Francisco de Carvajal (Carbajal), “El demonio de los andes”

Francisco López Gascón, conocido como Francisco de Carvajal (Carbajal), destacó como conquistador en México y Perú, desempeñando el papel de maestre de campo en la gran rebelión liderada por Gonzalo Pizarro entre 1544 y 1548. No obstante, es importante señalar que su nombre real fue Francisco López Gascón, detalle destacado por los historiadores peruanos Rafael Loredo y Raúl Porras.

Nacido alrededor de 1470 en la aldea de Rágama, perteneciente a la localidad de Arévalo en la región de Ávila, desde una edad temprana, Francisco demostró una aguda inteligencia e ingenio. Sus padres, aspirando a convertirlo en hombre de iglesia o letrado, lo enviaron a Salamanca con el propósito de que estudiara Leyes en la prestigiosa Universidad de la época.

A pesar de llegar a Salamanca con el "hábito de estudiante", su interés por los estudios era limitado. En aquellos días, la Universidad de Salamanca era reconocida como la primera de las Españas, con sus antiguos claustros fundados por el rey Alfonso IX en 1239 y enriquecidos por Alfonso X el Sabio con cátedras de Medicina, Retórica, Lenguas y Música, además de los estudios teológicos y jurídicos ordinarios. En este entorno académico, contaba con una biblioteca rica donde se traducían al latín las obras destacadas de griegos y árabes.

Aunque Francisco López Gascón comenzó sus estudios de Leyes, su dedicación a estos se diluyó a lo largo de cinco o seis años. Mostraba poco interés por el latín y la retórica jurídica, prefiriendo participar en la "dobladilla" y otros juegos de azar que solía disfrutar en compañía de las animadas mozas que llenaban las numerosas mancebías de la ciudad.

Francisco compartía su vivienda con un compañero de estudios y compatriota llamado Juan de Arévalo. En lugar de asistir a las clases, ambos preferían reunirse con otros en el "corral de Hércules", a orillas del río, donde disfrutaban de comidas, juegos, esgrima y travesuras propias de la juventud. Al caer la tarde, continuaban sus inquietudes en los parajes a orillas del Tormes, inmortalizados por los versos de Garcilaso.

Se cuenta que ubicar a Francisco no era tarea fácil, ya que solía frecuentar lugares "poco convenientes para el estudio", como casas de mujeres y de individuos de conducta desenfrenada. A pesar de su comportamiento, sus padres, desconociendo sus acciones, lo respaldaban financieramente, proporcionándole dinero para sus gastos, ropa y libros. Además, se revela que la madre de Francisco, en secreto de su padre, le enviaba dinero adicional para sus gastos, fondos que él destinaba también a sus excesos en vicios, juegos y relaciones con mujeres.

La vida disipada de Francisco López lo sumió en deudas insalvables, llevándolo a ser perseguido por los alguaciles y finalmente encarcelado. Este desafortunado episodio no pudo mantenerse en secreto, y Bartolomé Gascón, el respetable padre de Francisco, se vio obligado a viajar a Salamanca para desembolsar cerca de 14.000 maravedís y asegurar la liberación de su hijo.

Una vez fuera de prisión, Francisco confesó a su padre las escandalosas aventuras que lo habían conducido a tan humillante situación. El padre, escuchando las razones de su hijo, le dijo en tono bajo antes de marcharse: "No esperes más de mí". Desprovisto del apoyo paterno, el estudiante turbulento tomó la decisión de enrolarse como soldado en los ejércitos españoles que en ese momento combatían en Italia. En una mañana cualquiera, se despidió de la ciudad conocida como la "Roma chica", la "ciudad de las tres colinas", sin imaginar que, con el transcurso de los años, se sumaría a las filas que entrarían a la "Roma de las siete colinas", entre sangre y fuego, siguiendo las banderas del condestable de Borbón.

Permaneció en Italia "por mucho tiempo", sirviendo bajo las órdenes del Gran Capitán y del cardenal Bernardino de Carbajal, de quien posiblemente adoptó el apellido. La Italia de ese período experimentaba el apogeo del Renacimiento, pero la vida cotidiana no se limitaba solo al arte y las ciencias rescatadas de la antigüedad clásica. La época estaba marcada por la violencia, pasiones desenfrenadas y crímenes. En esos días, Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido como el "Gran Capitán", desempeñaba un papel activo en los asuntos italianos, con el lema: "España, para las armas; Italia, para la pluma".

Francisco López Gascón tuvo el privilegio de participar en las campañas más significativas del ejército imperial, donde adquirió profundos conocimientos en ciencia militar que más tarde destacaría en las vastas tierras de los Andes. En América, pudo poner en práctica la innovadora táctica del orden oblicuo, presenciada previamente en su tiempo en Italia, cuando el marqués de Pescara la introdujo. Además, imitó los renombrados "despliegues" que tuvieron lugar por primera vez en la batalla de Pavía en 1525, donde él mismo participó. En Italia, también se perfeccionó en habilidades como el "danzar e tañer", demostrando ser un apasionado de estas artes.

A pesar de su vida militar activa, Francisco encontró tiempo entre campañas para regresar a su casa paterna en Rágama, acompañado por un joven llamado Moreta, junto a una mujer, una joven y un mono. Este simio se convirtió en motivo de admiración y curiosidad para todo el pueblo. Sin embargo, su estancia en Rágama fue breve, ya que pronto regresó a Italia, quedándose solamente "una cuaresma e le gastaron largamente (al padre) porque saben que comyan carne". En esta ocasión, la conducta de Francisco López no fue ejemplar, y se cuenta que muchos se escandalizaron al descubrir que llevaba consigo a una mujer que vivía de su cuerpo, es decir, "una mujer del mundo", utilizando el lenguaje de la época.

El digno Bartolomé Gascón, sintiendo que se acercaba su final, redactó su testamento. En dicho documento, otorgado en Rágama el sábado 19 de abril de 1522, se especifica que la madre de Francisco había fallecido previamente. Poco después, el padre también debió partir, ya que en 1524 se llevó a cabo la distribución de los bienes entre los tres hermanos presentes. En ese momento, Francisco aún se encontraba en Italia. La conducta deshonrosa de su hijo mayor afectó profundamente a Gascón, ya que en su testamento no le dejó ningún legado, reconociéndolo únicamente como heredero forzoso.

Después de la muerte de su padre, Francisco regresó a Rágama luciendo con arrogancia los trofeos obtenidos en el "saco" de Roma. En ese periodo, se hablaba ampliamente sobre las riquezas incalculables de los aztecas y las hazañas de Cortés para conseguirlas. Deslumbrado por las promesas de fortuna, honor y fama que el Nuevo Mundo le ofrecía, Francisco partió a Sevilla con destino a las Indias, específicamente a la Nueva España, donde adoptó el nombre público de Francisco de Carbajal.

En México, Francisco de Carbajal contrajo matrimonio con Catalina de Leitón, una unión inicialmente en concubinato que el virrey Antonio de Mendoza le instó a formalizar. Alrededor de 1536 o 1537, se trasladó al Perú junto a otros expedicionarios que acudían en ayuda de Francisco Pizarro y su tropa, que se veía amenazada por la rebelión de Manco Inca. Pronto destacó por sus notables conocimientos militares y su humor sarcástico, que no mostraba contemplaciones hacia nada ni nadie.

El clan de los Pizarro acogió a Francisco de Carbajal con simpatía y generosidad, apreciando tanto su destreza en el arte militar como su carácter desenfadado, que contrastaba con su avanzada edad. Carbajal se estableció en el Cuzco como vecino y, en 1541, fue elegido alcalde ordinario. Fue durante este tiempo que se vio en la posición de aceptar a Diego de Almagro el Mozo como gobernador de Perú. Sin embargo, apenas tuvo la oportunidad, se escapó de la capital inca para unirse al licenciado Cristóbal Vaca de Castro, alrededor de quien se habían agrupado los partidarios de Pizarro.

Vaca de Castro, reconociendo la destreza militar de Carbajal, lo designó como sargento mayor de inmediato. En este cargo, participó activamente en la batalla de Chupas, donde demostró repetidamente su valentía. Mientras la artillería almagrista perturbaba a los leales, el corpulento Carbajal se despojó de sus armas defensivas y, al grito de "¡Vergüenza, vergüenza, caballeros del Cuzco!", los instó a marchar contra el enemigo.

Después de un breve periodo de paz en Perú, Carbajal tomó la decisión de regresar a España con la modesta fortuna que había acumulado en tierras americanas. En 1544, la inquietud se propagó cuando se conocieron las Leyes Nuevas, que perjudicaban los intereses de los encomenderos. Con perspicacia política, Carbajal comprendió que el problema solo podría resolverse con las armas, pero él no deseaba participar en una nueva guerra. Acompañado por su esposa, intentó sin éxito encontrar un barco que lo llevara a Panamá o Nueva España. Al fracasar en los puertos del sur de Perú, retrocedió hasta Arequipa, donde fue acogido por Miguel Cornejo. En ese momento, Gonzalo Pizarro ya había alzado la bandera de la rebelión y envió a Pedro Alonso de Hinojosa para llevar a Francisco de Carbajal ante su presencia en Cuzco. Aunque Carbajal podría haber regresado a España como un próspero peruano, optó por convertirse en el temido y cruel "Demonio de los Andes".

Una vez junto a Gonzalo Pizarro, Carbajal demostró su aguda habilidad política, su pragmatismo y su incansable actividad. Con verdad, afirmaba que el oro y la plata eran "los nervios de la guerra", por lo que se esforzó en acumular la mayor cantidad posible de riquezas para los Pizarro. Desde Chuquisaca, Carbajal escribía a Gonzalo: "En lo que vuestra señoría me escribió a mandar acerca de las minas que se diesen a su señoría, es la más grande cosa del mundo que vuestra señoría me tenga por tan descuidado. Antes que vuestra señoría me lo envíe a mandar, tiene vuestra señoría minas en Potosí que valen más que toda Castilla".

Carbajal comprendía a la perfección la importancia del control marítimo, especialmente desde Panamá, y por eso instaba al menor de los Pizarro: “A vuestra señoría suplico tenga memoria de mandar mirar por su armada... reforzándola con hacerla más gruesa y poderosa”. Como maestre de campo, posición otorgada por Gonzalo Pizarro, Carbajal no dejaba de producir armas ofensivas y defensivas de la mejor calidad, valiéndose de los hábiles armeros huancas. Desde Andahuaylas, le informaba a su líder: “Llevan de armas (sus hombres de confianza) ochenta coseletes y un arnés entero, y una cota y unas escarcelas de la cota, y dos pares de coracinas, y tres celadas de hierro [...] Además doscientas y cincuenta picas, que son todas las que están hechas”.

Como alguien que había experimentado las grandezas y miserias tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, Carbajal advertía a Gonzalo Pizarro sobre los vecinos de Arequipa, quienes habían apoyado a Diego Centeno: “[...] vuestra señoría crea que esta ciudad (Arequipa) es traidora generalmente toda, y que no hay pared en ella que no sea traidora, traidor el río, el sol que la alumbra y el aire que la sostiene”.

Carbajal nunca confió en los perdones promovidos por el licenciado Pedro de la Gasca, y por ello, le escribía cartas violentas, llenas de agravios e ironías que, generalmente, culminaban con estas palabras: “Nuestro Señor conserve la reverenda persona y capellanía de vuestra reverencia, permitiendo por su santísima clemencia que vuestros pecados os traigan a mis manos, para que acabéis de hacer tanto mal por el mundo”.

Dos fueron los adversarios que desafiaron a Gonzalo Pizarro y su maestre de campo, Francisco de Carbajal: el virrey Blasco Núñez Vela y Diego Centeno, ambos derrotados. El virrey, tras perder en la batalla de Iñaquito cerca de Quito, también perdió la vida el 18 de enero de 1546. Las incansables persecuciones en busca de Centeno fueron notables. A pesar de sus más de ochenta años, Carbajal, montado en una mula bermeja y escoltado por dos esclavos negros que llevaban un garrote para administrar justicia sumaria, lo acompañó a través de los gélidos riscos de los Andes, desde Chuquisaca (actual Bolivia) hasta Quito (actual Ecuador). Carbajal no conocía la fatiga ni el desaliento, manteniendo su lealtad inquebrantable a Gonzalo Pizarro. Su momento más destacado se produjo durante la campaña de Huarina.

El 18 de octubre de 1547, las fuerzas de Diego Centeno llegaron a los llanos de Huarina, cerca del lago sagrado de los incas, donde esperaron al pequeño ejército gonzalista. Este último se movilizó desde Umasuyo hacia el enemigo. Los "cuadrilleros" reforzaron a sus hombres y avanzaron hasta posicionarse a solo cuatro leguas de su objetivo.

Durante la noche, los capitanes y el clérigo Diego Martín, mayordomo de Pizarro, distribuyeron arcabuces, pólvora y plomo para la fabricación de mortales pelotas de alambre. Se herraron los caballos y se afilaron las picas en anticipación de la inminente batalla. Carbajal, incansable, supervisaba todos los preparativos. El experimentado maestre de campo ya había comunicado a sus capitanes la disposición de sus efectivos, buscando formar un escuadrón cuadrado con los arcabuceros más expertos en la vanguardia, destacando su habilidad.

Para utilizar la escasa caballería, Carbajal organizó un pequeño escuadrón dirigido por Gonzalo Pizarro, el licenciado Diego de Cepeda y el gigantesco Juan de Acosta, pariente de Carbajal. Durante la consulta nocturna en el toldo del líder rebelde, surgieron opiniones que anticipaban un posible fracaso y sugerían la posibilidad de escapar por otro camino. Sin embargo, la mayoría se aferraba a la experiencia y serenidad de Carbajal como la última esperanza. Francisco de Carbajal, al igual que el marqués de Pescara en Pavía, defendió con firmeza la idea de enfrentarse en batalla, desafiando los consejos cautelosos de sus colegas que temían la derrota más catastrófica.

Con la primera luz del día, reiniciaron su marcha "sin temor ni recelo alguno", acompañados por el sonido de los tambores que marcaban su paso pausado para evitar desordenarse. De vez en cuando, las trompetas y chirimías resonaban, añadiendo un ritmo festivo al ambiente. La vanguardia de este grupo decidido estaba encabezada por Francisco de Carbajal, junto a su bandera, acompañado por un animado tamborilero llamado Pedro de Retamales. Este tamborilero entonaba canciones pintorescas y desaliñadas, mientras los soldados respondían con entusiasmo a sus versos, dando palmadas con ambas manos. La escena no parecía de preparación para una batalla, sino más bien un festejo nupcial.

Como se desprende de esta vívida descripción de Gutiérrez de Santa Clara, el estado de ánimo de los gonzalistas no podía ser mejor. La noche del 18 de octubre de 1547, establecieron su campamento a la vista del ejército leal. Durante la madrugada, un grupo de sesenta arcabuceros pizarristas, bajo el mando de Luis de Almao, se aventuró al campamento de Centeno para provocarlos. Agitaban la ominosa bandera negra de Carbajal y hacían resonar sus trompetas. Sin embargo, no lograron perturbar el orden del escuadrón realista y, tras una media hora de "escaramuza verbal", regresaron a sus toldos.

En la mañana del 19 de octubre de 1547, Gonzalo Pizarro envió a su capellán, el padre Herrera, como emisario para negociar con Centeno y solicitar paso libre hacia Chile. Se rumorea que el líder rebelde le propuso matrimonio a su sobrina, doña Francisca, hija del difunto marqués gobernador y heredera de cuantiosos bienes. Se cuenta que Francisco de Carbajal ridiculizaba los intentos pacíficos de su comandante y no podía ocultar su impaciencia por entrar en acción. Los leales, especialmente el obispo Loayza, rechazaron cualquier intento de conciliación. Finalmente, el mensajero fue tomado como rehén, y no quedó otra opción que prepararse para la batalla.

El 20 de octubre de 1547, conocido como el día de las Once Mil Vírgenes, ambos ejércitos se enfrentaron al amanecer. Carbajal había organizado sus dos escuadrones según la descripción previamente mencionada. Los leales se posicionaron al pie de un pequeño arroyo, esperando el ataque enemigo. Cristóbal de Herbás, experimentado soldado de Alonso de Mendoza y sargento mayor, ordenó que se mantuvieran en su posición. Consciente de que la principal fortaleza de los rebeldes estaba en su fuerza de arcabuces, decidió que lo más prudente era esperar el ataque. El veterano militar, afectado por una enfermedad, se desplazaba en una silla de manos sostenida por dos esclavos negros, ya que no podía caminar.

Carbajal, quien había equipado a cada uno de sus cuatrocientos ochenta y siete infantes con dos o tres arcabuces, percibió de inmediato la estrategia del ejército contrario. Dio la orden de que su escuadrón avanzara diez pasos y luego se detuviera. Los leales de Centeno cayeron en la trampa. Viendo el éxito de su artimaña, Carbajal indicó que se dispararan algunos arcabuces para aumentar su excitación. Los seguidores de Centeno respondieron con una descarga que se perdió en el aire y, sin tiempo para volver a cargar sus armas, continuaron corriendo hacia el cuerpo a cuerpo.

Cuando Carbajal tuvo al enemigo a ciento veinte pasos, ordenó una descarga cerrada que resultó en la muerte de más de cien soldados y dos capitanes que iban en la vanguardia. A pesar de esto, los leales continuaron corriendo con la certeza de que estarían sobre el enemigo antes de una segunda descarga. Sin embargo, cada gonzalista llevaba consigo dos o tres arcabuces. Después de arrojar al suelo los utilizados, volvieron a apuntar y una nueva descarga deshizo por completo el escuadrón realista. La sorpresa y el pánico de los centenistas (caballería centenista se creó en el siglo XVI por el rey Carlos I de España. Su nombre se debe a que sus miembros recibían una paga de cien escudos, una cantidad considerable para la época) fueron tan grandes que huyeron del campo de batalla en desorden.

En ese momento, la caballería centenista, bajo el mando de Luis de Ribera, embistió contra el escuadrón de jinetes pizarristas. El choque fue extremadamente violento, y casi todos los rebeldes cayeron al suelo. Gonzalo mismo fue desmontado de su silla por un certero golpe de lanza propinado por Ribera. Sus excelentes armas defensivas le salvaron la vida, pero se encontraba en peligro de ser capturado por sus adversarios.

A pesar de la victoria parcial, aún quedaba la infantería y, sobre todo, quedaba Carbajal. El maestre de campo movió a sus hombres hasta colocarse a una distancia donde pudieran disparar hacia el área donde la caballería leal ya estaba casi derrotando a los pizarristas. "Carbajal llegó inmediatamente y, al verlos tan desordenados, llamó a todos los arcabuceros diciéndoles: 'Vamos, señores, a todos, a amigos y enemigos, así es como debe ser'". La descarga resultante fue tan mortal que los leales solo pudieron voltear y escapar rápidamente para salvar sus vidas.

Según el Inca Garcilaso, cuando Gonzalo, ya victorioso, se dirigía hacia los campamentos de Centeno, "se persignaba y decía en voz alta: '¡Jesús, qué victoria! ¡Jesús, qué victoria!', repitiéndolo muchas veces". El campo de batalla estaba cubierto de cadáveres, heridos moribundos y más de cien caballos caídos, creando un cuadro dantesco.

Mucho se ha destacado el mérito excepcional de Carbajal al convertir una derrota segura en un rotundo triunfo. Su habilidad no solo radicó en aprovechar los errores del enemigo, sino también en introducir nuevas tácticas que hablan de su destacada capacidad militar. Carbajal empleó pelotas de alambre que destrozaron las picas enemigas. Dio la orden de disparar a la altura de las piernas, logrando así un mayor número de bajas. Además, revolucionó la formación del escuadrón de infantes.

En la Edad Media, se consideraba que la infantería era inútil frente a otras armas, hasta que los suizos demostraron lo contrario. Desde entonces, la infantería se convirtió en el componente básico de los ejércitos. Gonzalo Fernández de Córdoba tipificó a los tres tipos de combatientes en el escuadrón de infantería: los piqueros, los rodeleros con espada y los arcabuceros. El arcabuz permitía el combate a larga distancia, la pica era efectiva en el cuerpo a cuerpo, y la rodela y espada eran útiles en combates cercanos. Esta configuración era común en los ejércitos europeos, pero en la milicia indiana, como la de Centeno, se observaban algunas diferencias, como la presencia de ballesteros, un arma pasada de moda en Europa.

Lo más notable fue la manera en que Carbajal equipó a su ejército: todos eran arcabuceros. Formaron una verdadera muralla de fuego, cada hombre llevando consigo hasta dos o tres de estas armas, como se mencionó anteriormente. Esta innovación resultó fundamental para el resultado de la batalla. A pesar de su superioridad numérica, los leales no pudieron llegar al combate cuerpo a cuerpo con el enemigo. En Huarina, por primera vez en América, y quizás en el mundo, las armas de fuego destruyeron un ejército sin que los contrincantes tuvieran que enfrentarse cara a cara.

La victoria de Huarina marcó el ocaso de Francisco de Carbajal y su líder Gonzalo Pizarro. La estrategia astuta, silenciosa y eficaz del licenciado Pedro de la Gasca socavó gradualmente la lealtad que muchos habían jurado al gobernador de facto. Triunfó el sentimiento de temor y respeto hacia el monarca, arraigado en el espíritu de los súbditos de Carlos V en el siglo XVI.

A pesar de los actos de terror perpetrados por Carbajal, que incluyeron ejecuciones de hombres, mujeres y sacerdotes, no pudo evitar las deserciones masivas que se produjeron en el campo de Jaquijahuana el 9 de abril de 1548, día de santa Casilda. No se libró una batalla entre leales y gonzalistas, sino más bien un desbande de estos últimos en busca de un perdón que les garantizara la vida. Gonzalo Pizarro y sus leales capitanes fueron apresados y ejecutados al día siguiente en el mismo lugar.

A pesar de los intentos de Carbajal por escapar, la versión del cronista Pero López, en contraste con las narraciones de Diego Fernández el Palentino, Pedro Gutiérrez de Santa Clara y Agustín de Zárate, revela la diligencia con la que se buscaba al maese de campo. Tras huir de la batalla, Carbajal se adentró en ciénagas a lomos de una mula, alejándose del camino. Después de recorrer cinco leguas y esconderse entre terrenos pantanosos, esperó la noche. Fue avistado por un hombre, sirviente de un caballero llamado Antonio de Quiñones. Carbajal se acercó, reconoció al hombre y le preguntó sobre el resultado de la batalla. El sirviente reveló que el presidente Gasca había triunfado. Carbajal le pidió discreción hasta la noche y le entregó una cruz de cinco esmeraldas valorada en más de cien mil ducados, junto con otras cinco piezas de similar valor en una bolsa, como garantía de su silencio.

El sirviente cumplió con su deber. Informó que iría en busca de comida y aseguraría la discreción de Carbajal si alguien lo había visto. Montó en una yegua y se apresuró a Jaquijahuana, dando aviso al presidente Gasca sobre el paradero del fugitivo. Este, complacido, envió rápidamente cincuenta hombres. En menos de cuatro horas, el labrador y los caballeros completaron la ida y vuelta. Encontraron a Carbajal y lo llevaron preso, regresando a Jaquijahuana dos horas después del anochecer. Estas acciones, ejecutadas con diligencia, revelan la habilidad estratégica del presidente Gasca y su rápido control sobre la situación.

Aquella noche, Carbajal se confesó. A la mañana siguiente, le leyeron la sentencia que decretaba su destino: ser arrastrado y desmembrado por traición. Afrontó la noticia con valentía, sin mostrar señales de cobardía. Cuando lo llevaron para ejecutar la sentencia, expresó su agradecimiento y chistes, culminando con una última declaración al entrar en la rastra: "Aína cuando chico, aína a la vejez, para esto nací, de morir había".

Antes de la ejecución, el capitán Diego Centeno se acercó a él y le preguntó: "Señor Carbajal, ¿conoce vuestra merced?" Con un tono humorístico, Carbajal respondió: "Cómo quiere vuestra merced que le conozca, que no me acuerdo haberle visto sino por las espaldas", burlándose de haberle evitado siempre. Centeno le ofreció sus servicios y le preguntó si había algo en lo que pudiera ayudarle, comprometiéndose a hacerlo con la misma lealtad que había mostrado con Gonzalo Pizarro y aún después de su caída. Carbajal le pidió algo que Centeno no podía concederle: la vida. Ante la imposibilidad de otorgarle la clemencia, Centeno explicó que solo el presidente tenía el poder de decidir entre la misericordia y la justicia. Carbajal, resignado, le respondió que no necesitaba más, ya que en ese momento no requería nada más que lo que le estaba destinado.

Antes de enfrentar su destino, Carbajal llamó al arzobispo Loaysa y le solicitó que trajera al campesino que había proporcionado información sobre su paradero. El hombre fue presentado ante él, y Carbajal, en presencia del arzobispo y otros caballeros, le reprochó: "Villano, ¿cómo no cumpliste con lo que te ordené? Devuélveme el premio que te di. Dáselo aquí a Su Señoría Reverendísima para que haga algún bien por mi ánima". El campesino se defendió, negando la acusación. El arzobispo, irritado y movido por la codicia, amenazó al labrador y le dijo que, si no entregaba lo que Carbajal afirmaba, sería condenado ahorcado. Para aumentar el temor, ordenó llamar al verdugo.

Ante esta situación, el campesino, visiblemente intimidado, se desabrochó y sacó las esmeraldas y la cruz de su seno. Carbajal había regalado estas valiosas posesiones al campesino como compensación. Sin embargo, el arzobispo retuvo las joyas, y el presidente Gasca, aunque deseaba obtenerlas, optó por disimular la situación debido a la presencia del arzobispo.

Carbajal fue un hombre de destacados logros militares, ganando en cinco batallas campales y participando en numerosos enfrentamientos contra los servidores de Su Majestad. Su historial incluyó crueldades notables, como ahorcar mujeres, frailes, clérigos y comendadores de diversas órdenes, sin perdonar a aquellos que ofendieran a su señor. La crónica sugiere la posibilidad de que la historia de estos tiranos pueda ser plasmada en un extenso libro, destacando la complejidad y la intensidad de los eventos de esa época.

Fin

Recopilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez

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