En el umbral del siglo XVI
En
el umbral del siglo XVI, Sevilla emergía como la capital preeminente de
Castilla, arraigada en una rica tradición marítima y administrativa. Con su
densa población y su posición geográfica estratégica, la ciudad reunía todas
las condiciones que la Corona buscaba para liderar un ambicioso proyecto: la
conquista y colonización del Nuevo Mundo. No es sorprendente, entonces, que, en
aquel tiempo, Lope de Vega la proclamara acertadamente como "Puerto y
Puerta de las Indias".
Sin
embargo, esta elección no estuvo exenta de desafíos. El principal obstáculo era
el propio río Guadalquivir, que, aunque proporcionaba una vía única hacia el
océano, presentaba una serie de dificultades. Los 82 kilómetros de navegación
fluvial en línea recta —111 kilómetros siguiendo el curso del río— implicaban
condiciones de navegabilidad precarias. La escasa pendiente, los complicados
meandros, los bajos arenosos y la presencia de naufragios en el lecho del río,
junto con la temida barra de Sanlúcar, constituían peligros constantes para
marineros y comerciantes. Para sortear estos desafíos, se requería un piloto
experto, condiciones climáticas favorables, mareas adecuadas y buena
visibilidad.
A
pesar de los esfuerzos, los accidentes eran frecuentes y el río Guadalquivir se
ganó la reputación de ser un cementerio de barcos hundidos. Incluso pilotos
expertos, como Escalante de Mendoza, se lamentaban por la alta tasa de
naufragios en el breve trayecto entre Sevilla y Sanlúcar, cuestionando las
causas de tantos desastres.
El
puerto de las Muelas, situado entre la Torre del Oro y la Puerta de Triana, era
el principal punto de partida para las expediciones hacia el Nuevo Mundo.
Aunque de dimensiones limitadas, la imponente Torre del Oro, construida durante
la era almohade, servía como una sólida defensa que resguardaba las riquezas
traídas por las flotas de Indias.
En
resumen, Sevilla, con todas sus ventajas y desafíos, se erigía como el
epicentro de la empresa colonial española en América, siendo su río, tanto una
bendición como un desafío constante para quienes se aventuraban hacia el Nuevo
Mundo.
El
bullicioso barrio marinero de Triana se extendía hasta las orillas del río,
estrechamente vinculado a Sevilla mediante un puente de barcas sostenido por
robustas cadenas de hierro. Este ingenioso arreglo impedía que las
embarcaciones procedentes río abajo continuaran su travesía más allá de ese
punto. En tiempos de amenazas exteriores, las autoridades no dudaban en
recurrir a métodos rudimentarios para proteger este puerto interior, vulnerable
por su ubicación.
Hay
registros de que, en 1507, durante la preparación de la expedición de Juan de
la Cosa desde el puerto de Sevilla, se instaló una gruesa cadena de hierro como
medida de seguridad ante la noticia de un posible ataque de corsarios. Una vez
pasado el peligro, esta cadena fue retirada y guardada en los almacenes de la
Casa de la Contratación. Esta anécdota ilustra la voluntad de las autoridades
por salvaguardar los intereses de la ciudad y sus expediciones, incluso
mediante soluciones temporales pero efectivas en momentos de crisis.
En
la ribera opuesta, entre el río Guadalquivir y las imponentes murallas
almohades de la ciudad, se extendía un vasto espacio arenoso conocido como el
famoso "Arenal de Sevilla". Este lugar constituía el epicentro de la
actividad portuaria y servía como la puerta de entrada hacia el corazón de la
ciudad, llevando directamente a las escalinatas de la catedral a través de la
Calle de la Mar (actualmente García de Vinuesa). Los sevillanos siempre
consideraron a su ciudad como un puerto de mar, y este acceso desde el Arenal
hacia el centro de la ciudad reflejaba esa percepción arraigada.
En
esta zona se alzaban las Atarazanas del Rey, un antiguo edificio fundado por
Alfonso X, conocido como "el Sabio", en 1252. Este era uno de los
pocos edificios construidos en el amplio espacio abierto del Arenal. Adosado a
las murallas de la ciudad, este edificio servía en aquel tiempo como un arsenal
donde se construían y mantenían los navíos, almacenando todos los materiales
necesarios para estas actividades navales. Los relatos de la época coinciden en
describir el tamaño considerable y la magnífica apariencia de este lugar.
Con
frecuencia, el tramo de río frente al Arenal resultaba insuficiente para dar
cabida a la gran cantidad de embarcaciones que llegaban al puerto. En tales
casos, las naves se veían obligadas a buscar refugio aguas abajo, más allá de
la Torre del Oro, en las riberas de San Telmo y del Campo de Tablada, e incluso
hasta Coria y la Puebla, en busca de espacio para atracar.
Aunque
pueda resultar sorprendente, Sevilla carecía de instalaciones portuarias
adecuadas para la importancia de su tráfico marítimo. Por ejemplo, no disponía
de muelles para facilitar la carga y descarga de mercancías. Si bien se hace
referencia al "muelle de Sevilla" en documentos de la época, las
imágenes que se conservan de aquel período no muestran nada similar a lo que
entendemos hoy como un muelle. Más bien, se identifica una pequeña estructura
cilíndrica cerca de la Torre del Oro, que servía como plataforma para una grúa,
apodada "La Machina" o "El Ingenio". Esta grúa, construida
en el siglo XV para manipular la piedra utilizada en la construcción de la
catedral, parece haber sido la única infraestructura de este tipo en todo el
puerto.
Además,
el puerto de Sevilla no contaba entonces con instalaciones en seco, como diques
o varaderos, para llevar a cabo reparaciones y mantenimiento de las
embarcaciones. Aunque a lo largo del siglo XVI se debatieron algunos proyectos
para su construcción, ninguno llegó a materializarse. En el espacio limitado
del Arenal, resultaba casi imposible realizar todas las operaciones necesarias,
lo que obligaba a realizar estas tareas directamente en el río, enfrentándose a
la corriente y al peligro de incendios causados por la preparación de
alquitranes. Por esta razón, las embarcaciones solían ser llevadas a lugares
como San Juan de Aznalfarache o La Puebla, a menos de tres leguas de Sevilla,
donde calafates y carpinteros de ribera se esforzaban por ponerlas en
condiciones óptimas. Este método, conocido como "poner en monte", era
el más rudimentario, pero comúnmente utilizado en aquellos tiempos, debido a su
menor costo y a la falta de infraestructura adecuada en el puerto.
Sin
embargo, el proceso de carenado presentaba sus propios desafíos con las
herramientas y técnicas disponibles en aquel entonces. En lugar de llevar los
buques a tierra firme, a menudo se recurría a voltearlos en las orillas del río
manipulando el lastre, dejando así la quilla expuesta. Esta operación, aunque
arriesgada para la embarcación, requería una destreza extraordinaria y un gran
esfuerzo. Según Haring, los careneros de Sevilla eran reconocidos por su
habilidad en esta técnica.
La
falta de una infraestructura portuaria adecuada no era la única limitación que
obstaculizaba el desarrollo de la industria naval en Sevilla durante el siglo
XVI. Otra limitación significativa era la escasez de maderas de calidad
adecuada. Se señala que la madera utilizada en la construcción y reparación de los
barcos era traída desde los pinares de Cazorla y Segura, siendo transportada en
almadías a lo largo del río hasta los almacenes cerca del puente de barcas.
Domínguez Oniz menciona que en la provincia de Sevilla apenas había pinos,
excepto en pequeñas cantidades en la campiña de Utrera. Además, la madera de
roble, generalmente importada, nunca llegaba en la cantidad ni en el momento
requerido. Esta situación colocaba a la industria naval sevillana en desventaja
en comparación con los astilleros del Cantábrico, que ya gozaban de una gran
reputación desde el siglo XV.
***
Los
barcos españoles que participaron en los viajes del Descubrimiento eran
notablemente pequeños, casi diminutos en comparación con la vastedad del océano
que desafiaban con valentía. Es realmente sorprendente y admirable la gran
hazaña de aquellos hombres, quienes enfrentaban los desafíos del mar con
equipos náuticos tan modestos y con las limitaciones tecnológicas de la época.
Recordemos
que de los tres barcos que acompañaron a Colón en su primer viaje, la Niña
tenía apenas 60 toneles, la Pinta era un poco más grande, y solo la mayor, la
nao capitana Santa María, alcanzaba los 100 toneles. En aquel entonces, Colón
consideraba que un barco de más de 70 toneles era "demasiado grande"
para la exploración costera, y atribuía la pérdida de la Santa María a su
tamaño excesivo. Esta tendencia no pareció evolucionar significativamente con
el tiempo.
Por
ejemplo, en la armada de Nicolás de Ovando en 1502, de los 30 barcos, la
mayoría eran carabelas que oscilaban entre 30 y 90 toneladas, junto con un
pequeño navío de tres palos de tan solo 35 toneladas. En la expedición liderada
por Juan Díaz de Solís en 1515, para explorar las costas de Castilla del Oro,
se utilizaron tres carabelas, con capacidades de 90, 60 y 35 toneles
respectivamente.
Incluso
durante el peligroso viaje a las Molucas liderado por Fernando de Magallanes en
1519, las unidades navales eran relativamente pequeñas. La nao San Antonio no
superaba los 120 toneles, seguida de La Trinidad con 110, La Concepción con 90,
La Victoria con 85 y La Santiago con 75 toneles.
Estos
barcos, como las carabelas y naos utilizadas por Colón y aquellos que siguieron
explorando el Nuevo Mundo, así como otros tipos de embarcaciones de diversos
tamaños y tipologías, como galeones, navíos, galeazas, zabras, pinazas, falúas,
bergantines y chalupas, son los verdaderos protagonistas de nuestras historias
de navegación transatlántica, al menos hasta la primera mitad del siglo XVI.
Es
importante hacer una breve referencia al solapamiento de dos unidades de
medida: el "tonel" y la "tonelada", que se utilizaban
simultáneamente para referirse al tamaño de las naves castellanas en el siglo
XVI. Aunque convivían de manera normal, podrían generar cierta confusión. En
los años que estamos estudiando, 1513 y 1514, ambos términos se usaban
indistintamente, aunque tenían significados ligeramente diferentes.
Por
ejemplo, en los registros de la armada, la nao Santa María de la Rábida se
describe como "de ciento y treinta toneles de porte", mientras que la
Santa María de la Consolación se menciona con un porte de "sesenta
toneladas". Asimismo, en los cálculos de los efectivos navales, se hace
referencia a "una carabela de cien toneles arriba, bien aparejada" y
"cuatro carabelas de setenta toneladas".
No
pretendemos polemizar sobre este tema, que ha sido ampliamente debatido por
expertos en la historia marítima. Simplemente queremos informar sobre lo
observado en nuestros documentos, y resaltar algunos datos de interés que
parecen estar fuera de toda duda.
Escalante
de Mendoza, un conocedor de la marina del siglo XVI, escribió lo siguiente:
(Al
margen: "Medidas de toneles y toneladas")
Tristán:
Estoy de acuerdo, señor piloto, ahora que hemos comido, volvamos a nuestro
tema; y dado que vamos a tratar sobre las medidas de toneladas, sería útil
entender ¿qué significa una tonelada, de dónde proviene este término y cómo se
determina su cantidad? Es importante comprenderlo para aclarar cualquier duda
que pueda surgir más adelante.
Piloto:
En todas las regiones y países que se navegan por personas entendidas, saben
cómo describir el tamaño y la capacidad de sus barcos, según las mercancías más
comunes que suelen transportar. Por ejemplo, en Levante, para indicar el tamaño
de un barco, mencionan cuántas salmas de trigo puede llevar; y en Flandes y
Francia, hablan en términos de barricas, osacas de lana, o cahices de sal, u
otras mercancías usuales, como mencioné anteriormente.
En
España, hemos adoptado y seguimos utilizando el término "toneladas",
el cual aprendimos de los marineros vizcaínos, que solían cargar ciertos
toneles en sus tierras y barcos en el pasado. Ellos se referían a estos
toneles, y nosotros, en nuestra navegación, los llamamos toneladas. Sin
embargo, no son exactamente lo mismo ni representan la misma medida; por
ejemplo, diez toneles de Vizcaya equivalen a doce toneladas nuestras, es decir,
un aumento del veinte por ciento.
El
tamaño y la capacidad de una tonelada, según nuestra medida, equivalen a dos
pipas de vino o agua, o cualquier otro líquido que se quiera medir, de las que
contienen veintisiete arrobas y media. Estas se producen en el arrabal de
Carretería de Sevilla, junto al río. Todas las toneladas de mercancías, de
cualquier tipo y variedad, que se transportan en esta flota, se ajustan a esta
misma medida y volumen. Por lo tanto, podemos entender la carga que pueden
llevar y llevan nuestros barcos utilizando esta medida. De esta manera, señor,
podrás entenderlo en el futuro cada vez que necesitemos hablar sobre este tema.
La
explicación proporcionada por Escalante de Mendoza refleja fielmente la
realidad de la época. En aquel entonces, el tamaño de los barcos se expresaba
en términos de capacidad, específicamente el volumen de carga disponible bajo
cubierta. La unidad de medida adoptada fue la pipa, el recipiente más grande
disponible para almacenar vino, con una capacidad de 27 arrobas y media,
equivalente a 443,5 litros, tal como la elaboraban los toneleros del barrio
sevillano de la Carretería. El espacio ocupado por dos de estas pipas se
asociaba, aproximadamente, al volumen tradicional del tonel vizcaíno, y esta
nueva unidad de medida se denominaba tonelada.
Con
el tiempo, la tonelada fue ganando aceptación gradualmente como la unidad
estándar de arqueo, al punto de que, en 1513, durante la preparación de la
armada de Pedrarias Dávila, todas las mercancías embarcadas fueron evaluadas
utilizando esta medida. Es importante señalar que el sistema de medición y
arqueo de los barcos no era altamente preciso, sino que se ajustaba a la
capacidad de carga útil que podían transportar, mediante un proceso más o menos
empírico.
Como
señala acertadamente García Baquero, calcular el tonelaje de un barco en esta
época no era una tarea trivial, ya que el concepto moderno de tonelaje, que
considera el peso que el barco desplaza y su propio peso, no era aplicable en
los siglos de la Carrera.
Finalmente,
dado que en nuestra documentación no encontramos ninguna mención sobre el uso
de unidades empíricas de longitud, como el codo, para la medición y arqueo de
las unidades navales, es posible que lo más destacado sea precisamente la falta
de información al respecto. Esto podría indicar que la combinación de medidas
lineales con la unidad de volumen, la pipa, para obtener definiciones más
precisas, no se adoptó en los barcos de la Carrera hasta algunos años más
tarde.
***
Tradicionalmente
se ha afirmado que en el siglo XVI la Corona española no tenía una Marina en el
sentido moderno del término, y ni siquiera poseía "barcos de propiedad suya
especialmente destinados para la guerra y para los demás servicios a que los
aplican las flotas modernas", como señala Haring. Por lo tanto, siempre
que se emprendía un proyecto marítimo, se solía requisar o fletar a
particulares todos los buques mercantes necesarios, los cuales, cuando la
situación lo requería, podían ser convertidos en buques de guerra simplemente
añadiendo soldados y artillería.
Uno
de los testimonios más antiguos que respaldan esta práctica se refiere al
cuarto viaje de Colón en 1502, también conocido como el "Alto Viaje".
Es relevante conocer los costos y la modalidad de flete de los barcos que
llevaba el Almirante en este viaje, que lo llevó a tocar las costas de Veragua
en el istmo de Panamá. La relación de los fletes pagados por la Corona a los
dueños de los navíos incluye solo tres de los cuatro barcos que formaban la
flotilla. Estos son los detalles:
-
A Mateo Sánchez, residente de Sevilla, se le pagaron 9.000 maravedís al mes por
el flete de su carabela, que era la nave capitana.
-
A Antonio Cerrajero, residente de La Coruña, se le pagaron 8.000 maravedís al
mes.
-
A Juan Doquiba, residente de Guetaria, se le pagaron 7.000 maravedís al mes.
Se
sabe que la nave capitana desplazaba 70 toneladas, "La Gallega"
alrededor de 60 toneladas y "La Vizcaína", la más pequeña, 50
toneladas. Esto significa que el contrato de fletamento no seguía una tasa
uniforme para todos los armadores. Mientras que en el primer barco se pagó
alrededor de 128,5 maravedís por tonelada al mes, en el segundo se fletó por un
poco más de 133 maravedís por tonelada al mes, y en el tercero por 140
maravedís por tonelada al mes.
En
esta época, según Casado Soto, se utilizaba la expresión "tomar a sueldo
un navío" para indicar que la Corona había embargado el barco para
propósitos específicos, ya fueran misiones bélicas o de exploración. El
"sueldo" o flete, es decir, la suma que la Real Hacienda pagaba a los
armadores de los barcos requisados, ya se había fijado en 110 maravedís por
unidad de arqueo al mes para el año 1509, según el mismo autor.
En
este aspecto, la armada de Pedrarias, aunque no tenía una misión bélica sino
colonizadora, ofreció una solución que podría considerarse relevante para
futuros proyectos marítimos. A diferencia de la práctica habitual de requisar
barcos a los armadores, en este proyecto, emprendido con gran entusiasmo por el
rey Fernando entre 1513 y 1514, se optó por la compra de las embarcaciones para
el servicio temporal de la expedición y para el uso permanente de la Corona.
El
procedimiento habitual de reclutamiento no implicaba el requisamiento de los
barcos a sus propietarios, sino su adquisición directa por parte de la Corona.
Solo en circunstancias excepcionales, cuando la cantidad de mercancías y
pasajeros superaba las previsiones iniciales, se recurrió al fletamento de
algunos barcos a sus armadores para aligerar la carga excesiva del resto de la
flota y garantizar una navegación más segura. Sin embargo, este método se
consideraba una medida de urgencia y excepcional en comparación con el sistema
de reclutamiento predominante.
El
rey y los oficiales de la Contratación, al iniciar los preparativos para la
expedición, anticiparon un proceso prolongado de negociación con los armadores,
con el objetivo de asegurar la mayor parte de las unidades navales en
condiciones ventajosas y sin demoras. Una carta del rey a los oficiales de la
Contratación, fechada en Valladolid el 14 de junio, ilustra este punto:
"En
relación a las naves que dicen encontrarán para la mencionada travesía, pagando
sus fletes a razón de cuatro mil maravedíes por tonelada, y que se eviten
gastos adicionales para el regreso, considero adecuado lo que han mencionado al
respecto, y deben buscar allí, tanto para esto como para cualquier otra
necesidad que surja para la mencionada travesía, cualquier beneficio adicional
que se pueda obtener...".
A
continuación, el monarca, con astucia, aconsejó a los funcionarios de la Casa
de Contratación que difundieran la idea de que se pretendía comprar, no fletar,
las naves, para evitar que los armadores aumentaran excesivamente los precios
de los fletes:
"Y
dado que, si ustedes anuncian que desean adquirir los barcos de esta manera,
los fletes se encarecerán, me parece conveniente que declaren que desean
comprarlos, y al mismo tiempo encuentren una forma de adquirir dichos barcos
mediante flete, como me han escrito, ya que parece claro que esto ahorraría una
cantidad considerable de dinero en comparación con la opción que están
considerando".
Sin
embargo, la mayoría de los barcos que formaban parte de la flota de Pedrarias,
15 de un total de 18 barcos, fueron adquiridos mediante compra en lugar de
fletarlos, según revelan los registros de gastos de la armada. La explicación
de este cambio de estrategia parece estar clara en un documento posterior que
recoge los argumentos del rey Fernando, asesorado por el obispo Fonseca, sobre
las ventajas de comprar, en lugar de fletar, nuevos barcos para incorporarlos a
la expedición en el último momento. Este texto, que es una de las primeras
referencias documentales sobre el reclutamiento de barcos y otras disposiciones
para el equipamiento de una flota hacia las Indias, presenta reflexiones muy
interesantes que no deben pasarse por alto. Dice así:
“Distinguidos
y virtuosos señores:
Por
orden del Rey, nuestro soberano, hemos recibido vuestro mensaje concerniente al
arrendamiento de la carabela. El secretario nos ha encomendado responderos
detalladamente al respecto. Según vuestra propuesta, la carabela de 80 toneles
sería arrendada por un total de 320.000 maravedís, a razón de 4.000 maravedís
por tonelada. Además, nos comprometéis a proporcionar 80 pasajeros, generando
un ingreso adicional de 150.000 maravedís, y ofrecéis un bono extra de 100
maravedís por tonelada como incentivo.
Después
de deliberar con Su Alteza, se ha considerado si sería más conveniente adquirir
la embarcación directamente. Al hacer los cálculos pertinentes, estimamos que,
adquiriendo la carabela de 80 toneles a un precio de 3.000 maravedís por
tonelada, el costo total sería de 210.000 maravedís. Además, se estima que los
sueldos de los diez marineros y ocho grumetes durante los diez meses de viaje
ascenderían a 200.000 maravedís, sumando un total de 440.000 maravedís.
Se
propone excluir a Su Alteza del pago de 150.000 maravedís correspondientes a
los 80 pasajeros, reduciendo así el costo total a 290.000 maravedís. En este
sentido, se considera más ventajoso adquirir la carabela en lugar de
arrendarla, siempre y cuando sea posible. En caso de optar por la compra, se
sugiere dejar al maestre una parte proporcional del barco, como el cuarto o el
tercio, para que se encargue de su buen mantenimiento, mientras que las demás
partes serían propiedad de Su Alteza, contribuyendo cada una con su parte
correspondiente en los gastos.
Entendemos
que en vuestra localidad podrían existir circunstancias que deban ser
consideradas, y es posible que el valor de las embarcaciones sea mayor de lo
que inicialmente hemos estimado aquí, especialmente si son traídas desde La
Española. Sin embargo, creemos que esta operación resultaría beneficiosa y, por
lo tanto, hemos decidido presentaros esta sugerencia para vuestra
consideración.
Esperamos
que esta información sea de vuestro interés y quedamos a vuestra disposición
para cualquier consulta adicional.
Que
nuestro Señor proteja vuestras reverendas y virtuosas personas.”
Las
previsiones de arrendamiento inicialmente contemplaban el monto que la Real
Hacienda debía abonar a los propietarios de las naves requeridas por la Corona.
En este caso, se estipulaba que la carabela de 80 toneles sería arrendada a
razón de 4.000 maravedís por cada tonelada, lo que suma un total de trescientos
veinte mil maravedís. Es evidente que esta cantidad comprendía el costo del
viaje completo, de ida y vuelta, que se había calculado en diez meses, y no a
una tarifa mensual, como era la costumbre aparentemente. Sin embargo, resulta llamativo
el alto costo del arrendamiento, que superaba ampliamente los 110 maravedís por
unidad de arqueo al mes que se habían establecido años atrás.
A
continuación, se proyectaba la cantidad que la Corona debía desembolsar por el
pasaje de 80 hombres, calculando su costo en 5 ducados por persona, estimando
prudentemente su valor hacia abajo. Esto sumaba un total de 150.000 maravedís.
Además, se incluía el pago adicional de 8.000 maravedís por avería, que según
se nos informa, se establecía en 100 maravedís por tonelada en 1513.
Por
otro lado, la inversión requerida para la adquisición de una nave contemplaba
en primer lugar el costo del propio barco, considerando una carabela de ochenta
toneles como el modelo más adecuado. Este costo se estimaba en 3.000 maravedís
por tonelada, alcanzando así un total de 240.000 maravedís (equivalentes a 640
ducados), ajustándose a los precios vigentes en ese momento. Según Pérez
Mallaína, durante las primeras décadas del siglo XVI, una carabela de entre
sesenta y setenta toneles tenía un costo aproximado de quinientos ducados.
Además
del precio del barco, se debía contemplar el gasto correspondiente al sueldo de
la tripulación, asumido por la Real Hacienda al tratarse de un barco de la
Corona. Este gasto se calculaba para diez marineros y ocho grumetes, a razón de
mil maravedís por cada uno de ellos, durante los diez meses de duración
prevista para el viaje, lo que totalizaba 180.000 maravedís.
Asimismo,
en caso de optar por la compra, se evitaría el costo de los ochenta pasajeros
previstos para un barco de tamaño similar, lo que representaba un ahorro de
150.000 maravedís. Se consideraba también la opción de dejar a disposición del
maestre un espacio disponible en el barco, aproximadamente la tercera o cuarta
parte, para que pudiera cargar mercancías adicionales, lo que aumentaría la
rentabilidad de su participación en el viaje y compartiría los riesgos
asociados con la embarcación.
En
resumen, el costo total del arrendamiento de una embarcación de 80 toneles se
estimaba en 478.000 maravedís, mientras que el valor de su compra reducía los
gastos a 270.000 maravedís. Esta notable diferencia justificaba claramente la
opción por la compra en lugar del arrendamiento.
Finalmente,
los oficiales de la Contratación, ya sea directamente o a través de personas de
su total confianza, iniciaron las negociaciones pertinentes para adquirir, uno
tras otro, los barcos necesarios para la expedición. El primer paso en este
sentido se dio en el vecino reino de Portugal, cuyas carabelas disfrutaban
desde hacía tiempo de una merecida reputación.
Hasta
el momento, los datos sobre el número y tipo de barcos que conformaban la flota
de Pedrarias revelan una considerable confusión. Incluso dos testigos notables,
como Gonzalo Fernández de Oviedo y Pascual de Andagoya, discrepan en sus
estimaciones. Mientras que el primero menciona que la armada zarpó de Sanlúcar
de Barrameda con "veinte y dos naos y carabelas", el segundo reduce
esta cifra a "diez y nueve naos". Kathleen Rómoli, quien
indudablemente tuvo acceso a una abundante documentación, afirma que viajaron
"diecisiete barcos de la Corona y tres o cuatro fletados, además de
algunos gestionados de manera privada y una carabela añadida en Canarias".
Pedro
Mártir de Anglería y Francisco López de Gómara también mencionan una flota de
"diecisiete naves". Por otro lado, Álvarez Rubiano, en su biografía
de Pedrarias, calcula —a través de una interpretación incorrecta de documentos
publicados por Serrano y Sanz— que la expedición estaría compuesta por
"veinticinco naves", incluyendo cinco carabelas, seis bergantines,
ocho barcos de pescar, cuatro carabelas portuguesas y dos naos para personas y
provisiones. Curiosamente, P. Chaunu, en una de las pocas referencias a la
armada de Pedrarias, menciona "14 navíos cargados para partir del
istmo". Más recientemente, Bordejé afirma, sin especificar su fuente de
información, que la flota constaba de diecisiete buques.
Una
vez más, los libros de cuentas de la armada mantienen celosamente guardado el
secreto para aquellos que intentan acceder a ellos y descifrar su contenido.
Estos registros detallan minuciosamente los barcos que formaban parte de la
armada, incluyendo sus nombres, lugar y fecha de compra, nombres de armadores y
maestres, así como las reparaciones realizadas antes de iniciar el viaje, entre
otros aspectos de relevancia para la historia marítima del siglo XVI y su
contexto en Sevilla.
Entre
julio de 1513 y enero de 1514, se adquirieron las siguientes embarcaciones para
la flota de Castilla del Oro: diez carabelas, tres naos, un galeón, un burcho,
seis bergantines y ocho barcos de pesca. Además, los oficiales de la Casa Real
fletaron una carabela al bachiller Martín Fernández de Enciso y a Juan López,
un bizcochero, de la cual eran copropietarios. También se fletó una nao, la San
Cristóbal, al paleño Alonso Fernández, para el transporte de diversas
mercancías, incluyendo ropas, alimentos y objetos de fundición, así como un
considerable número de pasajeros que no pudieron ser acomodados en los barcos
de la Corona.
Otra
embarcación, la nao Santa María, bajo el mando del maestre Juan de Camargo y
también fletada al servicio de la Corona, zarpó el 17 de noviembre hacia Gran
Canaria, adelantándose al resto de la flota. Transportaba un curioso cargamento
de 2.028 hamacas y 115 pares de enaguas destinadas a los oficiales reales de La
Española. En esta embarcación viajaba el capitán Juan de Zurita y otros dos
hombres, con la misión de preparar en la isla a los cincuenta soldados canarios
que el rey había ordenado llevar al Darién, y tenerlos listos en La Gomera para
cuando llegara el resto de la flota.
En
el mismo barco, el único autorizado para hacer escala en Santo Domingo, también
viajaba el capitán Francisco Vázquez de Coronado, acompañado por otros ocho
soldados. Su tarea era reclutar en La Española a doscientos hombres, así como
el ganado y alimentos designados por el rey para reforzar la nueva gobernación
establecida en el Darién. La Santa María dejó al capitán Zurita en Gran Canaria
y continuó su viaje hacia La Española, esta vez solo con el capitán Vázquez de
Coronado y algunos hombres, sin esperar al resto de la flota.
Después
de ocho días de navegación, cuando la armada finalmente llegó a La Gomera para
abastecerse, como era habitual en las largas travesías oceánicas, de agua, leña
y alimentos frescos, Pedrarias fletó otra carabela a Martín Núñez, un vecino de
Palos. En esta embarcación, se embarcaron los cincuenta soldados canarios que
el rey había ordenado reclutar en las islas, así como armas y alimentos para el
viaje.
Por
último, las cuentas de la armada hacen mención de otra embarcación. Se trata de
un barco, ya sea una nao o una carabela, propiedad de un vecino de Palos
llamado Alonso Gutiérrez. Esta sería la única nave gestionada de manera privada
entre las que componían la flota. No tenemos constancia de ninguna otra
embarcación de este tipo. Sus servicios fueron solicitados por doce viajeros
que costearon su propio pasaje, aunque la Corona les proporcionó una generosa
ayuda alimentaria para hacer más llevadero el viaje y asegurar su sustento
durante los primeros meses en tierra.
Sin
embargo, debido a imprevistos de último momento, se produjeron algunas bajas
que alteraron la lista de embarcaciones, aunque de manera insignificante. Los
ocho barcos de pesca mencionados por Álvarez Rubiano en su obra deben ser
excluidos, ya que, aunque fueron encargados a varios carpinteros y adquiridos
por los oficiales de la Casa por un valor de 6.000 maravedís cada uno
(equivalente a 12 ducados), finalmente no viajaron con la flota. Todo indica
que los barcos estaban demasiado sobrecargados, por lo que los inspectores de
la Casa decidieron, con prudencia, desembarcar los barcos de pesca y ordenar su
venta antes de que ocurriera algún percance en alta mar.
Una
situación similar ocurrió con los seis bergantines, cuya construcción había
sido encargada a un próspero carpintero de Sanlúcar de Barrameda llamado
Cristóbal Márquez. Aunque entregó su trabajo, los oficiales de la Contratación
decidieron asignar solo dos de ellos, que estaban completamente terminados, al
maestre de la flota. Los otros cuatro, que aún estaban desmantelados, fueron
distribuidos entre las otras embarcaciones de la flota, pero al final corrieron
la misma suerte que los barcos de pesca.
En
un sentido amplio, el cómputo debería abarcar también otras dos carabelas: la
Santa María de la Consolación y la San Clemente. La primera mención que tenemos
sobre ellas es una disposición emitida por el rey Fernando en Valladolid, el 9
de agosto de 1513, en la que se ordena a Pedrarias la adquisición de "dos
carabelas de entre trece que sean nuevas y resistentes, las cuales deben ser
forradas desde la manga hacia abajo con plomo". Se anticipaba que estas
dos carabelas, una vez plomadas, debían unirse a la flota de Tierra Firme. Sin
embargo, en caso de que no hubiera tiempo para ello, zarparían más tarde
"siguiendo su estela".
Finalmente,
el 11 y 17 de agosto de 1514, respectivamente, ambas embarcaciones fueron
adquiridas en el Puerto de Santa María, aunque con considerable retraso con
respecto a las órdenes reales, que ya tenían un año de antigüedad. Partieron a
finales de 1514, cuando la flota de Pedrarias ya había anclado en el Darién,
después de haber pasado por varias y costosas reparaciones en los astilleros de
las Muelas. Además de diversos productos, llevaron una cantidad significativa
de alimentos destinados al gobernador y oficiales de Su Alteza que residían en
el puerto del Darién.
Los
gastos derivados de ambas embarcaciones, incluyendo la compra de los barcos, el
salario y la alimentación de la tripulación, el costo de las provisiones
embarcadas, etc., ascendieron a algo más de un millón de maravedís. Estos
gastos fueron registrados minuciosamente por los funcionarios de la Casa de la
Contratación en el libro de cuentas de la armada. Aunque estas carabelas
plomadas no formaban parte de la flota en un sentido estricto, sin duda alguna
constituyeron una especie de extensión de la misma, y como tal, las
consideramos en nuestro estudio.
El
recuento de las unidades navales proporcionado por esta fuente debería ser una
referencia indiscutible. Nadie mejor que los responsables de fiscalizar la
expedición, es decir, los funcionarios de la Contratación y sus detallados
registros, podría servir como guía para conocer con precisión el número de
barcos que integraron la flota. Sin embargo, resulta contradictorio que algunas
anotaciones del libro de la armada no aclaren, sino que confundan este punto.
En efecto, en varios pasajes se afirma textualmente que la flota de Castilla
del Oro estaba compuesta solo por dieciséis embarcaciones. Sin embargo, el
total de unidades navales que formaban la flota en el momento de zarpar desde
Sanlúcar de Barrameda, excluyendo el burcho y las carabelas plomadas, era de
diecisiete barcos. Este recuento incluía los catorce navíos de Su Alteza,
además de los tres fletados para el servicio de la armada: uno para Martín
Fernández Enciso y Juan López, bizcochero, otro para el yerbatero Alonso
Fernández, y el barco de Alonso Gutiérrez, que, aunque viajaba por cuenta
propia, estaba claramente asociado a la flota. Los gastos de todos ellos fueron
meticulosamente registrados en el libro de la armada.
Ahora,
si adoptamos un criterio menos restrictivo y quizás más adecuado para comprender
la magnitud del proyecto colonizador encomendado a Pedrarias, es importante
recordar que, al hacer escala en la Gomera, se agregó un nuevo barco a la
armada. Este barco fue fletado en la isla por Pedrarias mismo, como ya hemos
mencionado. Por lo tanto, guiados por la capitana y bajo el estandarte real, es
evidente que hasta el Darién viajaron un total de dieciocho embarcaciones.
Sin
embargo, es más debatible considerar a la nao Santa María, que realizó la
travesía adelantándose a la armada unos días antes y viajó directamente a Santo
Domingo, como un elemento más a tener en cuenta en nuestro cómputo. Lo mismo
ocurre con las dos carabelas emplomadas que fueron despachadas varios meses más
tarde, ya que no pudieron ser preparadas a tiempo y quedaron rezagadas en el
puerto de Sevilla. En ambos casos, existe un juicio de valor que consideramos
irrebatible, y este se basa en el hecho de que todos los gastos realizados en
el alistamiento de las embarcaciones mencionadas (libramiento de los fletes,
sueldos de las tripulaciones, compra de alimentos, etc.) fueron registrados en
la "Cuenta del gasto de la armada que fue a Castilla del Oro a cargo de su
gobernador Pedrarias Dávila...".
Por
lo tanto, si aceptamos este criterio más amplio y ajustado a la realidad,
deberíamos concluir que fueron veintiuna las unidades navales implicadas en
este gran proyecto colonizador.
Durante
más de un siglo, la carabela, un pequeño barco que había sido utilizado en las
costas atlánticas ibéricas, representó una innovación moderna, introducida por
los portugueses y rápidamente adoptada por España en sus expediciones hacia las
Indias. Mientras que las carabelas portuguesas típicamente contaban con velas
latinas o triangulares, los españoles preferían equiparlas con velas cuadradas
o redondas en los mástiles delanteros, lo que les proporcionaba ventajas
significativas en las largas travesías oceánicas.
Con
el paso del tiempo, las carabelas tuvieron que evolucionar para adaptarse a los
desafíos de los viajes transatlánticos, que requerían mejores capacidades de
navegación en alta mar y un mayor espacio para almacenar agua, alimentos y
mercancías, e incluso para transportar grandes números de esclavos durante
meses en completa autonomía en alta mar. Así, estas embarcaciones crecieron en
tamaño y capacidad de carga para satisfacer las demandas cambiantes.
A
medida que avanzaba el siglo XVI, comenzaron a aparecer en las expediciones a
las Indias buques de mayor tamaño y con aparejo cuadrado, conocidos como
"naos", aunque en algunos documentos se utilizan indistintamente los
términos "nao" y "carabela". No obstante, esto no sucede
con otros tipos de barcos como el galeón, el burcho o los bergantines.
Entre
estos barcos, se destaca el galeón Santa María de la Victoria, que
probablemente fue uno de los más grandes de la flota. Aunque no se conoce con
certeza su tamaño, se sabe que, junto con la nao guecha y la San Antón, contaba
con una tripulación considerablemente numerosa. Aunque su uso era aún
excepcional en ese momento, hacia mediados del siglo XVI se convirtió en el
modelo principal de los navíos atlánticos, superando a la carabela en capacidad
y robustez del casco, así como en la calidad de su velamen, lo que lo hizo
ideal para las largas travesías oceánicas.
Los
bergantines, por su tamaño reducido, eran altamente versátiles tanto para
navegar a vela como a remo, y podían estar equipados con cubierta o permanecer
abiertos, pareciéndose a las pinazas. De los seis bergantines planeados para
nuestra armada, encargados a Cristóbal Márquez, un carpintero de Sanlúcar de
Barrameda, dos fueron suministrados completamente terminados, listos para
navegar, mientras que los otros cuatro llegaron desmontados en piezas para
facilitar su transporte en la flota. Márquez se comprometió además a viajar al
Darién como maestro carpintero para ensamblar los bergantines y construir los
que fueran necesarios, con la condición de recibir pago por su trabajo una vez
allí.
Estas
pequeñas embarcaciones, hechas con madera de pino utrerano, probablemente
fueron una respuesta a las repetidas solicitudes de los colonos que se quejaban
de la escasez de barcos para la navegación costera. Aunque no eran carabelas,
los bergantines demostraron ser capaces de enfrentarse al Caribe e incluso al
Atlántico por sí mismos, salvando en más de una ocasión a la armada de una
pérdida total donde otros tipos de barcos más grandes habían fracasado.
Una
"rara avis", ya que raramente se menciona en los documentos de la
época, completaba la lista de la flota. Nos referimos al burcho, o burchón, una
pequeña embarcación adquirida el 26 de diciembre de 1513 por los oficiales de
la Casa a Pedrarias Dávila por 26.500 maravedís, el mismo precio que Pedrarias
había pagado a su anterior propietario, Juan de Camargo. Esta nave fue
encomendada al maestre de la guecha, Miguel de Ayzpee, con la tarea de llevarla
al puerto del Darién. El burcho era un barco de remos, similar a una falúa
grande, que había sido ampliamente utilizado en el siglo XV en las costas
africanas. El burcho de Pedrarias debía de ser de buen tamaño, ya que se
cargaron en él 9 pipas, 5 serones de herramientas y 2 barriles de clavazón,
solo una pequeña parte del pesado equipaje que acompañaba al obispo Quevedo
hasta su nueva sede en el Darién. A pesar de que la embarcación pasó a ser propiedad
de la Corona, el sueldo y mantenimiento de su tripulación no corrían por cuenta
de las arcas reales, sino del maestre de la guecha, Miguel de Ayzpee, ya que
"los fletes que de ella procedieren ha de haber el dicho maestre",
según especifica el documento.
Como
era costumbre, casi todas las embarcaciones habían sido bautizadas con nombres
del santoral cristiano. Los marineros solían buscar la protección de algún
santo o virgen en sus largas travesías marítimas, aunque a menudo los barcos
también recibían un sobrenombre relacionado con el dueño o maestre, el puerto
de origen o alguna de sus características marineras. Conocemos los nombres de
los siguientes barcos: Santa María de la Rábida, conocida familiarmente como
"la nao guecha"; Concepción; Santa Catalina; Santa María de la
Victoria; Santa María de la Victoria II; La Mina; Sancti Spíritus, también
llamada "la portuguesa" debido a su origen; Santiago; Santa María de
Gracia; Santa María de la Antigua; La Rosa de Nuestra Señora; Concepción II;
San Antón; Santa María de la Merced; San Cristóbal; Santa María; Santa María de
la Consolación; y San Clemente. A lo largo del documento se menciona
repetidamente la carabela de Su Alteza, "la cabrita", aunque
lamentablemente no hemos podido relacionarla con ninguna de las carabelas
mencionadas por sus nombres oficiales en otros pasajes. Por exclusión, es
probable que se refiera a la Santa Catalina o a la Santiago.
Sin
duda, aunque no disponemos de las dimensiones exactas de cada uno de los barcos
involucrados, como habríamos deseado, sí conocemos el tamaño de algunos de
ellos, siempre de dimensiones reducidas, como era común en los barcos de la
época. Además, hemos obtenido otros datos de interés que iremos mencionando en
estas páginas.
En
primer lugar, la embarcación más grande de la que tenemos registro es la nao
Santa María de la Rábida, que se describe como alcanzando "ciento y
treinta toneles de porte, poco más o menos". Dos embarcaciones más
pequeñas muestran proporciones similares entre sí: la carabela emplomada Santa
María de la Consolación, con "sesenta toneladas", y la Santa María de
la Merced, también de "sesenta toneles" de arqueo. Una embarcación un
poco más grande era la carabela fletada por Juan López y el bachiller Martín
Fernández de Enciso, de la cual no se menciona ni el nombre ni el tamaño, pero
que podemos estimar en aproximadamente 80 toneladas y tres cuartos, según las
mercancías que se aforaron en ella. Por último, mencionemos a la San Cristóbal,
fletada por el paleño Alonso Hernández, que, aplicando el mismo método de
deducción, pudo alcanzar las 110 toneladas y media.
En
estos almacenes flotantes, de espacio tan reducido y asfixiante, los pasajeros
se aglomeraban durante largas semanas sin tocar tierra, con gran parte de los
alimentos dañados, escasez de agua tanto para beber como para asearse, y
rodeados de chinches, pulgas y otros insectos. La convivencia era una lucha
constante por encontrar un mínimo espacio vital para sobrevivir durante la
travesía oceánica, algo más bien parecido a una pesadilla no apta para
corazones débiles, y casi imposible de imaginar en los tiempos actuales con las
comodidades a nuestro alcance. Por razones humanitarias y para prevenir
posibles accidentes, después de un tiempo, el Consejo de Indias se vio obligado
a establecer regulaciones limitando el número de pasajeros que podían embarcar
en estos pequeños navíos. En 1534, por primera vez, se fijó en sesenta el
número de pasajeros por cada cien toneladas, lo cual indica que la realidad
superaba ampliamente esta cifra. De hecho, en 1513, la Corona y sus asesores de
la Casa consideraban, de manera más permisiva que años posteriores, que ochenta
pasajeros era una cantidad adecuada para un barco de 80 toneles de arqueo. Los
pocos casos conocidos de nuestra armada hablan de una proporción similar e
incluso mayor. Por ejemplo, en la carabela de Juan López y Martín Fernández de
Enciso, estimada en 80 toneladas y tres cuartos, embarcaron ochenta pasajeros
junto con su tripulación, mientras que en la del paleño Alonso Hernández, de
110 toneladas y media, se acomodaron cien pasajeros además de la tripulación.
Sobre los demás barcos no se menciona, pero, como hemos ido descubriendo a lo
largo de estas páginas, todos los testimonios de aquellos días señalan que los
barcos estaban peligrosamente sobrecargados y durante un tiempo las autoridades
consideraron dejar a una parte del pasaje en tierra, lo que indica que en esta
ocasión el hacinamiento de los pasajeros era notable.
*
Es
ampliamente conocido que los barcos de madera tenían una vida útil
relativamente corta. E. Fariñas estima que "antes de la aplicación de
revestimientos metálicos al casco, la vida media de los buques de madera era de
unos diez años". Sin embargo, Veitia Linaje, con su experiencia como
funcionario de la Casa de la Contratación y su cercanía a los asuntos de
navegación hacia las Indias, afirmaba que, a fines del siglo XVI, la vida útil
de un navío no superaba los cuatro años. Este tiempo era demasiado breve para
compensar tanto el costo inicial de compra como las continuas reparaciones
necesarias para mantener la inversión rentable para los armadores.
Por
esta razón, uno de los desafíos náuticos más apremiantes de la época fue
prolongar la vida útil de los barcos, protegiéndolos eficazmente contra el
rápido deterioro del casco. Este deterioro se producía tanto por el desgaste
natural del agua del mar durante los largos viajes oceánicos como por la acción
corrosiva de organismos marinos, como la temida broma ("teredo
navalis"), un pequeño molusco marino especialmente agresivo en aguas
cálidas.
Para
lograr una mayor longevidad de las embarcaciones y, por ende, una mayor
rentabilidad, se probaron diversas técnicas. Una de ellas fue el revestimiento
de madera y su posterior calafateado, que proporcionaba una efectiva
impermeabilización del casco, facilitaba el deslizamiento por el agua y
protegía contra la acción destructiva de la broma y otros organismos marinos.
Esta operación implicaba introducir estopa empapada en pez y alquitrán entre
las tablas del casco, y luego cubrir la obra viva, o parte sumergida del barco,
con una capa de sebo y alquitrán, a la que se añadía una cubierta de tablas de
olmo calafateadas. Además, se emplearon diversos "betunes"
protectores que contenían minerales como azufre, carbón molido y minio,
mezclados con alquitrán, sebo y aceite de pescado.
Pero,
con mayor o menor éxito, se probaron otras soluciones con el mismo objetivo.
Algunas eran tan curiosas como el intento de calafatear los barcos con pez
elaborada a partir de la resina de un árbol americano llamado copey. Se
atribuían a esta resina cualidades extraordinarias, como sucedía con muchas
otras especies botánicas del recién descubierto y aún desconocido Nuevo Mundo.
Alguien debió haber elogiado sus virtudes ante el rey Fernando, quien dio luz
verde para experimentar con ella en los barcos que se preparaban para zarpar
hacia Castilla del Oro, bajo el mando de Pedrarias Dávila. Sin embargo, este
proyecto probablemente quedó en el olvido, tal vez porque la resina no fue
enviada a tiempo u otras circunstancias que desconocemos. Meses más tarde, la
goma de copey se utilizó como aislante de la madera contra la broma con
relativo éxito en el barco que llevaba a fray Pedro de Córdoba y a sus frailes.
En
la misma época, se logró experimentar con éxito un nuevo método para proteger
la obra viva de las embarcaciones, del cual existen suficientes registros
documentales. Fue precisamente en la armada de Pedrarias donde se aplicó por
primera vez lo que constituyó una novedad en la tecnología naval del siglo XVI
y una contribución genuinamente española: el forrado del casco con planchas de
plomo. Este método se aplicó en la San Clemente y la Santa María de la
Consolación, dos carabelas procedentes del Puerto de Santa Marta cuya
adquisición se retrasó, por razones desconocidas, hasta un año después, cuando
la armada ya había llegado al Darién. Sin embargo, una tercera carabela, la
Santa Catalina, también procedente del puerto de Santa Marta, pudo ser
acondicionada a tiempo para el viaje, siendo adquirida el 29 de julio de 1513.
De
los registros de cuentas de la armada se desprende que la mencionada carabela
fue emplomada. Una de las entradas dice así: "Costos hechos en el
emplomado de la sobredicha carabela", detallando meticulosamente todos los
gastos relacionados con esta tarea. Se entregaron a Ruy Díaz, lapidario, 35
quintales de plomo por un costo de 15,400 maravedís; después de limpiarlos de
escoria y tierra, quedaron reducidos a 25 quintales, de los cuales se
fabricaron 191 planchas que pesaron 89 arrobas y 21 libras. En total,
incluyendo el salario de los oficiales involucrados en el proceso, la operación
ascendió a 34,375 maravedís.
Un
año más tarde, como mencionamos anteriormente, dos nuevas carabelas fueron
también emplomadas: la Santa María de la Consolación, de unas 60 toneladas
aproximadamente, y la San Clemente, probablemente de menor tamaño. Los
registros de cuentas de la armada de Pedrarias proporcionan información
detallada sobre los materiales utilizados y sus costos. En la primera carabela
se utilizaron 40 quintales de plomo bruto, que costaron 18,520 maravedís, y en
la segunda se emplearon 27 quintales, 1 arroba y 19 libras de plomo, con un
costo de 12,704 maravedís. El emplomador, Antonio Fernández, recibió alrededor
de 10,000 maravedís por su trabajo, tasado según la cantidad de quintales
manufacturados. En total, los oficiales de la Casa de la Contratación pagaron
52,593 maravedís por el trabajo realizado en ambas embarcaciones.
La
técnica consistía en calafatear el casco recubriéndolo con finas láminas de
plomo en su exterior, con un grosor que oscilaba entre los 3 y 7 milímetros.
Este recubrimiento protegía contra la corrosión y aumentaba el peso del casco
en la parte inferior, mejorando la estabilidad a pesar de afectar ligeramente
la velocidad de la embarcación. Se sugiere que Antonio Fernández fue el
probable inventor de esta técnica, quien recibió el nombramiento oficial de
emplomador de naos de la Casa de la Contratación en julio de 1514. Sin embargo,
aunque Fernández fue el primero en ocupar este cargo oficialmente, parece que
la misma técnica ya había sido utilizada en la carabela Santa Catalina por Ruy
Díaz, quien recientemente había sido nombrado lapidario de Castilla del Oro y
se disponía a viajar en la armada de Pedrarias para unirse a su nuevo destino.
Es notable que un experto en una labor tan refinada como la talla de piedras
preciosas tuviera que trabajar con sus manos, acostumbradas al brillo y
delicadeza de las joyas, con un metal pesado y grisáceo como el plomo.
Independientemente
de quién fuera el responsable del invento, todas las evidencias señalan que
nuestro innovador plomero, Antonio Fernández o Hernández, debió estar ocupado
durante varios años. Se sabe que Juan Díaz de Solís intentó llevarlo consigo en
su viaje al Río de la Plata en 1515, pero la Casa de la Contratación lo retuvo
debido a la gran necesidad que tenían de él. También se registra su
participación en la armada española contra los turcos en 1535, donde una galera
llamada Santa Ana, armada por los caballeros de la Orden de Sanjuan, fue
revestida con una "coraza de plomo y clavada con clavijas de cobre",
convirtiéndola en una fortaleza inexpugnable frente a los ataques enemigos, a
pesar del intenso fuego recibido.
Sin
embargo, es difícil determinar la extensión de este uso y su efectividad a
largo plazo en la durabilidad de los barcos. Aunque se hace referencia
constante al deterioro de las embarcaciones debido a la corrosión en aguas
tropicales, parece que fueron pocas las veces que se empleó este sistema de
protección mencionado.
Resulta
que el invento no cumplió completamente con las expectativas. Gerardo Vivas
señala que los resultados obtenidos con el revestimiento de plomo no fueron tan
satisfactorios como se esperaba. Las láminas de metal, aunque bien elaboradas,
resultaban costosas, excesivamente pesadas y se desgastaban y desprendían con
facilidad. Además, la interacción electrolítica entre el hierro, el plomo y el
agua causaba una corrosión que tardaría mucho en resolverse. Con el paso del
tiempo, se abandonó el uso del plomo en favor de láminas de cobre para el
revestimiento de los cascos, una práctica que los ingleses comenzaron a adoptar
a mediados del siglo XVIII, primero de manera esporádica y luego de manera
sistemática.
Este
sistema fue imitado no solo por los franceses, holandeses y estadounidenses,
sino también por los españoles. Convencidos de que las técnicas tradicionales
de construcción naval, arraigadas en una antigua tradición empírica, habían
quedado obsoletas, los españoles iniciaron en el siglo XVIII un camino hacia la
modernización científica de su flota. Adoptaron esta y otras innovaciones de
gran relevancia, buscando mejorar sus capacidades navales y mantenerse al día
con los avances tecnológicos de la época.
*
En
el mes de julio de 1513, se dio inicio a la adquisición de los primeros navíos,
aunque no sin graves dificultades. La armada proyectada desde el principio
requería un gran número de barcos, los cuales escaseaban en los puertos
andaluces. Por esta razón, se consideró inicialmente la posibilidad de traerlos
desde el puerto de Santo Domingo, aunque este plan fue rápidamente descartado.
Desde los albores del siglo XVI, se observa una seria escasez de unidades
navales en respuesta al repentino aumento de la demanda generada por la Carrera
de las Indias y a la producción insuficiente de los astilleros andaluces, que
eran la principal fuente de suministro en ese momento.
Se
encomendó a Vicente Yáñez Pinzón, el piloto paleño que gozaba del afecto y la
consideración del monarca, la misión de viajar a Portugal para adquirir varias
carabelas. Sin embargo, surgieron algunos obstáculos debido a una ley que
prohibía la venta de barcos a extranjeros. Por ello, el rey Fernando se vio obligado
a enviar una carta amistosa al soberano portugués solicitando su colaboración
en esta empresa. Al regresar del reino vecino, Pinzón, habiendo cumplido
fielmente las órdenes reales, logró adquirir al menos una carabela, La
Concepción, que luego se convirtió en el buque insignia de la flota. Dos
carabelas más de la flota pertenecían a armadores portugueses, una de las
cuales, la San Clemente, estaba fondeada en el Puerto de Santa María. La
segunda, la Sancti Spiritus, probablemente fue comprada en Portugal, aunque no
se puede confirmar con certeza.
El
resto de los navíos fueron adquiridos en puertos andaluces, específicamente en
Huelva, Cádiz y Sevilla, y algunos fueron fletados a particulares bajo
condiciones que se revisarán más adelante. Se invirtieron en total 4.790.257
maravedís en la compra y preparación de las embarcaciones, incluidas las de
menor tamaño como bergantines y barcos de pesca, así como en los salarios de
sus tripulaciones hasta el momento de partir. Esto significa que prácticamente
la mitad del presupuesto de la armada fue destinado a este crucial y voluminoso
capítulo.
Desde
Cádiz, Huelva o Portugal, todos los barcos adquiridos a lo largo de varios
meses para esta gran formación naval, mediante arduas y costosas negociaciones
realizadas por los oficiales de la Casa de Contratación o sus intermediarios,
fueron llevados hasta Sevilla y concentrados en el puerto de las Muelas. Allí,
esperaban anclados aquellos comprados a armadores sevillanos. Sin perder
tiempo, uno tras otro, fueron llevados a tierra firme para ser sometidos a
labores de carenado, calafateado y reparación adecuada.
Las
tareas de mantenimiento incluyeron, según detalla el texto, no solo las
sustituciones y arreglos necesarios para poner a punto los barcos (como el
calafateado, el emplomamiento del casco, el reemplazo de piezas deterioradas,
entre otros), sino también modificaciones específicas destinadas a mejorar
ciertas características consideradas inadecuadas para la navegación oceánica,
como el cambio del velamen latino al redondo, el aumento del arqueo, la
sustitución y refuerzo de la jarcia y arboladura, entre otros.
Aunque
el texto no menciona de manera explícita dónde se realizaron las labores de
carenado, se sugiere indirectamente que algunos barcos, como la San Antón, bajo
el mando del maestre Martín de Landacaranda, estaban siendo reparados en San
Juan de Aznalfarache, según registros de gastos relacionados con el arrastre
del barco por barqueros contratados por los oficiales de la Contratación. Por
otro lado, se sabe que la nao "guecha", Santa María de la Rábida,
comprada en un puerto de Huelva, fue llevada al Puerto de las Muelas y luego
hasta la Puebla Vieja para su carenado. Sin embargo, debido a las condiciones
del río, tuvo que ser remolcada nuevamente, esta vez hasta Sanlúcar de
Barrameda.
Es
importante destacar que no todas las embarcaciones fueron acondicionadas en
Sevilla. Algunas estaban en tan mal estado al ser adquiridas que requerían
reparaciones urgentes antes de continuar cualquier travesía. Por ejemplo, la
nao Santa María de la Victoria fue llevada a tierra en el puerto de Saltés
inmediatamente después de su compra, para ser reparada de forma urgente, y
luego fue trasladada a Sevilla para continuar con las labores de
rehabilitación. Otras, como se menciona más adelante, necesitaron atención
adicional una vez llegadas a Sanlúcar. Es comprensible que el emperador
lamentara años más tarde que "los navíos que siguen el viaje de nuestras
Indias comúnmente son viejos y tienen así mucho daño encubierto..."
Nuestra
principal fuente de información también indica que la materia prima más
utilizada para la reparación de los barcos de la armada fue la madera de pino,
la cual se obtenía principalmente de la cercana campiña de Utrera. Aunque se ha
escrito en numerosas ocasiones que los pinos andaluces no eran ideales para la
obra viva de los barcos, generalmente se empleaban en labores que afectaban al
casco, a partir de la línea de flotación. Especialmente apreciados eran en las
arboladuras, como destaca Escalante de Mendoza en su obra:
"Para
las estructuras altas de las naos, que los marineros denominamos muertas, la
madera de pino de la villa de Utrera, ubicada cerca de la ciudad de Sevilla, u
otra similar, resulta excelente. Estas son las maderas que en nuestras regiones
de España tenemos más experiencia y aprobación para la construcción de
cualquier tipo de barco, ya que son más valoradas, más duras y menos propensas
a la corrupción. Aunque en otras partes y regiones puede haber madera de otras
especies que no sean menos adecuadas y efectivas."
En
cuanto a la madera de roble, que era otra de las especies forestales más
utilizadas en la carpintería naval, se consideraba especialmente apropiada para
el forro y la tablazón de los barcos, así como para la quilla, tajamar, codaste
y timón. Sin embargo, debido a que el robledal de Constantina ya se había
agotado por la tala indiscriminada, era necesario importarlo de otras regiones
de la península, lo que resultaba en un encarecimiento de su coste. Por esta
razón, se empleaba la madera de roble en las reparaciones de los barcos de
manera muy limitada.
El
libro de la armada detalla minuciosamente todas las piezas adquiridas para la
puesta a punto de los barcos y sus respectivos precios, proporcionando una
relación muy completa de los suministros necesarios. Se incluyen clavazones de
diversos tipos, piezas de ferrería, jarcia, estopa, pez, brea, aceite,
alquitrán, calderos, láminas de plomo para el revestimiento del casco,
alquitrán para las jarcias, lonas para las velas, e hilos, cera y agujas para
coserlas, bombas, anclas y una abundante provisión de madera, principalmente de
roble y pino utrerano.
El
velamen y la jarcia representaban un capítulo importante en el suministro,
incluso mayor que la madera necesaria para la reparación de los barcos. La lona
se adquiría por varas y luego se cosía según la forma requerida. Dado que en
España no existía una industria especializada en la fabricación de telas para
velas, era necesario importarlas, principalmente del Norte de Europa. Se
menciona la ciudad de Olonne en la Bretaña como uno de los posibles lugares de
origen de estas telas, lo que podría explicar el término "olona".
Cada lona utilizada en la reparación de las embarcaciones deterioradas costaba
1.256 maravedís una vez llegada a Sevilla. Sin embargo, las cincuenta lonas
compradas en Cádiz como repuesto para el viaje y la flota en su totalidad
salieron por un costo ligeramente inferior de 1.125 maravedís. El transporte de
todo el cargamento hasta la Casa de la Contratación incrementó finalmente su
coste, resultando en un precio final de 1.181 maravedís por vela.
Nuestro
libro de gastos detalla los nombres y, en ocasiones, la procedencia de los
artesanos y comerciantes proveedores. Algunos de ellos parecen haber gozado de
una posición privilegiada, ya sea debido a la reputación de su negocio o a
posibles conexiones con personas cercanas a la Contratación. La frecuencia con
la que son mencionados despierta nuestra atención.
Por
ejemplo, destaquemos a Cristóbal Márquez, carpintero y residente de Sanlúcar de
Barrameda, quien no solo suministra una cantidad significativa de madera de
Utrera para la mayoría de los barcos, sino que también realiza encargos de
cierta relevancia, como los seis bergantines mencionados anteriormente. Entre los
torneros, Ojeda, cuyo negocio está situado en "la Puerta de la Mar",
tiene el monopolio en los suministros de roldanas, motones, bigotas, recamemos
y otras poleas para la jarcia. En cuanto a los cordoneros, Pedro García es el
principal proveedor de cables para enjarciar y aparejar los barcos, aunque a
veces compite con otros como Fernán Rodríguez y Francisco Gutiérrez, este
último encarcelado en los primeros meses de 1513 por realizar su trabajo
"fuera de los lugares acostumbrados", pero liberado posteriormente
gracias a la intervención de los oficiales de la Contratación.
El
herrero, Antón Cuenca, también aparece en varios pasajes de nuestra fuente. Por
último, destacamos a Nicolás Sánchez Aramburu, Lope de Azoca, residente de
Azcoitia, Domingo de Alzola, todos ellos comerciantes vascos, así como al
valenciano Miguel Aparicio, quienes suministran una amplia variedad de
productos a la flota, como madera, anclas, pez, mástiles, entre otros. Estos
comerciantes serán tratados con más detalle en el futuro.
La
presencia de los mercaderes sevillanos en la armada de Pedrarias es
comparativamente menos significativa que la de los vizcaínos, un hecho que
merece ser destacado. Sin embargo, entre los proveedores de la armada,
encontramos algunos nombres conocidos.
Destacamos
a Gonzalo Suárez, miembro de una destacada familia sevillana con vínculos
comerciales con las Indias desde sus inicios, quien, junto con Juan Farfán,
suministra toda la tela de tafetán, damasco y paño de diversos colores
utilizada en la confección de las banderas de la flota. Otro mercader sevillano
cuya participación es notable es Diego de Ervás, residente en la collación del
Salvador, reconocido en distintos pasajes del libro de la armada como
"mercader" y "mercero".
Recordemos
también a Luis Fernández Alfara, quien ejerce como cambiador (banquero) y
mercader al mismo tiempo. En estos primeros años, resulta difícil distinguir
entre unos y otros, ya que los hombres de la Carrera pueden actuar tanto como
banqueros realizando operaciones crediticias de índole mercantil,
convirtiéndose así en mercaderes propiamente dichos.
Por
último, mencionamos a Juan Díaz de Alfara, cambiador de profesión y también
involucrado en la trata de negros, según se desprende de un compromiso suscrito
con el bachiller Martín Fernández de Enciso antes de la partida de la flota
hacia el Darién.
Entre
todos ellos, Luis Fernández de Alfara destaca por su participación activa, pues
no solo se beneficia económicamente de la venta de diversos suministros, sino
que también supervisa importantes adquisiciones para la flota, como lonas para
el velamen y otros accesorios necesarios para aparejar los barcos, además de
negociar la compra de la nao San Antón junto con otros cómitres sevillanos. Su
estrecha colaboración con los oficiales de la Contratación en misiones de gran
responsabilidad sugiere que gozaba de su plena confianza.
*
Cuando
la expedición recibió la orden de zarpar hacia Sanlúcar de Barrameda, todos los
navíos se suponía que estaban preparados y listos para emprender el viaje. Sin
embargo, los maestres y pilotos notaron numerosas deficiencias en la
maniobrabilidad de las embarcaciones en ese peligroso trayecto desde Sevilla
hasta Sanlúcar. Por lo tanto, algunos de los navíos necesitaron reparaciones
adicionales una vez que llegaron al puerto gaditano.
En
Sanlúcar, se aprovecharon los días de espera para realizar las compras
necesarias, como lonas para las velas, bombas, anclas, clavazón y otros
suministros. Durante este tiempo, la población de Sanlúcar se vio abrumada por
la presencia de la impresionante flota naval, especialmente los artesanos del
puerto, quienes tuvieron que atender la demanda de reparaciones de los
numerosos barcos afectados por la tormenta que azotó tras la primera salida de
la expedición. A pesar de lo que afirma el historiador Juan Manzano, no hay
evidencia de que se perdieran dos barcos durante la tempestad, ni en los
registros de la armada se mencionan tales pérdidas.
Los
oficiales de la Contratación documentaron por escrito estos incidentes de
último momento, así como los gastos y reparaciones realizadas. Se sabe que las
embarcaciones más afectadas fueron la carabela redonda "Santa María de
Grada", que chocó con la "Santa María de la Victoria" durante la
tormenta, la carabela "Santa María de la Merced", que colisionó con
la nao "guecha" (probablemente un error tipográfico por
"nave") "Santa María de la Rábida", además de la
"Sancti Spíritus" y la "Concepción (I)", que también
necesitaron reparaciones adicionales en Sanlúcar. Todos los navíos, en mayor o
menor medida, sufrieron daños por el embate del mar, lo que implicó gastos
adicionales que fueron registrados en el libro de la armada por el alguacil de
la Casa.
La
meticulosa fiscalización realizada por los oficiales de la Contratación, que
detallaron cada incidente y gasto en el libro de cuentas de la Armada, permitió
tener una visión más precisa de los recursos y costos involucrados en la
empresa. Con base en esta información, se elaboró un cuadro que enumera cada
uno de los barcos de la expedición "Su Alteza" adquiridos para la
expedición de Castilla del Oro, así como aquellos indirectamente implicados en
la misma.
*
Nao
Santa María de la Rábida
Esta
embarcación, de ciento treinta toneles de porte, fue adquirida el 22 de julio
de 1513 en Palos de la Frontera a Diego Ruiz Prieto y sus socios, vecinos de la
villa de Palos, por el precio de 108,750 maravedís. La compra incluía los
materiales, velas y otros aparejos viejos que tenía la nave. Posteriormente,
fue trasladada, no sin dificultades, hasta el puerto sevillano de las Muelas.
Inicialmente,
el maestre de la nave era Juan Cansino, aunque unos meses después fue
reemplazado por Miguel de Ayzpee. Durante el relevo entre ambos maestres, el 9
de enero de 1514, Juan Cansino informó que, desde el 23 de septiembre, habían
trabajado en la carena de la nao un total de 19 maestros calafates, apoyados
por 14 mozos, 9 maestros carpinteros y 4 ayudantes, sumando un total de 46
operarios, y los trabajos aún no estaban completos.
Durante
la reparación de la nave, se realizó una cuidadosa carena y calafateado. Se
repararon los castillos, la quilla y los pañales, y se reforzó el puente con
tablas nuevas de madera de pino, algunas traídas expresamente desde Utrera y
otras suministradas por las Atarazanas del rey, provenientes de materiales que
quedaron de la expedición de Juan Díaz de Solís. Además, un cordonero de
Sevilla llamado Pedro García proporcionó nueva jarcia para el barco, que luego
fue alquitranada. También se adquirieron cinco lonas nuevas para las velas, junto
con otros diversos materiales.
El
total de los gastos necesarios para la reparación de la nave y la provisión de
aparejos, así como el salario y mantenimiento de la tripulación, ascendió a
cuatrocientos ocho mil cuatrocientos noventa maravedís, según se registró al
final de este asiento.
*
Carabela
latina La Mina
En
julio, Juan Martínez de Ybaiñeta fue enviado a Cádiz como representante de los
oficiales de la Casa de la Contratación, con el fin de reclutar algunas
embarcaciones para la armada. Fue en el Puerto de Santa María donde logró
cerrar la compra de una carabela llamada "La Mina", propiedad de
Rodrigo de Ojeda y Francisco Afilado, con Francisco de Cea como maestre. La
transacción se llevó a cabo ante un notario público el 23 de julio de 1513, por
un total de 60,000 maravedís. Por sus gestiones, Martínez de Ybaiñeta recibió
una comisión de 1,000 maravedís.
Como
todas las demás embarcaciones, esta carabela fue llevada hasta Sevilla y, una
vez allí, sometida a varias labores de reparación por los artesanos del puerto,
incluyendo trabajos en la escotilla, el puente, la arboladura, el velamen,
entre otros. El gasto total para acondicionar la embarcación, incluyendo la
tripulación, finalmente ascendió a 184,461 maravedís.
*
La
carabela latina Santa Catalina fue adquirida en el Puerto de Santa María el 29
de julio de 1513 por Pedro de Arazuri y Juan Martínez de Ybaiñeta, de manos de
Juan de Burgos, residente en dicha localidad. Se tasó en 75,000 maravedís
"con sus mástiles y jarcia e aparejos e batel en la dicha venta
contenida". Sin embargo, el costo aumentó en 2,625 maravedís adicionales
por el transporte de la embarcación desde el puerto hasta Sevilla, además de
1,000 maravedís que se pagaron a Juan Martínez de Ybaiñeta por actuar como
intermediario en la compra, junto con dos reales por los gastos del escribano.
El
3 de septiembre, los carpinteros de ribera comenzaron a trabajar en la
carabela, utilizando madera de pino traída desde Utrera. Un mes más tarde,
fueron reemplazados por los oficiales calafates y sus ayudantes. Una de las
operaciones más destacadas realizadas en el navío fue el emplomamiento de la
obra viva. En las cuentas de la armada se registró la entrega de 35 quintales
de plomo al lapidario Ruy Díaz, con un costo de 15,400 maravedís, con los
cuales se confeccionaron 191 planchas de plomo.
En
total, el trabajo de carenado y emplomamiento, junto con el salario y la
manutención de la tripulación reclutada para la carabela, ascendió a 229,617
maravedís.
*
El
galeón Santa María de la Victoria, uno de los barcos más grandes de la armada,
fue adquirido en el puerto de Cádiz el 2 de agosto de 1513. Su propietario,
Diego de Vera, un capitán de artillería, fue representado en esta transacción
por Cristóbal de las Cañas, residente en Cádiz. En la operación de
compra-venta, el escribano público Francisco de Mayorga documentó la
intervención de Juan Martínez de Ybaiñeta, quien también había participado en
las compras del galeón Santa Catalina y la carabela La Mina unos días antes en
el Puerto de Santa María.
El
galeón, bajo el mando del maestre Juan de Miño "el viejo", fue tasado
en 355 ducados de oro "con todos sus árboles, entenas y jarcia y
batel". Sin embargo, este precio inicial se incrementó con numerosos
gastos adicionales relacionados principalmente con la negociación y traslado
del barco. Entre estos gastos se incluyen el pago de remos y bizcocho al
maestre, la alcabala a Bernardino del Castillo, honorarios al escribano, y una
compensación a Juan Martínez de Ybaiñeta por su trabajo en la negociación de la
compra. Además, se sumaron los costos de salario y alimentación de la
tripulación que condujo el barco hasta Sevilla. En total, el coste real del
galeón hasta su llegada a Sevilla ascendió a 144,825.5 maravedís.
Una
vez en el Puerto de las Muelas, el galeón fue sometido a diversas reparaciones.
Carpinteros de ribera y calafates trabajaron en los costados, el trinquete, la
entena, el alcázar y en la ampliación de la toldilla. Se reparó la arboladura y
se adquirieron nuevos aparejos y velas, así como una importante cantidad de
madera de pino de Utrera, junto con pez, brea, aceite y alquitrán para las
labores de carpintería y calafateado. Los costos finales del galeón Santa María
de la Victoria, hasta que estuvo listo para zarpar por segunda vez, ascendieron
a 376,374.5 maravedís.
*
La
carabela latina La Concepción fue adquirida en Huelva el 6 de agosto de 1513 a
Juan de Herrera, residente en ese lugar, por un total de 84,000 maravedís
"con los mástiles y velas e otros aparejos latinos viejos que la dicha carabela
tenía". Sin embargo, el costo se incrementó en otros 2,953 maravedís
debido al traslado desde el río de Saltés hasta el puerto de las Muelas. En la
transacción participaron dos residentes de Palos: Alonso Gutiérrez y Diego
Bermúdez.
Las
labores de carpintería abarcaron varios aspectos de la estructura del casco,
incluyendo la desinstalación de durmientes, la fabricación de mascarones,
escotillas y escopetas para la cubierta, la creación de talabordones y
barrotes, así como la instalación de forcaces en la proa y popa, y la
construcción de pañoles para el almacenamiento del bizcocho, entre otras
operaciones detalladas más adelante.
El
mástil mayor de la carabela estaba muy deteriorado, por lo que se decidió
aprovechar su madera para el trinquete de avante, adquiriendo un nuevo mástil
que fue tomado de la carabela de Juan Bernal de Estimiga, ubicada en el
Tagarete. Además, un vecino de Valencia llamado Miguel Aparicio suministró un
ancla nueva para la carabela, mientras que el carpintero Francisco de Escobar
proporcionó una barca "de ocho goas prieta puesta en el agua" por
once ducados.
Las
velas triangulares de La Concepción fueron sustituidas por velas cuadradas,
convirtiéndola así en una flamante carabela redonda. Esto requirió la compra de
once lonas y media nuevas, destinadas a diferentes partes de la embarcación,
incluyendo papahígos, bonetas del trinquete y la vela mayor, así como una
cebadera.”
Además,
se registra que esta carabela sufrió graves daños durante el temporal, lo que
provocó que por segunda vez tuviera que ser carenada en Sanlúcar. Se observó
que su capacidad de maniobra no era óptima, por lo que se decidió reemplazar la
caña del timón. El alguacil Lorenzo Pinelo registró un gasto de 1,030 maravedís
por este concepto, lo que aumentó su coste final a 256,150.5 maravedís.
*
Después
de superar varios obstáculos, la carabela La Concepción (II) fue la única que
Pinzón pudo adquirir en Portugal. Los oficiales de la Casa quisieron dejar
constancia de su intervención anotándola en el registro correspondiente, que
dice así:
"Compra
de la carabela nombrada La Concepción, de la cual es maestre Juan de Miño, el
mozo, que compró Vicente Yáñez en Portugal.
Se
compró la dicha carabela por el mencionado Vicente Yáñez de Pedro López,
almojarife de Lagos, el diecisiete de agosto de mil quinientos trece, por
ciento treinta y ocho mil ciento sesenta maravedís, la cual fue entregada en
Sanlúcar de Barrameda con sus aparejos y velas usadas.
Se
pagaron al mencionado Vicente Yáñez cuatro mil setecientos veinte maravedís por
sus gastos y esfuerzos para ir a Portugal a comprar la carabela, regresar a
esta ciudad y dirigirse luego a Sanlúcar para hacerse cargo de la embarcación.
Además,
se incurrieron en gastos por valor de dos mil seiscientos setenta maravedís
para trasladar la carabela desde Sanlúcar hasta el puerto de las Muelas en esta
ciudad."
Vicente
Yáñez Pinzón adquirió así la carabela portuguesa La Concepción en Lagos el 17
de agosto de 1513, por un total de 138,160 maravedís, incluyendo los gastos de su
traslado desde Portugal hasta Sanlúcar. Una vez en Sevilla, Pinzón permaneció
unos días informando a los oficiales de la Casa sobre la compra y las
dificultades encontradas en Portugal para obtener más embarcaciones. Por sus
servicios como intermediario y por los gastos del viaje, el piloto recibió
4,724 maravedís. A estos costos se sumaron otros 2,670 maravedís por el
traslado de la carabela desde Sanlúcar hasta el puerto de las Muelas. A finales
de septiembre, la carabela ya estaba en Sevilla, lo que elevó el costo total de
la compra a 145,554 maravedís.
En
las cuentas de la armada también se registran otros detalles sobre la
participación de Pinzón. Se menciona un insignificante pago de un real que dio
a algunos hombres en el puerto de Sevilla por ayudarlo a amarrar la nao
capitana. Además, se señala que Pinzón dejó a Juanes de Fuenterrabía como
guarda del barco hasta que fue confiado al que sería su maestre, Juan de Miño,
"el mozo".
La
nave disponía de velas y aparejos muy gastados, por lo que se necesitaron ocho
lonas nuevas para mejorar su aspecto, junto con una cantidad adicional de
jarcia. Además, se elevó la altura de los bordos y talabordones, se reparó y
habilitó la privilegiada cámara destinada a Pedrarias, entre otras diversas
labores, incluido el calafateado. Cuando la carabela fue puesta en Sanlúcar
lista para zarpar, bien aparejada y tripulada, los oficiales de la Casa
contabilizaron un gasto total de 355,210 maravedís.
A
pesar de su ascendencia portuguesa y sus cualidades marineras, la Concepción
enfrentó un viaje desafortunado y lleno de contratiempos. Al llegar a la
Gomera, había perdido el timón y requirió reparaciones. Más tarde, frente al
puerto de Cartagena de Indias, una tormenta afectó gravemente a la capitana, lo
que la llevó a llegar al Darién sola, vacía y cuatro días después que el resto
de la armada. Según el cronista Anglería: "Dejaron atrás la nave mayor,
que era la capitana, por estropeada e inservible, para que poco a poco les
siguiera cuando el mar estuviera tranquilo. El veintiuno de junio arribó la
armada al Darién; cuatro días después llevaron la nave capitana, pero
vacía".
Sin
embargo, una vez en el Darién, parece que hubo tiempo y medios suficientes para
repararla y garantizar su viaje de regreso. El paleño Pedro Ruiz de la Monja,
posiblemente se mostraba satisfecho de encontrarse al frente de La Concepción
cuando, el 15 de diciembre de 1514, después de tantos sinsabores, la capitana
hizo su entrada en el puerto de Sevilla.
*
La
carabela latina La Rosa de Nuestra Señora, perteneciente a la flota onubense y
propiedad de Diego Quintero de la Rosa, vecino de la villa de Palos, fue
adquirida el 19 de agosto de 1513 por un precio inicial de 80,932 maravedís,
que incluía los gastos de traslado desde Huelva hasta el puerto de Sevilla.
Este costo inicial se vio aumentado en 4,068 maravedís adicionales, pagados a
Diego Quintero "por el trabajo que él y dos de sus hijos realizaron en la
preparación de la carabela, desde que la compraron hasta que la
entregaron", alcanzando así un total de 85,000 maravedís, más 550
maravedís de alcabala.
Una
semana después, la carabela fue entregada a calafates y carpinteros de ribera,
quienes llevaron a cabo diversas reparaciones para adaptar la embarcación a las
necesidades de un viaje oceánico. La transformación más destacada fue su
conversión de carabela latina a redonda. Esta modificación se explica en uno de
los pagos efectuados a su maestre, Gonzalo Rodríguez, quien recibió 1,213
maravedís "por los costos de la conversión de la carabela de latina a
redonda, ya que no maniobraba de manera segura siendo latina". Como parte
de estas reparaciones, se adquirieron velas nuevas, incluyendo tres para un
trinquete redondo, una boneta y otras tres para la mesana, además de un ancla,
una entena y nuevos aparejos.
En
total, se invirtieron 183,008.5 maravedís en reparaciones y dotación marinera
para la carabela La Rosa de Nuestra Señora.
*
La
Nao Santa María de la Victoria II fue adquirida "con sus aparejos usados y
el mástil mayor quebrado" a su maestre Francisco González, actuando como
apoderado de Rodrigo de Alburquerque y Cristóbal Guillén, vecinos de Villanueva
de la Concepción de la isla La Española, por un total de 300 ducados de oro.
Además, se abonaron otros 10 ducados al maestre para la compra de un jubón, lo
que elevó el costo total de la adquisición a 116,250 maravedís. Esta
transacción tuvo lugar en los últimos días de septiembre de 1513.
La
Santa María de la Victoria debía encontrarse en muy malas condiciones para
navegar, dado que tuvo que ser llevada a tierra en el mismo puerto de Saltés el
26 de septiembre para realizar reparaciones urgentes.
Permaneció
casi un mes en tierra para ser habilitada antes de su traslado a Sevilla.
Durante este período, diez oficiales y cinco mozos llevaron a cabo las labores
de calafateo, con un costo de reparación de urgencia ascendente a 2,147
maravedís. Sin embargo, los gastos aumentaron en los días siguientes, ya que,
durante su viaje hasta Sevilla, la embarcación llevaba a bordo una tripulación
de once marineros, a quienes se les abonó el salario y la alimentación
correspondiente a los veintitrés días de su contrato. En total, se destinaron
8,228 maravedís para este propósito, además de otros 340 maravedís que cobró el
piloto por haber sacado la nave de la barra de Saltés.
Los
registros contables indican que la nao volvió a ser reparada el 29 de octubre,
esta vez en el puerto sevillano de las Muelas, donde una numerosa
representación de calafates y carpinteros de ribera trabajaron sin pérdida de
tiempo para dejarla lista para zarpar. El costo total de los gastos
relacionados con esta nao fue tasado en 357,140.5 maravedís.
*
El
2 de noviembre, los oficiales de la Casa adquirieron la carabela redonda Santa
María de la Antigua a Bartolomé Rodríguez Negrete, dueño y maestre de la misma,
junto con Francisco de Escobar, carpintero de ribera y copropietario, por un
total de 64,000 maravedís, más dos ducados pagados en alcabala, lo que sumó un
importe total de 64,750 maravedís. En el momento de la compra, el casco recién
salido de los astilleros aún no había sido adecuadamente arbolado ni equipado
con todos los aparejos necesarios para la navegación, como se detalla en la
carta de compraventa, que especifica que lo adquirido es "solamente el
casco de la dicha nao, sin aparejos ni mástiles ni otra cosa más que la
embarcación prieta y puesta en el agua, tal como salió del astillero". Sin
embargo, dado que los propietarios tenían en su posesión numerosos materiales
para equiparla, incluyendo velas, jarcia, palos de la arboladura, ancla, mástil
y otros elementos, los oficiales de la Casa decidieron adquirir todo ello por
un precio que fue acordado razonablemente entre ambas partes.
Entre
los gastos adicionales se incluyen varias partidas, como 1,125 maravedís
destinados a "costos incurridos el día de la botadura de la nave al
mar" y otros 102 maravedís que el maestre gastó en misas y oraciones por
la salud de la carabela. Es evidente que, en esta ocasión más que en ninguna
otra, las labores de reparación y puesta a punto resultaron muy costosas. Por
lo tanto, el precio total del casco, hasta su conversión en una carabela
redonda lista para zarpar por segunda vez, ascendió a un total de 239,434.5
maravedís.
*
La
carabela latina Sancti Spíritus fue adquirida por los oficiales de la Casa de
la Contratación de Pedro Díaz Ruano, residente de Tavira, Portugal, y Miguel
Fonte, vecino de Cádiz, por un total de 101,748 maravedís, más dos ducados en
concepto de alcabala. Además, se compensó a Pedro Díaz Ruano con otros dos
ducados de oro "por el daño sufrido al quitar el aparejo principal de la
carabela y para cubrir los gastos de su regreso a casa". No se especifica
en los registros el lugar de compra ni los gastos asociados con su traslado al
puerto de las Muelas, lo que sugiere que la carabela podría haber estado ya en
Sevilla al momento de su adquisición para la flota, o que quizás fue la segunda
embarcación obtenida por Pinzón durante su viaje a Portugal.
Al
igual que las otras embarcaciones de la flota, la carabela portuguesa tuvo que
someterse a trabajos de mejora en los astilleros de Sevilla. Estas mejoras
afectaron diferentes partes del casco y del aparejo. Se levantaron los
talabordones con nueve tablas grandes de madera de pino proveniente de Utrera,
y se reparó el alcázar. Se reemplazaron las jarcias y poleas deterioradas por
otras nuevas, y se adquirieron ocho lonas nuevas, dos para la vela del
trinquete y seis para el artimón.
La
carabela Sancti Spíritus sufrió graves daños durante una tormenta cuando la
flota zarpó por primera vez, lo que llevó a numerosas reparaciones en la villa
gaditana. La embarcación tuvo que entrar en monte en Sanlúcar para que los
calafates pudieran achicar el agua que se había filtrado durante el temporal.
Además, uno de los mástiles se rompió debido al fuerte vendaval, por lo que se
tuvo que comprar uno nuevo a un ciudadano flamenco establecido en Sanlúcar.
Este nuevo mástil tuvo que ser adelgazado por siete carpinteros para que fuera adecuado.
Otro mástil resultó inutilizable el mismo día en que la armada zarpaba por
segunda vez desde Sanlúcar, por lo que se pagaron cuatro ducados de oro a
Rodrigo Lorenzo, un barquero, por otro mástil.
Cuando
la carabela "portuguesa" finalmente partió hacia las Canarias, los
oficiales de la Casa informaron que se gastaron un total de 221,218 maravedís
en ella.
*
La
carabela redonda Santiago fue comprada en el puerto de las Muelas a Duarte
Leche y a Juan Rodríguez, su suegro, ambos vecinos de Bayona, en noviembre de
1513 por 300 ducados de oro, más 4 ducados de alcabala. A partir del 19 del
mismo mes, varios carpinteros comenzaron las reparaciones en el castillo y la
tolda de la embarcación. Se adquirieron alrededor de un centenar de tablas de
pino de Cristóbal Márquez, transportadas desde Utrera a Sevilla, así como ocho
lonas nuevas para el velamen, que costaron más de 10.000 maravedís.
Las
reparaciones incluyeron la instalación de un nuevo mástil para lo alto del
mástil mayor, así como otras piezas importantes para la arboladura. Además, se
compraron diversos aparejos de jarcia suministrados por Ojeda, un tornero de la
Puerta de la Mar de Sevilla. Durante los preparativos finales en Sanlúcar, se
adquirió un ancla nueva a un vecino local llamado Juan de Sanlúcar, así como
una lona nueva para el trinquete de gavia.
En
total, los oficiales de la Casa registraron un gasto de 309.848 maravedís en la
preparación de la carabela Santiago.
*
La
carabela redonda Santa María de Gracia fue comprada en Sevilla el 17 de
diciembre de 1513 por los oficiales de la Casa a Antonio Sánchez, vecino de
Triana, por un precio inicial de 100.000 maravedís, más dos ducados de oro de
alcabala. Pocos días después de la compra, la carabela fue llevada a los
astilleros para ser reparada y habilitada, donde los carpinteros trabajaron en
la cubierta, los costados, la chimenea, el castillo y otras partes del barco.
Se adquirió nueva jarcia, la cual fue alquitranada por los calafates, además de
poleas, bigotas, motones y roldanas, así como tres lonas nuevas de repuesto.
Durante
una tormenta que ocurrió poco después de que la flota zarpara desde Sanlúcar,
la Santa María de Gracia sufrió graves daños en el casco, la arboladura y el
velamen debido a una colisión con otro barco de la armada, la nao Santa María
de la Victoria. Los gastos para reparar estos daños ascendieron a 1.038
maravedís, lo que aumentó los costos totales de la carabela en 181.730
maravedís.
*
La
adquisición de la nao San Antón tuvo lugar a comienzos de 1514, cuando el rey
Fernando deseaba ver partir la flota antes de que llegara el invierno. Sin
embargo, quedaban importantes asuntos pendientes y el invierno se aproximaba
rápidamente. El 31 de enero de 1514, los enviados de la Casa de la Contratación
adquirieron la nao San Antón, cuya propiedad estaba compartida por un vecino de
Triana llamado Diego de Padilla y por un paleño llamado Gil Romero. La compra
se realizó por 610 ducados de oro, y además se pagaron otros 50 ducados por un
mástil nuevo para la embarcación. En total, el costo de la adquisición de la
nao San Antón ascendió a 247.500 maravedís.
Los
trabajos de carena se llevaron a cabo en los astilleros del pueblo vecino de
San Juan de Aznalfarache. Se registra que dos barcas sacaron la embarcación del
monte, ya que no podía salir a esas aguas sin ayuda. Para esta tarea, se contó
con la colaboración de algunos marineros reclutados de entre las tripulaciones
de la Santa María de la Rábida, la Santa María de la Victoria y la Santa María
de la Merced. Los oficiales de la Casa destinaron 6 reales para alimentar a
estos trabajadores durante ese día extra de labor.
Al
igual que sus hermanas, la San Antón también fue sometida a numerosas
reparaciones, utilizando principalmente madera de pino de Utrera. Esta madera
se empleó tanto en la reparación del castillo de proa como en otras obras
menores, como los pañales del pan. Se adquirieron trece lonas para confeccionar
nuevas velas, aunque se reutilizaron algunas de las existentes en el barco,
incluso un papahígo de la vela mayor que pertenecía a la carabela Nuestra
Señora de la Antigua. Se necesitaba una nueva ancla, pero afortunadamente, los
almacenes de la Casa disponían de suministros, incluyendo cuatro anclas, una de
las cuales se asignó a esta carabela, que fue adecuadamente equipada, aparejada
y calafateada como las demás. Cuando el barco partió hacia las Canarias, los
fondos reales habían invertido en él la suma importante de 472.309,5
maravedíes.
Según
consta en uno de los registros contables de la armada, la San Antón no retornó a
España con el resto de la flota. Durante el viaje de regreso, esta nave sufrió
una avería grave y quedó varada en el puerto de Aguas, en la isla de Cuba,
aparentemente porque no podía navegar hasta el puerto mencionado.
*
La
adquisición de la carabela Santa María de la Merced presenta una peculiaridad
que merece ser destacada. Esta embarcación fue comprada dos años atrás (en
1512) por el capitán portugués y piloto mayor, Juan Díaz de Solís, para su
viaje a la Especiería en Extremo Oriente. Sin embargo, dado que la expedición
fue suspendida en septiembre de ese mismo año, se ordenó a Solís devolver a la
Casa de la Contratación todo lo adquirido para el viaje, incluyendo la carabela
Santa María de la Merced, de "sesenta toneles de porte", que había
comprado hacía unos meses por 145.825 maravedís a Alonso de Dios y Fernando
Viejo, vecinos de Murgados, en el Ferrol.
En
aquellos días, el rey ya planeaba una nueva expedición con destino a la Tierra
Firme, y consideró prudente aprovechar todos los pertrechos que Solís había
entregado a la Casa para esta nueva ocasión. Su decisión fue comunicada a los
oficiales de la Casa de la Contratación en los siguientes términos:
"El
Rey. A nuestros oficiales de la Casa de la Contratación de las Indias que
residen en Sevilla: Como saben, se había acordado un contrato con Juan Díaz de
Solís para su viaje de descubrimiento, pero dado que he decidido suspender
temporalmente dicho viaje hasta consultar con el rey de Portugal, mi hijo,
sobre los asuntos relacionados con esa navegación, todo lo que Juan Díaz había
preparado para dicho viaje puede ser aprovechado para la expedición a Tierra
Firme, la cual, Dios mediante, pronto serán informados al respecto. Por lo
tanto, les ordeno que revisen todo lo que Juan Díaz ha adquirido y preparado
para el mencionado viaje, y que lo recojan y aseguren para la expedición a
Tierra Firme..."
El
11 de enero de 1513, Solís formalmente entregó el navío en el puerto sevillano
de las Muelas, donde permaneció fondeado durante algunos meses, a la espera de
ser incorporado a la flota de Tierra Firme. La responsabilidad del mismo fue
confiada al piloto de la Casa, Vicente Yáñez Pinzón, quien encargó su custodia,
al menos desde enero hasta finales de mayo de 1513, al marinero Pedro López,
según se desprende de los registros del libro de la armada. Además, se menciona
que se utilizaron maderos y tablas proporcionados por Solís en las reparaciones
de otros navíos de la flota, como la Santa María de la Rábida y la carabela
emplomada Santa María de la Consolación.
Pero
volvamos a la historia de la Santa María de la Merced. El 22 de agosto, esta
carabela fue entregada a los calafates y carpinteros de ribera de los
astilleros de las Muelas para ser carenada y preparada, como se hizo con las
demás embarcaciones. Los oficiales de la Casa registraron minuciosamente todos
los gastos relacionados con estas labores, aunque eximieron los costos de la
compra del navío, como se mencionó anteriormente.
Sabemos
que cuando la Santa María de la Merced partió de Sanlúcar, en medio de una
tormenta, chocó con la Santa María de la Rábida, lo que provocó grandes daños
en su arboladura. Como resultado, los gastos totales aumentaron a 140.637
maravedís.
Desafortunadamente,
la Santa María de la Merced no pudo completar el viaje de regreso. Cerca del
Darién, entre la Tierra Firme e la isla de Cuba, se hundió en el mar debido a
los graves daños en su casco causados por la colisión. El maestre Pedro de
Ledesma y el resto de la tripulación tuvieron tiempo de saltar a la capitana,
donde pudieron completar el viaje de regreso de manera segura.
En
la adquisición de la carabela emplomada Santa María de la Consolación,
encontramos otra particularidad destacable. Esta embarcación es la única de la
que se tiene constancia que fue adquirida "nueva, de primer viaje",
entre todas las mencionadas hasta ahora. Sus propietarios eran Alonso Prieto y
Fernán Pérez, ambos residentes de Palos de la Frontera. La transacción de
compra se formalizó ante el escribano público de Sevilla, Mateo de la Cuadra,
el 11 de agosto de 1514. En el documento, se registra que Diego Rodríguez, como
representante de la Casa de la Contratación, adquirió la carabela mencionada,
de aproximadamente sesenta toneladas de porte, junto con los aparejos
detallados en un inventario, por un precio de ciento cincuenta mil maravedís,
además de doce ducados destinados para la adquisición de jubones.
En
el Puerto de Santa María, donde se encontraba atracada la nave, Diego Rodríguez
pagó tres ducados de oro por los derechos de compra de la carabela, además de
4.721,5 maravedís por los gastos de su custodia y transporte hasta Sevilla.
Durante su estancia en tierras gaditanas, el mencionado Rodríguez también
adquirió algunos equipos náuticos, como cuatro mástiles nuevos para la
carabela, debido a que los existentes no eran adecuados, así como un ancla
adicional, cuatro barriles de alquitrán y tres lonas nuevas para ensanchar las
velas originales.
A
pesar de que la embarcación se encontraba en muy buen estado, una vez
trasladada a Sevilla, la Concepción requirió ciertas reparaciones y ajustes
necesarios para un viaje prolongado. Sin embargo, la tarea más significativa
fue el revestimiento de su casco con planchas de plomo, cumpliendo así con los
deseos expresados durante mucho tiempo por el rey Fernando. Los registros de la
Casa de la Contratación indican que se gastaron 366.136 maravedís en la
preparación y equipamiento de esta carabela.
*
El
cómitre Diego Rodríguez, al dirigirse al Puerto de Santa María, recibió el
encargo de asegurarse de adquirir dos carabelas robustas y bien equipadas que
debían ser preparadas con urgencia para seguir a la armada. Fue en esta villa
gaditana donde, además de la Santa María de la Consolación, adquirió la
carabela portuguesa San Clemente, propiedad de Rodrigo Narváez y Juan Alonso,
ambos residentes de Lezanos en el reino vecino de Portugal. La transacción se
concretó el 17 de agosto de 1514 ante el escribano público del Puerto de Santa
María, Gonzalo Fernández, por un precio inicial de 215 ducados de oro, que, con
los gastos de negociación y transporte de la embarcación hasta Sevilla,
ascendió finalmente a 85.396 maravedís.
Como
mencionamos anteriormente, antes de regresar a Sevilla, el enviado de la Casa
de la Contratación realizó varias compras en Sanlúcar de Barrameda. Para la San
Clemente, adquirió un mástil mayor nuevo, así como una pieza para la mesana, un
ancla, un cepo y cinco barriles de alquitrán.
En
los astilleros de las Muelas, los carpinteros de ribera llevaron a cabo
diversas labores en la cubierta, el alcázar y las falcas, utilizando parte de
la madera de pino de Utrera que había sido depositada por Díaz de Solís en los
almacenes de la Contratación. Además, se compraron a dos gallegos, Andrés
Sánchez y Juan Bastache, "diez carros de maderas de todas suertes",
así como doce corbatones para reforzar los costados del barco. Con estos
materiales y otros, se repararon los daños, se reforzaron las jarcias y
arboladuras con velas y poleas nuevas, y se realizaron otras acciones, entre
las que se destaca el revestimiento de plomo del casco, cuyas dificultades ya
hemos mencionado anteriormente. Los registros de la Casa de la Contratación
indican que se gastaron en total 297.945 maravedís en esta carabela.
*
El
aprovisionamiento y preparación de una gran flota naval, como la armada de
Castilla del Oro, generaba una gran cantidad de trabajo durante meses para una
parte significativa de la población de Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, desde
donde los barcos comenzaban su travesía oceánica. Este trabajo no solo
beneficiaba a los marineros que se encontraban en los alrededores de ambos
puertos, sino también a numerosos artesanos con experiencia en oficios tanto terrestres
como marítimos.
Durante
meses, se trabajaba intensamente en la elaboración del bizcocho, la compra y
transporte de vino, vinagre y aceite desde las bodegas y almazaras hasta el
muelle, el despiece de ganado y otros víveres para alimentar a cientos e
incluso miles de hombres. Al mismo tiempo, en las orillas del río, los
calafates y carpinteros de ribera revisaban, repasaban y carenaban los cascos
de los barcos. Cerca de la Puerta del Arenal, también conocida como "de la
Mar" por su proximidad al estuario del río Guadalquivir y su acceso a la
calle del mismo nombre, en los pequeños almacenes de herreros y tomeros, se
preparaba todo lo necesario para la puesta a punto de la obra viva y los
aparejos de los buques, así como los suministros necesarios para la industria
naval, como hachas, martillos y calderos.
Próximo
a este lugar, en el arrabal de la Carretería, numerosos artesanos fabricaban
toneles y pipas para almacenar vino, vinagre, harina o bizcocho. Casi todos los
toneleros de la ciudad se concentraban en este bullicioso barrio durante el
siglo XVI, por lo que algunos lo llamaban el barrio de la Tonelería. Otro de
los barrios artesanales más destacados de la época era el de la Cestería o
Espartería, ubicado cerca del Arenal y la Puerta de Triana, donde los maestros
cordoneros fabricaban la mejor jarcia de España, estopa para el calafateado de
barcos y serones de esparto para el transporte de sal y otros víveres.
Los
alfareros de Triana también eran destacados, utilizando una técnica artesanal
heredada de generación en generación para fabricar cerámica y loza que se
embarcaba en las naves, así como botijas vidriadas para envasar aceite,
aceitunas y frutos secos.
Los
pescadores habían establecido su hogar durante muchos años extramuros de la
ciudad, en el barrio de los Humeros, cerca de la Puerta Real o de Goles hasta
la Barqueta. Se dice que este nombre proviene de una de las actividades
realizadas en el barrio, el ahumado del pescado, un método rudimentario que
permitía su conservación durante largos períodos.
En
las afueras de Sevilla, a través de estrechos y polvorientos senderos de
tierra, ocasionalmente se podían avistar a aljameles y chirrioneros llevando
pesadas cargas desde los rincones más remotos hasta el muelle sevillano,
soportando el frío, el calor y la lluvia. Por el río, una flotilla de pequeñas
embarcaciones, impulsadas por remos y velas latinas, parecían pequeñas
mariposas blancas llevando mercancías y pasajeros a las naos ya preparadas que
no podían acercarse a la orilla.
También
a lo largo del río, los barqueros, conocidos como "barqueros de
Córdoba" desde el siglo XIII por su ruta entre Sevilla y Córdoba,
transportaban todo tipo de mercancías, especialmente cereales por el
Guadalquivir, ofreciendo sus servicios a las flotas cuando eran necesarios,
aunque a veces se quejaban de las dificultades causadas por las ruedas de los
molinos que obstaculizaban su paso.
Los
pilotos del río eran indispensables, brindando su experiencia para guiar a los
barcos en su complicado viaje hasta la desembocadura del mar, al igual que los
"pilotos de barra", que ayudaban a sortear la peligrosa barrera
arenosa de Sanlúcar de Barrameda.
En
el ajetreo del muelle sevillano durante los meses de preparación de una flota,
también participaban activamente cargadores, mozos de cuerda y jornaleros,
quienes, incluso antes de que saliera el sol, comenzaban la ardua tarea de
transportar las mercancías apiladas en el muelle a bordo de las embarcaciones,
llevando gruesos costales en sus espaldas. Estos trabajadores humildes
eventualmente se unieron en una Gran Compañía o Hermandad, con la Virgen de la
Estrella como patrona, venerada en el templo de San Jacinto de Triana.
Durante
este tiempo, el Puerto de las Muelas y más tarde la pequeña villa de Sanlúcar
se convertían en animados puntos de encuentro para la gente de mar. Muchos de
ellos provenían de barrios como Triana o los barrios marineros de San Vicente,
la Magdalena, Santa María o la Catedral, esperando una plaza en un barco hacia
las Indias y ansiosos por emprender una nueva aventura en el Dorado.
Detrás
de la aparente frialdad de los números, en esa compleja red de cifras tan
característica de la documentación fiscal, se encuentra un mundo vibrante y
lleno de actividad: el Puerto de las Muelas ocupado en los preparativos para el
despacho de una flota de las Indias, en este caso, la de Pedrarias Dávila. Este
mundo es el más real de todos, ya que refleja el entramado que se esconde
detrás de los grandes acontecimientos históricos, revelando la presencia de esa
masa anónima y silenciosa que, por un momento, parece cobrar vida propia detrás
del telón.
Los
libros de cuentas de la armada nos ofrecen un fascinante y detallado panorama
de los oficios tanto marítimos como terrestres en la Sevilla del comienzo del
siglo XVI, así como los salarios que recibían aquellos hombres por sus labores
para nuestra flota, entre otros aspectos que iremos revelando a lo largo de
estas páginas. En primer lugar, nuestra información señala una cantidad estable
de operarios especializados, principalmente maestros carpinteros de ribera y
maestros calafates, cuyos jornales alcanzaban los 80 maravedís al día, además
de una presencia igualmente significativa de mozos o ayudantes de estos
oficios, a veces los hijos de los propios artesanos o incluso algún criado,
cuyos salarios oscilaban entre los 15 y los 51 maravedís diarios, dependiendo
de su experiencia. Por el momento, los carpinteros y calafates estaban bien
remunerados, aunque no recibieran dieta alimenticia, lo cual cambiaría en años
posteriores. Solo en casos excepcionales se les proporcionaba una ración de pan
y vino mientras trabajaban, aunque esto era más bien la excepción que la norma.
Es
cierto que los sueldos no permitían grandes lujos, pero eran suficientes para
mantener una vida digna acorde con la posición social, aunque modesta, de estos
artesanos y aprendices. Resulta llamativa la aparente disparidad entre estos
salarios y los de algunos de los miembros más destacados del mundo marinero. Un
maestre carpintero o calafate ganaba más en un mes (2,400 maravedís) que un
piloto que tripulaba un barco durante el mismo período (1,800 maravedís), y
casi tres veces más que un marinero (900 maravedís). Por ejemplo, dos barqueros
cobraron un ducado de oro cada uno por solo tres días de trabajo, mucho más que
lo que recibió cualquier piloto de la flota por el mismo período. Sin embargo,
la remuneración de estos oficios no incluía la alimentación, como sucedía con
la gente de mar, y seguramente no tenían trabajo todos los días del año, lo que
contrastaba con la falta de estabilidad laboral para la marinería, que solo
recibía su paga durante los ocho o nueve meses que duraba un viaje a las
Indias.
La
tarifa exigida por los pilotos prácticos sevillanos (o lemanes) cuando fueron
requeridos para conducir las distintas embarcaciones de la armada de Pedrarias
hasta Sanlúcar de Barrameda, parecía regirse más por la ley de la oferta y la
demanda y el entendimiento entre el maestre de la embarcación y el piloto.
Resulta llamativo que, a pesar de tratarse de un conjunto de conciertos en los
que estaban involucrados muchos barcos y prácticos al mismo tiempo, no
existiera un acuerdo general sobre las tarifas. La disparidad en las tarifas
fijadas para realizar el mismo trayecto al mismo tiempo era evidente. Mientras que
algunos pilotos cobraban 1,000 maravedís por conducir dos barcos hasta la
desembocadura del río, otros percibían 2 ducados (750 maravedís) por el mismo
trabajo. Resulta difícil calcular cuántos viajes podía realizar un piloto
práctico en un mes y, por lo tanto, cuál era su promedio de ingresos.
Los
jornaleros de diversas actividades solían recibir un salario de un real
(equivalente a 34 maravedís) al día, lo cual era lo más común. Sin embargo,
algunos servicios eran remunerados con un salario ligeramente más alto,
llegando a un real y medio, e incluso hasta tres reales, y en ocasiones también
incluían la comida. Por ejemplo, Morales, maestro carpintero, recibió un jornal
de dos reales y medio durante los cuarenta días en los que se encargó de preparar
las cureñas para las armas de fuego fabricadas en Málaga, mientras que sus
ayudantes, aunque también maestros del oficio, cobraron solo dos reales durante
el mismo período. Cristóbal Márquez, carpintero de Sanlúcar de Barrameda, y su
hijo trabajaron durante siete días en los astilleros de las Muelas para
enderezar el nuevo mástil de la Sancti Spíritus, recibiendo cada uno dos reales
por día y además la comida. Por otro lado, un acemilero que viajó hasta Málaga
para recoger una caja de proyectiles para la artillería percibió tres reales
diarios.
En
comparación con el esfuerzo realizado, algunas tareas parecen estar bien
remuneradas en estos años. Por ejemplo, Francisco Vázquez, el pregonero
encargado de anunciar a la ciudad las mercedes concedidas por el rey a quienes
deseaban embarcarse en la flota de Pedrarias, recibió tres reales por solo unos
minutos de su tiempo.
Sin
embargo, tanto en el mundo artesanal como en otros oficios, no siempre se
acostumbraba a trabajar por un jornal en efectivo, sino que a veces se recibía
pago en especie o el valor de la manufactura realizada, incluyendo el costo de
la materia prima. En estos casos, calcular los ingresos fijos de este sector
laboral resulta más complicado. Por ejemplo, ¿cuánto dinero llevaba en su bolsa
un tonelero, un cordonero, un herrero o un espadero al finalizar la jornada en
su taller? Testimonios de la época destacan la próspera situación de algunos
artesanos, como los toneleros asentados en el arrabal de la Carretería, donde
se fabricaban pipas y vasijas de madera para llevar vinos, vinagres, aceites y
otras mercancías a las Indias. En general, estas apreciaciones reflejan una
realidad subjetiva, aunque basada en hechos reales, aunque es necesario
destacar que aún queda mucho por investigar y decir sobre este tema.
El
tamaño y la influencia de la comunidad de comerciantes vascos en Sevilla a
principios del siglo XVI han sido subestimados en comparación con otros grupos,
como los castellanos. Aunque su número pueda haber sido relativamente pequeño, es
probable que su impacto haya sido mayor de lo que se cree. Los vascos tendían a
practicar la endogamia, formando grupos cerrados y solidarios basados en
fuertes lazos familiares e intereses comunes, una tendencia observada durante
mucho tiempo en la historia de este pueblo.
A
pesar de esta aparente autoexclusión, los vascos no se marginaron de la empresa
americana, sino que se integraron de manera inmediata y activa, aportando su
extensa experiencia como pueblo dedicado al mar desde hace siglos y experto en
asuntos comerciales.
L.
García Fuentes destaca que muchos de los cargos más influyentes en la
administración del Estado y en las Indias eran ocupados por vascos en aquellos
años. Entre ellos, Sancho de Matienzo (1503), Ochoa de Isásaga (1509) y Juan López
de Recalde (1505), quienes ocupaban roles clave como tesorero, contador y
factor respectivamente, en la Casa de la Contratación, el órgano rector de los
asuntos de las Indias. Desde estas posiciones de liderazgo, eran responsables
de organizar las flotas, su abastecimiento, selección de tripulaciones y otros
aspectos fundamentales, lo que influía en favor del País Vasco y sus industrias
marítimas.
Durante
la preparación de la expedición de Pedrarias en 1513, la Casa estaba dirigida
por tres vascos, lo que probablemente benefició a la comunidad vasca en
Sevilla. A.M. Berna! incluso apodó al factor López de Recalde como "el
gran patrón de los mercaderes vascos en Sevilla ligados a la Carrera".
Esta afirmación está respaldada por la participación significativa de los
vascos en la empresa, ocupando puestos de responsabilidad en la organización de
la flota y siendo de máxima confianza para los oficiales de la Contratación.
Además, muchos marineros, pilotos, maestres y comerciantes eran de origen
vasco, lo que demuestra su influencia tanto en el ámbito marítimo como en el
comercial.
Como
proveedores clave de la flota en Sevilla, encontramos a Nicolás Sánchez de
Aramburu, originario de Guipúzcoa, quien suministró diversos materiales
esenciales para la expedición. Entre ellos, proporcionó 1,520 varas de angeo
para la confección de tiendas de campaña, manteles y haldas, así como lonas
para velas de los barcos, todo por un valor total de 79,512 maravedís. Además,
supervisó el envasado del vino adquirido para el viaje durante cuarenta días y
gestionó las compras necesarias para ello en nombre de los oficiales de la
Contratación.
Por
otro lado, Ortuño de Ismisolo y Juan de Lola, residentes de Azpeitia,
contribuyeron vendiendo cucharas de hierro, hachas de las ferrerías vascas y
otros utensilios. Domingo de Alzola, por su parte, proporcionó importantes
cantidades de tablones de madera y clavos para las reparaciones de los barcos
de la flota, por un total de 44,110 maravedís.
Lope
de Azoca se destacó por la venta de pez para el calafateado de los barcos y
otros utensilios navales, como ya se mencionó anteriormente. Finalmente,
Domingo de Ochandiano, quien más tarde ocuparía los cargos de tesorero y
contador interino de la Contratación, participó como comerciante formando una
comandita con Nicolás Sánchez de Aramburu y Domingo de Alzola, según se
desprende de las cuentas del libro de la armada.
Bernal
sostiene que todo aquel que se aventuraba a las Indias estaba potencialmente en
el negocio, siguiendo las mismas prácticas tanto marineros como mercaderes:
obtenían crédito para comprar mercancías o las adquirían a crédito, otorgando
en ambos casos escrituras de riesgo o cambio a favor del acreedor. Esta
tentación no escapaba ni siquiera a los funcionarios de la Casa de la Contratación,
encargados de preparar armadas y flotas y con acceso privilegiado a los
negocios en Sevilla. Personas como Pinelo y López de Recalde incluso
enfrentaron problemas serios con la Corona debido a sus implicaciones directas
en asuntos mercantiles. Ochoa de Isásaga también aprovechó la oportunidad que
ofrecía la flota y la demanda generada por la colonia incipiente del Darién
para participar en actividades comerciales.
Un
ejemplo claro se encuentra en un registro de cuentas de Ochoa de Isásaga, donde
se le ve enviando mercancías a un maestre y un veedor de fundiciones. Sin
embargo, estas transacciones palidecen en comparación con las realizadas por
los comisionados de la Contratación, Juan Pérez de Idiazaiz y Pedro de
Magallón, en varias localidades de la costa cantábrica entre el 15 de junio y
el 2 de agosto de 1513. Adquirieron una amplia gama de productos, desde
herramientas como martillos y sierras, hasta armas blancas como lanzas y
espadas, utensilios de cocina, cadenas de hierro, grilletes, candados, pesos, y
una gran cantidad de clavos utilizados en carpintería naval. Esta compra, que
superó el medio millón de maravedís, representó una inyección significativa de
capital para muchas localidades vascas en un momento en que las ferrerías, un
motor importante de la economía regional, enfrentaban una crisis debido a la
disminución de las exportaciones de manufacturas metálicas al mercado inglés.
Fin
Compilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez
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