La Guerra de Quito: Pedro Cieza de León
BIBLIOTECA HISPANO-ULTRAMARINA
TERCERO
LIBRO
DE LAS
Guerras
civiles del Perú,
EL
CUAL SE LLAMA
LA
GUERRA
DE QUITO,
HECHO
POR
PEDRO
DE CIEZA DE LEÓN,
Coronista
de las cosas de las Indias,
Y
PUBLICADO POR
MARCOS
JIMÉNEZ DE LA ESPADA.
TOMO I
MADRID
IMPRENTA
DE M. G. HERNÁNDEZ San Miguel, 23, bajo
1877
Compilado
y mejorado por Lorenzo Basurto Rodríguez
2 de
mayo 2024
Prólogo
I.
La
primera edición de "La Guerra de Quito" no es meramente una modesta
contribución a la literatura castellana, sino también una reparación de una
gran injusticia y una evidencia irrefutable de que las crónicas de Indias, en
particular las más autorizadas y extendidas, requieren de una crítica severa
para cuestionar la excesiva confianza con la que son aceptadas y seguidas.
Confieso
mi error: cautivado por aquel relato vigoroso y sencillo, tan claro y expresivo
en su mensaje, rara vez afectado por retóricas o formalidades lingüísticas;
reflejo del habla espontánea y vívida, y testimonio de la enérgica acción de
quienes, al conquistar y ennoblecer un mundo, ofrecían el mejor argumento a
nuestra historia. Lo consideraba un eco no solo de la veracidad de los eventos
relatados, sino también de la sinceridad de aquellos que, por vocación o deber,
estaban encargados de registrarlos fielmente en libros destinados a preservar,
como un sagrado depósito, la vida y el alma completa de los pueblos: sus
virtudes y vicios, sus alegrías y penas, sus realidades y sueños, sus
esplendores y miserias. Con el tiempo, tales registros, por su pura humanidad,
a menudo adquieren un carácter divino. Sin embargo, hoy mi percepción de
aquellos autores y sus obras ha cambiado: los hechos me persuaden de que
algunos de ellos no actuaron con la escrupulosa honestidad que parece haber sido
el norte y la divisa de los historiadores castellanos en todas las épocas.
"La
Historia del Perú" de Agustín de Zárate, según Prescott, ocupa un lugar
destacado entre las autoridades más respetables para la historia de esa época;
y el erudito don Enrique de Vedia afirma sin vacilar que, después de ser uno de
los monumentos históricos más sobresalientes (quizás el primero) en nuestra
lengua, es una autoridad sumamente respetable en lo que respecta a los eventos
que trata. De hecho, cualquier lector, incluso el menos instruido, llegará a
esta conclusión, especialmente si presta atención a la hábil dedicatoria al
príncipe don Felipe, donde el autor explica cómo y cuándo escribió la obra,
resaltando con maestría el valor que se le debe atribuir. Sin embargo, Zárate
no es el único responsable de su creación. Al final de la
"Declaración" que sigue a la dedicatoria, él mismo admite que
"La principal relación de su libro, en cuanto al descubrimiento de la
tierra, se tomó de Rodrigo Lozano, vecino de Trujillo, que es en el Perú, y de
otros que lo vieron;" aunque no menciona que los libros 5.º, 6.º y 7.º
están basados en otra fuente que no es la suya, y que siguió —por razones que
desconozco— incluso en eventos que él mismo presenció, a pesar de los errores
que contiene, algunos de los cuales parecerían imposibles para alguien de su
talento y perspicacia. La "respetable autoridad" que su historia
posee, al haber sido testigo de los sucesos que relata, se ve considerablemente
afectada al descubrir cuánto tiempo pudo haber residido en el Perú. Los datos
son claros: Zárate llegó a ese reino entre enero y marzo de 1544 con el virrey
Blasco Núñez Vela, y partió a principios de junio de 1545; por lo tanto, solo
presenció los eventos descritos en el libro 5.º hasta el capítulo XXI o XXII
inclusive. Esto explica por qué don Antonio de Alsedo lo califica con razón de
historiador de gran mérito, pero de poca exactitud, aunque no proporciona las
pruebas que yo ofrezco.
Por
otro lado, Diego Fernández de Palencia escribe con originalidad, elegancia y
abundancia de detalles interesantes la segunda parte de su "Historia del
Perú", pero la primera parte, redactada después de la segunda, es una
copia palabra por palabra —con las correcciones necesarias en el tiempo y la
persona de los verbos y alterando los períodos— de otra historia o relato
histórico que compuso, o al menos ordenó, el licenciado Pedro de la Gasca,
utilizando las comunicaciones y cartas oficiales que él mismo había enviado
desde América durante su gobierno y expedición contra Gonzalo Pizarro,
dirigidas al Emperador, los Príncipes y el Consejo de las Indias.
Entre
los documentos que este político y clérigo intachable dejó al colegio de San
Bartolomé de Cuenca, se encuentra un fragmento de la mencionada relación, que
he cotejado minuciosamente con el texto de Fernández; y no hay duda, el plagio
es evidente y tan descarado que incluso se puede identificar hasta la primera
palabra del manuscrito de Pedro de la Gasca en el último, con toda precisión en
el libro 2.º, capítulo 47.º, página 100 vuelta, columna 2.ª, línea 34:
"procuraríamos".
¿Es
posible citar sin reservas un lugar o una frase de Zárate o Fernández a partir
de hoy? ¿Quienquiera que falte a su conciencia, no estará más dispuesto a
faltar a la verdad, ya sea por capricho, presionado por altos respetos, o por
amistad, gratitud, ambición o salario?
Ninguno
de los historiadores de Indias ha llegado tan lejos como Antonio de Herrera en
cuanto a apropiarse del trabajo ajeno. Al menos el Contador y el Palentino
tienen la excusa de haber utilizado, el primero, un documento anónimo, quizás
relegado a los archivos cuando lo consultó; el segundo, un escrito que resultó
ser simplemente una memoria de los notables logros de su autor, ampliamente
conocidos y elogiados en su época. Pero el Cronista de Castilla y mayor de las
Indias, además de haber incurrido en otras acciones similares, se atrevió a
enterrar en sus Décadas una crónica entera y ejemplar, así como el nombre de un
soldado valiente y honorable, los esfuerzos y desvelos de un hombre íntegro y
de elevada inteligencia, y una reputación como historiador más grande y bien
ganada que la suya. Una reputación que comenzó con un libro posiblemente sin
igual e inimitable, una especie de itinerario geográfico o, mejor dicho, una
pintura animada y precisa de la tierra y el cielo, las razas, costumbres,
monumentos y vestimentas del extenso imperio incaico y las regiones
circundantes al norte, así como de las poblaciones recién fundadas por los
españoles. Este relato, precedido por los anales de los reyes cuzqueños,
concluía la obra según un plan que por sí solo demuestra el espíritu, el valor
y el talento de quien lo esbozó siendo aún joven.
La
pintoresca descripción geográfica se publicó con el título "La primera
parte de la Crónica del Perú", en Sevilla, en el año 1553; el resto es lo
usurpado con tanta habilidad o suerte, que hasta principios del presente siglo
algunos bibliófilos desconocían la existencia real del libro que ahora se
publica por primera vez en esta Biblioteca.
Y
realmente no logro entender por qué la pluma, aunque vigorosa, del Tito Livio
español, no titubeó al suprimir, para hacer propias las páginas del cronista
soldado, ciertas frases que deberían haberlo motivado a actuar con mayor
nobleza, o al menos con caridad cristiana. "No creí, cuando comencé a
escribir las cosas sucedidas en Perú, que fuera un proceso tan largo, porque
ciertamente yo evitaba mi trabajo tan excesivo; porque reconociendo mi humildad
y sencillez, como en otras ocasiones he afirmado, no ignoro que mi tosca pluma
no era digna de escribir sobre asuntos tan importantes... A Dios con toda
humildad suplico que favorezca este mi deseo, ya que no me movió otra cosa que
servir a mi Rey y satisfacer a los curiosos y dar noticias a mi patria sobre
las cosas de aquí, para pasar tantos trabajos, caminar caminos tan largos como
he recorrido". — "Y verdaderamente estoy tan cansado y fatigado del
trabajo continuo y las vigilias que he tomado, para dar fin a tan gran obra,
que estaría más inclinado a buscar un poco de descanso y gastar mi tiempo en
leer lo que otros han escrito que en seguir con algo tan grande y laborioso.
Dios es quien me da fuerzas para continuar y proseguir estas Guerras Civiles
hasta que el presidente Pedro de la Gasca, en nombre del Rey, funde la
Audiencia en la ciudad de Los Reyes". — "Y hago a Dios testigo de mi
esfuerzo en esto; y, ciertamente, muchas veces he considerado dejar esta
escritura, porque casi ha acabado con toda mi energía trabajar tanto en ella y
ser objeto de no pocas críticas; pero como en esta tierra las muestras de
virtud son menospreciadas, y no pretendo más que informar a Su Majestad sobre
los acontecimientos en estos reinos, y que mi práctica sea vista y entendida
por todas las demás naciones bajo el cielo, continuaré adelante, poniendo
siempre mi honor en manos del lector". — "Y ciertamente, si no
hubiera publicado a muchos de mis amigos íntimos, que, con la ayuda divina, mi
débil ingenio con mi tosca pluma daría a conocer los eventos ultramarinos aquí
en España, o habría terminado lo que he escrito o habría pasado por muchas
materias sin escribirlas. Las persuasiones de estos a quienes me refiero son
una gran parte de por qué consumo mi vida en poco tiempo, para que no mueran
los notables hechos de estos reinos".
Pero
ante estas sinceras quejas, expresadas en momentos de amargura y fatiga por un
corazón sincero y bondadoso, Herrera responde de la siguiente manera:
"Este Pedro de Cieza es el que escribió la historia de las provincias del
Quito y Popayán, con mucha puntualidad, aunque (contra lo que se debe esperar
de los Príncipes), tuvo la poca suerte que otros en el premio de sus
trabajos." ¿Y por qué no enmendaba en lo posible la soberana ingratitud,
reconociendo que una parte considerable del salario y las mercedes que aceptaba
como cronista de aquellos príncipes era el premio que Cieza no recibió?
Herrera
poseía un talento de primer orden, un criterio sereno y perspicaz; comprendía
bastante bien la naturaleza humana, así como la nuestra en particular, y el
espíritu y el impulso que nos llevó a abandonar la vieja y empobrecida patria
por una nueva y próspera más allá de los mares. Su estilo solemne, contenido y
lleno de fuerza permeaba los escritos de diferentes géneros y variados estilos
que utilizaba para componer sus Décadas, y de sus manos pasaban más a menudo al
discurso de la historia como las piezas ensambladas de un hermoso mosaico, o
los eslabones perfectos de una cadena sólidamente trabajada. Muchos perdían su
sabor ingenuo y fresco; la forma de casi todos ellos ganaba en elegancia y
clasicismo. Si el trabajo de Cieza solo hubiera sufrido las correcciones del
maestro para adquirir una dicción más pura y propia, depurado de errores
evidentes, liberado de sentencias tediosas y digresiones inoportunas;
reorganizado del desorden y la falta de método con los que a menudo se
presentan los hechos por parte de quien los observa, pero, sobre todo, se
preocupa por relatarlos fielmente, habría literatos dispuestos a perdonarle esa
expropiación. Sin embargo, no todas las modificaciones que introdujo en la
crónica usurpada fueron mejoras: muchas afectaron a las ideas, a los hechos
fundamentales, y, por ende, corrompieron la pureza histórica, tal como la
comprendía y expresaba el primero que observó y estudió los sucesos consignados
en ella, en el mismo lugar donde ocurrieron y comunicándose con los mismos
hombres que los llevaron a cabo. Herrera interpretó de manera diferente la
intención o el sentido de varios pasajes y reflexiones; distorsionó ciertos
personajes, agregándoles o quitándoles mérito, ya sea en términos de calidad o
demérito, como Cieza consideraba que deberían ser valorados; suprimió todo lo
que pudiera desprestigiar a la autoridad real, y, en resumen, convirtió una
historia vibrante y honesta del aventurero laborioso, nacida en medio del suelo
peruano tumultuoso, en una crónica cortesana y discreta, alejada de las
narraciones francas y vibrantes de Cieza, forjadas en el calor de la tierra
peruana, en medio de las tormentas y las luchas, el choque de ambiciones salvajes
y desenfrenadas, y bajo la constante amenaza de peligros mortales.
No
dudo que en algunos casos le asistieran poderosas razones para actuar de esa
manera: Cieza no era infalible; él, como Cronista de Castilla y mayor de las
Indias, tenía acceso a una gran cantidad de documentos, entre los cuales no
sería extraño que hubiera algunos que contradecían los testimonios de Cieza y
estaban en desacuerdo con sus juicios, quizás apasionados como los de un joven
implicado en muchas de las cosas que escribía. Sin embargo, es importante
señalar que el eminente historiador y servidor de Felipe II profesaba, o no
podía dejar de profesar, una máxima de importancia incalculable en los asuntos
de su cargo, la cual nunca se apartó de su mente y estaba muy presente precisamente
al componer aquellas partes de sus Décadas que pertenecían a nuestro valiente
soldado.
En
respuesta a una carta que le envió el arzobispo de Granada, don Pedro de Castro
y Quiñones, tras haber leído el manuscrito de sus Claros varones de España, uno
de los cuales era Cristóbal Vaca de Castro, padre del arzobispo, y gobernador
del Perú de memoria controvertida, Herrera escribió:
"Ilustrísimo
y Reverendísimo Señor: Con la gracia que Vuestra Señoría Ilustrísima me ha
hecho con su carta, he recibido mucho honor y alegría, al ver la disposición y
el gusto de Vuestra Señoría Ilustrísima de obedecerla y complacerla; y si tuve
cierta prisa en este asunto con don Juan de Torres, fue hasta que falleció don
Baltasar de Zúñiga, quien solicitaba que se publicara esta obra de los Claros
varones de España, a semejanza de las Varias de Casiodoro: ahora, visto el
interés de Vuestra Señoría Ilustrísima, me apresuraré.”
"El
primer punto que trata sobre la naturaleza del señor Cristóbal Vaca de Castro
se ajustará adecuadamente, teniendo en cuenta que no contradiga lo que ya está
publicado. El segundo, que aborda la sentencia contra los rebeldes y lo
relacionado con la batalla de Chupas, la consulta del Consejo sobre los
alimentos y la gracia concedida a un hijo en las Indias, no presenta
dificultad. El tercero, sobre la exaltación del Monte Santo, no mencioné nada
al respecto en elogio a Vuestra Señoría Ilustrísima, ya que consideré que en
ese lugar se podía decir poco; pero, dado lo que Vuestra Señoría Ilustrísima
ordena, he pensado en agregar un breve discurso al final de toda la obra, como
verá Vuestra Señoría Ilustrísima en el principio que aquí se presenta; y si
esto le parece adecuado, estaré encantado de que me envíe los documentos o me
informe sobre lo que considere más conveniente, para que pueda llevarlo a cabo
siguiendo la sugerencia de Cicerón que Vuestra Señoría Ilustrísima señala en su
carta."
"No
quiero dejar de mencionar que he descubierto que el Consejo consultó en varias
ocasiones al Emperador sobre la inocencia del señor Vaca de Castro, y después
de ocho años le envió una consulta muy urgente a Flandes, la cual Su Majestad
Imperial tuvo guardada durante cinco o seis años en un escritorio antes de
resolverla; tan obstinado estaba en creer las malas informaciones sobre la
imprudencia de Blasco Núñez Vela. Este punto se omitió en la historia para
mantener la oportunidad en la narrativa. Se menciona en ella que Vaca de Castro
salió de esta situación con gran reputación, así como el litigio que tuvo por
cuestiones de precedencia y otros asuntos muy particulares; tampoco se omiten
los doscientos ducados que se ordenaron entregar cada año a mi señora doña
María de Quiñones, madre de Vuestra Señoría Ilustrísima, durante la ausencia
del señor Cristóbal Vaca de Castro. Todo esto fue comunicado con don Juan de
Idiáquez, quien me comentó haber conocido al señor Vaca de Castro en el
Consejo, ya que, aunque este gran ministro estaba muy ocupado, siempre
encontraba algún momento para deleitarse con la historia, al igual que don
Baltasar de Zúñiga, su gran seguidor.
Vuestra
Señoría Ilustrísima puede mandarme en todo lo que considere conveniente. Le
ruego que me tenga en su gracia. Que Nuestro Señor guarde a Vuestra Señoría
Ilustrísima con la vida y la felicidad que yo deseo. Desde Madrid, 30 de enero
de 1623. — Antonio de Herrera."
A
lo que el arzobispo respondió:
"He
visto la relación y elogio que vuestra merced ha hecho sobre los
acontecimientos ocurridos en el Perú relacionados con Vaca de Castro, mi señor.
Está muy bien preparado y observado, como corresponde a alguien tan hábil y
experimentado en la historia. Me ha alegrado mucho verlo; aprecio, como es justo,
el trabajo y cuidado de vuestra merced. No lo había visto hasta ahora por la
ausencia de mi secretario; he sido privado de ello.
Vuestra
merced menciona en su carta que por diseño omite algunas cosas: que después de
ocho años de prisión, el Consejo de Indias consultó al Emperador sobre la
manifiesta injusticia y agravio que se estaba cometiendo contra Vaca de Castro,
mi señor; y el Emperador guardó la consulta en un escritorio durante cuatro o
cinco años, hasta que, acosado por la conciencia, la resolvió. ¡Es una
circunstancia grave! Pero vuestra merced señala que, aunque la historia debe
ser veraz, también debe ser oportuna.
También
podría haber otras cosas esenciales que tratar en la historia, las cuales
vuestra merced omite para no alargar demasiado el discurso. Me pareció indicar
una que, si a vuestra merced le parece adecuado, puede incluir en su lugar. Se
desprende de las relaciones y del proceso..."
Conforme
a esa máxima, no hay mejor momento que el presente, en el que se publica un
libro del desdichado Cieza, para restaurar completamente su reputación y fama,
revelando el secreto detrás de la Historia general de los hechos de los
Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano. Esta obra ha sido
admirada en España, traducida a todos los idiomas europeos y considerada en
todas partes como "la fuente de la verdad" sobre esos
acontecimientos, como lo expresó don Antonio de Solís, quien reconoció la
inmensa dificultad (que no intentó superar) de continuarla. ¡Y con razón! Una
vez agotado el rico y fácil manantial de Cieza de León y otros no menos
valiosos, ciertamente era difícil mantener su ritmo de sucesos abundantes tal
como salió de las manos de Herrera, a menos que uno buscase cada uno de ellos
en las informaciones, memoriales, relaciones y cartas que fluían al Consejo de
Indias, al de Estado y a la Cámara Real; un trabajo, como Solís lo describió,
que consumía oscuramente el tiempo y el esfuerzo sin hacerse visible ante el
mundo.
No
exagero al afirmar esto. Herrera dejó sus Décadas en el año 1554; para
completar los tres o cuatro últimos años de lo relacionado con el reino peruano
y algunos países vecinos, recurrió a las extensas relaciones históricas o la
historia del licenciado Pedro de la Gasca y a la segunda parte del libro del
Palentino; los demás años, desde 1524, se llenaron abundantemente con el
trabajo inédito de Cieza. Porque el honesto aventurero, a costa de su salud y
quizás de su vida, cumplió lo prometido en el prospecto de su obra; y el Sr.
Prescott se equivocó mucho —y olvidó lo que Cieza aseguró varias veces— al
suponer que este "había muerto sin realizar parte alguna del magnífico
plan que con tanta confianza se trazara". Su crónica está completada, el
magnífico plan realizado, y el reino que conquistó don Francisco Pizarro cuenta
con la historia mejor, más concienzuda y más completa que se ha escrito sobre
las regiones sudamericanas.
El
libro que se está publicando ahora es el tercero de los cinco que conforman la
cuarta parte, es decir, de Las guerras civiles. La segunda parte, que trata del
señorío de los incas, sus hechos y gobierno, ya se conoce desde hace tiempo con
el título de "Relación de la sucesión y gobierno de los incas, señores
naturales que fueron de las provincias del Perú y otras cosas tocantes a aquel
reino", aunque gracias a un simple y grave error del encargado de copiarla
en Londres, se atribuyó erróneamente al personaje a quien se dedicó. La tercera
parte, que se ocupa de la conquista de la Nueva Castilla, y los libros primero
y segundo de la cuarta, guerras de Salinas y Chupas, aunque no los he visto
personalmente, sé con certeza que existen y dónde encontrarlos. De los libros
cuarto y quinto de la cuarta parte, guerras de Huarina y Xaquixahuana, así como
de los dos Comentarios que concluyen la crónica, no tengo información; sin
embargo, entiendo que Cieza de León los consideraba completados, como lo indica
en su proemio.
Pero
incluso si no los hubiera concluido, con lo que logró, hizo más, mucho más, que
cualquier otro historiador del Perú. Concibió la Crónica con grandeza y fe en
sus propias habilidades, aunque al final el peso de su propósito lo abrumara y
afligiera. Le dio una forma inicial delineando sus partes y ordenándolas con un
método original, filosófico y claro; y la desarrolló con una amplitud tan minuciosa
y detallada que satisface todas las expectativas de este tipo de escritos, que
deben ser más que simples historias acabadas, sino fuentes abundantes y
diversas para el futuro. Si consideramos su ardua y vasta tarea, tanto en la
concepción como en la preparación, no encontraremos a nadie que lo supere entre
aquellos que trataron total o parcialmente el mismo tema. El Palentino es, en
mi opinión, el único que se le acerca e incluso lo iguala en la segunda parte
de su Historia. Xerez, el secretario de Francisco Pizarro, relata los
acontecimientos que presenció sin afectación y de manera llana, pero sin
adentrarse en su significado ni mostrar su alcance. Por su parte, Zárate, como
mencioné anteriormente, tiene sus limitaciones.
El
lenguaje y estilo poco refinado y desorganizado de la notable "Relación
del descubrimiento y conquista de los reyes del Perú y del gobierno y orden que
los naturales tenían, y tesoros que en ella se hallaron y de las demás cosas
que en él han sucedido hasta el día de la fecha [7 de Febrero de 1571]"
evidencian claramente el resentimiento y la animosidad de su autor, Pedro
Pizarro, hacia sus primeros patrocinadores y familiares, así como hacia
aquellos de quienes esperaba posteriormente la recompensa por su lealtad, que
él mismo se encargó de enfatizar para evitar sospechas.
La
parte más relevante y fascinante de su escrito se encuentra en la primera
sección, donde posiblemente relata con total sinceridad lo que presenció. Sin
embargo, al narrar los eventos ocurridos desde la muerte del marqués Pizarro
hasta la completa conquista del Perú, que abarca un volumen considerable de
páginas, a menudo muestra falta de memoria y omite la verdad cuando le
conviene. Específicamente, el Inca Garcilaso comentó más que historió.
Las
tradiciones de su patria y su linaje real adquieren un esplendor y una grandeza
impresionantes gracias a su estilo candoroso, entusiasta y persuasivo, lo cual
resulta difícil de creer en una tierra y entre unas personas que fueron
conquistadas y sometidas en tan poco tiempo por un puñado de españoles. Si
tomamos en serio sus relatos sobre la raza de Manco Cápac, difícilmente
encontraríamos paralelos igualmente gloriosos y prósperos en ninguna otra
cultura semítica o aria en épocas y condiciones similares.
En
lo que respecta a los hechos, especialmente a las personalidades destacadas en
el descubrimiento y conquista, las guerras civiles y la pacificación del Perú,
muestra un enfoque más sensato e imparcial. Sin embargo, ocasionalmente
evidencia el peligro de incorporar en la historia recuerdos personales,
memorias familiares y cuentos de veteranos, camaradas y amigos, junto con
observaciones serias y fundadas.
Los
personajes como los Pizarro, Cepedas, Carvajales, Centenos, Leones, Candías y
Alvarados de Garcilaso no son simples maniquíes que desempeñan roles públicos;
son seres de carne y hueso con alma y carácter. Participan activamente en la
vida cotidiana, no ocultan sus virtudes ni sus defectos, y sus acciones están
motivadas por la ambición, el amor, la codicia o la venganza. Son complejos,
cambiantes y humanos, lo que los hace tanto heroicos como falibles.
Los
historiadores generales de Indias se encuentran en una situación similar a los
cronistas mencionados anteriormente. El prolífico Gonzalo Fernández de Oviedo
simplemente se dedicó a recopilar una amplia variedad de fuentes: relaciones,
cartas, memorias, conversaciones públicas y privadas, rumores y cualquier otra
noticia que llegara a sus manos desde el continente americano, gracias a la
colaboración de sus amigos, conocidos o por su cargo otorgado por la Cesárea
Majestad de Carlos V.
En
este extenso esbozo, que apenas merece el título de crónica indiana, resulta
inútil buscar unidad histórica, proporción y armonía entre sus partes, ni siquiera
un orden cronológico coherente. Los mismos eventos se repiten varias veces y
son relatados de diferentes maneras. El autor, lejos de reconocer la
contradicción y la confusión que esto genera, con imprudente ligereza emite
juicios sobre la conducta de personajes sin conocerla completamente, o sobre
los resultados de eventos importantes que se desarrollan en circunstancias
inciertas, antes de llegar a su conclusión adecuada.
Oviedo
describe un capítulo de su obra (el XVII del libro XLVI) como "una pepitoria
de diversas partes o apetitos de este manjar, o como aquella conserva llamada
compota, que es una mezcla de diversos tipos de frutas (revueltos todos) en un
mismo recipiente". Lo mismo podría decirse de toda su obra. Sin embargo,
esto no disminuye el valor incalculable de los datos verídicos de suma
importancia recopilados en el momento oportuno, ni el estilo exuberante,
sabroso y puro de su lengua, manejado con una prosa robusta, poderosa y
apasionada. En sus escritos, la amenidad y el interés son abundantes gracias a
una imaginación viva y vigorosa, una memoria enriquecida por lecturas
frecuentes, viajes, campañas y servicios palaciegos, y una experiencia
adquirida a lo largo de años en ambos mundos, junto con chispas de ironía y
gracia, y destellos de ira e indignación, no siempre justificados, en el
corazón de un vasallo agradecido y leal, como lo era el alcaide de la Isla
Española.
Por
último, Francisco López de Gómara, el cronista más literario del Nuevo Mundo
antes de Solís, un escritor elegante, fluido y correcto, con juicios cáusticos,
intencionados y audaces, y aficionado a investigar novedades, carecía de la
autoridad suficiente para defender sus opiniones de las críticas de Gasca,
Bernal Díaz y el Inca Garcilaso, así como de los reproches y amenazas de los
conquistadores del Perú y Nueva España, ya que nunca estuvo en esos reinos ni
en ninguna otra parte de las Indias.
Pedro
Cieza de León, como un verdadero explorador, recorrió personalmente el
territorio que serviría de escenario para la historia que se proponía contar.
Desde el puerto de Panamá hasta la costa de Arica, y desde las selváticas y
montañosas regiones de Abibe hasta los desolados y ricos cerros de los Charcas,
trazó con precisión, como experto geógrafo, la diversidad de paisajes y climas.
Situó las colonias españolas y las comunidades indígenas, observó como
naturalista las especies animales y vegetales más notables y útiles, ya sean
salvajes o domesticadas, y describió meticulosamente, como etnógrafo o
anticuario, aspectos como la raza, gestos, vestimenta, armamento, alimentación,
costumbres, creencias, industria, artes, gobierno, tradiciones y monumentos de
los pueblos nativos.
Disfrutó
al pintar de manera panorámica la apariencia de la tierra y el cielo, desde la
majestuosidad de los picos nevados y los volcanes, hasta la grandeza y
abundancia de los ríos, la densidad y misterio de las enormes selvas, y la
desolada soledad de los páramos y altiplanos. No pasó por alto las complejas
relaciones sociales, políticas y religiosas entre conquistadores y
conquistados, resultado de la lucha aún en curso entre la reciente y poderosa
civilización castellana y la antigua y ya debilitada de los antiguos
gobernantes del Perú.
Comprendiendo
la importancia de comprender las instituciones y el poder de los soberanos que
unificaron un vasto imperio, no solo para clarificar los eventos de la
conquista y sus consecuencias, y agregar brillo y mérito a la empresa de
Francisco Pizarro y sus valientes compañeros, sino también por ser una materia
de suma relevancia e interés por sí misma, no se amilanó ante los numerosos
obstáculos que enfrentaba. Con la ayuda de los mejores intérpretes del idioma
quechua y guías del reino, consultó la memoria y los quipus de los ancianos
orejones, servidores, parientes o descendientes de los últimos incas Túpac Yupanqui
y Huayna Cápac. Antes que Juan de Betanzos, el padre Blas Valera, Polo de
Ondegardo, Santillán, Cabello Balboa y Garcilaso, logró extraer de un laberinto
de fábulas y tradiciones absurdas el origen, linaje, descendencia, política,
leyes y religión de los autócratas cusqueños, así como sus épicas y legendarias
gestas.
Nuestro
cronista ejerció verdaderamente sus excelentes habilidades como historiador
tanto en esta como en la primera parte de su obra. Sin embargo, es innegable
que en ambas partes sobresale especialmente por su agudeza en la observación e
investigación, su vivacidad y precisión en la descripción, y la facilidad con
la que su pluma se desplaza por dondequiera que desee. Pero donde estas cualidades
brillaron con toda su fuerza fue al adentrarse de lleno en el tema central de
su crónica: los hechos de los conquistadores, y en particular sus conflictos
internos. Se enfrentó a una tempestad de pasiones desatadas, atraídas por los
montes de plata y oro del rico suelo peruano, una multitud confusa y tumultuosa
de sucesos extraordinarios e inauditos, donde para juzgar y discernir entre lo
heroico y lo criminal, lo justo y lo injusto, lo contingente y lo necesario, lo
bueno y lo malo, se requería poseer una prudencia consumada, una imparcialidad
absoluta, una intención saludable, un juicio agudo y sereno, y una
determinación firme.
Pero
el joven advertido y valiente contaba con todas esas cualidades para salir,
como lo hizo, gallardamente de la parte más difícil de su historia. Además, era
sumamente diligente: cuando deseaba investigar un evento que no había
presenciado, aclarar lo incierto o ampliar lo conocido con información más
detallada, acudía, en lo posible, a testigos presenciales, y en su defecto, a
personas de reconocida imparcialidad y reputación. Consultaba siempre la
opinión pública y procuraba obtener de compañeros, líderes, autoridades,
cabildos y notarios todo tipo de documentos y registros, los cuales examinaba y
depuraba minuciosamente antes de utilizarlos como testimonio en su escrito. Es
cierto que pocos historiadores se encontraron en condiciones tan favorables
como las suyas, no solo para realizar personalmente esas diligencias
preliminares y establecer así una base sólida para su obra, sino también para
recopilar los primeros materiales. Participó en muchos episodios de la
conquista y las guerras del Perú y del Nuevo Reino, ya sea como explorador o
colonizador, ya como soldado de fortuna. Conoció a la mayoría de los famosos
capitanes, letrados y eclesiásticos que participaron en esos eventos; fue amigo
de unos y enemigo de otros, luchó junto a ellos o contra ellos, compartió sus
penurias, disfrutó de sus botines, los vio vivir y morir, y pudo valorar su
valía y juzgar con acierto sus acciones.
Cieza
de León llevaba su compromiso como historiador con una honestidad casi
exagerada. Siempre hacía hincapié en distinguir entre lo que había presenciado
personalmente y lo que había recopilado de fuentes externas, ya fueran relatos
de terceros o rumores populares. Cada detalle que incluía en sus escritos venía
respaldado por los nombres de quienes le habían proporcionado la información, e
incluso señalaba los documentos que consultaba, proporcionando así al lector
una ruta segura a través de su narrativa.
Su
modestia como escritor era evidente: no aspiraba a más que a un estilo claro y
preciso, adornado ocasionalmente con ejemplos tomados de los historiadores
clásicos, así como de los Libros Sagrados y los Santos Padres, cuyas obras frecuentaba.
Cieza
de León abrazó su misión de educar a su patria sobre las acciones de sus
compatriotas en tierras americanas con un fervor casi religioso, sacrificando
no solo su descanso físico y mental, sino también sus vínculos más cercanos. A
menudo, el historiador eclipsaba al hombre en él. Incluso cuando presenció las
tragedias que llevaron a la muerte de su gran amigo, el mariscal Jorge Robledo,
encontró espacio para criticar las imprudencias del fundador de Antioquía y
para compadecer al adelantado Belalcázar, su asesino.
Aunque
era un devoto católico de su época, con las supersticiones asociadas, Cieza de
León no dejaba de cuestionar las acciones de la Iglesia cuando era necesario.
Reconocía el peligro de otorgar a los clérigos un poder sin restricciones,
advirtiendo sobre la tendencia de algunos a comportarse como dioses, sin que
obispos, priores o custodios los detuvieran. Su deber como historiador y su
integridad personal primaban sobre cualquier posible incomodidad que estas
críticas pudieran causarle.
Sin
embargo, había dos aspectos que Cieza de León no estaba dispuesto o no podía
moderar con discreción y sensatez: su lealtad al Rey y su aversión hacia
aquellos que, ya fuera con cautela o con descaro, desobedecían las órdenes y
leyes soberanas. No pretendo profundizar en el examen detallado de estos
sentimientos, que a menudo influían de manera exagerada en su narrativa de los
eventos cruciales de la guerra de Quito; aunque considero que, aunque
exagerados, eran sinceros. Provenían de una época en la que la lealtad al Rey
representaba lo que hoy entendemos como honor, y la rebelión contra su
voluntad, que entonces se consideraba augusta y sagrada, se percibía como
traición a la patria, cuyo símbolo era la corona. Además, es importante
recordar que la guerra de Quito fue la primera y más significativa de las
tentativas de independencia emprendidas por los españoles americanos.
Sin
embargo, me duele profundamente ver a un hombre de tan noble carácter y
simpatía como nuestro cronista, dejándose llevar por su pasión al lanzar
improperios contra Gonzalo Pizarro y sus seguidores hasta el final de su triste
odisea, deleitándose con la idea de su muerte y justificando, e incluso
aplaudiendo, los crímenes más atroces y repugnantes de los realistas si eran
cometidos contra los amigos y seguidores de aquel valiente, aunque obstinado
líder. Por ejemplo, al hablar de Alonso de Toro, teniente de Gonzalo Pizarro en
el Cusco, describe cómo fue aborrecido y conjurado para su muerte por tratar
ásperamente a aquellos que mostraban inclinación hacia el servicio del Rey, y
cómo fue asesinado por un grupo de vizcaínos liderados por un clérigo llamado
Domingo Ruiz. La descripción del ataque, con una ferocidad tan intensa, lleva a
pensar que Cieza de León disfrutaba de la violencia. Al relatar cómo Diego
Centeno, leal a la causa del Rey, pero ambicioso y codicioso, llevó a cabo el
asesinato, casi fratricida, de Francisco de Almendras en los Charcas, Cieza
incluso sugiere que parecía que Dios estaba guiando el asunto. En defensa de la
traición de Centeno, escribe que, gobernando Almendras en nombre de un tirano,
era ridículo esperar que Centeno priorizara su amistad sobre el servicio real, ya
que, en tales asuntos, nadie debe tener lealtad excepto a Dios.
Sin
duda, un defecto grave en quien se ocupa de temas históricos es un fervor tan
sospechoso como el que inspira las frases anteriores. Aunque pueda ser sincero
y bien intencionado, como me parece en el caso de Iní, este fervor no deja de
oscurecer la verdad. Sin embargo, si intento ser imparcial, creo que nuestro
historiador logra atenuar este fervor en la medida de lo posible. No convierte
su pasión exagerada en el motor secreto de la historia, como han hecho otros
con motivaciones más o menos honestas, ni utiliza esa pasión para distorsionar
los eventos y las acciones de los personajes involucrados. Sus arrebatos de
entusiasmo y las manifestaciones de su enojo leal se reservan para los juicios
y comentarios que suscitan eventos cruciales y acciones destacadas, o se
limitan al estilo, que a veces adquiere una cierta vehemencia inocente muy
acorde con la juventud del cronista. Basta observar el notable contraste entre
los hechos y las acciones relatadas y la forma en que los juzga desde su amor
al Rey y su odio hacia los rebeldes.
Este
tipo de inconsistencia, tan común en aquellos que, al escribir, se dejan llevar
por la pasión sin arte, pero con sinceridad, es tan marcada en nuestro historiador
que, en mi opinión, constituye una de sus genialidades más características. Un
ejemplo ilustrativo es su actitud hacia los indígenas americanos. En numerosos
pasajes de la Crónica de Cieza, especialmente en la segunda parte donde trata
del antiguo poder de los incas, se observa un profundo amor por los nativos y
un sentimiento de compasión por la triste suerte que les deparó la Conquista.
Esta actitud le ha valido el elogio entusiasta del eminente Prescott, quien
destacó su justicia hacia el mérito y la capacidad de las razas conquistadas,
así como su indignación ante las atrocidades cometidas por los españoles y la
influencia desmoralizadora de la Conquista. Cieza no era un fanático, ya que su
corazón estaba lleno de benevolencia hacia los indígenas. En su lenguaje, si
bien no se percibe la ferviente pasión del misionero, se encuentra un generoso
espíritu de filantropía que abraza tanto al conquistador como al conquistado,
considerándolos como hermanos. Sin embargo, contrastemos esta actitud con su opinión
sobre una tribu de nativos de Popayán, a quienes conoció más de cerca que a los
antiguos peruanos.
“Los
indígenas pozos, conocedores de las contiendas de sus vecinos, aguardaban en
ciertas partes y capturaron aquel día a más de cincuenta personas. Al igual que
en la Pascua de Resurrección los carniceros con sus afilados cuchillos
degüellan a las indefensas ovejas, estos indios, ansiosos por devorar a sus
parientes cercanos que hablaban su misma lengua, los descuartizaban con
cuchillos de pedernal. Observé innumerables veces con mis propios ojos que, tan
pronto eran apresados por sus enemigos, sin decir palabra se agachaban hasta
que un fuerte golpe en la cabeza con un bastón los aturdía; y aunque no
muriesen ni les cortaran la cabeza, no hablaban ni pedían clemencia,
evidenciando la gran crueldad de aquellas naciones.
Luego
hacían trozos aquellos cuerpos humanos, y hasta las inmundicias las cocían en
grandes ollas, devorándolas antes de que estuviesen bien cocidas. Bebían la
sangre, comiendo crudos los corazones y las vísceras. Enviaban las cabezas a
sus provincias como señal de triunfo. Estas perniciosas costumbres tenían
aquellos hombres diabólicos. ¡Dios nos libre de su furor indio! Pues en todas
las naciones del mundo se usó alguna clemencia y bondad, mientras que entre
ellos solo había maldades y venganzas, diezmando su población al comerse unos a
otros”.
Conviene
saber que esta especie de fieras eran aliados de Sebastián de Belalcázar, a
cuyas órdenes Cieza combatía, en la guerra contra la valerosa e indomable
nación de los picaras, quienes "tenían a gran dicha ser víctimas de las
atrocidades de los pozos, pues era por la libertad de su patria". A pesar
de ello, también dice de ellos: "El adelantado les había enviado muchos
emisarios instándoles a que se aliaran con los españoles y reconocieran como
señor al invicto césar, nuestro Emperador. Pero como ya estaban decididos a
proseguir la guerra, para entretener a los cristianos respondían con evasivas
generales de que convocarían a los señores de la provincia para tratarlo. Mas
el adelantado, comprendiendo sus intenciones, ordenó continuar la guerra. Esta
se libró estableciendo el real en las tierras del señor Sanguitama, donde se
congregaron muchos indios naturales de toda la provincia que, por la noche, se
apostaban en una colina sobre el real, haciendo gran estruendo, encendiendo
antorchas y llamándonos mujeres, diciéndonos que fuésemos para que abusaran de
nosotros, y otras palabras de gran vituperio.
Y
como los españoles tengan por costumbre obrar con las manos y callar con sus
bocas, en la segunda vigilia de la noche, nos concertamos cuarenta mancebos.
Tomando nuestras rodelas y espadas, y con licencia del adelantado, fuimos a
ganar la altura, dejando dicho que, al clarear el nuevo día, algunos de a
caballo fueran a cubrirnos las espaldas. Dispuestos de esta manera, caminamos
cuesta arriba hacia la colina donde los indígenas hacían ruido.
Como
aquellos cobardes temían sobremanera los golpes de las espadas que con fuertes
brazos los españoles descargaban sobre sus desnudos cuerpos y a los colmillos
de los perros, tenían sus vigías y centinelas no muy lejos del real de los
cristianos. Al sentirnos subir por la cuesta, dieron la alarma con grandes
voces. Aunque la fuerza y poder de los bárbaros estaba en la cumbre del
collado, al oír las voces y entender que sus crueles enemigos estábamos tan
cerca, huyeron a pesar de ser más de tres mil frente a nuestros cuarenta
hombres”.
II
Hubiera
deseado que tras estas reflexiones sobre el carácter y la valía de Cieza como
historiador, pudiera proporcionar una amplia gama de detalles sobre su vida y
personalidad. Lamentablemente, el primer cronista del Perú, y posiblemente de
las Indias, comparte la misma situación que la mayoría de las figuras
literarias destacadas del siglo XVI: se le conoce únicamente a través de sus
escritos, y lo que sabemos de él se limita a lo que él mismo quiso comunicarnos
o mencionó incidentalmente en sus obras. Por tanto, a pesar de mis esfuerzos
por iluminar con numerosos documentos la época de su vida en América, este
breve bosquejo biográfico se basará principalmente en lo que ya está impreso en
la Crónica del Perú, junto con algunas adiciones de la segunda y tercera parte
del cuarto libro, así como algunos datos adicionales que he podido recopilar
por mi cuenta. También se incluirán algunas correcciones indispensables a las
obras de don Nicolás Antonio, Fermín Arana de Valflora, Fernando Díaz de
Valderrama, Prescott, Vedia y Markham.
La
primera corrección, o más adecuadamente, la reparación de un olvido
incomprehensible, se refiere a la patria de Cieza. Nicolás Antonio nos dice que
era "Sevilla por naturaleza, o simplemente por vecindad o
residencia". Arana de Valflora y Vedia, quienes siguen al famoso
bibliógrafo, repiten esta información en términos similares. Curiosamente,
Markham, sin una razón clara —a menos que sea una interpretación libre de la
duda de Nicolás Antonio—, declara en la portada de su elegante y cuidada
edición: "Pedro de Cieza de León, natural de Sevilla". Sin embargo,
Herrera, o más precisamente Cieza mismo, menciona en dos ocasiones su verdadera
patria, que es Llerena. Por lo tanto, la próspera y generosa Extremadura no
solo ha dado a luz a los conquistadores del Perú, sino también al autor que
supo narrar las heroicas hazañas que allí ocurrieron.
La
determinación del año de nacimiento de Cieza y su partida de España hacia las
Indias no pueden realizarse con la misma seguridad que afirma don Enrique de
Vedia. Aunque al final de la primera parte de su obra, Cieza declara que la
terminó "originalmente en Lima a 8 de Setiembre de 1550, siendo de edad de
32 años, habiendo gastado los 17 de ellos en aquellas Indias", también
afirma en el "Proemio al lector" que salió de España a una edad tan
temprana que casi no había cumplido 13 años completos, y que pasó más de 17
años en las Indias del Mar Océano. Esto no concuerda con la primera afirmación,
ya que, si tenía 32 años en 1550, tendría que haber tenido 15 años completos al
partir hacia las Indias, no 13 escasos como se indica. Por lo tanto, habría
nacido en 1518 y llegado a las Indias en 1533, no en 1519 y 1531
respectivamente, como afirma don Enrique de Vedia.
Además,
en el capítulo XCIV de la primera parte de su obra, Cieza menciona: "Estas
cosas [refiriéndose a la riqueza de los antiguos templos peruanos] no dejo yo
de pensar que son así, cuando me acuerdo de las piezas tan ricas que se vieron
en Sevilla, llevadas de Cajamarca, a donde se juntó el tesoro que Atahualpa
prometió a los españoles, sacado lo más del Cusco". Dado que estas piezas
fueron vistas en Sevilla a principios de enero de 1534, sería improbable que
Cieza las recordara si hubiera partido a las Indias en 1531, como afirma
Markham, en 1532 en la flotilla de don Pedro de Heredia, o en 1533, como se
deduce de los datos consignados por Cieza al final de la primera parte de su
obra. Esta contradicción en sus palabras sugiere que se debe dar preferencia al
último de los tres asertos mencionados: el año de su llegada al Nuevo Mundo.
Esta elección se basa en un caso concreto del cual no hay duda, a diferencia de
las edades y fechas que son más susceptibles de ser olvidadas, como se observa
en muchos historiadores del siglo XVI, incluido Cieza mismo. Además, ninguno de
los lances o aventuras personales que Cieza recuerda en su crónica se refiere a
tiempos anteriores a 1535, lo que respalda esta elección como la más fiable.
Aceptando
únicamente la referencia al tesoro de Cajamarca, es cierto que se vuelve
imposible determinar el año exacto del nacimiento de Cieza. Sin embargo,
basándonos en este indicio, podemos afirmar que probablemente llegó al Nuevo
Mundo entre enero de 1534 y 1535.
Es
altamente probable que Cieza se embarcara en Sanlúcar de Barrameda, el puerto
desde donde partían todas las expediciones hacia las Indias organizadas en
Sevilla. Su primera llegada al continente americano probablemente fue a Nueva
Lombardía o Cartagena de Tierra Firme, ya que menciona los primeros incidentes
de su vida de aventurero en esa región. Si aceptamos esta deducción y
consideramos su estancia en el Cenú alrededor del año 1535, cuando el
descubrimiento de las ricas sepulturas estaba en su apogeo, podríamos suponer
que Cieza partió de Sevilla hacia Cartagena en las naos de Rodrigo Durán, que
llegaban a ese puerto a fines de octubre o principios de noviembre de 1534.
En
esa época, Pedro de Heredia gobernaba Nueva Lombardía y había solicitado al
Emperador refuerzos para poblar la región, ya que había conquistado gran parte
del territorio con menos de cien hombres y cuarenta caballos. Heredia
estableció definitivamente la capital de la gobernación en Calamar (hoy
Cartagena) el primero de junio de 1533. Cuando Juan Velázquez y Rodrigo Durán
se trasladaron de Sevilla a Cartagena, con los cargos de veedor y contador respectivamente,
se les otorgó permiso para reclutar gente en apoyo a Heredia.
En
dicha ciudad, Velázquez alistó a doscientos cincuenta hombres y se embarcó con
ellos en dos galeones. Partieron de Sanlúcar entre junio y agosto de 1534, y el
29 de septiembre llegaron a Santo Domingo de La Española. Desde allí, Velázquez
escribió al Emperador el 18 de octubre, informándole sobre su llegada junto con
Durán a la isla, con ciento cincuenta expedicionarios en el galeón grande,
mientras que el pequeño con el resto se había separado de ellos en medio del
golfo y no habían tenido más noticias de él. Expresaron su urgencia por llegar
a Heredia y las grandes expectativas sobre Cartagena, que prometía ser otro
Perú. Finalmente, anunciaron que partirían hacia allá en cuatro o cinco días.
No se sabe si partieron de Santo Domingo el 24 o 25 de octubre, como habían
prometido, solo con los ciento cincuenta del galeón grande, o si esperaron para
reunirse con los otros cien que aún no habían llegado. Sin embargo, se registra
que el 15 de diciembre, reunidos en capítulo en Cartagena, el gobernador, el
alcalde Alonso de Cáceres, el tesorero Alonso de Saavedra, el contador Durán,
el escribano Juan de Peñalosa y Juan Ramírez de Robles, votaron a favor de
sacar el oro del arca de Su Majestad para pagar a la gente que el contador
había traído de España.
Mientras
Heredia escribía a Carlos V solicitando soldados y Durán los reclutaba en
Sevilla, ocurrió el descubrimiento de los famosos entierros del Cenú, uno de
los tesoros más ricos y extraordinarios que las Indias ofrecieron a sus
conquistadores. Al llegar a Cartagena los doscientos cincuenta chapetones
andaluces y ver las joyas de oro que se enviaban desde allí, confirmando las
fabulosas noticias que habían escuchado en su tierra natal, muchos de ellos,
como don Juan y don Martín de Guzmán, Giraldo y Lorenzo Estopiñán, Juan de
Sandoval, Peralta de Peñalosa y otros cuyos nombres luego resonarían en las
revueltas del Perú, impulsados por la codicia y sin poder resistir su
impaciencia, pidieron permiso para dirigirse al Cenú. Antes de que terminara el
año 1534, ya se encontraban en ese lugar.
Otros,
más calmados o menos ambiciosos, como Pedro de Cieza si es que realmente
formaba parte de la expedición de Durán, se quedaron en Cartagena con el
gobernador, esperando una oportunidad mejor para trasladarse junto a las
sepulturas auríferas. Dado el renombre que tenían en las historias de Tierra
Firme y siendo un lugar descrito por nuestro cronista, donde posiblemente hizo
su primera expedición en América, merece algunas palabras aquí.
“El
extenso territorio del Cenú o Cenúa, situado en medio de la gobernación de
Cartagena, estaba compuesto por tres regiones: la del Pancenú, que se
encontraba en las sierras de Abreva y se extendía hasta el río Cauca; la de
Cenufana, que correspondía aproximadamente a la provincia que luego se
conocería como Zaragoza; y la de Fincenú, a orillas del río Cenú y al norte de
Abreva. En las tres regiones abundaban las necrópolis indígenas, pero ninguna
como la de Fincenú, cuya principal población, así como sus alrededores, eran
considerados sagrados para los cenúes y varias otras naciones cercanas. Estaba
ubicada en la margen derecha del río, a unas treinta leguas del mar, en campos
llanos y espaciosos rodeados de densas montañas. En el centro de la llanura se
erguía una casa de unos doscientos pies de largo y no muy ancha, con puertas
orientadas hacia el este y el oeste. Dentro de ella se encontraban dos ídolos,
tan grandes como hombres adultos, esculpidos con habilidad, ante los cuales los
indígenas practicaban sus rituales y supersticiones, y ofrecían oro en forma de
diversas joyas. Todos los habitantes de esas provincias creían firmemente que
enterrando sus cuerpos en un triángulo de una legua de radio alrededor de aquel
lugar, sus almas encontrarían un destino feliz. Por eso, había tumbas planas
pero profundas, y otras construidas como pequeñas colinas”.
Este
método de enterrar a sus señores y personas importantes no era exclusivo de los
pueblos cenúes; muchos otros lo practicaban, como señala Cieza más adelante, y
ya lo había mencionado al hablar de las huacas o tumbas de los yungas en la
primera parte de su Crónica. Sin embargo, en ningún otro país de América los
españoles encontraron tantas tumbas reunidas ni con tanto tesoro en su
interior. Según Castellanos, se llegaron a extraer quintales de oro en forma de
piezas de diversas figuras y de todo tipo de animales, tanto acuáticos como
terrestres, aves e incluso los más pequeños y de menor valor.
“Había
dardos rodeados de oro, con puntas grandes y pequeñas, todos forrados en
láminas de oro. También se encontraban tambores muy grandes y cascabeles finos
entrelazados, así como flautas, una variedad de vasijas y representaciones de
moscas, arañas y otras criaturas. El caudal de oro descubierto en estas tumbas
era verdaderamente impresionante, y testimonio de la riqueza y la sofisticación
de estas antiguas culturas americanas”.
La
fama de las provincias del Cenú se remonta a los primeros años del
descubrimiento de Tierra Firme. Pedrarias Dávila, gobernador de Castilla del
Oro, intrigado por la abundancia de este metal en la región, envió a dos o tres
capitanes para conquistarla. Uno de ellos, Francisco Becerra, con los ciento
cincuenta hombres bajo su mando, se convirtió en presa de los caribes; según
Cieza, la mayoría enfermó de cámaras y falleció debido a la sobreabundancia de
carne española. Este desastre disuadió futuras incursiones en una tierra tan
bien defendida, pero aumentó su prestigio y, por ende, su atractivo para los
aventureros.
Motivado
no solo por la codicia, sino también por la obligación de convertir a los
bárbaros naturales en buenos cristianos y súbditos leales de los reyes de
Castilla, Heredia emprendió una expedición al Pancenú el 9 de enero de 1534.
Con ciento cincuenta jinetes y la misma cantidad de peones, se dirigieron hacia
esta región donde se decía que se encontraban las minas de oro más ricas de la
gobernación. Durante la marcha, al pasar por el pueblo de Fincenú, descubrieron
un lujoso templo pagano, que les proporcionó una ganancia de treinta mil pesos.
Además, tuvieron noticias de las riquezas enterradas en los alrededores, al
abrir una tumba que contenía utensilios y joyas valoradas en diecisiete mil
pesos.
A
pesar de estas riquezas y de las súplicas de los soldados, Heredia decidió no
establecer una población allí, ni en la ida ni en la vuelta, tras dos meses de
travesía a través de las montañas de Abreva. Durante este tiempo, enfrentaron
desafíos como la lluvia, los huracanes, el hambre y la muerte. Surgieron
sospechas en el ejército de que Heredia evitaba poblar en Fincenú porque quería
apropiarse del tesoro solo con sus criados y esclavos, sin testigos. Aunque
estas sospechas no se materializaron de esa manera, causaron a Heredia grandes
problemas y amarguras.
De
vuelta en Cartagena, Heredia se reunió con su hermano mayor, don Alonso, a
quien había llamado desde Guatemala, donde vivía una vida acomodada y
respetable. Lo designó como su teniente general, confiando más en su consejo y
experiencia que en los suyos propios. Le encomendó la difícil empresa de la
entrada a Pancenú, poniéndolo al mando de unos ciento treinta soldados de
infantería y veinte de caballería, con Francisco César, un valeroso cordobés,
como su segundo al mando, quien había servido con lealtad y diligencia en el
cargo asignado a su hermano.
Don
Alonso partió en julio de 1534 y se encontró con los mismos obstáculos en las
sierras de Abreva que había enfrentado el gobernador. Decidió retirarse a
Fincenú para pasar el invierno. Para aliviar la escasez de alimentos en el
pueblo, envió a César con algunos hombres a explorar las áreas entre el Cenú y
la costa. Mientras tanto, él se dedicó al registro de las famosas sepulturas,
de las cuales pronto obtuvo grandes beneficios en forma de ricas piezas de oro.
En
ese momento, Duran llegó a Cartagena con su flotilla y poco después, como se
mencionó anteriormente, algunos de los recién llegados se unieron a don Alonso.
Este refuerzo, junto con la llegada del verano, lo animó a emprender nuevamente
la difícil expedición a Pancenú a principios de diciembre. Dejó a Garci Ávila
del Rey, también conocido como de Villarey, como su teniente en Fincenú, y a
Juan de Villoria, natural de Ocaña, como contador.
Tan
pronto como Heredia se enteró de la partida de su hermano, decidió dirigirse a
Fincenú con alrededor de quinientos hombres, incluyendo ciento ochenta
caballos, y llevando consigo un buen suministro de herramientas como azadones,
picos y barretas, necesarias para la excavación de las sepulturas. Consciente
del número y la riqueza de las tumbas, y liberado de la tarea de buscar
personalmente en el remoto Pancenú y de expandir más allá de las sierras
orientales los límites de su gobernación, que hasta entonces se limitaba a la
zona costera, tenía la intención de llevar a cabo una gran explotación del
cementerio indígena y fundar un pueblo junto a él en condiciones que lo
hicieran próspero y concurrido en poco tiempo.
Dado
que el descubierto a principios de ese año no cumplía con las condiciones deseadas,
se embarcó con su gente en cinco naves y navegó siguiendo la costa en busca del
río Cenú, donde finalmente desembarcaron en la bahía que hoy se conoce como
Cipata, cerca de la desembocadura del río. Después de enviar rápidamente en
auxilio de su hermano a unos cien hombres liderados por Alonso de Cáceres,
comenzó a explorar el río, avanzando por su margen derecha hasta llegar muy
cerca de las sepulturas después de diez días de ardua travesía con sus hombres
exhaustos.
Aunque
don Alonso dirigió con más acierto su segunda jornada hacia Pancenú, ya que,
según Castellanos, después de innumerables dificultades, acampó en las orillas
del río Cauca, en este punto se vio privado de alimentos y desanimado junto con
su gente. Sin encontrar los tan esperados yacimientos de oro ni una senda para
las bestias en esas montañas desoladas y agrestes, y con la hueste diezmada y
debilitada por el hambre, dio la vuelta en dirección a Tococona o Pueblo Nuevo,
que había sido descubierto en su marcha de ida, donde se encontró con los
hombres de Alonso de Cáceres. Una vez reunidos, continuaron la triste retirada
hacia el campamento de don Pedro de Heredia.
Viendo
que ni los caminos ni el oro parecían existir en esos extremos de su
gobernación, don Pedro de Heredia renunció a la empresa en Abreva y decidió
concentrarse en el asunto más urgente. Sin embargo, las pobres tierras del Cenú
y los montes cercanos no eran suficientes para alimentar a los ochocientos
soldados allí reunidos, junto con sus esclavos y sirvientes, la mayoría de los
cuales estaban enfermos o exhaustos. Por lo tanto, el gobernador determinó
dividir a la gente en tres cuerpos de ejército. Uno, liderado por Alonso de
Cáceres, debía permanecer en las orillas del Nuevo Guadalquivir o Magdalena,
cuya fertilidad y clima suave ya eran conocidos. Otro grupo, de doscientos
hombres y algunos caballos bajo el mando de don Alonso, debía dirigirse a las
desembocaduras del Cenú para esperar tres navíos de Cartagena que los llevarían
al golfo de Urabá, al sur de Nueva Lombardía, donde era necesario establecer
una colonia para resolver disputas fronterizas con el gobernador de Castilla de
Oro. Don Pedro permanecería en Fincenú con el resto de la gente.
Ambas
expediciones partieron hacia su destino, aunque no sin lamentos y protestas de
aquellos que las integraban. Estos soldados, cuya piel apenas cubría sus
huesos, preferían arriesgarse a abrir sus propias tumbas buscando oro, en lugar
de comer y recuperarse en otro lugar. Solo don Pedro, a sus anchas, procedió
rápidamente a desmantelar los montículos auríferos, distribuyendo a la gente en
compañías o cuadrillas para facilitar los trabajos y aumentar sus ganancias. La
mitad de estas ganancias, después de descontar los impuestos reales, se
repartía entre quienes buscaban, encontraban y extraían el oro, mientras que la
otra mitad se destinaba a un fondo común para alimentos, pago de herramientas,
etc. El gobernador participaba personalmente en todas estas actividades, ya sea
directamente o a través de sus familiares, criados o esclavos. Además, designó
a un tesorero y un contador para gestionar estos fondos, siendo el primero el
encargado de recibir y devolver el oro marcado. En poco tiempo, el cementerio
del Cenú quedó desmantelado, y sus sarcófagos se convirtieron en montones de tierra
mezclada con harapos y restos de momias despojadas de sus ricos ornamentos. Los
huesos y cráneos yacían esparcidos por el suelo, recordando la diferencia con
el pasado, cuando estos túmulos se alzaban como tiendas funerarias en la
llanura, y los cuerpos, aunque bajo la protección del Diablo, descansaban en
paz, esperando, a su manera, la resurrección de la carne.
El
pueblo de Fincenú, al convertirse en el depositario de los valiosos despojos,
cambió su nombre indígena por el de Villa Rica de Madrid, pero su traza y
aspecto apenas cambiaron para el bautizo. Para los años 1537, sus habitantes
aún residían en chozas donde apenas podían entrar o permanecer cómodamente, y
en una de ellas se celebraba la misa con gran incomodidad debido al humo y al
mal olor, incluso por la presencia de murciélagos. El oro solo se alojó en los
tugurios de la Villa Rica durante unos pocos meses; pasó de allí a la cámara de
don Pedro, a manos de los pocos afortunados entre los cientos de buscadores, o
a manos de mercaderes que, con la autorización del gobernador, comerciaban en
la zona vendiendo productos a precios exorbitantes.
No
creo que Cieza estuviera entre los afortunados, sino más bien entre los cientos
de buscadores que fueron al Cenú con la esperanza de mejorar su situación, pero
que no tuvieron éxito. Estos últimos regresaron a España, mientras que él se
encontraba al año siguiente, en 1536, en San Sebastián de Buenavista.
Desconozco
los motivos y la fecha exacta en que el futuro cronista se trasladó desde el
próspero Cenú a la ciudad fronteriza de Urabá. Sin embargo, supongo que un
joven sin otros medios de fortuna que su espada y su valor no viajaría por
capricho, sino que buscaría la manera de destacar y prosperar con sus
habilidades.
La
ocasión más propicia para los fines de Cieza podría haber sido durante la
campaña de conquista del territorio de Catarrapa y la fundación del pueblo de
Santiago de Tolú, liderada por don Alonso de Heredia. Durante esta campaña, los
indígenas catarrapas mostraron tenacidad y valor, lo que resultó en una breve
pero sangrienta y trabajosa confrontación. Esta situación aumentó la animosidad
entre la población española, que ya estaba descontenta por haber sido separada
del Cenú.
A
principios de abril de 1535, antes de partir hacia su destino, varios soldados
se amotinaron, abandonando a su líder y protestando por los agravios y
violencias del gobernador. Una de las figuras más prominentes en este
levantamiento fue el capitán Francisco César, quien, resentido con los Heredia,
se separó de la flotilla y desembarcó en Tierra Firme. En la ciudad de Acla, el
9 de ese mismo mes, se abrió una investigación formal contra don Pedro, a
instancias de don Martín de Guzmán y otros cincuenta y tres quejosos, entre los
cuales se encontraba el famoso Lope de Aguirre, entonces un joven de 24 años.
El
acto de deserción, aunque menguó considerablemente su pequeña flota, no detuvo
a don Alonso, quien, al llegar a Urabá, rápidamente eligió el pintoresco lugar
donde luego establecería el pueblo de San Sebastián de Buena Vista. Sin
embargo, los desertores, en busca de venganza, se aliaron con Julián Gutiérrez,
teniente de Francisco Barrionuevo, gobernador en ese momento de Tierra Firme o
Castilla de Oro. Barrionuevo se consideraba con autoridad sobre todo el golfo
del Darién y había encomendado a Gutiérrez, un hombre influyente entre los indígenas
urabaés por estar casado con un pariente del principal cacique, resistir las
invasiones del gobernador de Cartagena.
Esta
alianza vengativa fue tan efectiva que don Alonso, a pesar de haber rechazado
con firmeza una solicitud formal de los de Acla para que abandonara su
asentamiento, temía las represalias de sus antiguos camaradas, la mayoría de
los cuales eran hombres experimentados, conocedores de la región y exacerbados
por recientes desavenencias. Por tanto, envió rápidamente un mensajero en busca
de ayuda a su hermano Pedro. Este, consciente del grave peligro que enfrentaban
sus tropas y su reputación, reunió rápidamente refuerzos de Cartagena y del
Cenú, y con ellos formó un ejército competente.
Con
esta fuerza combinada, don Pedro se enfrentó a los opositores, los derrotó con
astucia y fuerza militar, y capturó a Gutiérrez, su esposa, César, Guzmán y
otros líderes del motín.
Es
cierto que otra de las expediciones que podría haber motivado el traslado de
Pedro de Cieza desde Villa Rica de Madrid al pueblo de Urabá es la conocida
como la expedición de Dabaibe, emprendida por don Pedro de Heredia a fines de
1535 o principios de 1536. Esta expedición se adentró aguas arriba del río
Darién o Chocó, a través de densas selvas pobladas de murciélagos vampiros,
pero solo logró descubrir una tribu miserable de indios arborícolas, cuyas
viviendas evocaban la morada del nshiego-mbuvé, un mono troglodita (Troglodytes
calvus).
Sin
embargo, el cacique Dabaibe, considerado como un soberano fabuloso e
inmensamente rico, había sido famoso en Tierra Firme desde los tiempos de
Pedrarias, al igual que El Dorado en Quito, Popayán y Bogotá. Su misterioso
reino se desvanecía ante aquellos que iban a descubrirlo, de la misma manera
que los lagos ficticios que crea el espejismo en los desiertos africanos
desaparecen al acercarse el viajero sediento a sus orillas. Se cuenta que el
factor de Castilla del Oro, Juan de Tavira, gastó 40.000 pesos en una armada
para remontar el río, pero esta expedición se perdió después de recorrer muchas
leguas, con la muerte del factor y otros destacados capitanes, debido a la
ferocidad de los nativos ribereños.
Cuando
el gobernador de Cartagena realizó su expedición, el cacique Dabaibe era en
realidad una mujer, y se decía que era objeto de devoción para los indios. Se
contaba que era una antigua cacica llamada Dabaiba, y que cuando tronaba, era
señal de que estaba enojada. Se decía también que tenía un tigre guardián en su
casa, y que cada luna le ofrecían una doncella como sacrificio.
Si
Pedro de Cieza hubiera participado en esta famosa expedición con don Pedro, es
probable que lo hubiera recordado al describir las provincias de Cartagena y
sus alrededores en su Crónica, tal como recuerda otros eventos similares de
menor importancia.
La
vida de Pedro de Cieza en América se hace más fácil de rastrear a partir de los
años de 1536, cuando estuvo en Buena Vista. En su crónica, menciona su
participación en la expedición al Urute junto al capitán Alonso de Cáceres,
donde enfrentaron numerosas dificultades y sufrimientos.
La
información reunida en Acla a solicitud de don Martín de Guzmán, las quejas del
tesorero Alonso de Saavedra, las reclamaciones de los conquistadores y vecinos
de Cartagena, y un incidente escandaloso protagonizado por nueve caballeros
madrileños recién llegados de España, fueron algunas de las razones que
llevaron a la Audiencia de la Española a designar al fiscal licenciado Dorantes
como juez de residencia del gobernador.
Sin
embargo, debido a la muerte del fiscal y su séquito en la desembocadura del Río
Grande de la Magdalena, la Audiencia encomendó la misma tarea al oidor
licenciado Juan de Vadillo. Aunque Vadillo y Pedro de Heredia aparentaban ser
amigos, se rumoreaba que Vadillo albergaba resentimiento hacia Heredia por la
muerte en circunstancias difíciles de dos de sus sobrinos durante las primeras
conquistas de Nueva Lombardía.
Cuando
Vadillo llegó a Cartagena en febrero de 1536, llevó a cabo acciones drásticas
contra Heredia y sus asociados. Confiscó los bienes del gobernador, encarceló a
sus amigos que ocupaban cargos públicos, sometió a tortura a sus esclavos y
criados, y puso bajo custodia a don Alonso de Heredia, quien quedó lisiado de por
vida como resultado de su encarcelamiento. Vadillo incluso intentó someter a
Pedro de Heredia a tortura para revelar el paradero del oro de las sepulturas,
del cual se había encontrado solo una fracción. Cuando Heredia regresó de la
expedición al Dabaibe, también fue encarcelado bajo la custodia de Pedro de
Peñalosa.
Mientras
los procesos continuaban, aunque no con el rigor que él hubiera deseado, Juan
de Vadillo, quien además de juez de residencia también ejercía como gobernador
durante ese período, se trasladó al Cenú. Allí, según la fama, cometió los
mismos excesos que estaba castigando. Organizó varias expediciones para
capturar esclavos, a quienes luego enviaba a sus haciendas en Santo Domingo.
También planeaba continuar las expediciones infructuosas iniciadas por Pedro y
su hermano en busca de los veneros de oro en las montañas donde nacen los ríos
Atrato, Cauca y Magdalena, así como emprender nuevas exploraciones en esa
dirección. Para liderar estas expediciones, confió en los capitanes que estaban
más descontentos con su antiguo líder.
A
César se le asignó la expedición al Guaca. Salió el 21 de agosto de 1536 con un
contingente de 40 peones, 80 jinetes y 50 caballos. Alonso López de Ayala,
teniente de Vadillo en Urabá, navegó por el río Atrato en cuatro barcos para
encontrarse con la Dabaiba. La expedición al Urute fue encargada a Alonso de
Cáceres, líder de uno de los ejércitos despedidos del Cenú por Pedro de
Heredia. Heredia, posteriormente, despojó a Cáceres de unos cinco mil pesos,
ganados o saqueados durante su difícil regreso a Cartagena en mayo de 1536.
El
cacique Urute era un gobernante poderoso, cuyos dominios se extendían entre los
ríos Cauca y Magdalena, desde Guamocó hasta Mompox, y posiblemente más hacia el
oriente, desde la Sierra de la Nueva Pamplona hasta la de las Palmas. Cáceres
ya tenía noticias de él cuando socorrió a don Alonso de Heredia hasta Tococona
o Pueblo Nuevo. Los indios que le dieron estas noticias se ofrecieron a guiarlo
a la corte de Urute con los soldados que quisiera llevar. Aunque no pudo
aprovechar esta oferta en ese momento, más tarde, su enemistad con el
gobernador lo hizo inelegible para ocupar cualquier cargo de confianza. Sin
embargo, esta misma enemistad se convirtió en un mérito para Juan de Vadillo,
quien valoraba la pericia de Alonso de Cáceres y su conocimiento del Urute. Por
esta razón, Vadillo decidió elegirlo para liderar la conquista de ese
territorio.
En
su expedición, liderando cien peones de calidad, treinta jinetes y veinte
macheteros para abrir camino, y llevando ciento veinte caballos de reserva para
cargar armas y equipo de los peones, partieron de Cartagena el 24 de octubre de
1536 en dirección al pueblo de Cenú. Las municiones iban en seis bergantines
por mar y luego por el río hasta el pueblo. Sin embargo, un diluvio repentino
que casi destruye Cartagena los obligó a regresar a la ciudad el 11 de
noviembre. Volvieron a salir el 13, todos embarcados, y llegaron a las bocas
del Cenú. Desde allí, la gente viajó por tierra y los seis bergantines por el
río, llegando a Fincenú el 20 de diciembre, tras reformarse y reabastecerse.
El
sábado 23 de diciembre, con mejores condiciones climáticas al ser el inicio del
verano en esa región, partieron llenos de esperanza debido a las increíbles
noticias proporcionadas por un cacique local. Este aseguraba que las riquezas
de Urute estaban a solo doce jornadas de distancia a través de un despoblado, y
que al final del viaje encontrarían grandes pueblos, especialmente uno con
casas cuyos postes estaban forrados de oro. Con el cacique como guía y algunos
de sus indígenas, así como otros que afirmaban ser vasallos de Urute, viajaron
hacia el este durante las doce jornadas y más, atravesando selvas y pantanos
impenetrables.
Como
era de esperar, los guías mentirosos los llevaron al error, y la hueste
española, agotada de alimentos y fatigada, terminó en la ribera izquierda del
brazo de San Jorge, un afluente del río Cauca que corre a unas veinte leguas de
la costa. En lugar de los palacios de Urute, encontraron solo una pequeña y
miserable ranchería de pescadores indígenas.
Después
de intentar cruzar el caudaloso brazo de San Jorge en varios puntos sin éxito,
emprendieron el regreso a fines de marzo de 1537 en dirección a Fincenú, donde
Vadillo los esperaba con provisiones y ayuda. Afortunadamente, ningún español
murió durante la expedición; solo perdieron veintiocho caballos.
Recuperado
apenas de la infructuosa incursión al Urute, nuestro aventurero comenzó a
prepararse para la segunda y verdaderamente memorable expedición al Guaca,
dirigida en persona por el juez Vadillo.
Inicialmente,
el juez no había planeado liderar esta expedición. Sin embargo, el capitán
Francisco César regresó de su exploración con noticias que sugerían la
existencia de un país prometedor más allá de la sierra, habitado por nativos
bien vestidos, ricos y cultos. Estas noticias eran más que suficientes para que
Vadillo se sintiera tentado a tomar parte en la expedición. Sin embargo, al
recibir noticias de la Corte de que el licenciado Juan de Santa Cruz estaba
siendo enviado a Cartagena para realizar una función similar a la suya con
respecto a Heredia, Vadillo cambió de opinión. A pesar de su edad y condición
física, y sin estar acostumbrado a las tareas de exploración y conquista, Vadillo
decidió asumir el liderazgo de la expedición. Calculó que mientras estuviera
ocupado en esta empresa, evitaría la residencia, y si tuviera éxito, le
serviría como justificación de cualquier error que hubiera cometido como
gobernador y juez. Por lo tanto, se dispuso a tomar el mando de la expedición,
confiando en el mismo capitán que había abierto con valentía el difícil camino
hacia la Guaca.
El
juicio histórico sobre el oidor Vadillo debe ser justo y equilibrado. Durante
su jornada de doscientas leguas por una de las regiones más hostiles del
continente americano, enfrentándose a montañas escarpadas, ríos caudalosos y
poblaciones indígenas diversas y a menudo hostiles, Vadillo demostró ser todo
lo contrario de lo que se le había acusado. A pesar de su pasado como verdugo
de Alonso de Heredia y de las acusaciones de parcialidad y prevaricación,
durante la expedición se mostró generoso con todos, como un padre para sus
soldados y un hermano para sus capitanes. Fue valiente, prudente y justo,
sosteniendo el ánimo de toda la hueste en momentos difíciles y peligrosos.
Este
tipo de comportamiento no es único en la historia de la conquista española. La
capacidad de los conquistadores para mostrar virtud y nobleza en medio de
circunstancias difíciles parece ser un rasgo distintivo de la raza española en
aquel momento histórico. A pesar de las condiciones adversas, su voluntad era
poderosa y directa, ya sea para alcanzar grandes logros o para cometer acciones
despreciables.
En
ese momento histórico, la virtud suprema era tener el coraje y la fuerza para
perseguir sus deseos. Las cualidades humanas, ya sean la generosidad o la
codicia, la mansedumbre o la ferocidad, la gratitud o la ingratitud, la caridad
o el egoísmo, la ira o la continencia, la malicia o la bondad, eran todas
instrumentos flexibles de la voluntad, y obedecían a su llamado según la
situación. Por lo tanto, juzgar a estos hombres únicamente por sus errores
sería injusto, al igual que ensalzarlos exclusivamente por sus virtudes. Lo
importante es evaluar si lograron lo que se propusieron y si sus objetivos
estaban en línea con las mayores empresas de la humanidad.
En
última instancia, aquellos que pudieron mantenerse virtuosos en medio de los
desafíos de la vida merecen nuestra admiración y nuestro respeto.
La
expedición de Juan de Vadillo al Guaca, también conocida como a las Sabanas o a
las montañas de Abibe, fue la más grande y mejor organizada de todas las
realizadas en las Indias hasta esa fecha. Los preparativos comenzaron en
octubre de 1537, cuando tres barcos partieron de Cartagena hacia San Sebastián
de Buena Vista, seguidos por el juez Vadillo el 19 de noviembre con un
bergantín y una fusta. Para Navidad de 1537, Vadillo había reunido en aquel
pueblo hasta doscientos españoles, además de numerosos negros e indios de
servicio y quinientos doce caballos, junto con un gran arsenal y provisiones
tanto para la guerra como para el camino y la minería. También llevaron consigo
objetos sagrados y hasta moldes de hierro para hostias, para cumplir con los
preceptos religiosos durante la expedición.
Dada
la dificultad del terreno y la escasez de recursos en la región por la que iba
a pasar la hueste, cada soldado a caballo llevaba tres caballos: uno para
montar, otro para el equipaje y otro de repuesto para la batalla. Además, cada
jinete contaba con un mozo y un negro para el cuidado de las bestias, mientras
que los peones llevaban machetes para abrir camino en el bosque y limpiar la
maleza. Cada par de peones se ayudaba con un caballo que cargaba comida y calzado
para ambos.
Una
vez que el ejército estuvo listo para partir, Vadillo designó los principales
cargos de la siguiente manera: Francisco César fue nombrado teniente general,
Juan de Villoria fue designado maestre de campo, don Alonso de Montemayor ocupó
el cargo de alférez mayor, y los capitanes fueron don Antonio de Ribera y el
tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra. Como guía militar, se eligió al
valiente y experimentado vaquiano Pablo Hernández, y de los cuatro sacerdotes
que acompañaban la expedición, Francisco de Frías fue designado vicario.
El
23 de enero de 1538, Juan de Vadillo salió de San Sebastián con una avanzada
que llevaba los caballos por la costa, ya que iban sin monturas debido a los
numerosos ríos en su camino. Al día siguiente, el grueso de la expedición,
junto con los suministros, partió de Urabá en seis bergantines hacia el puerto
formado por el río de Santa María, hoy conocido como Guacuba, cerca de la
desembocadura del Dañen. Allí los esperaban los caballos, y el 25 de enero, con
toda la hueste completa, abandonaron Santa María y comenzaron su marcha hacia
la sierra, tomando dirección de SO. a NE.
El
16 de febrero, acamparon en las orillas del río de Caballos; el 27 llegaron al
abandonado pueblo de Urabaibe; el 31 alcanzaron el río llamado de Gallo; el 2
de febrero llegaron a otro río conocido como las Guamas o cañas; el 5 de
febrero se detuvieron en Cagüey, lugar que llamaron de las Monterías debido a
la caza de una danta o tapir que realizaron en sus cercanías. Luego continuaron
hasta la provincia de Guanchicoa o Tinya, gobernada por el cacique Autibara,
donde se establecieron durante 15 días. Después intentaron acercarse a la
montaña, cruzando un caudaloso río por un puente frágil de bejucos sin éxito.
Probaron otro camino el 4 de marzo; el 5, miércoles de Ceniza, comenzaron a
ascender la sierra por la falda llamada de Piten, y el 13 la atravesaron por
los 301o de longitud oeste y 70,5 de latitud sur, más arriba del pueblo de
Abibe, pasando por los dominios del cacique Nutivara.
Ya
estaban en la cuenca del poderoso río Cauca, siguiéndolo erróneamente al
principio creyendo que era el Atrato o el Darién. Durante todo el mes de junio,
atravesaron los valles de Nori, Buy, Buriticá y Nacur. Hasta el 15 de agosto,
atravesaron las comarcas de Caramanta y Aburrá, donde fallecieron el guía
Hernández en el pueblo de Viara y el capitán Francisco César en un lugar
llamado Corid. Desde la provincia de Aburra, entraron en las de Arma, Paucura y
Ancerma o Birú, deteniéndose allí hasta diciembre de 1538, buscando las minas
de Cuir-Cuir y las fuentes del río Darién. El 18 de diciembre, después de más
de un año de jornada, Alonso de Saavedra, el tesorero, descubrió los
alrededores de la recién fundada ciudad de Cali, donde fueron bien recibidos y
agasajados por sus compatriotas por Navidad. Dejaron atrás, fallecidos en el
camino, a cincuenta compañeros, gran parte del servicio y más de ochenta
caballos.
El
relato de la muerte de Noguerol captura la intensidad y el riesgo de la jornada
de Vadillo, destacando el coraje y la determinación de los soldados españoles
ante los desafíos extremos. La descripción detallada de la difícil ascensión a
un peñol aparentemente inaccesible, junto con la valentía demostrada por
Noguerol y sus compañeros, resalta el espíritu de sacrificio y la audacia de
los conquistadores en su búsqueda de nuevas tierras y riquezas en el continente
americano.
"Luego
comenzó a empinarse el camino hacia un peñol de gran altitud e inaccesible, tan
estrecho que apenas permitía el paso de una persona tras otra, con precipicios
a ambos lados de más de 500 brazas. En la cima, se encontraba una extensa mesa,
donde una gran población se había reunido con abundantes provisiones y
armamento diverso. El pueblo estaba fortificado con un fuerte cercado de gruesos
maderos, indicando su preparación para cualquier eventualidad frente a nuestros
hombres. La dificultosa subida desconcertó a nuestra gente, hasta que el
licenciado Vadillo los alentó, instándolos a enfrentar la dificultad de la
fortaleza, ya que los indios habían reunido allí todos sus bienes, y que era
propio de los españoles enfrentar los mayores desafíos. Vadillo se decidió a
ser el primero en emprender la escalada, lo que infundió ánimo a todos, quienes
se armaron con sus escudos, cascos, armas de fuego y ballestas. Con un rodelero
adelante y un arcabuz o ballesta detrás, comenzaron la ascensión, con Noguerol,
un joven valiente y decidido, a la cabeza."
"Juan
de Orozco continuaba su marcha, seguido de cerca por Hernando de Rojas, quienes
más tarde se establecerían como vecinos en la ciudad de Tunja, donde finalmente
encontrarían su destino final. Tras ellos, los demás soldados seguían en fila,
con los caballos preparados con algodón acolchado para la batalla. Cada
recoveco del camino estaba ocupado por indígenas belicosos armados con una
variedad de armas: dardos, hondas, macanas, lanzas, listos para el
enfrentamiento. A pesar de la lluvia torrencial que caía sobre ellos, los
soldados mantenían su valentía y determinación, sin permitir que nada los detuviera
en su ascenso.
Sin
embargo, conforme avanzaban, la situación se volvía cada vez más intensa. En un
momento, Noguerol se vio obligado a detenerse, como si estuviera esperando a
que pasara una tormenta de armas que se abatía sobre él. Trágicamente, en ese
instante, una lanza atravesó su garganta, acabando con su vida de inmediato.
Orozco apenas logró evitar que su cuerpo cayera por el precipicio, deteniéndolo
en el último momento y ordenando a sus hombres que se detuvieran para rezar por
el alma de Noguerol, según la costumbre en tales situaciones.
Enterado
de la muerte de Noguerol, Vadillo aprovechó la ocasión para infundir aún más
determinación en sus hombres, recordándoles que, si un Noguerol había caído,
aún quedaban cientos más en el ejército, listos para continuar la lucha."
Los
habitantes de Cali necesitaban refuerzos tanto como Vadillo necesitaba descanso
y recursos. Por lo tanto, no resultó difícil para los lugareños persuadir a los
colonos de Cartagena, la mayoría de los cuales, salvo unos pocos, decidieron no
seguir obedeciendo a su valiente líder y optaron por quedarse en Cali para
recuperarse y volver a intentar su suerte en las conquistas de esa región. Ni
las amenazas, ni los halagos, ni las promesas lograron cambiar su firme
determinación. Las amenazas carecían de poder en un territorio donde no reinaba
quien las profería; los halagos... resultaban menos convincentes que los de sus
nuevos compañeros; las promesas... no igualaban a las que se les habían hecho
al partir de Urabá, y al final del día, cuando hacían cuentas, apenas
representaban unas pocas monedas de ganancia para cada uno.
Por
otro lado, cuando Vadillo decidió retroceder y guiar a su gente hacia Buriticá,
con la intención de establecerse allí y explotar las valiosas minas que habían
descubierto durante el viaje, Lorenzo de Aldana, quien se encontraba en Cali
como teniente de gobernador en nombre de don Francisco Pizarro, se opuso
rotundamente. Argumentaba que Buriticá y todas las demás provincias
descubiertas caían dentro de la jurisdicción de Popayán.
Así,
el desairado y abandonado líder no tuvo más opción que dejar atrás Cali y
emprender una triste, aunque digna retirada. En compañía de Alonso de Saavedra,
el tesorero, Juan de Villoría y unos pocos leales, mientras que los padres
Frías y los demás sacerdotes optaron por quedarse, partió por tierra desde
Quito hacia el puerto de San Miguel de Piura el 25 de junio de 1539. Tras
numerosas dificultades, riesgos y escasez de alimentos, finalmente se
embarcaron hacia Panamá, donde arribaron el 25 de julio. Desde allí, regresaron
a Cartagena "para rendir cuentas ante el licenciado Santa Cruz sobre su
gestión y los problemas que habían surgido en su ausencia".
Por
otro lado, el Marqués don Francisco Pizarro, al enterarse de que Sebastián de
Belalcázar, su teniente de gobernador en Quito, había abandonado la provincia
en busca de nuevas tierras hacia el norte, en Popayán, con la intención de
independizarse de su autoridad, decidió enviar en secreto a Lorenzo de Aldana
con instrucciones para arrestarlo e, incluso, decapitarlo si fuera necesario, y
ocupar su cargo. Sin embargo, Aldana no logró llevar a cabo la primera parte de
su misión, ya que Belalcázar había zarpado rumbo a España a negociar una
gobernación independiente cuando Aldana llegaba a Cali. Aprovechando esta
ausencia, Aldana pudo llevar a cabo la segunda parte de su cometido con mayor
facilidad.
Para
asegurar que los descubrimientos de Belalcázar quedaran bajo la autoridad de
Pizarro y para expandir sus dominios, se decidió fundar la villa de San Juan de
Pasto. Además, se realizaron reformas en las encomiendas establecidas por su
predecesor, se brindó apoyo a la ciudad de Popayán, que sufría de hambruna, y
se inició la conquista y colonización de Ancerma, una región que Belalcázar
había explorado de manera superficial años atrás mientras seguía el curso del
río Cauca.
Aldana
se vio obligado a suspender la campaña en Ancerma debido a la escasez de
hombres. Sin embargo, la llegada oportuna de refuerzos a cargo de Vadillo y la
desobediencia de su propia gente resolvieron este problema de manera
definitiva, lo que le permitió retomar su plan de inmediato. Así, confió la
expedición a Jorge Robledo, un capitán experimentado en Italia, de linaje noble
y coraje indomable, dotado de una habilidad especial para ganarse el favor de
los indígenas. Pronto, sus acciones lo harían famoso, aunque su trágica muerte
lo sería aún más.
La
reputación de Robledo atrajo a los mejores soldados cartagineses, como se
llamaba a los seguidores de Vadillo debido a su origen. Alrededor de cien
hombres a caballo y a pie se unieron a su bandera y partieron de Cali el 14 de
febrero de 1539. Robledo lideró a sus hombres en la fundación de Santa Ana de
los Caballeros (que más tarde se convertiría en la villa de Ancerma) el 15 de
agosto de 1539. Participó en la reducción de las provincias circundantes de
Umbra y Ocuzca, así como en el descubrimiento de los orígenes del río Darién.
Cruzó el río Cauca en Irrúa el 8 de marzo de 1540 en busca de las provincias de
Quimbayá, Picara, Carrapa, Pozo y Paucura, explorando de sur a norte hasta
llegar a Cenufana y Buriticá, antes de regresar a Quimbayá. Fue en este lugar,
a fines de septiembre de 1540, donde fundó la ciudad de Cartago.
Pocos
días después de la fundación de Cartago, Robledo recibió noticias de que el
adelantado don Pascual de Andagoya había llegado a Cali con el título de
gobernador de esas tierras y le ordenaba que fuera a verlo y le prestara
obediencia. Robledo partió para cumplir con la orden, dejando casi todo su
contingente en la nueva ciudad. Sin embargo, poco después, a principios de
1541, tuvo que regresar a Ancerma para recibir a Sebastián de Belalcázar como
gobernador de Popayán, formalizando este acto el 21 de abril de 1541. Hasta
entonces, hubo un período de relativa calma en las operaciones militares de la
expedición de Robledo. Es posible que Cieza aprovechara este tiempo de paz para
dedicarse a escribir, ya que menciona al final de la primera parte de su
Crónica que comenzó a escribirla en Cartago en el año 1541.
De
regreso de Ancerma, el general Jorge Robledo continuó con las poblaciones y
conquistas que tenía a su cargo desde el valle y provincia de Paucura, ubicado
a veinte leguas al sur de Cartago. Realizaron un reconocimiento infructuoso por
el valle de Arvi, seguido de exploraciones en el valle de Arma, la fértil
provincia de Aburra (hoy Medellín, llamada San Bartolomé), donde descubrieron
construcciones monumentales y caminos tallados en la roca, similares a los del
Perú. También exploraron las regiones de Curume, Guarami y Buriticá, y
finalmente los valles de Hebéjico, Ituany y Nori. Fue en el valle de Hebéjico
donde, el 25 de noviembre de 1541, fundaron la ciudad de Antioquía.
Una
vez establecida esta nueva población y tras asegurar la obediencia y amistad de
los indígenas locales, garantizando así el suministro y el servicio para los
colonos, Robledo consideró completada su misión. Sin embargo, los cartagineses,
conocedores del terreno, le señalaron que un poco más al norte se encontraban el
valle de Guaca y las sierras de Abibe, que pertenecían a la gobernación de
Cartagena, y que ellos mismos habían explorado en años anteriores por orden de
don Pedro de Heredia o en compañía del oidor Vadillo.
A
pesar de ello, en lugar de regresar a Popayán o Cali para informar a su
superior sobre el resultado de su expedición, como era su deber, el teniente
general de Belalcázar, tentado por el ejemplo que este mismo Belalcázar acababa
de dar al obtener el gobierno de las provincias descubiertas en nombre del
marqués don Francisco Pizarro, desobedeció y decidió dirigirse al golfo de
Darién y luego a España. Su objetivo era solicitar una gobernación
independiente en las provincias que había conquistado y colonizado.
Jorge
Robledo partió de Antioquía el 8 de enero de 1542 en compañía de unos treinta
españoles. Ingresaron al valle de Nori a través del pueblo de Cunquiva y luego
pasaron al valle de Guaca. Después de pasar algunos días estableciendo amistad
con los nativos de la región, despidió a la mayoría de su escolta, quienes
regresaron a Antioquía, quedándose él con solo diez o doce hombres, todos
amigos leales y experimentados en los peligros de un viaje como el que estaban
a punto de emprender. Uno de esos hombres era Pedro de Cieza.
Experimentaron
innumerables dificultades durante el descenso de las sierras de Abibe, que en
ese momento estaban aún más desiertas y desoladas que cuando César y Vadillo
las habían cruzado en su ascenso. Llegaron al punto de desesperación, como lo
relata el cronista de esa memorable expedición: "Y así anduvimos muchos
días sin camino, a veces topando con ríos que no podíamos cruzar y otras veces
con pantanos en los que nos hundíamos. Siempre abriéndonos paso, y llegó un
momento en que ya no teníamos herramientas para hacerlo, pues todas las espadas
y machetes se nos habían roto. Nos consumía el hambre, y temíamos más ser
descubiertos por los indios, ya que no teníamos armas para defendernos, que la
falta de comida. Pero el hambre nos hizo desear encontrar indios, con quienes
pelearíamos, aunque fuera a dentelladas".
Una
vez en las llanuras al pie de la sierra y cerca del río de las Guamas,
encontraron algunos campos de maíz abandonados, luego hallaron el camino que
previamente habían transitado los españoles, y finalmente se toparon con
indígenas amigos que les proporcionaron guías para conducirlos hasta el mar.
Siguiendo las orillas y con el agua hasta la cintura, llegaron a San Sebastián
de Urabá un mes y medio después de comenzar su viaje.
En
ese momento, en San Sebastián de Urabá, se encontraba Alonso de Heredia
reclutando hombres para adentrarse en la tierra recién poblada por Robledo. Al
enterarse del arribo del fundador de la nueva Antioquía y sus maltratados
compañeros, Heredia, más sorprendido que compasivo, sin ofrecerles ayuda
alguna, los detuvo, los despojó de sus pertenencias y reportó el incidente a su
hermano, quien ya había regresado a su gobernación y había sido exonerado de la
investigación. Don Pedro actuó con prontitud, respaldando las acciones de su
hermano, ya que entendía, con razón, que la ciudad recién fundada y sus
alrededores estaban bajo la jurisdicción de Cartagena. Además de respaldar la
decisión, inició un proceso legal contra Robledo y lo envió a Castilla como
prisionero. Aunque esto parecía un acto de severidad, en realidad, la intención
detrás de su prisión era permitir que fuera llevado a donde fuera requerido.
Antes
de zarpar, Robledo decidió que la Audiencia de Tierra Firme debía ser informada
de todos los acontecimientos para asegurarse su apoyo mientras se resolvían sus
asuntos en España. Por ello, solicitó al gobernador de Cartagena permiso para
que Pedro de Cieza se trasladara a Panamá, donde representaría sus intereses
ante esa entidad judicial. Concedida generosamente por Heredia, nuestro
cronista partió hacia Nombre de Dios y luego a Panamá. Cumplió fielmente la
misión encomendada por su amigo y luego se embarcó hacia Buenaventura, el
puerto de San Sebastián de Cali, donde se encontró con un gobernador Belalcázar
muy enojado con Jorge Robledo.
En
ese mismo año de 1542, Cieza viajó de Cali a Cartago, donde fue testigo de las
atrocidades cometidas por los tenientes de Belalcázar, Juan Cabrera y Miguel
Muñoz, en Pindara y Arma. A pesar de estas crueldades, cuando los nativos de la
región pudieron comparar el carácter conciliador y amable de Robledo con la
dura tiranía de Belalcázar, se levantaron en rebelión, alzándose también las
provincias de Carrapa, Picara, Paucura y todas las del distrito de Cartago. En
ese momento, Cieza tomó partido por el adelantado y se unió a él en la
interminable y brutal guerra contra los indígenas, en alianza con los caribes
de Pozo. Además, aceptó la vecindad en Arma, una villa fundada por Muñoz en ese
mismo año, y recibió la recompensa por sus servicios en la encomienda del
cacique Aopirama y otro señor local.
Mientras
tanto, entre los años 1543 y 1545, surgieron las discordias civiles en el Perú,
desencadenadas por las nuevas leyes, fruto del celo de un hombre excelente, un
gran apóstol pero un pésimo estadista. Estas leyes, junto con el rigor y la
imprudencia con los que el virrey Blasco Núñez las ejecutaba en la Nueva
Castilla, fueron el caldo de cultivo para el conflicto. Blasco Núñez fue
arrestado por la Audiencia de Los Reyes, enviado a España bajo custodia de uno
de los oidores, pero luego fue puesto en libertad. Desembarcó en Tumbes a
mediados de octubre de 1544, huyó a Quito, donde se reagrupó y salió victorioso
en Chinchichara, pero finalmente fue derrotado en Piura y perseguido por
Gonzalo Pizarro hasta los confines de Popayán. En su desesperación, acudió a
Belalcázar en tres ocasiones, mendigando ayuda militar para restablecer su
prestigio y castigar a los rebeldes peruanos.
En
la primera ocasión, el receloso adelantado respondió con excusas, temiendo represalias
por parte de los partidarios de Pizarro. En la segunda, dio permiso a quienes
quisieran servir al virrey. En la tercera, ante la oferta de oro, esmeraldas y
promesas de que el rey confirmaría sus derechos sobre las tierras pobladas por
Robledo, Belalcázar decidió tomar partido por Blasco Núñez y ofrecerle su apoyo
personal.
Cieza
tuvo la intención de acompañar a Belalcázar y se preparó para ello. Sin
embargo, recibió cartas de Robledo anunciándole que regresaba de España
nombrado mariscal de Antioquía. Robledo le pidió que le proveyera algunas cosas
que necesitaría al llegar a Popayán, ya que regresaba con esposa, casa y la
obligación de honrarse según su nuevo rango y estado. Priorizando el servicio a
su antiguo capitán y amigo sobre el del rey (aunque aún no había escrito las
notables frases que se mencionan en el prólogo), Cieza se dirigió a Cali,
creyendo que Robledo desembarcaría en Buenaventura. Sin embargo, Robledo llegó
solo a Nombre de Dios, dejando a su esposa y casa en La Española, y luego se
dirigió a Cartagena al enterarse de que Panamá estaba en manos de los
partidarios de Pizarro. Al saber esto, Cieza regresó a Cartago para encontrarse
con él. Esto ocurrió en diciembre de 1545. Mientras tanto, Sebastián de
Belalcázar y su teniente, Juan Cabrera, se dirigieron a la expedición que
culminó en el campo de Iñaquito, donde murió el obstinado Blasco Núñez y muchos
de sus seguidores.
El
mariscal Robledo, tal vez, solo deseaba restablecer y hacer prosperar su
provincia de Antioquía, sin aspiraciones más allá de eso. Sin embargo, al
llegar a Cartagena, se encontró con su pariente, el licenciado Díaz de
Armendáriz, quien ejercía como visitador y juez de residencia con facultades
para intervenir en varias gobernaciones, incluyendo la de Antioquía, Santa
Marta, Bogotá y, aunque aún no oficialmente, la de Popayán. Armendáriz,
inclinado a favorecer a Robledo y enfrentarlo contra Belalcázar, lo nombró
gobernador de Antioquía, Arma y Cartago. Esta decisión, en realidad, solo
presagiaba su infortunio y su muerte.
El
mariscal, confiando en exceso en la autoridad otorgada por alguien que no tenía
la capacidad de conferirla, ignoró los consejos de Cieza y otros que le
advertían sobre la posición peligrosa en la que Armendáriz lo había puesto con
sus ambiciones. Robledo tomó control de esas poblaciones por la fuerza,
destituyendo a los tenientes y autoridades nombrados por Belalcázar, saqueando
las arcas reales y cometiendo todo tipo de abusos. Cuando Belalcázar regresó de
Quito, después de haberse alineado tanto con los pizarristas como con los
realistas durante el conflicto, exigió que se quedara en Cali esperando la
llegada del juez y lo dejara tomar posesión de la tierra desde Cartago hasta
Antioquía. Sin embargo, Robledo cometió tantas violencias y errores que
finalmente reconoció la irracionalidad de su comportamiento. Aunque ambicioso y
apresurado, era noble y leal, y, arrepentido, buscó reconciliarse con
Belalcázar. Llegó incluso a proponer el matrimonio de dos hijos mestizos de
Belalcázar con dos nobles doncellas relacionadas con su esposa, doña María
Carbajal, como un gesto de alianza. No obstante, mientras negociaba, no
descuidaba su seguridad personal ni los preparativos militares por si las
negociaciones fallaban. Cieza, quien acompañó a Robledo en todas estas
desventuras, cuenta que el mariscal "ordenó que sus principales amigos
durmieran en su casa, donde guardaban las armas, y me envió con prisa a la
ciudad de Cartago a buscar más armas".
El
arrepentimiento llegó tarde y las muestras de él no fueron más que una burla,
ya que donde siempre se valoraron la generosidad y la clemencia, estas
cualidades quedaron olvidadas. El conquistador despiadado de Quito, previendo
el cambio de actitud de su rival, lo engañó con mensajes y cartas aparentando
aceptar sus propuestas, mientras avanzaba rápidamente con un contingente más
numeroso que el ejército de Robledo. En una mañana nebulosa, lo sorprendió en
la loma de Pozo, cerca de la villa de Arma, lo capturó y le dio muerte el 5 de
octubre de 1546. Luego, paseó su cadáver por el campamento como un trofeo, le
cortó la cabeza y se mofó rezando sobre ella: "si esta vez Robledo no
aprende la lección, lo consideraré un gran necio". Pero su sed de venganza
aún no estaba saciada. Los sirvientes del desafortunado mariscal suplicaron
poder trasladar su cuerpo a la iglesia de Arma, ya que, si lo dejaban en Pozo,
los indígenas seguramente lo devorarían. Sin embargo, se les negó esta
petición, y aunque quemaron algunas casas sobre la tumba de Robledo para
ocultar la tierra removida, finalmente fue descubierta por los pozos y el
cuerpo fue devorado por esos caníbales.
Cieza
no fue testigo de la muerte de su amigo. En sus escritos, relata que el
mariscal partió con su gente hacia la loma de Pozo, un lugar donde años atrás
tantos indígenas perdieron la vida debido a él. Por alguna razón divina, estaba
destinado que Robledo muriera en ese sitio. Robledo le pidió a Cieza que se
quedara en la villa de Arma para ocuparse de algunas cosas que necesitaba.
Desde Pozo, le envió un mensaje solicitando que le enviara las armas que había
dejado en la villa, y algunos suministros, solicitud que Cieza cumplió. Cuando
se enteró de la trágica noticia, temiendo las posibles repercusiones para él,
abandonó su propiedad y sus indígenas en Arma y se refugió en unas minas
escondidas entre los densos cañaverales de Quimbayá, con la intención de
esperar la llegada del juez Miguel Díaz de Armendáriz. Sin embargo, Hernández
Girón, teniente de Belalcázar, le ordenó que abandonara su escondite y se
trasladara a Cali, una orden que Cieza no se atrevió a desobedecer.
Después
de estos eventos, Cieza se trasladó a Popayán, donde se encontraba cuando se
recibieron los despachos de Armendáriz consultando al cabildo sobre su entrada
y visita a la gobernación. Luego regresó a la villa de Arma para ordenar
algunos asuntos relacionados con su propiedad y posteriormente se dirigió a
Cali. Esta ciudad, debido a su cercanía al puerto de la Buena Ventura, era el
epicentro de las noticias en la gobernación de Popayán, especialmente con la
llegada del presidente licenciado Pedro de la Gasca y la entrega de la flota de
Gonzalo Pizarro. Desde Cali, Cieza se trasladó a Cartago, donde se encontraba
en el año 1547 según sus propias palabras.
El
15 de marzo de ese mismo año, el presidente Pedro de la Gasca, justo antes de
partir hacia el Perú, envió junto a Miguel Muñoz, el fundador de Arma,
provisiones y cartas a Sebastián de Belalcázar, explicando los poderes y el
propósito con los que Su Majestad lo enviaba al Perú, y aceptando la oferta del
adelantado de unirse personalmente con doscientos hombres. Aunque en junio de
1547 el presidente le escribió desde Manta pidiéndole que suspendiera la
expedición hasta recibir nuevas órdenes, a principios de julio, desde el puerto
de Tumbes, le dio nuevamente la orden de que, "quedando en la gobernación
de Popayán la cantidad de hombres necesaria para su defensa y para realizar las
tareas requeridas, los demás que, de forma voluntaria, y no por recompensa,
quisieran venir a servir a Su Majestad y merecer su favor, debían reunirse con
él con prontitud."
La
fortuna no podría haber ofrecido una oportunidad más adecuada para el soldado y
cronista extremeño, acorde con su carácter y propósitos: servir al Rey sin
esperar recompensas y explorar el famoso imperio cuya historia estaba
investigando. Al enterarse del urgente mandato de Pedro de la Gasca, preparó
sus armas, completó su equipo y se unió a la bandera que lo guiaría en esa
campaña.
Partieron
de Popayán con él casi doscientos soldados, la mayoría a caballo, liderados por
el propio adelantado y su segundo, el capitán Francisco Hernández Girón. Al
adentrarse en tierra de Quito, dividieron sus fuerzas en pequeños grupos para
facilitar el abastecimiento y evitar incomodar a los indígenas, reuniéndose con
Gasca en diferentes momentos y por distintas rutas.
La
primera partida en llegar a su destino fue la de Hernández Girón, compuesta por
unos quince o veinte hombres a caballo. Estaban bajo las órdenes del presidente
en Jauja para finales de noviembre de 1547. Belalcázar, quien eligió la ruta de
la costa o de la yunga marítima, ya estaba en Lima con unos veinte o
veinticinco jinetes para mediados de diciembre del mismo año, y a principios de
enero de 1548 se encontraba en el campo de Pedro de la Gasca en Andahuaylas.
Cieza siguió la ruta del adelantado y posiblemente se unió a él en Los Reyes,
ya que en septiembre de 1547 estaba pasando por el valle costero de Pacasmayo
en dirección a esa ciudad y probablemente se reunió con el presidente también
en ese punto. Una vez incorporado al ejército realista, participó en la ardua
marcha desde Andahuaylas hasta el puente de Apurímac, luego estuvo presente en
la arriesgada operación del cruce de ese río y, pocos días después, en la
batalla de Jaquijahuana el 9 de abril de 1548. Esta batalla, más que un
enfrentamiento directo, fue un acto de traición a la causa de Gonzalo Pizarro,
donde se pusieron a prueba los grandes corazones de este líder y sus fieles
capitanes Francisco Carvajal y Juan de Acosta.
Después
de presenciar la justicia que se hizo del líder de los rebeldes y de sus
seguidores más leales sobre el campo de batalla, Cieza regresó a Lima, donde
aún se encontraba cuando entró el presidente victorioso, en medio de grandes
celebraciones y exageradas muestras de júbilo, acompañado por aplausos y coplas
de calidad cuestionable, el 17 de septiembre de 1548. En ese momento, Pedro de
la Gasca, al enterarse de los trabajos históricos en los que estaba involucrado
el modesto soldado y valorándolos en toda su importancia, le ordenó que
escribiera o completara la Crónica del Perú con el carácter oficial de cronista
de Indias, un título que el autor omitió en la portada de la Primera parte,
pero que luego veremos que aparece, como veremos más adelante, en el epígrafe
de nuestro original de La Guerra de Quito. La distinción honorífica que Cieza
recibió del presidente Pedro de la Gasca, que hasta ahora, en mi opinión, ha
pasado desapercibida, está documentada en un informe que Antonio de Herrera
proporcionó sobre los servicios de Hernán Mexía de Guzmán a petición de su hijo
don Fernando, del cual, considerando su importancia, extraeré los párrafos
relevantes:
"Señor:
Don Fernando Mexía de Guzmán solicitó a Vuestra Majestad que, mediante los
libros que poseo, saque la información que haya sobre los servicios de su padre
realizados en el Perú, y Vuestra Majestad, por su decreto del 17 de abril de
este año, en la Cámara Real y el Supremo Consejo de las Indias, me ordena que
le dé certificación de lo que conste. En cumplimiento de lo cual, después de
revisar las historias y documentos que tengo, proporcionados para escribir la
historia de las Indias, he encontrado lo siguiente: — En un libro manuscrito
que proviene de la Cámara Real y que fue entregado a Antonio de Herrera para
que escribiera la historia de las Indias, y que fue escrito por Pedro de Cieza,
cronista de esas regiones, por orden del presidente Pedro de la Gasca, y
aprobado por la Real Cancillería de la ciudad de Los Reyes, se encuentra lo
siguiente: Y por la verdad lo firmé de mi nombre en Valladolid el 7 de julio de
1603. — Antonio de Herrera"
El
cronista no solo recibió el favor del licenciado Pedro de la Gasca, sino que
también le permitió acceder a sus documentos personales para enriquecer y
respaldar su Crónica del Perú. En palabras de Cieza, "Sepan los lectores
que el licenciado Pedro de la Gasca, desde su partida de España hasta su
retorno, mantuvo una meticulosa disciplina para no olvidar nada. Todo lo que
acontecía durante el día lo plasmaba en borradores durante la noche, con gran
veracidad. Conociendo su meticulosidad en registrar los eventos, procuré
obtener sus borradores para utilizarlos como fuente, los cuales poseo y
utilizaré para narrar los acontecimientos hasta la batalla de Xaquixaguana, y
desde allí proporcionaré detalles sobre cómo llevamos a cabo la escritura de
nuestros libros". Esta revelación ingenua de Cieza resalta la importancia
histórica de su trabajo y atenúa el pesar por la pérdida de los libros IV y V
de Las Guerras Civiles, ya que, como se ha demostrado, Pedro de la Gasca sirvió
como fuente primaria para la primera parte de su historia. Además, es relevante
mencionar que los despachos oficiales del presidente al Consejo de Indias, en
su mayoría, están conservados y publicados, coincidiendo en gran medida con los
borradores a los que Cieza hace referencia.
En
el año siguiente a 1549, cuando Cieza emprendió su viaje por la vasta región del
Collao hasta llegar a la villa de Plata, con el propósito de estudiar las
antigüedades del país y esclarecer numerosos eventos de las guerras civiles, el
licenciado Pedro de la Gasca le proporcionó cartas de recomendación dirigidas a
los corregidores y autoridades locales de los pueblos y asentamientos que
visitaría, facilitando así enormemente las investigaciones del incansable
cronista. Gracias a estas recomendaciones, Cieza pudo obtener información veraz
sobre la historia y tradiciones de los renombrados monumentos de Cacha, Pucará,
Vinaque, Tiahuanaco, Ayaviri y otros, proporcionada por los ancianos indígenas,
los curacas y los encomenderos de esas localidades. Además, logró acceder a los
registros de los cabildos y notarios de Potosí, Plata y el Cusco, donde se
documentaban los eventos fundamentales del levantamiento de Gonzalo Pizarro y
de los realistas Diego Centeno y Lope de Mendoza, así como la guerra que les
hizo el maestre de campo Carvajal.
Cieza
respondió a los favores y protección de Pedro de la Gasca dedicándose con una
asombrosa actividad a sus trabajos históricos. A principios de 1550, tras
concluir su excursión al Collao, se encontraba en el Cusco consultando y
escuchando a Cayu Tupac Yupanqui, descendiente de Huayna Cápac, y a los
orejones más nobles e instruidos, así como a los capitanes y cortesanos de ese
inca, reunidos en una suerte de consejo con los mejores intérpretes que
pudieron encontrar, para discutir sobre el origen legendario de la raza
incaica, sus monarcas, leyes, obras y costumbres, y otros aspectos relacionados
con la antigua e, hasta entonces, desconocida historia del Perú. Antes de
septiembre de ese mismo año, humildemente presentó el fruto de sus
investigaciones, destinado a la segunda parte de la Crónica del Perú, ante la
competencia y el conocimiento de los oidores de la audiencia de Lima, Hernando
de Santillán y Melchor Bravo de Saravia. El 8 de septiembre de ese mismo año,
concluyó en esa ciudad la primera parte de su trabajo, y poco después,
posiblemente en esa misma fecha o poco después, dejó listos los escritos de la
tercera y cuarta parte, al menos hasta el tercer libro.
Las
prolongadas y arduas vigilias, junto con la dura tensión mental a la que se
veía sometido, sin mencionar los efectos del clima agotador de Los Reyes,
finalmente minaron la salud de Cieza. No es descabellado suponer que, buscando
recuperarse, así como atender la publicación de sus escritos y ser reconocido
por sus méritos, abandonara el Perú para siempre en el mismo año de 1550 y se
trasladara a Castilla. Allí, con más espacio y recursos, podría dar los toques
finales a su Crónica y dedicarse también a otras dos obras: el "Libro de
las cosas sucedidas en las provincias que confinan con el mar Océano" y
una relación o historia de la Nueva España. Aunque, en realidad, no hay
evidencia de que completara una y comenzara la otra, aunque manifiesta
explícitamente su intención en los capítulos XLIII y CCXXV de "La Guerra
de Quito" con estas palabras: "pues en el descubrimiento de Urute
melité debajo de su bandera [de Alonso de Cáceres] y pasamos muchos trabajos y
miserias, como verán los lectores en un libro que yo tengo comenzado de las
cosas sucedidas en las provincias que confinan con el mar Océano".
"Si yo pudiera dar alguna noticia de aquellas partes [de la Nueva España],
yo lo haré, porque grandemente lo deseo".
Una
vez que Cieza regresó a España, las noticias sobre él se vuelven escasas. En
resumen, hacia finales de 1551 o principios de 1552, se trasladó, probablemente
desde Sevilla, a Toledo para presentar al príncipe don Felipe la primera parte
de su Crónica. La obra fue examinada en el Consejo de las Indias en el último
de esos años; se aprobó y el autor regresó a Sevilla en 1552, mientras que en
marzo de 1553 se completaba la impresión en la ciudad del Betis. Algunas de
estas fechas son inferencias, basadas en que, si hacia 1551 estaba revisando y
añadiendo a su manuscrito, solo pudo presentarlo al Príncipe en los últimos
meses de ese año o en los primeros del siguiente. Además, la llegada de fray
Tomás de San Martín, provisto para el obispado de Charcas, coincidió con el
examen en el Consejo de las Indias de la primera parte de la Crónica, lo que
sugiere que fue entre septiembre u octubre de 1552; y la aprobación del Consejo
no debería haber tardado mucho, lo que hace muy posible que se despachara en
ese mismo año de 1552, ya que en marzo de 1553 se terminó la impresión en
Sevilla.
A
partir de ese año, el destino de nuestro Cieza, cuyo libro seguramente le
otorgó el justo renombre y fama, es algo incierto. ¿Por qué no publicó las
otras partes de su Crónica? ¿Acaso le faltó protección y recursos? ¿Intervino
la envidia en sus asuntos o la burocracia complicada obstaculizó y dificultó
indefinidamente sus esfuerzos? Son preguntas sin respuesta. Lo que se sabe es
que el ilustre cronista del Perú falleció en Sevilla, eclipsado y casi
olvidado, en una fecha desconocida. Alfonso Chacón, cuya información Nicolás
Antonio utiliza en su Biblioteca Universal, menciona que Cieza murió en el año
1560 o poco antes. Sin embargo, podríamos suponer que su muerte fue la de
alguien que partió de este mundo cansado de trabajar y merecer, con la
conciencia tranquila y desilusionado de la justicia de los hombres.
III
El
texto que ahora comienza a ver la luz en este tomo proviene de la Biblioteca
particular de S. M. Es la segunda mitad aproximada de un manuscrito en folio
que constaba de 552 páginas y abarcaba, en mi opinión, los tres primeros libros
de la cuarta parte de la Crónica del Perú y posiblemente también la tercera.
Aunque se encuentra en buen estado de conservación en general, con excepción de
las primeras doce páginas y las nueve finales, que están deterioradas en sus
ángulos superiores e inferiores externos, así como la penúltima y antepenúltima
páginas, que tienen grandes fragmentos faltantes desde el borde medio hacia
abajo. Además de estos daños provocados por el tiempo y el abandono, el
manuscrito ha sufrido por culpa de un encuadernador descuidado, cuya cuchilla,
como diría Gallardo, después de cortar la foliación original en números
romanos, y otra posterior —quizás en el siglo XVII o XVIII— ha mutilado varios
renglones. Afortunadamente, muchos de estos pueden restaurarse sin demasiada
dificultad, al igual que la mayoría de las letras y palabras desaparecidas o
dañadas en las veintinueve páginas afectadas.
Todas
las páginas del códice mantienen su orden correlativo, excepto la 340, que, en
lugar de estar en su lugar, se encuentra colocada entre la 320 y la 321. Esta
circunstancia fue observada por un lector curioso, cuyo nombre desconozco, que
las leyó y numeró hace no muchos años. El manuscrito carece de portada y
comienza en el folio 261 de la siguiente manera: "En las trescientas
sesenta y siete hojas, sentía que había alcanzado en mi obra un punto similar
al de aquellos que, al cruzar vados y ríos, se adentran en el agua, donde
cuanto más avanzan, más profundidad encuentran. Puedo afirmarlo con justeza,
pues con la llegada del virrey, se desataron movimientos, reuniones y
preparativos de guerra en muchas y diversas partes del reino, tal como hemos
mencionado. Mi solución será mantener la brevedad en mi relato."
Se
trata del tercer libro de las Guerras Civiles del Perú, conocido también como
la Guerra de Quito, escrito por Pedro de Cieza de León, cronista de las Indias.
El
epígrafe del capítulo primero sigue a continuación.
El
título y el fragmento que lo preceden están tachados, y añadidos después con
letras grandes de la misma mano que los tachó, lo impreso en caracteres
versales. Todo esto parece indicar que, al perderse o separarse la primera
mitad del manuscrito original, el propietario de la segunda, por razones que
desconozco, si actuaba de buena fe, intentó ocultar, aunque de manera poco
hábil, el nombre del autor de "La Guerra de Quito", borrando el
título de la obra donde se mencionaba y el fragmento indicado, que sin duda
alguna es el final del libro segundo de "Las Guerras Civiles", es
decir, la de Chupas.
Nuestro
códice, escrito con dos letras claras, cursivas y de mediados del siglo XVI,
parece ser una copia en limpio, quizás preparada para ser llevada a la
imprenta. Tiene varios pasajes borrados, algunos de ellos considerables, además
de numerosas frases y palabras sueltas. También presenta raspaduras y enmiendas
de otra mano, algunas sobre lo raspado, otras intercaladas y otras al margen,
que podrían ser del propio autor o al menos ordenadas o indicadas por él,
especialmente las del inicio del capítulo LVII. Además, cuenta con numerosas
llamadas, señales y acotaciones en diferentes lugares y formas, con una tinta
más clara y letra más reciente, algunas de las cuales podría asegurar casi con
certeza que son del cronista Herrera, sobre todo la acotación que consiste en
haber subrayado el nombre de Hernán Mexía cada vez que se repite en el texto.
Este hecho es digno de notar, ya que coincide con lo que dicho cronista
declaraba en la Información de Méritos y Servicios de dicho individuo.
Considerando ambos datos, parece que este manuscrito publicado aquí es el mismo
que Antonio de Herrera tuvo en su poder y que proviene de la Cámara de Felipe
II. En mi opinión, el nombre del capitán sevillano se acotó para señalar los
pasajes relevantes que le conciernen y que debían ser certificados por Herrera.
El
original de "La Guerra de Quito" consta de CCXXXIX capítulos, aunque
debido a la rectificación numeración, solo resultan CCXXXVIII. La diferencia
radica en que, al numerarlos, se pasó por alto el que debía ser el CLXXXIX, y
se le asignó este número al siguiente inmediato. Sin embargo, sostengo que esos
doscientos treinta y nueve capítulos no son todos los que debían comprender
"La Guerra de Quito". En los CCXXVIII, CCXXXVI y CCXXXVII hay pasajes
que parecen revelar que el autor tenía la intención de tratar en el futuro
eventos relacionados con esa guerra, lo cual entra en el prospecto de la misma
publicado en el Proemio de la primera parte de su Crónica, aunque en la obra no
se aborden. No es que falten hojas en el manuscrito, ya que el capítulo CCXXXIX
termina en la primera página del folio 552 o en la última con nueve renglones y
medio escritos en una letra del siglo XVI, muy distinta de las otras, como si
el autor, después de haber escrito ese capítulo, hubiera querido añadir algo
más.
Es
probable que la copia que figura en el Catálogo de manuscritos relativos a
América de Mr. Rich, bajo el número 90 y con el título "Tercer libro de
las Guerras Civiles del Perú, el cual se llama la guerra de Quito, hecho por
Pedro de Cieza de León, cronista de las Indias (420 folios en folio)",
haya sido extraída del códice conservado en la Biblioteca particular de S. M.
Según las noticias de don Enrique de Vedia, este manuscrito "perteneció a
la exquisita colección que reunió la diligencia de don Antonio de Uguina, la
cual pasó después de su fallecimiento a manos de M. Ternaux-Compans, de París,
y luego a las de Mr. Lennox, de Nueva York, quien la adquirió por 600 libras
esterlinas en el año 1549".
Es
realmente curioso, e incluso difícil de comprender, que a pesar de que nuestro
libro ha viajado tanto tiempo y ha sido conocido por tantas personas ilustradas
y adineradas, ninguna haya sentido el deseo de publicarlo.
Al
emprender ahora, con gran voluntad, esta tarea, no tengo mucha confianza en
poder completarla como se merece la memoria del insigne soldado de Llerena. Sin
embargo, procuraré sacar su obra del olvido, aunque sea con el respeto que
otros no le han brindado. Yo mismo he trasladado el texto a las páginas
destinadas para la imprenta, regularizando la caprichosa y discordante
ortografía de los copistas, corrigiendo errores, reponiendo artículos,
preposiciones y conjunciones que se perdieron al escribir, restaurando, en la
medida de lo posible, las palabras y líneas incompletas debido a manchas y roturas
en el papel, y descifrando los pasajes tachados para que se puedan conocer
incluso los arrepentimientos del autor. Luego, he comparado cuidadosamente el
texto de Cieza con el de su plagiario, Antonio de Herrera, anotando los cambios
o variantes más significativos que este último se permitió al pie de la página
correspondiente. Además, he procurado proporcionar todas las citas mencionadas
en el discurso de "La Guerra de Quito", señalando las referencias a
otros libros y partes de la Crónica del Perú, y definiendo los términos o
expresiones que, en mi opinión, lo requieren.
Además
de todo esto, he recopilado copias, también escritas por mí, de numerosos
documentos inéditos relacionados con los eventos de esa rebelión. Estos
documentos pueden ilustrar, respaldar, contradecir o corroborar las
afirmaciones, conceptos u opiniones de nuestro historiador. Para evitar que su
lectura obstaculice la de la Crónica, los he impreso en forma de apéndices
numerados, con paginación y letra más pequeña, junto con las notas y
observaciones que, debido a su extensión, se encontrarían en una situación
similar y presentarían el mismo inconveniente. Cada tomo publicado contendrá
los apéndices correspondientes a los capítulos que abarque, repitiendo los
números de estos apéndices en los lugares del texto que requieran su lectura.
De esta manera, las ilustraciones de "La Guerra de Quito"
constituirán una serie sistemática de documentos, aunque relacionada
especialmente con ese evento, de interés general para la historia de las Indias.
Así,
tanto los apéndices como el texto llevarán por separado catálogos geográficos y
biográficos, así como repertorios o efemérides de los sucesos más notables que
se registran en ambos. Creo firmemente que el editor de escritos cuya utilidad
y principal interés radican en la riqueza e importancia de datos históricos
debe facilitar su consulta e incluso su crítica con todo tipo de trabajos
auxiliares. No debemos preocuparnos por lo poco que estos trabajos puedan
resaltar, sino más bien por las necesidades del lector estudioso, que busca y
necesita de esos datos, y que, en última instancia, apreciará la comodidad y
rapidez con la que los encuentre.
Además,
aunque estas razones no fueran suficientes, tratándose de una crónica
americana, me sentiría obligado a ilustrarla, especialmente con noticias
geográficas y biográficas. Esto se debe a la descuidada, confusa y torpe manera
en que se escriben y publican los nombres de personas y lugares en las
publicaciones españolas de libros y documentos relacionados con las Indias.
Estos errores acusan una completa e inexcusable ignorancia por parte de los
editores sobre una historia que ha sido nuestra durante tres siglos, y sobre
unos países que nos pertenecieron hace apenas sesenta años.
Pareciera
que, olvidándonos del ejemplo de los Barcias, Muñoces y Navarretes, algunos
editores desean exponernos al ridículo ante la gente instruida de allá y, de
cierta manera, conceder razón a aquellos que afirman que hemos perdido incluso
la historia del Nuevo Mundo.
IV
Dadas
las condiciones de nuestra Biblioteca, sería casi imposible publicar sin la
facilidad de recoger materiales de las bibliotecas públicas y privadas de esta
corte, y sin el favor y la condescendencia de quienes las dirigen o poseen. Sin
embargo, algunos de sus dueños o jefes me han brindado una acogida tan amable
que siento el deber de reconocerlo y expresar mi gratitud de una vez por todas.
En
primer lugar, debo mencionar la Biblioteca particular de S. M. La mayoría de
los manuscritos que han visto y verán la luz en nuestra publicación provienen
de esta biblioteca. He tenido la oportunidad de copiar y estudiar estos
manuscritos gracias a las extraordinarias atenciones del señor don Manuel
Carnicero en el pasado, y ahora, gracias a la buena amistad del señor don
Manuel Remón Zarco del Valle, ilustre y digno jefe de esta Real dependencia.
También
frecuento la Biblioteca de la Academia de la Historia, donde mi amigo
constante, el consumado paleógrafo y erudito filólogo don Manuel de Goicoechea,
a menudo me facilita la mitad del trabajo de investigación de noticias y
búsqueda de documentos.
El
señor don Pascual de Gayángos me ayuda con su conocimiento en bibliografía e
historia americana, y con los libros de su valiosa e inestimable biblioteca.
Debo
también mencionar las mil atenciones del señor don Cayetano Rosell, jefe de la
Biblioteca Nacional, y del encargado de la sección de manuscritos, don José
Octavio de Toledo; así como la oportunidad de conocer muchos documentos
interesantes relacionados con la historia del Perú gracias a los señores don
Francisco de Paula Juárez, Archivero de Indias, don Luis Tro y Moxó y don José
Sancho Rayón.
M.
J. de la Espada.
Capítulo
I: El Viaje del Virrey Blasco Núñez Vela desde Sanlúcar hasta Panamá, en el
Reino de Tierra Firme.
En
este primer capítulo, narraremos el viaje del ilustre virrey Blasco Núñez Vela
desde el puerto de Sanlúcar hasta la ciudad de Panamá, situada en el reino de
Tierra Firme.
El
virrey Blasco Núñez había ordenado preparar las embarcaciones para zarpar de España
y continuar su viaje hacia los reinos del Perú. Después de completar los
preparativos, junto con los caballeros que lo acompañaban, partió del puerto en
un sábado, tres días del mes de noviembre del año 1543. Navegando con rapidez
por el vasto océano, llegaron a Gran Canaria, donde se abastecieron de
provisiones marítimas. Luego, con la incorporación del licenciado Cepeda, quien
era oidor, partieron de la isla y se dirigieron hacia Nombre de Dios.
Al
llegar a Nombre de Dios, dos días después de la Epifanía del año 1544, el
virrey permaneció allí durante quince o dieciséis días. Después de este tiempo,
acompañado por su séquito, partió hacia la ciudad de Panamá.
Me
entristece profundamente ver que un hombre tan distinguido como el virrey se
haya expuesto a manos tan malvadas y corruptas. Aunque puede que haya fallado
en la prudencia en asuntos de gobierno, no merecía una muerte tan cruel como la
que aconteció en Añaquito, tan cercana al ecuador. Pero las decisiones últimas,
incluso las más trágicas, escapan a nuestra comprensión y se encuentran en la
voluntad del Altísimo.
Al
llegar el virrey a la ciudad de Panamá, sin esperar a los oidores que, por
diversas razones, no lo acompañaron y se quedaron en el puerto de Nombre de
Dios, encontró al licenciado Pedro Ramírez de Quiñones, actual oidor de Los
Confines. Este estaba llevando a cabo la residencia del doctor Villalobos y del
licenciado Páez, quienes habían servido como oidores en la audiencia anterior
establecida en ese reino.
Inmediatamente,
el virrey tomó el sello real y lo guardó en un cofre con el debido respeto. Sin
perder tiempo y cumpliendo estrictamente las órdenes de Su Majestad, comenzó a
implementar las diversas disposiciones de las ordenanzas, asegurándose de su
ejecución en todas las regiones donde tuviera autoridad. Uno de los primeros
pasos que emprendió fue el traslado de todos los indígenas y las indias del
Perú a sus respectivas tierras y lugares de origen, a expensas de aquellos que
los tenían bajo su tutela. Esta medida se basaba en la voluntad expresa del
Rey, quien deseaba que fueran tratados como súbditos libres y leales.
A
pesar de que las disposiciones eran justas y estaban en línea con lo que se
consideraba apropiado, había algunos indígenas que se encontraban en
situaciones particulares, como estar casados o tener un fuerte apego a sus
señores, además de poseer cierto grado de conocimiento de la fe católica.
Incluso entre aquellos a quienes se ordenaba partir, muchos optaron por escapar
a lugares ocultos para evitar cumplir con la orden, mientras que otros buscaban
refugio en las iglesias, aunque fueran sacados de allí por orden del virrey y
enviados de vuelta hacia el Perú.
Una
vez a bordo de las naves rumbo al Perú, muchos de ellos perecieron en el
camino, lo que resultó en que muy pocos lograran regresar a sus hogares.
Además, aquellos que regresaban a sus tierras tendían a retomar sus prácticas y
creencias anteriores, lo que anulaba cualquier beneficio pretendido de la
ordenanza.
Por
otro lado, algunos conquistadores que regresaban a España y que durante muchos
años habían tenido indígenas a su servicio, incluyendo a aquellos con quienes
habían tenido hijos, se enfrentaban a la orden de separarse de ellos y
enviarlos de regreso a sus tierras, a expensas de sus amos. Si estos
conquistadores protestaban o discutían la medida, se les imponía un costo
adicional en concepto de transporte o equipo marítimo. En situaciones en las
que los indígenas tenían hijos pequeños y se solicitaba que no fueran separados
de sus madres para evitar su muerte, el virrey ordenaba que se pagara una suma
aún mayor, adoptando en este caso una actitud similar a la de los jueces
portugueses en el trato de la moneda llamada "tostón".
Una
vez que los oidores llegaron a Panamá, se organizaron algunas celebraciones.
Sin embargo, se rumoreaba que la relación entre los oidores y el virrey no era
del todo armoniosa; según cuentan, ni él los trataba bien en público ni ellos a
él en privado. Durante las discusiones sobre la rigurosidad de las nuevas leyes
y la dificultad de implementarlas en el Perú, dado el estado de agitación en el
que se encontraba el reino, los oidores aconsejaron al virrey que no mostrara
prisa en ejecutar las leyes de inmediato. Sugirieron que sería más prudente
esperar hasta que estuviera establecido en el Perú y la audiencia estuviera en
funciones, lo que facilitaría la aplicación de las órdenes reales.
El
virrey recibió informes sobre los acontecimientos en el Perú, incluidas las
acciones del gobernador Vaca de Castro, así como sobre la considerable cantidad
de armamento y municiones almacenadas en las ciudades de Cusco y Lima. También
le advirtieron que entrara en el Perú con humildad y paciencia, ya que de lo
contrario podría enfrentar una rebelión en su contra. Además de las fuerzas
militares y armamentos ya presentes en el reino, cada día llegaban más tropas y
recursos, lo que aumentaba la tensión en la región.
Sin
embargo, haciendo caso omiso de estas advertencias, se dice que respondió con
seguridad, afirmando que solo necesitaba una capa y una espada para gobernar
todo el Perú. Muchos, al escuchar estas palabras, intuían hacia dónde se
dirigía la situación. Observando lo ásperas que eran las nuevas ordenanzas para
personas que habían vivido tan libremente como los habitantes del Perú y
anticipando lo difícil que sería para ellos aceptar un yugo tan pesado,
comprendían que se estaban preparando para levantarse en armas. Después de
todo, ya estaban acostumbrados a recurrir a la guerra por asuntos menores.
Capítulo
II - Acontecimientos destacados en Panamá; consejos dados al virrey por el
gobernador Rodrigo de Contreras y los oidores respecto a las ordenanzas.
En
este capítulo se detallarán los eventos más significativos ocurridos en Panamá,
así como las conversaciones entre el virrey y las autoridades locales sobre las
nuevas ordenanzas.
El
bullicio y la agitación en la Tierra Firme no eran menos intensos que en el
Perú, especialmente cuando el virrey proclamaba su determinación de aplicar
rigurosamente las nuevas ordenanzas y establecer un reino de rectitud y
justicia, donde nadie pudiera vivir tan desenfrenadamente como antes. En ese
tiempo, Rodrigo de Contreras, quien había sido gobernador de la provincia de
Nicaragua, se encontraba en Panamá. Observando que el virrey no guardaba secretos
sobre sus intenciones y las proclamaba públicamente, afirmando con juramento
que las ordenanzas reales se aplicarían tal como el Rey había ordenado, incluso
antes de desembarcar en el puerto de Tumbes, donde los indígenas debían
reconocer su vasallaje al Emperador, nuestro señor, y donde los encomenderos
solo tendrían derecho a cobrar los tributos que les correspondían, Contreras se
retiró a su alojamiento. Allí, le expresó al virrey: "La agitación que ha
surgido en este nuevo imperio de las Indias desde las islas hasta esta parte,
cuando los españoles que aquí residen se enteraron de las nuevas ordenanzas,
supongo que no es desconocida para Vuestra Señoría. Si sus oídos no están
sordos, incluso antes de que el tumulto se haya calmado, podrán escuchar el
clamor que esto ha generado".
No
me quejo, ni nosotros aquí, de que Su Majestad haya enviado las nuevas leyes.
Siendo un príncipe tan cristianísimo, su deseo es que las cosas aquí se
gobiernen con rectitud y moderación. Teníamos la certeza de que cuando sus
ministros vinieran a implementarlas, celosos del servicio real, comprenderían
que la situación no requería una ejecución inmediata. Sin embargo, al escuchar
que Vuestra Señoría insinúa públicamente que las ordenanzas deben ser aplicadas
de inmediato, incluso antes de llegar a la Nueva Casilla, me preocupo. Las
ordenanzas que trae no deberían ser publicadas de inmediato; más bien, sugiero
que vaya al reino y permanezca allí durante un año o más. Después de asegurarse
de que las provincias estén estabilizadas y libres de disturbios, en ese
momento, el tiempo, que es el maestro de los acontecimientos, dictará qué se
debe hacer.
Si
estas ordenanzas se implementan de manera precipitada, predigo desde aquí
grandes males. Los habitantes de ese reino no son de baja estofa, como se dice
en España; son principalmente nobles, hijos de padres magníficos. Preferirán
morir antes que aceptar el cumplimiento de estas ordenanzas. Y si surge un
líder principal, te aseguro que no faltarán divisiones ni conflictos, ya que el
tumulto allí es considerable.
Dicen
que Contreras expresó esto al virrey, a lo que este último respondió de la
siguiente manera: "Si es cierto que la maldad siempre precede a la bondad,
y la tiranía a la lealtad, y si los que están en estos reinos no reconocen la
autoridad del Rey más allá de lo que ellos quieren conceder, entonces podría
creer lo que decís. Pero si afirmáis que la voluntad de Su Majestad no ha
cambiado, ¿cómo es posible que no deseen cumplir sus órdenes? Nuestros padres
llegaron a este imperio en condiciones de pobreza, como bien sabéis, ya que no
ha pasado tanto tiempo desde que Colón partió de España. Sin embargo, la
codicia se ha arraigado tanto en los corazones de los habitantes de aquí que,
con el afán de obtener riquezas, han causado grandes males y casi han destruido
por completo las provincias. Si estas leyes no hubieran llegado ahora, en diez
años solo veríamos edificios en ruinas y tierras devastadas.
No
os equivoquéis pensando que los ministros del Rey nos dejaremos llevar por los
deseos de los habitantes de aquí. Ninguno se atreverá a desafiarme sin
enfrentar las consecuencias; le quitaré la cabeza como castigo por su
traición".
Tras
pronunciar estas palabras, el virrey se retiró a su reclusión, mientras que el
gobernador Rodrigo de Contreras abandonó la sala. Poco después, el licenciado
Zarate, preocupado por la declaración del virrey de que pronto se ejecutarían
las nuevas leyes y reconociendo que no era sensato discutir un tema tan
delicado, decidió dirigirse al virrey. Le sugirió que, dada la situación, sería
prudente no mencionar las ordenanzas por el momento, sino más bien guardarlas
en lo más profundo de una caja hasta llegar a tierras del Perú, donde podrían
evaluar si podrían implementarse de manera adecuada. Ante esto, y frente a las
sugerencias similares de los oidores Cepeda, Álvarez y Tejada, el virrey
respondió que consideraría el asunto y actuaría según lo que considerara
apropiado.
Sin
embargo, cuando el contador Juan de Cáceres expresó su preocupación de que la rápida
aplicación de las ordenanzas podría provocar una rebelión en el Perú, el virrey
respondió con dureza, indicando que, si no fuera un servidor del Rey, lo habría
mandado ahorcar por sus palabras.
A
medida que se acercaba el momento de la partida del virrey hacia el Perú, los
oidores volvieron a hablarle sobre las ordenanzas, aconsejándole que, antes de
su publicación, permitiera la formación de la audiencia. Sugirieron que una vez
establecida, podrían tomar decisiones con mayor prudencia y siguiendo las
directrices de Su Majestad. Sin embargo, el virrey, desestimando sus consejos,
respondía con firmeza que cumpliría con lo que se le había ordenado y que él
solo era suficiente para hacerlo.
Esta
actitud del virrey generaba cada vez más sospechas entre los oidores y él.
Capítulo
III: La llegada de Francisco de Carvajal a la ciudad de Los Reyes con el deseo
de viajar a España, y el embarque del virrey en Panamá hacia el Perú.
Este
capítulo relatará la llegada de Francisco de Carvajal a la ciudad de Los Reyes,
donde expresó su fuerte deseo de regresar a España. Además, se describirá el
momento en que el virrey se embarcó en Panamá con destino al Perú.
En
un pasaje anterior, mencionamos cómo Francisco de Carvajal, deseando abandonar
el reino, buscó el favor del gobernador Vaca de Castro y del cabildo del Cusco
para lograr su objetivo. Con la ayuda que recibió, salió de la ciudad con todo
el dinero que pudo reunir, anhelando encontrar tranquilidad en España. Su
partida no pasó desapercibida para Antonio de Altamirano, Lope de Mendoza y
muchos otros, pero estaba destinado por Dios, debido a nuestros grandes
pecados, que se convirtiera en un flagelo tan cruel como rápido, como pronto se
revelará en el texto.
Una
vez fuera de la ciudad del Cusco, viajó hasta llegar a la ciudad de Los Reyes,
donde decidió alojarse en la casa del tesorero Alonso Riquelme. Cuando Riquelme
se enteró de su llegada, temió por su vida, ya que sabía de la enemistad que
existía entre ellos y temía que Carvajal hubiera sido enviado para matarlo por
orden de Vaca de Castro. Al día siguiente, trató por todos los medios posibles
de evitar tenerlo como huésped en su casa. Sin embargo, debido a la astucia de
Carvajal, este logró instalarse en su residencia con relativa facilidad, a
pesar de los intentos de Riquelme por evitarlo.
Después
de algunos días de su llegada a Los Reyes, Francisco de Carvajal entregó las
cartas que traía de Vaca de Castro y relató a los miembros del cabildo los
detalles de su viaje a España. Explicó la utilidad y beneficio que traería al
reino su partida, así como la necesidad de informar adecuadamente a Su Majestad
sobre la situación de la provincia y las injusticias que sufrían los
conquistadores si las nuevas leyes se aplicaban sin consideración.
Vaca
de Castro expresaba ideas similares en sus cartas y sugirió que se otorgara a
Carvajal el poder para negociar en España en beneficio del reino. Al recibir la
carta del gobernador y escuchar las palabras de Carvajal, los miembros del
cabildo respondieron de manera ambigua. Indicaron que, dado que el gobernador
les había informado que su llegada a Los Reyes sería breve, Carvajal debería
permanecer en la ciudad hasta su llegada. Una vez que llegara, se seguirían las
instrucciones del gobernador, quien actuaba en nombre del Rey. Esta respuesta
fue dada en el interior de su cabildo y ayuntamiento, durante su reunión
oficial.
Carvajal,
sintiéndose menospreciado por la respuesta frívola que recibió del cabildo de
Los Reyes, se retiró profundamente herido, mientras los miembros del
ayuntamiento se quedaron riendo y burlándose de él. Estaban convencidos de que,
cuando Vaca de Castro regresara del Cusco, el virrey ya estaría en tierras
peruanas y no tendría poder para causarles ningún problema por no haber
permitido que Carvajal viajara a España.
Mientras
tanto, el virrey Blasco Núñez Vela ansiaba salir de Tierra Firme y embarcarse
en las naves de la mar austral para llegar rápidamente al reino de Perú. Estaba
decidido a establecer la audiencia en Los Reyes y creía que sería fácil
implementar las ordenanzas. Se mostraba obstinado al escuchar con irritación y
dificultad a aquellos que le planteaban otra cosa.
Dejando
a los oidores en Panamá y llevando consigo el sello real, el virrey se embarcó
en la ciudad de Panamá diez días después del mes de febrero del mismo año.
Sorprendentemente, llegó al puerto de Tumbes en tan solo nueve días, un viaje
que nunca antes se había visto ni oído que se realizara con tanta rapidez y
velocidad.
Desde
Tumbes, el virrey escribió cartas a la ciudad de San Francisco del Quito,
Puerto Viejo y Guayaquil para informarles sobre su llegada al reino y el cargo
que traía por mandato del Emperador nuestro señor. Expresó su deseo de hacer el
bien a todos y administrar justicia equitativa, motivo por el cual había
aceptado su posición. Además, anunció que una vez llegara a la ciudad de Los
Reyes, establecería la audiencia y cancillería real, donde se impartiría y
administraría justicia a aquellos que la necesitaran.
A
pesar de estas palabras de benevolencia, el virrey emitió algunos mandamientos
relacionados con la nueva administración y el tratamiento de los indígenas.
Estos mandamientos fueron vistos como molestos y opresivos, ya que hasta ese
momento la justicia se había aplicado de manera parcial, como se dice en el
pueblo, entre amigos. Como resultado, se generaron murmullos y críticas hacia
el virrey, y su nombre era despreciado en todas partes donde se conocía su
llegada. Por temor a la fiscalización, muchos se enfocaron únicamente en
extraer la mayor cantidad de oro posible de los indígenas y caciques.
Capítulo
IV: El gobernador Vaca de Castro escribe desde la ciudad del Cusco al capitán
Gonzalo Pizarro, y su partida del Cusco.
En
este capítulo se narrará cómo el gobernador Vaca de Castro envió una carta
desde la ciudad del Cusco al capitán Gonzalo Pizarro, así como los eventos que
llevaron a su partida de dicha ciudad.
En
la ciudad del Cusco, después de los eventos descritos en los capítulos
anteriores, el alboroto y tumulto provocado por las nuevas ordenanzas no
cesaban, sino que continuaban. Incluso se dice que personas como Hernando
Bachicao, Juan Vélez de Guevara, Gaspar Rodríguez de Camporedondo y Cermeño,
entre otros, se dirigieron a Vaca de Castro. Le instaron a que, como gobernador
del Rey, permaneciera en su posición y desempeñara su cargo, asegurándole que
todos le servirían y le brindarían apoyo en lo que les ordenara.
La
respuesta de Vaca de Castro revela su comprensión de lo voluble e inconstante
que eran las voluntades de los hombres en el Perú. Reconoció que aquellos que
incitaban a la sedición y promovían guerras bajo justificaciones superficiales
siempre buscaban un líder al que culpar en caso de problemas. No se equivocaba
Vaca de Castro en este aspecto, ya que aquellos que promovían disturbios y
conflictos, cuando veían una oportunidad, se desvinculaban del asunto,
pretendiendo haber sido forzados a seguir al tirano. Utilizaban argucias y
juramentos para apoyar su posición, pretendiendo que su conciencia estaba
limpia y que solo obedecieron bajo coacción, lo cual les servía como excusa.
Entendiendo
la situación, Vaca de Castro les comunicó que había tenido la provincia bajo su
responsabilidad por mandato del Rey, y que no haría otra cosa que dirigirse a
la ciudad de Los Reyes para esperar al virrey designado por Su Majestad. Ordenó
al secretario Pero López que preparara los documentos necesarios, ya que
deseaba partir del Cusco de inmediato.
Algunos
sugieren, e incluso hombres de confianza me lo han afirmado, que Vaca de Castro
escribió a Gonzalo Pizarro instándole a venir con prontitud y actuar como
procurador del reino y su defensor. Además, le propuso la idea de casarse con
una de sus hijas y que él, Vaca de Castro, viajaría a España para negociar la
gobernación del Nuevo Toledo en su nombre, entre otras cosas, animándolo a
tomar esta decisión. Cuando estuve en la ciudad de Los Reyes, don Antonio de
Ribera me informó que, entre las numerosas cartas que Gonzalo Pizarro tenía
allí, tantas que tres secretarios las leyeron continuamente al presidente de la
Audiencia y aún no terminaron después de cuatro días, una de ellas indicaba
que, aunque muchos le instaban a venir a responder por ellos, él prefería
quedarse en su casa ya que Su Majestad había enviado un virrey, quien al llegar
a la tierra actuaría según lo que considerara más conveniente para el servicio
real. Estas cartas no tenían una intención tan maliciosa como algunos han
sugerido. Es posible que ambas cartas fueran escritas por él.
Pocos
días después, Vaca de Castro partió del Cusco acompañado de Gaspar Rodríguez de
Camporedondo, Antonio de Quiñones, Diego Maldonado, el licenciado Carvajal,
Antonio de Altamirano, Gaspar Gil, Pedro de los Ríos, Hernando Bachicao y otros
líderes, así como algunos soldados. Juntos, comenzaron su camino hacia la
ciudad de Los Reyes.
Capítulo
V: El virrey parte de Tumbes hacia la ciudad de San Miguel, implementando las
ordenanzas, lo que genera gran malestar entre los habitantes del Perú.
En
este capítulo, se relatará cómo el virrey partió de Tumbes rumbo a la ciudad de
San Miguel, mientras implementaba las ordenanzas reales. Este hecho provocó un
profundo malestar entre los habitantes del Perú.
Una
vez que el virrey Blasco Núñez Vela llegó al puerto de Tumbes acompañado de su
hermano Francisco Velázquez Vela Núñez, y su cuñado el capitán Diego Álvarez de
Cueto, junto con otros caballeros y servidores, comenzó de inmediato a
implementar las ordenanzas reales, enviando sus mandatos sin esperar a ser
reconocido como virrey, ya que así lo había dispuesto Su Majestad. Estos
mandamientos instruían a todos a reconocerlo como tal y a tratar con justicia a
los indígenas, evitando imponerles tributos excesivos o infligirles daño
alguno, entre otras disposiciones que, aunque justas, debían aplicarse con
prudencia y moderación, y no con tanta severidad y rapidez. A pesar de que
estas medidas no parecían suficientes para desencadenar una rebelión en el
Perú, en Tumbes, Diego Álvarez de Cueto y otros consejeros le recomendaron que,
por el momento, se limitara a establecer el tribunal y consolidar su autoridad
en el reino. Sin embargo, el virrey nunca consideró esta opción, lo que sugiere
que Dios, debido a los grandes pecados de los habitantes del Perú, permitió que
siguiera por este camino, quizás para castigarlos con su justicia divina. La
soberbia y la falta de moralidad de algunos, que pecaban abiertamente, merecían
la intervención divina y enfrentar las consecuencias de sus acciones
pecaminosas con calamidades y sufrimientos extremos. El virrey siempre
respondía que haría lo que el Rey le ordenara, incluso si eso significaba
arriesgar su vida.
En
Tumbes, el virrey estuvo ocupado durante quince días gestionando estos asuntos.
Una vez concluidos, decidió partir hacia la ciudad de San Miguel. Durante su
trayecto, fue recibido con alegría en la ciudad, al menos eso mostraban en
público, aunque en realidad a todos les pesaba verlo debido a las nuevas leyes
que traía consigo. A pesar de ello, fue recibido oficialmente como virrey y
comenzó inmediatamente a implementar las ordenanzas. Ordenó tomar copias de los
repartimientos en los territorios de San Miguel, consultando a los caciques
sobre lo que entregaban y a los encomenderos sobre lo que recibían, con el fin
de establecer tasas tributarias basadas en esta información. Además, instruyó a
los indígenas locales sobre la voluntad de Su Majestad de que fueran tratados
como súbditos libres y vasallos del rey.
Los
miembros del cabildo de esa ciudad, al ver cómo el virrey estaba implementando
las ordenanzas, le rogaron con humildad que no lo hiciera de inmediato. Le
pidieron que permitiera que el Emperador recibiera informes completos sobre
todo el reino, de modo que, al conocer los grandes servicios que habían
prestado, pudiera concederles favores y no permitir la completa ejecución de
las ordenanzas. A pesar de sus súplicas, expresadas con lágrimas y levantando
sus manos en señal de lealtad al Rey, sus ruegos y apelaciones no tuvieron
éxito. El virrey ignoró sus peticiones, requerimientos y protestas, y procedió
a liberar a los indígenas de la autoridad de Diego Palomino, quien había sido
teniente de gobernador. También les ordenó a los indígenas que no dieran nada a
los españoles sin recibir pago previo, y que utilizaran pesos y medidas justas
en sus transacciones con ellos.
Todas
estas noticias se propagaban rápidamente hacia las ciudades de Trujillo y Los
Reyes, y se exageraban aún más, lo que aumentaba la gravedad y la dificultad
del régimen del virrey, como suele ocurrir en casos similares. Mientras tanto,
sin la compañía de la gente que viajaba por tierra, llegó al Callao, el puerto
cercano a la ciudad costera de Los Reyes, una nave propiedad de un tal Juan
Vázquez de Ávila. El capitán de la nave informó que el virrey Blasco Núñez se
había quedado en Tumbes. Esta noticia provocó un gran revuelo en la ciudad, ya
que se temía que el virrey ordenara inmediatamente la ejecución de las leyes.
En respuesta a esta situación, los regidores, funcionarios y otros líderes de
la ciudad se reunieron en su cabildo para discutir la llegada del virrey y la
agitación que estaba ocurriendo en el reino, y para decidir qué acciones tomar.
Después de un debate, acordaron enviar a algunos hombres sabios y respetados
para encontrarse con el virrey, felicitarlo por su llegada y informarle sobre
la situación del reino. Además, prometieron someterse fielmente a las órdenes
de su rey y señor natural.
Capítulo
VI: La Recepción del Virrey en Los Reyes y su Partida hacia Trujillo
En
este capítulo, se relata el emocionante recibimiento que algunos caballeros de
la ciudad de Los Reyes prepararon para recibir al virrey. Además, se detalla la
partida del mismo desde San Miguel hacia Trujillo.
Decididos
los representantes del cabildo de Los Reyes a despachar enviados para
encontrarse con el virrey, seleccionaron al factor Yllan Xuárez de Carvajal, al
capitán Diego de Agüero, ambos regidores, y a Juan de Barbarán, procurador de
la ciudad. Acompañándolos, partieron también Pablo de Meneses, Lorenzo de
Estupiñán, Sebastián de Coca, Hernando de Vargas, Rodrigo Núñez de Prado y
otros, entre los cuales se encontraba fray Isidro de la orden de los dominicos,
enviado por orden del reverendísimo don Jerónimo de Loaiza, obispo de Los
Reyes.
Mientras
estos partían, volvamos nuestra atención a Blasco Núñez, quien, tras realizar
las tareas descritas en el capítulo anterior en la ciudad de San Miguel y sus
alrededores, decidió dirigirse a Trujillo. Así, acompañado por los suyos, dejó
atrás esa ciudad.
El
factor y sus compañeros de Los Reyes avanzaron hasta llegar a unos alojamientos
conocidos como las Perdices, a unas diez leguas de distancia de la ciudad, con
la determinación de no detenerse hasta encontrarse con el virrey. En su camino,
se encontraron con un español que se aproximaba a gran velocidad. Este hombre,
al acercarse, se identificó como Ochoa y anunció que traía despachos del virrey
para el cabildo de Los Reyes y el gobernador Vaca de Castro, lo cual resultó ser
cierto, ya que el virrey lo había enviado mientras estaba en camino.
Los
representantes del cabildo abrieron los despachos y encontraron un traslado de
la provisión que Su Majestad dio a Blasco Núñez como virrey, así como una carta
dirigida a Vaca de Castro, en la que se le ordenaba que renunciara al cargo de
gobernador y se trasladara a Los Reyes, entre otros asuntos. Para el cabildo de
Los Reyes, también había una carta en la que se les instruía a reconocer al
virrey mediante el traslado de la provisión adjunto, otorgando a los alcaldes
la autoridad judicial y retirando el cargo de gobernador a Vaca de Castro.
Se
dice que, desde su llegada al reino, el virrey consideraba las acciones de Vaca
de Castro como desfavorables y mostraba simpatía hacia aquellos que apoyaban a
don Diego de Almagro. Estos son rumores comunes, pero desconozco su veracidad.
Al
recibir los despachos, el factor y los demás se regocijaron, pues tenían
enemistad con Vaca de Castro. Decidieron que Juan de Barbarán, como procurador,
llevara la noticia. Este corrió apresuradamente de regreso a Los Reyes y, al
llegar a la ciudad, recorrió las calles gritando como si la tierra se hubiera
levantado en servicio de Su Majestad, anunciando: "¡Libertad! ¡El señor
virrey está llegando! Aquí están sus despachos." Con esta noticia, el
tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Saucedo, los regidores Juan de
León, Francisco de Ampuero y Nicolás de Ribera el Mozo, junto con los alcaldes
Alonso Palomino y Nicolás de Ribera el Viejo, entraron al cabildo.
La
provisión real de Su Majestad ordenaba que recibieran a Blasco Núñez como
virrey. Sin embargo, algunos argumentaban que era un simple traslado, lo que
les daba una excusa para no reconocer a Blasco Núñez como tal. Después de tres
sesiones de cabildo sin llegar a un acuerdo, finalmente, debido a las tensiones
públicas con Vaca de Castro más que por cualquier otra razón, el virrey fue
reconocido en Los Reyes como lo ordenaba Su Majestad. Durante estas
deliberaciones, el licenciado Esquivel de Badajoz, deseoso de servir al
Emperador, abogó por reconocer a Blasco Núñez como virrey. Posteriormente, el
licenciado se dirigió a Trujillo para unirse al servicio del virrey. Se envió
una copia de estos eventos y la carta del virrey a Vaca de Castro.
A
pesar de la alegre comunicación del virrey, el licenciado de la Gama, que
actuaba como su teniente, abandonó la ciudad para encontrarse con Vaca de
Castro, dejando el gobierno en manos de los alcaldes. Juan de Barbarán fue
nombrado alguacil mayor, y las provisiones del virrey fueron proclamadas
públicamente. El texto de estas provisiones se presenta a continuación:
Don
Carlos, por la gracia divina, Emperador perpetuo de Alemania, y Doña Juana, su
madre, así como el mismo Don Carlos, por la misma gracia, Reyes de Castilla, de
Aragón, de León, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de
Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de
Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de
Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias y de Tierra Firme del Mar
Océano, condes de Barcelona, señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y
de Neopatria, condes de Flandes y de Tirol, entre otros títulos.
Por
cuanto hemos considerado conveniente para nuestro servicio, el bienestar y el
engrandecimiento de la provincia de la Nueva Castilla, conocida como Perú,
hemos decidido nombrar a una persona que, en nuestro nombre y como nuestro
virrey, la gobierne, y tome decisiones y provea todo lo necesario para el servicio
de Dios Nuestro Señor, el crecimiento de Nuestra Santa Fe Católica, la
instrucción y conversión de los indígenas nativos de esa tierra, así como para
la sustentación, perpetuidad, población y desarrollo de la mencionada Nueva
Castilla y sus provincias.
Por
lo tanto, confiamos en vos, Blasco Núñez Vela, y creemos que es en beneficio de
nuestro servicio y del bienestar de la provincia de la Nueva Castilla que
asumáis el cargo de nuestro virrey y gobernador. Confiamos en que ejerceréis
dicho cargo con prudencia y fidelidad. Por la presente, os designamos como
nuestro virrey y gobernador de la Nueva Castilla y sus provincias, durante el
tiempo que lo creamos conveniente, y como tal, os encomendamos que proveáis lo
que sea necesario tanto para la instrucción y conversión de los indígenas a
nuestra Santa Fe Católica, como para la perpetuidad, población y desarrollo de
la mencionada tierra y sus provincias, según consideréis necesario.
Y
mediante esta carta, ordenamos al licenciado Vaca de Castro, nuestro actual gobernador
de la mencionada provincia, así como a nuestro presidente y oidores de la
audiencia real que hemos establecido en Los Reyes, y a nuestro capitán general
y capitanes de la mencionada tierra, y a los consejos, autoridades judiciales y
regidores, caballeros, escuderos, funcionarios y ciudadanos honorables de todas
las ciudades, villas y lugares de la mencionada Nueva Castilla, tanto las que
están actualmente pobladas como las que se poblarán en el futuro, y a cada uno
de ellos; que sin demora ni dilación alguna, sin necesidad de requerimiento,
consulta o espera de otra carta o mandato nuestro, ya sea secundario o
terciario, os reconozcan, reciban y consideren como nuestro virrey y gobernador
en la mencionada Nueva Castilla, conocida como Perú, y sus provincias.
Asimismo,
les ordenamos que os permitan y consientan ejercer libremente dichos cargos
durante el tiempo que consideremos oportuno, en todas aquellas cuestiones que
entendáis necesarias para nuestro servicio, el buen gobierno, la perpetuidad y
el desarrollo de esa tierra, así como la instrucción de sus habitantes nativos.
Para ejercer y desempeñar dichos cargos, todos deben conformarse a vuestra
autoridad, obedeceros y cumplir con vuestros mandatos, proporcionándoos todo el
apoyo y ayuda que necesitéis tanto con sus personas como con sus recursos, y
obedeciéndoos en todo momento.
Por
la presente, os recibimos en dichos cargos y os consideramos apto para
ejercerlos, otorgándoos el poder y la facultad necesarios para hacerlo, incluso
si encontráis resistencia o rechazo por parte de alguien en relación con ellos
o alguno de ellos.
Asimismo,
concedemos que, si consideráis que es necesario para cumplir con nuestro
servicio y la ejecución de nuestra justicia, podáis ordenar que cualquier persona
que actualmente se encuentre o en el futuro se encuentre en la provincia de la
Nueva Castilla y sus tierras y provincias, salga de ella y no entre ni
permanezca en ella. Podréis hacerlo en nuestro nombre, conforme a las leyes
promulgadas sobre este asunto, proporcionando a la persona desterrada la causa
de su destierro. Si consideráis que esta causa debe permanecer en secreto,
podréis proporcionársela cerrada y sellada, y por vuestra parte, nos enviaréis
otra copia de la misma para que estemos informados al respecto. Para todo lo
anterior, así como para cualquier aspecto relacionado, os otorgamos pleno poder
con todas sus incidencias y dependencias.
También
ordenamos que, mientras ejerzáis los mencionados cargos de nuestro virrey y
gobernador de esa tierra, recibáis un salario anual de cinco mil ducados,
contados a partir del día en que zarpéis del puerto de Sanlúcar de Barrameda
para dirigiros a nuestra provincia de Perú, durante todo el tiempo que
ostentéis dichos cargos. Ordenamos a nuestros funcionarios en la provincia de
Perú que os paguen esta cantidad de los impuestos que recolecten en la
mencionada tierra, y que reciban vuestro documento de pago como comprobante.
Además, ordenamos que esta nuestra provisión sea registrada por nuestros
funcionarios en la ciudad de Sevilla, en la Casa de la Contratación de las
Indias.
Dado
en la villa de Madrid, el primer día del mes de marzo del año mil quinientos
cuarenta y tres. —Yo, el Rey— Y Juan de Samano, el secretario de sus Cesáreas y
Católicas Majestades, la hice escribir por su mandato.
Y
en la parte posterior de esta real provisión de Su Majestad estaban las firmas
y nombres siguientes: Frag. Carlis. Hispalens. S. eps. Conchen, el doctor
Bernal, el licenciado Gutiérrez Vélez, el licenciado Gregorio López, el
licenciado Salmerón. —Registrada— Juan de Loyando. —Por el canciller, Blas de
Sayavedra.
Capítulo
VII: De la llegada del gobernador Vaca de Castro desde el Cusco y lo ocurrido
al factor Yllan Xuárez y los demás que se dirigían a encontrarse con el virrey.
El
gobernador Vaca de Castro, después de su estancia en el Cusco, se encaminaba de
regreso hacia su destino. Mientras tanto, el factor Yllan Xuárez y los otros
enviados que se dirigían a encontrarse con el virrey avanzaban en su viaje.
Sin
embargo, en el transcurso de su camino, aconteció un suceso inesperado.
Entonces,
como se narró en capítulos anteriores, el gobernador Vaca de Castro deseaba
abandonar la ciudad del Cusco para dirigirse a Los Reyes con la intención de
encontrarse con el virrey Blasco Núñez Vela. A pesar de los consejos y
advertencias de muchos de sus amigos, quienes le sugerían dirigirse al puerto
de Quilca para embarcarse hacia Tierra Firme sin encontrarse con el virrey, él
no consideraba sensato hacerlo de esa manera.
Decidió
dejar la ciudad del Cusco llevando consigo algo de gente, armamento y
artillería para su protección personal, o según algunos argumentaban, para
utilizarlos en beneficio del bien común del reino. Otros afirmaban, con
certeza, que lo hizo para evitar dejar ese armamento en el Cusco, previendo lo
que podría suceder. Dado que la ciudad del Cusco era conocida por ser el
epicentro de los disturbios que se extendían por todo el territorio, le pareció
prudente llevar consigo el armamento y las armas.
Una
vez fuera del Cusco, avanzó hasta llegar a la ciudad de Guamanga, donde se le
unieron algunas personas. Desde allí, se dirigió a la provincia de Jauja, donde
se encontró con el licenciado de la Gama y se informó de lo que había sucedido.
Después de discutir con sus amigos sobre diversos temas, incluidas las
ordenanzas y los rumores sobre el virrey, decidió enviar a su secretario, Pero
López, para encontrarse con él y expresarle sus felicitaciones por su llegada,
asegurándole que lo serviría en todo como representante del Rey nuestro señor.
Y así, Pero López partió en la misión encomendada.
Una
vez que los miembros del cabildo de la ciudad de Los Reyes se enteraron de que
Vaca de Castro venía acompañado de mucha gente, le escribieron pidiéndole que
disolviera su escolta y dejara las armas, y que entrara en la ciudad de Los
Reyes de manera discreta, sin proclamarse más como gobernador del reino, ya que
en ese momento ya no lo era. Sin embargo, le aseguraron que se le guardaría su
honor por haber sido miembro del Consejo Real y haber ejercido como gobernador
y capitán general.
Mientras
tanto, Juan de Barbarán, el factor Yllan Xuárez de Carvajal, el capitán Diego
de Agüero y los demás continuaron su camino hacia la ciudad de Trujillo.
Después de varios días de viaje, llegaron a un pueblo de indígenas llamado Huaura,
a unas dieciocho leguas de la ciudad de Los Reyes. Desde allí, partieron el
viernes, ya tarde, para dirigirse al pueblo de La Barranca al día siguiente,
sábado, víspera de la Pascua de Resurrección del año mil quinientos cuarenta y
cuatro.
Durante
su viaje, se encontraron con un criado del gobernador Vaca de Castro llamado
Ruiloba, cuya llegada causó cierta inquietud. Ruiloba informó que el virrey se
encontraba cerca de Trujillo y que estaba reclutando indígenas. También
mencionó que en San Miguel ya no quedaban oficiales reales, ya que él también
tenía la intención de quitarles los indígenas. Ante estas noticias, el factor
Yllan Xuárez, cansado del viaje y molesto con las novedades, se recostó en un
pilar del aposento, mientras que el capitán Diego de Agüero exclamó en voz alta
que no pararía hasta encontrar al virrey, y que, si le iba a quitar los indígenas,
que lo hiciera de inmediato, ya que su hijo no carecería de sustento, dado que
tenía medios para vivir. Acto seguido, partió hacia Trujillo, acompañado por
Rodrigo Núñez, un vecino de Huánuco que también estaba en conflicto con Vaca de
Castro por haberle quitado los indígenas de repartimiento al seguir a don Diego
de Almagro el Mozo.
Como
se mencionó anteriormente, el virrey partió de la ciudad de San Miguel
acompañado de algunos vecinos y soldados, y durante el viaje, estaba dispuesto
a escuchar cualquier comentario negativo sobre Vaca de Castro. Se decía que,
desde su llegada al Perú, se había alineado con los Almagros, y estos, sin
restricción alguna, criticaban a Vaca de Castro a su antojo.
Es
importante recordar que el antiguo nombre de San Miguel era Piura, el de
Trujillo era Chimo, y el de Los Reyes era Lima. Aunque a veces olvidemos estos
nombres y los mencionemos de diferentes maneras, el lector comprenderá que se
refieren al mismo lugar.
Durante
el viaje, el virrey recorría el camino real de Los Llanos, observando los
vastos desiertos y los edificios en ruinas que indicaban la existencia de
antiguas poblaciones. Lamentaba el estado de abandono en el que se encontraban,
y expresaba su pesar por la disminución de la población, atribuyéndolo al mal
gobierno. Se maravillaba al ver los imponentes y antiguos edificios construidos
con gran magnificencia a lo largo de los caminos.
En
los valles donde aún quedaban algunos indígenas, el virrey se esforzaba por
persuadir a los señores y caciques de que eran vasallos del Rey de España. Les
aseguraba que a partir de entonces tendrían una gran libertad y que los
tributos que pagaban a los encomenderos serían moderados, al igual que los precios
de los alimentos y otros productos necesarios. Además, les decía que, si
deseaban más, debían estar dispuestos a pagar por ello.
Al
llegar a la ciudad de Trujillo, recibió un gran recibimiento, aunque se notaba
en los rostros de los asistentes una preocupación evidente y algunas lágrimas.
Fue recibido con una formación militar, lo cual fue considerado un augurio
desafortunado, ya que venía en busca de paz, pero era recibido con una
disposición militar. Fue escoltado con un palio y los regidores vestidos con
ropas púrpuras lo recibieron como virrey, tal como lo ordenaba Su Majestad.
El
factor Yllan Xuárez de Carvajal y los demás caballeros regresaron a la ciudad
de Los Reyes, y se dice que el factor colocó un lema en La Barranca que decía:
"Cada uno debe cuidar de sus asuntos y no despojar a otros de sus bienes,
ya que podría ser objeto de burla y costarle la vida". Algunos afirman que
este lema fue colocado por Francisco Descolar, un vecino de Los Reyes, y esta
versión se considera cierta.
Capítulo
VIII: De cómo el gobernador Cristóbal Vaca de Castro, al recibir la carta del
virrey y al enterarse de que ya había sido reconocido en Los Reyes, disolvió su
séquito y envió la artillería a la ciudad de San Juan de la Frontera de
Guamanga.
Una
vez que el gobernador Cristóbal Vaca de Castro tuvo en sus manos la carta del
virrey y se percató de que su autoridad ya había sido reconocida en la ciudad
de Los Reyes, tomó la decisión de disolver a su séquito. Luego, ordenó que la
artillería fuera enviada a la ciudad de San Juan de la Frontera de Guamanga.
Es
verdaderamente impresionante observar cómo se desarrolla el curso de nuestra
narración. Las alteraciones que ocurrieron en estos reinos fueron numerosas y
de gran magnitud. La riqueza de esta tierra es tan inmensa que los cerros,
cordilleras, ríos y arroyos rebosan de metales preciosos como la plata y el
oro, lo cual provoca que tanta opulencia no pueda mantenerse en paz.
No
deberían aquellos que vivían en esta tierra intentar ocultar sus iniquidades y
grandes traiciones, atribuyendo la culpa únicamente al capitán Gonzalo Pizarro.
Es innegable que recibía innumerables cartas de todas partes, instándolo a
regresar y prometiéndole que todos le servirían y le apoyarían con sus bienes y
sus personas. Aunque algunos intenten culpar a los habitantes del Cusco, la
realidad es que fueron los que menos responsabilidad tuvieron en estos sucesos,
como más adelante la escritura lo dejará claro y como yo mismo lo demostraré
con toda evidencia.
Al
enterarse el gobernador Vaca de Castro de la noticia de la llegada del virrey
al reino y al ver la carta que este le había enviado, experimentó una profunda
alteración. Esta se debía tanto a las informaciones que le había transmitido su
criado Ruiloba como al recibimiento que le habían dispensado al virrey. Se dice
que Vaca de Castro deseaba entrar en Los Reyes con un cierto grado de
superioridad y aprovechar la ocasión del recibimiento para plantear algunas
cuestiones relacionadas con las ordenanzas. Además, ansiaba que su secretario Pero
López se reuniera con el virrey lo antes posible para informarle sobre las
decisiones que se habían tomado en su nombre.
Vaca
de Castro se encontraba perplejo, reflexionando sobre qué acción tomar en medio
de esta situación llena de preocupaciones. Para un espíritu noble, tales
circunstancias suponen una gran fatiga, y en momentos como estos, es crucial
actuar con gran prudencia. Los principios de situaciones similares exigen un
análisis meticuloso de las opciones disponibles, ya que cualquier error posterior
recaerá en aquellos que no hayan evaluado adecuadamente la situación, mientras
que los aciertos serán atribuidos a la prudencia de los que tomen decisiones
acertadas.
En
situaciones de gran envergadura, a menudo se requiere más determinación que
consejo. Cuando las alteraciones y los disturbios se convierten en guerras,
tiendo a confiar en un individuo audaz en lugar de en un erudito cauto, ya que
se dice que estos últimos, por querer justificar un error, pueden cometer cien
más. Vaca de Castro reflexionaba sobre su situación y comprendía que, si
entraba en Los Reyes acompañado de artillería y armamento, esto sonaría mal y
no inspiraría lealtad. Por otro lado, si ingresaba en secreto, se exponía a que
el virrey impusiera su voluntad sin tener en cuenta su dignidad personal ni el
servicio que había prestado al Rey, ya que su enemistad pública era conocida.
Sin embargo, a pesar de estas consideraciones, decidió disolver a su séquito y
ordenó que la artillería fuera llevada a San Juan de la Victoria de Guamanga.
En el valle de Guadacheri, a dieciocho leguas de Los Reyes, dejaron las picas y
otras armas que poseían.
El
licenciado Benito Xuárez de Carvajal se encontraba junto a Vaca de Castro
cuando recibió una carta de su hermano, el factor, en la que este le informaba
que el virrey le quitaría los indígenas, tal como había hecho con otros
tenientes, incluido él mismo por ser oficial. Por lo tanto, le aconsejaba que,
tras revisar la carta, regresara al lugar donde tenían a su cargo los repartimientos
de indígenas y sacara todo el dinero que pudiera para poder irse a España.
Además, le sugería que dejara a cargo de sus indígenas a Rodrigo de Carvajal,
Jerónimo de Carvajal y Juan Vázquez de Tapia. Una vez que el licenciado de
Carvajal leyó esta carta en público y negoció con Vaca de Castro la
transferencia de sus indígenas, a pesar de que ya no era gobernador, partió
para llevar a cabo lo que su hermano le había escrito. Este episodio marcó el
comienzo de los problemas entre el virrey y el factor, ya que el virrey fue
informado de esta carta por Antonio y Juan de León cuando lo fueron a recibir.
Durante
este período, Vaca de Castro, tras disolver a su séquito, llegó a la ciudad de
Los Reyes acompañado de muy pocos seguidores. A pesar de ello, no dejó de
utilizar todas sus habilidades para cultivar nuevas amistades y fortalecer las
que ya tenía, con la esperanza de volver a establecerse firmemente en la
región.
Capítulo
IX: La Entrada del Gobernador Vaca de Castro en la Ciudad de Los Reyes y sus
Consecuencias
No
cabe duda de que Vaca de Castro demostró ser un hombre astuto, y si la ambición
no hubiera nublado su juicio, habría gobernado el reino con prudencia. Aunque
había reducido su séquito y solo contaba con algunos caballeros vecinos del Cusco,
planificaba cuidadosamente su entrada a la ciudad. Conocedor de que el cabildo
había recibido al virrey mediante un simple traslado, deseaba que ellos mismos
le ofrecieran nuevamente el gobierno, para así poder enfrentarse al virrey en
igualdad de condiciones.
Por
ello, ordenó al licenciado de la Gama, quien había sido su teniente, que
partiera hacia la ciudad y retomara su cargo de teniente. Además, escribió
cartas llenas de gracia y promesas a varias personas, incluso a aquellos que se
quejaban de él, ofreciéndoles nuevos nombramientos. En cuanto a la emisión de
cédulas y provisiones, Vaca de Castro continuó haciéndolo sin cesar hasta su
entrada en Los Reyes. La fecha de estos documentos, ya sea que indicaran un
momento actual o anterior, solo él y sus escribanos lo sabían, pues yo no tengo
acceso a tal información. Sin embargo, lo que realmente sucedió y cómo ocurrió
no es desconocido, y el lector seguramente lo comprenderá.
De
esta manera, sabemos que Vaca de Castro distribuyó muchos indígenas que estaban
bajo su autoridad, así como aquellos que pertenecían al marqués don Francisco
Pizarro, durante su travesía. El licenciado de la Gama volvió a tomar el cargo
de teniente, ya que, cuando Juan de Barbarán llegó con los despachos a la ciudad,
se negó a participar en las reuniones del cabildo y no estuvo presente en el
recibimiento al virrey.
¡Oh,
Dios mío! cuántas muertes, cuántos robos, desvergüenzas, insultos y destrucción
de los naturales se avecinan por las envidias de estos hombres y su afán de
conseguir el mando ¡Ojalá tu divina bondad hubiera sumergido a Vaca de Castro
en las nieves de Pariacaca, donde jamás volviera a aparecer! Y que al virrey le
hubiera dado un dolor tal que acabara con su vida en Trujillo, donde se
encontraba, en lugar de sufrir su afrentoso final en Quito. ¡Y que se hubiera
abierto otra cueva como la que apareció en Roma para tragar y devorar a Pizarro
y Carvajal! Al menos, sin estas cabezas, no se hubieran desatado tantos males
en esta miserable tierra, pues bastaban ya las dolorosas batallas de las
Salinas y Chupas. Los pecados de los hombres eran tan enormes y la caridad
entre ellos tan poca, que Dios permitió que pasaran por tan grandes calamidades
como el lector pronto verá.
El
licenciado de la Gama partió hacia la ciudad de Los Reyes, como íbamos
contando. Vaca de Castro, al saber que estaba mal con el tesorero Alonso
Riquelme, y que él y los otros regidores habían recibido al virrey solo con una
simple copia de la provisión, habló con Lorenzo de Estupiñán, quien había
venido para informarle de lo que ocurría y ver si podía negociar con él la
obtención de algunos indígenas. Le dijo que, como era amigo del tesorero, lo
reconciliara con él, pues le daría mejores indígenas que los que le había
quitado. Estupiñán volvió a la ciudad y el tesorero le respondió, sobre lo que
dijo de parte de Vaca de Castro, que ¿qué amistad iba a tener con él, si le
había quitado los indígenas y, además, vendría y le cortaría la cabeza? Este
tesorero era muy sabio, entendido y cauteloso para manejar sus asuntos; metía
las manos en todos los negocios arduos e importantes, y luego sabía mantenerse
al margen.
Al
llegar a Los Reyes, el Licenciado de la Gama se dirigió a la posada del
tesorero Riquelme. Allí, trató de persuadirlo, considerándolo el hombre más
influyente, para que convocara un cabildo. Le aseguraba que él volvería a
asumir el cargo de teniente, argumentando que, al momento de dejar la ciudad,
no había realizado el traspaso oficial de la vara de mando, como era debido.
Además, le mencionó que el virrey le había escrito indicándole que se quedara
en la ciudad y asegurara su recibimiento conforme a las instrucciones de Su
Majestad. Aunque estas afirmaciones eran ciertas y estaban respaldadas por la
carta del virrey, la verdadera intención del Licenciado de la Gama era
recuperar su posición en el cabildo. Temía que, al llegar Vaca de Castro,
pudiera perder sus privilegios como teniente de los gobernadores anteriores,
especialmente sus derechos sobre los indígenas. Sin embargo, no logró concretar
ningún acuerdo.
Por
otro lado, Vaca de Castro llegó a la ciudad de Los Reyes a pie. Aunque su
llegada era conocida, no recibió un gran recibimiento, solo algunos de sus
criados y amigos salieron a recibirlo. Juntos, ingresaron a la ciudad y se
dirigieron a la residencia del obispo don Jerónimo de Loaysa, donde se
hospedaron. Pronto, los vecinos comenzaron a visitarlo, discutiendo sobre las
acciones del virrey y la seguridad que ofrecían las nuevas leyes.
Capítulo
X: El gran alboroto en la ciudad de Arequipa ante la noticia de las nuevas
leyes, y la partida de Francisco de Carvajal de Los Reyes.
En
este capítulo se narra el caos que se desató en la ciudad de Arequipa cuando se
difundieron las noticias sobre las nuevas leyes. Además, se relata la partida
de Francisco de Carvajal de Los Reyes.
En
el momento en que Alonso Palomino y don Antonio de Ribera llegaron a la ciudad
del Cusco con la noticia de las nuevas ordenanzas, el gobernador Vaca de Castro
había enviado a un mensajero llamado Tomás Vázquez con la urgencia de comunicar
a la ciudad de Arequipa. Este mensajero llevaba consigo una carta de credencial
en la que se instaba a los habitantes de Arequipa a mantener la calma y evitar
cualquier tipo de disturbio al enterarse de las órdenes del virrey y las nuevas
regulaciones que traía consigo. Se les aseguraba que, tras ser informado de que
no sería en beneficio del servicio real ejecutar dichas órdenes, Su Majestad
tomaría medidas al respecto con prontitud. Además, se les instaba a enviar
procuradores a Los Reyes para presentar una petición sobre el asunto.
Tomás
Vázquez partió del Cusco y llegó a Arequipa después de siete días de viaje. Una
vez en la iglesia, se encontró con la mayoría de los vecinos de la ciudad.
Después de mostrarles la carta de credencial, les explicó el propósito de su
visita y les mostró una copia de las ordenanzas. La reacción de los habitantes
fue de gran agitación y pesar al ver el contenido de las mismas, llegando
incluso a tocar las campanas como si fuera un llamado a la guerra.
Con
las ordenanzas en mano, un vecino de la ciudad llamado Miguel Cornejo subió al
púlpito, el lugar habitualmente utilizado por los predicadores para sus
sermones. El repique de la campana atrajo a la mayoría del pueblo, y frente a
todos comenzó a leer en voz alta las leyes. Cuando llegó al punto en el que el
Rey ordenaba que, en caso de fallecimiento de los encomenderos, los
repartimientos pasarían a ser propiedad de la corona, Cornejo exclamó con
vehemencia que no lo permitirían, incluso estarían dispuestos a perder sus
vidas antes que permitir que eso se llevara a cabo. Del mismo modo, expresó su
rechazo hacia otras disposiciones que consideraba excesivamente severas. La
escena en la iglesia de Arequipa fue tan tumultuosa como la que ocurrió en Los
Reyes, con los presentes mostrándose desconcertados y lamentándose de su mala
fortuna. Después de tanto esfuerzo y sacrificio para explorar la provincia,
sentían que estaban siendo recompensados de manera injusta. Mientras tanto, el
capitán Alonso de Cáceres intentaba calmar el alboroto, consciente de que las
palabras de Cornejo no conducían a ninguna solución. Con esto, dejemos de lado
este asunto y retomemos el relato con la llegada de Carvajal.
Se
cuenta que Carvajal había decidido partir hacia España, reconociendo por
experiencia que, con la llegada del virrey, el reino no estaría en paz y habría
disturbios en varias provincias. Aunque intentó conseguir los medios para su
viaje, el cabildo de Los Reyes no le proporcionó ningún apoyo ni autorización,
a diferencia de lo que ocurrió en el Cusco. Su intento de embarcarse en un
barco también fracasó, ya que las autoridades se negaron a permitir que ninguna
nave partiera del puerto hasta la llegada del virrey. Ante la falta de opciones
en Los Reyes, decidió dirigirse a la ciudad de Arequipa, con la esperanza de
encontrar un barco en el puerto de Quilca que le permitiera cumplir su deseo.
Dejó Los Reyes rápidamente, llevando consigo sus pertenencias, presintiendo la
calamidad que se avecinaba en todo el reino. Sin embargo, en el puerto de
Quilca tampoco encontró la oportunidad que buscaba, ya que parecía que Dios
había decidido que no abandonara la tierra, sino que se convirtiera en un azote
y castigo para muchos. Y así fue, ya que su mandato causó tantas muertes que es
doloroso recordarlo.
Capítulo
XI: De los acontecimientos en la ciudad de Los Reyes después de la llegada del
Licenciado Cristóbal Vaca de Castro, y de las acciones del virrey en Trujillo.
En
este capítulo se narran los sucesos ocurridos en la ciudad de Los Reyes tras la
asunción del Licenciado Cristóbal Vaca de Castro como gobernador, así como las
actividades que llevaba a cabo el virrey en Trujillo.
Ya
es hora de relatar la partida de los Charcas bajo el mando del capitán Gonzalo
Pizarro, pero también es importante abordar lo sucedido en la ciudad de Los
Reyes con la llegada del Licenciado Vaca de Castro. Una vez que hayamos
cubierto este punto, volveremos al resto de la narración.
El
Licenciado Vaca de Castro se alojó en las residencias del obispo don Jerónimo
de Loaysa, mientras continuaban llegando noticias a Los Reyes sobre las
acciones emprendidas por el virrey en la ciudad de San Miguel y las últimas
medidas adoptadas en Trujillo en cumplimiento de las ordenanzas, especialmente
en lo referente a los asuntos indígenas y otros asuntos administrativos. Los
miembros del cabildo estaban profundamente preocupados por haber recibido al
virrey sin que hubiera llegado a Los Reyes ni se hubiera establecido la
audiencia, y por las acciones que tomaba sin consulta previa con los oidores.
Algunos se cuestionaban si fue un error recibirlo antes de su llegada personal
a la ciudad, ya que podrían haber esperado y recibido las órdenes originales de
Su Majestad. También consideraban que podrían haber dilatado su recibimiento
hasta la llegada de Vaca de Castro, quien era el gobernador del reino.
Se
dice que Vaca de Castro se dirigió a los regidores de la ciudad para
disculparse por la presencia de la gente armada que había traído del Cusco.
Explicó que lo hizo porque había recibido información sobre las ordenanzas y
temía que, de cumplirse, pudieran causar daño a todos. Además, quería evitar
cualquier disturbio en el Cusco y las provincias vecinas que pudiera surgir
debido al descontento de la población peruana. Vaca de Castro expresó su
disposición a cooperar y su voluntad de trabajar en armonía con ellos,
destacando que había disuelto la fuerza armada y había ingresado a la ciudad
con humildad, sin hacer alarde de su posición de gobernador y con poca escolta.
Si algo saliera mal, afirmó que estaría dispuesto a asumir la responsabilidad,
pero también instó a que se considerara que siempre había actuado en beneficio
del servicio del Rey nuestro señor, cumpliendo con sus deberes de manera
diligente.
Tras
escuchar estas palabras por parte de los vecinos y regidores, y comprendiendo
la disposición de Vaca de Castro, deseaban que él retomara el gobierno de la
provincia. Creían que, como gobernador, velaría por el bien común y que era
necesario informar a Su Majestad de que la ejecución de las nuevas leyes no
serviría al interés real. Para poder llevar a cabo esta conclusión, comenzaron
a reunirse en sus cabildos y enviaron una solicitud a Vaca de Castro para que
se presentara ante ellos, a fin de llegar a un acuerdo sobre lo que todos
anhelaban. Además, esperaban que Vaca de Castro retomara el gobierno del reino,
ya que no habían sido consultados sobre la recepción del virrey. Sin embargo,
Vaca de Castro, priorizando su autoridad sobre sus propios deseos, respondió
con firmeza. Sugirió que fueran ellos quienes se acercaran a donde él estaba
para celebrar el cabildo y el ayuntamiento, ya que consideraba más apropiado
que él no acudiera a donde ellos querían. Hubo algunos intentos de enviar mensajeros
de un lado a otro, pero ni Vaca de Castro accedió a asistir al cabildo ni el
cabildo aceptó reunirse donde él estaba. Al parecer, existían sospechas mutuas
entre Vaca de Castro y el cabildo, ya que en el pasado siempre habían tenido
desavenencias. La resolución de estos asuntos quedó en manos del cabildo, que
decidió redactar ciertos capítulos para que Vaca de Castro los firmara. Debido
a la naturaleza secreta de estos acuerdos, no se conoció completamente el
contenido de los mismos.
El
obispo don Jerónimo de Loaysa intervino en estos asuntos y logró entablar
amistad entre Alonso Riquelme, el tesorero, y el factor Illan Xuárez con Vaca
de Castro. Después de redactados los capítulos, el tesorero Alonso Riquelme los
entregó a Lorenzo de Estupiñán para que los llevara a Vaca de Castro y los
firmara. Sin embargo, al revisarlos, Vaca de Castro se negó a firmarlos,
argumentando que era necesario hacer modificaciones, eliminar algunos puntos y
agregar otros. Estupiñán insistió en que él mismo hiciera las correcciones y
firmara los documentos, pero Vaca de Castro se mantuvo firme en su decisión,
señalando que no confiaba en la constancia de los hombres involucrados y que no
arriesgaría su honor en sus manos. A pesar de los intentos y las negociaciones
entre Vaca de Castro y los miembros del cabildo, no se logró llegar a ningún
acuerdo. Por el momento, no hay más que decir sobre Vaca de Castro, ya que no
se concretó ninguna de las propuestas del cabildo y él permaneció en la Ciudad
de Los Reyes. Además, se rumorea que no mostraba preocupación por las críticas
dirigidas al virrey.
Mientras
tanto, el virrey se mantenía en Trujillo, ocupado en asuntos de poca
importancia, confiando en que, una vez establecida la audiencia, podría hacer
cumplir sus órdenes simplemente enviando un alguacil. Sin embargo, aquellos que
gobiernan reinos y provincias sin consejo propio terminan cayendo, como ya han
caído muchos antes. Si el virrey hubiera abandonado los arrabales con prisa y
se hubiera dirigido a las ciudades con prudencia, se podrían haber evitado
muchos escándalos y daños significativos.
En
Trujillo, se ocupaba principalmente en instruir a los indígenas sobre sus
obligaciones tributarias y en imponerles lo mismo que había impuesto a los
habitantes de San Miguel. También retiró indígenas de los repartimientos del
capitán Diego de Mora y de Alonso Holguín, ya que habían sido tenientes de
gobernadores.
En
la ciudad de Trujillo, se encontraban su hermano Francisco Velázquez Vela
Núñez, un noble caballero de virtudes destacadas, y su cuñado Diego Álvarez de
Cueto, un hombre sensato y prudente que siempre se enorgullecía de dar buenos
consejos al virrey. También estaban presentes otros que acompañaron al virrey
desde Tumbes.
Por
otro lado, en la ciudad de Los Reyes, Hernando Bachicao, Diego Maldonado,
Gaspar Rodríguez, Pedro de los Ríos y otros, al observar lo que ocurría en
Trujillo y cómo el virrey aplicaba las nuevas leyes, discutían entre ellos la
posibilidad de regresar al Cusco sin esperar a que el virrey llegara a Lima,
para decidir qué hacer respecto a las ordenanzas.
Capítulo
XII: Durante la estadía del capitán Gonzalo Pizarro en los Charcas, recibió
cartas de varias personas, incluyendo una de Bustillo, instándolo a regresar al
reino y velar por sus intereses.
En
este capítulo se relata cómo Gonzalo Pizarro, estando en los Charcas, es
contactado por diversas personas que lo animan a regresar al reino para ejercer
influencia y procurar por sus intereses.
El
lector recordará cómo el capitán Gonzalo Pizarro había dejado la ciudad del Cusco
y se había dirigido a la villa de Plata, ubicada en la región de los Charcas,
donde poseía repartimientos de indígenas muy ricos. Mientras se encontraba en
un pueblo llamado Chaqui, enviando mensajeros a las minas de Potosí, que en ese
momento estaban comenzando a ser descubiertas para la extracción de plata,
recibió la visita de un criado del comendador Hernando Pizarro llamado
Bustillo. Este criado fue enviado por don Antonio de Ribera, Alonso Palomino,
Villacorta y muchos otros, quienes le entregaron cartas.
En
ese mismo período, Luis de Almao, criado de Gonzalo Pizarro, me informó que
Vaca de Castro le había escrito, instándolo a mantener la calma y no
perturbarse, a pesar de que las cosas no iban bien con respecto a las
ordenanzas. Vaca de Castro le aseguraba que Su Majestad sería informado de la
verdad y tomaría las medidas necesarias en beneficio de su servicio real.
Las
cartas de don Antonio, Palomino, Villacorta, Alonso de Toro y otros urgían a
Gonzalo Pizarro a acudir de inmediato para liberar y rescatar al reino del
grave peligro que se avecinaba. Además, le llevaron las ordenanzas. El
mensajero llegó justo cuando Gonzalo estaba cazando a unas ocho leguas de
distancia, en una estancia llamada Palcócon, con sus criados despreocupados por
tales asuntos.
Cuando
Bustillo llegó al pueblo, encontró a Luis de Almao y le pidió que fuera
personalmente a informar a Gonzalo Pizarro de que debía venir de inmediato,
pues su vida estaba en peligro. Cuando Luis de Almao llegó a donde estaba
Gonzalo Pizarro, ya entrada la noche, este se alarmó al principio pensando que
se trataba de otra cosa. Pidió luz y Almao le dijo: "Levántate, Bustillo
ha llegado con despachos y noticias que debes tomar en cuenta, te quieren
cortar la cabeza." Gonzalo Pizarro, creyendo que se refería a Vaca de
Castro, juró vengarse de él primero. Sin hacer más preguntas, se levantó de
inmediato y, antes de que amaneciera, montó a caballo y se dirigió con prisa al
pueblo de Chaqui, donde encontró al mensajero.
Gonzalo
Pizarro pasó todo el día y parte de la noche leyendo las cartas y, al ver las
ordenanzas, mostró una gran consternación. Sin terminar de leerlas, salió y
arrojó las cartas con las ordenanzas a quienes estaban con él, diciendo que las
malas noticias eran tan graves que ni él mismo podría entenderlas ni
explicarlas. Después, envió a Juan Ramírez a la ciudad de Arequipa para detener
ciertos fondos que había enviado para ser enviados a España.
Permaneció
un día en el pueblo antes de partir hacia Porco, donde pasó la noche mostrando
una gran tristeza. Se dice que incluso lloró varias veces, como presintiendo
los grandes males que se avecinaban en el reino. No sé si sus lágrimas eran
genuinas o fingidas, ya que aquellos que aspiran a levantarse como tiranos
suelen utilizar muchas artimañas para engañar a quienes los siguen. En pocos
días, se dirigió a las minas de Porco, donde intentó reunir la mayor cantidad
posible de dinero.
Capítulo
XIII: En la villa de Plata, ocurrieron diversos acontecimientos mientras
Gonzalo Pizarro se encontraba allí. Además, algunos procuradores salieron con
destino a Lima.
En
este capítulo se narrarán los eventos que tuvieron lugar en la villa de Plata
durante la estadía de Gonzalo Pizarro, así como el viaje de algunos
procuradores que se dirigieron a Lima.
Después
de que el gobernador Vaca de Castro derrotó a don Diego de Almagro en Chupas,
designó a Luis de Ribera, un caballero destacado originario de Sevilla, como
teniente de gobernador de la villa. La villa estaba tranquila y en paz, sin
signos de disturbios, cuando se dieron a conocer las nuevas ordenanzas y leyes
enviadas por Su Majestad el Rey, así como la llegada de Blasco Núñez como
virrey. Además de estas noticias, recibieron cartas del cabildo de la ciudad
del Cusco y del gobernador Vaca de Castro, confirmando la situación e instando
a enviar procuradores para presentar peticiones sobre las ordenanzas.
Estas
noticias provocaron gran agitación entre los habitantes de la villa, como había
sucedido en todas partes donde se habían escuchado. Después de que pasó el
tumulto inicial, los funcionarios locales, incluyendo al teniente Luis de
Ribera, Diego Centeno y Antonio Álvarez como alcaldes, y Lope de Mendieta,
Francisco de Retamoso y Francisco de Tapia como regidores perpetuos, se
reunieron en cabildo. Tras una cuidadosa reflexión, acordaron que, aunque el
Rey había promulgado las ordenanzas, no sería prudente rechazarlas ni
desobedecerlas con actitudes de rebelión o desacato. En cambio, decidieron que,
como vasallos obedientes, deberían suplicar humildemente al Rey que suspendiera
total o parcialmente su aplicación. Esta súplica debía ser general, enviando
representantes de la villa para suplicar al virrey que no llevara a cabo las
ordenanzas hasta que Su Majestad, informado de la situación, decidiera lo que
más convenga a su servicio.
Después
de una cuidadosa deliberación, se decidió que Diego Centeno, alcalde, y Pero
Alonso de Hinojosa, regidor de la villa, actuarían como procuradores. Se les
otorgó plenos poderes para unirse a otros procuradores de ciudades y villas en
la presentación de la súplica, y para comprometer los recursos y personas de la
villa en este asunto, siempre y cuando la súplica se hiciera con toda humildad.
Luis
de Ribera se dirigió amablemente a todos los vecinos, asegurándoles que no
debían angustiarse ni preocuparse por las ordenanzas, ya que confiaba en que Su
Majestad estaría dispuesto a revocarlas.
Diego
Centeno y Pedro de Hinojosa partieron de la villa hacia la ciudad de Los Reyes,
luego de que Pedro de Hinojosa se reuniera previamente con Gonzalo Pizarro en
el pueblo de Chaqui.
Capítulo
XIV: Se detallan las acciones emprendidas por el capitán Gonzalo Pizarro y la
gran cantidad de cartas que recibía de diversas regiones.
En
este capítulo se describirán las actividades llevadas a cabo por Gonzalo
Pizarro, así como la considerable cantidad de correspondencia que recibía de
todas partes.
El
ánimo del capitán Gonzalo Pizarro estaba profundamente afectado al escuchar las
noticias que circulaban. Siendo un hombre de escaso conocimiento, no evaluaba
con prudencia los posibles acontecimientos futuros. A veces pensaba en
retirarse a su casa y mantenerse en la sombra para evitar ser atrapado en un
lazo una vez que sus asuntos prosperaran. Otras veces, consideraba que sería
falta de valentía y que, dado que todos tenían sus ojos puestos en él, no
serían tan ingratos como para no reconocer el bien que les hacía al liderar
personalmente ese asunto.
Además,
recordaba amargamente su fracaso en el descubrimiento de la Canela, que lo dejó
arruinado y endeudado hasta el punto de que con cincuenta mil pesos no podría
pagar sus deudas. Creía que era justo que Su Majestad lo nombrara gobernador,
ya que, según el testamento del Marqués y una provisión real, ya lo había sido
en Quito. Esto aumentaba su deseo de ir al Cusco, reunir gente y oponerse al
virrey.
Las
constantes cartas que recibía de todas partes también complicaban las cosas. Lo
incitaban a salir rápidamente de donde estaba, exacerbando su ira al instarlo a
tomar el liderazgo en la empresa para liberar la provincia. Le recordaban su
papel como compañero del Marqués en el descubrimiento del reino y le pedían que
se compadeciera de la gran miseria y tributación que Su Majestad estaba
imponiendo. Para motivarlo aún más, le informaban que tanto él como todos los
que habían participado en las alteraciones pasadas estaban condenados a perder
la vida y sus propiedades.
Ante
todas estas circunstancias, y considerando que Gonzalo Pizarro, como ya
mencioné, carecía de amplios conocimientos, sin percibir la locura y el gran
desatino que significaba enfrentarse a los representantes del Rey, decidió
dirigirse hacia la ciudad del Cusco. Allí contaba con amigos influyentes que
podrían aconsejarle sobre el mejor curso de acción en esta situación. Escribió
cartas optimistas a todas partes, asegurando que iría y haría lo que le
pidieran, incluso arriesgando su vida para complacerlos.
Reuniendo
toda la plata que tenía a su disposición, pues cada día le entregaban una gran
cantidad de ella, determinó partir hacia la majestuosa ciudad del Cusco. Dejó
instrucciones precisas para que la plata que le entregaran fuera manejada con
extrema discreción. Lo acompañaban en su viaje hasta catorce hombres, todos sus
criados, y su hermano Blas de Soto.
Durante
el trayecto hacia el Cusco, Gonzalo Pizarro recibía numerosas cartas de Lima y
otras partes, pero guardaba silencio. Su actitud taciturna sugería que haría lo
que le pidieran en esas misivas.
Capítulo
XV: Gonzalo Pizarro envía un espía a Arequipa para obtener información sobre el
virrey, y cómo algunos soldados se le unen en el camino.
En
este capítulo se relata cómo Gonzalo Pizarro decide enviar a un espía a
Arequipa con el fin de obtener información sobre los movimientos del virrey.
Además, se describe cómo algunos soldados se unen a él en su camino hacia el Cusco.
Enormemente
ansioso por saber si el virrey Blasco Núñez Vela había ingresado al reino y en
qué parte se encontraba, el capitán Gonzalo Pizarro convocó en secreto a un
soldado llamado Bazán, conocido por su diligencia y su familiaridad con la
región, para que partiera de inmediato hacia la ciudad de Arequipa. Su tarea
era averiguar el paradero del virrey y cualquier información relevante sobre
él, con la precaución de no levantar sospechas de que actuaba por orden de
Pizarro. En caso de que el virrey estuviera en alguna provincia del reino,
debía regresar rápidamente para informar discretamente a Pizarro. Si no se confirmaba
la presencia del virrey en el Perú, debía dirigirse a la ciudad de Los Reyes
para obtener información precisa sobre su paradero y sus planes. Bazán,
comprometido con la misión encomendada por Pizarro y respaldado por numerosos
vecinos de Arequipa y Los Reyes, partió de inmediato. Después de recorrer
algunas jornadas, regresó abruptamente al enterarse de que el virrey se
encontraba cerca de Trujillo.
Mientras
tanto, Gonzalo Pizarro llegaba al lago Titicaca, en la provincia del Collao,
donde se encontró con el capitán Francisco de Almendras y sus dos sobrinos,
Diego de Almendras y Martín de Almendras, quienes venían a unirse a Pizarro
tras enterarse de sus planes de dirigirse hacia el Cusco. Desde el momento en
que se encontraron, Gonzalo Pizarro y Francisco de Almendras demostraron una
gran alegría, pues mantenían una estrecha amistad desde los tiempos de la
conquista del reino.
Continuando
su camino, Gonzalo Pizarro y sus acompañantes conversaban entre ellos sobre
diversos temas. La fama de la llegada de Gonzalo Pizarro al Cusco se había
extendido por todas partes, lo que atrajo a algunos vecinos de las ciudades
para encontrarse con él. En el pueblo de Ilabe, que pertenecía al Rey nuestro
señor, se encontraron con León de Noguerol de Ulloa, Hernando de Torres,
vecinos de Arequipa, y un soldado llamado Francisco de León. Después de
disfrutar de su encuentro, dedicaron sus conversaciones y reuniones a discutir
las rigurosas ordenanzas impuestas por el virrey y la falta de benevolencia que
mostraba al escuchar las súplicas de los vecinos para que se reconsiderara el
cumplimiento de las órdenes del Rey, su soberano y natural señor.
Además
de los vecinos, muchos soldados se unieron a Pizarro, provenientes de
diferentes lugares de la provincia. El primero en unirse a él fue Martín Monje,
quien participó en la guerra durante mucho tiempo y ahora reside en la villa de
Plata. Estos soldados se unían a Pizarro porque esperaban la guerra y
despreciaban la paz, ya que les permitía saquear y apropiarse de lo ajeno a su
voluntad. Además, sabían por experiencia que los cambios en el poder podían
beneficiar a unos y perjudicar a otros. Con la ausencia de paz y estabilidad en
el reino, los soldados pobres podían convertirse en vecinos prósperos, mientras
que los antiguos señores con grandes repartimientos podían terminar
empobrecidos e incluso perder la vida. Por lo tanto, mostraban su disposición a
seguir a Pizarro con alegría, demostrando estar listos y dispuestos para
cualquier tarea que él les ordenara. Por su parte, Pizarro, en su obstinación por
oponerse al gobierno establecido, respondía agradeciendo la voluntad que
mostraban sus seguidores.
Mientras
Gonzalo Pizarro continuaba su viaje, recibió nuevas cartas de Alonso de Toro,
Francisco de Villacastín y otros vecinos del Cusco, quienes le informaron sobre
los acontecimientos en la región. Aunque la mayoría de los vecinos del Cusco,
al igual que otros en el Perú, expresaban su descontento por la llegada de las
ordenanzas, no podían olvidar su práctica de explotar a los indígenas y
aprovecharse de su riqueza, temiendo que las nuevas regulaciones limitaran su
codicia.
Al
llegar al pueblo de Ayavide, en los límites de los Collas por esa zona, Gonzalo
Pizarro fue recibido por el encomendero del lugar, Francisco de Villacastín,
quien previamente le había enviado las cartas. También encontró a Tomé Vázquez,
un vecino del Cusco que había salido para visitar unas minas en el río
Carabaya. Al ver a Gonzalo Pizarro, Tomé Vázquez, al igual que los demás,
mostró alegría y decidió abandonar su viaje a Carabaya para regresar con él a
la ciudad del Cusco.
Gonzalo
Pizarro, al ver que las acciones y voluntades de todos coincidían con las
promesas y compromisos expresados en las cartas que había recibido, se sintió
muy feliz y animado, anhelando llegar pronto a la ciudad del Cusco. Para
acelerar su viaje, decidió dejar su equipaje en un pueblo llamado Quiquixana y
continuar hacia el Cusco con jornadas más rápidas. Antes de partir, un soldado
llamado Espinosa le aseguró que el virrey Blasco Núñez estaba en Los Reyes, con
tanta certeza como Jesucristo en el cielo.
Durante
el camino, se dice que en varias ocasiones Gonzalo Pizarro expresó su
determinación de tomar medidas drásticas si el virrey Blasco Núñez no
modificaba las ordenanzas. Manifestó su creencia de que el Emperador, su
majestad, lo veía con desagrado por no haberlo nombrado gobernador del reino, a
pesar de que él y sus hermanos lo habían descubierto y conquistado a su propio
costo. Juró ante Nuestra Señora que las ordenanzas serían revocadas o él
perdería la vida antes.
Avanzando
en su camino, Gonzalo Pizarro se encontró con Francisco Sánchez, un vecino del Cusco,
quien lo recibió con efusividad y le instó a apresurarse para encontrarse con
Blasco Núñez y "agradecerle" las ordenanzas que traía. Además, se
dice que Francisco Sánchez pronunció palabras irrespetuosas hacia el poderoso
Emperador, lo cual es lamentable de recordar.
En
la provincia de Collao, Gonzalo Pizarro se encontró con Juan Ortiz de Zarate, a
quien trató de persuadir para que lo acompañara al Cusco. Sin embargo, Juan
Ortiz respondió con prudencia, negándose a seguirlo, pues reconocía, a través de
las palabras imprudentes y desvergonzadas de Gonzalo Pizarro y sus seguidores,
que no tenían buenas intenciones ni propósitos leales.
Capítulo
XVI: La entrada del Capitán Gonzalo Pizarro en la ciudad del Cusco, donde
encontró una notable falta de entusiasmo y determinación entre muchos de los
habitantes, y los acontecimientos relacionados con el virrey en Trujillo.
En
aquel momento, García de Montalvo, teniente de gobernador en nombre de Vaca de
Castro, junto con los alcaldes y regidores de la ciudad, se enteraron de la
llegada de Gonzalo Pizarro y su proximidad a la urbe. Tras deliberar en su
reunión sobre cómo abordar la situación, decidieron recibirlo con entusiasmo,
creyendo que su única intención era servir como procurador general del reino.
Con este ánimo alegre, todos salieron a su encuentro y le dieron una cálida
bienvenida. Gonzalo Pizarro se instaló en sus residencias o palacios, donde
algunos vecinos lo visitaban con escasa frecuencia y no mostraban un deseo
claro de que asumiera la responsabilidad con mano armada. Sin embargo, otros le
hacían grandes ofrecimientos y lo alentaban a perseverar sin importar las
dificultades, instándolo a mantenerse firme en sus propósitos.
Antes
de narrar la entrada de Gonzalo Pizarro en la ciudad del Cusco, debo rectificar
un descuido en la secuencia de nuestra historia. Deberíamos haber relatado
primero la llegada del virrey a la ciudad de Los Reyes antes que la entrada de
Pizarro en el Cusco. Fue un error mío que ahora enmiendo para mantener el orden
adecuado en nuestra narración. El virrey, como se mencionó anteriormente,
estaba en la ciudad de Trujillo ocupado en asuntos relacionados con el trato
justo hacia los nativos y estableciendo regulaciones para que conocieran su
libertad. Continuaba ocupado con estas tareas y otras que se llevarían a cabo
por su orden. Antes de relatar su llegada a Los Reyes, es pertinente contar la
partida de ciertos vecinos del Cusco hacia allí.
Capítulo
XVII: Cómo algunos vecinos de la ciudad del Cusco abandonaron la Ciudad de Los
Reyes sin aguardar al virrey, y cómo este tuvo aviso de ello.
El
tumulto en la ciudad de Los Reyes seguía siendo notable, alimentado por las
noticias constantes sobre las acciones del virrey y su firme aplicación de las
nuevas leyes, así como por las estrictas órdenes que impartía a los indígenas
en relación con los encomenderos. Vaca de Castro seguía de cerca los rumores
sobre el virrey, aparentemente incómodo con su reputación y el descontento que
generaba. Sin embargo, en público, disimulaba su desaprobación y elogiaba al
virrey, aunque con reservas, insinuando que había sido mal aconsejado al
mostrar tanta seguridad en su entrada al reino.
En
el Cusco, algunos vecinos, como Hernando Bachicao y Gaspar Rodríguez, entre
otros, expresaban el deseo de abandonar Los Reyes sin esperar al virrey. Estas
opiniones se extendían por diversas partes. Santillana, mayordomo del virrey,
recibió noticias de estas inquietudes y envió urgentemente un mensajero para
informar al virrey de la situación. Le instaba a abandonar Trujillo, donde se
ocupaba en asuntos menores y de poca importancia para su autoridad y dignidad,
y a dirigirse rápidamente a Los Reyes para hacer frente al creciente tumulto en
la ciudad y en otros lugares.
El
mensajero, un tal Mendieta, partió con premura hacia Trujillo y en pocos días
llegó a la ciudad, donde el virrey ya había sido informado parcialmente por
Diego de Agüero sobre algunos de los acontecimientos. En Los Reyes, corrió el
rumor de que el virrey había sido arrestado, una noticia que resultó ser falsa,
ya que nunca se había contemplado tal medida por parte del propio virrey.
Cuando
Mendieta llegó, el virrey mostró cierta preocupación, aunque no creía que el
reino se levantaría abiertamente contra él. Afirmaba que incluso con cincuenta
valientes a su lado, sería suficiente para pacificar todo el Perú, aunque se
resistieran a aceptar las nuevas leyes. Sin perder tiempo, dio instrucciones
para su partida hacia la ciudad de Los Reyes, a pesar de que su hermano Vela
Núñez estaba enfermo. Junto a él partieron de Trujillo el capitán Diego Álvarez
de Cueto, su cuñado, y el propio Vela Núñez, además de otros caballeros y
algunos vecinos de Trujillo y Piura.
Después
de observar los acontecimientos en la ciudad de Los Reyes, los vecinos del Cusco
que se encontraban allí se dieron cuenta de que no se había llegado a un
acuerdo entre el licenciado Vaca de Castro y el cabildo, y también supieron que
el virrey ya había dejado Trujillo. Ante esta situación, comenzaron a percibir
como una gran dificultad el cumplimiento de las nuevas leyes y consideraron que
sería más fácil oponerse al virrey y obligarlo a abandonar el reino,
restableciendo en el gobierno al licenciado Vaca de Castro, a quien todos
tenían un gran aprecio y amistad, especialmente Gaspar Rodríguez de
Camporedondo.
Algunos
afirmaban, basándose en ciertos rumores, que el licenciado Vaca de Castro había
sugerido en secreto la idea de dirigirse a la ciudad del Cusco, y que, si el
capitán Gonzalo Pizarro ya había llegado allí, deberían unirse a él. En caso
contrario, Vaca de Castro se presentaría como teniente de gobernador, ya que el
virrey no estaba presente en la ciudad del Cusco en ese momento. Se sospechaba
que había una conspiración entre Vaca de Castro y los vecinos para enfrentarse
al virrey, con la esperanza de que, al mostrarse Gonzalo Pizarro como una
alternativa, pudieran convencerlo para que desistiera de sus planes. Luego,
podrían restaurar a Vaca de Castro como gobernador con el apoyo de los cabildos
locales.
Se
relatan numerosos incidentes y conversaciones entre diversas personas, que me
encantaría conocer más a fondo para poder escribir sobre ellos, aunque algunos
hombres de autoridad me aseguran que estas narraciones son verídicas y no
carecen de fundamento. Así que, tras discutir entre ellos lo mencionado, Gaspar
Rodríguez de Camporedondo decidió salir a la plaza y, al ver a Santillana, el
criado del virrey, lo increpó en voz alta, anunciando que se dirigía a la
ciudad del Cusco para proteger su patrimonio, al igual que todos los demás, ya
que el virrey estaba tratándolos de manera despiadada. Tras despedirse de Vaca
de Castro, Gaspar Rodríguez de Camporedondo partió junto a Hernando de Bachicao
y Beltrán del Conde hacia la ciudad del Cusco.
Por
otro lado, Diego Maldonado y Pedro de los Ríos tomaron una decisión similar,
optando por el camino marítimo hacia Los Llanos con la intención de refugiarse
en la provincia de Andahuaylas y evitar verse envueltos en los levantamientos
que temían que surgirían. Los cielos ya estaban tan oscuros y amenazantes que
parecía inevitable que el reino se enfrentara a grandes problemas y
calamidades.
Una
vez en la provincia de Huarochirí, Gaspar Rodríguez, Bachicao y los demás
compañeros quemaron las picas que Vaca de Castro había dejado allí, y trasladaron
los arcabuces y pequeños tiros de campo a la ciudad del Cusco, confiándolos al
padre Loaysa para que los siguiera con prontitud. Después de la partida de
estos vecinos, el licenciado de la Gama salió de la ciudad, acompañado por un
soldado llamado Olea.
Capítulo
XVIII: Gonzalo Pizarro envía a Mézcua como espía a la ciudad de Los Reyes, pero
al no encontrar lo que esperaba allí, contempla la posibilidad de retirarse.
Una
vez establecido en la ciudad del Cusco, como mencionamos en capítulos anteriores,
Gonzalo Pizarro recibió visitas de algunos vecinos, pero no todos compartían su
visión y deseaban unirse a él. Con el fin de ganarse su favor, Pizarro
aseguraba que emplearía todas sus fuerzas en beneficio del bien común, como si
se tratara de sus propios hermanos y compañeros. Evitaba palabras que
sugirieran sus verdaderas intenciones de dominio tiránico sobre el reino. Sin
embargo, los vecinos, al enterarse de la inminente llegada del virrey desde
Trujillo a la ciudad de Los Reyes, donde ya lo habían recibido con beneplácito,
se mostraron cautos para evitar cualquier daño futuro causado por el
levantamiento de Gonzalo Pizarro. Decidieron no favorecerlo y apenas lo
visitaban.
Al
percatarse de la falta de apoyo por parte de aquellos que inicialmente lo
habían llamado, Gonzalo Pizarro se entristeció y manifestó su descontento,
argumentando que una causa común no podía ser menospreciada de esa manera.
Expresó su deseo de regresar a los Charcas y, ordenando a su criado Mézcua, le
encomendó que se dirigiera rápidamente a la ciudad de Los Reyes para averiguar
la situación y si el virrey planeaba entrar pronto en ella. Mézcua cumplió con
la tarea, mientras que Gonzalo Pizarro decidió esperar para conocer su
respuesta y, en caso de que los vecinos del Cusco lo aceptaran como su defensor
y le otorgaran el título de procurador general, estaría dispuesto a continuar
su lucha.
Durante
este tiempo, llegó al Cusco el licenciado Benito Xuárez de Carvajal, quien
criticaba abiertamente las acciones del virrey y su rigurosidad en la ejecución
de las nuevas leyes. Gonzalo Pizarro recibió con gran alegría la llegada de
Carvajal, mientras que el licenciado de la Gama, que se dirigía de regreso al Cusco,
se mostraba contento por haber abandonado la ciudad antes de la llegada del
virrey y expresaba su enfado por las acciones que se decían que este llevaba a
cabo. Instaba a todos los que encontraba a regresar al Cusco y a evitar ir a
Los Reyes debido a la supuesta crueldad del virrey.
Por
otro lado, el licenciado León, al enterarse de la proximidad del virrey a Los
Reyes, abandonó la ciudad y se dirigió hacia Arequipa por el camino marítimo de
Los Llanos. Dejó una carta al virrey en la que aseguraba que no participaría en
ninguna alteración ni actuaría en contra del rey o del virrey, sino que
regresaría a sus repartimientos. Sin embargo, apenas escribió la carta,
incumplió su promesa y se trasladó al Cusco, donde expresó su satisfacción por
estar en la ciudad bajo el liderazgo de Gonzalo Pizarro. Además, afirmaba que,
según las leyes y los derechos, Pizarro tenía el derecho, incluso con el uso de
la fuerza, de suplicar por las ordenanzas para defenderse a sí mismo y a
quienes lo acompañaran si el virrey intentaba arrestarlos o hacerles daño.
Muchos ingenuos fueron influenciados por las palabras de este abogado y de
otros que respaldaban sus afirmaciones, y siguieron a Pizarro, lo que
eventualmente les costó sus vidas y sus propiedades, dejándolos marcados como
traidores.
Quiero
hacer hincapié en algo: tanto los vecinos del Cusco como los de Los Reyes no
deseaban otra cosa más que la suspensión de las nuevas leyes por parte de Su
Majestad el Rey, ya que consideraban que les estaban causando mucho daño. Si en
lugar de elegir a Pizarro como procurador, hubieran seleccionado a tres o cuatro
conquistadores sensatos para ir al virrey y suplicarle con gran humildad la
suspensión de las leyes, las cosas no habrían llegado al punto en que llegaron.
Sin embargo, al actuar como ovejas, eligieron al lobo para protegerlas.
A
lo largo de la historia, aquellos que han intentado convertirse en reyes
tiranos lo han logrado gracias a la confianza de repúblicas insensatas. Un
ejemplo claro son los habitantes de la isla de Cáliz, quienes provocaron una
guerra con los andaluces turdetanos debido a sus excesos. Al necesitar ayuda,
solicitaron la intervención de Cartago, pero terminaron perdiendo su república
y convirtiéndose en vasallos de sus supuestos amigos. Dejando de lado ejemplos
más antiguos, en Italia, todas las ciudades que antes estaban libres y exentas
de señorío terminaron perdiendo su libertad al servir a señores. Pompeyo,
César, Octaviano y Marco Antonio lucharon en nombre de la libertad, pero
terminaron siendo ellos los señores, y aquellos que los apoyaron, algunos murieron
y otros se convirtieron en vasallos. Si los habitantes de Cartago no hubieran
otorgado poder a Asdrúbal y Aníbal sobre su ciudad, quizás hubieran tenido un
destino diferente.
Los
habitantes del Cusco y Lima deseaban que Pizarro fuera su procurador y estaban
dispuestos a que él arriesgara su vida y honor en defensa de su libertad, sin
considerar su autoridad ni el hecho de que fuera hermano de Hernando Pizarro,
quien fue una figura clave en los conflictos pasados. Era de conocimiento
público que, desde su salida de la Canela, muchos habían escuchado a Gonzalo
Pizarro expresar su descontento con el rey por no haberle otorgado el gobierno
de la provincia tras la muerte del Marqués. En repetidas ocasiones, Gonzalo
había afirmado que gobernaría, aunque ello incomodara a todo el mundo.
Cuando
Gonzalo Pizarro se enteró de la llegada del virrey y recibió cartas instándolo
a tomar la iniciativa, comenzó a considerarse a sí mismo como gobernador,
aunque disimulaba cuidadosamente sus intenciones, asegurando que solo deseaba
el bien común y su propio descanso, ya que tenía suficiente para vivir.
Capítulo
XIX: El virrey Blasco Núñez Vela se acercaba a la ciudad de Los Reyes, y cómo
don Alonso de Montemayor y el secretario Pero López, junto con otros, fueron a
encontrarse con él.
Salido
de la ciudad de Trujillo, el virrey Blasco Núñez Vela se aproximaba a la ciudad
de Los Reyes con ansias de llegar, confiando en que su presencia pondría fin a
las agitaciones que se estaban produciendo en todas partes. Al enterarse de la
llegada del virrey, dos hombres cautelosos de Los Reyes, llamados Antón de León
y Juan de León, quienes se sentían agraviados por Vaca de Castro, salieron al
camino con la intención de ganarse el favor del virrey y informarle de la
situación. Mientras el virrey avanzaba, llegó al pueblo conocido como La
Barranca, donde se encontró con el secretario Pero López, quien había
adelantado desde la provincia de Jauja para informar al virrey sobre las
instrucciones del licenciado Vaca de Castro. Se dice que el virrey no recibió
con agrado las noticias sobre Vaca de Castro, al considerarlo un hombre
demasiado codicioso.
Don
Alonso de Montemayor, quien había viajado desde la ciudad del Cusco con el
licenciado Vaca de Castro, se encontró con el virrey en el camino hacia Los
Reyes. El virrey, al ser recibido por un caballero de tan alta posición como
Don Alonso, se alegró de su presencia y lo recibió cordialmente. Don Alonso
informó al virrey sobre la salida de los vecinos del Cusco de Los Reyes y
también sobre lo que Gaspar Rodríguez de Camporedondo había hablado en la
plaza. El virrey lamentó profundamente esta situación, preocupado de que se
hubieran dejado llevar tan fácilmente a desobedecer las órdenes de Su Majestad,
temiendo que esto pudiera causar disturbios o escándalos difíciles de
controlar. Ya había recibido informes sobre las cartas que le habían escrito
desde todas partes al capitán Gonzalo Pizarro.
Mientras
se acercaba a la ciudad de Los Reyes, otros caballeros salieron a recibirlo.
Algunos le aconsejaron que no implementara las nuevas leyes, argumentando que
causarían un gran daño al reino y deservirían a Su Majestad. Sin embargo, el
virrey respondió que no dejaría de cumplir lo que se le había ordenado por su
Rey. Lamentó que no se hubiera seguido el ejemplo de don Antonio de Mendoza y
otros gobernadores, quienes habían otorgado una suplicación para el Emperador
ante situaciones similares. Consideraba que, si hubiera sido así, el reino no
habría sufrido tanta miseria y calamidad.
Por
otro lado, el virrey reflexionó sobre cómo el nombramiento del Emperador y su
llegada como virrey no eran más que un castigo enviado por Dios para castigar
la soberbia de la tierra y otros pecados. Como ejemplo de la prosperidad
pasada, mencionó el caso de los vecinos de Quito, quienes disfrutaban de una
gran riqueza en aquel tiempo. Sin embargo, su exceso los llevó a buscar al
virrey y lo llevaron a su ciudad, donde finalmente ocurrió su muerte y la de
muchos otros en los campos de Añaquito.
No
se puede culpar al virrey por lo que sucedió en el Perú a su llegada, sino más
bien a los pecados graves que cometían las personas que vivían allí. Durante
las expediciones, muchos tenían relaciones extramatrimoniales y engendraban
quince o más hijos ilegítimos con sus amantes indígenas. Muchos dejaban atrás a
sus esposas legítimas en España durante quince o veinte años, mientras vivían
en unión libre con una indígena, teniendo hijos con ella como si fuera su
esposa legítima. Tanto cristianos como indígenas vivían inmersos en un gran pecado
y merecían ser castigados y reprendidos por sus acciones.
Capítulo
XX: En la ciudad de Los Reyes se supo que el virrey estaba cerca y el obispo
don Jerónimo de Loaysa, junto con el gobernador Vaca de Castro y otros
caballeros y vecinos, salieron a recibirlo.
En
la Ciudad de los Reyes, al enterarse de la cercanía del virrey, se desató un
gran alboroto y tumulto, y toda la ciudad estaba dispuesta a armarse. Los
miembros del cabildo se reunieron para decidir qué acciones tomar. Se aconsejó
a los vecinos que no mostraran un gran sentimiento con la llegada del virrey
hasta que este entrara en la ciudad y mostrara sus intenciones sobre la
ejecución de las leyes. Se consideraba que estas leyes eran muy impopulares, y
en las reuniones del cabildo se discutía sobre posibles acciones a tomar,
incluso si el virrey intentaba implementarlas.
El
arzobispo de la ciudad de Los Reyes me informó que el alcalde Alonso Palomino,
el tesorero Alonso Riquelme y el veedor García de Saucedo fueron a hablar con
él para que saliera con ellos a recibir al virrey y solicitara que no se
ejecutaran las ordenanzas. El arzobispo respondió que sí saldría a recibirlo,
pero que no intervendría en ese aspecto, dejando a su criterio lo que
consideraran más conveniente en esa situación. También me contaron que hablaron
con el arzobispo sobre la idea de hacer un llamamiento con campanas repicadas
para discutir el recibimiento, pero él desaprobó la idea, comentando que
parecería más propio de una aldea que de otra cosa.
También
se dice que algunos miembros del regimiento consideraron la posibilidad de
arrestar al virrey durante una reunión del cabildo. Además, hay relatos que
sugieren que en la posada del obispo de Los Reyes se discutió entre Vaca de
Castro y otros la idea de administrar hierbas al virrey para matarlo,
información que me fue confirmada por el padre Baltasar de Loaysa, quien
aseguró tener conocimiento certero de estos hechos. Sin embargo, al discutir
este tema recientemente con el reverendo fray Domingo, de la orden de Santo Domingo,
un hombre de gran erudición y santidad, me juró que el arzobispo nunca fue
informado de tal conspiración en ese momento ni participó en ella. Incluso el
propio arzobispo me ha asegurado lo mismo, afirmando que, aunque es posible que
se haya discutido en su residencia entre las personas presentes, él no tenía
conocimiento de esos planes. Es importante señalar que estos rumores están
circulando entre la gente común, y lo cierto es que estas acciones fueron
llevadas a cabo por un grupo selecto con motivaciones más relacionadas con la
aversión hacia el título de virrey que con el deseo de desobedecer al Rey. Sin
embargo, no se puede determinar si el obispo o Vaca de Castro estaban al tanto
de estos planes.
Después
de los disturbios y tumultos, el licenciado Rodrigo Niño fue elegido y
designado como procurador. Se elaboraron tres requerimientos para exigirle que
suspendiera inmediatamente las nuevas leyes, hasta que Su Majestad ordenara
algo diferente y se informara sobre el grave perjuicio que se estaba causando
al reino al intentar cumplirlas. En el primer requerimiento se le pedía con
gran humildad; en el segundo, se le informaba sobre los grandes daños que se
derivarían si se ejecutaban, ya que todo el reino estaba en agitación y los
vecinos del Cusco se habían marchado de Los Reyes sin querer esperar su
llegada; se mencionaba también que era público que Gonzalo Pizarro había
recibido cartas de muchos que estaban instigando alteraciones y lo persuadían a
nombrarse procurador y defensor de todos. El tercer requerimiento era para
protestar por los daños y muertes que podrían resultar.
El
capitán Diego de Agüero, siguiendo las órdenes del virrey, se presentó ante el
cabildo y les instó a recibir al virrey con toda voluntad, indicando que no
necesitaban ningún requerimiento adicional. Con base en las palabras de Diego
de Agüero, el ánimo de los regidores mejoró un poco y dieron instrucciones para
preparar el recibimiento.
En
ese momento, don Jerónimo de Loaysa, obispo de Los Reyes, quien también había
sido obispo de Cartagena, junto con el licenciado Vaca de Castro, el factor Illan
Xuárez, el capitán Juan de Saavedra, Pablo de Meneses, el factor Juan de Salas
y otros caballeros vecinos, supieron que el virrey estaría cerca de la ciudad.
Salieron a recibirlo y se encontraron con él, mostrando una cordial bienvenida.
El virrey se alegró especialmente de ver al obispo.
Durante
la conversación entre el virrey y el obispo, se abordaron asuntos relacionados
con Vaca de Castro, al cual el virrey mostró gran disposición. Después de
intercambiar cortesías, el obispo expresó que hubiera sido beneficioso si el
virrey hubiera llegado antes a la ciudad de Los Reyes, ya que su presencia
podría haber evitado la partida de los vecinos que se dirigieron al Cusco.
Además, sugirió que sería prudente y beneficioso suspender las nuevas leyes y
informar a Su Majestad sobre el alboroto y escándalo que habían causado,
asegurando que estaban listos para servir al Rey en todo lo que fuera
necesario.
El
virrey respondió expresando su confianza en Su Majestad y en el obispo, y
afirmó que pensaba en obtener fuerzas y coraje para cumplir con lo que el Rey
le había mandado. Respecto a las ordenanzas, indicó que se tomarían las
decisiones más adecuadas y acertadas en ese sentido.
En
este momento, el factor Illan Xuárez de Carvajal se acercó diciendo: "Deme
Vuestra Señoría las manos". El virrey se alegró al verlo y lo abrazó, ya
que lo conocía de la corte de España. Luego le respondió, según se dice:
"No me pesa, sino que no os puedo hacer bien alguno". Esta respuesta
dejó al factor desconcertado.
Después,
volvieron con el virrey y llegaron al lugar llamado el Xagüey, donde el obispo,
Vaca de Castro, el factor y los demás caballeros le solicitaron que pasara la
noche allí, argumentando que, aunque fuera temprano, no había inconveniente y
podrían partir hacia la ciudad de Los Reyes por la mañana. El virrey respondió
alegremente que estaba de acuerdo.
Más
tarde, muchos vecinos y caballeros salieron a ver al virrey y a besarle las
manos, siendo todos recibidos muy cordialmente. Luego, el virrey habló aparte
con el arzobispo, sin que nadie pudiera escuchar lo que decían. En esa
conversación, el virrey expresó que cuando estaba en España, sin preocuparse
por venir a estas tierras ni conocer el Perú ni relacionarse con su gente, Su
Majestad le había ordenado que viniera como virrey y que ejecutara las nuevas
leyes. Añadió que lamentaba tener que venir a deshacer lo que otros habían
hecho, aunque estaba seguro de que Su Majestad estaría dispuesto a revocar las
leyes y conceder más beneficios a los conquistadores. Además, le pidió al
arzobispo que lo informara sobre lo que estaba sucediendo, ya que le habían
informado que algunos vecinos del Cusco estaban causando disturbios en la
tierra.
El
obispo respondió que desde hacía muchos días se tenía noticia de las
ordenanzas, las cuales habían causado un gran alboroto en todo el reino, y que
sería prudente proceder con cautela en su ejecución, además de mencionar otros
eventos pasados. Estas conversaciones ocuparon la noche entre el virrey y el
obispo, y también otras personas hablaron con Vaca de Castro y los demás
caballeros presentes.
Lorenzo
Estupiñán había salido a recibir al virrey y, al ver su disposición para no
ejecutar las leyes hasta la llegada de los oidores, se apresuró a dar la
noticia, al igual que otros. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones,
persistía una gran tristeza en los ánimos de todos, anticipando que la entrada
del virrey en el Perú causaría grandes males y que la guerra se reavivaría, siendo
más intensa y prolongada que la anterior, ya que se levantaba por una causa más
importante y grave que las anteriores.
CAP.
XXI. — Como el virrey Blasco Núñez de Vela entró en la ciudad de Los Reyes.
Los
miembros del cabildo de la ciudad no se mostraron felices ni dispuestos a dar
la bienvenida adecuada al virrey, ya que no estaban satisfechos con su llegada
ni con lo que traía consigo. Al enterarse de que el virrey no tenía la
intención de ejecutar las leyes hasta que se estableciera la audiencia, trajeron
del templo el palio utilizado para llevar el Santísimo Sacramento cuando se
visita a un enfermo. Se reunieron los alcaldes Nicolás de Ribera, Alonso
Palomino, el capitán Diego de Agüero, Francisco de Ampuero, el veedor García de
Saucedo, el fator Illan Xuárez de Carvajal, Nicolás de Ribera el Mozo y Juan de
León, regidores, y el procurador Rodrigo Niño. El tesorero, con su dolencia, no
participó. Toda la ciudad estaba triste y llorosa al saber que las leyes serían
ejecutadas pronto. Los regidores vestían ropas brillantes y llevaban un paño
carmesí en un palio, ya que, sintiendo pesar por la llegada del virrey, no
habían organizado una bienvenida adecuada, excepto los tres requerimientos que
no presentaron por consejo de Diego de Agüero. Los regidores y alcaldes
llevaban las varas del palio, acompañados por mucha gente, mostrando
públicamente regocijo por su llegada.
El
virrey, al partir por la mañana, llegó pronto al lugar donde lo esperaban.
Habló con los miembros del cabildo con amabilidad, y ellos correspondieron de
igual manera. Fue escoltado bajo el palio, montando un caballo morcillo con una
silla de terciopelo negro adornada con clavos dorados. El factor Illan Xuárez
de Carvajal dijo en voz alta: "Como virrey, al entrar en esta ciudad, le
suplicamos con toda humildad que confirme los privilegios y libertades de la
ciudad, como es justo". El virrey, al no ver la cruz de la encomienda en
su pecho, respondió: "Por el hábito de Santiago, prometo guardar y cumplir
los privilegios que piden conforme al servicio de Su Majestad". Fue
llevado a la iglesia donde se habían instalado dos estrados por orden del obispo;
uno para el virrey y otro para el obispo y Vaca de Castro. Se celebró una misa
y, una vez terminada, lo llevaron a las casas del marqués don Francisco
Pizarro.
Los
nativos, al ver al virrey entrar bajo el palio, un honor que nunca habían visto
otorgado a ningún capitán español excepto cuando el Santísimo Sacramento salía
de la iglesia, se preguntaban unos a otros si aquel hombre era el hijo de Dios
a quien le rendían tanto honor. Al enterarse de quién era, se mostraron muy
contentos con su llegada. En el aposento donde iba a dormir, había unas letras
sobre la puerta de la cámara que decían: "Que el Espíritu Santo venga
sobre ti"; y en la puerta de la sala había otras que decían: "Escucha
pronto, Señor, porque mi espíritu está desfallecido". Una vez dejado en su
aposento, los alcaldes y regidores se reunieron para celebrar su cabildo y
discutir lo que debían hacer a continuación.
El
virrey, al ver que el secretario Pero López era bien recibido en el reino, le
había ordenado en el camino que se preparara para llevar las provisiones reales
a la ciudad del Cusco y notificarlas al cabildo y vecinos de allí.
Capítulo
XXII: Los esfuerzos del cabildo de la ciudad de Los Reyes por enviar mensajeros
al Cusco para prevenir disturbios, la sorprendente vuelta de Pedro de Hinojosa
en el camino junto a Diego Centeno y Lope Martín, y los acontecimientos
relacionados con el virrey y el tesorero Alonso Riquelme.
Una
vez establecido el virrey Blasco Núñez Vela en su residencia, los regidores y
alcaldes decidieron reunirse en su cabildo para deliberar sobre una cuestión de
importancia. Consideraron apropiado que, dado el notable saber del tesorero
Alonso Riquelme, fuera él quien hablara en nombre de todos ante el virrey, con
el fin de conocer su voluntad y enviar un mensajero a la ciudad del Cusco. Por
ello, cuando el tesorero llegó en una silla, debido a su enfermedad de gota que
le impedía caminar, le explicaron su propósito, y él accedió con entusiasmo. Al
llegar ante el virrey, este expresó su alegría al verlo y lo abrazó, a lo que el
tesorero respondió: "Muy ilustre señor, vuestra señoría es muy bienvenida
como el representante enviado por nuestro Rey y señor natural. Ojalá hubiera
llegado usted con mayor prontitud, pues el cabildo le había informado mediante
sus cartas sobre los perjuicios de su demora y los beneficios que resultarían
de su presencia aquí".
Ningún
emisario enviado a provincias para asuntos importantes debe perder tiempo
tratando con los lugares periféricos; es más sensato dirigirse directamente a
las ciudades principales, pues al final los pequeños arroyos se agotan en los
ríos más grandes. Vuestra señoría ha soportado una gran fatiga; descanse y
disfrute de algunos días de descanso. Tiempo habrá después para llevar a cabo
lo que desee, y nosotros le serviremos lealmente. En nombre del cabildo y los
habitantes de esta ciudad, prometo esto solemnemente." El virrey respondió
con alegría, expresando su confianza en la lealtad de tantos caballeros hacia
su Rey en esa ciudad. Aceptó la sugerencia de descansar, dada su mala condición
física, y esperaría la llegada de los oidores para establecer la audiencia y
tomar medidas que beneficiaran al servicio de Su Majestad y al bienestar y la
paz de las provincias. El tesorero se retiró muy contento con la respuesta
recibida, informó a los miembros del cabildo y todos se regocijaron. Decidieron
que sería prudente enviar mensajes a la ciudad del Cusco para evitar cualquier
disturbio, y difundir las buenas noticias sobre la disposición del virrey para
trabajar en beneficio de todos.
El
alcalde Diego Centeno y Pedro de Hinojosa, regidor de la villa de Plata, ubicada
en el corazón de los Charcas, se acercaban a la ciudad de Los Reyes para
cumplir con las órdenes que les habían sido encomendadas por su villa. Los
acompañaba Lope Martín, un residente de la ciudad del Cusco. Mientras se
dirigían hacia Los Reyes, se encontraron con Gaspar Rodríguez de Camporedondo,
Bachicao y otros, quienes les contaron ciertas cosas sobre el virrey que no
eran justas de ser dichas sobre un hombre de su calibre. A pesar de que el
virrey estaba cumpliendo con las ordenanzas y aplicando la justicia, estos
individuos difundieron información sesgada sobre él, especialmente sobre su
trato con los indígenas que habían sido tenientes. Enterados de esto, Pedro de
Hinojosa y Diego Centeno, quienes ya habían tenido contacto con el capitán
Gonzalo Pizarro y sabían que él se dirigía al Cusco, decidieron que Pedro de
Hinojosa regresaría para informarle todo, mientras que Diego Centeno
continuaría su camino hacia la ciudad de Los Reyes, acompañado también por Lope
Martín. Así lo hicieron. Cuando Diego Centeno llegó a la ciudad de Los Reyes,
fue recibido muy cordialmente por el virrey, quien le mostró gran afecto.
Los
miembros del cabildo de la ciudad de Los Reyes, reunidos en su sesión,
consideraron prudente enviar mensajeros a la ciudad del Cusco de inmediato para
contrarrestar cualquier posible agitación provocada por la partida de Gaspar
Rodríguez y los demás. Reconocían la gran dificultad que esto podría causar y
querían evitar cualquier disturbio. Por lo tanto, se dirigieron al tesorero
Alonso Riquelme y al veedor García de Saucedo para que, en nombre de todos,
solicitaran a Lorenzo de Estupiñán que llevase una carta de credencia con este
propósito. Estupiñán se ofreció voluntariamente para realizar esta tarea.
Mientras
se preparaban, en otra sesión del cabildo, llegaron a la conclusión de que los
asuntos se manejarían de manera más efectiva si Diego Centeno, quien debía
regresar a su villa, llevaba y transmitía el mensaje a los habitantes del Cusco
sobre la voluntad del virrey de trabajar por el reino. Por lo tanto, informaron
a Diego Centeno de esta nueva responsabilidad, quien ya había solicitado
permiso al virrey para regresar a los Charcas.
Diego
Centeno se acercó al virrey y le informó que había llegado a la ciudad como
representante de la villa de Plata. El virrey expresó su alegría por haberlo
visto y conocido, ya que confiaba en que haría justicia a todos en nombre del
Rey. Centeno mencionó que los miembros del cabildo de Los Reyes le habían
encomendado llevar ciertos despachos al Cusco, y que el virrey decidiera qué
hacer al respecto. El virrey respondió mostrando confianza en Centeno, dado su
linaje noble, y aceptó que llevara las cartas del cabildo. Además, le
proporcionaría copias de las provisiones reales de Su Majestad, para que fuera
reconocido como virrey en las ciudades de Guamanga y el Cusco. Le pidió que, al
dirigirse a los habitantes de esas ciudades, les asegurara que su llegada no
debía ser motivo de disturbios, ya que actuaba en nombre del Rey. Centeno
prometió cumplir con esta petición. Después de discutir otros asuntos con el
virrey, se despidió de él y recibió los despachos y provisiones.
Diego
Centeno, a pesar de las altas empresas que emprendió, muchas de las cuales
terminaron en desgracia, quizás como resultado de un juicio secreto de Dios,
tenía una naturaleza y unos padres que vale la pena mencionar. Nacido en Ciudad
Rodrigo, su padre fue Hernando Carveo y su madre Marina de Vera. Centeno, un
hidalgo de estatura no muy alta, de tez blanca y rostro alegre con barba rubia,
poseía nobles cualidades. No se le consideraba generoso con su fortuna ni con
la del Rey, pues gastó largamente, y algunos le señalaban por ciertos vicios
comunes entre los hombres que habían pasado a las Indias, donde la indulgencia
y la licencia eran moneda corriente. Además, podrían atribuírsele algunos
defectos naturales, aunque los malintencionados siempre encuentran algo que
criticar incluso en los más virtuosos. Centeno llegó a estas tierras a la edad
de veinte años y estableció una estrecha relación con el capitán Peranzúles y
otros caballeros de este reino.
Una
vez que obtuvo las provisiones y los despachos, partió hacia la ciudad del Cusco,
acompañado por Lope Martín. Al llegar a Huamanga, las provisiones del virrey
fueron obedecidas conforme a las instrucciones de Su Majestad. Ahora, vamos a
relatar cómo Gonzalo Pizarro fue recibido como alcalde mayor y procurador en el
Cusco.
Capítulo
XXIII: La tristeza de Gonzalo Pizarro al no recibir el apoyo esperado de los
habitantes del Cusco, y la llegada de Mézcua, quien había actuado como espía y
trajo consigo cartas de algunos individuos, junto con otros sucesos relevantes.
En
el relato anterior se mencionó cómo, a pesar de las visitas de Alonso de Toro,
Villacastín, Tomás Vázquez y otros, quienes afirmaban ser fieles amigos de
Gonzalo Pizarro y le mostraban gran voluntad, existía una gran reticencia por
parte de todos ellos para cumplir con sus deseos. La razón de esto radicaba en
el conocimiento público de que el virrey ya se encontraba en Los Reyes, y no
les parecía sensato oponerse al mandato real. Al darse cuenta de esto, Gonzalo
Pizarro se sintió muy triste y algo enojado, lamentando haber actuado de manera
ingenua al confiar en cartas y palabras de apoyo de la comunidad. Ordenó que se
convocara a los indígenas para abandonar el Cusco, y según cuentan, toda su
parafernalia fue sacada de la ciudad. Justo en ese momento, llegó Gómez de
Mézcua, quien previamente había salido del Cusco para obtener información sobre
lo que ocurría en Los Reyes por encargo de Pizarro. Durante su viaje, se
encontró en Guamanga con Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros,
quienes expresaban abiertamente su descontento contra el virrey y sus
disposiciones. Al enterarse de que Gonzalo Pizarro se encontraba en el Cusco,
sintieron una gran alegría y le instaron a regresar de inmediato. Le entregaron
cartas de algunos vecinos de Los Reyes que expresaban su odio hacia el virrey y
su determinación de expulsarlo del reino si no suspendía las ordenanzas, hasta
que el Rey fuera informado del agravio que sentían. Mézcua, ansioso por llevar
estas noticias, se apresuró hasta llegar al Cusco justo a tiempo, cuando
Gonzalo Pizarro estaba a punto de partir.
Cuando
en la ciudad se enteraron de la llegada de los vecinos y de lo que se decía
sobre el virrey, la indignación creció considerablemente. Decían que no
tolerarían semejante injusticia. Pizarro, reuniendo a Alonso de Toro,
Villacastín y a sus otros amigos, les mostró las cartas que le enviaban desde
Los Reyes y también ordenó a Mézcua que transmitiera lo que había escuchado de
Gaspar Rodríguez y los demás. Con estas noticias, Pizarro dejó de considerar la
idea de ir a los Charcas y, en su lugar, alentó a los ciudadanos a elegirlo
como procurador general. Su objetivo era defender que las leyes no se
cumplieran y presentar una petición ante Su Majestad.
Aquí
el lector puede contemplar la fragilidad y volatilidad de este mundo, donde los
acontecimientos cambian en cada momento de nuestras vidas. Mientras Gonzalo
Pizarro estaba dispuesto a regresar y los habitantes del Cusco no le daban
ningún cargo como procurador ni ningún otro encargo, los vecinos que habían
salido de Lima se vieron obligados a regresar para alterar su ciudad. Mientras
tanto, otro individuo, impulsado por el deseo de poder, aspiraba a tomar el
mando para liderar una expedición a la ciudad de Los Reyes y expulsar al virrey
de allí, y luego, gracias a una cláusula en el testamento de su hermano, el
marqués, proclamarse gobernador.
Este
escenario nos recuerda a la historia de Pompeyo en Roma, cuando cruzó el
Rubicón después de que Julio César fuera recibido como capitán general en su
contra. En Grecia, por sugerencia del cónsul Lentulo, se le otorgó a Pompeyo el
poder de reclutar tropas, nombrar capitanes y despachar flotas contra aquellos
que eran considerados enemigos de la ciudad. La gente, al ver el decreto del
senado romano y la designación de Pompeyo como defensor de la república y
capitán general, fácilmente se inclinaba a seguir esta opinión, creyendo que
Pompeyo luchaba por el bien común. Sin embargo, solo Dios sabe qué habría hecho
Pompeyo si hubiera ganado, como fue derrotado.
En
el reino del Perú, cuando se extendió el rumor de que el cabildo y muchos
vecinos habían nombrado a Gonzalo Pizarro como procurador, la gente se alegró,
creyendo que él estaba dispuesto a representar los intereses de todos. Aquellos
que lo apoyaron tuvieron más tiempo que Pompeyo para comprender las intenciones
tiránicas que albergaba en su pecho. ¡Qué afortunados fueron aquellos que, con
astucia, evitaron seguir las banderas de este tirano! Sin embargo, ¿qué puedo
decir, cuando incluso en los densos cañaverales de Quimbayá, este furor logró
alcanzarnos y mostrarnos la brutalidad de las guerras civiles?
Capítulo
XXIV: La llegada a la ciudad del Cusco de Gaspar Rodríguez y los demás vecinos,
y cómo Gonzalo Pizarro fue recibido como capitán en contra del Inca.
Es
hora, ciudad del Cusco, de relatar los movimientos que surgieron en ti,
causando no pocos lamentos y clamores. Sin embargo, no te glorificarás de ello,
pues las festividades de los ciudadanos se vieron empañadas por el
derramamiento de sangre, ya que la guerra que emprendiste consumió a la mayoría
de tus confines, como la triste batalla de Guarina atestiguará.
Los
ciudadanos del Cusco, encendidos en ira al escuchar lo que se decía sobre el
virrey, llegaron con Gaspar Rodríguez y Hernando Bachicao, entre otros. Al
encontrarse con Gonzalo Pizarro, quienes le informaron sobre lo que estaba
ocurriendo en la ciudad de Los Reyes: cómo el virrey había despojado a Diego de
Mora, Alonso Holguín, Diego Palomino y otros de sus indígenas, y cómo planeaba
hacer lo mismo en todas partes, cumpliendo las leyes sin excepción. Todos
entendían la grave injusticia que esto representaba. Ante esto, decidieron
tomar a Gonzalo Pizarro como su defensor y unirse a él para suplicar que las
nuevas leyes no fueran totalmente aplicadas. Gaspar Rodríguez y Hernando
Bachicao incluso afirmaron que los habitantes de Lima arrestarían al virrey si
aún intentaba ejecutar las nuevas leyes.
Estas
conversaciones y disputas generaron un gran revuelo en el Cusco. Los ciudadanos
manifestaban una profunda preocupación por lo que escuchaban y entre todos,
había una variedad de pensamientos. La mayoría estaba airada y dispuesta a
tomar medidas drásticas para no obedecer las leyes impuestas.
Pasado
el tumulto desencadenado por la llegada de estos individuos, se decidió
encontrar una manera para que Gonzalo Pizarro pudiera representar a todos en
nombre de ellos. Aunque no les parecía apropiado otorgarle poder a Pizarro,
dado que Blasco Núñez ya estaba en la ciudad de Los Reyes y había sido recibido
como virrey, no hacerlo sería una locura y acarrearía grandes consecuencias.
Las cartas continuaban llegando de Los Reyes y de la provincia de Andahuaylas,
de Pedro de los Ríos y de Diego Maldonado. Francisco Maldonado, Hernando
Bachicao, Juan Vélez de Guevara y otros, según se dice, intervinieron en el
asunto. Tras acordarlo con el pueblo y el cabildo, se decidió nombrar a Gonzalo
Pizarro como capitán contra el Inca, ya que se rumoreaba que este último tenía
la intención de atacar la ciudad. Con la autoridad de estos individuos y las
grandes esperanzas que Pizarro inspiraba, se logró llegar a un acuerdo con los
ciudadanos de la ciudad. En una reunión del cabildo, Gonzalo Pizarro fue
nombrado y elegido como capitán contra el Inca, en caso de que este decidiera
atacarlos. Se le otorgó pleno poder en nombre de la ciudad para reclutar tropas
y buscar armamento, todo bajo la apariencia de prepararse para enfrentarse al
Inca.
El
deseo de Gonzalo Pizarro no se detuvo ahí, ya que anhelaba ser recibido como
alcalde mayor y procurador general, cargos que le otorgarían la autoridad
necesaria para alcanzar sus objetivos. Escribió a la provincia de Andahuaylas a
Diego Maldonado, regidor perpetuo del cabildo, instándolo a que viniera de
inmediato a la ciudad. También se envió una carta a Pedro de los Ríos para que
se presentara en el Cusco. A pesar de que ambos preferían permanecer en su
provincia y no participar en los asuntos que se estaban gestando, su deseo fue
en vano, ya que recibieron tantas cartas que tuvieron que acudir al Cusco.
Una
vez que se supo que Gonzalo Pizarro había sido nombrado capitán contra el Inca,
soldados bien armados con arcabuces y pólvora comenzaron a llegar de todas
partes, deseosos de unirse a él. Anhelaban que los disturbios se convirtieran
en guerra, pues veían en ella una oportunidad de escapar de la pobreza que la
paz les imponía.
Capítulo
XXV: Gonzalo Pizarro intentaba, con la ayuda de sus aliados, ser nombrado
alcalde mayor por el cabildo de la ciudad del Cusco, a pesar de la oposición de
muchos.
Una
vez nombrado capitán contra el Inca, Gonzalo Pizarro se llenó de alegría, pues
vio en ello una oportunidad para alcanzar sus ambiciones. Hablando con los
principales del Cusco, planteó la idea de que, dado que el virrey Blasco Núñez
Vela quería ejecutar las nuevas ordenanzas y él había salido de los Charcas
para servir a la causa, todos deberían nombrarlo como su procurador.
A
pesar de las constantes cartas instándolo a abandonar el Cusco lo antes
posible, el cabildo y ayuntamiento de la ciudad finalmente acordaron otorgar a
Gonzalo Pizarro plenos poderes en nombre de la ciudad. Esto le permitiría
viajar a Los Reyes para presentar sus súplicas sobre las ordenanzas ante Su
Majestad el Rey, comprometiendo sus personas, bienes y haciendas para tal
efecto.
Después
de haber sido nombrado procurador, Gonzalo Pizarro comenzó a expresar
abiertamente sus ambiciones, mostrando a través de sus palabras que su deseo
iba más allá de ser simplemente procurador. Mientras tanto, el licenciado León
había llegado al Cusco y, según se cuenta, se regocijaba por lo que estaba
sucediendo. Por otro lado, se decía que el licenciado de la Gama había enviado
cartas en las que criticaba severamente las acciones del virrey.
Una
vez que Gonzalo Pizarro fue nombrado procurador, buscó el apoyo de sus amigos,
como Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Cermeño, Alonso de Toro, Tomás Vázquez y
otros, para que instaran a los ciudadanos a recibirlo como alcalde mayor. Esto
lo hacía con la intención de tener un control absoluto sobre todo. Sin embargo,
cuando los miembros del cabildo se dieron cuenta de esto, se alarmaron, pues
percibieron que Gonzalo Pizarro, con su apoyo, intentaba tomar el control del
reino y enfrentarse al virrey, sin contar con su aprobación. Considerando sus
intenciones como negativas, no llegaron a un acuerdo sobre este asunto. De
hecho, algunos murmuraban, cuestionando si no veían la ambición con la que
Gonzalo Pizarro buscaba enfrentarse al virrey. Muchos de ellos maldecían a
aquellos de Lima que habían escrito a Gonzalo Pizarro, ya que creían que él se
dejaba influenciar fácilmente por esas cartas y había dejado de regresar a su
villa natal debido a ellas.
Pizarro,
al comprender las inclinaciones de ciertos individuos, manifestaba con
determinación que no deseaba ser procurador ni ostentar el título de capitán de
una ciudad tan poco agradecida, aunque siempre se hacía acompañar de
arcabuceros y escopeteros. En una reunión del cabildo, los señores presentes
consideraron lo siguiente, tal como se desprende de un documento original que
tuve la oportunidad de examinar en posesión de un notario, que dice así:
En
la ciudad del Cusco, el veintisiete de junio de mil quinientos cuarenta y
cuatro, en presencia mía, Gómez de Chaves, escribano público, compareció el
capitán Gonzalo Pizarro y expresó lo siguiente: que renunciaba y se apartaba
del cargo de capitán general y procurador de esta ciudad. Esto debido a que las
autoridades y el cuerpo administrativo de la ciudad se negaban a nombrarlo como
justicia mayor, cargo que consideraba necesario para realizar las labores que
requiere la ciudad. Sin embargo, dejó claro que, si en algún momento le
ofrecían el cargo de justicia mayor, no consideraría su renuncia válida, sino
que lo aceptaría y ejercería según lo encomendado. Además, en aras de la
pacificación de los soldados y en respuesta a sus peticiones, manifestó su
disposición a ser elegido para dicho cargo. Todo esto fue expresión de su
voluntad, y lo firmó con su nombre. Testigos: el capitán Francisco de Almendras
y el capitán Cermeño.
Después
de que Gonzalo Pizarro hizo estas declaraciones, algunos de los presentes en el
cabildo se sintieron muy inquietos. Por un lado, Pizarro renunciaba al cargo de
capitán y procurador, pero, por otro lado, argumentaba que los soldados que lo
acompañaban pedían que lo nombraran como justicia mayor. Esta dualidad desconcertaba
a los presentes, quienes no se atrevían a decidir qué hacer. Mientras tanto,
los arcabuceros apostados afuera disparaban algunas balas, como una advertencia
de lo que podrían hacer si no se cumplían sus demandas.
Después
de algunas negociaciones y discusiones, se procedió a la votación de la
siguiente manera:
Juan
Vélez de Guevara, alcalde ordinario en nombre de Su Majestad, expresó su voto a
favor de que Gonzalo Pizarro sea nombrado capitán general y justicia mayor,
firmando así su decisión.
Luego,
Antonio de Altamirano, alcalde ordinario, también votó a favor de que Gonzalo
Pizarro sea nombrado justicia mayor, dejando constancia con su firma.
Posteriormente,
el capitán Diego Maldonado el Rico expresó su deseo de buscar asesoramiento
legal antes de tomar una decisión. Solicitó permiso para consultar a un letrado
y se comprometió a responder una vez informado, firmando su solicitud.
Dado
el interés histórico y la importancia del nombramiento de Gonzalo Pizarro como
justicia mayor, deseo ser detallado para asegurarme de que se comprenda
completamente lo ocurrido. Además, es crucial que se reconozca quiénes fueron
los responsables de este nombramiento para que quede registrado con precisión.
Continuando
con el relato, según lo extraigo de los documentos originales de la época,
prosigue de la siguiente manera:
Hernando
Bachicao, regidor, expresó su voto y opinión a favor de que Gonzalo Pizarro sea
nombrado justicia mayor para desempeñar todas las funciones necesarias hasta
que Su Majestad provea otra disposición al respecto. Firmó su decisión con su
nombre.
A
continuación, Francisco Maldonado expresó su voto y opinión. Considerando que
los alcaldes ordinarios estaban ocupados con asuntos judiciales civiles y
criminales, y dada la creciente presencia de soldados en la ciudad, propuso que
Gonzalo Pizarro sea nombrado justicia mayor y teniente general. Argumentó que
esta medida sería beneficiosa para la pacificación de la ciudad dada la
cantidad de personas involucradas. Firmó su decisión con su nombre.
Seguidamente,
Diego Maldonado de Álamos manifestó su deseo de servir a Dios y a Su Majestad,
así como el bienestar de la ciudad y sus habitantes. Reconociendo su falta de
conocimiento legal para determinar si Gonzalo Pizarro podía ser nombrado
justicia mayor, optó por ejercer su papel como regidor de la ciudad y dar su
voto en consecuencia. Firmó su decisión con su nombre.
Posteriormente,
Juan Julio de Hojeda indicó que se alineaba con la opinión de Diego Maldonado
de Álamos, expresando así su acuerdo con su parecer. Firmó su decisión con su
nombre.
Después
de esto, se sucede un acto tras otro que se describe de la siguiente manera:
"Inmediatamente
después, tras revisar los votos de los señores justicias y regimiento,
declararon y designaron al capitán Gonzalo Pizarro como justicia mayor,
otorgándole plenos poderes conforme a lo requerido por la ley en tales
circunstancias. Recibieron de él el juramento de manera adecuada y formal,
comprometiéndose a ejercer su cargo conforme a lo establecido. Firmaron el documento
Gonzalo Pizarro, Juan Vélez de Guevara, Francisco Maldonado, Diego Maldonado de
Álamos, Hernando Bachicao y Juan Julio de Hojeda."
Se
comenta que, durante este tiempo, los licenciados de la Gama, Carvajal, León,
Barba, junto con el bachiller Guevara, emitieron opiniones y consejos sobre la
posibilidad de que Gonzalo Pizarro recurriera a la fuerza armada para solicitar
cambios en las ordenanzas, argumentando que podrían respaldarlo con leyes y
derechos. Se mencionan otras acciones aún más censurables de estos individuos,
que por ciertas razones omitiré. Sin embargo, es suficiente saber que dieron
sus opiniones, las cuales causaron un considerable daño, ya que muchos
ingenuos, creyendo en sus afirmaciones, siguieron al tirano en sus
errores."
Capítulo
XXVI: La salida del alcalde Antonio Altamirano y del capitán Diego Maldonado el
Rico del cabildo, y su posterior firma; y la negativa del procurador, Pero
Alonso Carrasco de presentar una petición en nombre de la ciudad sobre el
proveimiento.
En
este capítulo se relata cómo el alcalde Antonio Altamirano y el capitán Diego
Maldonado el Rico abandonaron la reunión del cabildo, pero finalmente
accedieron a firmar. Además, se narra la negativa del procurador, Pero Alonso
Carrasco de presentar una petición en nombre de la ciudad sobre el
proveimiento.
Durante
la sesión del cabildo, mientras se estaban emitiendo votos y opiniones, el
alcalde Antonio Altamirano, al notar la tiránica y malévola intención de
Gonzalo Pizarro, optó por retirarse del cabildo y negarse a firmar, al igual
que Diego Maldonado el Rico. Gonzalo Pizarro salió del lugar con su vara de
justicia y fue obedecido por todos como la máxima autoridad. Mientras tanto,
Diego Maldonado se encontraba en su casa cuando el capitán Cermeño, acompañado de
arcabuceros, fue a buscarlo para llevarlo a las casas de Gonzalo Pizarro, quien
estaba muy enfadado por su negativa a firmar. Al llegar a donde se encontraba
Gonzalo Pizarro, este, con gesto airado, le ordenó a Diego Maldonado que, dado
que tenía el primer voto en el cabildo, firmara sin excusas para evitar
represalias, ya que quería demostrar su autoridad ante todos. De lo contrario,
se le advirtió a Diego Maldonado que le quitarían la vida, por lo que firmó con
una firma falsa y diferente a la habitual. Antonio de Altamirano también acabó
firmando, mientras que Diego Maldonado solicitó que todo quedara registrado
como testimonio, tras haber hecho él y Pedro de los Ríos una protesta secreta
en la que manifestaban su rechazo a unirse a Gonzalo Pizarro y su lealtad a Su
Majestad.
A
pesar de los acontecimientos, según lo narrado en nuestra historia, aquellos
que habían instigado a Gonzalo en sus acciones le aconsejaron que, para dar más
legitimidad al nombramiento de justicia mayor, debería solicitar a Pero Alonso
Carrasco, procurador de la ciudad, que presentara una petición en el cabildo en
la que el pueblo expresara su aprobación de la elección, argumentando que era
en beneficio común. Sin embargo, Pero Alonso, con sensatez, al ver que lo que
le estaban pidiendo no era justo ni estaba en servicio de Su Majestad, se negó
a hacer la petición en el cabildo. Esto enfureció a Gonzalo Pizarro, quien
emitió de inmediato un mandato ordenando la confiscación de sus bienes. Ante el
temor de ser asesinado, Pero Alonso Carrasco decidió refugiarse en la iglesia,
pero al no sentirse seguro allí, se trasladó a las casas de Alonso de Mesa, un
vecino del Cusco, donde permaneció oculto durante dos días y dos noches.
Gonzalo
Pizarro, en su furia por la negativa de Pero Alonso Carrasco a solicitar el
respaldo de la ciudad, según afirman algunos, llegó al extremo de ordenar a
ciertos de sus criados que lo asesinaran. En una noche, cuando Pero Alonso
Carrasco salió para visitar su casa, fue emboscado por individuos que lo hirieron
gravemente con tres heridas, llegando a temerse por su vida. Debido a este
ataque, Pero Alonso Carrasco no pudo acompañar a Garcilaso y Graviel de Rojas
cuando partieron de la ciudad para encontrarse con el virrey, como se narrará
en el curso de nuestra historia.
Capítulo
XXVII: De cómo llegó una carta cifrada del factor Illan Xuárez de Carvajal
desde la ciudad de Los Reyes, y de cómo se solicitó el voto del capitán
Garcilaso de la Vega para el nombramiento.
En
este capítulo se narra cómo llegó a la ciudad una carta cifrada del factor Illan
Xuárez de Carvajal, proveniente de Los Reyes. Además, se relata cómo se
solicitó el voto del capitán Garcilaso de la Vega para el nombramiento que se
estaba llevando a cabo.
El
bienaventurado Gregorio afirma que no se puede obtener un gran premio sin un
gran esfuerzo, dedicación, conocimiento y sabiduría, sin pasar largas horas de
vigilia, desvelándose durante muchos días y noches. Salomón sostiene que nadie
ha alcanzado grandes riquezas sin grandes preocupaciones y mayores esfuerzos
del espíritu. Por lo tanto, para mí será un ejemplo evidente y notable, ya que
al embarcarme en la redacción de una obra tan difícil como la que estamos
narrando, no puedo evitar pasar por largas vigilias, asegurándome de que las
diversas narraciones concuerden entre sí y de que en ningún momento nos
apartemos de la verdad. Reconozco que la obra que, con la ayuda divina, he
emprendido escribir es digna de que soporte los trabajos antes mencionados. En
ningún momento me sentí tan angustiado como en este punto, ya que mi juicio
débil no era suficiente para explicar cosas tan grandes, y estuve a punto de
terminar mi tarea, dejando abierta la posibilidad para que alguien más sabio la
continuara. Sin embargo, la convicción y la inspiración que he sentido me
animan a seguir adelante.
Una
vez que el virrey Blasco Núñez Vela llegó a la ciudad de Los Reyes y después de
haber discutido con el tesorero los asuntos que ya hemos relatado, el factor Illan
Xuárez de Carvajal, fiel servidor del Rey, escribió una carta cifrada que yo
tuve en mi poder, dirigida al licenciado Benito Xuárez de Carvajal, su hermano,
en la que le exhortaba a servir lealmente al Rey y a no participar ni consentir
ningún movimiento en las provincias del sur. Además, le instaba a que, en caso
de haber disturbios, se trasladara a la ciudad de Los Reyes, donde encontraría
al virrey Blasco Núñez Vela. El licenciado, al recibir esta carta, respondió en
cifras al factor, prometiendo cumplir con lo que se le pedía sin desviarse en
absoluto. También informó al virrey sobre lo que estaba sucediendo en el Cusco.
Volviendo
a Gonzalo Pizarro, al ver que el capitán García Lasso de la Vega, regidor de la
ciudad, no había respaldado su elección, le envió un mensaje para exigirle que
emitiera su voto. La respuesta de García Lasso fue que él no era letrado y no
entendía si podía votar para nombrar a la justicia mayor. Dio esta respuesta
para evitar firmar o votar en algo que claramente no servía a Su Majestad. Ante
esto, Gonzalo Pizarro envió al licenciado Carvajal para que confirmara si
García Lasso podía legalmente emitir su voto en esta situación. Carvajal
respondió afirmativamente, diciendo que García Lasso tenía el derecho de
hacerlo. Sin embargo, García Lasso, con astucia, había dado esa respuesta y,
además, para evadirse, asistió al cabildo donde, en presencia de los miembros
del regimiento que estaban tratando sobre lo sucedido en su reunión, declaró
que él era regidor no por elección del cabildo, sino por la ausencia de otro
vecino de la ciudad. A pesar de haber ejercido el cargo hasta entonces, anunció
que lo dejaba en manos de ellos y renunciaba con la protesta de no ser más
regidor. Tras decir esto, se retiró.
Después
de estos eventos, Gonzalo Pizarro y los miembros del cabildo ordenaron a Pedro
de Hinojosa que fuera a la ciudad de Arequipa para traer a Francisco de
Carvajal, quien había sido sargento mayor en la batalla de Chupas, junto con
las armas y la gente disponibles en esa ciudad. Pedro de Hinojosa partió hacia
Arequipa, donde encontró a Francisco de Carvajal, quien tenía un fuerte deseo
de ir a los reinos de España, pero nunca pudo encontrar la oportunidad para
hacerlo. Al enterarse de la solicitud de Gonzalo Pizarro y de que lo
convocaban, se dice que sintió pesar y deseaba estar fuera de esos asuntos. Sin
embargo, como hombre experimentado en la guerra y criado en ella, decidió
enfrentar la situación. Dijo: "Yo siempre sospeché que no era conveniente
involucrarme en esta trama, pero ahora que está sucediendo, prometo ser uno de
los principales participantes en ella". Se preparó para dirigirse al Cusco,
expresando duras palabras contra el nombramiento de las ordenanzas,
comparándose a un gato que, aunque pueda ser acosado y herido, aún volverá a
rascar a su propio señor. Consideraba que era adecuado oponerse a esas leyes
que Su Majestad había enviado.
Una
vez que Pedro de Hinojosa cumplió con su misión y regresó a la ciudad del Cusco
con lo que pudo obtener, se descubrió que el teniente o corregidor de Arequipa
se había ausentado. A pesar de esto, Pedro de Hinojosa no sufrió ningún agravio
ni maltrato debido a su labor, ya que se limitó a sacar la gente y las armas
disponibles.
Capítulo
XXVIII: De cómo el capitán Lorenzo de Aldana escribió al virrey y las noticias
que los vecinos del Cusco estaban difundiendo, así como los rumores que surgían
en la ciudad de Los Reyes sobre el nombramiento de Pizarro como gobernador del Cusco.
En
este capítulo se relata cómo el capitán Lorenzo de Aldana escribió al virrey
informándole de los acontecimientos en el Cusco, así como las especulaciones y
rumores que circulaban entre los vecinos de dicha ciudad. También se describe
cómo en la ciudad de Los Reyes se difundían rumores de que Pizarro había sido
nombrado gobernador del Cusco.
El
capitán Lorenzo de Aldana se encontraba en la provincia de Jauja, donde tenía indígenas
en encomienda. Allí, escuchó de los vecinos del Cusco que regresaban de Los Reyes
las conversaciones y la fácil disposición con la que se habían dedicado a
discutir sobre los acontecimientos. Además, había recibido noticias de que
Gonzalo Pizarro había descendido de los Charcas y se había instalado en la
ciudad del Cusco, donde pretendía ser recibido como procurador para oponerse al
virrey. Deseando evitar disturbios y conflictos en la provincia, y esperando
que el virrey actuara con prudencia, dado lo difícil y delicado de la
situación, Lorenzo de Aldana escribió al virrey expresándole su preocupación.
Le informó que, estando él en Jauja, le había escrito anteriormente para darle
la bienvenida, y ahora lo hacía de nuevo con una causa aún más importante:
informarle sobre cómo Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros vecinos
del Cusco estaban difundiendo rumores sobre la severidad con la que el virrey
estaba entrando en el reino y su falta de benevolencia, así como su aparente
regocijo por ejecutar las ordenanzas, haciendo alarde de los indígenas que
había confiscado en San Miguel y Trujillo. Estos rumores estaban causando un
gran revuelo. Lorenzo de Aldana le aconsejó al virrey que actuara con prudencia
y sabiduría, considerando su amplia experiencia en el reino y reconociendo la
tendencia de la gente a buscar conflictos para satisfacer sus deseos sensuales
y desordenados. Además, le informó sobre los rumores de que Gonzalo Pizarro
estaba en el Cusco con la intención de ser nombrado procurador, así como otras
informaciones que había escuchado.
Pocos
días después de que Aldana escribiera esta carta al virrey, partió de la
provincia de Jauja hacia la ciudad de Los Reyes para encontrarse con él, y el
virrey mostró satisfacción por su llegada. Mientras tanto, el capitán Juan de
Saavedra solicitó permiso al virrey para dirigirse a Huánuco, y este se lo
concedió.
No
pasó mucho tiempo antes de que en la ciudad se entendiera claramente y se
supiera con certeza que Gonzalo Pizarro había sido recibido como procurador en
el Cusco para suplicar respecto a las ordenanzas. Esto no fue difícil de
entender, ya que los vecinos de Lima se mantenían en constante comunicación con
él mediante mensajeros que iban y venían rápidamente. La noticia ya era
conocida por todos los vecinos, y se hablaban unos a otros con alegría,
comentando: "¿No saben la feliz noticia? Gonzalo Pizarro ha sido nombrado
procurador para enfrentarse al audaz virrey". Aquellos que ya lo sabían se
congratulaban unos a otros, estrechándose las manos y riendo abiertamente. En
resumen, la alegría que todos sentían era inmensa.
Además,
se difundió el rumor de que Pizarro estaba reclutando soldados en el Cusco, lo
cual preocupó al virrey. Sin embargo, él no expresaba más que su deseo de que
los oidores llegaran pronto para establecer la audiencia. En ocasiones, estuvo
tentado de dirigirse rápidamente al Cusco, llevando consigo a su hermano y al
capitán Diego Álvarez de Cueto, su cuñado, junto con algunos vecinos. A pesar
de su voluntad, los obstáculos que se presentaban eran tantos que no pudo
decidirse a ir al Cusco. Sin duda, su presencia habría detenido los disturbios
y evitado el estallido de la guerra.
Hablar
de estas cuestiones es casi como adivinar, pues Dios tenía determinado castigar
en general a ese reino. Además, me parece que, si no se corrigen, están
destinados a sufrir más calamidades y miserias, como lo indican los relámpagos
que nuevamente se alzan. Esto me recuerda a lo que Plutarco menciona en la vida
de Lúculo, citando una pregunta que los cirineos le hicieron al divino Platón,
que sostiene que no hay tarea más difícil que someter a ciertas leyes a hombres
que poseen muchas riquezas, ya que están como embriagados por el favor de la
fortuna. Por otro lado, Plutarco señala que, por el contrario, no hay nada más
fácil de dominar que los ánimos de esos hombres cuando están abatidos y han
sufrido muchos reveses, porque sus orgullosos y elevados pensamientos se han
visto afectados por la continuación de tristes experiencias humanas.
Esta
sentencia es notable, ya que cuando el desafortunado virrey llegó al Perú, encontró
a los hombres dispuestos, gracias a su riqueza, no solo a suplicar respecto a
las leyes, sino también a oponerse a él, como de hecho lo hicieron. Sin
embargo, después de que el tirano mismo los atormentara y fatigara de muchas
maneras, el virrey pudo no solo hacer cumplir las leyes, sino también
implementar otras medidas que ellos consideraban más severas. Incluso, en
contra de sus deseos, se cumplió la voluntad del Emperador nuestro señor, y
ahora está tan poderoso y temido en esas tierras como un príncipe en otra
provincia del mundo, aunque no posea la misma autoridad personal. He mencionado
esto para que comprendan que, aunque haya más de cuatro mil leguas de distancia
entre España y los confines del Perú, al final se debe hacer lo que él ordena,
pues es el soberano señor.
Capítulo
XXIX: En este capítulo se relata cómo Su Majestad envió una cédula real al
adelantado don Sebastián de Belalcázar, ordenándole que ejecutara las nuevas
leyes. Además, se describe cómo se reunieron en la ciudad de Popayán los
procuradores y se otorgó la suplicación.
Después
del fallecimiento del capitán Francisco García de Tobar y de la partida del
belicoso Juan Cabrera hacia la villa de Timaná, el adelantado Belalcázar se
trasladó a la ciudad de Popayán, después de cruzar los montes y cordilleras que
separan unas regiones de otras. Permaneció allí durante algunos días. Durante
su estancia, mientras se encontraba en la ciudad de Cali, llegó la noticia
sobre las nuevas ordenanzas reales y la llegada al Perú de Blasco Núñez Vela
para implementarlas. Esta noticia causó cierto alboroto en la provincia, pero
muchos creían que sus vecinos en el Perú se resistirían y no obedecerían las
nuevas leyes. Expresaban el deseo de que Dios los motivara a actuar así, ya que
el agravio era considerable. Poco después, llegó la noticia de que las
ordenanzas habían sido aceptadas en la ciudad de Los Reyes, lo cual desilusionó
a muchos, quienes consideraron que los del Perú habían mostrado poca
determinación.
Un
barco llegó al puerto de la Buena Ventura, trayendo una copia de las nuevas
leyes y una carta del príncipe y señor, don Felipe, en la que instaba al
adelantado Belalcázar a ejecutar las nuevas leyes para la gobernación de las
Indias, asegurándole que así le prestaría un gran servicio. Ante esta cédula
real, los vecinos se alarmaron y protestaron, argumentando que no permitirían
tal agravio, ya que consideraban que sus servicios no lo merecían. Belalcázar,
con prudencia, intentó calmarlos, asegurándoles que el rey les concedería más favores.
Convocó a procuradores de todas las ciudades y villas de la provincia para
discutir cómo abordar el tema de las ordenanzas.
Cuando
los procuradores llegaron a la ciudad de Popayán, solicitaron al adelantado que
concediera una suplicación en nombre de toda la provincia, en lugar de ejecutar
las nuevas leyes. Así se hizo, y se evitó la implementación de las leyes.
Nombraron a Francisco de Rodas como procurador para viajar a España, donde ya
se había nombrado al licenciado Miguel Díaz Armendáriz como comisario general y
juez de residencia, como se detallará más adelante en nuestra narrativa. Esta
medida tranquilizó a la provincia y evitó cualquier disturbio.
CAP.
XXX. —Después de ser recibido Gonzalo Pizarro en el Cusco como procurador y
justicia mayor, procedió a nombrar capitanes para consolidar su posición. En
ese contexto, llegó Diego Centeno al Cusco y entregó a Pizarro los despachos
que llevaba consigo.
Una
vez recibido en la ciudad del Cusco como justicia mayor, Gonzalo Pizarro se
apresuró a convocar a la gente y a organizar la fabricación de pólvora, así
como a preparar arcabuces. Constantemente recibía cartas de diversas
procedencias, muchas de ellas cifradas, todas instándolo a que se trasladara
rápidamente a Los Reyes, mientras denigraban la autoridad del virrey. Ahora que
tenía el poder que tanto anhelaba, decidió que era hora de nombrar capitanes y
oficiales para la guerra.
Inicialmente,
consideró designar a Diego Maldonado el Rico como alférez general, pero este se
retiró elegantemente, ofreciendo razones que parecían convincentes para
permanecer en la ciudad. Los miembros del cabildo también persuadieron a
Pizarro para que dejara a Maldonado como alcalde y capitán de la ciudad. Tras
reflexionar sobre ello, Gonzalo Pizarro designó a Alonso de Toro, natural de
Trujillo, como maese de campo, y a Antonio de Altamirano, oriundo de
Hontivéros, como alférez general. Los capitanes de infantería fueron Diego
Gumiel, de Villadiego, y Juan Vélez de Guevara, de Málaga. El capitán Cermeño,
de Sanlúcar de Barrameda, fue designado como capitán de arcabuceros, mientras
que Hernando Bachicao fue nombrado capitán de artillería. Por último, don Pedro
de Puertocarrero fue nombrado capitán de la caballería.
Pocos
días después de estos nombramientos realizados por el malvado Gonzalo Pizarro,
las odiosas banderas comenzaron a ondear en la plaza, mientras los alféreces
que deseaban unirse a esa guerra malvada y atroz las llevaban en alto. Los
tambores anunciaban la guerra maldita y los pífanos difundían su sonido. ¡Qué
alegría mostraba el tirano Gonzalo Pizarro al ver que ahora tenía la fuerza
para enfrentarse al visorrey, pensando que después le sería fácil tomar el
control del reino!
Lope
Martín llegó a la ciudad difundiendo lo mismo que todos sobre el visorrey.
También llegó Diego Centeno con los despachos y provisiones del visorrey, y
algunos cuentan que los entregó voluntariamente en manos de Gonzalo Pizarro,
sin hacer ninguna diligencia. Se dice que, al ver los despachos, Gonzalo Pizarro
se alegró mucho de tenerlos en su poder y ordenó a Centeno que, bajo pena de
muerte, no revelara a ningún vecino ni a nadie más el contenido de los
documentos. Se apresuraron a prepararse con armas y pertrechos necesarios,
decididos a enviar a la ciudad de Huamanga a Francisco de Almendras, un gran
artillero que era de su confianza.
CAP.
XXXI. —Gonzalo Pizarro ordenó al capitán Francisco de Almendras que se
dirigiera a la ciudad de San Juan de Victoria, en Huamanga, para traer de
vuelta el equipo de artillería que el licenciado Vaca de Castro había enviado
allí por mandato.
Gonzalo
Pizarro, consciente de su malévolo intento, recordó que en San Juan de
Victoria, en Huamanga, se encontraba el equipo de artillería que el tirano
anterior había utilizado en la batalla de Chupas contra Vaca de Castro.
Confiando plenamente en Francisco de Almendras, residente de la villa de Plata,
le ordenó que se dirigiera allí con treinta arcabuceros para traer de vuelta el
equipo de artillería. Sin embargo, le instruyó específicamente que no
permitiera que se causara ningún daño en la ciudad. Además, le encargó que, en
su nombre, se dirigiera a los vecinos y al cabildo de la ciudad para
informarles que él asumía la responsabilidad de responder por todos en relación
con las ordenanzas. Les instó a que se prepararan para apoyarlo, considerando
las numerosas veces que le habían escrito y solicitado su intervención.
Francisco
de Almendras y su grupo partieron de la ciudad del Cusco y llegaron a San Juan
de Victoria en Huamanga, donde en ese momento Vasco Suárez estaba actuando como
alcalde del Rey. Al enterarse de la misión de Almendras, Vasco Suárez y los
regidores se reunieron para discutir cómo impedir que el equipo de artillería
fuera sacado de la ciudad. Vasco Suárez expresó su intención de defender y
oponerse a Almendras y sus hombres. Otros regidores, como Juan de Bérrio y
Diego Gavilán, se mostraron igualmente decididos a apoyarlo. Por su parte, el
capitán Vasco de Guevara fingió estar enfermo y no poder participar en la defensa.
Almendras,
impaciente por obtener el equipo de artillería, presionaba a los habitantes de
San Juan de Victoria para que se lo entregaran, pero estos evadían dar una
respuesta clara sobre su paradero. Almendras sospechaba que el capitán Vasco de
Guevara tenía información sobre el paradero del equipo y fue a su posada.
Algunos afirmaron falsamente que Vasco de Guevara reveló la ubicación del
equipo, pero en realidad intentó evadir a Almendras. Al caer la noche, Vasco de
Guevara se escapó hacia los Sóras, donde tenía indígenas de repartimiento, con
la intención de unirse al virrey y servirle.
Cuando
Almendras se enteró de la partida de Vasco de Guevara, estuvo a punto de
destruir el pueblo de San Juan de Victoria por la ira que le provocó su
traición. Finalmente, utilizando tormentos contra algunos indígenas, Almendras
descubrió la ubicación del equipo de artillería y lo recuperó. Después de esto,
anunció a los habitantes de la ciudad que regresaría a la ciudad del Cusco y
les advirtió que se prepararan para su regreso. Luego, con la ayuda de los
lugareños, el equipo de artillería fue cargado en los hombros de los indígenas
y llevado de regreso a la ciudad del Cusco.
Capítulo
XXXII: La Clamorosa Revelación en Los Reyes sobre los Acontecimientos en el
Cusco y la Sorpresiva Marcha de la Artillería, Desencadenando Profundo Pesar en
el Virrey.
En
la ciudad de Los Reyes, la capital colonial de Perú, la intriga y la
preocupación se apoderaron de las conversaciones cuando la noticia de los
sucesos en el distante Cusco comenzó a circular con claridad inquietante. La
llegada de la artillería a la región, un indicio ominoso de posibles
conflictos, no pasó desapercibida para el virrey y sus consejeros, quienes
lamentaron profundamente el giro de los acontecimientos.
En
aquel tiempo, en Los Reyes, ya se vislumbraban cambios. La atmósfera estaba
cargada de inquietud, con el demonio de la discordia sembrando semillas de duda
y desconfianza en aquellos que anteriormente mantenían pensamientos más nobles.
En susurros secretos, los vecinos intercambiaban sus preocupaciones, algunos
especulaban sobre la posible ejecución de las nuevas leyes por parte del
virrey, mientras otros, con tono más desafiante, argumentaban: "Déjalo
estar, Pizarro está en el Cusco; tenemos noticias seguras de que vendrá con un
séquito armado y hará rendir cuentas a todos".
La
noticia se propagó rápidamente por toda la ciudad, y el virrey ya no podía
ignorar lo que era un hecho. Con gesto de incredulidad, se llevaba la mano a la
frente y se preguntaba: "¿Es posible que el gran Carlos, nuestro señor,
sea respetado en todas las provincias de Europa, mientras que El Turco, señor
de gran parte de Oriente, no se atreva a desafiarlo abiertamente? ¿Cómo es que
un bastardo se atreve a desafiar la voluntad real y obstaculizar la ejecución
de sus mandatos?"
Ansiaba
la llegada de los oidores para establecer la audiencia, pero su ánimo estaba
profundamente angustiado, pues temía no ser capaz de garantizar el cumplimiento
de la voluntad real. Sentía un profundo resentimiento hacia Vaca de Castro, y
encontraba razones de peso para ello, especialmente después de la partida de
Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Hernando Bachicao y otros, quienes, según
sospechaba, mantenían una estrecha afinidad con él y podrían haber sido
influenciados por sus consejos para dirigirse al Cusco. Planeaba, una vez que
los oidores llegaran, iniciar un proceso de residencia contra él y castigarlo
conforme a la justicia.
No
pasaron muchos días antes de que llegara a la ciudad la noticia sobre el
traslado de la artillería desde Huamanga. Se decía que Vasco de Guevara la
había entregado a Francisco de Almendras. Ninguna otra noticia anterior había
causado tanta consternación en el virrey como esta. De su boca brotaban
palabras cargadas de ira dirigidas hacia Vasco de Guevara, prometiendo imponer
un severo castigo por esa deshonrosa acción. Desconfiaba profundamente de los
vecinos, no confiando en ellos ni aceptando ninguna información que le
proporcionaran. Por su parte, los vecinos temían las represalias del virrey y
estaban sumamente preocupados por su seguridad.
Capítulo
XXXIII: El Virrey, ante la Ausencia de los Oidores, Decide Proclamar
Públicamente las Ordenanzas y Ordena la Prisión de Vaca de Castro.
Ante
la demora en la llegada de los oidores, el virrey tomó la decisión de hacer
públicas las ordenanzas mediante un pregón oficial. Mientras tanto, en un giro
sorprendente, se llevó a cabo la detención de Vaca de Castro.
Por
lo que hemos narrado hasta ahora, el lector habrá tomado conocimiento de la
llegada de Blasco Núñez Vela a Los Reyes. Con un tono optimista, declaró a la
ciudad que no implementaría las leyes hasta que se estableciera la audiencia.
Sin embargo, al regresar recientemente de España, donde la autoridad real se
sigue con tal rigor que cualquier orden, por más estricta que sea, se ejecuta
sin objeciones, no comprendió la doblez de las personas que habitaban en este
reino ni la libertad que habían disfrutado en el pasado. A pesar de las noticias
sobre el alboroto en el Cusco y el traslado de la artillería, decidió de manera
apresurada, sin reflexionar y sin considerar la complejidad y la hostilidad que
prevalecían en el reino, y el profundo odio que le tenían muchos, convocar a
Juan Enríquez, el pregonero, para que anunciara públicamente las nuevas leyes,
dejando claro para todos.
También
es justo considerar la verdadera intención del virrey y no oscurecerla. Yo creo
firmemente que él comprendía que los acontecimientos serían de gran envergadura,
y todos los que vivimos en esta época sabemos que nuestro César le ordenó que,
ante cualquier circunstancia, por difícil que fuera, las leyes debían ser
promulgadas y cumplidas. Es posible que el virrey, por prudencia, haya decidido
implementarlas de inmediato para evitar que se argumentara en el presente o en
el futuro que, por temor, dejó de cumplir con el mandato real.
Recuerdo
un episodio similar en la historia, donde la decisión tomada fue motivada por
una lealtad similar al mandato real. Se cuenta que Alejandro Magno, el gran
fundador de la tercera monarquía, un poderoso rey de Grecia, tuvo que lidiar
con una situación delicada. Según Quinto Curcio Rufo y Arriano, un valiente
capitán llamado Parmenio, que tenía tres hijos nobles llamados Filotas, Héctor
y Nicanor, estuvo involucrado en una trama de traición contra el rey. Aunque
Filotas estaba al tanto de una conspiración contra Alejandro, que fue
descubierta gracias a Dimno, un confidente cercano al rey, decidió no informar
a Alejandro sobre el asunto, poniendo en riesgo su propia vida. Posteriormente,
se encontraron cartas comprometedoras de Parmenio, su padre, lo que llevó a su
cruel ejecución. Alejandro, llamando a un hombre audaz llamado Polidamas, le
ordenó que llevara cartas a Parmenio y lo matara, mostrando luego una orden
falsa a los demás capitanes para evitar la agitación en el ejército. A pesar de
las considerables honras y riquezas que había recibido de Parmenio, Polidamas
cumplió con la orden, a pesar de sentir compasión por la venerable persona de
Parmenio.
Así
como en este relato histórico, el virrey, deseando demostrar a Su Majestad que
cumplía de buena gana y con fidelidad lo ordenado, sin tener en cuenta las
posibles controversias futuras, procedió a promulgar las leyes. Esto lo menciono
no para justificar su acción, que fue temeraria, sino para entender su
intención. Sin embargo, cabe señalar que, en aras del servicio real, habría
sido más conveniente suspender las leyes en lugar de promulgarlas.
La
reacción de los vecinos ante el sombrío pregón fue de profundo desasosiego.
Sumidos en una gran turbación, se preguntaban entre ellos: "¿Qué significa
esto? ¿Por qué Su Majestad, siendo un príncipe tan cristiano, nos trata así,
habiendo conquistado esta provincia con tanto sacrificio, tanto de nuestra
hacienda como de la vida de tantos compañeros? ¿Qué será de nuestros hijos y
mujeres?" Muchos se sentían desesperados, llegando incluso a perder el
sentido de la realidad. Desde ese momento, les parecía que habían perdido toda
su riqueza, tanto indígenas como cualquier otra propiedad. En su enfado,
escribían cartas a Gonzalo Pizarro, informándole de lo que estaba ocurriendo y
de la promulgación de las leyes.
Capítulo
XXXIV: Conclusión de los Acontecimientos Anteriores hasta la Prisión del
Licenciado Vaca de Castro.
Con
este capítulo, cerramos el relato de los sucesos anteriores hasta el momento en
que el licenciado Vaca de Castro fue arrestado.
El
virrey no estaba ajeno a lo que ocurría en la ciudad, y ante el gran tumulto
que reinaba, comprendió el profundo desasosiego de los vecinos. Salió a la sala
y anunció que cualquiera que afirmara que Gonzalo Pizarro estaba planeando
rebelarse recibiría cien azotes públicamente. Mientras tanto, Vaca de Castro
continuaba visitando al virrey en esos días, pero debido a sus propios
problemas, fue arrestado y llevado al viejo cuarto de las casas del Marqués,
donde se alojaba. Estuvo encarcelado allí durante ocho días, mostrando un gran
pesar por haber sido tratado con tanta dureza por el virrey, lamentando no
haber informado al Rey sobre sus acciones en la provincia.
El
obispo don Jerónimo de Loaysa, apenado por el arresto de Vaca de Castro,
suplicó humildemente al virrey que lo liberara, y este accedió a su petición,
ordenando que cualquier persona agraviada por Vaca de Castro presentara una
demanda para determinar si había actuado injustamente y, en caso afirmativo,
castigarlo. Sin embargo, poco después, Vaca de Castro fue nuevamente arrestado
y llevado a un barco bajo la sospecha del virrey.
Por
otro lado, Lorenzo de Aldana, quien había venido de la provincia de Jauja para
ver al virrey y del cual se había hablado anteriormente, provocó la ira del
virrey al descubrirse que había sacado una copia de una carta que había
escrito. Debido a su cercanía con los Pizarro y las sospechas que el virrey
tenía sobre él, fue arrestado y enviado a otro barco durante algunos días,
aunque luego fue liberado con justificaciones por parte del virrey.
Mientras
tanto, el virrey ordenó que se estableciera una flota en el mar, con Diego Álvarez
de Cueto, su cuñado, como capitán general, y Jerónimo Zurbano como capitán.
Capítulo
XXXV: La Intervención del Obispo Don Jerónimo de Loaysa para Prevenir los
Levantamientos y sus Consecuencias.
El
obispo don Jerónimo de Loaysa, preocupado por los rumores de posibles
levantamientos, decidió hablar con el virrey sobre su deseo de ir al Cusco. Lo
que ocurrió a raíz de esta conversación fue significativo.
En
la ciudad de Los Reyes, era un conocimiento extendido entre todos que Gonzalo
Pizarro ya había sido recibido en el Cusco como procurador y justicia mayor.
Don Jerónimo de Loaysa ocupaba el cargo de obispo en esta ciudad, la cual era
la sede principal de su obispado. Con el deseo ferviente de evitar cualquier
estallido de guerra que pudiera perturbar la paz en el reino, y con la
intención de servir a Dios y a Su Majestad, el obispo decidió personalmente
abordar esta cuestión yendo al lugar donde se encontraba Gonzalo Pizarro. Así,
entabló conversaciones con el virrey, expresándole su preocupación por los
grandes movimientos que se rumoreaban en el Cusco, donde se decía que Gonzalo
Pizarro se estaba preparando para la guerra en lugar de buscar soluciones
pacíficas. Propuso la idea de enviar a hombres prudentes y moderados para
persuadir a Pizarro de abandonar sus planes temerarios y buscar una salida
sensata. El virrey recibió esta propuesta con gran satisfacción, reconociendo
que tal acción sería de gran servicio para Dios y para Su Majestad, así como
para él mismo.
Se
decidió entonces que el obispo partiría con prontitud hacia el Cusco,
acompañado por ciertos notarios que llevarían consigo las provisiones reales,
con el fin de requerir a Gonzalo Pizarro y a los demás que no actuaran
precipitadamente, sino que obedecieran las órdenes de su rey y señor natural.
Además, se acordó que el obispo procuraría asegurarse de que Pizarro no se
dirigiera hacia Los Reyes con una gran fuerza armada ni con actitudes
desafiantes, como se rumoreaba.
El
virrey prometió al obispo su pleno apoyo en cualquier acuerdo que se pudiera
alcanzar con Pizarro, comprometiéndose a seguir las instrucciones que él diera.
Aunque no se le concedió formalmente ningún poder, por razones que serán
explicadas en el momento en que el obispo y Gonzalo Pizarro se encontraron, el
virrey dejó claro su firme compromiso de respaldar las acciones del obispo en
esta delicada misión.
Seré
detallado en la narración de este viaje del obispo, ya que ocurrieron eventos
significativos y delicados, de los cuales tengo información de primera mano,
tanto de personas que estuvieron con Pizarro como del propio obispo, quien me
confirmó los hechos tal como los relato. Algunos han insinuado que el viaje del
obispo fue motivado más por intereses personales y el beneficio de Pizarro que
por el servicio al Rey, pero prefiero no detenerme en rumores y opiniones
superficiales, ya que suelen desviarse de la verdad, aunque puedan parecer
cercanos a ella.
Decidido
el obispo a emprender su viaje, salió de la ciudad de Los Reyes el veinte de
junio del mismo año, acompañado por su colega fray Isidro de San Vicente. Los
acompañaron en esta jornada don Juan de Sandoval, Luis de Céspedes, Pero
Ordóñez de Peñalosa y dos clérigos, Alonso Márquez y Juan de Sosa. Siguiendo el
camino marítimo hacia Los Llanos, llegaron al pueblo de Yca, donde se
encontraron con un tal Rodrigo de Pineda, quien venía del Cusco y les advirtió
que, si continuaban por Los Llanos, se equivocarían de camino. Ante esta
información, el obispo decidió cambiar de rumbo y dirigirse hacia la sierra
para llegar al pueblo de Gualle, que pertenecía al repartimiento de Francisco
de Cárdenas, vecino de Huamanga.
Una
vez que el virrey se percató de que la agitación en las provincias del interior
era de conocimiento público y que Gonzalo Pizarro y sus seguidores, a pesar de
sus palabras desafiantes contra el Rey, se estaban preparando para venir
armados y obstaculizar la ejecución de su mandato real, decidió consultar con
Francisco Velázquez Vela Núñez, su hermano, y con Diego Álvarez de Cueto, don
Alonso de Montemayor y otros caballeros prominentes de Los Reyes.
Después
de deliberar, determinaron convocar a todos los habitantes del reino mediante
un llamamiento general. Con gran premura, se despacharon provisiones a todas
las ciudades y villas del reino, ordenando a todos los vecinos y residentes que
se presentaran en la corte de Los Reyes con sus armas y caballos,
prohibiéndoles expresamente dar apoyo a Gonzalo Pizarro u otros que se
declararan en contra de la corona real de Castilla, so pena de ser considerados
traidores y perder todos sus bienes.
Una
vez emitidas estas órdenes, el virrey instruyó al secretario Pero López para
que se preparara para ir al Cusco con las provisiones reales y exigir que Gonzalo
Pizarro y sus seguidores las acataran sin objeciones, mostrando su sumisión
como súbditos y vasallos leales del Rey.
A
pesar del considerable riesgo que enfrentaba, Pero López, consciente de que su
deber estaba ligado al servicio real, aceptó la misión, con la condición de que
no se proclamara la guerra hasta su regreso, para evitar represalias en su
contra. El virrey accedió a esta petición, aunque, si Pero López no hizo oídos
sordos, pudo escuchar el sonido de los tambores y flautas mientras aún estaba
en los límites de la ciudad.
Para
garantizar la seguridad de Pero López en su viaje, el virrey ordenó a Francisco
de Ampuero, un antiguo sirviente del marqués don Francisco Pizarro, que lo
acompañara. Así, partieron de Los Reyes, acompañados también por Simón de
Álzate, notario público, quien llevaba los documentos y provisiones para
disolver a los rebeldes y convocar al servicio del Rey, advirtiendo de la pena
de traición para quienes no cumplieran, y para solicitar apoyo en todas partes
que visitaran.
Capítulo
XXXVI: La Llegada de los Oidores a la Ciudad de Los Reyes y el Establecimiento
de la Real Audiencia.
Llegó
el momento esperado con la llegada de los oidores a la ciudad de Los Reyes y la
fundación de la Real Audiencia.
En
anteriores relatos, mencionamos cómo el virrey Blasco Núñez Vela se adelantó
desde la ciudad de Panamá, mientras los oidores quedaron rezagados para partir
más tarde. En unos pocos días, embarcaron en naves junto con sus esposas y
pusieron rumbo al Perú. Al llegar al puerto de Tumbes, emprendieron el camino
hacia la ciudad de Los Reyes. Durante el viaje, escucharon numerosas quejas
sobre la gestión del virrey, siendo acusado de ser responsable de la muerte de
más de cuarenta españoles por inanición en el camino, ya que los indígenas se
negaban a proporcionarles alimento. Los oidores respondían prometiendo que una
vez en Los Reyes, establecerían la Audiencia y pondrían fin a los desaciertos
del virrey desde su llegada al reino.
Se
dice que, al llegar a la ciudad de Los Reyes, encontraron la ciudad en estado
de alerta, ya que el virrey comenzaba a proclamar la guerra contra Gonzalo
Pizarro. A pesar de la situación tensa, fueron recibidos cordialmente y
alojados en las casas de los vecinos de la ciudad. Fueron acompañados en todo
momento y recibieron numerosas visitas de bienvenida.
Al
reunirse con el virrey, este les informó sobre la grave situación en la
provincia, señalando la huida de Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y
otros de Los Reyes, quienes habían incitado a la alteración de los vecinos en
la ciudad del Cusco. Con escaso temor hacia Dios y el Rey, habían nombrado a
Gonzalo Pizarro como su procurador, y este había enviado a buscar el armamento
que se encontraba en Huamanga para usarlo junto con la fuerza que estaba reuniendo
y dirigirse hacia la ciudad de Los Reyes. Los oidores quedaron consternados al
escuchar esta noticia.
Con
el sello real colocado bajo un palio y los regidores portando sus varas, se
estableció formalmente la Audiencia. Se despacharon provisiones a todas las
partes y el virrey envió cartas a Su Majestad el Rey, informándole de los
acontecimientos en el Perú desde su llegada, incluyendo las alteraciones
provocadas por las ordenanzas que él mismo había promulgado. Asimismo, comunicó
estos sucesos al Real Consejo.
Capítulo
XXXVII: La Desconfianza hacia Pizarro y la Solicitud de Perdón por Parte de los
Vecinos del Cusco
Al
advertir algunos habitantes del Cusco las acciones desfavorables de Pizarro,
decidieron tomar cartas en el asunto. Conscientes de la necesidad de restaurar
la armonía y evitar posibles conflictos, se dirigieron al visorrey expresando
su deseo de reconciliación y ofreciendo su apoyo.
Es
una verdad innegable que, tras el estallido de escándalos y el inicio de
guerras impulsadas por un furor impetuoso, la razón finalmente emerge para
evidenciar los errores cometidos. Incluso muchos de los que inicialmente
respaldaron la empresa liderada por Gonzalo Pizarro, en su confrontación armada
contra el virrey, comenzaron a lamentar su participación. Surgían preguntas
como: "¿Quién nos engañó para oponernos al Rey? ¿Qué sentido tiene hacer
súplicas con arcabuces y tiros gruesos?" Al mismo tiempo, observaban cómo
Pizarro mostraba inclinación a ejercer un dominio autoritario.
Entre
tanto descontento, un grupo encabezado por el clérigo Loaysa, en colaboración
con Diego Centeno, Gaspar Rodríguez de Camporedondo, el maese de campo Alonso
de Toro, Diego Maldonado el Rico, Pedro de los Ríos y otros, decidieron
escribir al virrey solicitando perdón por su implicación en la revuelta.
Afirmaban que, en adelante, estarían dispuestos a ofrecerle su leal servicio
con sus personas, armas y caballos, sin que ello implicara ningún castigo para
ellos.
Para
que la partida de Loaysa hacia la ciudad de Los Reyes no levantara sospechas,
se acordó con Gonzalo Pizarro que el clérigo actuara como un espía disfrazado,
para obtener información y transmitirla con prontitud. Convencido por esta
artimaña, Pizarro otorgó su consentimiento y permitió que Loaysa partiera del Cusco
llevando consigo cartas de diversos individuos.
Mientras
tanto, el obispo don Jerónimo de Loaysa se dirigía hacia el Cusco, al igual que
aquellos encargados de llevar las provisiones, como detallaremos en los
acontecimientos venideros.
Capítulo
XXXVIII: El Viaje de Pero López, Francisco de Ampuero y Otros hacia el Cusco, y
los Acontecimientos en Huamanga durante el Trayecto del Obispo hacia esa Ciudad.
Mientras
tanto, el secretario Pero López, acompañado por Francisco de Ampuero y otros,
se dirigían hacia el Cusco. En su travesía, alcanzaron el pueblo de Huamanga,
donde se vieron envueltos en una serie de sucesos relevantes para la trama.
Por
otro lado, el obispo continuaba su viaje hacia el Cusco. Sin embargo, antes de
llegar a la ciudad, experimentaría una serie de eventos que marcarían su
travesía hasta su destino final.
En
el curso de nuestra historia, narramos cómo el virrey Blasco Núñez Vela envió a
Francisco de Ampuero y a Pero López, su secretario, con la misión de notificar
las provisiones reales. Se esperaba que Pero López, siendo bien considerado,
aceptara la tarea con seguridad, al igual que Francisco de Ampuero, quien
gozaba de la amistad de Pizarro por haber sido criado por el hermano del
marqués.
Partieron
de la ciudad con premura, llevando consigo los despachos y provisiones, y
pronto alcanzaron al obispo. Después de informarle sobre su cometido y recibir
su bendición, se pusieron en marcha con determinación de cumplir las órdenes
del virrey. Al llegar a la ciudad de Huamanga, donde conocían la influencia de
Gonzalo Pizarro, sintieron aprensión y desearon no permanecer allí.
Sin
embargo, tras deliberar en asamblea, decidieron obedecer las órdenes de Su Majestad
y reconocer a Blasco Núñez Vela como su legítimo virrey, como él lo había
dispuesto. Una vez aceptado esto, recibieron la provisión real que les ordenaba
acudir a la ciudad de Los Reyes con sus armas y caballos. Ante su temor, no se
atrevieron a seleccionar a los vecinos que los acompañarían, y solicitaron al
secretario Pero López que hiciera la elección por ellos. Así, se designó a Juan
de Berrio, Antonio de Aurelio y otros para escoltar las provisiones.
Tras
salir de Huamanga, donde ya había llegado previamente el obispo Jerónimo de
Loaysa, informaron al prelado sobre lo sucedido y su próximo viaje al Cusco.
Aunque el obispo les sugirió esperar para notificar las provisiones con mayor
autoridad, prefirieron avanzar con rapidez y emprendieron el camino de regreso
al Cusco.
El
obispo había recibido cartas del virrey, en las cuales se le informaba sobre
ciertos asuntos y se le sugería la posibilidad de reunir ochocientos hombres de
guerra para enfrentarse a Gonzalo Pizarro en caso de que este continuara su
desafío. Ante esto, el obispo respondió al virrey recomendándole no movilizar
tropas, sino continuar con sus labores de gobierno y esperar la llegada de
Gonzalo Pizarro y los demás rebeldes en su residencia, acompañado por los
oidores. Estas cartas fueron entregadas a Francisco de Cárdenas, un ciudadano
de esa localidad, quien, según se dice, se negó a enviarlas al virrey.
Una
vez concluido este intercambio de correspondencia, el obispo partió de Huamanga
rumbo al Cusco.
Capítulo
XXXIX: El Tratado entre el Virrey y los Oidores para Recuperar los Fondos en la
Nave con Destino a España, y la Revocación de las Nuevas Leyes
El
virrey inició negociaciones con los oidores para recuperar los fondos que se
encontraban en la nave destinada a España. Estos fondos estaban destinados a
respaldar las actividades económicas en la colonia. Tras arduas deliberaciones,
se logró un acuerdo para sacar los fondos y utilizarlos para fines relacionados
con el gobierno y el bienestar de la población.
Además,
durante este período, se revocaron las nuevas leyes que habían sido
implementadas previamente. Estas leyes habían generado controversia y malestar
entre la población y las autoridades coloniales, por lo que su revocación fue
vista como un paso hacia la estabilidad y la reconciliación en la colonia.
El
virrey mostraba profunda consternación al presenciar las graves
insubordinaciones del pueblo, quienes desafiaban abiertamente el mandato real.
Sus pensamientos fluctuaban entre la posibilidad de viajar rápidamente al Cusco
y la idea de movilizar tropas. Finalmente, convocó a los oidores, entre los
cuales se encontraban el licenciado Cepeda, el doctor Tejada, el licenciado
Álvarez y el licenciado Zárate, aunque este último aún no había llegado.
En
su reunión, el virrey expresó su preocupación por el flagrante desacato a las
ordenanzas reales y la disposición de algunos para tomar las armas contra él, a
pesar de ser enviados por el propio soberano. Les recordó que la voluntad del
Emperador, su señor, era clara respecto al cumplimiento de las leyes y
ordenanzas en los reinos. Además, señaló que el castigo merecido por estos
actos de rebelión podría disipar los disturbios.
El
virrey también advirtió que la suspensión de las nuevas leyes no sería
suficiente para calmar la agitación, y sugirió que, de no hacerlo, sería
necesario movilizar fondos para formar un ejército capaz de enfrentar cualquier
levantamiento futuro. Insistió en que aquellos que estuvieran dispuestos a
desatar la discordia deberían asumir la responsabilidad económica y personal
por sus acciones. En última instancia, concluyó que la suspensión de las nuevas
leyes sería necesaria para evitar un mayor derramamiento de sangre y mantener
la paz en el reino.
Los
oidores estaban absortos escuchando al virrey mientras hablaba; con la mirada
fija en el suelo, su silencio reflejaba profunda preocupación por los asuntos
que se discutían, aunque no todos compartían el mismo pensamiento ni estaban
interesados en los negocios según lo requerido por sus cargos. El pesar que
mostraban, según cuentan, era el resultado de consideraciones sobre las
posibles consecuencias de las acciones del virrey. Temían que, al convocar a la
gente para resistir a Pizarro, si este ganaba en batalla, la audiencia quedaría
desacreditada, y si era derrotado, el mérito se atribuiría al virrey.
Considerando sus propios intereses, el licenciado Cepeda fue el primero en
hablar, ya que tenía el voto principal. Respondió a las prácticas propuestas por
el virrey argumentando que él había sido designado por Su Majestad como virrey
y a ellos como oidores, y que, como principal autoridad, le correspondía
ejecutar las órdenes reales, consultando con la audiencia, ya que él era la
cabeza y ellos los miembros, formando un cuerpo que representaba al Rey y a Su
Majestad. Reconoció estar al tanto de los acontecimientos en Panamá y de lo que
el licenciado Zárate le había informado sobre su llegada. Afirmó que, desde su
llegada al reino, no había esperado por ellos y había pasado tiempo en Trujillo
y Piura, como todos sabían, sin lograr mucho, sino más bien empeorando las
cosas. Afirmó que aquellos que buscaban la deslealtad y la tiranía no buscaban
más que la libertad, como lo demostraban todos los que se habían rebelado en
nombre de la libertad. Reconoció la falta de disciplina y la corrupción entre
la población local, pero argumentó que a menudo los gobernantes disimulan con
sus súbditos hasta encontrar el momento adecuado para castigarlos, señalando
que el nombre de Pizarro estaba arraigado en la mente de muchos en la ciudad y
que no se podía confiar plenamente ni en ellos ni en aquellos que lo apoyaban
en Cusco. Argumentó que gastar el dinero real era inútil y perjudicial, y que
deberían esperar la respuesta a las gestiones del obispo y del regente, así
como las reacciones a las provisiones que Pero López había llevado. Propuso
revocar las ordenanzas, sugiriendo que podría ser beneficioso, aunque sería aún
más efectivo si se proclamaban en Tumbes.
Los
otros oidores se sumaron a la discusión. Sin embargo, previamente, habían
planeado y acordado presentar un requerimiento al virrey para que no ejecutara
las leyes, pero no se atrevieron a hacerlo. Hubo intercambio de palabras
afiladas entre el virrey y Cepeda, con el virrey argumentando que, hasta ese
momento, no tenía por qué consultar con la audiencia, ya que esta se había
fundado después de su nombramiento; y expresó el deseo de que las palabras de
Cepeda fueran tomadas en serio por Dios. Después de esto, y tras diversas
discusiones, se decidió sacar los fondos que estaban en la nave para reclutar
gente y resistir a Pizarro en su traición incipiente. Así, los ciento y tantos
mil pesos fueron retirados y llevados a la casa del tesorero. Con
determinación, el virrey comenzó a menospreciar a Pizarro y a su facción,
animando a todos los habitantes de Los Reyes. Ordenó la suspensión de las
nuevas leyes hasta que Su Majestad dispusiera lo contrario, exceptuando los
asuntos relacionados con los gobernadores y los oficiales reales. Se dice que,
antes de la suspensión, hizo una declaración en la que afirmaba que lo hacía
con la esperanza de poner fin a los disturbios. Esta decisión fue anunciada
públicamente y divulgada por todo el reino. A pesar de haber obtenido lo que deseaban
al ver las leyes suspendidas, no fueron dignos de tal beneficio, ya que luego,
debido a sus acciones imprudentes, muchos perdieron la vida en defensa de aquel
a quien eligieron como su líder. Este derramamiento de sangre y la pérdida de
propiedades superaron con creces el valor de sus repartimientos, lo cual es una
dolorosa reflexión. Los hombres que buscan iniciar algo sin considerar cómo
terminará, como bien señala Diógenes Laercio en las sentencias de Platón, a
menudo se encuentran en situaciones reprochables y vituperables.
En
el octavo libro de las Antigüedades Romanas, Dionisio de Halicarnaso afirma que
nunca encontrarás a alguien a quien todo le haya salido siempre bien y según su
voluntad, sin que en algún momento la fortuna le haya sido adversa. Por eso,
aquellos que tienen una mejor previsión que otros, adquirida a través de una
larga vida y experiencia, dicen que antes de emprender cualquier cosa, es
necesario considerar primero el fin.
Los
tiranos de Jerusalén, Simón y Juan, a quienes eligieron como sus defensores,
según Flavio Josefo en De Bello Judaico, causaron más daño a su ciudad que los
propios romanos, ningún otro enemigo podría igualarles en este aspecto. Un
ejemplo similar ocurrió en Milán, cuando nombraron a Gualpaggo, conde de Anglería,
como su líder, quien luego se convirtió en tirano y llevó a la ruina a la
próspera ciudad de Milán, siendo finalmente derrotado por Federico. Esto
demuestra que la verdadera libertad solo se encuentra en las repúblicas bajo un
gobierno real, y si este no es bueno, basta con preguntar a Arequipa sobre lo
sucedido en Huarina, o a Quito en Añaquito. Quizás les hubiera ido mejor si no
hubieran seguido a Pizarro, y en cambio, hubieran reconocido al Rey como su
soberano señor, en lugar de enfrentarse a sus ministros y a los representantes
enviados por él.
Capítulo
XL: El virrey nombró capitanes y se convocó a la reunión de tropas.
Reconozco
que me detuve en el capítulo anterior, pero no pude evitarlo debido a la
importancia del tema que estábamos tratando. No quiero que aquellos impulsados
por la rivalidad, al ver que el autor es extenso en los capítulos o detallado
en la narración de los acontecimientos, desechen el libro sin tratar justamente
al escritor. Al respecto, recuerdo lo que enseña el ilustre doctor, el señor
San Jerónimo, en su tratado sobre la instrucción de las vírgenes:
"Controla tu lengua para no hablar mal y coloca en tu boca la ley y el
freno de la razón. Y si en ese momento debes hablar, cuando callar sería
pecado, ten cuidado de no decir nada que pueda merecer reproche." Dejando
este asunto de lado, continuemos con el curso de nuestra historia.
El
virrey, al enterarse de los acontecimientos en la ciudad del Cusco, designó a
don Alonso de Montemayor, un caballero leal y oriundo de Sevilla, como capitán
de la caballería. Asimismo, nombró a Diego Álvarez de Cueto, su cuñado y
natural de Ávila, como otro capitán de la caballería. Para liderar los
arcabuceros, seleccionó a Diego de Urbina, nacido en Vizcaya, mientras que
Gonzalo Díaz de Pineda, de la Montaña, fue nombrado maestre de campo, con la
capitanía a su cargo. Para la infantería, eligió a Pablo de Meneses, de
Talavera, y a Martín de Robles, de Melgar de Herramental. Juan Velázquez Vela
Núñez, natural de Ávila, fue designado capitán de la guardia.
Después
de recibir los títulos de las capitanías, el virrey les habló, explicando que
los había elegido como capitanes del Rey nuestro señor para que, en caso de
levantarse algún tirano, con su esfuerzo lograran restaurar el orden y la
estabilidad en la provincia, castigando al instigador. Les aseguró que confiaba
plenamente en ellos, considerándolos compañeros y amigos de confianza, y les
encomendó su persona y honor, ya que al ser un recién llegado de España a un
reino nuevo, no sabía en quién confiar.
El
capitán don Alonso respondió afirmativamente, destacando que había acertado al
poner su honor bajo el de esos caballeros, ya que estaba dispuesto a dar su
vida por el servicio del virrey y garantizar que la honra de todos permaneciera
intacta. Los demás capitanes expresaron un deseo similar de servirle,
demostrando su lealtad. Luego, se comenzaron a tocar tambores, desplegar
banderas y reclutar más tropas.
Se
cuenta que enviaron avisos a Gonzalo Pizarro, don Antonio de Ribera, Alonso
Palomino y otros vecinos de Lima, utilizando pequeñas calabazas para ocultar
las cartas y evitar que fueran descubiertas por alguien. Incluso se afirma que,
cuando don Antonio no podía hacerlo, su esposa se encargaba del envío.
Se
designó a Sayavedra como sargento mayor, y al compás de los tambores se
reunieron más de quinientos hombres, pagándoles entre trescientos y
cuatrocientos pesos cada uno y comprando numerosos caballos por quinientos o
más pesos cada uno. En resumen, se gastaron más de cien mil pesos en estas operaciones.
Vasco
de Guevara, el residente de Huamanga, llegó a Los Reyes para limpiar su nombre
respecto a los rumores sobre su implicación en asuntos relacionados con la
artillería. Al principio, el virrey lo recibió con semblante airado, pero
después de escuchar su explicación, rápidamente volvió a mostrarle su favor.
Mientras tanto, Francisco de Cárdenas se encontraba en Guáitara y enviaba
información sobre todo lo que ocurría y sabía a Gonzalo Pizarro. Se dice que el
clérigo Juan de Sosa, que acompañaba al obispo y llegó a Huamanga con indígenas
de Sosa, envió cartas a Pizarro, instándolo a mostrarse valiente en lo que
había empezado y sugiriendo que el virrey estaba mal visto, entre otras cosas
que no eran propias de su condición religiosa.
Si
tuviera que relatar todas las malas acciones que cometieron frailes y clérigos,
nunca terminaría, y las almas cristianas se afligirían al escucharlas. El Sosa
también escribió que no permitieran que el obispo se uniera a ellos, ya que los
engañaría, y prometió avisarles rápidamente sobre todo lo que les fuera útil.
Ahora, pasemos a hablar sobre Pizarro.
Capítulo
XLI: Preparativos de Gonzalo Pizarro para abandonar la ciudad del Cusco y el
encargo al capitán Francisco de Almendras de recuperar los despachos que se acercaban.
Gonzalo
Pizarro se apresuraba en la ciudad del Cusco, donde se encontraba, a equiparse
con armas y demás elementos necesarios para la guerra, con el deseo de partir
de allí lo más pronto posible. Recibía constantemente cartas de Los Reyes y Huamanga
con informes sobre lo que estaba ocurriendo. Supo del inminente arribo del
obispo, así como de Francisco de Ampuero, Pero López y otros, con las
provisiones reales.
Al
comprender la situación, ordenó a Francisco de Almendras, quien había llevado
el armamento desde Huamanga hasta Abancay antes de reunirse con Pizarro, que
regresara para proteger el equipo y confiscar las provisiones de quienes las
trajeran, con el objetivo de demostrar al obispo la actitud con la que estaban
siendo enviadas. Almendras partió y se situó en guardia junto con algunos
arcabuceros cerca del equipo de artillería, esperando interceptar a los
portadores de las provisiones antes de que ingresaran al Cusco, pues sabía que
ello podría perturbar a aquellos que mostraban tanto entusiasmo por seguir a
Pizarro.
Después
de estos acontecimientos, Gonzalo Pizarro envió cartas a Pedro de Puélles,
quien era corregidor en Huánuco y había recibido honores y buen trato del
virrey en Los Reyes, siendo confirmado en su cargo desde la época de Vaca de
Castro. Las cartas fueron entregadas por Vicente Pablo, un mensajero diligente.
En las cartas, Pizarro le pedía que se uniera a él con cuantos hombres pudiera
reunir, ya que la ciudad del Cusco lo había elegido como procurador y justicia
mayor, y planeaba dirigirse a Los Reyes para solicitar cambios en las
ordenanzas. Pedro de Puélles, al ver al mensajero, respondió mediante el mismo
enviado que había llevado las cartas a Gonzalo Pizarro. Afirmó que siempre
había valorado las acciones de los Pizarro y, a pesar de que el virrey lo había
nombrado corregidor de Huánuco, estaría dispuesto a cumplir con la solicitud de
Pizarro. Sin embargo, le pidió que le escribiera nuevamente para informarle
cómo y de qué manera los habitantes del Cusco lo habían recibido como justicia
y lo habían elegido como procurador, para que él pudiera tomar una decisión
informada.
Gonzalo
Pizarro le respondió con otra carta, mientras que Puélles despreciaba las
acciones del virrey. Mientras tanto, Gonzalo Pizarro, con sus estandartes
alzados, se preparaba para la guerra, fabricando armas, picas, pólvora y
arcabuces. Estaba muy optimista y se consideraba el señor de la tierra,
afirmando que Dios lo estaba guiando, ya que sus hermanos no habían hecho
méritos para que, incluso estando vivos, el rey le retirara el gobierno a favor
de otro, y que siendo él mismo quien aún estaba vivo, nadie lo merecía más que
él. Se unieron a él alrededor de trescientos cincuenta soldados españoles, a
pie y a caballo, entre vecinos y soldados, lo que lo apremiaba aún más a salir
del Cusco.
Francisco
de Ampuero y el secretario Pero López, quienes partieron de Huamanga con las
provisiones del virrey, llegaron hasta el puente de Vilcas, donde no
encontraron a nadie. Continuaron su camino y recibieron noticias de que
Francisco de Almendras se encontraba cerca. Al llegar a los Lucumáes y pasar un
pequeño puente, fueron interceptados por el capitán Francisco de Almendras y su
grupo. Con gran arrogancia, Almendras preguntó quién traía las provisiones, y
al enterarse de que era Pero López, lo amenazó con matarlo y lo condujo por
terrenos escarpados.
Pero
López, sin poder resistirse debido a la superioridad numérica de Almendras y
sus hombres armados, explicó que el virrey le había ordenado llevar esos
despachos y que no había podido negarse. Después de algunas palabras más sobre
el asunto, Almendras recordó que Pero López había hecho buenas acciones en el
pasado y decidió no matarlo en ese momento. Se limitó a preguntar por los
documentos, los cuales le fueron entregados con gran pesar por parte de López.
Luego de ciertas negociaciones, ambos se retiraron. Almendras luego llamó a
Francisco de Ampuero y le expresó su sorpresa por acompañar esas provisiones,
ya que sabía que no beneficiaría a Gonzalo Pizarro. Le dijo que, si no fuera
por el afecto que Pizarro le tenía, lo habría matado en ese mismo lugar, y le
preguntó sobre los sucesos en Los Reyes.
Capítulo
XLII: Los sucesos entre Francisco de Almendras y los portadores de las
provisiones reales.
Después
de los eventos narrados en el capítulo anterior, el capitán Francisco de
Almendras y su grupo se dirigieron de regreso hacia Guamanga. Almendras
reflexionaba sobre la conveniencia de dejar con vida a Pero López, ya que no
quería que testificara lo sucedido, pero también le parecía demasiado cruel
ordenar su muerte. Finalmente, decidió sugerirle a López y a Simón de Álzate
que se fueran solos, sin la compañía de Francisco de Ampuero, y que así los
bárbaros Andahuaylas y otros los matarían al verlos solos. También les ordenó
que partieran de inmediato, con la condición de que Ampuero se quedara hasta
que llegara Gonzalo Pizarro. Pero López, entendiendo la verdadera intención de
Almendras, fingió tener su caballo cansado y fatigado, sugiriendo que
necesitaban descansar unos días antes de regresar.
Francisco
de Ampuero, actuando con virtud, insistió en que ni Pero López ni Álzate
partirían sin él, y que él mismo no se quedaría a menos que fuera forzado,
argumentando que sería malinterpretado si lo hiciera. Esto enfureció a
Almendras, quien amenazó con matarlos si se quedaban a dormir allí. Ampuero,
consciente del grave peligro en que se encontraba Pero López, se acercó a
Almendras y, hablándole con amabilidad, le rogó que dejara partir a López.
Almendras, furioso y amenazante, reconoció el valioso servicio que López había
prestado durante la jornada, ya que su vida había estado en riesgo constante.
Esa noche, temiendo por su propia vida, Ampuero pasó despierto, instando a
Álzate y a los demás a hacer lo mismo.
Así
que, al amanecer, Francisco de Ampuero, debido a su estrecha amistad con los
Pizarro, decidió poner fin a la situación con Almendras y le pidió que les
diera permiso a todos para regresar. Eventualmente, logró convencer a
Almendras, y todos, muy contentos y agradecidos de haberse librado de él, se
marcharon. Poco después, se encontraron con Diego Martín, el clérigo, y con el
padre provincial fray Tomás de San Martín, quien les advirtió sobre las malas
intenciones de Pizarro y cómo estaba preparándose para enfrentarse al virrey.
Este
provincial era el superior que había viajado desde Lima al Cusco con la
esperanza de evitar que Pizarro llevara a cabo sus planes insensatos. A pesar
de sus esfuerzos por disuadir a muchos nobles de unirse a Pizarro en su
rebelión, sus buenos propósitos no fueron suficientes. De hecho, se rumoreaba
que un mensajero del provincial, Juan de Ribas, natural de Zaragoza, había sido
casi capturado mientras transmitía los mensajes del regente a varios
destinatarios.
Capítulo
XLIII: Gonzalo Pizarro prepara su salida del Cusco y utiliza los fondos de la
Caja del Rey para financiar la guerra.
Gonzalo
Pizarro se alegró mucho al recibir la carta que, según se dice, le envió el
padre Sosa desde Huamanga. Ya había sido informado sobre la llegada del obispo
y estaba ansioso por salir de la ciudad, organizando sus tropas y revisando su
equipo. Bachicao, herido en el muslo por un disparo, se movía en unas andas
pequeñas.
Para
pagar a los soldados que se habían unido a ellos, los vecinos contribuyeron con
algunos fondos. Aunque el ánimo de Pizarro estaba afectado, decidió utilizar el
dinero de la caja del Rey para pagar a las tropas. Los ciudadanos, viendo esto
como algo injusto, argumentaron que preferían ofrecer sus propias personas y
bienes como pago, ya que no era correcto gastar los fondos del Rey sin su
autorización. Sin embargo, al final, los vecinos cubrieron los gastos, aunque
no todos estaban contentos con la idea de desobedecer al Rey, incluso si
deseaban que se cambiaran las leyes. Muchos no querían desafiar directamente al
Rey ni actuar en contra de sus órdenes con violencia, a pesar de estar
preparados para la guerra. Argumentaban que los juristas y hombres sabios
aseguraban que podían hacerlo sin que se les considerara traidores.
De
la región de Condesuyo llegaron algunos soldados, acompañados por Navarro, un
vecino del Cusco, quienes traían consigo algunos arcabuces. En ese mismo
periodo, Felipe Gutiérrez también llegó al Cusco con los otros hombres que
mencionamos anteriormente que habían partido desde el inicio de los
acontecimientos. Por otro lado, Serna escapó hacia la ciudad de Arequipa con la
intención de unirse al virrey. Una vez en Arequipa, habló con el capitán Alonso
de Cáceres, un hombre valiente y experimentado que había sido capitán general
durante la gobernación de Cartagena. Personalmente, puedo dar fe de esto, ya
que estuve bajo su bandera durante el descubrimiento de Urute melité y pasamos
por numerosas dificultades, incluyendo hambrunas y miserias. Los lectores
podrán conocer más sobre estas experiencias en un libro que he empezado a
escribir sobre las provincias cercanas al océano.
Una
vez que Alonso de Cáceres se enteró de las malas intenciones de Gonzalo
Pizarro, decidieron tomar dos barcos que estaban en el puerto de Arequipa y
dirigirse a la ciudad de Los Reyes para unirse al virrey. Una vez allí, fueron
bien recibidos por el virrey. Mientras tanto, en el Cusco, un joven llamado
Martín de Vadillo huyó y fue capturado por Alonso de Toro, quien lo ahorcó.
Una
vez que Gonzalo Pizarro tuvo todas las cosas preparadas, ordenó a los capitanes
Juan Vélez de Guevara y Pedro Cermeño que partieran de Jaquijahuana. Hubo
algunas tensiones entre Alonso de Toro y don Pedro Puertocarrero, pero al final
todos los capitanes y vecinos del Cusco, incluyendo a don Pedro Puertocarrero,
Juan Alonso Palomino, Lope Martín, Tomás Vázquez y otros, salieron de la
ciudad.
Gabriel
de Rojas, Garci Laso y Jerónimo Costilla se excusaron de no unirse a Gonzalo
Pizarro mediante palabras de justificación. El licenciado Carvajal, a pesar de
su deseo contrario, se vio obligado a salir con él del Cusco. Desde Xaquixaguana,
Gonzalo Pizarro ordenó a algunos capitanes que establecieran un campamento en
los Lucumáes.
Capítulo
XLIV: La llegada del obispo al lugar donde se encontraba Francisco de
Almendras, los eventos que ocurrieron con él, las cartas que Pizarro le
escribió y las respuestas del obispo.
Después
de pasar algunos días en Huamanga, el obispo don Jerónimo de Loaysa se dispuso
a llegar al Cusco antes de que Gonzalo Pizarro saliera de allí. Después de
recorrer algunas jornadas, encontró a Pero López, Francisco de Ampuero, Simón
de Álzate y los demás que habían ido a notificar las provisiones reales en un
pueblo de indígenas llamado Cochacaxa. También encontró al reverendo fray Tomás
de San Martín, provincial de los dominicos, y a un clérigo llamado Diego
Martín. Estos le aconsejaron con vehemencia que regresara de inmediato a la
ciudad de Los Reyes, ya que las cosas en el Cusco estaban mal y empeorando. Le
mostraron una carta de Francisco de Almendras, quien estaba apostado en el
puente de Abancay por orden de Gonzalo Pizarro para impedirle el paso.
A
pesar de estas advertencias, el obispo decidió continuar su camino y llegó al
lugar donde se encontraba Francisco de Almendras. Sin embargo, Almendras no lo
recibió con la cortesía y el respeto que su cargo merecía. Aunque el obispo
lamentó esta falta de deferencia, decidió no darle demasiada importancia y
trató de entablar conversaciones con Almendras, aunque estas no tuvieron mucho
éxito. Al día siguiente, el obispo le habló a Almendras sobre su misión y lo
mucho que deseaba llegar al Cusco para aconsejar a Gonzalo Pizarro sobre lo que
era mejor para él y para el reino. Sin embargo, Almendras se negó rotundamente
a permitirle el paso, afirmando que no lo permitiría de ninguna manera y que no
le daría la oportunidad de hacerlo.
Ante
la obstinación de Almendras, el obispo lo reprendió, señalando que estaba
cometiendo un grave pecado al impedirle violentamente el paso. Sin embargo, la
respuesta de Almendras reveló su arrogancia y su falta de temor hacia Dios:
"No es momento para excomuniones; no hay otro Dios ni rey que Gonzalo
Pizarro". A pesar de la serenidad del obispo, intentando persuadir a
Almendras para que lo dejara pasar solo, este último se mantuvo firme en su
decisión. De hecho, amenazó con quitarle la mula al obispo para obligarlo a ir
a pie en lugar de montado.
Después
de estos eventos, el obispo escribió a Gonzalo Pizarro para informarle sobre la
fuerza que su capitán Francisco de Almendras le había ejercido. Le recordó a
Pizarro que su intención al ir al Cusco era procurar el bien y la paz del
reino, para que todos pudieran disfrutar de tranquilidad y alegría. Por lo
tanto, le aconsejó que dispersara a la gente que había reunido y se apartara de
las malas influencias. Cuando esta carta llegó a Gonzalo Pizarro, él ya se
encontraba en el valle de Xaquixaguana, como mencionamos en el capítulo
anterior. Respondió al obispo diciéndole que no se molestara en seguir
adelante, ya que pronto partiría hacia Los Reyes y podrían encontrarse en el
camino. Además, expresó su alegría al saber de la llegada del obispo, ya que
creía que era para el bien de todos.
Pizarro
mencionó en su carta que algunos caballeros y frailes le habían aconsejado que
no permitiera al obispo entrar en el Cusco por diversos inconvenientes que no
mencionaba en la carta. Aunque había estado dispuesto a recibir al obispo con
buen servicio, se vio obligado a conformarse con la voluntad de los demás.
También envió otra carta a Francisco de Almendras, instándolo a averiguar con
discreción cuál era la verdadera actitud del obispo hacia él.
Después
de varios intercambios de cartas entre el obispo y Pizarro, el obispo regresó a
Curamba, donde se encontraba el capitán Juan Alonso Palomino por orden de
Gonzalo Pizarro. En sus cartas, el obispo amonestaba a Pizarro sobre los
servicios prestados al rey y le advertía sobre el peligro de recurrir a la
fuerza armada para imponer su voluntad al rey. Pizarro respondió argumentando
que no buscaba deservir al rey, sino procurar la libertad del reino,
prometiendo poner toda su fuerza en ello hasta el límite de sus capacidades.
El
obispo luego se trasladó a la provincia de Andahuaylas, donde se encontraba el
capitán Juan Alonso Palomino, pero pronto se dirigió a Uramarca para evitar
escuchar las desvergüenzas de los soldados. Durante su estancia en Uramarca,
continuó escribiendo al virrey para informarle sobre los eventos y lo que
consideraba más conveniente. Durante este tiempo, recibió varias cartas de
Pizarro instándolo a regresar a Lima.
Capítulo
XLV: La Preparación del Virrey ante la Posibilidad de la Llegada de Gonzalo
Pizarro.
En
este capítulo, se narra cómo el virrey se preparaba ante la posible llegada de
Gonzalo Pizarro, infundiendo ánimo en aquellos que lo acompañaban.
En
medio de la incertidumbre sobre la llegada de Gonzalo Pizarro, el virrey se
esforzaba por estar listo para cualquier eventualidad. Con determinación y
energía, instaba a sus colaboradores a mantenerse firmes y preparados para lo
que pudiera suceder. En este crucial momento, su liderazgo se manifestaba en su
capacidad para mantener la calma y alentar a su equipo, demostrando así su
compromiso con la estabilidad y el orden en la región.
Mientras
las noticias sobre Gonzalo Pizarro se difundían en el Cusco y la preocupación
aumentaba cada día, el virrey decidió tomar medidas. Dirigiéndose a Diego de
Urbina, expresó: "Capitán, ya no podemos ocultar más esta situación;
dejemos nuestras prendas de abrigo y tomemos nuestras armas y picas al hombro,
es lo más adecuado". Diego de Urbina estuvo de acuerdo y dejó su capa de
inmediato, siendo nombrado maestre de campo.
Se
fabricaron grandes picas de tablas de cedro y se recolectó metal para la
elaboración de arcabuces. Un artillero se comprometió a fabricar cuatro al día,
aunque la falta de metal los obligó a recurrir a una campana que estaba en la
iglesia mayor, donada por el marqués Pizarro para el culto divino. Esta campana
fue fundida para hacer arcabuces.
La
narración se vuelve reflexiva, lamentando los tiempos turbulentos y la
desgracia que asola la tierra. La prosperidad pasada ahora se ve amenazada por
la adversidad, y se compara el destino de la región con el naufragio en un mar
tempestuoso.
El
padre Sosa, que había viajado con el obispo desde Lima, se detuvo en el puente
de Abancay, donde estaba la artillería bajo la guarda de Francisco de
Almendras. Continuó su viaje hasta encontrarse con Pizarro y sus capitanes,
quienes lo recibieron cordialmente. Pizarro agradeció los informes que le había
enviado anteriormente y le pidió más información sobre los acontecimientos en
Los Reyes y las intenciones de Blasco Núñez respecto a las ordenanzas.
En
respuesta, el clérigo Sosa, según se cuenta, planteó que, siendo todos
caballeros, debían defender su libertad con valor y determinación. Destacó la
importancia de considerar cuánta honra perderían si las ordenanzas se cumplían
sin resistencia, así como cuánto podrían ganar si lograban revocarlas. Con
firmeza, Sosa instó a los presentes, hombres de ánimo fuerte, a actuar sin
necesidad de muchas razones. Les aconsejó reunir la mayor cantidad posible de
seguidores y recolectar armas, sin dejar un solo peso de oro en la tierra para
tal fin. Además, les informó que el virrey no contaba con más de trescientos
hombres, y que pocos de ellos eran sus verdaderos aliados.
Las
palabras del clérigo Sosa tuvieron un impacto significativo, pues muchos de los
seguidores de Pizarro, que ya habían superado sus momentos de locura y furia,
comenzaron a cuestionar su lealtad hacia él. Algunos se preguntaban entre
ellos: "¿Cuál es nuestro propósito? ¿Acaso estamos intentando enfrentarnos
al Rey con la fuerza de nuestros brazos?" Estas dudas y reflexiones
minaron la confianza en el liderazgo de Pizarro y sembraron la discordia entre
sus seguidores.
Capítulo
XLVI: El Envío de Hernando de Alvarado a Trujillo, Jerónimo de Villegas a
Huánuco y el Tesorero a Arequipa, y lo Ocurrido
En
este capítulo se relata cómo el virrey tomó la decisión de enviar a Hernando de
Alvarado a Trujillo, a Jerónimo de Villegas a Huánuco y al tesorero a Arequipa,
y se detalla lo que sucedió como resultado de estos movimientos estratégicos.
El
virrey se apresuraba en reunir tropas, a pesar de haber suspendido
temporalmente las ordenanzas, continuaba mencionándolas, enfatizando que el
cumplimiento de las órdenes reales no debía forzar la voluntad de nadie.
Durante este tiempo, se desarrollaron intensas intrigas y tensiones entre los
oidores en la ciudad de Los Reyes, quienes se consideraban perdidos y creían
que el virrey estaba reuniendo fuerzas para enfrentarse a Gonzalo Pizarro.
A
pesar de las provisiones enviadas a todas las ciudades del reino, el virrey
decidió enviar nuevamente emisarios de confianza para convocar más gente con
armas y caballos. Uno de ellos fue el capitán Hernando de Alvarado, hermano de
Alonso de Alvarado, quien se ofreció voluntariamente para traer hombres y
armas, ya que había dejado algunas compradas en Trujillo. Aunque su oferta
podría haber sido considerada con respeto si se percibía como sincera, Hernando
de Alvarado cambió de parecer al escuchar al virrey hablar sobre la posible
ejecución de las ordenanzas en el futuro. Olvidó su compromiso tan pronto como
partió de Los Reyes, llevándose consigo solo a algunas personas y armas por el
camino de la sierra.
Estos
acontecimientos revelan la falta de confianza y lealtad hacia el virrey por
parte de algunos caballeros, lo que plantea la pregunta de a quién puede
confiar el virrey si incluso los nobles, en teoría leales al Rey, no cumplen
con su palabra, siendo él un servidor directo de la corona.
El
virrey ordenó que el tesorero Manuel de Espinal fuera a la ciudad de Arequipa
con la autorización de reclutar hombres bajo el título de capitán para unirse a
su causa. Una vez en Arequipa, se convocó al cabildo de la ciudad. Aunque las
cartas del virrey y las provisiones presentadas por el tesorero fueron
examinadas y aparentemente aceptadas, las autoridades locales se negaron a
cumplirlas, argumentando problemas personales con el tesorero y rehusando
reconocerlo como su líder. En cambio, prometieron dirigirse a Lima para servir
al virrey directamente. El tesorero regresó solo de Arequipa, seguido por
Francisco Noguerol de Ulloa, el alcalde de la ciudad, Hernando de Torres, Juan
de Arvés y otros hacia la ciudad de León en Huánuco.
En
León, Pedro de Puélles, natural de Sevilla y corregidor, estaba al mando.
Puélles era conocido por su astucia en la guerra contra los indígenas, su
compromiso con la república y su habilidad para gobernar. Había mantenido
correspondencia con Gonzalo Pizarro y estaba al tanto de su próximo movimiento.
También había recibido cartas del virrey y había enviado un alguacil a recoger
provisiones para seguir el camino hacia el Cusco o Lima. Hasta ese momento,
muchos en la región permanecían neutrales, sin tomar partido ni por Pizarro ni
por el Rey.
El
mensajero de Pizarro regresó y le escribió nuevamente al virrey con grandes
promesas y palabras amables. Deseando reunir apoyo de todas partes para servir
al Rey, el virrey instruyó a Jerónimo de Villegas, quien era amigo tanto suyo
como de Pizarro, para que fuera a Huánuco y convenciera a Pedro de Puélles de
que debía bajar a la ciudad de Los Reyes con todas las armas y caballos
disponibles, en beneficio del servicio del Rey. Confiando en la lealtad de Villegas,
el virrey le pidió que se apresurara en su misión. Villegas, ansioso por unirse
a Pizarro, no podía esperar a partir, lo que evidenciaba que el virrey estaba
enviando emisarios competentes.
Villegas
prometió al virrey servirle en su misión, asegurando que él y Pedro de Puélles
regresarían con la mayor cantidad de gente posible. Partió de Los Reyes con
entusiasmo, listo para llevar a cabo lo que se le había encomendado con
prontitud.
Al
llegar a la ciudad de León, Jerónimo de Villegas expuso a Pedro de Puélles y a
otros que estuvieran dispuestos a escucharlo que su llegada tenía como objetivo
convencerlos de que se unieran a Los Reyes. Sin embargo, Villegas, al notar que
algunos mostraban una actitud hostil hacia el virrey, cambió de tono y comenzó
a criticar la supuesta rigidez y el supuesto afán de confiscación de
propiedades por parte del virrey. Les instó a unirse a Pizarro, quien había
proclamado la causa de la libertad. Pedro de Puélles, deseoso de seguir este
consejo, se preparó para abandonar la ciudad junto con alrededor de veinte
españoles, los mejor armados que pudieron reunir, entre los cuales se
encontraba el propio Villegas. Se dice que antes de su llegada a León, Villegas
había discutido su deseo de abandonar al virrey con Gonzalo Díaz de Pineda, un
capitán que también estaba ansioso por desertar y unirse a Pizarro, lo cual
hizo rápidamente.
Pedro
de Puélles aconsejó a Juan de Sayavedra que se uniera a Pizarro, ya que creía
que finalmente prevalecería, especialmente dado su historial de apoyo a la
opinión de Chile. A pesar de la sugerencia, Juan de Sayavedra optó por quedarse
y no se dejó persuadir fácilmente. Posteriormente, Pedro de Puélles y Villegas
dejaron la ciudad junto con otros, incluidos Rodrigo Tinoco, Francisco de
Espinosa, García Hernández y otros hasta sumar la cantidad mencionada.
Capítulo
XLVII: El Descubrimiento de la Fuga de Pedro de Puélles y Villegas por el
Virrey, y las Acciones que Tomó al Respecto.
En
este capítulo se narra cómo el virrey se enteró de la fuga de Pedro de Puélles
y Villegas, y las medidas que tomó en respuesta a este evento.
El
virrey Blasco Núñez Vela había enviado a Jerónimo de Villegas a Huánuco con la
tarea de llevar a Pedro de Puélles el despacho que le permitiría reunir a la
mayor cantidad de españoles posible para servir al Rey. Sin embargo, cuando
Villegas y Puélles decidieron unirse a Gonzalo Pizarro, quedó en Huánuco don
Antonio de Garay, quien informó al virrey de lo sucedido. Además, un criado del
virrey llamado Félix, que estaba trabajando en la provincia de Jauja haciendo
picas por su mandato, también envió un aviso sobre la situación.
Al
enterarse de estas noticias, el virrey mostró un gran pesar, aunque
públicamente trató de minimizarlo. Sin embargo, no dejó de expresar su
indignación por la deslealtad de Pedro de Puélles y la falta de sinceridad de
Villegas. Suplicó a Dios que hiciera justicia contra ellos para que no quedaran
impunes. Reunió a los oidores y capitanes para discutir la situación, y aunque
todos estaban consternados por las tristes noticias, escucharon en silencio al
virrey mientras expresaba su dolor y su intención de castigar a los traidores
antes de que pudieran unirse a Pizarro.
El
virrey explicó que había enviado a Hernando de Alvarado a la ciudad de
Trujillo, quien se había ofrecido voluntariamente para la tarea, y que había
hecho lo que se esperaba de él. También mencionó que el tesorero del Nuevo
Toledo había sido enviado a la ciudad de Arequipa con el mismo propósito, pero
que tampoco había sido obedecido. Esta falta de lealtad por parte de la gente
de la región le causaba un gran pesar al virrey, quien consideraba que era
justo mostrar su disgusto ante tal situación.
El
virrey sabía que Pizarro y su grupo no eran lo suficientemente fuertes como
para representar una amenaza seria, y que, si la lealtad en Los Reyes se
mantenía firme, tendrían suficientes recursos para castigarlo a él y a los
traidores que se habían unido a él. Sin embargo, consideraba importante actuar
con prontitud no tanto por el castigo a Jerónimo de Villegas y Pedro de
Puélles, sino por el impacto que tendría en sus partidarios y enemigos.
Tras
discutir el asunto, los oidores y capitanes concluyeron que era necesario
enviar soldados armados con arcabuces, liderados por el capitán Gonzalo Díaz de
Pineda, hacia el puente sobre el río que pasaba por Jauja, donde podrían
atrapar o incluso matar a los traidores. Además, decidieron que el general Vela
Núñez debería salir con algunas lanzas y avanzar sin detenerse hasta llegar al
río de Jauja para reforzar la operación.
El
virrey instruyó a Vela Núñez a actuar con diligencia para evitar que los
traidores lograran sus malévolos planes, recordándole que había sido enviado
por el Rey para hacer justicia y aplicar las leyes. Manifestó su preocupación
por las dificultades que había enfrentado en su gobierno, así como por el
bienestar de su familia.
Después
de estas deliberaciones, el virrey llamó a Gonzalo Díaz y le encomendó la
misión de capturar o eliminar a los traidores, asegurándole que su hermano lo
respaldaría con sus soldados. Gonzalo Díaz aceptó el encargo, pero su deseo
personal era unirse a Pizarro, una intención que ya había compartido con
Villegas en Los Reyes.
Una
vez fuera de la ciudad, el grupo se encaminó hacia la provincia de Huarochirí.
Durante el viaje, Gonzalo Díaz, Juan de la Torre, Cristóbal de Torres,
Piedrafita, Alonso de Ávila y otros discutían entre ellos cuándo y en qué
momento sería adecuado unirse a Pizarro. Esta conversación pone de manifiesto
la falta de lealtad que existía en el Perú hacia los capitanes y la volatilidad
de las alianzas en medio de la agitación política.
Capítulo
XLVIII: La Huida del Capitán Garcilaso de la Vega y Graviel de Rojas, junto con
Otros, al Percibir que los Asuntos de Pizarro no Marchaban Bien.
En
este capítulo se relata cómo el capitán Garcilaso de la Vega y Graviel de
Rojas, junto con otros, decidieron huir al darse cuenta de que los planes de
Pizarro no estaban progresando como esperaban.
En
capítulos anteriores, narramos cómo Gonzalo Pizarro dejó la ciudad del Cusco
con todo su séquito y estableció su campamento en el valle de Xaquixaguana. Sin
embargo, en la ciudad quedaron Graviel de Rojas y Garcilaso de la Vega, junto
con otros que inicialmente no se unieron a Pizarro, aunque habían expresado su
apoyo verbalmente. Después de reflexionar y discutir entre ellos sobre la
marcha del conflicto y la dirección que Pizarro estaba tomando, Graviel de
Rojas, el capitán Garcilaso de la Vega, Gómez de Rojas, Jerónimo Costilla,
Soria, Manjarrez, Pantoja, Alonso Pérez Esquivel y otros diez vecinos y
soldados decidieron dirigirse hacia Arequipa con la intención de unirse al
virrey y servirle fielmente.
Abandonando
sus hogares con determinación y lealtad al servicio del Rey, partieron de la
ciudad del Cusco y viajaron hasta Arequipa. En Arequipa, se les unieron Luis de
León y Ramírez, y juntos se dirigieron al puerto marítimo de Quilca, ubicado a
catorce leguas de Arequipa en un valle habitado por indígenas. Allí, intentaron
conseguir balsas de los indígenas para viajar hacia Los Reyes, ya que no se
atrevieron a viajar por tierra debido al temor a Pizarro. Además, no tenían
otra opción viable de transporte, ya que solo existían dos rutas principales:
la marítima y la de la sierra, esta última utilizada por Gonzalo Pizarro y
caracterizada por su dificultad debido al clima frío y las grandes nevadas.
Tres
intentos hicieron para abordar las balsas, pero la tormentosa mar no les
concedió la oportunidad de una travesía tranquila. Finalmente, se vieron
obligados a desembarcar, ya que las adversas condiciones marítimas no les
permitieron navegar. Montando a caballo, emprendieron el camino de regreso
hacia Los Reyes y enviaron cartas al virrey informándole de su partida.
Mientras
tanto, Diego Centeno y Gaspar Rodríguez fueron a Xaquixaguana, donde informaron
a Pizarro sobre la partida de Graviel de Rojas, Garcilaso y los demás. Al
enterarse de la noticia, Pizarro se llenó de gran preocupación y declaró que,
si los capturaba, juraba que los mataría. Esta noticia perturbó
considerablemente su campamento, e incluso se dice que muchos de los presentes
preferirían unirse a los capitanes Graviel de Rojas y Garcilaso de la Vega
antes que quedarse con Pizarro.
Capítulo
XLIX: El Nombramiento de Francisco de Carvajal como Maese de Campo por Gonzalo
Pizarro, y el Intento de Asesinato por Parte de Gaspar Rodríguez.
En
este capítulo se narra cómo Gonzalo Pizarro designó a Francisco de Carvajal
como su maese de campo, así como el intento de asesinato por parte de Gaspar
Rodríguez y los eventos posteriores relacionados con este suceso.
Después
de pasar algunos días en el valle de Xaquixaguana, Gonzalo Pizarro decidió
continuar su camino hacia Los Reyes, ordenando levantar el campamento.
Avanzaron por el camino real hasta llegar al asentamiento conocido como
Lucumáes, donde, reconociendo la sabiduría y experiencia militar de Francisco
de Carvajal, decidió nombrarlo como su maese de campo. Esta decisión se tomó
después de consultar con los capitanes y líderes más importantes que lo acompañaban,
y también debido a la falta de confianza en Alonso de Toro.
Mientras
tanto, Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Alonso de Mendoza, Alonso de Toro, Villacastín,
Diego Centeno y los demás que habían enviado a Baltasar de Loaysa en busca del
perdón del virrey, comenzaron a difundir entre ellos sus acciones, como suele
ocurrir en tales circunstancias. A través de gestos y expresiones faciales,
algunos insinuaban lo que estaban tramando. Gonzalo Pizarro recibió información
de estos rumores y, según le aseguraron, incluso le informaron que estaban
planeando matarlo, señalando a Gaspar Rodríguez como el cabecilla de la
conspiración. Ante esta alarmante noticia, Pizarro se sintió perturbado y
temeroso. Sin dudarlo, llamó al maese de campo Francisco de Carvajal y le
explicó detalladamente lo que le habían informado, solicitando su opinión sobre
un asunto tan crucial.
Después
de reflexionar sobre las palabras de Gonzalo Pizarro, el maese de campo
Francisco de Carvajal respondió que desde que Blasco Núñez había llegado a la
Tierra Firme, había percibido que la ejecución de las nuevas leyes provocaría
grandes disturbios y conflictos, que son los ingredientes de los cuales se arma
la guerra. Carvajal, intuyendo lo que se avecinaba, había intentado por todos
los medios posibles abandonar el reino, ya que había identificado dos extremos
en esta situación: uno basado en la razón, que era el deseo de los habitantes
del Perú de proteger sus propiedades, y el otro en la justicia, que consistía
en obedecer las órdenes del Rey como su legítimo soberano. Él preferiría no
alinearse con ninguno de estos extremos, pero lamentablemente no pudo hacerlo,
ya que no encontró un barco disponible en Lima ni en Arequipa, los puertos
principales de la región.
Carvajal
explicó que este deseo de partir duró solo hasta que se sintió traicionado, y
señaló que, si la situación se transformaba en guerra, esta sería muy cruel y
su furor se propagaría por todo el reino como una pestilencia altamente
contagiosa. Advirtió que incluso si lograban vencer al virrey en batalla,
pronto llegaría otro desde España, y si fueran derrotados, serían incapaces de
recuperarse. Propuso un plan alternativo: que el virrey regresara a España y
estableciera un tribunal que gobernara el reino, perdonando los hechos pasados
y evitando confiscar las propiedades de nadie. Posteriormente, los tiempos
podrían encaminar mejor los acontecimientos. No obstante, si Gonzalo Pizarro
había decidido comprometerse con esta causa, Carvajal lo alentó a mantener un
espíritu valiente, ya que lo consideraba su servidor, junto con otros valientes
capitanes. Al final, como dijo Lentulio a Pompeyo, la muerte era el fin de los
males.
En
cuanto a Gaspar Rodríguez, Carvajal sugirió que no era momento de actuar con
crueldad, sino más bien de cuidar sus propios intereses. Propuso que se
vigilase discretamente a Gaspar Rodríguez para evitar que escapara sin ser
notado, y que Pizarro demostrara gran determinación hasta que se aclarara la
situación con la llegada de Pedro de Puélles y se obtuvieran noticias de Lima y
del virrey. Gonzalo Pizarro, al escuchar los consejos de Carvajal, ordenó a sus
amigos que se aseguraran de que Gaspar Rodríguez no pudiera huir, y así se hizo
a partir de entonces.
En
este tiempo, los acontecimientos en todo el Perú eran tantos que resulta
difícil relatarlos de manera que se comprendan claramente, dada la complejidad
de la historia. Se aproxima el relato de la llegada de Pedro de Puélles,
Villegas y Gonzalo Díaz, capitán del virrey, cuyos detalles aún no hemos explicado
completamente. El lector curioso deberá recordar lo que ya se ha narrado para
entender lo que sigue. Reconozco la dificultad de reunir y escribir todos estos
eventos, y pido la atención del lector, ya que, al pasar de uno a otro, trataré
de hacerlo con la mejor organización posible. Mientras algunos se centran en
novelas ficticias u otras historias que pueden llevar a la profanación y
deshonestidad, insto a prestar atención a esta narración, donde encontrarán
guerras, sucesos y cambios que suelen ser de gran interés.
Capítulo
L: La cautela de Gonzalo Pizarro y los eventos en el Cusco.
En
este capítulo, exploraremos la actitud cauta de Gonzalo Pizarro, así como los
acontecimientos que tuvieron lugar en el Cusco.
Gonzalo
Pizarro se mostraba sumamente cauteloso y temeroso, a pesar de las noticias que
recibía sobre Pedro de Puélles. Parecía estar constantemente en un estado de
agitación, como si estuviera navegando en medio de una tormenta, consciente del
peligro que lo rodeaba. Se rumoreaba que incluso consideraba la posibilidad de
huir de vuelta a los Charcas o entregarse al virrey en secreto, con la
esperanza de que su determinación en sus malas acciones flaqueara. Sin embargo,
la actitud de la gente, tanto en sus palabras como en sus rostros, mostraba
signos de que no todos estaban entusiasmados con esta empresa. Reconocían que
intentar negociar con el Rey mediante la fuerza de las armas era un error,
cuando se podría lograr mucho más fácilmente con humildad. Además, temían que
el virrey tuviera un gran ejército a su disposición y que tomaría represalias
con fuerza contra ellos.
Algunos
vecinos, aunque tarde, expresaban su preocupación: consideraban que la empresa
era un grave error, ya que, aunque pudiera parecer justa en apariencia, el
resultado sería visto como feo y negativo por todos. Observaban que Pizarro no
solo se preocupaba por cuestiones militares, sino que también hablaba
constantemente sobre gobernanza, lo que sugería la influencia del diablo en sus
decisiones. Temían que, si se enfrentaban en batalla y perdían, pocos
sobrevivirían y todos quedarían a merced del Rey, sin esperanza de
misericordia. Por otro lado, si decidían combatir, solo aumentarían los
sufrimientos y se consumirían en una guerra interminable. Los soldados, ajenos
a las complejidades políticas, se preparaban para la guerra, incitados por los
vecinos a luchar contra su propio Rey.
Gaspar
Rodríguez, si en aquel momento hubiera tenido el coraje para llevar a cabo su
deseo de matar a Pizarro, podría haberlo logrado fácilmente, a pesar de que
Gonzalo Pizarro estaba alerta. Era objeto de mucha atención por parte de Pedro
de Hinojosa, su capitán de la guardia. En una conversación con Alonso de
Mendoza sobre este asunto, Hinojosa le aconsejaba que llevara a cabo su plan,
asegurándole que sería el primero en abrir camino con su espada a través del
cuerpo de Pizarro, como pago por la traición que creía que Pizarro había urdido
en su contra.
Se
dice que Gaspar Rodríguez, Alonso de Mendoza y otros más se dirigieron a la
tienda de Gonzalo Pizarro. Una vez dentro, encontraron a Pizarro recostado en
su lecho, pero este, al descubrir su armadura y mostrar que estaba preparado
para defenderse, dejó claro que no ignoraba las intenciones de Gaspar
Rodríguez. Sin embargo, las circunstancias estaban tan tensas que, de no haber
sido por las noticias que llegaron de Pedro de Puélles, la situación podría
haber terminado en un desastre para Pizarro, siendo capturado o incluso
asesinado. La llegada de estas noticias le otorgó seguridad, y Pizarro las
comunicó de inmediato a la importante ciudad de Cusco para que estuvieran al
tanto de la situación.
Después
de que Gonzalo Pizarro dejara la ciudad, en pocos días aparecieron ciertas
provisiones enviadas por el virrey, que ordenaban a todos acudir a su llamado,
tanto a pie como a caballo, so pena de ser considerados traidores. Algunas de
estas provisiones cayeron en manos de Gonzalo Pizarro, mientras que otras
llegaron al poder de un clérigo llamado Hortun Sánchez de Olave, quien, después
de algunos días, las exhibió en las puertas de la iglesia.
Diego
Maldonado, alcalde del Rey y encargado por Gonzalo Pizarro de mantener el orden
judicial en su ausencia, no estaba de acuerdo con los planes de Pizarro. Esta
discrepancia quedó clara desde el momento en que expresó su opinión en el
cabildo. A pesar de su temor al virrey, debido a su participación en los
conflictos entre el marqués Pizarro y el adelantado Diego de Almagro, así como
a las acusaciones de haber incitado la rebelión de Mango Inca, Maldonado estaba
decidido a servir al Rey. Aunque siempre negó haber tenido alguna culpa en la
rebelión del Inga, temía que pudiera sufrir consecuencias negativas. Sin
embargo, sin considerar estas complicaciones, y con un espíritu leal y
dispuesto al servicio del Rey, Maldonado ordenó que se hiciera un pregón
anunciando que todos aquellos que quisieran ir a la ciudad de Los Reyes para
servir al virrey podían hacerlo libremente.
En
la ciudad del Cusco residía un escribano llamado Gómez de Chaves, conocido por
su astucia. Se cuenta que este escribano se acercó a un vecino de la ciudad
llamado Alonso de Mesa, instándolo a levantar la bandera en nombre del Rey.
Alonso de Mesa recibió esta sugerencia con alegría, pensando que tendría
suficiente apoyo para llevar a cabo la empresa. Algunos soldados presentes
también prometieron ayudarlo. Sin embargo, al carecer de una base sólida, el
plan no tuvo éxito.
Dos
soldados en el Cusco, conocidos como Rabdona y Santa Cruz, también tramaban
algo similar. Convencidos de que tendrían éxito, incluso planeaban tomar como
botín a las mujeres de Alonso de Toro y Tomás Vázquez, quienes habían seguido a
Gonzalo Pizarro.
Gómez
de Chaves, preocupado por la situación, se dice que fue a informar a Diego de
Maldonado sobre lo que estaba ocurriendo. Cuando Alonso de Mesa intentó
levantar la bandera en la plaza, exclamando "¡Viva el Rey!", no recibió
el apoyo que esperaba y estuvo a punto de perder la vida. Rabdona y Santa Cruz
fueron arrestados, y se consideró colgarlos, mientras que Maldonado decidió
intervenir.
Después
de este incidente, Diego Maldonado, convencido de que el virrey tenía más fuerza
que Gonzalo Pizarro y de que era su deber acatar el mandato real, proclamó en
la plaza: "¡Viva el Rey! ¡Y yo levanto esta bandera en nombre del
Rey!" Además, volvió a dar permiso para que quienes lo desearan fueran a
servir al virrey.
Capítulo
LI: La convocatoria de Manco Inca Yupanqui y su muerte.
En
este capítulo, narraremos cómo el rey Manco Inca Yupanqui, al presenciar las
divisiones entre los cristianos, reunió a la mayor cantidad de personas posible
para marchar hacia el Cusco, y cómo terminó su vida.
Conforme
el fuego de la guerra se propagaba implacablemente y el Demonio, enemigo del
género humano, se regocijaba al ver la brutalidad que reinaba entre los
cristianos, con padres matando a sus hijos y viceversa, y con una perturbación
generalizada, decidió instigar al rey Manco Inca Yupanqui para que marchara
contra la ciudad del Cusco y la destruyera. Sabía que en ella quedaban pocos
cristianos, ya que muchos habían seguido a Gonzalo Pizarro hacia la ciudad de
Los Reyes. Manco Inca Yupanqui, manipulado por el Demonio sin que los
cristianos que estaban con él lo entendieran, ordenó a algunos de sus capitanes
que, con toda la fuerza disponible, se dirigieran hacia el Cusco para
exterminar a cuantos cristianos e indígenas amigos pudieran encontrar,
incendiando y destruyendo sus pueblos.
Así,
los capitanes del Inca partieron de la provincia de Viticos tan preparados como
pudieron, y llegaron a los pueblos cercanos al Cusco, causando todo el daño
posible. La noticia llegó rápidamente a la ciudad del Cusco, donde Diego
Maldonado, al enterarse, envió a un criado para verificar la veracidad de los
informes. Sin embargo, el criado fue asesinado por los capitanes del Inca,
quienes, con gran crueldad, masacraban a los habitantes de las provincias donde
actuaban.
Ante
la confirmación del peligro que representaba Manco Inca Yupanqui, la ciudad del
Cusco temió su poder. El capitán Diego Maldonado, al darse cuenta de que
Gonzalo Pizarro se había llevado todos los caballos, ordenó reunir todas las
yeguas disponibles, sabiendo que la única fortaleza para resistir la furia
indígena eran los españoles montados en caballos.
Conforme
los indígenas avanzaban, saqueando y arrasando las provincias, llegaron hasta
seis leguas del Cusco, pero no se atrevieron a avanzar más, temiendo el poderío
y la valentía de los españoles en combate. Ante esta amenaza, el capitán Diego
Maldonado ordenó que todos los españoles disponibles, incluidos los clérigos,
salieran a la plaza montados en caballos y con lanzas en mano, para mostrar a
los indígenas la determinación con la que estaban dispuestos a defenderse.
Asimismo, instruyó al licenciado Antonio de la Gama para que se dirigiera con
algunos españoles hasta el puente de Apurímac para enfrentar a los indígenas y
detener el daño que estaban causando. El licenciado de la Gama partió de
inmediato para cumplir con su misión.
Mientras
tanto, el rey Manco Inca Yupanqui se encontraba en Viticos, recibiendo informes
de sus capitanes sobre la situación. Entre ellos estaban Diego Méndez,
Francisco Barba, Gómez Pérez, Cornejo y Monroy, quienes habían seguido a don
Diego de Almagro y habían participado en la batalla de Chupas. Para escapar de
la persecución de Vaca de Castro, se refugiaron entre los indígenas, donde
fueron bien tratados por Manco Inca Yupanqui, pero vigilados para evitar que
escaparan. Después de enterarse de la situación del reino y de la rebelión en
todas las provincias, ansiaban salir de su exilio forzado.
Manco
Inca Yupanqui, confiando en la información de Diego Méndez, le pidió que le
diera una opinión sincera y directa sobre el líder español que había llegado a
Los Reyes, y si sería suficiente para enfrentarse a Gonzalo Pizarro y
convertirse en el gobernador universal del reino.
El
español cristiano respondió que aquel capitán del que hablaba venía por mandato
y en nombre del grande y poderoso Rey de España. Por lo tanto, creía que sería
fácil no solo defenderse de Pizarro, sino también castigarlo a él y a todos sus
seguidores, convirtiéndose así en el principal en todo el reino.
Esta
historia la supe de un clérigo llamado Hortun Sánchez, que tenía a su cargo a
Paulo Inga, hermano de Manco Inca Yupanqui. Hortun Sánchez conoció toda la
historia porque muchos de los indígenas presentes en el evento se lo contaron a
Paulo Inga. Según ellos, Manco Inca Yupanqui habló con Diego Méndez y sus
compañeros para que actuaran como mediadores entre él y el virrey, procurando
ganarse su favor y evitar represalias por la rebelión pasada. Los cristianos
aceptaron con alegría esta propuesta y se comprometieron a hacerlo de buena
voluntad.
Después
de otras negociaciones entre el rey indígena y los cristianos, algunos indígenas
presentes afirman que, una vez ensillados sus caballos, se produjeron más
conversaciones entre Manco Inca Yupanqui y los españoles. Estas conversaciones
llevaron a que Manco Inca Yupanqui ordenara a sus hombres que los mataran. Sin
embargo, los cristianos, valientes y decididos, causaron estragos entre los indígenas.
Uno de ellos, llamado Diego Pérez, se abalanzó sobre Manco Inca Yupanqui y le
asestó múltiples puñaladas con un cuchillo, causándole la muerte.
Una
vez cometido el acto, los cristianos intentaron tomar sus caballos para escapar
de sus enemigos. Sin embargo, en ese momento llegó un capitán indígena con un
gran número de guerreros, y tanto ellos como sus caballos fueron asesinados.
Mientras
tanto, los indígenas que estaban causando estragos en los alrededores del Cusco
regresaron a Viticos. El licenciado de la Gama, al enterarse de lo sucedido a
través de algunos indígenas capturados, decidió regresar a la ciudad del Cusco.
Capítulo
LII: Los acontecimientos que pusieron en peligro al general Vela Núñez, y la
traición de Gonzalo Díaz y otros que se unieron a Pizarro.
En
este capítulo, narraremos las dificultades enfrentadas por el general Vela
Núñez y el riesgo que corrió, así como la traición de Gonzalo Díaz y otros que
decidieron unirse a Gonzalo Pizarro.
En
capítulos anteriores, recordará el lector que el virrey envió a Vela Núñez y al
capitán Gonzalo Díaz de Pineda al puente de Jauja con la misión de capturar o
matar al capitán Pedro de Puélles, así como a Jerónimo de Villegas y a otros
que se dirigían desde Huánuco para unirse a Gonzalo Pizarro. Mientras
avanzaban, Vela Núñez tenía la intención de llegar al puente de Jauja para
bloquear el paso y evitar que escaparan, pero Gonzalo Díaz tenía otros planes.
Su verdadero deseo era que los demás cruzaran el puente sin problemas mientras
él se unía secretamente a Pizarro, un acto de traición muy despreciable
considerando que había sido nombrado capitán por el virrey y que estaba
acompañando a Vela Núñez, un hombre de gran nobleza. Sin embargo, pronto
veremos cómo su miserable final se acercaba y cómo pagaría por su traición.
Durante
su viaje, llegaron a una iglesia en Huarochirí, donde Gonzalo Díaz planeó matar
a Vela Núñez. Había conspirado con Juan de la Torre, Cristóbal de Torres,
Piedrahita, Alonso de Ávila y Jorge Griego para llevar a cabo este acto. Sin
embargo, no lograron llevar a cabo su plan en Huarochirí debido a la presencia
de Alonso de Barrionuevo, un valiente servidor del Rey que se mantuvo leal a
Vela Núñez, al igual que Sebastián de Coca, Hernán Vela y otros que tenían la
intención de regresar a Los Reyes en lugar de unirse a Gonzalo Pizarro. A pesar
de esto, Gonzalo Díaz y sus cómplices continuaron conspirando para asesinar a
Vela Núñez mientras avanzaban hacia las nieves de Pariacaca, donde continuaron
con sus maquinaciones, deseando matar al inocente y huir hacia el tirano.
Vela
Núñez siempre estaba acompañado de Barrionuevo y otros leales escuderos. En su
camino, se encontraron con el regente fray Tomás de San Martín, el secretario
Pero López y otros que venían de eventos anteriores, y que habían encontrado en
el valle de Jauja al capitán Pedro de Puélles y a Jerónimo de Villegas, quienes
estaban apresurándose para unirse a Pizarro. Tuvieron algunas conversaciones
con ellos.
El
provincial, al ver que Vela Núñez se dirigía hacia Pedro de Puélles, lo apartó
en secreto y le advirtió que regresara sin seguir adelante, para proteger su
vida, ya que los que lo acompañaban planeaban matarlo, basándose en palabras
que había escuchado de Gonzalo Díaz. Además, le informó que Pedro de Puélles ya
había pasado el puente de Jauja. Perturbado y temeroso, el general decidió
reparar su camino, diciendo a Gonzalo Díaz y los demás que no tenían razón para
seguir adelante si Pedro de Puélles ya había partido. Sugirió que sería mejor
regresar y reunirse con el virrey. Con esta decisión, giró las riendas de su
caballo sin avanzar más, a pesar de que sabía que Gómez de Solís y otros
españoles estaban saliendo hacia Jauja para unirse a Gonzalo Pizarro. Con gran
temor a una traición y a ser asesinado por sus falsos amigos, regresaron
apresuradamente a Huarochirí.
Gonzalo
Díaz llegó tarde a Huarochirí, con la oscuridad del atardecer ya cubriendo el
cielo. Con su malicia preconcebida, no podía esperar a que su traición llegara
a su fin junto con los demás conspiradores. Decidieron hacer una parada con aparente
descuido, alegando estar exhaustos del viaje. Mientras tanto, Vela Núñez y sus
compañeros se apresuraron hacia la ciudad de Los Reyes.
Gonzalo
Díaz y sus cómplices intentaron persuadir a los presentes en Huarochirí para
que se unieran a ellos y fueran hacia Gonzalo Pizarro, prometiendo un trato
amable y advirtiendo sobre la crueldad del virrey, quien, según ellos, planeaba
confiscar todas sus propiedades. Algunos, al escuchar estas palabras,
expresaron su lealtad al virrey y se negaron a seguir adelante, incluso a costa
de sus vidas. Gonzalo Díaz, al enterarse de esto, lamentó profundamente y
decidió desarmar a los que se negaban a unirse a ellos, arrebatándoles sus
caballos. De esta manera, Rivadeneira, Sebastián de Coca, Rodrigo Niño y otros
regresaron a Los Reyes.
Por
otro lado, Gonzalo Díaz y sus compañeros se dirigieron hacia Huamanga, donde
causaron cierto alboroto. Pedro de Puélles creyó que los perseguían desde Lima,
pero al comprender la situación, se regocijaron entre ellos. Hablaban de cómo
Pizarro sería el nuevo gobernador y cómo lo reconocerían como tal de inmediato.
Enviaron a Cristóbal de Torres con las noticias a Gonzalo Pizarro, quien ya se
encontraba cerca de la provincia de Andahuaylas, y se alegró al saber que
Gonzalo Díaz estaba en Huamanga.
Capítulo
LIII: La reacción del virrey al enterarse de la huida de Gonzalo Díaz y los
acontecimientos subsiguientes.
En
este capítulo, relataremos la furiosa reacción del virrey al recibir la noticia
de la fuga de Gonzalo Díaz, así como los eventos que siguieron a este suceso.
Después
de narrar cómo Vela Núñez regresó desde la nevada sierra de Pariacaca con gran
temor debido a la traición de Gonzalo Díaz, temiendo que este pudiera volver
para atacarlo, llegó al valle de Lima sumido en preocupaciones. Temía que los
conflictos y las guerras trajeran grandes males a la región, y lamentaba que el
virrey no hubiera suspendido las ordenanzas desde el principio para evitar los
disturbios que se estaban produciendo en todas partes. Sin embargo, comprendía
que la riqueza y la prosperidad de la tierra dificultaban la paz, y que incluso
si se hubieran suspendido las ordenanzas desde el principio, los conflictos no
habrían cesado debido a la maldad y la falta de verdad entre la gente.
Estas
reflexiones y otras conversaciones me las compartió Vela Núñez cuando nos
encontramos en la ciudad de Cali, mientras yo intentaba informarme sobre los
eventos que estábamos relatando. Finalmente, llegó a Los Reyes tarde por la
noche, donde informó detalladamente al virrey sobre lo sucedido y la traición
de Gonzalo Díaz, expresando su profundo pesar por el daño causado a su
reputación.
El
virrey se mostró notablemente afectado, incapaz de ocultar la pena que lo
embargaba, reflejada en su rostro. Expresó su desesperación al considerar la
situación de la tierra, lamentando los grandes males que la acechaban. Se
cuestionaba la falta de mesura, el desprecio por Dios y la escasez de verdad y
vergüenza entre los habitantes, quienes negaban su lealtad al Rey a pesar de la
honra que se les había otorgado al nombrarlos capitanes. Con estas palabras,
salió de la estancia, aparentando no lamentar la partida de Gonzalo Díaz, y
declarando que los traidores estarían mejor fuera de la ciudad que dentro.
La
noticia de la fuga de Gonzalo Díaz provocó un gran revuelo en la ciudad. Aunque
algunos lamentaban su partida, otros, tanto vecinos como soldados, se
regocijaban profundamente. Anhelaban la llegada de Gonzalo Pizarro con sus
estandartes, anticipando que esta vez sería nombrado gobernador y que se
acabarían las audiencias, los tributos sobre los indígenas y las ordenanzas, y
esperaban ansiosos el regreso de Blasco Núñez Vela a España.
Después
de haberse informado adecuadamente sobre la situación de su hermano el general,
el virrey convocó a los oidores, capitanes y principales autoridades. Una vez
reunidos, les expresó: "Parece que Vela Núñez se ha escapado con suerte.
¿Qué opinan de la burla que nos ha hecho Gonzalo Díaz? Ayer recibí cartas de
los principales del Cusco, quienes vienen huyendo por la vía de Arequipa y
llegarán pronto aquí. Estoy seguro de que incluso en el campo de Pizarro hay
descontento. Muchos se arrepienten de sus acciones y desean perdón, aunque con
la partida de estos traidores, temo que pueda haber algún cambio. Será necesario
que todos inspiren valor a los soldados, ya que la fuerza de la guerra a menudo
reside en los capitanes. No muestren demasiado pesar por estas noticias, porque
Dios Nuestro Señor guiará los acontecimientos, y lo que parece perdido puede
ser ganado". Los capitanes respondieron afirmativamente, comprometiéndose
a cumplir con las instrucciones del virrey.
Diego
Álvarez de Cueto estaba preparado para dirigirse a Chincha con una fuerza
ligera de caballería para brindar apoyo a Garcilaso de la Vega, al capitán
Graviel de Rojas y a otros que estaban huyendo. Sin embargo, por temor a que
algunos desertaran, se decidió no enviarlo. Se realizó entonces un desfile
general, y más de quinientos infantes se presentaron. Jerónimo de la Serna fue
designado como capitán de la compañía de Gonzalo Díaz, lo que causó gran
malestar a Manuel de Estacio, el alférez de Gonzalo Díaz. Este último había
llevado la bandera a la plaza, afirmando que, dado que Gonzalo Díaz había
traicionado al Rey y al virrey, él, como su alférez, merecía sucederlo como
capitán. Con gran indignación, arrastró la bandera por la plaza, que era negra
con una cruz roja de extremo a extremo.
La
proclamación pública de Gonzalo Díaz como traidor se hizo mediante un pregón
que explicaba las razones y mencionaba a sus padres y lugar de origen. El
virrey consoló a Manuel de Estacio, diciéndole que sería promovido a capitán
con el tiempo, pero Estacio aún mostraba su malestar. En la casa del factor Illan
Xuárez de Carvajal, se llevaron a cabo muchas conspiraciones secretas, e
incluso envió un esclavo con cartas al licenciado Benito Xuárez de Carvajal.
Aunque el factor no hizo un gran servicio al Rey al enviar al mensajero, ya que
después de la muerte del licenciado Carvajal vi la carta encriptada en la ciudad
del Cusco, en la cual solo se instaba al licenciado a dejar de apoyar a Gonzalo
Pizarro y unirse al virrey para servirle.
Fin
Compilación
y hecho por: Lorenzo Basurto Rodríguez
Comentarios
Publicar un comentario