Sobre Juan de Castellanos por don Antonio Paz y Melia

Entre los libros y manuscritos que suman cuatro mil trescientos veinte, donados por el Virrey Don Pedro de Aragón al monasterio de Poblet entre 1602 y 1677, se encontraba la obra de Juan de Castellanos, que hoy se publica por primera vez conforme a su original. La procedencia de este manuscrito no deja lugar a dudas, gracias a la característica encuadernación que muestra en sus tapas el nombre y el blasón del generoso donante, coincidiendo plenamente con los detalles especificados en su testamento.

El trabajo de Castellanos no era, sin embargo, completamente desconocido. A fines del siglo XV, aproximadamente un siglo después de haber sido escrito, el obispo de Santa Marta, Doctor Don Lucas Fernández Piedrahita, halló el original con las licencias para su impresión en la librería de Don Alonso Ramírez de Prado. Posteriormente, aprovechando otro hallazgo en las librerías de la Corte, que incluía el "Compendio historial de las conquistas del Nuevo Reino" por el Adelantado Don Gonzalo Ximénez de Quesada, redujo el verso de Castellanos a prosa y publicó el Tomo I de la "Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada".

Es interesante notar que el manuscrito utilizado por Piedrahita, aunque original, constaba solo de veintidós cantos, como él mismo declara en el prólogo, terminando en la llegada del presidente Venero de Leiva. En contraste, el manuscrito utilizado para esta edición, rubricado en todas sus hojas para su impresión y fechado en 1602, consta de veintitrés cantos numerados, hasta la expedición de Diego Soleto, y además contiene una Elegía a la muerte de Don Jerónimo Hurtado de Mendoza en tres cantos; un Elogio del presidente Doctor Don Antonio González y el Canto final de las Alcabalas.

En el Repertorio Colombiano, revista de Santa Fe de Bogotá, el ilustrado escritor Don M. A. Caro publicó en 1879-80 una serie de artículos en los que, con acertada crítica, discurrió acerca de la vida y obras de Castellanos, corrigiendo y ampliando la información previamente escrita por el coronel Don Joaquín Acosta y Don J. María Vergara.

He utilizado este valioso trabajo para las siguientes investigaciones, extraídas de la única fuente accesible: las "Elegías de varones ilustres de Indias" de Juan de Castellanos, publicadas en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra. Estas elegías están precedidas por un breve prólogo que, en esencia, dice que acerca de Castellanos se sabe poco o nada.

Es notable que los escritores citados no tuvieran conocimiento de la partida de bautismo de nuestro autor, que el señor Fernández Espino incluyó en su "Curso histórico-crítico de literatura española" (1871). Estos autores especularon que Castellanos nació entre 1510 y 1515. Sin embargo, dicho documento revela que nació en Alanís, un pueblo de la provincia de Sevilla, el 9 de marzo de 1522, hijo de Cristóbal Sánchez Castellanos y Catalina Sánchez, quienes primero residieron en Alanís y luego en San Nicolás del Puerto. Sobre este punto, y siguiendo la autoridad de Nicolás Antonio, se difundió la errónea noticia, que perduró hasta la edición de las "Elegías" hecha por Rivadeneyra, de que Castellanos había nacido en Tunja. El coronel Acosta cuestionó este dato, argumentando que era imposible que Castellanos hubiera nacido en Tunja, una ciudad fundada por españoles en 1539, ya que para 1545 él ya era un hombre maduro.

Nadie se había tomado la molestia de revisar su obra para verificar esta información hasta que el señor Vergara lo hizo, encontrando una confirmación clara en la siguiente octava:

«Y un hombre de Alanís, natural mío 

del fuerte Boriquén pesada peste, 

dicho Juan de León, con cuyo brío 

aquí cobró valor cristiano hueste. 

Trájonos a las Indias un navío 

a mí y a Baltasar, un hijo de éste, 

que hizo cosas dignas de memoria 

que el buen Oviedo pone por historia.»

El mencionado Sr. Fernández Espino también había leído esta octava, pero con tan mala suerte que, al invertir el sujeto y el complemento, entendió erróneamente que Juan de León había llevado un navío a las Indias para entregárselo a Castellanos y a un hijo de León que lo acompañaba. No sería necesario mencionar este error si no fuera porque es crucial corregir la conclusión que derivó de él, deduciendo lógicamente que Castellanos y Baltasar debían tener algún rango para que se les entregara un navío. Luego veremos qué rango podía tener un muchacho de catorce años, quien en sus "Elegías" se llama a sí mismo soldado pobre y rodelero de Juan de Quindós.

En su testamento, copiado de los artículos del Sr. Caro y que aparecerá en las notas del Tomo II, Castellanos también llama a San Nicolás del Puerto "patria mía". Este detalle lo explica el citado escritor diciendo que Castellanos nació en Alanís y se crio en San Nicolás del Puerto. Su familia vivía en una situación económica modesta, cercana a la pobreza, lo cual, unido a los relatos de las maravillosas riquezas de las Indias, indudablemente lo impulsó a abandonar muy temprano el hogar de sus padres.

Queda por determinar el año preciso en que realizó este viaje. El Sr. Vergara no lo especifica y, al afirmar que fue como soldado de caballería con Baltasar, hijo de Juan Ponce de León, confunde a este conquistador de Puerto Rico con Juan de León, soldado que, bajo las órdenes de aquél, realizó proezas en 1511 que consignan Castellanos y Herrera.

El Sr. Caro sugiere que es plausible que nuestro autor viajara a las Indias con la expedición que Jerónimo de Ortal sacó de Sevilla en 1534, sospechando que solo en ese año pudo conocer al cronista Fernández de Oviedo en Sevilla. Esta conjetura se apoya en dos pasajes de las "Elegías": uno en el que, citando entre los de la expedición a Antón García, dice: "a quien llamábamos Antón del Guante"; y otro, cuando al hablar de Luis Lanchero, capitán en la misma expedición, que, preso con esposas, pugnaba por quitárselas, escribe:

“díjome que debajo de desino 

de hacer algún grande desatino”.

Cabe también suponer que Castellanos viajara a las Indias con la expedición que, al año siguiente, 1535, llevó el adelantado de Canarias, siendo Gonzalo Ximénez de Quesada el Justicia Mayor. Al describir las bromas de los baqueanos que observaban el desembarco de los expedicionarios, parece que Castellanos estuviera presente. De todos modos, si quienes fijaban su nacimiento entre 1510 y 1515 consideraban que a su llegada al Nuevo Mundo tendría entre veinte y veinticuatro años, suficiente para haber adquirido en España conocimientos de latín y otras disciplinas literarias, hoy, conocido el año exacto de su nacimiento, los doce años que tenía al dejar su patria parecen insuficientes para tal ilustración, y debemos buscar otra explicación para el conocimiento que demostró en sus obras.

Posteriormente, Castellanos se halló en el golfo de Paria con Antonio Sedeño, y en la isla de Trinidad, donde "en aquella edad y coyuntura gastó ciertos años". Formó parte de la expedición en la que murió Jerónimo de Ortal. Cuando Martín Nieto se rebeló contra Ortal, quedando solo diez soldados leales, Castellanos debió ser uno de ellos.

Tras la muerte de Ortal, en 1536, Castellanos partió con Antonio Sedeño de Maracapana entre los quinientos hombres escogidos que buscaban el famoso templo del Sol, uno de cuyos capitanes era el ya citado Rodrigo de Vega. Llegaron a la isla de Cubagua, donde los moradores, aprovechando la oportunidad, decidieron que, bajo la protección de aquellos valientes, sus capitanes y rescatadores salieran a capturar esclavos para sus lucrativas pesquerías de perlas. Castellanos debió presenciar escenas tan inhumanas que, con oscuros colores, describe aquellas cacerías de indios, mujeres y niños, llevados en largas cadenas a Sedeño, y comprados por los principales habitantes de Cubagua, cuyo fin era siempre destruir a los naturales. Quizás en esta ocasión fue testigo de hechos similares al que relata en otra parte, cuando un capitán español, para acelerar la marcha, ordenaba cortar la cabeza a todo indio que, por cansancio o enfermedad, no podía seguir en la cadena, diseñada de tal modo que para sacar a uno del centro era necesario sacar antes a todos los anteriores. Dejó las veredas regadas de sangre y los caminos llenos de cadáveres, tanto que los tigres, tras alimentarse con ellos, atacaban ferozmente a los vivos cuando los cuerpos escaseaban, "no dejándonos, dice Castellanos, hora segura". Relata varios encuentros con tigres, en uno de los cuales, junto con cinco compañeros, logró salvar a Juan de Oña de las garras de la fiera y curarle las heridas.

Durante su estancia en Cubagua debieron ocurrir las riñas y vanos encuentros con el mariscal Miguel de Castellanos, mencionados en la página 149 de sus "Elegías", y que generosamente dejó en el olvido, elogiándolo siempre que lo nombra. Es de creer que siguiera a Sedeño hasta su muerte, pues, al citar la opinión de que una esclava morisca llamada Francisca Fernández le había dado hierbas venenosas, muestra su conocimiento cercano de los eventos.

Cuando dejaron a Sedeño sepultado cerca del río de Tiznados, Castellanos probablemente continuó bajo las órdenes de Reinoso y Diego de Losada, ya que formó parte de la compañía de Rodrigo de Vega. Aquí también le esperaban grandes trabajos y penosas marchas por calzadas de más de cien leguas, surcando ríos, atravesando territorios de tribus guerreras, y sufriendo hambre, enfermedades y otros sufrimientos típicos de tales expediciones. Llegaron al río Casanare y divisaron la alta sierra, de la que tenían noticias por indios que la describían como muy abastecida de todo. Sin embargo, en ese momento, Losada, con la intención de capturar esclavos, intentó retroceder.

Rodrigo de Vega y otros querían pasar a invernar a las sierras, lo que generó divisiones, fugas e incluso choques sangrientos entre los españoles. Es probable que Castellanos siguiera a los que, junto a Alonso Álvarez Guerrero, resistieron la autoridad de Losada. Cuando Losada, triunfante, hizo ejecutar a Copete y Guerrero, y desterró a veinte soldados principales, entre ellos Rodrigo de Vega, es probable que Castellanos los acompañara en el destierro, sobre todo porque menciona que vio al negro Pedro Mabuya tirar tres flechas juntas y acertar con ellas.

Los peligros y trabajos que enfrentaron durante la marcha fueron innumerables. Una vez, rodeados por mil indios de guerra, combatieron no solo para salvar sus vidas, sino para vengar su muerte, que veían segura. Solo la casualidad los libró, enviando en su socorro a ocho compañeros escapados de las banderas de Reinoso. El hambre llegó al punto de que Bautista Zapatero se alimentó con las entrañas de un compañero suyo, a quien abrió el pecho tras verlo muerto de calenturas.

Finalmente, Diego Losada, reuniendo a los fugitivos, regresó a Maracapana y luego a Cubagua. Es probable que en este momento nuestro autor también volviera a esta isla. En el principio de una de sus "Elegías", Castellanos reflexiona con observación acertada sobre las expediciones que se organizaban en busca de soñados tesoros. Dice que era cosa de risa, o acaso de lloro, ver desembarcar en las Indias a gente recién llegada con gran autoridad, pensando cargar inmediatamente el oro, y a otros que, cambiando sus abrigos por cueros y jubones para regresar enriquecidos, iban en los navíos con grandes galas y atavíos de plumas y gorras, terciopelos y rasos, tan inútiles para las entradas por bosques y espesuras. Luego censura a los que, conociendo las Indias, engañaban en España a los infelices, haciéndoles creer que dejaron allá montes cubiertos de oro fino, con lo que, ansiosos de mejorar su situación, venían tantos hombres a peor estado.

Al relatar la expedición que en 1536 llevó a Santa Marta el Adelantado de Canarias, Don Pedro Fernández de Lugo, con su hijo Don Alonso como General y el licenciado Don Gonzalo Jiménez de Quesada como Justicia Mayor, Castellanos observa la ironía de que, después de tantos trabajos, Don Alonso se llevó a España el oro adquirido por todos los soldados, dejándolos más pobres que cuando desembarcaron. Ante esta burla, no tuvieron más remedio que resignarse a emprender nuevos descubrimientos. Así, a finales de 1536, el Adelantado Don Pedro envió otra expedición al Nuevo Reino de Granada, comandada por Don Gonzalo Jiménez de Quesada, en la que participó nuestro autor y que relata detalladamente en los tres últimos cantos de la "Elegía IV, Parte II", y en esta cuarta parte.

La expedición constaba de unos mil hombres: quinientos treinta a caballo que marcharon por tierra y cuatrocientos sesenta por mar, todos con el río Magdalena como punto de reunión. Las penalidades de esta y las sucesivas marchas se resumen en que, al cabo de un año, solo quedaban ciento sesenta y seis hombres y sesenta caballos. El hambre llegó a tal extremo que se vieron obligados a comer los cueros de las adargas cocidos en agua.

Las hazañas y la resistencia de este puñado de hombres son extraordinarias. Castellanos, que estaba entre ellos, comenta en sus "Elegías" que tal historia debería ser escrita por una pluma de alto vuelo, y considerando la digna de una más extensa narración, declara que la reserva para una cuarta parte, que es la presente obra. En ella, el lector encontrará la justificación de tales palabras.

Es probable que Castellanos asistiera a la fundación de Santa Fe y que anduviera por aquellas tierras con Don Gonzalo Jiménez de Quesada en 1538 y 1539. Hacia 1540, pasó por las islas de los Gigantes (laguna de Venezuela), donde al desembarcar encontró al gobernador Lázaro Bejarano, un poeta notable, según Castellanos, que acababa de perder a su único hijo. No participó en la expedición de Ambrosio Alfinger en ese mismo año, pues declara seguir la relación de Bernardo de Alcocer, quien estuvo presente en todo. Sin embargo, por incidencia, Castellanos menciona que trabajó después, aunque inútilmente, en buscar hasta las sierras de Herrera el ídolo de oro de Boronata, tan desmesurado que se necesitaban diez o doce gandules para llevarlo en una hamaca.

Nuestro autor también participó en la expedición que el Adelantado de Canarias, Don Alonso Luis de Lugo, llevó en 1540 al Nuevo Reino de Granada. Lo relata en el Canto XVII de esta cuarta parte, lo que excusa de más detalles. Basta decir que, habiendo salido Don Alonso Luis de Lugo con doscientos o trescientos hombres, otros tantos caballos y treinta y cinco vacas, al cabo de tres o cuatro meses de jornada, cuando llegó a Tamalameque, le faltaban más de cien hombres y la mayoría de las bestias. El ánimo del General decayó ante tan grave desastre, y ya pensaba en retroceder en busca de los bergantines que había dejado en las barrancas de Sompallón, cuando Castellanos, un soldado de buen brío como él mismo se llama, todavía no rendido a tantos trabajos pasados, le pidió veinticinco hombres, comprometiéndose a llegar con ellos a Vélez y regresar con socorro de alimentos. Como garantía, le recordaba haber sido de los primeros en pasar por allí, refiriéndose a la expedición de Quesada. Castellanos cuenta, hablando del valle de Upar, cómo fue uno de los primeros pobladores y, aunque padeció trabajos insufribles, con el deseo de mejores tierras, despreció por de poco valor lo que le daban.

El General permitió a Castellanos seleccionar a sus veinticinco compañeros, y con ellos, alimentándose durante ocho días con los insípidos tallos de bihaos, lograron llegar hasta las lomas de las sierras de Atún. Tan debilitados estaban que con un solo pie daban dos y hasta tres pisadas. El etíope Mangalonga, menos desmayado, se adelantó en busca de alguna habitación. Pronto la encontró, pero los indígenas, alarmados por la extraña aparición de un hombre negro, lo persiguieron y atacaron a los españoles, capturando a Juan de Carvajal, cuya captura permitió la salvación de los otros.

Dos de los españoles, incapaces de seguir a pie, construyeron una balsa y siguieron el curso del río, alimentándose de frutillas que veían comer a los monos en los árboles de las riberas. Tuvieron la suerte de encontrar a los macheteros, avanzadas del campamento, quienes les proporcionaron dos tasajos de carne de caballo y unos granos de maíz tostado, un manjar delicadísimo y supremo para aquellos expedicionarios. Recobrando el habla gracias al alimento, indicaron la ubicación de sus compañeros, lo que permitió al General enviar a doce soldados con el capitán Lorenzo Martín, un poeta improvisador. A cada soldado se le dieron como provisiones dos velas de sebo y un pedazo de queso de Canarias para un viaje de siete días.

Puede imaginarse el hambre que se padecía en el campamento al leer que el soldado Fernán Suárez, antes de partir y en presencia del Adelantado, se comió una de las dos velas de sebo de su ración, dejando limpio el pábilo y castañeteando la lengua de gusto. Finalmente, al aproximarse al campamento de Castellanos, dispararon algunos arcabuzazos, a cuyo sonido acudió él con doce compañeros y el negro Mangalonga, todos auténticas imágenes de la muerte. El resto había perecido de hambre. Pero ni en un trance tan lastimero faltó el buen humor de esta desdichada raza, pues el capitán poeta reanimó sus abatidos espíritus con unas coplas, parte de las cuales incluye Castellanos en su relato.

En la isla de Cubagua, Castellanos se encontraba cuando en 1543 ocurrió la furiosa tormenta y terremoto que describe en sus "Elegías". Estaba alojado cerca del mar, delante de la plaza, en casa de Pero Ruíz Barrasa y Beatriz de Medina. Al salir huyendo, vio cómo se hendía una esquina de la casa y, dando voces a los que se precipitaban por la puerta hacia la calle, logró detenerlos y salvar la vida de muchos. Cuando volvió la calma y la isla se quedó sin tráfico y Castellanos sin recursos para enfrentar la necesidad, la vergüenza generosa, dice, le obligó con otros a buscar recursos, embarcándose en los barcos de Niebla y Juan Cabello rumbo a la isla Margarita.

La estancia en la isla Margarita, que describe con extraordinaria complacencia, fue una grata compensación por sus trabajos pasados y futuros. Según sus palabras, Margarita era el refugio de los quebrantados por los descubrimientos y el descanso de los conquistadores afligidos con el peso de las armas. Allí, enfermos y sanos dormían sin preocupaciones, seguros de sobresaltos; no había temor al hambre ni a la sed, pues estas necesidades se satisfacían con los más deliciosos alimentos y puras aguas. Se reunía la alegre juventud, principalmente en el Val de San Juan, a la sombra de una corpulentísima ceiba, sobre una verde alfombra matizada de fragantes flores. Los ojos se recreaban con la contemplación de un paisaje en el que jugueteaban los rebaños, y los oídos con el murmullo de una fresca fuente y el concierto de voces e instrumentos.

Damas hermosas se mecían en las hamacas suspendidas de los árboles, donde los ruiseñores, con sus cantos enamorados, encendían aún más los pechos de los galanes. Poetas como Bartolomé Fernández de Virués, Jorge de Herrera y Fernán Mateos ejercitaban su ingenio en el elogio de la hermosura. Después, las mesas se tendían bajo la ancha bóveda de la ceiba, y los manjares se servían en brillante y rica vajilla por diligentes mozas mestizas de frentes levantadas, mirada voluptuosa y condición benévola y humana.

Tal es, en pálido resumen, la descripción que hace Castellanos de aquella verdadera Arcadia en que pasó algunos días de su aprovechada juventud, y cuyo dulce recuerdo le hace exclamar ya en su vejez: «Margarita, tierra que quiero bien, pues por allí gasté mi primavera». Puede imaginarse cómo saborearía tales regalos el que seis años antes caminaba trabajosamente en la desastrosa expedición de Quesada, entre aquellos ciento sesenta y seis soldados, verdaderos esqueletos, tan amarillos como el oro que les hacía arrostrar tales sufrimientos, y que no tenían fuerzas para llevar consigo.

Pero, como lo que sostenía tanta animación y regalo en la isla era la riqueza de las perlas que allí se recogían, cuando estas se agotaron, los moradores se dispersaron, y con ellos Castellanos. En 1544 ya lo encontramos siendo testigo de los peligros y grandes daños sufridos por Fray Martín de Calatayud, obispo de Santa Marta, en el Cabo de la Vela y el río de la Hacha. El noble ánimo de nuestro autor se levanta contra la crueldad de los que, embebecidos en el ansia de recoger perlas, obligaban a los indios a pasar el día sumergidos en el agua y la noche en prisiones, amarrados con cadenas. Acusa al obispo, quien, enviado por el emperador para remediar tales desmanes, se dejó sobornar por los aventureros enriquecidos y regresó dejando las cosas como estaban.

Acabadas las perlas, y ya vencido el año 1545, salieron dos expediciones en busca de minas de oro, de las que había recogido muestra Pero Fernández Zapatero. Blas de Medina capitaneaba la expedición por mar, y Luis Pardo la de tierra. En esta última iba Castellanos, quien nos cuenta cómo, pasado el gran compás de la salina de Tapé, corrió grave riesgo en el río de Palomino, donde, bien armado a caballo y persiguiendo a los indios que hacían resistencia, su caballo quedó atascado hasta la frente. Salió milagrosamente a la orilla a pie, lanza en mano y espada ceñida. Este lance le trajo a la memoria la desdicha de aquel valiente que con su muerte dio al río su nombre.

Al día siguiente, la expedición pasó por Marona; bajó a la playa y, atravesando el río de Don Diego por el paso de la Peña Horadada y el río de Guachaca, acampó en Buritaca, entre este río y el de Mendiguaca. Al amanecer, llegaron los navíos de los que esperaban mantenimientos, pero una tormenta tan recia estorbó la comunicación que los de tierra vieron sus vidas en peligro.

En este punto, Castellanos nos relata incidentalmente otra borrasca que sufrió embarcado cerca del paso de Marona. Este relato es muy propio para conocer hasta dónde puede llegar el buen humor de un andaluz. En medio de los llantos de sus compañeros y de las oraciones de un indio y una india, esclavos suyos, comenzó repetidas veces el salmo "Miserere", sin que la zozobra del barco le permitiera concluir ningún versículo. Cuando ya llegaba una vez al "Asperges me, Domine", un furioso golpe de mar le cubrió todo, dejándole sin aliento y con la camisa por único abrigo. Aun así, tuvo ánimo para mostrar su pericia marinera, disponiendo una maniobra con la que salieron del aprieto.

Arribaron los de los navíos a Santa Marta; aunque los de tierra, no divisando ninguno, los tuvieron por perdidos. Sin embargo, Castellanos y los de a pie que iban en la delantera encontraron en la resaca víveres y vasijas con vino, con lo que restauraron sus fuerzas y concibieron esperanzas de la salvación de sus compañeros al no ver flotar ningún cadáver. Resueltos a esperar su vuelta, salió Castellanos con once hombres en busca de comida. En una marcha de seis o siete días vivieron solo de salmuera de tasajo, auyamas y frijoles, sin beber gota de agua. A los catorce días descubrieron indios que les traían carta con la noticia de que los de las canoas habían arribado al puerto de Santa Marta.

Nuestro autor supo entonces que los habitantes de Santa Marta habían acudido al licenciado Miguel Díaz, pidiéndole que se opusiera al intento de los expedicionarios. Como Castellanos tenía allá su caudalejo, adquirido con inmensos trabajos, en un arranque de temerario valor resolvió confiarse a los indios guías que trajeran las cartas, malos y crueles, como los de Bonda. Acompañado solamente de Juan Pardo, atravesó en un día quince leguas de territorio todo de guerra, por sierras y oteros asperísimos. En Concha se reunió con Francisco Ruiz y Luis de Mesa, quienes les dijeron que sus canoas iban adelante. Ya en el ancón de Biraca, Castellanos encontró la suya y arribó a Santa Marta, donde Tapia y otros hombres principales le reprendieron fuertemente por su poco seso.

Castellanos se detuvo allí algún tiempo, construyendo buhíos en la marina con grandes árboles que cortaban de las selvas vecinas y haciendo buenas sementeras. Sin embargo, se queja de las plagas de mosquitos que les obligaban a ir con capillos, como penitentes, con un solo agujero para ver. Los indios que vinieron de paz les proveían abundantemente de alimentos. En esta ocasión, el buen trato de Castellanos y de los españoles con los indígenas llegó a tal punto que él, a caballo y con un solo criado, hizo el viaje de Santa Marta al Cabo de la Vela, hecho que pone por testigo a su amigo Calderón de la Barca.

Nuevamente se le ofreció la engañosa esperanza de hallar ricos tesoros labrando las minas del Guachaca, objeto principal de su ida a aquellas playas. Resueltos a trabajar en la quebrada más próxima, cerca del pueblo de Maconchita, marchó allá la expedición con negros, indios y las herramientas necesarias, entre la grita y el estruendo que les excitaba la afanosa codicia del oro. Se subía a aquellas alturas, dice el autor, por escalones hechos a mano, de lajas grandes. Había algunas escalas que tenían reventones de más de novecientos peldaños; muchas mayores y en partes prolijísimas calzadas, no faltas de primor y grandeza, enlosadas de hermosas lajas, indicio de la gran potencia de los señores, que solían tener también en los recuestos y remates de las sierras nevadas poderosos mármoles enhiestos.

A los primeros golpes de azadones, barras y almocafres, los ojos atentos de los españoles descubren los codiciados granos del oro, y la esperanza les hace dar saltos de gozo y prorrumpir en extravagantes canciones. El golpe del agua que acarreaba el oro había excavado un ancho pozo de seis brazas, donde caía todo el que no pasaba al mar. Francisco Caro propuso desaguar aquel pozo; todos se pusieron a la obra con gran ardor, y ya los indios buzos sacaban entre hojas de árboles nuevos granos de oro que les llenaban de esperanza, pensando en su prosperidad futura. Sin embargo, una oscurísima nube con espantosa lluvia volvió a llenar el pozo, enterrando su gozo.

Durante ciertos días siguieron recogiendo algo de oro por aquellos parajes; luego mudaron sus rancherías entre Tapi y el paso de Marona. Sacaron ricos granos en el río de San Salvador, y allí por las tierras de la Ramada se detuvieron haciendo estancias y labrando los campos.

En los siguientes años, de 1546 a 1548, encontramos a nuestro autor en Antioquía, donde presenció las revueltas de los dos Adelantados Heredia y Benalcázar, y también en la Gobernación de Popayán, donde pudo tratar de vista la residencia de Miguel Díaz de Armendáriz. A fines de 1549 estuvo presente en el Cabo de la Vela durante la muerte del general Tolosa.

En 1550 residía en Cubagua, como lo indica en el Canto II de la Elegía XIV, donde menciona que salió a la playa con mucha gente a ver lo que traían los barcos de Orellana que iban al descubrimiento de los Quijos.

Un año más tarde, Castellanos se encontraba en Bogotá y asistió a la entrada en la ciudad de Álvaro de Oyón, enviado por Quintero para informar a los Oidores sobre las conquistas de los Cambis y la fundación de San Sebastián de la Plata. Luego, estuvo algún tiempo con el General Pedro de Ursúa, quien fundó Pamplona en 1549 y Tudela en 1551, y a quien Castellanos vio prestar otros muchos servicios a la corona. En 1552, se encontraba en Santa Marta, lejos de pensar en componer historias o dar fin a sus peregrinaciones, y ese mismo año participó junto a Ursúa en la batalla del paso de Origua o de Rodrigo.

Desde el año anterior, Ursúa había estado meditando la conquista de los Tayronas, considerados una de las tres naciones más belicosas de las Indias y donde se encontraban minerales de oro y platerías utilizadas para elaborar joyas de filigrana en figuras de águilas, sapos, culebras, orejeras, chagualas, medias lunas y cañutillos, además de mucho oro en puntas y polvo de aquellos sepulcros.

Ya entrado el año 1552, Ursúa salió con 40 peones y 12 hombres de caballo, entre los que se encontraba Castellanos. Despejaron el Gayra y se dirigieron a Pocigueyca, una plaza de armas famosa. Los Tayronas estaban decididos a engañarlos con una falsa paz y a no resistir hasta que, adentrados en su territorio, pudieran someterlos con sus asperezas. El cacique de Pocigueyca les envió un rico presente de cañoncillos de pavas rellenos de oro en polvo, invitándolos a entrar en la ciudad. Marcharon en orden de guerra, reconocieron el origen del río de Cañas y luego se dirigieron hacia la sierra nevada de los Aruacos en busca del valle de Tayrona, donde fueron recibidos pacíficamente y obsequiados con el mencionado presente.

El peso de las armas y los pesados sayos, las largas marchas a pie y los cambios bruscos de clima habían debilitado tanto a los españoles que, al llegar a las cabeceras del río de Piedras, apenas había veinte con fuerzas para seguir adelante. Ursúa, afectado por fuertes cuartanas, decidió regresar a Santa Marta siguiendo el curso del río hasta encontrar el camino que llevaba a Giriboca.

Los indios, al enterarse de este plan, decidieron emboscarlos en el paso de Origua, también conocido como de Rodrigo, posiblemente en honor a Rodrigo Bastidas, quien lo descubrió. El paso se encontraba a siete leguas de la ciudad, flanqueado por un lado por altísimos peñascos inaccesibles y por otro por un profundo precipicio. Mil valientes indios se prepararon para emboscarlos, mientras otros dos mil permanecían ocultos en el monte con las tropas de Bondas y Bondiguas para atacarlos por la retaguardia.

Ursúa y su tropa llegaron sin sospechar el peligro inminente, y al creerse seguros, no tomaron las precauciones necesarias. Cuando el enemigo los atacó al alba del día siguiente, Ursúa, aquejado por la fiebre, fue el primero en reaccionar. Saltó de la cama con solo un pie calzado y, a pesar de la lluvia de flechas y piedras y del cerco de tres mil indios, se preparó para la defensa. Animó a doce compañeros que lo siguieron, logrando abrirse paso entre los enemigos y causar estragos con su arcabuz durante dos horas. Finalmente, los indios huyeron a Tayrona, dejando a los españoles libres, aunque casi todos resultaron heridos.

De los doce héroes que siguieron a Ursúa, solo seis son recordados por sus nombres: el capitán Luís de Manjarrés, Bartolomé de Alba, Francisco Diez de Arles, Lorenzo Jiménez, el tesorero Pedro Briceño, quien murió pocos días después en Santa Marta, y nuestro Juan de Castellanos.

Después de su servicio como tesorero, Castellanos se trasladó a Tunja, donde ocupó el cargo de beneficiado en la parroquia de Santiago a partir de 1561. Sirvió en este cargo durante cuarenta y cinco años, según lo indica en su testamento redactado en 1606. También se desempeñó como mayordomo de la fábrica de la misma iglesia durante algunos años, sin recibir salario ni interés, sino únicamente por servir a Dios.

Uno de sus compañeros en la conquista, Domingo de Aguirre, le dejó las casas en las que vivía al morir, con la condición de que fuera nombrado su capellán y albacea, y le legó las relaciones de viajes que había escrito. Además, Castellanos poseía propiedades urbanas y rústicas en Tunja y Leiva, una hacienda en Vélez que le fue adjudicada por el gobernador Venero junto con ganado mayor, y cerca de Tunja, un campo con bueyes, yeguas, caballos y ovejas. También había otorgado muchos préstamos a censo.

A pesar de tener todas estas propiedades, Castellanos no pudo encontrar el descanso y bienestar que le correspondía por el arduo trabajo con el que las adquirió. A medida que terminaba la primera parte de sus "Elegías", confesaba que estaba inquieto debido a los movimientos de un tiempo tormentoso. Prometió escribir la segunda parte si esos movimientos se lo permitían, ya que, según él, el querer y el poder no siempre van de la mano para aquellos golpeados por la fortuna.

En esta cuarta parte, Castellanos revela nuevos motivos de disgusto. Aunque declara que el rey Felipe le otorgó el beneficio de la ciudad, y que gastó su juventud y vejez sirviendo en Indias, afirma que el mayor provecho de sus servicios es su propia satisfacción. Sin embargo, se lamenta de que la envidia, algo que nunca había experimentado antes, ahora lo afecta. Algunos envidiosos suponen que sus bienes son mayores de lo que realmente son, y un individuo malicioso, que él mismo elogia en sus escritos, lo escarnece y perturba. Este individuo, a pesar de tener el pelo blanco y menos dientes, lo hostiga, incluso persuadiendo a otros para limitar su modesta comida y solicitar que el resto se distribuya. Castellanos reflexiona sobre la mortalidad de su enemigo, afirmando que, aunque este último puede tener una edad similar, no vivirá más que él.

Este escrito data de alrededor de 1592, momento en el que Castellanos llevaba cuarenta y cinco años sirviendo en la ciudad y en el templo. A pesar de estos conflictos, declara que gracias a la bondad de Dios, no ha perdido nada en vida, doctrina o ejemplo.

A los ochenta y cuatro años de edad, en 1606, redactó su testamento, demostrando una mente lúcida al no olvidar ningún detalle y una suficiente fortaleza física a pesar de sus experiencias difíciles. Afirmó haber celebrado todas las misas de domingos y fiestas, y aún tuvo la capacidad de acompañar a la imagen de la Virgen de Chiquinquirá a su casa durante las rogativas por la peste de viruelas en 1588, a pesar de la distancia de siete leguas desde Tunja.

En su testamento, menciona a un hermano llamado Alonso González Castellanos, que aún estaba vivo en 1606, y a un sobrino clérigo llamado Alonso de Castellanos, a quien lega su escritorio, su cama y otros objetos como muestra de su afecto.

Luís de Villanueva, un amigo de Castellanos, le envió desde el Cabo de la Vela una joven llamada "Hierónima". Castellanos, siendo un presbítero, procuró deshacerse noblemente de este regalo tan inusual, entregando dinero a Pedro de Ribera y proporcionándole parte de unos solares para que pudiera dotar a Hierónima y casarse con ella. Además, los acogió en su casa una vez casados. Posteriormente, instituyó capellanías para el hijo de la pareja, Gabriel de Ribera, y para su sobrino Alonso, con el fin de cumplir con las obligaciones de las capellanías que había fundado. A Gabriel, le dejó todos sus libros latinos y los demás que le hubiera dado en vida. También proporcionó una renta para la hermana de Gabriel, María de la Paz, quien era monja en el convento de Santa Clara, en su testamento final.

Juan de Castellanos dejó la mayor parte de sus bienes, incluyendo la renta de su finca en términos de Vélez, a su iglesia parroquial, conventos y hospital de Tunja. También legó algunos de sus esclavos para el servicio de la iglesia, encomendándolos al cuidado de su sobrino y prohibiendo su venta. Encargó a Gabriel de Ribera que celebrara veinticinco misas por las almas de los negros y negras que murieron en su servicio, y declaró que siempre trató justamente a los indios en sus contratos laborales. Ordenó que en muchas de las misas encargadas se recitara la oración: "Que las gentes indígenas que persisten en su lugar sean iluminadas por la gracia del Espíritu Santo para que se conviertan a la verdadera fe católica".

En el inventario de sus pertenencias se mencionan objetos como un Agnus Dei de oro y un pequeño crucifijo que llevaba en el pecho, así como una antigua espada corta de viaje y un escudo blanco de madera de higuerón. Finalmente, designó un lugar para su sepultura en la parroquial de Santiago, junto al coro, cerca del altar. Demostró tener una conciencia tranquila, declarando que no tiene nada pendiente de cuando fue albacea y depositario de confianzas, y dispuso que cualquier persona que jure deberle dinero hasta la cantidad de cuatro pesos de oro sea pagada.

Su semblante quedó plasmado en un retrato tosco que se encuentra al frente de la primera edición de sus Elegías, publicada en 1589.

Juan de Castellanos no consideraba inicialmente la idea de componer su historia, pues no se veía digno de tal gloria ni creía tener el talento necesario. No fue hasta 1570 que se decidió a escribir, y desde entonces hasta 1592 trabajó en las cuatro partes de su obra, además de otros escritos en verso, como un libro sobre la vida, muerte y milagros de San Diego de Alcalá. A los setenta años de edad, en el prólogo de la Cuarta Parte, prometió escribir una quinta parte si Dios le daba vida, donde relataría la fundación de otros pueblos en el Nuevo Reino después de Santa Fe, Vélez y Tunja. Sin embargo, es poco probable que llegara a escribirla.

Los motivos que lo indujeron a escribir fueron varios. En primer lugar, no quería vivir sin ocupación, y las tareas de su ministerio sacerdotal no eran suficientes para su actividad. Además, deseaba eternizar los trabajos y hazañas de sus compañeros de armas, quienes lo incitaron a escribir su historia. Por último, su amor por la verdad lo impulsó a aprovechar la oportunidad de escribir mientras aún había testigos vivos de los eventos que relataba, temiendo las distorsiones que podrían surgir en relatos escritos por personas que no fueron testigos presenciales.

Juan de Castellanos descartó a Fernández de Oviedo como modelo, ya que solo pudo leer la primera parte de su obra, que se centraba en la descripción geográfica y natural de las Indias. Sin embargo, consideró a Alonso de Ercilla como un modelo indudable, al menos en cuanto a la forma del verso en octavas rimas, según declaró en el prólogo de su obra. Aunque lamentó los excesivos entusiasmos de la amistad que llevaron a sus amigos a sugerirle a Ercilla como modelo.

La forma de elegías en la que Castellanos envolvió naturalmente la biografía y el elogio de las personas cuya muerte deploraba pudo haber sido inspirada por la obra de Pulgar titulada "Claros varones", o por las "Vidas" de Plutarco, traducidas por Alonso de Palencia, como sugiere el señor Caro.

Juan de Castellanos adquirió su caudal de conocimientos científicos y literarios en circunstancias difíciles, ya que su partida de bautismo sugiere que no pudo adquirir ni siquiera los primeros rudimentos de humanidades en España. Tuvo que aprender por sí mismo en su nueva patria, desde el latín hasta la mitología, historia, retórica, así como conocimientos de astronomía, cosmografía, geografía y navegación, como señala Agustín de Zarate en su "Censura", llegando incluso a declarar que no le faltaba nada en matemáticas.

Esta adquisición de conocimientos no se dio en un tranquilo retiro, sino en medio de la constante zozobra de marchas, sorpresas y combates, y las incomodidades del hambre, el clima adverso, las enfermedades y las heridas. El trato con sus compañeros de armas, muchos de los cuales eran hombres instruidos, también fue de gran ayuda para su formación.

Sin embargo, lo más valioso para sus lectores era su intenso amor por la verdad, del cual se enorgullecía. Siempre procuraba obtener información precisa, llegando a tener varias versiones de un mismo evento y consultando fuentes variadas. Además, se esforzaba por citar todas sus fuentes con escrupulosidad, incluyendo los escritos que Fernández de Oviedo le proporcionó y el cuaderno autógrafo de Gonzalo Ximénez de Quesada. Aunque no fue simplemente un recopilador de memorias, ya que en ocasiones se apartaba de las fuentes existentes y consultaba testimonios verbales y otras fuentes desconocidas para relatar eventos que ocurrieron medio siglo más allá de lo que cubría Oviedo.

El testimonio de D. Alonso de Ercilla sobre la veracidad de Juan de Castellanos en su historia es relevante, aunque algunos puedan considerar al testigo como sospechoso. Ercilla afirmó que consideraba la historia de Castellanos como verdadera, basándose en el hecho de que muchas cosas y detalles que había presenciado y comprendido personalmente durante su tiempo en esa tierra estaban fielmente escritos en la obra de Castellanos. Este respaldo de un contemporáneo y colega poeta y cronista como Ercilla refuerza la reputación de Castellanos como un historiador veraz y confiable.

Es evidente que Juan de Castellanos era imparcial en su narración histórica y poseía una modestia notable. A pesar de que podría sonar como un panegírico deliberado enumerar tantas virtudes, la verdad es innegable y nos obliga a reconocer su imparcialidad, modestia y profundo amor por su patria adoptiva.

Por ejemplo, no oculta las faltas de los Colones, señalando cómo la riqueza los llevó a la falta de templanza y a causar problemas que afectaron a muchas personas. Al mismo tiempo, elogia las buenas intenciones del Padre Las Casas, aunque critica su excesivo sentimentalismo hacia los indios. También elogia al Adelantado Quesada, pero no duda en censurarlo por su vanidad y mal uso de los recursos. Y aunque critica duramente la crueldad de algunos capitanes, reconoce su valentía y heroísmo.

En cuanto a su modestia, se puede observar cómo muchas veces omite su propia participación en eventos que lo honrarían, y cómo habla con sobriedad de sus propias hazañas, como en las campañas con Quesada o en el paso de Origua con Ursúa. Su discreción en las menciones sobre sí mismo es notable, y de su extensa obra solo podemos extraer un esbozo biográfico limitado.

Esta combinación de imparcialidad en la narración histórica y modestia personal añade una profundidad y credibilidad distintiva a la obra de Castellanos.

Juan de Castellanos demostraba un profundo cariño por su patria adoptiva, como lo evidencian sus elogios a la gente de Santa Marta y Venezuela, a quienes describe como sinceros, valientes en la guerra y obedientes, capaces de convertir a los malos en buenos mediante la influencia de su tierra.

En cuanto a su criterio científico y moral, aunque a veces sucumbía a la credulidad de la época al relatar historias de pigmeos, gigantes hermafroditas o eventos sobrenaturales como el fuego en el Santuario de Sogamoso, Castellanos compensaba esto citando a las personas que le contaron estos relatos y mostrando un buen sentido y una actitud escéptica ante algunas supersticiones.

Por ejemplo, cuestionaba la creencia popular de que las perlas se formaban por el rocío en las conchas, señalando su experiencia personal de encontrar múltiples perlas en una sola concha. También se burlaba de las supersticiones de los marineros que adoraban el fuego de San Telmo en una lanza o creían ver un cuerpo santo en unas gotas de agua brillantes en la cubierta del barco. Además, criticaba a Orellana por su invención de las Amazonas y desenmascaraba la falsedad de aquellos italianos que intentaban fabricar pruebas de que sus antepasados habían habitado América.

En resumen, Castellanos demostraba una combinación de credulidad y escepticismo en su narrativa, mostrando un profundo amor por su tierra y un enfoque racional en la evaluación de los relatos históricos y científicos.

Juan de Castellanos proporciona valiosas noticias tanto a arqueólogos como a científicos y curiosos, al incluir descripciones detalladas del gobierno, las antiguas costumbres de los indios y monumentos megalíticos, además de relatar eventos médicos interesantes.

Por ejemplo, destaca la operación de cirugía plástica realizada por médicos de Madrid o Toledo para reconstruir la nariz perdida de Pedro de Heredia, un evento que Castellanos considera notable por su éxito después de sesenta días de reposo absoluto.

En cuanto a observaciones científicas, menciona el efecto de la electricidad en el pez torpedo, así como un método de caza utilizado por los indios guaypíes que aparentemente utilizaban alguna sustancia en sus flechas para adormecer a los jabalíes. Castellanos especula si esta sustancia podría ser algún hueso del pez temblador, sugiriendo una conexión con los modernos acumuladores de electricidad.

Además, muestra una postura moral severa contra los jueces, gobernadores y leguleyos corruptos, a quienes critica por enriquecerse a expensas de la sangre de valientes y provocar conflictos en lugar de promover la justicia. Esta enemistad contra la corrupción se refleja en sus escritos, donde describe a los delincuentes en Indias como lanzando esmeraldas a los jueces corruptos en lugar de piedras.

Es innegable que la corrupción en las autoridades, la desmoralización de soldados provenientes del Perú (algunos de los cuales llevaban consigo una cantidad excesiva de personas para su servicio), las injusticias de los españoles hacia los indígenas y la distribución desigual de las recompensas jugaron un papel significativo en la elección de algunos hacia el estado eclesiástico. Esto se evidencia claramente en la Cuarta Parte, donde se menciona el descontento de muchos buenos soldados debido a la preferencia dada a aquellos que habían trabajado menos, como lo ilustra el caso de Cabrera de Sosa, un soldado experimentado al que se le negó incluso un pedazo de pan como recompensa después de más de cuarenta y tres años de servicio en la tierra.

Su evaluación de la conquista y el comportamiento de los españoles hacia los indígenas es equilibrada y sensata, alejada tanto de las sensiblerías exageradas de figuras como el Padre Las Casas o el Obispo Ortiz, como de las crueldades y abusos de capitanes como Reinoso y Ochoa, o los cubagüeses.

No era raro encontrar personas que, con nobles intenciones hacia los indígenas, llegaban a América con la determinación de cambiar el enfoque de la conquista por uno basado en contratos amistosos y transacciones comerciales pacíficas. Sin embargo, la realidad de la situación a menudo obligaba a cambiar de opinión y adaptarse a las prácticas comunes. Un ejemplo ilustrativo es el caso del Adelantado D. Pedro Fernández de Lugo, quien inicialmente quería tratar a los indígenas con gentileza y solo mediante intercambios comerciales, pero se vio obligado a cambiar de rumbo cuando treinta de sus hombres fueron emboscados y asesinados, lo que lo llevó a modificar sus enfoques humanitarios.

Otro episodio curioso involucra al Obispo de Santa Marta, D. Juan Ortiz, quien se proclamaba protector de los indios y prohibía a los soldados tocar siquiera un cabello de sus cabezas. Sin embargo, en una ocasión, estando en una barca en el río, estuvo a punto de ser alcanzado por una lluvia de flechas lanzadas desde la orilla, lo que lo llevó a decir a sus soldados que dejaran actuar a los indígenas, ya que él los absolvería.

En cuanto a Las Casas, Castellanos, después de elogiar sus esfuerzos, se burla de aquellos idealistas que intentó llevar a Cumaná en 1521 para establecer una convivencia pacífica, considerando a los indios como seres crueles y bestiales. La visión opuesta de Gonzalo de Ocampo, representada por Castellanos, sostiene que los indios carecen de virtud y están destinados a desaparecer, justificando así una conquista gradual basada en el supuesto derecho de la raza más desarrollada sobre la menos capaz, aunque sin recurrir a crueldades, traiciones o engaños, y estableciendo poblaciones cristianas sólidamente fundadas a medida que avanzaban sobre el territorio indígena.

Es lamentable observar cómo, después de apreciar la elegante y pulcra prosa de los prólogos de sus obras, el autor invirtió diez años en transformar toda su obra en versos a menudo prosaicos y no siempre correctos. Gran parte de la culpa recae en aquellos amigos suyos, a quienes critica en estos términos, refiriéndose a la composición de toda su obra: "La salida de este laberinto sería menos complicada si aquellos que me introdujeron en él se conformaran con que los hilos de su tela se tejieran en prosa. Sin embargo, enamorados, con razón, de la dulzura del verso con el que D. Alonso de Erzilla celebró las guerras de Chile, insistieron en que también se cantaran las del mar del Norte con la misma métrica, en octavas rítmicas".

A pesar de ello, aún se les debe agradecer por, al verlo cansado y viejo, aconsejarle la transición de las robustas octavas reales a la más relajada estructura del verso libre utilizado en esta Cuarta Parte.

Hemos considerado oportuno compensar la omisión notable en la edición de las ELEGÍAS, donde se citan numerosos conquistadores, capitanes y valientes soldados, así como se mencionan numerosos hechos heroicos, con la inclusión de un índice alfabético de personas. Esperamos que el lector nos lo agradezca, a cambio del prólogo tedioso que precede esta obra.

No debemos dejar de expresar nuestra gratitud a las personas que han contribuido al éxito de esta obra. En primer lugar, al Sr. Menéndez y Pelayo, cuya recomendación fue crucial para la adquisición del manuscrito. También al Sr. D. Manuel Tamayo, distinguido jefe de la Biblioteca Nacional, por su diligencia en la obtención del manuscrito y su pronta publicación. Asimismo, al Sr. Jiménez de la Espada, quien tenía la intención de presentar la obra en el Congreso de Americanistas celebrado recientemente en Turín (aunque este propósito se vio obstaculizado por dificultades fuera de su control), y quien además nos ha proporcionado algunas notas para las ilustraciones del segundo tomo de esta obra.

Fecha: octubre 24 de 1886.

Compilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez

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