Chicoana, habitada por los Diaguitas. Al
enterarse de las acciones de los españoles, los Diaguitas se alzaron en armas y
se negaron a rendirse pacíficamente. Enfrentaron a los españoles con valentía y
les causaron mucho daño, especialmente si algún español se aventuraba solo, ya
que los Diaguitas eran hábiles guerreros y no dudaban en atacar. Muchos de los
servidores indígenas de los españoles fueron asesinados en estos
enfrentamientos.
Aquí
se unió al Adelantado un capitán con cerca de cincuenta hombres, la mayoría a
caballo. Desde este punto hasta las provincias de Copiapó, en la costa sur,
había aproximadamente ciento cincuenta leguas de territorio despoblado. El
Adelantado y su grupo atravesaron esta región con mucho esfuerzo, ya que les
faltaba alimento y no encontraban pueblos donde reponerse. Si hallaban alguno, eran
pequeños y carecían de comida en ese momento.
Para
llegar a los valles de Copiapó, tuvieron que pasar por un despoblado y un
puerto que les tomó trece jornadas. Durante la temporada de nieves, todo el
camino estaba cubierto de nieve hasta la rodilla, y aunque no había nieve
cuando pasaron, el frío era tan intenso que setenta caballos murieron en una
sola noche en el puerto, que estaba a cinco jornadas de Copiapó. Con este arduo
trabajo, finalmente llegaron al primer valle de Copiapó, donde los nativos los
recibieron amablemente y les ofrecieron lo que tenían, lo cual les dio alivio,
ya que este valle tenía mucho maíz y ovejas bien alimentadas.
Continuaron
hacia otro valle llamado Guasco, donde también encontraron refugio y provisión.
Lo mismo ocurrió en el tercer valle, conocido como Quoquingo (Coquimbo), que
ahora está poblado por cristianos. Aquí el Adelantado se enteró de que los
indígenas de estos valles, así como los del valle de Guasco, habían matado a
los tres españoles que había enviado desde el Cusco junto a los dos Ingas.
Estos españoles, motivados por la codicia y la tendencia a saquear, se habían
comportado de manera tan abusiva con los indígenas que estos decidieron tomar
represalias y acabaron con sus vidas.
Para
castigar la muerte de los tres españoles, el Adelantado Almagro los reunió a
todos en una habitación donde estaba alojado. Ordenó a la gente a caballo y a
pie que custodiaran las puertas y estuvieran preparados. Luego, los arrestó y,
en resumen, hizo quemar a más de treinta líderes, cada uno atado a un palo. A
los otros indígenas comunes los distribuyó como esclavos. Después de esto,
partió hacia la provincia de Chile, que estaba a cien leguas más adelante. Esta
región estaba escasamente poblada. Después de varias jornadas, llegó al pueblo
principal de Chile, entonces llamado Concumicagua, donde toda la población lo
esperaba. Allí encontró a un español llamado Barrientos, que se había fugado
del Cusco porque el Marqués lo había avergonzado y ordenado cortarle las
orejas. Al Adelantado y a los españoles les alegró encontrarlo.
Sin
embargo, pronto se dieron cuenta de la pobreza de la tierra y muchos se
arrepintieron de haber venido a este descubrimiento. Si no fuera por el
compromiso con el rey y con su compañero Pizarro, muchos habrían vuelto atrás en
pocos días. Por cumplir con lo que habían prometido, enviaron a un capitán a
explorar más hacia adelante desde Chile con setenta u ochenta jinetes y veinte
infantes. Este capitán tardó tres meses en ir y volver. Al no encontrar
suficiente oro en la región, regresó rápidamente.
En
ese tiempo, otro capitán llegó al Adelantado con más de cien hombres. Este
capitán partió hacia la costa hasta el valle de Tarapacá, luego hacia el
interior, siguiendo el camino real hacia los Ulluacas y finalmente hacia el
puerto de Copiapó. Don Diego de Almagro, hijo del Adelantado, lo acompañó en
esta expedición. Es importante señalar que en las Indias era común que los
consejeros y amigos de los gobernadores les aconsejaran lo que más les
beneficiara. Algunos de estos consejeros pensaban que el Adelantado debería
regresar al Perú, ya que poblar en una tierra pobre como Chile solo conduciría
a vivir en constante necesidad.
Los
consejeros del Adelantado Almagro le instaban a no perder la gobernación que el
Rey le había otorgado y a volver a acordar los límites con su compañero, el
Marqués Pizarro. Le recordaban que, si encontraba la muerte en esa expedición,
su hijo don Diego se quedaría solo con el nombre. Estos consejos influyeron en
la decisión del Adelantado de dar la vuelta cuando el capitán enviado a
explorar regresó.
La
retirada de Chile no se realizó sin causar una gran destrucción en la tierra y
en sus habitantes. Al decidir regresar, el Adelantado autorizó a sus hombres a
saquear la tierra y a tomar todo el servicio y los indígenas para cargar. No
entraré en detalles sobre lo que sucedió en esta situación ni cómo quedó la
tierra, pero otras notas que tengo apuntadas pueden dar una idea. Ningún
español salió de Chile sin llevar consigo indígenas atados, algunos con cadenas
y otros con cuerdas hechas de cuero de oveja. Construyeron muchos cepos para
capturarlos por la noche. Durante la marcha, los indígenas eran vigilados
intensamente para evitar que escaparan. Los que no tenían cadenas ni cepos eran
vigilados de cerca. Debido a los grandes despoblados, los indígenas llevaban
consigo todas sus pertenencias, incluyendo camas y comida para ellos y para los
caballos. Es difícil imaginar las condiciones en las que trabajaban estos
indígenas, quienes apenas comían un poco de maíz tostado y agua durante el día
y eran brutalmente apresados por la noche.
En
este viaje, hubo un español que encadenó a doce indígenas y se jactaba de que
todos murieron en esas cadenas. Cuando un indígena moría, por temor a que los
otros se asustaran o intentaran liberarse, le cortaban la cabeza para no tener
que abrir el candado de la cadena. Era una costumbre común no liberar a un
indígena enfermo o cansado hasta que muriera por completo, argumentando que, si
mostraban clemencia con uno, los demás se sentirían desatendidos y
desalentados.
Durante
este viaje de regreso a la tierra del Cusco, murieron muchos indígenas,
especialmente en el despoblado de Atacama, un arenal de cien leguas con escasa
agua y vegetación. Antes de cruzar este despoblado, el Adelantado Almagro
encontró en el valle de Copiapó a dos capitanes con hasta cien hombres, entre
ellos Rodrigo Orgóñez, su capitán general, y Juan de Herrada, su mayordomo.
Herrada llevaba provisiones de gobernador firmadas y selladas por el Rey, lo
que alegró mucho al Adelantado, ya que pretendía ser reconocido como gobernador
en el Cusco, donde creían que tendrían mejor comida y más riqueza debido a su
mayor población y riqueza.
Después
de pasar el despoblado de Atacama, Almagro se enteró de que el Inca se había sublevado
en el Cusco y estaba luchando contra los españoles. Con esta noticia, se
apresuró a regresar para socorrer a los españoles en el Cusco. Atravesó la
costa hacia Arequipa, donde se reorganizó un poco, y luego se dirigió hacia el Cusco,
donde dejaremos su historia por ahora para explicar cómo se desarrolló la
rebelión en el Cusco.
El
alzamiento en el Cusco ocurrió en un contexto en el que tanto Almagro como
Pizarro se habían alejado de la ciudad. Almagro se había ido con la mayoría de
la gente en busca del descubrimiento de las provincias de Chile, mientras que
Pizarro se había trasladado a la Ciudad de los Reyes y luego a Piura, dejando a
su hermano como teniente en el Cusco.
El
Inca, ya muy molesto por las acciones pasadas de Pizarro y los españoles en el Cusco,
se vio aún más agraviado cuando le tomaron a una mujer que consideraba su
compañera y vio cómo los españoles robaban la ciudad de noche, disfrazados. En
un intento de buscar refugio y protección con Almagro, el Inca intentó salir
del Cusco hacia las Provincias del Collao en dos ocasiones, pero en ambas fue
capturado y despojado de sus posesiones, siendo tratado con gran humillación y
vejación.
Mientras
tanto, el Marqués Pizarro envió a su hermano Hernando Pizarro como teniente de
gobernador del Cusco, quien liberó al Inca en contra de la voluntad de sus
hermanos y los vecinos. Se dice que el Inca, en agradecimiento, entregó una
gran cantidad de oro y plata a Hernando Pizarro, prometiéndole incluso un lote
de estos metales preciosos que supuestamente tenía de su padre Huayna Cápac.
Sin
embargo, apenas Hernando Pizarro se alejó unos kilómetros para supuestamente
recoger este tesoro, estalló el alzamiento. La tierra se levantó contra la
ciudad del Cusco y la Ciudad de los Reyes, rodeándolas por todas partes y atacando
a los españoles que se encontraban dispersos por la región, ya sea caminando,
ranchando o estableciéndose como estancieros. El levantamiento fue
especialmente violento en la sierra, donde mataron a varios grupos de españoles
que se dirigían hacia el Cusco y a muchos otros que se encontraban en los
pueblos indígenas.
En
aquel momento crucial, el Marqués se encontraba en la Ciudad de los Reyes,
defendiéndola con todas sus fuerzas. Cuando los indígenas levantaron el asedio
sobre la ciudad, pues al estar en terreno llano, los caballos les impedían
causar daño, decidió reunir un contingente de quinientos hombres para enviarlos
en auxilio de la ciudad del Cusco. Envió a Alonso de Alvarado, capitán de los
Chachapoyas en aquel entonces, al mando de este grupo. Al principio del año,
Alvarado partió de la Ciudad de los Reyes hacia el Cusco, tardando siete u ocho
meses en llegar. Este retraso se debió a que en su camino castigaba severamente
a aquellos que se oponían, dejando una huella imborrable en la tierra por la
que pasaba. Mientras este socorro se dirigía hacia el Cusco, el Adelantado
avanzaba desde el Collao y la costa sur para prestar ayuda.
Dejando
a estos dos grupos a un lado, veamos cómo la ciudad del Cusco resistió el
poderoso cerco del Inca. Esto se debe más a la intervención divina que a
nuestras propias acciones. A pesar de nuestra naturaleza pecadora, Dios nunca
nos abandona, sino que nos ayuda hasta en los momentos más difíciles para que
reconozcamos su omnipotencia, justicia y misericordia.
Cuando
el Inca sitiaba la ciudad del Cusco, esta contaba con ciento cincuenta
españoles, de los cuales cien eran jinetes valientes y los restantes, aunque
escasos, eran peones selectos. Los demás eran personas poco aptas para la
guerra, especialmente al comienzo del asedio. Sin embargo, con el paso del
tiempo, todos encontraron valor y se volvieron útiles. Los indígenas casi
tomaron por completo el Cusco, avanzando calle por calle y construyendo
barricadas para impedir el avance de los caballos y españoles. Finalmente, los
españoles se vieron obligados a retirarse a la plaza central, abandonando sus
hogares y propiedades, que fueron incendiados por los indígenas. El humo era
tan denso que casi los asfixiaba, pero gracias a la providencia divina,
lograron escapar, pues una parte de la plaza estaba libre de construcciones y
les permitió respirar. Sin esta intervención, habrían enfrentado mayores
dificultades para sobrevivir al intenso humo y calor.
Después
de que el humo se disipó, los indios continuaron atacando durante ocho o diez
días seguidos. Sin embargo, al ver que los españoles se fortificaban y
resistían, los ataques disminuyeron y los indígenas se replegaron a sus
posiciones defensivas. Desde allí, los españoles, divididos en cuatro compañías
para alternar en la lucha, gradualmente fueron recuperando terreno a los
indios. Estos últimos, inconstantes y mal equipados para la guerra, pronto
perdieron lo que habían ganado y se vieron obligados a abandonar el Cusco para
refugiarse en las fortalezas y montañas que rodeaban la ciudad.
Los
españoles se vieron tan acosados durante este cerco que incluso consideraron
abandonar la ciudad y dirigirse hacia Arequipa y luego a la Ciudad de los
Reyes, donde se encontraba el Marqués. Había incertidumbre sobre si el Marqués
estaba vivo, ya que habían recibido informes de que todos los españoles habían
sido eliminados. Esta falsa noticia, difundida por el Inca para desmoralizar a
los españoles, casi lleva al abandono de la ciudad. Sin embargo, las divisiones
entre los hermanos del Marqués, especialmente entre Juan Pizarro, el capitán
general, y Gonzalo Pizarro, su hermano, evitaron que se tomaran decisiones
precipitadas. A pesar de los desafíos, se decidió enviar ayuda al Marqués si
era necesario.
Una
de las principales dificultades para los españoles era que los indios tenían el
control de la fortaleza del Cusco y las casas de Huáscar, ambas ubicaciones muy
bien defendidas. Los caminos estrechos dificultaban los intentos de asalto. Sin
embargo, Juan Pizarro, valiente y decidido, ideó un astuto plan. Hizo creer a
los indígenas que se retiraba hacia la Ciudad de los Reyes por el camino real
del Inca, pero luego, aprovechando su descuido, regresó sorpresivamente hacia
la fortaleza. Allí, con la ayuda de sus hombres y algunas armas de fuego,
resistió el asedio hasta que los indios, al tercer día, abandonaron la
fortaleza y huyeron. El Inca se retiró a Tambo, a seis leguas del Cusco.
Los
españoles colocaron un capitán en la fortaleza y establecieron una fuerte
guardia con artillería, lo que les dio un respiro y renovada esperanza. Aunque
el Inca planeaba regresar con un gran ejército en la siguiente temporada, los
refuerzos que se dirigían al Cusco, liderados por Almagro y Alonso de Alvarado,
ofrecían una posibilidad de resistencia. Almagro llevaba consigo cuatrocientos
treinta hombres, mientras que Alonso de Alvarado contaba con quinientos, todos
bien equipados y montados.
Después
de algunos días de descanso en Arequipa, el Adelantado Almagro y su séquito
emprendieron el camino de regreso hacia Cusco, una travesía de setenta leguas
desde la provincia de Arequipa. Llegaron al Cusco dos meses antes que Alonso de
Alvarado. El Inca mostró su contento por su llegada, enviando numerosos
mensajeros y cartas para explicar las razones de su levantamiento, entre ellas,
las que ya se han mencionado y otras más. Se quejaba amargamente del trato
recibido por los habitantes del Cusco, alegando malos tratos, insultos, y
vejaciones, como escupirle y orinarle, además de tomar a sus mujeres. Respecto
a Hernando Pizarro, solo mencionaba que le había entregado una gran cantidad de
oro y que al haber agotado sus presentes, se había alzado. Afirmaba que quería
la paz con él porque lo consideraba su amigo y lo apreciaba mucho. Le
solicitaba que enviara a un español de su confianza para hablar con él, y
Almagro envió a dos españoles acompañados de un intérprete español que hablaba
muy bien la lengua indígena. Al llegar, fueron bien recibidos por el Inca.
Cuando se supo en el Cusco que el Inca estaba en correspondencia con Almagro y
buscaba la paz, enviaron a un joven mulato para advertirle que de ninguna
manera accediera a la paz con Almagro, ya que él no era el señor, sino que el
verdadero señor era el Marqués. También enviaron esta advertencia por carta. El
Inca leyó la carta ante los españoles de Almagro y comentó: "Sé que estos
me escriben mentiras, porque Almagro es el señor y lo será, pero quiero ver si
se atreverán a cortar la mano al que trajo este mensaje". Entonces les dio
un machete y ordenó a uno de los dos españoles que cortara la mano del
mensajero, quienes cumplieron la orden. El Inca quedó satisfecho y les indicó
que volvieran con Almagro para informarle que él y algunos de sus amigos
estaban dispuestos a encontrarse con él, prometiendo la paz y su lealtad. Los
dos españoles regresaron, pero no quedaron muy convencidos del Inca, ya que lo
vieron muy astuto y cauteloso. Informaron a Almagro, quien dividió su ejército
en dos grupos. El más fuerte, compuesto por unos doscientos jinetes, se dirigió
al valle del Yucay para encontrarse con el Inca, mientras que la otra parte se
quedó acampada en el pueblo de Urcos, a seis leguas del Cusco.
Cuando
los habitantes del Cusco se enteraron de que Almagro había dividido sus
fuerzas, salieron de la ciudad armados y preparados para la guerra y se
dirigieron hacia Urcos. Al saber esto, las fuerzas de Almagro, que estaban
acampadas allí, formaron dos escuadrones, uno de caballería y otro de
infantería, y salieron de su posición para enfrentarse en campo abierto. Los
Pizarro esperaban este enfrentamiento y cuando se encontraron, los mensajeros
se comunicaron entre sí y discutieron muchas cosas. Se persuadieron mutuamente
para cambiar de bando; especialmente Hernando Pizarro, quien estaba con los del
Cusco, instó al capitán de Almagro a unirse a su causa prometiéndole
recompensas. Esto disgustó mucho al capitán del Adelantado. Si no fuera porque
la noche estaba cayendo y no podían verse claramente, probablemente habría
habido un enfrentamiento entre ellos. Temiendo que Almagro, que había ido a
encontrarse con el Inca, entrara en la ciudad, Hernando Pizarro se fue esa
misma noche y rápidamente regresó al Cusco. Dio órdenes para defender la ciudad
por parte de Almagro en caso de que intentara entrar, aunque solo fuera como un
vecino más. Almagro ingresó al valle del Yucay, donde esperaba encontrarse con
el Inca. Este valle es extremadamente fértil y está atravesado por un río
caudaloso que en invierno puede ser difícil de cruzar. A ambos lados del valle
se alzan imponentes y altas montañas.
Almagro,
al entrar en el valle, cruzó el río con gran dificultad utilizando balsas y se
estableció en un llano donde había un pueblo con alojamientos del Inca. Cuando
el Inca se enteró de que Almagro había cruzado el río, envió guarniciones de soldados
a las alturas de las montañas. Durante este tiempo, Almagro había enviado dos
españoles al Inca, pidiéndole que, dado su estrecho vínculo y el afecto que
sabía que el Inca sentía por él, se reuniera con él. Sin embargo, el Inca
retuvo a los mensajeros. Al sentir que el Inca lo estaba rodeando, Almagro
cruzó el río lo más rápido posible, pero los guerreros indígenas les causaron
numerosos problemas y daños, a pesar de algunas emboscadas en las que lograron
matar a varios indígenas, lograron despejar un poco la situación. Durante el
enfrentamiento, los indios mataron al caballo del capitán general del
Adelantado, Rodrigo Orgóñez. Mientras Almagro se retiraba, había capturado a
cuatro vecinos del Cusco que estaban espiándolo. El Inca le envió un mensaje
instándolo a matarlos, argumentando que eran sus enemigos declarados. Almagro
se negó, y el Inca respondió diciendo que sabía que Almagro temía a los vecinos
del Cusco y a los Pizarro, y que era consciente de las verdaderas intenciones
que le habían transmitido desde el Cusco: que él no era el verdadero señor y
que también enfrentaría la guerra. El Inca, siendo muy astuto, envió las
guarniciones con la esperanza de derrotar a Almagro y así recuperar su tierra.
Almagro decidió regresar a su campamento y dirigirse hacia la ciudad del Cusco,
estando tan cerca que podían hablarse entre ellos. Los vecinos, por orden de
Hernando Pizarro, se armaron.
Algunos
vecinos, que estaban descontentos con Hernando Pizarro, secretamente ofrecieron
su apoyo a Almagro. Ese día, Almagro marchó por el valle del Cusco hacia el
lugar donde había establecido su campamento. Se detuvo a tres leguas del Cusco
y convocó a toda su gente. Al día siguiente, todos marcharon con él. Esa tarde,
Hernando Pizarro le envió un mensaje a Almagro informándole que sabía de su
llegada y le ofrecía su ayuda y servicio si pretendía entrar en el Cusco como
un simple vecino. Sin embargo, si intentaba actuar como gobernador y utilizar
las prerrogativas que se le habían otorgado anteriormente, como ya había
intentado hacer, entonces se defendería con la lanza en la mano. Almagro
respondió que su objetivo era socorrer a la ciudad, que se encontraba sitiada,
y que además traía consigo provisiones reales que lo designaban como gobernador
del Cusco, ya que estaba dentro de los límites que le correspondían. Afirmó que
presentaría estas provisiones ante el cabildo y que, si el cabildo consideraba
justo cumplir con lo que ordenaba Su Majestad, él no tendría razón para
obstaculizarlos. Con esta respuesta, los mensajeros se retiraron esa tarde. A
la mañana siguiente, Almagro ordenó a su ejército, compuesto por cuatrocientos
treinta hombres, la mitad de infantería y la otra mitad de caballería, que
avanzara. Formaron dos batallones y llegaron a la ciudad, pasando junto a ella
rodeándola por un lado. Se establecieron en la parte alta, cerca de la plaza
del Cusco, donde ahora se encuentra el monasterio de San Francisco. La plaza
solo estaba separada por el mercado y el río.
Hernando
Pizarro tenía a toda la población del Cusco preparada para resistir la entrada
de Almagro a la ciudad. Cuando Almagro llegó, envió a dos personas de su
campamento al cabildo con las provisiones que lo designaban como gobernador,
solicitando que se convocara una reunión. Aunque Hernando Pizarro no estaba de
acuerdo, el cabildo se reunió. Después de revisar las provisiones, respondieron
de inmediato que, si el Cusco caía dentro de los límites de su gobernación, lo
aceptarían como gobernador de acuerdo con las órdenes de Su Majestad. Los
representantes del Adelantado aseguraron que podrían proporcionar información
suficiente al respecto, y el cabildo ordenó que la proporcionaran. Si esta
información fuera suficiente, cumplirían con las órdenes reales. Luego, los
representantes del Adelantado presentaron pilotos y marineros como testigos en
el cabildo. Durante este proceso, se acordó una tregua con Hernando Pizarro,
quien la solicitó, y Almagro la concedió bajo la condición de que no modificara
la ciudad deshaciendo los puentes existentes ni fortificándola más de lo que ya
estaba. Así, pasaron esos días, durante los cuales hubo mucha lluvia y el
alojamiento donde se encontraba Almagro y sus hombres se convirtió en un
lodazal. Una noche, se informó a Almagro de que Hernando Pizarro ordenaba
apresuradamente la destrucción de los puentes. Enterados los Almagros, se
prepararon y atacaron desde tres o cuatro direcciones para entrar en la ciudad.
La entrada fue relativamente fácil, ya que Hernando Pizarro solo defendía sus
propias casas, donde tenía a toda su gente, con un solo cañón de artillería en
la puerta y patrullas.
Así,
Almagro y sus hombres tomaron las casas de Hernando Pizarro, rodeándolo a él y
a su hermano Gonzalo en un gran galpón de paja, construido en tiempos del Inca.
Desde allí, ambos bandos combatieron durante más de dos horas. A pesar de las
persuasiones y advertencias, Hernando Pizarro se negaba a rendirse, afirmando
que preferiría pelear contra su propio hermano antes que rendirse. Finalmente,
el capitán Rodrigo Orgóñez ordenó que prendieran fuego al galpón, que
rápidamente ardió intensamente, dejando a Hernando Pizarro y su hermano
prácticamente solos, ya que la mayoría de los vecinos y soldados que estaban
con ellos huyeron por la parte trasera del galpón. La situación se volvió
peligrosa para los que quedaron dentro, pero los Almagros intervinieron y, a
pesar de las dificultades, lograron sacar a Hernando Pizarro y a su hermano,
sin hacerles ningún daño adicional. Al día siguiente, al amanecer, Almagro
convocó al regimiento y, una vez concluida la investigación sobre los límites,
lo aceptaron como gobernador del Cusco, ya que consideraron suficiente la
información presentada. Inmediatamente, Almagro destituyó a los funcionarios de
la ciudad que consideró necesario y asumió el gobierno. Mantuvo a Hernando y a
su hermano Gonzalo Pizarro bajo arresto en las casas del Sol, con una compañía
de guardias que los vigilaban día y noche. Una vez establecido en el poder,
Almagro planeaba enfrentarse al Inca y continuar la guerra, ya que este último
había estado dilatando las negociaciones de paz con mensajes engañosos. Sin
embargo, cuando estaba a punto de partir, recibió noticias de que el Inca se
había retirado hacia las montañas de los Andes, una zona difícil de atravesar y
muy escarpada, donde los caballos tenían poco valor. Por esta razón, la
conquista del Inca cesó por el momento. Almagro envió a algunos nativos a
explorar el asentamiento de Tambo, donde se había refugiado el Inca, y
encontraron una fortaleza bien fortificada y una gran cantidad de dinero y ropa
de Europa, proveniente de los españoles que el Inca había ordenado ejecutar.
Almagro distribuyó esta ropa entre su gente, que estaba necesitada después del
largo viaje desde Chile.
Este
joven Inca, señor del Cusco, ascendió al poder a una edad temprana,
probablemente alrededor de los dieciocho años cuando recibió la ceremonia de la
borla. Sin embargo, a pesar de su juventud, mostró una venganza desmedida y se
volvió extremadamente cruel con su propio pueblo. Esta actitud puede haber sido
la razón por la cual no destruyó a los españoles de inmediato, ya que emitió
una orden para que todos los indígenas que trabajaban para los españoles fueran
asesinados. Esta decisión se debía a las numerosas vejaciones y robos que los
nativos habían sufrido a manos de los españoles, quienes no escatimaban en
dañarlos, tratándolos como si fueran enemigos mortales. El Inca quería
exterminar tanto a los indígenas como a sus amos. Cuando los indígenas de
servicio se dieron cuenta de las intenciones del Inca, muchos de ellos
inicialmente se unieron a él en la guerra. Sin embargo, al enterarse de que el
Inca también ordenaba matarlos, y que los ahorcaba sin piedad, decidieron
regresar a servir a los españoles. Durante la guerra, estos indígenas ayudaron
a los españoles, proporcionándoles comida y hierba para los caballos, lo que
fue crucial para su supervivencia. Además, este Inca se volvió tan despiadado
que ninguno de sus hermanos sobrevivió a sus manos, ya que los mató a todos,
desconfiando de ellos por completo. A menudo, se dejaba llevar por la ira y
mataba a grupos de indígenas con su espada. Esta crueldad y ferocidad causaron
que los indígenas le temieran más a él que a los propios españoles, lo que,
paradójicamente, facilitó la llegada de la paz. Cuando los nativos percibieron
que el Inca estaba perdiendo poder y se había retirado a las montañas, muchos
de ellos se apresuraron a buscar la paz. Traían grandes provisiones de
alimentos al Cusco y comenzaban a reconocer a sus encomenderos, retomando las
costumbres anteriores.
Después
de cierto tiempo, el Adelantado Almagro, quien tenía consigo a Pablo Tupa Inga,
el orejón y hermano del Inca, un hombre valeroso, sensato y bien disciplinado,
decidió investirlo con la borla del Inca y ordenó a todos los indígenas del Cusco
que lo obedecieran como su señor, tal como lo habían hecho con los señores
anteriores. Almagro justificó esta acción explicando que Mango Inga, el Inca
rebelde y tirano, había perdido su derecho al señorío debido a su crueldad y
brutalidad al matar a su propia gente. En cambio, Pablo Tupa, siendo leal y
sirviendo fielmente al Rey, especialmente durante la expedición y exploración
de Chile, merecía ser reconocido como el nuevo líder. A pesar de las oportunidades
para huir, Pablo Tupa había permanecido fiel y había contribuido a mantener la
paz entre los nativos.
Mientras
Almagro gobernaba el Cusco de esta manera, se enteró a través de sus
informantes, especialmente Pablo Tupa, de que un capitán con una gran cantidad
de hombres, posiblemente quinientos entre infantería y caballería, se dirigía
desde la Ciudad de los Reyes hacia el Cusco, y se encontraba a unas veinte
leguas de distancia en el camino real. Al enterarse de esto, Almagro preparó a
sus cuatrocientos hombres y partió rápidamente hacia el encuentro del capitán
en un paso difícil a unas doce leguas del Cusco, en el río y puente del
Apurímac. Su intención era encontrarse con el capitán y persuadirlo de aceptar
su autoridad como gobernador en nombre del Rey, evitando así un enfrentamiento
que pudiera poner en peligro la paz.
Almagro
incluso utilizó un ardid: hizo que los Pizarro le escribieran al capitán
instándolo a apresurarse para que pudieran capturarlo más fácilmente. Sin
embargo, un peón fugado del Cusco alertó al capitán, advirtiéndole que no se
dejara engañar por las artimañas de los Pizarro, quienes estaban encarcelados y
eran también el objetivo de Almagro.
Cuando
los españoles, liderados por Alonso de Alvarado, se dieron cuenta del engaño de
Almagro, se sintieron profundamente alterados y decidieron fortificar el río y
el puente de Abancay para resistir cualquier intento de Almagro de tomarlos por
sorpresa. Almagro, al recibir el aviso, se apresuró hacia el lugar, pero
encontró una fuerte resistencia que le impidió avanzar. Si ambos ejércitos se
hubieran enfrentado en terreno llano, seguramente habría estallado un conflicto
abierto en ese momento. Ante esta situación, Almagro envió a varios caballeros
para hablar con Alonso de Alvarado y persuadirlo para que desmontara el
campamento o se uniera al Marqués Pizarro. Sin embargo, Alonso de Alvarado se
negó rotundamente y llegó incluso a arrestar a los caballeros enviados por
Almagro.
Al
enterarse de esto, Almagro despachó urgentemente doce jinetes para informar al
Marqués de lo que estaba sucediendo. Mientras tanto, en el Cusco, Almagro
intentaba justificar su acción, alegando que tenía a los hermanos del Marqués
Pizarro como rehenes y que no los liberaría a menos que recibiera a cambio a
los propios hermanos de Almagro, Hernando y Gonzalo Pizarro.
Almagro
inicialmente no tomó ninguna medida, esperando que Alonso de Alvarado se
rindiera o cumpliera con sus demandas. Sin embargo, cuando se enteró de que
Alonso estaba tratando de liberar a los hermanos del Marqués Pizarro, decidió
actuar nuevamente. Regresó al río y exigió una respuesta inmediata de Alonso de
Alvarado, quien solicitó un alto el fuego para considerar sus opciones. Esto se
interpretó como un intento de ganar tiempo y de asegurarse de la lealtad de su
propio campamento, ya que había partidarios de los Almagros entre ellos. Ante
esta situación, algunos asesores de Almagro sugirieron que rompiera con Alonso
de Alvarado, señalando a ciertas personas dentro del campamento de Alvarado que
podrían ser sus aliados. Almagro, al recibir esta información, decidió levantar
el alto el fuego, advirtiendo a Alonso de Alvarado que, si no se entregaba o se
retiraba, se vería obligado a tomar medidas drásticas, ya que tenía prisioneros
a los mensajeros de Almagro y había desobedecido las órdenes reales.
Después
de un tenso enfrentamiento en el que ambas partes se amenazaban mutuamente con
la artillería, y con el río actuando como una barrera natural entre ellos, la
situación parecía estancada. El terreno áspero y difícil, salvo por el camino
real de Huayna Cápac, dificultaba cualquier movimiento significativo. Además,
el río solo podía cruzarse a través de un puente de cañas y juncos, y había un
vado bastante complicado, donde Alonso de Alvarado había posicionado a su
infantería de manera formidable.
Almagro
decidió emplear una estrategia para desgastar a sus oponentes: ordenó a los
indígenas locales que lanzaran grandes cantidades de piedras y los hostigaran
continuamente durante todo el día y la noche. Al amanecer, antes de que los
defensores pudieran organizarse adecuadamente, Almagro lanzó un ataque sorpresa
con su caballería, cruzando el río por el vado. La resistencia fue mínima y, en
poco tiempo, los hombres de Alonso de Alvarado fueron rendidos uno a uno,
despojados de sus armas y caballos. Alonso de Alvarado y sus compañeros fueron
capturados en el proceso.
Tras
esta ruptura decisiva, Almagro regresó al Cusco con su gente, devolviendo las
armas y caballos a los Pizarro como un gesto de reconciliación. A pesar de sus
intentos de ganarse su favor tratándolos amablemente y ofreciéndoles generosas
concesiones, los Pizarro permanecieron enemistados con Almagro, y esta táctica
no resultó muy efectiva en su intento de ganarse su amistad.
Al
llegar al Cusco, Almagro inmediatamente ordenó el envío de trescientos hombres
para enfrentarse a Manco Inga en la guerra. Entre ellos iba el capitán Rodrigo
Orgonez, su general. Creía que capturar y derrotar a Manco Inga sería una
jugada crucial para sus intereses, tanto ante el Rey como en la región.
Persiguió al Inga durante veinte leguas y logró capturar a toda su gente,
excepto al Inga y su esposa, quienes lograron escapar. Incluso podrían haberlos
capturado si la guerra no se hubiera intensificado entre los gobernadores.
En
medio de esta persecución, Almagro recibió con urgencia un mensaje de parte de
su compañero, el Marqués Pizarro. Este se sentía profundamente agraviado y humillado
por la incursión de Almagro en el Cusco y por la captura de sus capitanes. El
Marqués, con astucia, aparentaba querer negociar una tregua, proponiendo la
división de las gobernaciones y la liberación de sus hermanos. Sin embargo,
bajo este pretexto, envió ciento cincuenta hombres al Cusco, algunos de los
cuales estaban allí para persuadir a las fuerzas de Almagro para que desertaran
y se unieran al bando del Marqués. Esta estratagema funcionó, ya que día a día
más personas abandonaban a Almagro para unirse al Marqués. Aquellos que no
desertaban, se mostraban reacios a servir a Almagro en la guerra, especialmente
los vecinos del Cusco.
Este
cambio de lealtades y el trato despectivo de los vencidos por parte de los
seguidores de Almagro, quienes se habían vuelto arrogantes por sus victorias,
eventualmente serían las causas de su propia caída y destrucción. La entrada al
Cusco y la batalla de Abancay resultaron ser más perjudiciales para Almagro que
beneficiosas, y sus propios seguidores, con su actitud despectiva hacia los
vencidos, contribuyeron a su propia perdición.
Los
mensajeros enviados por el Marqués Pizarro al Adelantado Almagro incluían al
Licenciado Espinosa, residente de Tierra Firme, al Licenciado de la Gama, al
factor Illan Suarez y a Hernán González, un vecino de la Ciudad de los Reyes.
Los acompañaban cincuenta hombres más. Almagro los recibió con gran alegría y
comenzaron las negociaciones de capitulación basadas en el poder que traían del
Marqués.
Sin
embargo, estas negociaciones de capitulación resultaron ser inestables. A pesar
de haber alcanzado un acuerdo en un momento, al día siguiente se deshacía todo
lo acordado. Este vaivén continuó durante más de diez días. En la última ronda
de negociaciones, cuando finalmente parecía que las paces entre los
gobernadores se habían establecido, Hernán González presentó un poder secreto
que le otorgaba autoridad sobre los demás, con la facultad de revocar cualquier
acuerdo alcanzado por ellos.
Ante
esta situación, Hernán González utilizó su poder para deshacer todo lo que se
había pactado hasta entonces. A pesar de que Almagro fue advertido sobre esta
maniobra, y aunque veía cómo día a día la gente seguía abandonándolo, parecía
no importarle demasiado.
Últimamente,
un juez llamado Fuenmayor, enviado por la Audiencia de Santo Domingo,
acompañaba a los mensajeros que negociaban entre los gobernadores. Su función
era intervenir en caso de que surgieran disputas sobre las gobernaciones y
evitar que estas diferencias condujeran a enfrentamientos y muertes. Este juez
notificó al Adelantado Almagro que no podía abandonar el Cusco ni dirigirse a
la Ciudad de los Reyes, como él planeaba hacer, bajo el pretexto de llevar el
oro y la plata del Rey. Almagro mostró desagrado ante esta notificación y
respondió de manera brusca, haciendo caso omiso de las advertencias.
Almagro
desconfiaba del juez Fuenmayor, especialmente porque este mostraba favoritismo
hacia Hernando Pizarro. Almagro incluso insinuó que el juez estaba sobornado
por el Marqués Pizarro. Después de este último incidente, los mensajeros
regresaron a los llanos para informar al Marqués Pizarro sobre el resultado de
sus negociaciones.
Cuando
Almagro derrotó a las fuerzas de Alonso de Alvarado, el Marqués Pizarro estaba
en Nasca, a unas cincuenta o sesenta leguas de distancia. Ante el temor de que
Almagro lo persiguiera, el Marqués se retiró rápidamente a Lima, llevándose
consigo a toda la gente que tenía y a los que huían del Cusco. El Marqués
utilizó el ardid de enviar mensajeros al Cusco para tratar con Almagro y
debilitar su fuerza, además de entender la disposición de su ejército para
enfrentarse a él.
Los
partidarios de los Pizarro difundían calumnias contra los Almagro mientras
huían del Cusco hacia el Marqués, lo que provocaba que la gente se volviera en
su contra. A pesar de tener inicialmente mil doscientos hombres en el Cusco,
Almagro nunca pudo mantener un ejército de más de cuatrocientos soldados. La
mayoría de su gente se iba cada día, uniéndose al bando del Marqués Pizarro.
Por
el cronista: Cristóbal de Molina
Fin
Recopilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez
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