La Guerra de Quito: Pedro Cieza de León

 BIBLIOTECA HISPANO-ULTRAMARINA

 

TERCERO LIBRO

 

DE LAS

 

Guerras civiles del Perú,

 

EL CUAL SE LLAMA

 

LA

 

GUERRA DE QUITO,

 

HECHO POR

 

PEDRO DE CIEZA DE LEÓN,

 

Coronista de las cosas de las Indias,

 

Y PUBLICADO POR

 

MARCOS JIMÉNEZ DE LA ESPADA.

 

TOMO I

 

MADRID

 

IMPRENTA DE M. G. HERNÁNDEZ San Miguel, 23, bajo

 

1877

Compilado y mejorado por Lorenzo Basurto Rodríguez

2 de mayo 2024

 

Prólogo

I.

 

La primera edición de "La Guerra de Quito" no es meramente una modesta contribución a la literatura castellana, sino también una reparación de una gran injusticia y una evidencia irrefutable de que las crónicas de Indias, en particular las más autorizadas y extendidas, requieren de una crítica severa para cuestionar la excesiva confianza con la que son aceptadas y seguidas.

Confieso mi error: cautivado por aquel relato vigoroso y sencillo, tan claro y expresivo en su mensaje, rara vez afectado por retóricas o formalidades lingüísticas; reflejo del habla espontánea y vívida, y testimonio de la enérgica acción de quienes, al conquistar y ennoblecer un mundo, ofrecían el mejor argumento a nuestra historia. Lo consideraba un eco no solo de la veracidad de los eventos relatados, sino también de la sinceridad de aquellos que, por vocación o deber, estaban encargados de registrarlos fielmente en libros destinados a preservar, como un sagrado depósito, la vida y el alma completa de los pueblos: sus virtudes y vicios, sus alegrías y penas, sus realidades y sueños, sus esplendores y miserias. Con el tiempo, tales registros, por su pura humanidad, a menudo adquieren un carácter divino. Sin embargo, hoy mi percepción de aquellos autores y sus obras ha cambiado: los hechos me persuaden de que algunos de ellos no actuaron con la escrupulosa honestidad que parece haber sido el norte y la divisa de los historiadores castellanos en todas las épocas.

"La Historia del Perú" de Agustín de Zárate, según Prescott, ocupa un lugar destacado entre las autoridades más respetables para la historia de esa época; y el erudito don Enrique de Vedia afirma sin vacilar que, después de ser uno de los monumentos históricos más sobresalientes (quizás el primero) en nuestra lengua, es una autoridad sumamente respetable en lo que respecta a los eventos que trata. De hecho, cualquier lector, incluso el menos instruido, llegará a esta conclusión, especialmente si presta atención a la hábil dedicatoria al príncipe don Felipe, donde el autor explica cómo y cuándo escribió la obra, resaltando con maestría el valor que se le debe atribuir. Sin embargo, Zárate no es el único responsable de su creación. Al final de la "Declaración" que sigue a la dedicatoria, él mismo admite que "La principal relación de su libro, en cuanto al descubrimiento de la tierra, se tomó de Rodrigo Lozano, vecino de Trujillo, que es en el Perú, y de otros que lo vieron;" aunque no menciona que los libros 5.º, 6.º y 7.º están basados en otra fuente que no es la suya, y que siguió —por razones que desconozco— incluso en eventos que él mismo presenció, a pesar de los errores que contiene, algunos de los cuales parecerían imposibles para alguien de su talento y perspicacia. La "respetable autoridad" que su historia posee, al haber sido testigo de los sucesos que relata, se ve considerablemente afectada al descubrir cuánto tiempo pudo haber residido en el Perú. Los datos son claros: Zárate llegó a ese reino entre enero y marzo de 1544 con el virrey Blasco Núñez Vela, y partió a principios de junio de 1545; por lo tanto, solo presenció los eventos descritos en el libro 5.º hasta el capítulo XXI o XXII inclusive. Esto explica por qué don Antonio de Alsedo lo califica con razón de historiador de gran mérito, pero de poca exactitud, aunque no proporciona las pruebas que yo ofrezco.

Por otro lado, Diego Fernández de Palencia escribe con originalidad, elegancia y abundancia de detalles interesantes la segunda parte de su "Historia del Perú", pero la primera parte, redactada después de la segunda, es una copia palabra por palabra —con las correcciones necesarias en el tiempo y la persona de los verbos y alterando los períodos— de otra historia o relato histórico que compuso, o al menos ordenó, el licenciado Pedro de la Gasca, utilizando las comunicaciones y cartas oficiales que él mismo había enviado desde América durante su gobierno y expedición contra Gonzalo Pizarro, dirigidas al Emperador, los Príncipes y el Consejo de las Indias.

Entre los documentos que este político y clérigo intachable dejó al colegio de San Bartolomé de Cuenca, se encuentra un fragmento de la mencionada relación, que he cotejado minuciosamente con el texto de Fernández; y no hay duda, el plagio es evidente y tan descarado que incluso se puede identificar hasta la primera palabra del manuscrito de Pedro de la Gasca en el último, con toda precisión en el libro 2.º, capítulo 47.º, página 100 vuelta, columna 2.ª, línea 34: "procuraríamos".

¿Es posible citar sin reservas un lugar o una frase de Zárate o Fernández a partir de hoy? ¿Quienquiera que falte a su conciencia, no estará más dispuesto a faltar a la verdad, ya sea por capricho, presionado por altos respetos, o por amistad, gratitud, ambición o salario?

Ninguno de los historiadores de Indias ha llegado tan lejos como Antonio de Herrera en cuanto a apropiarse del trabajo ajeno. Al menos el Contador y el Palentino tienen la excusa de haber utilizado, el primero, un documento anónimo, quizás relegado a los archivos cuando lo consultó; el segundo, un escrito que resultó ser simplemente una memoria de los notables logros de su autor, ampliamente conocidos y elogiados en su época. Pero el Cronista de Castilla y mayor de las Indias, además de haber incurrido en otras acciones similares, se atrevió a enterrar en sus Décadas una crónica entera y ejemplar, así como el nombre de un soldado valiente y honorable, los esfuerzos y desvelos de un hombre íntegro y de elevada inteligencia, y una reputación como historiador más grande y bien ganada que la suya. Una reputación que comenzó con un libro posiblemente sin igual e inimitable, una especie de itinerario geográfico o, mejor dicho, una pintura animada y precisa de la tierra y el cielo, las razas, costumbres, monumentos y vestimentas del extenso imperio incaico y las regiones circundantes al norte, así como de las poblaciones recién fundadas por los españoles. Este relato, precedido por los anales de los reyes cuzqueños, concluía la obra según un plan que por sí solo demuestra el espíritu, el valor y el talento de quien lo esbozó siendo aún joven.

La pintoresca descripción geográfica se publicó con el título "La primera parte de la Crónica del Perú", en Sevilla, en el año 1553; el resto es lo usurpado con tanta habilidad o suerte, que hasta principios del presente siglo algunos bibliófilos desconocían la existencia real del libro que ahora se publica por primera vez en esta Biblioteca.

Y realmente no logro entender por qué la pluma, aunque vigorosa, del Tito Livio español, no titubeó al suprimir, para hacer propias las páginas del cronista soldado, ciertas frases que deberían haberlo motivado a actuar con mayor nobleza, o al menos con caridad cristiana. "No creí, cuando comencé a escribir las cosas sucedidas en Perú, que fuera un proceso tan largo, porque ciertamente yo evitaba mi trabajo tan excesivo; porque reconociendo mi humildad y sencillez, como en otras ocasiones he afirmado, no ignoro que mi tosca pluma no era digna de escribir sobre asuntos tan importantes... A Dios con toda humildad suplico que favorezca este mi deseo, ya que no me movió otra cosa que servir a mi Rey y satisfacer a los curiosos y dar noticias a mi patria sobre las cosas de aquí, para pasar tantos trabajos, caminar caminos tan largos como he recorrido". — "Y verdaderamente estoy tan cansado y fatigado del trabajo continuo y las vigilias que he tomado, para dar fin a tan gran obra, que estaría más inclinado a buscar un poco de descanso y gastar mi tiempo en leer lo que otros han escrito que en seguir con algo tan grande y laborioso. Dios es quien me da fuerzas para continuar y proseguir estas Guerras Civiles hasta que el presidente Pedro de la Gasca, en nombre del Rey, funde la Audiencia en la ciudad de Los Reyes". — "Y hago a Dios testigo de mi esfuerzo en esto; y, ciertamente, muchas veces he considerado dejar esta escritura, porque casi ha acabado con toda mi energía trabajar tanto en ella y ser objeto de no pocas críticas; pero como en esta tierra las muestras de virtud son menospreciadas, y no pretendo más que informar a Su Majestad sobre los acontecimientos en estos reinos, y que mi práctica sea vista y entendida por todas las demás naciones bajo el cielo, continuaré adelante, poniendo siempre mi honor en manos del lector". — "Y ciertamente, si no hubiera publicado a muchos de mis amigos íntimos, que, con la ayuda divina, mi débil ingenio con mi tosca pluma daría a conocer los eventos ultramarinos aquí en España, o habría terminado lo que he escrito o habría pasado por muchas materias sin escribirlas. Las persuasiones de estos a quienes me refiero son una gran parte de por qué consumo mi vida en poco tiempo, para que no mueran los notables hechos de estos reinos".

Pero ante estas sinceras quejas, expresadas en momentos de amargura y fatiga por un corazón sincero y bondadoso, Herrera responde de la siguiente manera: "Este Pedro de Cieza es el que escribió la historia de las provincias del Quito y Popayán, con mucha puntualidad, aunque (contra lo que se debe esperar de los Príncipes), tuvo la poca suerte que otros en el premio de sus trabajos." ¿Y por qué no enmendaba en lo posible la soberana ingratitud, reconociendo que una parte considerable del salario y las mercedes que aceptaba como cronista de aquellos príncipes era el premio que Cieza no recibió?

Herrera poseía un talento de primer orden, un criterio sereno y perspicaz; comprendía bastante bien la naturaleza humana, así como la nuestra en particular, y el espíritu y el impulso que nos llevó a abandonar la vieja y empobrecida patria por una nueva y próspera más allá de los mares. Su estilo solemne, contenido y lleno de fuerza permeaba los escritos de diferentes géneros y variados estilos que utilizaba para componer sus Décadas, y de sus manos pasaban más a menudo al discurso de la historia como las piezas ensambladas de un hermoso mosaico, o los eslabones perfectos de una cadena sólidamente trabajada. Muchos perdían su sabor ingenuo y fresco; la forma de casi todos ellos ganaba en elegancia y clasicismo. Si el trabajo de Cieza solo hubiera sufrido las correcciones del maestro para adquirir una dicción más pura y propia, depurado de errores evidentes, liberado de sentencias tediosas y digresiones inoportunas; reorganizado del desorden y la falta de método con los que a menudo se presentan los hechos por parte de quien los observa, pero, sobre todo, se preocupa por relatarlos fielmente, habría literatos dispuestos a perdonarle esa expropiación. Sin embargo, no todas las modificaciones que introdujo en la crónica usurpada fueron mejoras: muchas afectaron a las ideas, a los hechos fundamentales, y, por ende, corrompieron la pureza histórica, tal como la comprendía y expresaba el primero que observó y estudió los sucesos consignados en ella, en el mismo lugar donde ocurrieron y comunicándose con los mismos hombres que los llevaron a cabo. Herrera interpretó de manera diferente la intención o el sentido de varios pasajes y reflexiones; distorsionó ciertos personajes, agregándoles o quitándoles mérito, ya sea en términos de calidad o demérito, como Cieza consideraba que deberían ser valorados; suprimió todo lo que pudiera desprestigiar a la autoridad real, y, en resumen, convirtió una historia vibrante y honesta del aventurero laborioso, nacida en medio del suelo peruano tumultuoso, en una crónica cortesana y discreta, alejada de las narraciones francas y vibrantes de Cieza, forjadas en el calor de la tierra peruana, en medio de las tormentas y las luchas, el choque de ambiciones salvajes y desenfrenadas, y bajo la constante amenaza de peligros mortales.

No dudo que en algunos casos le asistieran poderosas razones para actuar de esa manera: Cieza no era infalible; él, como Cronista de Castilla y mayor de las Indias, tenía acceso a una gran cantidad de documentos, entre los cuales no sería extraño que hubiera algunos que contradecían los testimonios de Cieza y estaban en desacuerdo con sus juicios, quizás apasionados como los de un joven implicado en muchas de las cosas que escribía. Sin embargo, es importante señalar que el eminente historiador y servidor de Felipe II profesaba, o no podía dejar de profesar, una máxima de importancia incalculable en los asuntos de su cargo, la cual nunca se apartó de su mente y estaba muy presente precisamente al componer aquellas partes de sus Décadas que pertenecían a nuestro valiente soldado.

En respuesta a una carta que le envió el arzobispo de Granada, don Pedro de Castro y Quiñones, tras haber leído el manuscrito de sus Claros varones de España, uno de los cuales era Cristóbal Vaca de Castro, padre del arzobispo, y gobernador del Perú de memoria controvertida, Herrera escribió:

"Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: Con la gracia que Vuestra Señoría Ilustrísima me ha hecho con su carta, he recibido mucho honor y alegría, al ver la disposición y el gusto de Vuestra Señoría Ilustrísima de obedecerla y complacerla; y si tuve cierta prisa en este asunto con don Juan de Torres, fue hasta que falleció don Baltasar de Zúñiga, quien solicitaba que se publicara esta obra de los Claros varones de España, a semejanza de las Varias de Casiodoro: ahora, visto el interés de Vuestra Señoría Ilustrísima, me apresuraré.”

"El primer punto que trata sobre la naturaleza del señor Cristóbal Vaca de Castro se ajustará adecuadamente, teniendo en cuenta que no contradiga lo que ya está publicado. El segundo, que aborda la sentencia contra los rebeldes y lo relacionado con la batalla de Chupas, la consulta del Consejo sobre los alimentos y la gracia concedida a un hijo en las Indias, no presenta dificultad. El tercero, sobre la exaltación del Monte Santo, no mencioné nada al respecto en elogio a Vuestra Señoría Ilustrísima, ya que consideré que en ese lugar se podía decir poco; pero, dado lo que Vuestra Señoría Ilustrísima ordena, he pensado en agregar un breve discurso al final de toda la obra, como verá Vuestra Señoría Ilustrísima en el principio que aquí se presenta; y si esto le parece adecuado, estaré encantado de que me envíe los documentos o me informe sobre lo que considere más conveniente, para que pueda llevarlo a cabo siguiendo la sugerencia de Cicerón que Vuestra Señoría Ilustrísima señala en su carta."

"No quiero dejar de mencionar que he descubierto que el Consejo consultó en varias ocasiones al Emperador sobre la inocencia del señor Vaca de Castro, y después de ocho años le envió una consulta muy urgente a Flandes, la cual Su Majestad Imperial tuvo guardada durante cinco o seis años en un escritorio antes de resolverla; tan obstinado estaba en creer las malas informaciones sobre la imprudencia de Blasco Núñez Vela. Este punto se omitió en la historia para mantener la oportunidad en la narrativa. Se menciona en ella que Vaca de Castro salió de esta situación con gran reputación, así como el litigio que tuvo por cuestiones de precedencia y otros asuntos muy particulares; tampoco se omiten los doscientos ducados que se ordenaron entregar cada año a mi señora doña María de Quiñones, madre de Vuestra Señoría Ilustrísima, durante la ausencia del señor Cristóbal Vaca de Castro. Todo esto fue comunicado con don Juan de Idiáquez, quien me comentó haber conocido al señor Vaca de Castro en el Consejo, ya que, aunque este gran ministro estaba muy ocupado, siempre encontraba algún momento para deleitarse con la historia, al igual que don Baltasar de Zúñiga, su gran seguidor.

Vuestra Señoría Ilustrísima puede mandarme en todo lo que considere conveniente. Le ruego que me tenga en su gracia. Que Nuestro Señor guarde a Vuestra Señoría Ilustrísima con la vida y la felicidad que yo deseo. Desde Madrid, 30 de enero de 1623. — Antonio de Herrera."

A lo que el arzobispo respondió:

"He visto la relación y elogio que vuestra merced ha hecho sobre los acontecimientos ocurridos en el Perú relacionados con Vaca de Castro, mi señor. Está muy bien preparado y observado, como corresponde a alguien tan hábil y experimentado en la historia. Me ha alegrado mucho verlo; aprecio, como es justo, el trabajo y cuidado de vuestra merced. No lo había visto hasta ahora por la ausencia de mi secretario; he sido privado de ello.

Vuestra merced menciona en su carta que por diseño omite algunas cosas: que después de ocho años de prisión, el Consejo de Indias consultó al Emperador sobre la manifiesta injusticia y agravio que se estaba cometiendo contra Vaca de Castro, mi señor; y el Emperador guardó la consulta en un escritorio durante cuatro o cinco años, hasta que, acosado por la conciencia, la resolvió. ¡Es una circunstancia grave! Pero vuestra merced señala que, aunque la historia debe ser veraz, también debe ser oportuna.

También podría haber otras cosas esenciales que tratar en la historia, las cuales vuestra merced omite para no alargar demasiado el discurso. Me pareció indicar una que, si a vuestra merced le parece adecuado, puede incluir en su lugar. Se desprende de las relaciones y del proceso..."

Conforme a esa máxima, no hay mejor momento que el presente, en el que se publica un libro del desdichado Cieza, para restaurar completamente su reputación y fama, revelando el secreto detrás de la Historia general de los hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano. Esta obra ha sido admirada en España, traducida a todos los idiomas europeos y considerada en todas partes como "la fuente de la verdad" sobre esos acontecimientos, como lo expresó don Antonio de Solís, quien reconoció la inmensa dificultad (que no intentó superar) de continuarla. ¡Y con razón! Una vez agotado el rico y fácil manantial de Cieza de León y otros no menos valiosos, ciertamente era difícil mantener su ritmo de sucesos abundantes tal como salió de las manos de Herrera, a menos que uno buscase cada uno de ellos en las informaciones, memoriales, relaciones y cartas que fluían al Consejo de Indias, al de Estado y a la Cámara Real; un trabajo, como Solís lo describió, que consumía oscuramente el tiempo y el esfuerzo sin hacerse visible ante el mundo.

No exagero al afirmar esto. Herrera dejó sus Décadas en el año 1554; para completar los tres o cuatro últimos años de lo relacionado con el reino peruano y algunos países vecinos, recurrió a las extensas relaciones históricas o la historia del licenciado Pedro de la Gasca y a la segunda parte del libro del Palentino; los demás años, desde 1524, se llenaron abundantemente con el trabajo inédito de Cieza. Porque el honesto aventurero, a costa de su salud y quizás de su vida, cumplió lo prometido en el prospecto de su obra; y el Sr. Prescott se equivocó mucho —y olvidó lo que Cieza aseguró varias veces— al suponer que este "había muerto sin realizar parte alguna del magnífico plan que con tanta confianza se trazara". Su crónica está completada, el magnífico plan realizado, y el reino que conquistó don Francisco Pizarro cuenta con la historia mejor, más concienzuda y más completa que se ha escrito sobre las regiones sudamericanas.

El libro que se está publicando ahora es el tercero de los cinco que conforman la cuarta parte, es decir, de Las guerras civiles. La segunda parte, que trata del señorío de los incas, sus hechos y gobierno, ya se conoce desde hace tiempo con el título de "Relación de la sucesión y gobierno de los incas, señores naturales que fueron de las provincias del Perú y otras cosas tocantes a aquel reino", aunque gracias a un simple y grave error del encargado de copiarla en Londres, se atribuyó erróneamente al personaje a quien se dedicó. La tercera parte, que se ocupa de la conquista de la Nueva Castilla, y los libros primero y segundo de la cuarta, guerras de Salinas y Chupas, aunque no los he visto personalmente, sé con certeza que existen y dónde encontrarlos. De los libros cuarto y quinto de la cuarta parte, guerras de Huarina y Xaquixahuana, así como de los dos Comentarios que concluyen la crónica, no tengo información; sin embargo, entiendo que Cieza de León los consideraba completados, como lo indica en su proemio.

Pero incluso si no los hubiera concluido, con lo que logró, hizo más, mucho más, que cualquier otro historiador del Perú. Concibió la Crónica con grandeza y fe en sus propias habilidades, aunque al final el peso de su propósito lo abrumara y afligiera. Le dio una forma inicial delineando sus partes y ordenándolas con un método original, filosófico y claro; y la desarrolló con una amplitud tan minuciosa y detallada que satisface todas las expectativas de este tipo de escritos, que deben ser más que simples historias acabadas, sino fuentes abundantes y diversas para el futuro. Si consideramos su ardua y vasta tarea, tanto en la concepción como en la preparación, no encontraremos a nadie que lo supere entre aquellos que trataron total o parcialmente el mismo tema. El Palentino es, en mi opinión, el único que se le acerca e incluso lo iguala en la segunda parte de su Historia. Xerez, el secretario de Francisco Pizarro, relata los acontecimientos que presenció sin afectación y de manera llana, pero sin adentrarse en su significado ni mostrar su alcance. Por su parte, Zárate, como mencioné anteriormente, tiene sus limitaciones.

El lenguaje y estilo poco refinado y desorganizado de la notable "Relación del descubrimiento y conquista de los reyes del Perú y del gobierno y orden que los naturales tenían, y tesoros que en ella se hallaron y de las demás cosas que en él han sucedido hasta el día de la fecha [7 de Febrero de 1571]" evidencian claramente el resentimiento y la animosidad de su autor, Pedro Pizarro, hacia sus primeros patrocinadores y familiares, así como hacia aquellos de quienes esperaba posteriormente la recompensa por su lealtad, que él mismo se encargó de enfatizar para evitar sospechas.

La parte más relevante y fascinante de su escrito se encuentra en la primera sección, donde posiblemente relata con total sinceridad lo que presenció. Sin embargo, al narrar los eventos ocurridos desde la muerte del marqués Pizarro hasta la completa conquista del Perú, que abarca un volumen considerable de páginas, a menudo muestra falta de memoria y omite la verdad cuando le conviene. Específicamente, el Inca Garcilaso comentó más que historió.

Las tradiciones de su patria y su linaje real adquieren un esplendor y una grandeza impresionantes gracias a su estilo candoroso, entusiasta y persuasivo, lo cual resulta difícil de creer en una tierra y entre unas personas que fueron conquistadas y sometidas en tan poco tiempo por un puñado de españoles. Si tomamos en serio sus relatos sobre la raza de Manco Cápac, difícilmente encontraríamos paralelos igualmente gloriosos y prósperos en ninguna otra cultura semítica o aria en épocas y condiciones similares.

En lo que respecta a los hechos, especialmente a las personalidades destacadas en el descubrimiento y conquista, las guerras civiles y la pacificación del Perú, muestra un enfoque más sensato e imparcial. Sin embargo, ocasionalmente evidencia el peligro de incorporar en la historia recuerdos personales, memorias familiares y cuentos de veteranos, camaradas y amigos, junto con observaciones serias y fundadas.

Los personajes como los Pizarro, Cepedas, Carvajales, Centenos, Leones, Candías y Alvarados de Garcilaso no son simples maniquíes que desempeñan roles públicos; son seres de carne y hueso con alma y carácter. Participan activamente en la vida cotidiana, no ocultan sus virtudes ni sus defectos, y sus acciones están motivadas por la ambición, el amor, la codicia o la venganza. Son complejos, cambiantes y humanos, lo que los hace tanto heroicos como falibles.

Los historiadores generales de Indias se encuentran en una situación similar a los cronistas mencionados anteriormente. El prolífico Gonzalo Fernández de Oviedo simplemente se dedicó a recopilar una amplia variedad de fuentes: relaciones, cartas, memorias, conversaciones públicas y privadas, rumores y cualquier otra noticia que llegara a sus manos desde el continente americano, gracias a la colaboración de sus amigos, conocidos o por su cargo otorgado por la Cesárea Majestad de Carlos V.

En este extenso esbozo, que apenas merece el título de crónica indiana, resulta inútil buscar unidad histórica, proporción y armonía entre sus partes, ni siquiera un orden cronológico coherente. Los mismos eventos se repiten varias veces y son relatados de diferentes maneras. El autor, lejos de reconocer la contradicción y la confusión que esto genera, con imprudente ligereza emite juicios sobre la conducta de personajes sin conocerla completamente, o sobre los resultados de eventos importantes que se desarrollan en circunstancias inciertas, antes de llegar a su conclusión adecuada.

Oviedo describe un capítulo de su obra (el XVII del libro XLVI) como "una pepitoria de diversas partes o apetitos de este manjar, o como aquella conserva llamada compota, que es una mezcla de diversos tipos de frutas (revueltos todos) en un mismo recipiente". Lo mismo podría decirse de toda su obra. Sin embargo, esto no disminuye el valor incalculable de los datos verídicos de suma importancia recopilados en el momento oportuno, ni el estilo exuberante, sabroso y puro de su lengua, manejado con una prosa robusta, poderosa y apasionada. En sus escritos, la amenidad y el interés son abundantes gracias a una imaginación viva y vigorosa, una memoria enriquecida por lecturas frecuentes, viajes, campañas y servicios palaciegos, y una experiencia adquirida a lo largo de años en ambos mundos, junto con chispas de ironía y gracia, y destellos de ira e indignación, no siempre justificados, en el corazón de un vasallo agradecido y leal, como lo era el alcaide de la Isla Española.

Por último, Francisco López de Gómara, el cronista más literario del Nuevo Mundo antes de Solís, un escritor elegante, fluido y correcto, con juicios cáusticos, intencionados y audaces, y aficionado a investigar novedades, carecía de la autoridad suficiente para defender sus opiniones de las críticas de Gasca, Bernal Díaz y el Inca Garcilaso, así como de los reproches y amenazas de los conquistadores del Perú y Nueva España, ya que nunca estuvo en esos reinos ni en ninguna otra parte de las Indias.

Pedro Cieza de León, como un verdadero explorador, recorrió personalmente el territorio que serviría de escenario para la historia que se proponía contar. Desde el puerto de Panamá hasta la costa de Arica, y desde las selváticas y montañosas regiones de Abibe hasta los desolados y ricos cerros de los Charcas, trazó con precisión, como experto geógrafo, la diversidad de paisajes y climas. Situó las colonias españolas y las comunidades indígenas, observó como naturalista las especies animales y vegetales más notables y útiles, ya sean salvajes o domesticadas, y describió meticulosamente, como etnógrafo o anticuario, aspectos como la raza, gestos, vestimenta, armamento, alimentación, costumbres, creencias, industria, artes, gobierno, tradiciones y monumentos de los pueblos nativos.

Disfrutó al pintar de manera panorámica la apariencia de la tierra y el cielo, desde la majestuosidad de los picos nevados y los volcanes, hasta la grandeza y abundancia de los ríos, la densidad y misterio de las enormes selvas, y la desolada soledad de los páramos y altiplanos. No pasó por alto las complejas relaciones sociales, políticas y religiosas entre conquistadores y conquistados, resultado de la lucha aún en curso entre la reciente y poderosa civilización castellana y la antigua y ya debilitada de los antiguos gobernantes del Perú.

Comprendiendo la importancia de comprender las instituciones y el poder de los soberanos que unificaron un vasto imperio, no solo para clarificar los eventos de la conquista y sus consecuencias, y agregar brillo y mérito a la empresa de Francisco Pizarro y sus valientes compañeros, sino también por ser una materia de suma relevancia e interés por sí misma, no se amilanó ante los numerosos obstáculos que enfrentaba. Con la ayuda de los mejores intérpretes del idioma quechua y guías del reino, consultó la memoria y los quipus de los ancianos orejones, servidores, parientes o descendientes de los últimos incas Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Antes que Juan de Betanzos, el padre Blas Valera, Polo de Ondegardo, Santillán, Cabello Balboa y Garcilaso, logró extraer de un laberinto de fábulas y tradiciones absurdas el origen, linaje, descendencia, política, leyes y religión de los autócratas cusqueños, así como sus épicas y legendarias gestas.

Nuestro cronista ejerció verdaderamente sus excelentes habilidades como historiador tanto en esta como en la primera parte de su obra. Sin embargo, es innegable que en ambas partes sobresale especialmente por su agudeza en la observación e investigación, su vivacidad y precisión en la descripción, y la facilidad con la que su pluma se desplaza por dondequiera que desee. Pero donde estas cualidades brillaron con toda su fuerza fue al adentrarse de lleno en el tema central de su crónica: los hechos de los conquistadores, y en particular sus conflictos internos. Se enfrentó a una tempestad de pasiones desatadas, atraídas por los montes de plata y oro del rico suelo peruano, una multitud confusa y tumultuosa de sucesos extraordinarios e inauditos, donde para juzgar y discernir entre lo heroico y lo criminal, lo justo y lo injusto, lo contingente y lo necesario, lo bueno y lo malo, se requería poseer una prudencia consumada, una imparcialidad absoluta, una intención saludable, un juicio agudo y sereno, y una determinación firme.

Pero el joven advertido y valiente contaba con todas esas cualidades para salir, como lo hizo, gallardamente de la parte más difícil de su historia. Además, era sumamente diligente: cuando deseaba investigar un evento que no había presenciado, aclarar lo incierto o ampliar lo conocido con información más detallada, acudía, en lo posible, a testigos presenciales, y en su defecto, a personas de reconocida imparcialidad y reputación. Consultaba siempre la opinión pública y procuraba obtener de compañeros, líderes, autoridades, cabildos y notarios todo tipo de documentos y registros, los cuales examinaba y depuraba minuciosamente antes de utilizarlos como testimonio en su escrito. Es cierto que pocos historiadores se encontraron en condiciones tan favorables como las suyas, no solo para realizar personalmente esas diligencias preliminares y establecer así una base sólida para su obra, sino también para recopilar los primeros materiales. Participó en muchos episodios de la conquista y las guerras del Perú y del Nuevo Reino, ya sea como explorador o colonizador, ya como soldado de fortuna. Conoció a la mayoría de los famosos capitanes, letrados y eclesiásticos que participaron en esos eventos; fue amigo de unos y enemigo de otros, luchó junto a ellos o contra ellos, compartió sus penurias, disfrutó de sus botines, los vio vivir y morir, y pudo valorar su valía y juzgar con acierto sus acciones.

Cieza de León llevaba su compromiso como historiador con una honestidad casi exagerada. Siempre hacía hincapié en distinguir entre lo que había presenciado personalmente y lo que había recopilado de fuentes externas, ya fueran relatos de terceros o rumores populares. Cada detalle que incluía en sus escritos venía respaldado por los nombres de quienes le habían proporcionado la información, e incluso señalaba los documentos que consultaba, proporcionando así al lector una ruta segura a través de su narrativa.

Su modestia como escritor era evidente: no aspiraba a más que a un estilo claro y preciso, adornado ocasionalmente con ejemplos tomados de los historiadores clásicos, así como de los Libros Sagrados y los Santos Padres, cuyas obras frecuentaba.

Cieza de León abrazó su misión de educar a su patria sobre las acciones de sus compatriotas en tierras americanas con un fervor casi religioso, sacrificando no solo su descanso físico y mental, sino también sus vínculos más cercanos. A menudo, el historiador eclipsaba al hombre en él. Incluso cuando presenció las tragedias que llevaron a la muerte de su gran amigo, el mariscal Jorge Robledo, encontró espacio para criticar las imprudencias del fundador de Antioquía y para compadecer al adelantado Belalcázar, su asesino.

Aunque era un devoto católico de su época, con las supersticiones asociadas, Cieza de León no dejaba de cuestionar las acciones de la Iglesia cuando era necesario. Reconocía el peligro de otorgar a los clérigos un poder sin restricciones, advirtiendo sobre la tendencia de algunos a comportarse como dioses, sin que obispos, priores o custodios los detuvieran. Su deber como historiador y su integridad personal primaban sobre cualquier posible incomodidad que estas críticas pudieran causarle.

Sin embargo, había dos aspectos que Cieza de León no estaba dispuesto o no podía moderar con discreción y sensatez: su lealtad al Rey y su aversión hacia aquellos que, ya fuera con cautela o con descaro, desobedecían las órdenes y leyes soberanas. No pretendo profundizar en el examen detallado de estos sentimientos, que a menudo influían de manera exagerada en su narrativa de los eventos cruciales de la guerra de Quito; aunque considero que, aunque exagerados, eran sinceros. Provenían de una época en la que la lealtad al Rey representaba lo que hoy entendemos como honor, y la rebelión contra su voluntad, que entonces se consideraba augusta y sagrada, se percibía como traición a la patria, cuyo símbolo era la corona. Además, es importante recordar que la guerra de Quito fue la primera y más significativa de las tentativas de independencia emprendidas por los españoles americanos.

Sin embargo, me duele profundamente ver a un hombre de tan noble carácter y simpatía como nuestro cronista, dejándose llevar por su pasión al lanzar improperios contra Gonzalo Pizarro y sus seguidores hasta el final de su triste odisea, deleitándose con la idea de su muerte y justificando, e incluso aplaudiendo, los crímenes más atroces y repugnantes de los realistas si eran cometidos contra los amigos y seguidores de aquel valiente, aunque obstinado líder. Por ejemplo, al hablar de Alonso de Toro, teniente de Gonzalo Pizarro en el Cusco, describe cómo fue aborrecido y conjurado para su muerte por tratar ásperamente a aquellos que mostraban inclinación hacia el servicio del Rey, y cómo fue asesinado por un grupo de vizcaínos liderados por un clérigo llamado Domingo Ruiz. La descripción del ataque, con una ferocidad tan intensa, lleva a pensar que Cieza de León disfrutaba de la violencia. Al relatar cómo Diego Centeno, leal a la causa del Rey, pero ambicioso y codicioso, llevó a cabo el asesinato, casi fratricida, de Francisco de Almendras en los Charcas, Cieza incluso sugiere que parecía que Dios estaba guiando el asunto. En defensa de la traición de Centeno, escribe que, gobernando Almendras en nombre de un tirano, era ridículo esperar que Centeno priorizara su amistad sobre el servicio real, ya que, en tales asuntos, nadie debe tener lealtad excepto a Dios.

Sin duda, un defecto grave en quien se ocupa de temas históricos es un fervor tan sospechoso como el que inspira las frases anteriores. Aunque pueda ser sincero y bien intencionado, como me parece en el caso de Iní, este fervor no deja de oscurecer la verdad. Sin embargo, si intento ser imparcial, creo que nuestro historiador logra atenuar este fervor en la medida de lo posible. No convierte su pasión exagerada en el motor secreto de la historia, como han hecho otros con motivaciones más o menos honestas, ni utiliza esa pasión para distorsionar los eventos y las acciones de los personajes involucrados. Sus arrebatos de entusiasmo y las manifestaciones de su enojo leal se reservan para los juicios y comentarios que suscitan eventos cruciales y acciones destacadas, o se limitan al estilo, que a veces adquiere una cierta vehemencia inocente muy acorde con la juventud del cronista. Basta observar el notable contraste entre los hechos y las acciones relatadas y la forma en que los juzga desde su amor al Rey y su odio hacia los rebeldes.

Este tipo de inconsistencia, tan común en aquellos que, al escribir, se dejan llevar por la pasión sin arte, pero con sinceridad, es tan marcada en nuestro historiador que, en mi opinión, constituye una de sus genialidades más características. Un ejemplo ilustrativo es su actitud hacia los indígenas americanos. En numerosos pasajes de la Crónica de Cieza, especialmente en la segunda parte donde trata del antiguo poder de los incas, se observa un profundo amor por los nativos y un sentimiento de compasión por la triste suerte que les deparó la Conquista. Esta actitud le ha valido el elogio entusiasta del eminente Prescott, quien destacó su justicia hacia el mérito y la capacidad de las razas conquistadas, así como su indignación ante las atrocidades cometidas por los españoles y la influencia desmoralizadora de la Conquista. Cieza no era un fanático, ya que su corazón estaba lleno de benevolencia hacia los indígenas. En su lenguaje, si bien no se percibe la ferviente pasión del misionero, se encuentra un generoso espíritu de filantropía que abraza tanto al conquistador como al conquistado, considerándolos como hermanos. Sin embargo, contrastemos esta actitud con su opinión sobre una tribu de nativos de Popayán, a quienes conoció más de cerca que a los antiguos peruanos.

“Los indígenas pozos, conocedores de las contiendas de sus vecinos, aguardaban en ciertas partes y capturaron aquel día a más de cincuenta personas. Al igual que en la Pascua de Resurrección los carniceros con sus afilados cuchillos degüellan a las indefensas ovejas, estos indios, ansiosos por devorar a sus parientes cercanos que hablaban su misma lengua, los descuartizaban con cuchillos de pedernal. Observé innumerables veces con mis propios ojos que, tan pronto eran apresados por sus enemigos, sin decir palabra se agachaban hasta que un fuerte golpe en la cabeza con un bastón los aturdía; y aunque no muriesen ni les cortaran la cabeza, no hablaban ni pedían clemencia, evidenciando la gran crueldad de aquellas naciones.

Luego hacían trozos aquellos cuerpos humanos, y hasta las inmundicias las cocían en grandes ollas, devorándolas antes de que estuviesen bien cocidas. Bebían la sangre, comiendo crudos los corazones y las vísceras. Enviaban las cabezas a sus provincias como señal de triunfo. Estas perniciosas costumbres tenían aquellos hombres diabólicos. ¡Dios nos libre de su furor indio! Pues en todas las naciones del mundo se usó alguna clemencia y bondad, mientras que entre ellos solo había maldades y venganzas, diezmando su población al comerse unos a otros”.

Conviene saber que esta especie de fieras eran aliados de Sebastián de Belalcázar, a cuyas órdenes Cieza combatía, en la guerra contra la valerosa e indomable nación de los picaras, quienes "tenían a gran dicha ser víctimas de las atrocidades de los pozos, pues era por la libertad de su patria". A pesar de ello, también dice de ellos: "El adelantado les había enviado muchos emisarios instándoles a que se aliaran con los españoles y reconocieran como señor al invicto césar, nuestro Emperador. Pero como ya estaban decididos a proseguir la guerra, para entretener a los cristianos respondían con evasivas generales de que convocarían a los señores de la provincia para tratarlo. Mas el adelantado, comprendiendo sus intenciones, ordenó continuar la guerra. Esta se libró estableciendo el real en las tierras del señor Sanguitama, donde se congregaron muchos indios naturales de toda la provincia que, por la noche, se apostaban en una colina sobre el real, haciendo gran estruendo, encendiendo antorchas y llamándonos mujeres, diciéndonos que fuésemos para que abusaran de nosotros, y otras palabras de gran vituperio.

Y como los españoles tengan por costumbre obrar con las manos y callar con sus bocas, en la segunda vigilia de la noche, nos concertamos cuarenta mancebos. Tomando nuestras rodelas y espadas, y con licencia del adelantado, fuimos a ganar la altura, dejando dicho que, al clarear el nuevo día, algunos de a caballo fueran a cubrirnos las espaldas. Dispuestos de esta manera, caminamos cuesta arriba hacia la colina donde los indígenas hacían ruido.

Como aquellos cobardes temían sobremanera los golpes de las espadas que con fuertes brazos los españoles descargaban sobre sus desnudos cuerpos y a los colmillos de los perros, tenían sus vigías y centinelas no muy lejos del real de los cristianos. Al sentirnos subir por la cuesta, dieron la alarma con grandes voces. Aunque la fuerza y poder de los bárbaros estaba en la cumbre del collado, al oír las voces y entender que sus crueles enemigos estábamos tan cerca, huyeron a pesar de ser más de tres mil frente a nuestros cuarenta hombres”.

II

Hubiera deseado que tras estas reflexiones sobre el carácter y la valía de Cieza como historiador, pudiera proporcionar una amplia gama de detalles sobre su vida y personalidad. Lamentablemente, el primer cronista del Perú, y posiblemente de las Indias, comparte la misma situación que la mayoría de las figuras literarias destacadas del siglo XVI: se le conoce únicamente a través de sus escritos, y lo que sabemos de él se limita a lo que él mismo quiso comunicarnos o mencionó incidentalmente en sus obras. Por tanto, a pesar de mis esfuerzos por iluminar con numerosos documentos la época de su vida en América, este breve bosquejo biográfico se basará principalmente en lo que ya está impreso en la Crónica del Perú, junto con algunas adiciones de la segunda y tercera parte del cuarto libro, así como algunos datos adicionales que he podido recopilar por mi cuenta. También se incluirán algunas correcciones indispensables a las obras de don Nicolás Antonio, Fermín Arana de Valflora, Fernando Díaz de Valderrama, Prescott, Vedia y Markham.

La primera corrección, o más adecuadamente, la reparación de un olvido incomprehensible, se refiere a la patria de Cieza. Nicolás Antonio nos dice que era "Sevilla por naturaleza, o simplemente por vecindad o residencia". Arana de Valflora y Vedia, quienes siguen al famoso bibliógrafo, repiten esta información en términos similares. Curiosamente, Markham, sin una razón clara —a menos que sea una interpretación libre de la duda de Nicolás Antonio—, declara en la portada de su elegante y cuidada edición: "Pedro de Cieza de León, natural de Sevilla". Sin embargo, Herrera, o más precisamente Cieza mismo, menciona en dos ocasiones su verdadera patria, que es Llerena. Por lo tanto, la próspera y generosa Extremadura no solo ha dado a luz a los conquistadores del Perú, sino también al autor que supo narrar las heroicas hazañas que allí ocurrieron.

La determinación del año de nacimiento de Cieza y su partida de España hacia las Indias no pueden realizarse con la misma seguridad que afirma don Enrique de Vedia. Aunque al final de la primera parte de su obra, Cieza declara que la terminó "originalmente en Lima a 8 de Setiembre de 1550, siendo de edad de 32 años, habiendo gastado los 17 de ellos en aquellas Indias", también afirma en el "Proemio al lector" que salió de España a una edad tan temprana que casi no había cumplido 13 años completos, y que pasó más de 17 años en las Indias del Mar Océano. Esto no concuerda con la primera afirmación, ya que, si tenía 32 años en 1550, tendría que haber tenido 15 años completos al partir hacia las Indias, no 13 escasos como se indica. Por lo tanto, habría nacido en 1518 y llegado a las Indias en 1533, no en 1519 y 1531 respectivamente, como afirma don Enrique de Vedia.

Además, en el capítulo XCIV de la primera parte de su obra, Cieza menciona: "Estas cosas [refiriéndose a la riqueza de los antiguos templos peruanos] no dejo yo de pensar que son así, cuando me acuerdo de las piezas tan ricas que se vieron en Sevilla, llevadas de Cajamarca, a donde se juntó el tesoro que Atahualpa prometió a los españoles, sacado lo más del Cusco". Dado que estas piezas fueron vistas en Sevilla a principios de enero de 1534, sería improbable que Cieza las recordara si hubiera partido a las Indias en 1531, como afirma Markham, en 1532 en la flotilla de don Pedro de Heredia, o en 1533, como se deduce de los datos consignados por Cieza al final de la primera parte de su obra. Esta contradicción en sus palabras sugiere que se debe dar preferencia al último de los tres asertos mencionados: el año de su llegada al Nuevo Mundo. Esta elección se basa en un caso concreto del cual no hay duda, a diferencia de las edades y fechas que son más susceptibles de ser olvidadas, como se observa en muchos historiadores del siglo XVI, incluido Cieza mismo. Además, ninguno de los lances o aventuras personales que Cieza recuerda en su crónica se refiere a tiempos anteriores a 1535, lo que respalda esta elección como la más fiable.

Aceptando únicamente la referencia al tesoro de Cajamarca, es cierto que se vuelve imposible determinar el año exacto del nacimiento de Cieza. Sin embargo, basándonos en este indicio, podemos afirmar que probablemente llegó al Nuevo Mundo entre enero de 1534 y 1535.

Es altamente probable que Cieza se embarcara en Sanlúcar de Barrameda, el puerto desde donde partían todas las expediciones hacia las Indias organizadas en Sevilla. Su primera llegada al continente americano probablemente fue a Nueva Lombardía o Cartagena de Tierra Firme, ya que menciona los primeros incidentes de su vida de aventurero en esa región. Si aceptamos esta deducción y consideramos su estancia en el Cenú alrededor del año 1535, cuando el descubrimiento de las ricas sepulturas estaba en su apogeo, podríamos suponer que Cieza partió de Sevilla hacia Cartagena en las naos de Rodrigo Durán, que llegaban a ese puerto a fines de octubre o principios de noviembre de 1534.

En esa época, Pedro de Heredia gobernaba Nueva Lombardía y había solicitado al Emperador refuerzos para poblar la región, ya que había conquistado gran parte del territorio con menos de cien hombres y cuarenta caballos. Heredia estableció definitivamente la capital de la gobernación en Calamar (hoy Cartagena) el primero de junio de 1533. Cuando Juan Velázquez y Rodrigo Durán se trasladaron de Sevilla a Cartagena, con los cargos de veedor y contador respectivamente, se les otorgó permiso para reclutar gente en apoyo a Heredia.

En dicha ciudad, Velázquez alistó a doscientos cincuenta hombres y se embarcó con ellos en dos galeones. Partieron de Sanlúcar entre junio y agosto de 1534, y el 29 de septiembre llegaron a Santo Domingo de La Española. Desde allí, Velázquez escribió al Emperador el 18 de octubre, informándole sobre su llegada junto con Durán a la isla, con ciento cincuenta expedicionarios en el galeón grande, mientras que el pequeño con el resto se había separado de ellos en medio del golfo y no habían tenido más noticias de él. Expresaron su urgencia por llegar a Heredia y las grandes expectativas sobre Cartagena, que prometía ser otro Perú. Finalmente, anunciaron que partirían hacia allá en cuatro o cinco días. No se sabe si partieron de Santo Domingo el 24 o 25 de octubre, como habían prometido, solo con los ciento cincuenta del galeón grande, o si esperaron para reunirse con los otros cien que aún no habían llegado. Sin embargo, se registra que el 15 de diciembre, reunidos en capítulo en Cartagena, el gobernador, el alcalde Alonso de Cáceres, el tesorero Alonso de Saavedra, el contador Durán, el escribano Juan de Peñalosa y Juan Ramírez de Robles, votaron a favor de sacar el oro del arca de Su Majestad para pagar a la gente que el contador había traído de España.

Mientras Heredia escribía a Carlos V solicitando soldados y Durán los reclutaba en Sevilla, ocurrió el descubrimiento de los famosos entierros del Cenú, uno de los tesoros más ricos y extraordinarios que las Indias ofrecieron a sus conquistadores. Al llegar a Cartagena los doscientos cincuenta chapetones andaluces y ver las joyas de oro que se enviaban desde allí, confirmando las fabulosas noticias que habían escuchado en su tierra natal, muchos de ellos, como don Juan y don Martín de Guzmán, Giraldo y Lorenzo Estopiñán, Juan de Sandoval, Peralta de Peñalosa y otros cuyos nombres luego resonarían en las revueltas del Perú, impulsados por la codicia y sin poder resistir su impaciencia, pidieron permiso para dirigirse al Cenú. Antes de que terminara el año 1534, ya se encontraban en ese lugar.

Otros, más calmados o menos ambiciosos, como Pedro de Cieza si es que realmente formaba parte de la expedición de Durán, se quedaron en Cartagena con el gobernador, esperando una oportunidad mejor para trasladarse junto a las sepulturas auríferas. Dado el renombre que tenían en las historias de Tierra Firme y siendo un lugar descrito por nuestro cronista, donde posiblemente hizo su primera expedición en América, merece algunas palabras aquí.

“El extenso territorio del Cenú o Cenúa, situado en medio de la gobernación de Cartagena, estaba compuesto por tres regiones: la del Pancenú, que se encontraba en las sierras de Abreva y se extendía hasta el río Cauca; la de Cenufana, que correspondía aproximadamente a la provincia que luego se conocería como Zaragoza; y la de Fincenú, a orillas del río Cenú y al norte de Abreva. En las tres regiones abundaban las necrópolis indígenas, pero ninguna como la de Fincenú, cuya principal población, así como sus alrededores, eran considerados sagrados para los cenúes y varias otras naciones cercanas. Estaba ubicada en la margen derecha del río, a unas treinta leguas del mar, en campos llanos y espaciosos rodeados de densas montañas. En el centro de la llanura se erguía una casa de unos doscientos pies de largo y no muy ancha, con puertas orientadas hacia el este y el oeste. Dentro de ella se encontraban dos ídolos, tan grandes como hombres adultos, esculpidos con habilidad, ante los cuales los indígenas practicaban sus rituales y supersticiones, y ofrecían oro en forma de diversas joyas. Todos los habitantes de esas provincias creían firmemente que enterrando sus cuerpos en un triángulo de una legua de radio alrededor de aquel lugar, sus almas encontrarían un destino feliz. Por eso, había tumbas planas pero profundas, y otras construidas como pequeñas colinas”.

Este método de enterrar a sus señores y personas importantes no era exclusivo de los pueblos cenúes; muchos otros lo practicaban, como señala Cieza más adelante, y ya lo había mencionado al hablar de las huacas o tumbas de los yungas en la primera parte de su Crónica. Sin embargo, en ningún otro país de América los españoles encontraron tantas tumbas reunidas ni con tanto tesoro en su interior. Según Castellanos, se llegaron a extraer quintales de oro en forma de piezas de diversas figuras y de todo tipo de animales, tanto acuáticos como terrestres, aves e incluso los más pequeños y de menor valor.

“Había dardos rodeados de oro, con puntas grandes y pequeñas, todos forrados en láminas de oro. También se encontraban tambores muy grandes y cascabeles finos entrelazados, así como flautas, una variedad de vasijas y representaciones de moscas, arañas y otras criaturas. El caudal de oro descubierto en estas tumbas era verdaderamente impresionante, y testimonio de la riqueza y la sofisticación de estas antiguas culturas americanas”.

La fama de las provincias del Cenú se remonta a los primeros años del descubrimiento de Tierra Firme. Pedrarias Dávila, gobernador de Castilla del Oro, intrigado por la abundancia de este metal en la región, envió a dos o tres capitanes para conquistarla. Uno de ellos, Francisco Becerra, con los ciento cincuenta hombres bajo su mando, se convirtió en presa de los caribes; según Cieza, la mayoría enfermó de cámaras y falleció debido a la sobreabundancia de carne española. Este desastre disuadió futuras incursiones en una tierra tan bien defendida, pero aumentó su prestigio y, por ende, su atractivo para los aventureros.

Motivado no solo por la codicia, sino también por la obligación de convertir a los bárbaros naturales en buenos cristianos y súbditos leales de los reyes de Castilla, Heredia emprendió una expedición al Pancenú el 9 de enero de 1534. Con ciento cincuenta jinetes y la misma cantidad de peones, se dirigieron hacia esta región donde se decía que se encontraban las minas de oro más ricas de la gobernación. Durante la marcha, al pasar por el pueblo de Fincenú, descubrieron un lujoso templo pagano, que les proporcionó una ganancia de treinta mil pesos. Además, tuvieron noticias de las riquezas enterradas en los alrededores, al abrir una tumba que contenía utensilios y joyas valoradas en diecisiete mil pesos.

A pesar de estas riquezas y de las súplicas de los soldados, Heredia decidió no establecer una población allí, ni en la ida ni en la vuelta, tras dos meses de travesía a través de las montañas de Abreva. Durante este tiempo, enfrentaron desafíos como la lluvia, los huracanes, el hambre y la muerte. Surgieron sospechas en el ejército de que Heredia evitaba poblar en Fincenú porque quería apropiarse del tesoro solo con sus criados y esclavos, sin testigos. Aunque estas sospechas no se materializaron de esa manera, causaron a Heredia grandes problemas y amarguras.

De vuelta en Cartagena, Heredia se reunió con su hermano mayor, don Alonso, a quien había llamado desde Guatemala, donde vivía una vida acomodada y respetable. Lo designó como su teniente general, confiando más en su consejo y experiencia que en los suyos propios. Le encomendó la difícil empresa de la entrada a Pancenú, poniéndolo al mando de unos ciento treinta soldados de infantería y veinte de caballería, con Francisco César, un valeroso cordobés, como su segundo al mando, quien había servido con lealtad y diligencia en el cargo asignado a su hermano.

Don Alonso partió en julio de 1534 y se encontró con los mismos obstáculos en las sierras de Abreva que había enfrentado el gobernador. Decidió retirarse a Fincenú para pasar el invierno. Para aliviar la escasez de alimentos en el pueblo, envió a César con algunos hombres a explorar las áreas entre el Cenú y la costa. Mientras tanto, él se dedicó al registro de las famosas sepulturas, de las cuales pronto obtuvo grandes beneficios en forma de ricas piezas de oro.

En ese momento, Duran llegó a Cartagena con su flotilla y poco después, como se mencionó anteriormente, algunos de los recién llegados se unieron a don Alonso. Este refuerzo, junto con la llegada del verano, lo animó a emprender nuevamente la difícil expedición a Pancenú a principios de diciembre. Dejó a Garci Ávila del Rey, también conocido como de Villarey, como su teniente en Fincenú, y a Juan de Villoria, natural de Ocaña, como contador.

Tan pronto como Heredia se enteró de la partida de su hermano, decidió dirigirse a Fincenú con alrededor de quinientos hombres, incluyendo ciento ochenta caballos, y llevando consigo un buen suministro de herramientas como azadones, picos y barretas, necesarias para la excavación de las sepulturas. Consciente del número y la riqueza de las tumbas, y liberado de la tarea de buscar personalmente en el remoto Pancenú y de expandir más allá de las sierras orientales los límites de su gobernación, que hasta entonces se limitaba a la zona costera, tenía la intención de llevar a cabo una gran explotación del cementerio indígena y fundar un pueblo junto a él en condiciones que lo hicieran próspero y concurrido en poco tiempo.

Dado que el descubierto a principios de ese año no cumplía con las condiciones deseadas, se embarcó con su gente en cinco naves y navegó siguiendo la costa en busca del río Cenú, donde finalmente desembarcaron en la bahía que hoy se conoce como Cipata, cerca de la desembocadura del río. Después de enviar rápidamente en auxilio de su hermano a unos cien hombres liderados por Alonso de Cáceres, comenzó a explorar el río, avanzando por su margen derecha hasta llegar muy cerca de las sepulturas después de diez días de ardua travesía con sus hombres exhaustos.

Aunque don Alonso dirigió con más acierto su segunda jornada hacia Pancenú, ya que, según Castellanos, después de innumerables dificultades, acampó en las orillas del río Cauca, en este punto se vio privado de alimentos y desanimado junto con su gente. Sin encontrar los tan esperados yacimientos de oro ni una senda para las bestias en esas montañas desoladas y agrestes, y con la hueste diezmada y debilitada por el hambre, dio la vuelta en dirección a Tococona o Pueblo Nuevo, que había sido descubierto en su marcha de ida, donde se encontró con los hombres de Alonso de Cáceres. Una vez reunidos, continuaron la triste retirada hacia el campamento de don Pedro de Heredia.

Viendo que ni los caminos ni el oro parecían existir en esos extremos de su gobernación, don Pedro de Heredia renunció a la empresa en Abreva y decidió concentrarse en el asunto más urgente. Sin embargo, las pobres tierras del Cenú y los montes cercanos no eran suficientes para alimentar a los ochocientos soldados allí reunidos, junto con sus esclavos y sirvientes, la mayoría de los cuales estaban enfermos o exhaustos. Por lo tanto, el gobernador determinó dividir a la gente en tres cuerpos de ejército. Uno, liderado por Alonso de Cáceres, debía permanecer en las orillas del Nuevo Guadalquivir o Magdalena, cuya fertilidad y clima suave ya eran conocidos. Otro grupo, de doscientos hombres y algunos caballos bajo el mando de don Alonso, debía dirigirse a las desembocaduras del Cenú para esperar tres navíos de Cartagena que los llevarían al golfo de Urabá, al sur de Nueva Lombardía, donde era necesario establecer una colonia para resolver disputas fronterizas con el gobernador de Castilla de Oro. Don Pedro permanecería en Fincenú con el resto de la gente.

Ambas expediciones partieron hacia su destino, aunque no sin lamentos y protestas de aquellos que las integraban. Estos soldados, cuya piel apenas cubría sus huesos, preferían arriesgarse a abrir sus propias tumbas buscando oro, en lugar de comer y recuperarse en otro lugar. Solo don Pedro, a sus anchas, procedió rápidamente a desmantelar los montículos auríferos, distribuyendo a la gente en compañías o cuadrillas para facilitar los trabajos y aumentar sus ganancias. La mitad de estas ganancias, después de descontar los impuestos reales, se repartía entre quienes buscaban, encontraban y extraían el oro, mientras que la otra mitad se destinaba a un fondo común para alimentos, pago de herramientas, etc. El gobernador participaba personalmente en todas estas actividades, ya sea directamente o a través de sus familiares, criados o esclavos. Además, designó a un tesorero y un contador para gestionar estos fondos, siendo el primero el encargado de recibir y devolver el oro marcado. En poco tiempo, el cementerio del Cenú quedó desmantelado, y sus sarcófagos se convirtieron en montones de tierra mezclada con harapos y restos de momias despojadas de sus ricos ornamentos. Los huesos y cráneos yacían esparcidos por el suelo, recordando la diferencia con el pasado, cuando estos túmulos se alzaban como tiendas funerarias en la llanura, y los cuerpos, aunque bajo la protección del Diablo, descansaban en paz, esperando, a su manera, la resurrección de la carne.

El pueblo de Fincenú, al convertirse en el depositario de los valiosos despojos, cambió su nombre indígena por el de Villa Rica de Madrid, pero su traza y aspecto apenas cambiaron para el bautizo. Para los años 1537, sus habitantes aún residían en chozas donde apenas podían entrar o permanecer cómodamente, y en una de ellas se celebraba la misa con gran incomodidad debido al humo y al mal olor, incluso por la presencia de murciélagos. El oro solo se alojó en los tugurios de la Villa Rica durante unos pocos meses; pasó de allí a la cámara de don Pedro, a manos de los pocos afortunados entre los cientos de buscadores, o a manos de mercaderes que, con la autorización del gobernador, comerciaban en la zona vendiendo productos a precios exorbitantes.

No creo que Cieza estuviera entre los afortunados, sino más bien entre los cientos de buscadores que fueron al Cenú con la esperanza de mejorar su situación, pero que no tuvieron éxito. Estos últimos regresaron a España, mientras que él se encontraba al año siguiente, en 1536, en San Sebastián de Buenavista.

Desconozco los motivos y la fecha exacta en que el futuro cronista se trasladó desde el próspero Cenú a la ciudad fronteriza de Urabá. Sin embargo, supongo que un joven sin otros medios de fortuna que su espada y su valor no viajaría por capricho, sino que buscaría la manera de destacar y prosperar con sus habilidades.

La ocasión más propicia para los fines de Cieza podría haber sido durante la campaña de conquista del territorio de Catarrapa y la fundación del pueblo de Santiago de Tolú, liderada por don Alonso de Heredia. Durante esta campaña, los indígenas catarrapas mostraron tenacidad y valor, lo que resultó en una breve pero sangrienta y trabajosa confrontación. Esta situación aumentó la animosidad entre la población española, que ya estaba descontenta por haber sido separada del Cenú.

A principios de abril de 1535, antes de partir hacia su destino, varios soldados se amotinaron, abandonando a su líder y protestando por los agravios y violencias del gobernador. Una de las figuras más prominentes en este levantamiento fue el capitán Francisco César, quien, resentido con los Heredia, se separó de la flotilla y desembarcó en Tierra Firme. En la ciudad de Acla, el 9 de ese mismo mes, se abrió una investigación formal contra don Pedro, a instancias de don Martín de Guzmán y otros cincuenta y tres quejosos, entre los cuales se encontraba el famoso Lope de Aguirre, entonces un joven de 24 años.

El acto de deserción, aunque menguó considerablemente su pequeña flota, no detuvo a don Alonso, quien, al llegar a Urabá, rápidamente eligió el pintoresco lugar donde luego establecería el pueblo de San Sebastián de Buena Vista. Sin embargo, los desertores, en busca de venganza, se aliaron con Julián Gutiérrez, teniente de Francisco Barrionuevo, gobernador en ese momento de Tierra Firme o Castilla de Oro. Barrionuevo se consideraba con autoridad sobre todo el golfo del Darién y había encomendado a Gutiérrez, un hombre influyente entre los indígenas urabaés por estar casado con un pariente del principal cacique, resistir las invasiones del gobernador de Cartagena.

Esta alianza vengativa fue tan efectiva que don Alonso, a pesar de haber rechazado con firmeza una solicitud formal de los de Acla para que abandonara su asentamiento, temía las represalias de sus antiguos camaradas, la mayoría de los cuales eran hombres experimentados, conocedores de la región y exacerbados por recientes desavenencias. Por tanto, envió rápidamente un mensajero en busca de ayuda a su hermano Pedro. Este, consciente del grave peligro que enfrentaban sus tropas y su reputación, reunió rápidamente refuerzos de Cartagena y del Cenú, y con ellos formó un ejército competente.

Con esta fuerza combinada, don Pedro se enfrentó a los opositores, los derrotó con astucia y fuerza militar, y capturó a Gutiérrez, su esposa, César, Guzmán y otros líderes del motín.

Es cierto que otra de las expediciones que podría haber motivado el traslado de Pedro de Cieza desde Villa Rica de Madrid al pueblo de Urabá es la conocida como la expedición de Dabaibe, emprendida por don Pedro de Heredia a fines de 1535 o principios de 1536. Esta expedición se adentró aguas arriba del río Darién o Chocó, a través de densas selvas pobladas de murciélagos vampiros, pero solo logró descubrir una tribu miserable de indios arborícolas, cuyas viviendas evocaban la morada del nshiego-mbuvé, un mono troglodita (Troglodytes calvus).

Sin embargo, el cacique Dabaibe, considerado como un soberano fabuloso e inmensamente rico, había sido famoso en Tierra Firme desde los tiempos de Pedrarias, al igual que El Dorado en Quito, Popayán y Bogotá. Su misterioso reino se desvanecía ante aquellos que iban a descubrirlo, de la misma manera que los lagos ficticios que crea el espejismo en los desiertos africanos desaparecen al acercarse el viajero sediento a sus orillas. Se cuenta que el factor de Castilla del Oro, Juan de Tavira, gastó 40.000 pesos en una armada para remontar el río, pero esta expedición se perdió después de recorrer muchas leguas, con la muerte del factor y otros destacados capitanes, debido a la ferocidad de los nativos ribereños.

Cuando el gobernador de Cartagena realizó su expedición, el cacique Dabaibe era en realidad una mujer, y se decía que era objeto de devoción para los indios. Se contaba que era una antigua cacica llamada Dabaiba, y que cuando tronaba, era señal de que estaba enojada. Se decía también que tenía un tigre guardián en su casa, y que cada luna le ofrecían una doncella como sacrificio.

Si Pedro de Cieza hubiera participado en esta famosa expedición con don Pedro, es probable que lo hubiera recordado al describir las provincias de Cartagena y sus alrededores en su Crónica, tal como recuerda otros eventos similares de menor importancia.

La vida de Pedro de Cieza en América se hace más fácil de rastrear a partir de los años de 1536, cuando estuvo en Buena Vista. En su crónica, menciona su participación en la expedición al Urute junto al capitán Alonso de Cáceres, donde enfrentaron numerosas dificultades y sufrimientos.

La información reunida en Acla a solicitud de don Martín de Guzmán, las quejas del tesorero Alonso de Saavedra, las reclamaciones de los conquistadores y vecinos de Cartagena, y un incidente escandaloso protagonizado por nueve caballeros madrileños recién llegados de España, fueron algunas de las razones que llevaron a la Audiencia de la Española a designar al fiscal licenciado Dorantes como juez de residencia del gobernador.

Sin embargo, debido a la muerte del fiscal y su séquito en la desembocadura del Río Grande de la Magdalena, la Audiencia encomendó la misma tarea al oidor licenciado Juan de Vadillo. Aunque Vadillo y Pedro de Heredia aparentaban ser amigos, se rumoreaba que Vadillo albergaba resentimiento hacia Heredia por la muerte en circunstancias difíciles de dos de sus sobrinos durante las primeras conquistas de Nueva Lombardía.

Cuando Vadillo llegó a Cartagena en febrero de 1536, llevó a cabo acciones drásticas contra Heredia y sus asociados. Confiscó los bienes del gobernador, encarceló a sus amigos que ocupaban cargos públicos, sometió a tortura a sus esclavos y criados, y puso bajo custodia a don Alonso de Heredia, quien quedó lisiado de por vida como resultado de su encarcelamiento. Vadillo incluso intentó someter a Pedro de Heredia a tortura para revelar el paradero del oro de las sepulturas, del cual se había encontrado solo una fracción. Cuando Heredia regresó de la expedición al Dabaibe, también fue encarcelado bajo la custodia de Pedro de Peñalosa.

Mientras los procesos continuaban, aunque no con el rigor que él hubiera deseado, Juan de Vadillo, quien además de juez de residencia también ejercía como gobernador durante ese período, se trasladó al Cenú. Allí, según la fama, cometió los mismos excesos que estaba castigando. Organizó varias expediciones para capturar esclavos, a quienes luego enviaba a sus haciendas en Santo Domingo. También planeaba continuar las expediciones infructuosas iniciadas por Pedro y su hermano en busca de los veneros de oro en las montañas donde nacen los ríos Atrato, Cauca y Magdalena, así como emprender nuevas exploraciones en esa dirección. Para liderar estas expediciones, confió en los capitanes que estaban más descontentos con su antiguo líder.

A César se le asignó la expedición al Guaca. Salió el 21 de agosto de 1536 con un contingente de 40 peones, 80 jinetes y 50 caballos. Alonso López de Ayala, teniente de Vadillo en Urabá, navegó por el río Atrato en cuatro barcos para encontrarse con la Dabaiba. La expedición al Urute fue encargada a Alonso de Cáceres, líder de uno de los ejércitos despedidos del Cenú por Pedro de Heredia. Heredia, posteriormente, despojó a Cáceres de unos cinco mil pesos, ganados o saqueados durante su difícil regreso a Cartagena en mayo de 1536.

El cacique Urute era un gobernante poderoso, cuyos dominios se extendían entre los ríos Cauca y Magdalena, desde Guamocó hasta Mompox, y posiblemente más hacia el oriente, desde la Sierra de la Nueva Pamplona hasta la de las Palmas. Cáceres ya tenía noticias de él cuando socorrió a don Alonso de Heredia hasta Tococona o Pueblo Nuevo. Los indios que le dieron estas noticias se ofrecieron a guiarlo a la corte de Urute con los soldados que quisiera llevar. Aunque no pudo aprovechar esta oferta en ese momento, más tarde, su enemistad con el gobernador lo hizo inelegible para ocupar cualquier cargo de confianza. Sin embargo, esta misma enemistad se convirtió en un mérito para Juan de Vadillo, quien valoraba la pericia de Alonso de Cáceres y su conocimiento del Urute. Por esta razón, Vadillo decidió elegirlo para liderar la conquista de ese territorio.

En su expedición, liderando cien peones de calidad, treinta jinetes y veinte macheteros para abrir camino, y llevando ciento veinte caballos de reserva para cargar armas y equipo de los peones, partieron de Cartagena el 24 de octubre de 1536 en dirección al pueblo de Cenú. Las municiones iban en seis bergantines por mar y luego por el río hasta el pueblo. Sin embargo, un diluvio repentino que casi destruye Cartagena los obligó a regresar a la ciudad el 11 de noviembre. Volvieron a salir el 13, todos embarcados, y llegaron a las bocas del Cenú. Desde allí, la gente viajó por tierra y los seis bergantines por el río, llegando a Fincenú el 20 de diciembre, tras reformarse y reabastecerse.

El sábado 23 de diciembre, con mejores condiciones climáticas al ser el inicio del verano en esa región, partieron llenos de esperanza debido a las increíbles noticias proporcionadas por un cacique local. Este aseguraba que las riquezas de Urute estaban a solo doce jornadas de distancia a través de un despoblado, y que al final del viaje encontrarían grandes pueblos, especialmente uno con casas cuyos postes estaban forrados de oro. Con el cacique como guía y algunos de sus indígenas, así como otros que afirmaban ser vasallos de Urute, viajaron hacia el este durante las doce jornadas y más, atravesando selvas y pantanos impenetrables.

Como era de esperar, los guías mentirosos los llevaron al error, y la hueste española, agotada de alimentos y fatigada, terminó en la ribera izquierda del brazo de San Jorge, un afluente del río Cauca que corre a unas veinte leguas de la costa. En lugar de los palacios de Urute, encontraron solo una pequeña y miserable ranchería de pescadores indígenas.

Después de intentar cruzar el caudaloso brazo de San Jorge en varios puntos sin éxito, emprendieron el regreso a fines de marzo de 1537 en dirección a Fincenú, donde Vadillo los esperaba con provisiones y ayuda. Afortunadamente, ningún español murió durante la expedición; solo perdieron veintiocho caballos.

Recuperado apenas de la infructuosa incursión al Urute, nuestro aventurero comenzó a prepararse para la segunda y verdaderamente memorable expedición al Guaca, dirigida en persona por el juez Vadillo.

Inicialmente, el juez no había planeado liderar esta expedición. Sin embargo, el capitán Francisco César regresó de su exploración con noticias que sugerían la existencia de un país prometedor más allá de la sierra, habitado por nativos bien vestidos, ricos y cultos. Estas noticias eran más que suficientes para que Vadillo se sintiera tentado a tomar parte en la expedición. Sin embargo, al recibir noticias de la Corte de que el licenciado Juan de Santa Cruz estaba siendo enviado a Cartagena para realizar una función similar a la suya con respecto a Heredia, Vadillo cambió de opinión. A pesar de su edad y condición física, y sin estar acostumbrado a las tareas de exploración y conquista, Vadillo decidió asumir el liderazgo de la expedición. Calculó que mientras estuviera ocupado en esta empresa, evitaría la residencia, y si tuviera éxito, le serviría como justificación de cualquier error que hubiera cometido como gobernador y juez. Por lo tanto, se dispuso a tomar el mando de la expedición, confiando en el mismo capitán que había abierto con valentía el difícil camino hacia la Guaca.

El juicio histórico sobre el oidor Vadillo debe ser justo y equilibrado. Durante su jornada de doscientas leguas por una de las regiones más hostiles del continente americano, enfrentándose a montañas escarpadas, ríos caudalosos y poblaciones indígenas diversas y a menudo hostiles, Vadillo demostró ser todo lo contrario de lo que se le había acusado. A pesar de su pasado como verdugo de Alonso de Heredia y de las acusaciones de parcialidad y prevaricación, durante la expedición se mostró generoso con todos, como un padre para sus soldados y un hermano para sus capitanes. Fue valiente, prudente y justo, sosteniendo el ánimo de toda la hueste en momentos difíciles y peligrosos.

Este tipo de comportamiento no es único en la historia de la conquista española. La capacidad de los conquistadores para mostrar virtud y nobleza en medio de circunstancias difíciles parece ser un rasgo distintivo de la raza española en aquel momento histórico. A pesar de las condiciones adversas, su voluntad era poderosa y directa, ya sea para alcanzar grandes logros o para cometer acciones despreciables.

En ese momento histórico, la virtud suprema era tener el coraje y la fuerza para perseguir sus deseos. Las cualidades humanas, ya sean la generosidad o la codicia, la mansedumbre o la ferocidad, la gratitud o la ingratitud, la caridad o el egoísmo, la ira o la continencia, la malicia o la bondad, eran todas instrumentos flexibles de la voluntad, y obedecían a su llamado según la situación. Por lo tanto, juzgar a estos hombres únicamente por sus errores sería injusto, al igual que ensalzarlos exclusivamente por sus virtudes. Lo importante es evaluar si lograron lo que se propusieron y si sus objetivos estaban en línea con las mayores empresas de la humanidad.

En última instancia, aquellos que pudieron mantenerse virtuosos en medio de los desafíos de la vida merecen nuestra admiración y nuestro respeto.

La expedición de Juan de Vadillo al Guaca, también conocida como a las Sabanas o a las montañas de Abibe, fue la más grande y mejor organizada de todas las realizadas en las Indias hasta esa fecha. Los preparativos comenzaron en octubre de 1537, cuando tres barcos partieron de Cartagena hacia San Sebastián de Buena Vista, seguidos por el juez Vadillo el 19 de noviembre con un bergantín y una fusta. Para Navidad de 1537, Vadillo había reunido en aquel pueblo hasta doscientos españoles, además de numerosos negros e indios de servicio y quinientos doce caballos, junto con un gran arsenal y provisiones tanto para la guerra como para el camino y la minería. También llevaron consigo objetos sagrados y hasta moldes de hierro para hostias, para cumplir con los preceptos religiosos durante la expedición.

Dada la dificultad del terreno y la escasez de recursos en la región por la que iba a pasar la hueste, cada soldado a caballo llevaba tres caballos: uno para montar, otro para el equipaje y otro de repuesto para la batalla. Además, cada jinete contaba con un mozo y un negro para el cuidado de las bestias, mientras que los peones llevaban machetes para abrir camino en el bosque y limpiar la maleza. Cada par de peones se ayudaba con un caballo que cargaba comida y calzado para ambos.

Una vez que el ejército estuvo listo para partir, Vadillo designó los principales cargos de la siguiente manera: Francisco César fue nombrado teniente general, Juan de Villoria fue designado maestre de campo, don Alonso de Montemayor ocupó el cargo de alférez mayor, y los capitanes fueron don Antonio de Ribera y el tesorero de Cartagena Alonso de Saavedra. Como guía militar, se eligió al valiente y experimentado vaquiano Pablo Hernández, y de los cuatro sacerdotes que acompañaban la expedición, Francisco de Frías fue designado vicario.

El 23 de enero de 1538, Juan de Vadillo salió de San Sebastián con una avanzada que llevaba los caballos por la costa, ya que iban sin monturas debido a los numerosos ríos en su camino. Al día siguiente, el grueso de la expedición, junto con los suministros, partió de Urabá en seis bergantines hacia el puerto formado por el río de Santa María, hoy conocido como Guacuba, cerca de la desembocadura del Dañen. Allí los esperaban los caballos, y el 25 de enero, con toda la hueste completa, abandonaron Santa María y comenzaron su marcha hacia la sierra, tomando dirección de SO. a NE.

El 16 de febrero, acamparon en las orillas del río de Caballos; el 27 llegaron al abandonado pueblo de Urabaibe; el 31 alcanzaron el río llamado de Gallo; el 2 de febrero llegaron a otro río conocido como las Guamas o cañas; el 5 de febrero se detuvieron en Cagüey, lugar que llamaron de las Monterías debido a la caza de una danta o tapir que realizaron en sus cercanías. Luego continuaron hasta la provincia de Guanchicoa o Tinya, gobernada por el cacique Autibara, donde se establecieron durante 15 días. Después intentaron acercarse a la montaña, cruzando un caudaloso río por un puente frágil de bejucos sin éxito. Probaron otro camino el 4 de marzo; el 5, miércoles de Ceniza, comenzaron a ascender la sierra por la falda llamada de Piten, y el 13 la atravesaron por los 301o de longitud oeste y 70,5 de latitud sur, más arriba del pueblo de Abibe, pasando por los dominios del cacique Nutivara.

Ya estaban en la cuenca del poderoso río Cauca, siguiéndolo erróneamente al principio creyendo que era el Atrato o el Darién. Durante todo el mes de junio, atravesaron los valles de Nori, Buy, Buriticá y Nacur. Hasta el 15 de agosto, atravesaron las comarcas de Caramanta y Aburrá, donde fallecieron el guía Hernández en el pueblo de Viara y el capitán Francisco César en un lugar llamado Corid. Desde la provincia de Aburra, entraron en las de Arma, Paucura y Ancerma o Birú, deteniéndose allí hasta diciembre de 1538, buscando las minas de Cuir-Cuir y las fuentes del río Darién. El 18 de diciembre, después de más de un año de jornada, Alonso de Saavedra, el tesorero, descubrió los alrededores de la recién fundada ciudad de Cali, donde fueron bien recibidos y agasajados por sus compatriotas por Navidad. Dejaron atrás, fallecidos en el camino, a cincuenta compañeros, gran parte del servicio y más de ochenta caballos.

El relato de la muerte de Noguerol captura la intensidad y el riesgo de la jornada de Vadillo, destacando el coraje y la determinación de los soldados españoles ante los desafíos extremos. La descripción detallada de la difícil ascensión a un peñol aparentemente inaccesible, junto con la valentía demostrada por Noguerol y sus compañeros, resalta el espíritu de sacrificio y la audacia de los conquistadores en su búsqueda de nuevas tierras y riquezas en el continente americano.

"Luego comenzó a empinarse el camino hacia un peñol de gran altitud e inaccesible, tan estrecho que apenas permitía el paso de una persona tras otra, con precipicios a ambos lados de más de 500 brazas. En la cima, se encontraba una extensa mesa, donde una gran población se había reunido con abundantes provisiones y armamento diverso. El pueblo estaba fortificado con un fuerte cercado de gruesos maderos, indicando su preparación para cualquier eventualidad frente a nuestros hombres. La dificultosa subida desconcertó a nuestra gente, hasta que el licenciado Vadillo los alentó, instándolos a enfrentar la dificultad de la fortaleza, ya que los indios habían reunido allí todos sus bienes, y que era propio de los españoles enfrentar los mayores desafíos. Vadillo se decidió a ser el primero en emprender la escalada, lo que infundió ánimo a todos, quienes se armaron con sus escudos, cascos, armas de fuego y ballestas. Con un rodelero adelante y un arcabuz o ballesta detrás, comenzaron la ascensión, con Noguerol, un joven valiente y decidido, a la cabeza."

"Juan de Orozco continuaba su marcha, seguido de cerca por Hernando de Rojas, quienes más tarde se establecerían como vecinos en la ciudad de Tunja, donde finalmente encontrarían su destino final. Tras ellos, los demás soldados seguían en fila, con los caballos preparados con algodón acolchado para la batalla. Cada recoveco del camino estaba ocupado por indígenas belicosos armados con una variedad de armas: dardos, hondas, macanas, lanzas, listos para el enfrentamiento. A pesar de la lluvia torrencial que caía sobre ellos, los soldados mantenían su valentía y determinación, sin permitir que nada los detuviera en su ascenso.

Sin embargo, conforme avanzaban, la situación se volvía cada vez más intensa. En un momento, Noguerol se vio obligado a detenerse, como si estuviera esperando a que pasara una tormenta de armas que se abatía sobre él. Trágicamente, en ese instante, una lanza atravesó su garganta, acabando con su vida de inmediato. Orozco apenas logró evitar que su cuerpo cayera por el precipicio, deteniéndolo en el último momento y ordenando a sus hombres que se detuvieran para rezar por el alma de Noguerol, según la costumbre en tales situaciones.

Enterado de la muerte de Noguerol, Vadillo aprovechó la ocasión para infundir aún más determinación en sus hombres, recordándoles que, si un Noguerol había caído, aún quedaban cientos más en el ejército, listos para continuar la lucha."

Los habitantes de Cali necesitaban refuerzos tanto como Vadillo necesitaba descanso y recursos. Por lo tanto, no resultó difícil para los lugareños persuadir a los colonos de Cartagena, la mayoría de los cuales, salvo unos pocos, decidieron no seguir obedeciendo a su valiente líder y optaron por quedarse en Cali para recuperarse y volver a intentar su suerte en las conquistas de esa región. Ni las amenazas, ni los halagos, ni las promesas lograron cambiar su firme determinación. Las amenazas carecían de poder en un territorio donde no reinaba quien las profería; los halagos... resultaban menos convincentes que los de sus nuevos compañeros; las promesas... no igualaban a las que se les habían hecho al partir de Urabá, y al final del día, cuando hacían cuentas, apenas representaban unas pocas monedas de ganancia para cada uno.

Por otro lado, cuando Vadillo decidió retroceder y guiar a su gente hacia Buriticá, con la intención de establecerse allí y explotar las valiosas minas que habían descubierto durante el viaje, Lorenzo de Aldana, quien se encontraba en Cali como teniente de gobernador en nombre de don Francisco Pizarro, se opuso rotundamente. Argumentaba que Buriticá y todas las demás provincias descubiertas caían dentro de la jurisdicción de Popayán.

Así, el desairado y abandonado líder no tuvo más opción que dejar atrás Cali y emprender una triste, aunque digna retirada. En compañía de Alonso de Saavedra, el tesorero, Juan de Villoría y unos pocos leales, mientras que los padres Frías y los demás sacerdotes optaron por quedarse, partió por tierra desde Quito hacia el puerto de San Miguel de Piura el 25 de junio de 1539. Tras numerosas dificultades, riesgos y escasez de alimentos, finalmente se embarcaron hacia Panamá, donde arribaron el 25 de julio. Desde allí, regresaron a Cartagena "para rendir cuentas ante el licenciado Santa Cruz sobre su gestión y los problemas que habían surgido en su ausencia".

Por otro lado, el Marqués don Francisco Pizarro, al enterarse de que Sebastián de Belalcázar, su teniente de gobernador en Quito, había abandonado la provincia en busca de nuevas tierras hacia el norte, en Popayán, con la intención de independizarse de su autoridad, decidió enviar en secreto a Lorenzo de Aldana con instrucciones para arrestarlo e, incluso, decapitarlo si fuera necesario, y ocupar su cargo. Sin embargo, Aldana no logró llevar a cabo la primera parte de su misión, ya que Belalcázar había zarpado rumbo a España a negociar una gobernación independiente cuando Aldana llegaba a Cali. Aprovechando esta ausencia, Aldana pudo llevar a cabo la segunda parte de su cometido con mayor facilidad.

Para asegurar que los descubrimientos de Belalcázar quedaran bajo la autoridad de Pizarro y para expandir sus dominios, se decidió fundar la villa de San Juan de Pasto. Además, se realizaron reformas en las encomiendas establecidas por su predecesor, se brindó apoyo a la ciudad de Popayán, que sufría de hambruna, y se inició la conquista y colonización de Ancerma, una región que Belalcázar había explorado de manera superficial años atrás mientras seguía el curso del río Cauca.

Aldana se vio obligado a suspender la campaña en Ancerma debido a la escasez de hombres. Sin embargo, la llegada oportuna de refuerzos a cargo de Vadillo y la desobediencia de su propia gente resolvieron este problema de manera definitiva, lo que le permitió retomar su plan de inmediato. Así, confió la expedición a Jorge Robledo, un capitán experimentado en Italia, de linaje noble y coraje indomable, dotado de una habilidad especial para ganarse el favor de los indígenas. Pronto, sus acciones lo harían famoso, aunque su trágica muerte lo sería aún más.

La reputación de Robledo atrajo a los mejores soldados cartagineses, como se llamaba a los seguidores de Vadillo debido a su origen. Alrededor de cien hombres a caballo y a pie se unieron a su bandera y partieron de Cali el 14 de febrero de 1539. Robledo lideró a sus hombres en la fundación de Santa Ana de los Caballeros (que más tarde se convertiría en la villa de Ancerma) el 15 de agosto de 1539. Participó en la reducción de las provincias circundantes de Umbra y Ocuzca, así como en el descubrimiento de los orígenes del río Darién. Cruzó el río Cauca en Irrúa el 8 de marzo de 1540 en busca de las provincias de Quimbayá, Picara, Carrapa, Pozo y Paucura, explorando de sur a norte hasta llegar a Cenufana y Buriticá, antes de regresar a Quimbayá. Fue en este lugar, a fines de septiembre de 1540, donde fundó la ciudad de Cartago.

Pocos días después de la fundación de Cartago, Robledo recibió noticias de que el adelantado don Pascual de Andagoya había llegado a Cali con el título de gobernador de esas tierras y le ordenaba que fuera a verlo y le prestara obediencia. Robledo partió para cumplir con la orden, dejando casi todo su contingente en la nueva ciudad. Sin embargo, poco después, a principios de 1541, tuvo que regresar a Ancerma para recibir a Sebastián de Belalcázar como gobernador de Popayán, formalizando este acto el 21 de abril de 1541. Hasta entonces, hubo un período de relativa calma en las operaciones militares de la expedición de Robledo. Es posible que Cieza aprovechara este tiempo de paz para dedicarse a escribir, ya que menciona al final de la primera parte de su Crónica que comenzó a escribirla en Cartago en el año 1541.

De regreso de Ancerma, el general Jorge Robledo continuó con las poblaciones y conquistas que tenía a su cargo desde el valle y provincia de Paucura, ubicado a veinte leguas al sur de Cartago. Realizaron un reconocimiento infructuoso por el valle de Arvi, seguido de exploraciones en el valle de Arma, la fértil provincia de Aburra (hoy Medellín, llamada San Bartolomé), donde descubrieron construcciones monumentales y caminos tallados en la roca, similares a los del Perú. También exploraron las regiones de Curume, Guarami y Buriticá, y finalmente los valles de Hebéjico, Ituany y Nori. Fue en el valle de Hebéjico donde, el 25 de noviembre de 1541, fundaron la ciudad de Antioquía.

Una vez establecida esta nueva población y tras asegurar la obediencia y amistad de los indígenas locales, garantizando así el suministro y el servicio para los colonos, Robledo consideró completada su misión. Sin embargo, los cartagineses, conocedores del terreno, le señalaron que un poco más al norte se encontraban el valle de Guaca y las sierras de Abibe, que pertenecían a la gobernación de Cartagena, y que ellos mismos habían explorado en años anteriores por orden de don Pedro de Heredia o en compañía del oidor Vadillo.

A pesar de ello, en lugar de regresar a Popayán o Cali para informar a su superior sobre el resultado de su expedición, como era su deber, el teniente general de Belalcázar, tentado por el ejemplo que este mismo Belalcázar acababa de dar al obtener el gobierno de las provincias descubiertas en nombre del marqués don Francisco Pizarro, desobedeció y decidió dirigirse al golfo de Darién y luego a España. Su objetivo era solicitar una gobernación independiente en las provincias que había conquistado y colonizado.

Jorge Robledo partió de Antioquía el 8 de enero de 1542 en compañía de unos treinta españoles. Ingresaron al valle de Nori a través del pueblo de Cunquiva y luego pasaron al valle de Guaca. Después de pasar algunos días estableciendo amistad con los nativos de la región, despidió a la mayoría de su escolta, quienes regresaron a Antioquía, quedándose él con solo diez o doce hombres, todos amigos leales y experimentados en los peligros de un viaje como el que estaban a punto de emprender. Uno de esos hombres era Pedro de Cieza.

Experimentaron innumerables dificultades durante el descenso de las sierras de Abibe, que en ese momento estaban aún más desiertas y desoladas que cuando César y Vadillo las habían cruzado en su ascenso. Llegaron al punto de desesperación, como lo relata el cronista de esa memorable expedición: "Y así anduvimos muchos días sin camino, a veces topando con ríos que no podíamos cruzar y otras veces con pantanos en los que nos hundíamos. Siempre abriéndonos paso, y llegó un momento en que ya no teníamos herramientas para hacerlo, pues todas las espadas y machetes se nos habían roto. Nos consumía el hambre, y temíamos más ser descubiertos por los indios, ya que no teníamos armas para defendernos, que la falta de comida. Pero el hambre nos hizo desear encontrar indios, con quienes pelearíamos, aunque fuera a dentelladas".

Una vez en las llanuras al pie de la sierra y cerca del río de las Guamas, encontraron algunos campos de maíz abandonados, luego hallaron el camino que previamente habían transitado los españoles, y finalmente se toparon con indígenas amigos que les proporcionaron guías para conducirlos hasta el mar. Siguiendo las orillas y con el agua hasta la cintura, llegaron a San Sebastián de Urabá un mes y medio después de comenzar su viaje.

En ese momento, en San Sebastián de Urabá, se encontraba Alonso de Heredia reclutando hombres para adentrarse en la tierra recién poblada por Robledo. Al enterarse del arribo del fundador de la nueva Antioquía y sus maltratados compañeros, Heredia, más sorprendido que compasivo, sin ofrecerles ayuda alguna, los detuvo, los despojó de sus pertenencias y reportó el incidente a su hermano, quien ya había regresado a su gobernación y había sido exonerado de la investigación. Don Pedro actuó con prontitud, respaldando las acciones de su hermano, ya que entendía, con razón, que la ciudad recién fundada y sus alrededores estaban bajo la jurisdicción de Cartagena. Además de respaldar la decisión, inició un proceso legal contra Robledo y lo envió a Castilla como prisionero. Aunque esto parecía un acto de severidad, en realidad, la intención detrás de su prisión era permitir que fuera llevado a donde fuera requerido.

Antes de zarpar, Robledo decidió que la Audiencia de Tierra Firme debía ser informada de todos los acontecimientos para asegurarse su apoyo mientras se resolvían sus asuntos en España. Por ello, solicitó al gobernador de Cartagena permiso para que Pedro de Cieza se trasladara a Panamá, donde representaría sus intereses ante esa entidad judicial. Concedida generosamente por Heredia, nuestro cronista partió hacia Nombre de Dios y luego a Panamá. Cumplió fielmente la misión encomendada por su amigo y luego se embarcó hacia Buenaventura, el puerto de San Sebastián de Cali, donde se encontró con un gobernador Belalcázar muy enojado con Jorge Robledo.

En ese mismo año de 1542, Cieza viajó de Cali a Cartago, donde fue testigo de las atrocidades cometidas por los tenientes de Belalcázar, Juan Cabrera y Miguel Muñoz, en Pindara y Arma. A pesar de estas crueldades, cuando los nativos de la región pudieron comparar el carácter conciliador y amable de Robledo con la dura tiranía de Belalcázar, se levantaron en rebelión, alzándose también las provincias de Carrapa, Picara, Paucura y todas las del distrito de Cartago. En ese momento, Cieza tomó partido por el adelantado y se unió a él en la interminable y brutal guerra contra los indígenas, en alianza con los caribes de Pozo. Además, aceptó la vecindad en Arma, una villa fundada por Muñoz en ese mismo año, y recibió la recompensa por sus servicios en la encomienda del cacique Aopirama y otro señor local.

Mientras tanto, entre los años 1543 y 1545, surgieron las discordias civiles en el Perú, desencadenadas por las nuevas leyes, fruto del celo de un hombre excelente, un gran apóstol pero un pésimo estadista. Estas leyes, junto con el rigor y la imprudencia con los que el virrey Blasco Núñez las ejecutaba en la Nueva Castilla, fueron el caldo de cultivo para el conflicto. Blasco Núñez fue arrestado por la Audiencia de Los Reyes, enviado a España bajo custodia de uno de los oidores, pero luego fue puesto en libertad. Desembarcó en Tumbes a mediados de octubre de 1544, huyó a Quito, donde se reagrupó y salió victorioso en Chinchichara, pero finalmente fue derrotado en Piura y perseguido por Gonzalo Pizarro hasta los confines de Popayán. En su desesperación, acudió a Belalcázar en tres ocasiones, mendigando ayuda militar para restablecer su prestigio y castigar a los rebeldes peruanos.

En la primera ocasión, el receloso adelantado respondió con excusas, temiendo represalias por parte de los partidarios de Pizarro. En la segunda, dio permiso a quienes quisieran servir al virrey. En la tercera, ante la oferta de oro, esmeraldas y promesas de que el rey confirmaría sus derechos sobre las tierras pobladas por Robledo, Belalcázar decidió tomar partido por Blasco Núñez y ofrecerle su apoyo personal.

Cieza tuvo la intención de acompañar a Belalcázar y se preparó para ello. Sin embargo, recibió cartas de Robledo anunciándole que regresaba de España nombrado mariscal de Antioquía. Robledo le pidió que le proveyera algunas cosas que necesitaría al llegar a Popayán, ya que regresaba con esposa, casa y la obligación de honrarse según su nuevo rango y estado. Priorizando el servicio a su antiguo capitán y amigo sobre el del rey (aunque aún no había escrito las notables frases que se mencionan en el prólogo), Cieza se dirigió a Cali, creyendo que Robledo desembarcaría en Buenaventura. Sin embargo, Robledo llegó solo a Nombre de Dios, dejando a su esposa y casa en La Española, y luego se dirigió a Cartagena al enterarse de que Panamá estaba en manos de los partidarios de Pizarro. Al saber esto, Cieza regresó a Cartago para encontrarse con él. Esto ocurrió en diciembre de 1545. Mientras tanto, Sebastián de Belalcázar y su teniente, Juan Cabrera, se dirigieron a la expedición que culminó en el campo de Iñaquito, donde murió el obstinado Blasco Núñez y muchos de sus seguidores.

El mariscal Robledo, tal vez, solo deseaba restablecer y hacer prosperar su provincia de Antioquía, sin aspiraciones más allá de eso. Sin embargo, al llegar a Cartagena, se encontró con su pariente, el licenciado Díaz de Armendáriz, quien ejercía como visitador y juez de residencia con facultades para intervenir en varias gobernaciones, incluyendo la de Antioquía, Santa Marta, Bogotá y, aunque aún no oficialmente, la de Popayán. Armendáriz, inclinado a favorecer a Robledo y enfrentarlo contra Belalcázar, lo nombró gobernador de Antioquía, Arma y Cartago. Esta decisión, en realidad, solo presagiaba su infortunio y su muerte.

El mariscal, confiando en exceso en la autoridad otorgada por alguien que no tenía la capacidad de conferirla, ignoró los consejos de Cieza y otros que le advertían sobre la posición peligrosa en la que Armendáriz lo había puesto con sus ambiciones. Robledo tomó control de esas poblaciones por la fuerza, destituyendo a los tenientes y autoridades nombrados por Belalcázar, saqueando las arcas reales y cometiendo todo tipo de abusos. Cuando Belalcázar regresó de Quito, después de haberse alineado tanto con los pizarristas como con los realistas durante el conflicto, exigió que se quedara en Cali esperando la llegada del juez y lo dejara tomar posesión de la tierra desde Cartago hasta Antioquía. Sin embargo, Robledo cometió tantas violencias y errores que finalmente reconoció la irracionalidad de su comportamiento. Aunque ambicioso y apresurado, era noble y leal, y, arrepentido, buscó reconciliarse con Belalcázar. Llegó incluso a proponer el matrimonio de dos hijos mestizos de Belalcázar con dos nobles doncellas relacionadas con su esposa, doña María Carbajal, como un gesto de alianza. No obstante, mientras negociaba, no descuidaba su seguridad personal ni los preparativos militares por si las negociaciones fallaban. Cieza, quien acompañó a Robledo en todas estas desventuras, cuenta que el mariscal "ordenó que sus principales amigos durmieran en su casa, donde guardaban las armas, y me envió con prisa a la ciudad de Cartago a buscar más armas".

El arrepentimiento llegó tarde y las muestras de él no fueron más que una burla, ya que donde siempre se valoraron la generosidad y la clemencia, estas cualidades quedaron olvidadas. El conquistador despiadado de Quito, previendo el cambio de actitud de su rival, lo engañó con mensajes y cartas aparentando aceptar sus propuestas, mientras avanzaba rápidamente con un contingente más numeroso que el ejército de Robledo. En una mañana nebulosa, lo sorprendió en la loma de Pozo, cerca de la villa de Arma, lo capturó y le dio muerte el 5 de octubre de 1546. Luego, paseó su cadáver por el campamento como un trofeo, le cortó la cabeza y se mofó rezando sobre ella: "si esta vez Robledo no aprende la lección, lo consideraré un gran necio". Pero su sed de venganza aún no estaba saciada. Los sirvientes del desafortunado mariscal suplicaron poder trasladar su cuerpo a la iglesia de Arma, ya que, si lo dejaban en Pozo, los indígenas seguramente lo devorarían. Sin embargo, se les negó esta petición, y aunque quemaron algunas casas sobre la tumba de Robledo para ocultar la tierra removida, finalmente fue descubierta por los pozos y el cuerpo fue devorado por esos caníbales.

Cieza no fue testigo de la muerte de su amigo. En sus escritos, relata que el mariscal partió con su gente hacia la loma de Pozo, un lugar donde años atrás tantos indígenas perdieron la vida debido a él. Por alguna razón divina, estaba destinado que Robledo muriera en ese sitio. Robledo le pidió a Cieza que se quedara en la villa de Arma para ocuparse de algunas cosas que necesitaba. Desde Pozo, le envió un mensaje solicitando que le enviara las armas que había dejado en la villa, y algunos suministros, solicitud que Cieza cumplió. Cuando se enteró de la trágica noticia, temiendo las posibles repercusiones para él, abandonó su propiedad y sus indígenas en Arma y se refugió en unas minas escondidas entre los densos cañaverales de Quimbayá, con la intención de esperar la llegada del juez Miguel Díaz de Armendáriz. Sin embargo, Hernández Girón, teniente de Belalcázar, le ordenó que abandonara su escondite y se trasladara a Cali, una orden que Cieza no se atrevió a desobedecer.

Después de estos eventos, Cieza se trasladó a Popayán, donde se encontraba cuando se recibieron los despachos de Armendáriz consultando al cabildo sobre su entrada y visita a la gobernación. Luego regresó a la villa de Arma para ordenar algunos asuntos relacionados con su propiedad y posteriormente se dirigió a Cali. Esta ciudad, debido a su cercanía al puerto de la Buena Ventura, era el epicentro de las noticias en la gobernación de Popayán, especialmente con la llegada del presidente licenciado Pedro de la Gasca y la entrega de la flota de Gonzalo Pizarro. Desde Cali, Cieza se trasladó a Cartago, donde se encontraba en el año 1547 según sus propias palabras.

El 15 de marzo de ese mismo año, el presidente Pedro de la Gasca, justo antes de partir hacia el Perú, envió junto a Miguel Muñoz, el fundador de Arma, provisiones y cartas a Sebastián de Belalcázar, explicando los poderes y el propósito con los que Su Majestad lo enviaba al Perú, y aceptando la oferta del adelantado de unirse personalmente con doscientos hombres. Aunque en junio de 1547 el presidente le escribió desde Manta pidiéndole que suspendiera la expedición hasta recibir nuevas órdenes, a principios de julio, desde el puerto de Tumbes, le dio nuevamente la orden de que, "quedando en la gobernación de Popayán la cantidad de hombres necesaria para su defensa y para realizar las tareas requeridas, los demás que, de forma voluntaria, y no por recompensa, quisieran venir a servir a Su Majestad y merecer su favor, debían reunirse con él con prontitud."

La fortuna no podría haber ofrecido una oportunidad más adecuada para el soldado y cronista extremeño, acorde con su carácter y propósitos: servir al Rey sin esperar recompensas y explorar el famoso imperio cuya historia estaba investigando. Al enterarse del urgente mandato de Pedro de la Gasca, preparó sus armas, completó su equipo y se unió a la bandera que lo guiaría en esa campaña.

Partieron de Popayán con él casi doscientos soldados, la mayoría a caballo, liderados por el propio adelantado y su segundo, el capitán Francisco Hernández Girón. Al adentrarse en tierra de Quito, dividieron sus fuerzas en pequeños grupos para facilitar el abastecimiento y evitar incomodar a los indígenas, reuniéndose con Gasca en diferentes momentos y por distintas rutas.

La primera partida en llegar a su destino fue la de Hernández Girón, compuesta por unos quince o veinte hombres a caballo. Estaban bajo las órdenes del presidente en Jauja para finales de noviembre de 1547. Belalcázar, quien eligió la ruta de la costa o de la yunga marítima, ya estaba en Lima con unos veinte o veinticinco jinetes para mediados de diciembre del mismo año, y a principios de enero de 1548 se encontraba en el campo de Pedro de la Gasca en Andahuaylas. Cieza siguió la ruta del adelantado y posiblemente se unió a él en Los Reyes, ya que en septiembre de 1547 estaba pasando por el valle costero de Pacasmayo en dirección a esa ciudad y probablemente se reunió con el presidente también en ese punto. Una vez incorporado al ejército realista, participó en la ardua marcha desde Andahuaylas hasta el puente de Apurímac, luego estuvo presente en la arriesgada operación del cruce de ese río y, pocos días después, en la batalla de Jaquijahuana el 9 de abril de 1548. Esta batalla, más que un enfrentamiento directo, fue un acto de traición a la causa de Gonzalo Pizarro, donde se pusieron a prueba los grandes corazones de este líder y sus fieles capitanes Francisco Carvajal y Juan de Acosta.

Después de presenciar la justicia que se hizo del líder de los rebeldes y de sus seguidores más leales sobre el campo de batalla, Cieza regresó a Lima, donde aún se encontraba cuando entró el presidente victorioso, en medio de grandes celebraciones y exageradas muestras de júbilo, acompañado por aplausos y coplas de calidad cuestionable, el 17 de septiembre de 1548. En ese momento, Pedro de la Gasca, al enterarse de los trabajos históricos en los que estaba involucrado el modesto soldado y valorándolos en toda su importancia, le ordenó que escribiera o completara la Crónica del Perú con el carácter oficial de cronista de Indias, un título que el autor omitió en la portada de la Primera parte, pero que luego veremos que aparece, como veremos más adelante, en el epígrafe de nuestro original de La Guerra de Quito. La distinción honorífica que Cieza recibió del presidente Pedro de la Gasca, que hasta ahora, en mi opinión, ha pasado desapercibida, está documentada en un informe que Antonio de Herrera proporcionó sobre los servicios de Hernán Mexía de Guzmán a petición de su hijo don Fernando, del cual, considerando su importancia, extraeré los párrafos relevantes:

"Señor: Don Fernando Mexía de Guzmán solicitó a Vuestra Majestad que, mediante los libros que poseo, saque la información que haya sobre los servicios de su padre realizados en el Perú, y Vuestra Majestad, por su decreto del 17 de abril de este año, en la Cámara Real y el Supremo Consejo de las Indias, me ordena que le dé certificación de lo que conste. En cumplimiento de lo cual, después de revisar las historias y documentos que tengo, proporcionados para escribir la historia de las Indias, he encontrado lo siguiente: — En un libro manuscrito que proviene de la Cámara Real y que fue entregado a Antonio de Herrera para que escribiera la historia de las Indias, y que fue escrito por Pedro de Cieza, cronista de esas regiones, por orden del presidente Pedro de la Gasca, y aprobado por la Real Cancillería de la ciudad de Los Reyes, se encuentra lo siguiente: Y por la verdad lo firmé de mi nombre en Valladolid el 7 de julio de 1603. — Antonio de Herrera"

El cronista no solo recibió el favor del licenciado Pedro de la Gasca, sino que también le permitió acceder a sus documentos personales para enriquecer y respaldar su Crónica del Perú. En palabras de Cieza, "Sepan los lectores que el licenciado Pedro de la Gasca, desde su partida de España hasta su retorno, mantuvo una meticulosa disciplina para no olvidar nada. Todo lo que acontecía durante el día lo plasmaba en borradores durante la noche, con gran veracidad. Conociendo su meticulosidad en registrar los eventos, procuré obtener sus borradores para utilizarlos como fuente, los cuales poseo y utilizaré para narrar los acontecimientos hasta la batalla de Xaquixaguana, y desde allí proporcionaré detalles sobre cómo llevamos a cabo la escritura de nuestros libros". Esta revelación ingenua de Cieza resalta la importancia histórica de su trabajo y atenúa el pesar por la pérdida de los libros IV y V de Las Guerras Civiles, ya que, como se ha demostrado, Pedro de la Gasca sirvió como fuente primaria para la primera parte de su historia. Además, es relevante mencionar que los despachos oficiales del presidente al Consejo de Indias, en su mayoría, están conservados y publicados, coincidiendo en gran medida con los borradores a los que Cieza hace referencia.

En el año siguiente a 1549, cuando Cieza emprendió su viaje por la vasta región del Collao hasta llegar a la villa de Plata, con el propósito de estudiar las antigüedades del país y esclarecer numerosos eventos de las guerras civiles, el licenciado Pedro de la Gasca le proporcionó cartas de recomendación dirigidas a los corregidores y autoridades locales de los pueblos y asentamientos que visitaría, facilitando así enormemente las investigaciones del incansable cronista. Gracias a estas recomendaciones, Cieza pudo obtener información veraz sobre la historia y tradiciones de los renombrados monumentos de Cacha, Pucará, Vinaque, Tiahuanaco, Ayaviri y otros, proporcionada por los ancianos indígenas, los curacas y los encomenderos de esas localidades. Además, logró acceder a los registros de los cabildos y notarios de Potosí, Plata y el Cusco, donde se documentaban los eventos fundamentales del levantamiento de Gonzalo Pizarro y de los realistas Diego Centeno y Lope de Mendoza, así como la guerra que les hizo el maestre de campo Carvajal.

Cieza respondió a los favores y protección de Pedro de la Gasca dedicándose con una asombrosa actividad a sus trabajos históricos. A principios de 1550, tras concluir su excursión al Collao, se encontraba en el Cusco consultando y escuchando a Cayu Tupac Yupanqui, descendiente de Huayna Cápac, y a los orejones más nobles e instruidos, así como a los capitanes y cortesanos de ese inca, reunidos en una suerte de consejo con los mejores intérpretes que pudieron encontrar, para discutir sobre el origen legendario de la raza incaica, sus monarcas, leyes, obras y costumbres, y otros aspectos relacionados con la antigua e, hasta entonces, desconocida historia del Perú. Antes de septiembre de ese mismo año, humildemente presentó el fruto de sus investigaciones, destinado a la segunda parte de la Crónica del Perú, ante la competencia y el conocimiento de los oidores de la audiencia de Lima, Hernando de Santillán y Melchor Bravo de Saravia. El 8 de septiembre de ese mismo año, concluyó en esa ciudad la primera parte de su trabajo, y poco después, posiblemente en esa misma fecha o poco después, dejó listos los escritos de la tercera y cuarta parte, al menos hasta el tercer libro.

Las prolongadas y arduas vigilias, junto con la dura tensión mental a la que se veía sometido, sin mencionar los efectos del clima agotador de Los Reyes, finalmente minaron la salud de Cieza. No es descabellado suponer que, buscando recuperarse, así como atender la publicación de sus escritos y ser reconocido por sus méritos, abandonara el Perú para siempre en el mismo año de 1550 y se trasladara a Castilla. Allí, con más espacio y recursos, podría dar los toques finales a su Crónica y dedicarse también a otras dos obras: el "Libro de las cosas sucedidas en las provincias que confinan con el mar Océano" y una relación o historia de la Nueva España. Aunque, en realidad, no hay evidencia de que completara una y comenzara la otra, aunque manifiesta explícitamente su intención en los capítulos XLIII y CCXXV de "La Guerra de Quito" con estas palabras: "pues en el descubrimiento de Urute melité debajo de su bandera [de Alonso de Cáceres] y pasamos muchos trabajos y miserias, como verán los lectores en un libro que yo tengo comenzado de las cosas sucedidas en las provincias que confinan con el mar Océano". "Si yo pudiera dar alguna noticia de aquellas partes [de la Nueva España], yo lo haré, porque grandemente lo deseo".

Una vez que Cieza regresó a España, las noticias sobre él se vuelven escasas. En resumen, hacia finales de 1551 o principios de 1552, se trasladó, probablemente desde Sevilla, a Toledo para presentar al príncipe don Felipe la primera parte de su Crónica. La obra fue examinada en el Consejo de las Indias en el último de esos años; se aprobó y el autor regresó a Sevilla en 1552, mientras que en marzo de 1553 se completaba la impresión en la ciudad del Betis. Algunas de estas fechas son inferencias, basadas en que, si hacia 1551 estaba revisando y añadiendo a su manuscrito, solo pudo presentarlo al Príncipe en los últimos meses de ese año o en los primeros del siguiente. Además, la llegada de fray Tomás de San Martín, provisto para el obispado de Charcas, coincidió con el examen en el Consejo de las Indias de la primera parte de la Crónica, lo que sugiere que fue entre septiembre u octubre de 1552; y la aprobación del Consejo no debería haber tardado mucho, lo que hace muy posible que se despachara en ese mismo año de 1552, ya que en marzo de 1553 se terminó la impresión en Sevilla.

A partir de ese año, el destino de nuestro Cieza, cuyo libro seguramente le otorgó el justo renombre y fama, es algo incierto. ¿Por qué no publicó las otras partes de su Crónica? ¿Acaso le faltó protección y recursos? ¿Intervino la envidia en sus asuntos o la burocracia complicada obstaculizó y dificultó indefinidamente sus esfuerzos? Son preguntas sin respuesta. Lo que se sabe es que el ilustre cronista del Perú falleció en Sevilla, eclipsado y casi olvidado, en una fecha desconocida. Alfonso Chacón, cuya información Nicolás Antonio utiliza en su Biblioteca Universal, menciona que Cieza murió en el año 1560 o poco antes. Sin embargo, podríamos suponer que su muerte fue la de alguien que partió de este mundo cansado de trabajar y merecer, con la conciencia tranquila y desilusionado de la justicia de los hombres.

III

El texto que ahora comienza a ver la luz en este tomo proviene de la Biblioteca particular de S. M. Es la segunda mitad aproximada de un manuscrito en folio que constaba de 552 páginas y abarcaba, en mi opinión, los tres primeros libros de la cuarta parte de la Crónica del Perú y posiblemente también la tercera. Aunque se encuentra en buen estado de conservación en general, con excepción de las primeras doce páginas y las nueve finales, que están deterioradas en sus ángulos superiores e inferiores externos, así como la penúltima y antepenúltima páginas, que tienen grandes fragmentos faltantes desde el borde medio hacia abajo. Además de estos daños provocados por el tiempo y el abandono, el manuscrito ha sufrido por culpa de un encuadernador descuidado, cuya cuchilla, como diría Gallardo, después de cortar la foliación original en números romanos, y otra posterior —quizás en el siglo XVII o XVIII— ha mutilado varios renglones. Afortunadamente, muchos de estos pueden restaurarse sin demasiada dificultad, al igual que la mayoría de las letras y palabras desaparecidas o dañadas en las veintinueve páginas afectadas.

Todas las páginas del códice mantienen su orden correlativo, excepto la 340, que, en lugar de estar en su lugar, se encuentra colocada entre la 320 y la 321. Esta circunstancia fue observada por un lector curioso, cuyo nombre desconozco, que las leyó y numeró hace no muchos años. El manuscrito carece de portada y comienza en el folio 261 de la siguiente manera: "En las trescientas sesenta y siete hojas, sentía que había alcanzado en mi obra un punto similar al de aquellos que, al cruzar vados y ríos, se adentran en el agua, donde cuanto más avanzan, más profundidad encuentran. Puedo afirmarlo con justeza, pues con la llegada del virrey, se desataron movimientos, reuniones y preparativos de guerra en muchas y diversas partes del reino, tal como hemos mencionado. Mi solución será mantener la brevedad en mi relato."

Se trata del tercer libro de las Guerras Civiles del Perú, conocido también como la Guerra de Quito, escrito por Pedro de Cieza de León, cronista de las Indias.

El epígrafe del capítulo primero sigue a continuación.

El título y el fragmento que lo preceden están tachados, y añadidos después con letras grandes de la misma mano que los tachó, lo impreso en caracteres versales. Todo esto parece indicar que, al perderse o separarse la primera mitad del manuscrito original, el propietario de la segunda, por razones que desconozco, si actuaba de buena fe, intentó ocultar, aunque de manera poco hábil, el nombre del autor de "La Guerra de Quito", borrando el título de la obra donde se mencionaba y el fragmento indicado, que sin duda alguna es el final del libro segundo de "Las Guerras Civiles", es decir, la de Chupas.

Nuestro códice, escrito con dos letras claras, cursivas y de mediados del siglo XVI, parece ser una copia en limpio, quizás preparada para ser llevada a la imprenta. Tiene varios pasajes borrados, algunos de ellos considerables, además de numerosas frases y palabras sueltas. También presenta raspaduras y enmiendas de otra mano, algunas sobre lo raspado, otras intercaladas y otras al margen, que podrían ser del propio autor o al menos ordenadas o indicadas por él, especialmente las del inicio del capítulo LVII. Además, cuenta con numerosas llamadas, señales y acotaciones en diferentes lugares y formas, con una tinta más clara y letra más reciente, algunas de las cuales podría asegurar casi con certeza que son del cronista Herrera, sobre todo la acotación que consiste en haber subrayado el nombre de Hernán Mexía cada vez que se repite en el texto. Este hecho es digno de notar, ya que coincide con lo que dicho cronista declaraba en la Información de Méritos y Servicios de dicho individuo. Considerando ambos datos, parece que este manuscrito publicado aquí es el mismo que Antonio de Herrera tuvo en su poder y que proviene de la Cámara de Felipe II. En mi opinión, el nombre del capitán sevillano se acotó para señalar los pasajes relevantes que le conciernen y que debían ser certificados por Herrera.

El original de "La Guerra de Quito" consta de CCXXXIX capítulos, aunque debido a la rectificación numeración, solo resultan CCXXXVIII. La diferencia radica en que, al numerarlos, se pasó por alto el que debía ser el CLXXXIX, y se le asignó este número al siguiente inmediato. Sin embargo, sostengo que esos doscientos treinta y nueve capítulos no son todos los que debían comprender "La Guerra de Quito". En los CCXXVIII, CCXXXVI y CCXXXVII hay pasajes que parecen revelar que el autor tenía la intención de tratar en el futuro eventos relacionados con esa guerra, lo cual entra en el prospecto de la misma publicado en el Proemio de la primera parte de su Crónica, aunque en la obra no se aborden. No es que falten hojas en el manuscrito, ya que el capítulo CCXXXIX termina en la primera página del folio 552 o en la última con nueve renglones y medio escritos en una letra del siglo XVI, muy distinta de las otras, como si el autor, después de haber escrito ese capítulo, hubiera querido añadir algo más.

Es probable que la copia que figura en el Catálogo de manuscritos relativos a América de Mr. Rich, bajo el número 90 y con el título "Tercer libro de las Guerras Civiles del Perú, el cual se llama la guerra de Quito, hecho por Pedro de Cieza de León, cronista de las Indias (420 folios en folio)", haya sido extraída del códice conservado en la Biblioteca particular de S. M. Según las noticias de don Enrique de Vedia, este manuscrito "perteneció a la exquisita colección que reunió la diligencia de don Antonio de Uguina, la cual pasó después de su fallecimiento a manos de M. Ternaux-Compans, de París, y luego a las de Mr. Lennox, de Nueva York, quien la adquirió por 600 libras esterlinas en el año 1549".

Es realmente curioso, e incluso difícil de comprender, que a pesar de que nuestro libro ha viajado tanto tiempo y ha sido conocido por tantas personas ilustradas y adineradas, ninguna haya sentido el deseo de publicarlo.

Al emprender ahora, con gran voluntad, esta tarea, no tengo mucha confianza en poder completarla como se merece la memoria del insigne soldado de Llerena. Sin embargo, procuraré sacar su obra del olvido, aunque sea con el respeto que otros no le han brindado. Yo mismo he trasladado el texto a las páginas destinadas para la imprenta, regularizando la caprichosa y discordante ortografía de los copistas, corrigiendo errores, reponiendo artículos, preposiciones y conjunciones que se perdieron al escribir, restaurando, en la medida de lo posible, las palabras y líneas incompletas debido a manchas y roturas en el papel, y descifrando los pasajes tachados para que se puedan conocer incluso los arrepentimientos del autor. Luego, he comparado cuidadosamente el texto de Cieza con el de su plagiario, Antonio de Herrera, anotando los cambios o variantes más significativos que este último se permitió al pie de la página correspondiente. Además, he procurado proporcionar todas las citas mencionadas en el discurso de "La Guerra de Quito", señalando las referencias a otros libros y partes de la Crónica del Perú, y definiendo los términos o expresiones que, en mi opinión, lo requieren.

Además de todo esto, he recopilado copias, también escritas por mí, de numerosos documentos inéditos relacionados con los eventos de esa rebelión. Estos documentos pueden ilustrar, respaldar, contradecir o corroborar las afirmaciones, conceptos u opiniones de nuestro historiador. Para evitar que su lectura obstaculice la de la Crónica, los he impreso en forma de apéndices numerados, con paginación y letra más pequeña, junto con las notas y observaciones que, debido a su extensión, se encontrarían en una situación similar y presentarían el mismo inconveniente. Cada tomo publicado contendrá los apéndices correspondientes a los capítulos que abarque, repitiendo los números de estos apéndices en los lugares del texto que requieran su lectura. De esta manera, las ilustraciones de "La Guerra de Quito" constituirán una serie sistemática de documentos, aunque relacionada especialmente con ese evento, de interés general para la historia de las Indias.

Así, tanto los apéndices como el texto llevarán por separado catálogos geográficos y biográficos, así como repertorios o efemérides de los sucesos más notables que se registran en ambos. Creo firmemente que el editor de escritos cuya utilidad y principal interés radican en la riqueza e importancia de datos históricos debe facilitar su consulta e incluso su crítica con todo tipo de trabajos auxiliares. No debemos preocuparnos por lo poco que estos trabajos puedan resaltar, sino más bien por las necesidades del lector estudioso, que busca y necesita de esos datos, y que, en última instancia, apreciará la comodidad y rapidez con la que los encuentre.

Además, aunque estas razones no fueran suficientes, tratándose de una crónica americana, me sentiría obligado a ilustrarla, especialmente con noticias geográficas y biográficas. Esto se debe a la descuidada, confusa y torpe manera en que se escriben y publican los nombres de personas y lugares en las publicaciones españolas de libros y documentos relacionados con las Indias. Estos errores acusan una completa e inexcusable ignorancia por parte de los editores sobre una historia que ha sido nuestra durante tres siglos, y sobre unos países que nos pertenecieron hace apenas sesenta años.

Pareciera que, olvidándonos del ejemplo de los Barcias, Muñoces y Navarretes, algunos editores desean exponernos al ridículo ante la gente instruida de allá y, de cierta manera, conceder razón a aquellos que afirman que hemos perdido incluso la historia del Nuevo Mundo.

IV

Dadas las condiciones de nuestra Biblioteca, sería casi imposible publicar sin la facilidad de recoger materiales de las bibliotecas públicas y privadas de esta corte, y sin el favor y la condescendencia de quienes las dirigen o poseen. Sin embargo, algunos de sus dueños o jefes me han brindado una acogida tan amable que siento el deber de reconocerlo y expresar mi gratitud de una vez por todas.

En primer lugar, debo mencionar la Biblioteca particular de S. M. La mayoría de los manuscritos que han visto y verán la luz en nuestra publicación provienen de esta biblioteca. He tenido la oportunidad de copiar y estudiar estos manuscritos gracias a las extraordinarias atenciones del señor don Manuel Carnicero en el pasado, y ahora, gracias a la buena amistad del señor don Manuel Remón Zarco del Valle, ilustre y digno jefe de esta Real dependencia.

También frecuento la Biblioteca de la Academia de la Historia, donde mi amigo constante, el consumado paleógrafo y erudito filólogo don Manuel de Goicoechea, a menudo me facilita la mitad del trabajo de investigación de noticias y búsqueda de documentos.

El señor don Pascual de Gayángos me ayuda con su conocimiento en bibliografía e historia americana, y con los libros de su valiosa e inestimable biblioteca.

Debo también mencionar las mil atenciones del señor don Cayetano Rosell, jefe de la Biblioteca Nacional, y del encargado de la sección de manuscritos, don José Octavio de Toledo; así como la oportunidad de conocer muchos documentos interesantes relacionados con la historia del Perú gracias a los señores don Francisco de Paula Juárez, Archivero de Indias, don Luis Tro y Moxó y don José Sancho Rayón.

 

M. J. de la Espada.

 

 

 

Capítulo I: El Viaje del Virrey Blasco Núñez Vela desde Sanlúcar hasta Panamá, en el Reino de Tierra Firme.

En este primer capítulo, narraremos el viaje del ilustre virrey Blasco Núñez Vela desde el puerto de Sanlúcar hasta la ciudad de Panamá, situada en el reino de Tierra Firme.

El virrey Blasco Núñez había ordenado preparar las embarcaciones para zarpar de España y continuar su viaje hacia los reinos del Perú. Después de completar los preparativos, junto con los caballeros que lo acompañaban, partió del puerto en un sábado, tres días del mes de noviembre del año 1543. Navegando con rapidez por el vasto océano, llegaron a Gran Canaria, donde se abastecieron de provisiones marítimas. Luego, con la incorporación del licenciado Cepeda, quien era oidor, partieron de la isla y se dirigieron hacia Nombre de Dios.

Al llegar a Nombre de Dios, dos días después de la Epifanía del año 1544, el virrey permaneció allí durante quince o dieciséis días. Después de este tiempo, acompañado por su séquito, partió hacia la ciudad de Panamá.

Me entristece profundamente ver que un hombre tan distinguido como el virrey se haya expuesto a manos tan malvadas y corruptas. Aunque puede que haya fallado en la prudencia en asuntos de gobierno, no merecía una muerte tan cruel como la que aconteció en Añaquito, tan cercana al ecuador. Pero las decisiones últimas, incluso las más trágicas, escapan a nuestra comprensión y se encuentran en la voluntad del Altísimo.

Al llegar el virrey a la ciudad de Panamá, sin esperar a los oidores que, por diversas razones, no lo acompañaron y se quedaron en el puerto de Nombre de Dios, encontró al licenciado Pedro Ramírez de Quiñones, actual oidor de Los Confines. Este estaba llevando a cabo la residencia del doctor Villalobos y del licenciado Páez, quienes habían servido como oidores en la audiencia anterior establecida en ese reino.

Inmediatamente, el virrey tomó el sello real y lo guardó en un cofre con el debido respeto. Sin perder tiempo y cumpliendo estrictamente las órdenes de Su Majestad, comenzó a implementar las diversas disposiciones de las ordenanzas, asegurándose de su ejecución en todas las regiones donde tuviera autoridad. Uno de los primeros pasos que emprendió fue el traslado de todos los indígenas y las indias del Perú a sus respectivas tierras y lugares de origen, a expensas de aquellos que los tenían bajo su tutela. Esta medida se basaba en la voluntad expresa del Rey, quien deseaba que fueran tratados como súbditos libres y leales.

A pesar de que las disposiciones eran justas y estaban en línea con lo que se consideraba apropiado, había algunos indígenas que se encontraban en situaciones particulares, como estar casados o tener un fuerte apego a sus señores, además de poseer cierto grado de conocimiento de la fe católica. Incluso entre aquellos a quienes se ordenaba partir, muchos optaron por escapar a lugares ocultos para evitar cumplir con la orden, mientras que otros buscaban refugio en las iglesias, aunque fueran sacados de allí por orden del virrey y enviados de vuelta hacia el Perú.

Una vez a bordo de las naves rumbo al Perú, muchos de ellos perecieron en el camino, lo que resultó en que muy pocos lograran regresar a sus hogares. Además, aquellos que regresaban a sus tierras tendían a retomar sus prácticas y creencias anteriores, lo que anulaba cualquier beneficio pretendido de la ordenanza.

Por otro lado, algunos conquistadores que regresaban a España y que durante muchos años habían tenido indígenas a su servicio, incluyendo a aquellos con quienes habían tenido hijos, se enfrentaban a la orden de separarse de ellos y enviarlos de regreso a sus tierras, a expensas de sus amos. Si estos conquistadores protestaban o discutían la medida, se les imponía un costo adicional en concepto de transporte o equipo marítimo. En situaciones en las que los indígenas tenían hijos pequeños y se solicitaba que no fueran separados de sus madres para evitar su muerte, el virrey ordenaba que se pagara una suma aún mayor, adoptando en este caso una actitud similar a la de los jueces portugueses en el trato de la moneda llamada "tostón".

Una vez que los oidores llegaron a Panamá, se organizaron algunas celebraciones. Sin embargo, se rumoreaba que la relación entre los oidores y el virrey no era del todo armoniosa; según cuentan, ni él los trataba bien en público ni ellos a él en privado. Durante las discusiones sobre la rigurosidad de las nuevas leyes y la dificultad de implementarlas en el Perú, dado el estado de agitación en el que se encontraba el reino, los oidores aconsejaron al virrey que no mostrara prisa en ejecutar las leyes de inmediato. Sugirieron que sería más prudente esperar hasta que estuviera establecido en el Perú y la audiencia estuviera en funciones, lo que facilitaría la aplicación de las órdenes reales.

El virrey recibió informes sobre los acontecimientos en el Perú, incluidas las acciones del gobernador Vaca de Castro, así como sobre la considerable cantidad de armamento y municiones almacenadas en las ciudades de Cusco y Lima. También le advirtieron que entrara en el Perú con humildad y paciencia, ya que de lo contrario podría enfrentar una rebelión en su contra. Además de las fuerzas militares y armamentos ya presentes en el reino, cada día llegaban más tropas y recursos, lo que aumentaba la tensión en la región.

Sin embargo, haciendo caso omiso de estas advertencias, se dice que respondió con seguridad, afirmando que solo necesitaba una capa y una espada para gobernar todo el Perú. Muchos, al escuchar estas palabras, intuían hacia dónde se dirigía la situación. Observando lo ásperas que eran las nuevas ordenanzas para personas que habían vivido tan libremente como los habitantes del Perú y anticipando lo difícil que sería para ellos aceptar un yugo tan pesado, comprendían que se estaban preparando para levantarse en armas. Después de todo, ya estaban acostumbrados a recurrir a la guerra por asuntos menores.

 

Capítulo II - Acontecimientos destacados en Panamá; consejos dados al virrey por el gobernador Rodrigo de Contreras y los oidores respecto a las ordenanzas.

En este capítulo se detallarán los eventos más significativos ocurridos en Panamá, así como las conversaciones entre el virrey y las autoridades locales sobre las nuevas ordenanzas.

 

El bullicio y la agitación en la Tierra Firme no eran menos intensos que en el Perú, especialmente cuando el virrey proclamaba su determinación de aplicar rigurosamente las nuevas ordenanzas y establecer un reino de rectitud y justicia, donde nadie pudiera vivir tan desenfrenadamente como antes. En ese tiempo, Rodrigo de Contreras, quien había sido gobernador de la provincia de Nicaragua, se encontraba en Panamá. Observando que el virrey no guardaba secretos sobre sus intenciones y las proclamaba públicamente, afirmando con juramento que las ordenanzas reales se aplicarían tal como el Rey había ordenado, incluso antes de desembarcar en el puerto de Tumbes, donde los indígenas debían reconocer su vasallaje al Emperador, nuestro señor, y donde los encomenderos solo tendrían derecho a cobrar los tributos que les correspondían, Contreras se retiró a su alojamiento. Allí, le expresó al virrey: "La agitación que ha surgido en este nuevo imperio de las Indias desde las islas hasta esta parte, cuando los españoles que aquí residen se enteraron de las nuevas ordenanzas, supongo que no es desconocida para Vuestra Señoría. Si sus oídos no están sordos, incluso antes de que el tumulto se haya calmado, podrán escuchar el clamor que esto ha generado".

No me quejo, ni nosotros aquí, de que Su Majestad haya enviado las nuevas leyes. Siendo un príncipe tan cristianísimo, su deseo es que las cosas aquí se gobiernen con rectitud y moderación. Teníamos la certeza de que cuando sus ministros vinieran a implementarlas, celosos del servicio real, comprenderían que la situación no requería una ejecución inmediata. Sin embargo, al escuchar que Vuestra Señoría insinúa públicamente que las ordenanzas deben ser aplicadas de inmediato, incluso antes de llegar a la Nueva Casilla, me preocupo. Las ordenanzas que trae no deberían ser publicadas de inmediato; más bien, sugiero que vaya al reino y permanezca allí durante un año o más. Después de asegurarse de que las provincias estén estabilizadas y libres de disturbios, en ese momento, el tiempo, que es el maestro de los acontecimientos, dictará qué se debe hacer.

Si estas ordenanzas se implementan de manera precipitada, predigo desde aquí grandes males. Los habitantes de ese reino no son de baja estofa, como se dice en España; son principalmente nobles, hijos de padres magníficos. Preferirán morir antes que aceptar el cumplimiento de estas ordenanzas. Y si surge un líder principal, te aseguro que no faltarán divisiones ni conflictos, ya que el tumulto allí es considerable.

Dicen que Contreras expresó esto al virrey, a lo que este último respondió de la siguiente manera: "Si es cierto que la maldad siempre precede a la bondad, y la tiranía a la lealtad, y si los que están en estos reinos no reconocen la autoridad del Rey más allá de lo que ellos quieren conceder, entonces podría creer lo que decís. Pero si afirmáis que la voluntad de Su Majestad no ha cambiado, ¿cómo es posible que no deseen cumplir sus órdenes? Nuestros padres llegaron a este imperio en condiciones de pobreza, como bien sabéis, ya que no ha pasado tanto tiempo desde que Colón partió de España. Sin embargo, la codicia se ha arraigado tanto en los corazones de los habitantes de aquí que, con el afán de obtener riquezas, han causado grandes males y casi han destruido por completo las provincias. Si estas leyes no hubieran llegado ahora, en diez años solo veríamos edificios en ruinas y tierras devastadas.

No os equivoquéis pensando que los ministros del Rey nos dejaremos llevar por los deseos de los habitantes de aquí. Ninguno se atreverá a desafiarme sin enfrentar las consecuencias; le quitaré la cabeza como castigo por su traición".

Tras pronunciar estas palabras, el virrey se retiró a su reclusión, mientras que el gobernador Rodrigo de Contreras abandonó la sala. Poco después, el licenciado Zarate, preocupado por la declaración del virrey de que pronto se ejecutarían las nuevas leyes y reconociendo que no era sensato discutir un tema tan delicado, decidió dirigirse al virrey. Le sugirió que, dada la situación, sería prudente no mencionar las ordenanzas por el momento, sino más bien guardarlas en lo más profundo de una caja hasta llegar a tierras del Perú, donde podrían evaluar si podrían implementarse de manera adecuada. Ante esto, y frente a las sugerencias similares de los oidores Cepeda, Álvarez y Tejada, el virrey respondió que consideraría el asunto y actuaría según lo que considerara apropiado.

Sin embargo, cuando el contador Juan de Cáceres expresó su preocupación de que la rápida aplicación de las ordenanzas podría provocar una rebelión en el Perú, el virrey respondió con dureza, indicando que, si no fuera un servidor del Rey, lo habría mandado ahorcar por sus palabras.

A medida que se acercaba el momento de la partida del virrey hacia el Perú, los oidores volvieron a hablarle sobre las ordenanzas, aconsejándole que, antes de su publicación, permitiera la formación de la audiencia. Sugirieron que una vez establecida, podrían tomar decisiones con mayor prudencia y siguiendo las directrices de Su Majestad. Sin embargo, el virrey, desestimando sus consejos, respondía con firmeza que cumpliría con lo que se le había ordenado y que él solo era suficiente para hacerlo.

Esta actitud del virrey generaba cada vez más sospechas entre los oidores y él.

 

Capítulo III: La llegada de Francisco de Carvajal a la ciudad de Los Reyes con el deseo de viajar a España, y el embarque del virrey en Panamá hacia el Perú.

Este capítulo relatará la llegada de Francisco de Carvajal a la ciudad de Los Reyes, donde expresó su fuerte deseo de regresar a España. Además, se describirá el momento en que el virrey se embarcó en Panamá con destino al Perú.

 

En un pasaje anterior, mencionamos cómo Francisco de Carvajal, deseando abandonar el reino, buscó el favor del gobernador Vaca de Castro y del cabildo del Cusco para lograr su objetivo. Con la ayuda que recibió, salió de la ciudad con todo el dinero que pudo reunir, anhelando encontrar tranquilidad en España. Su partida no pasó desapercibida para Antonio de Altamirano, Lope de Mendoza y muchos otros, pero estaba destinado por Dios, debido a nuestros grandes pecados, que se convirtiera en un flagelo tan cruel como rápido, como pronto se revelará en el texto.

Una vez fuera de la ciudad del Cusco, viajó hasta llegar a la ciudad de Los Reyes, donde decidió alojarse en la casa del tesorero Alonso Riquelme. Cuando Riquelme se enteró de su llegada, temió por su vida, ya que sabía de la enemistad que existía entre ellos y temía que Carvajal hubiera sido enviado para matarlo por orden de Vaca de Castro. Al día siguiente, trató por todos los medios posibles de evitar tenerlo como huésped en su casa. Sin embargo, debido a la astucia de Carvajal, este logró instalarse en su residencia con relativa facilidad, a pesar de los intentos de Riquelme por evitarlo.

Después de algunos días de su llegada a Los Reyes, Francisco de Carvajal entregó las cartas que traía de Vaca de Castro y relató a los miembros del cabildo los detalles de su viaje a España. Explicó la utilidad y beneficio que traería al reino su partida, así como la necesidad de informar adecuadamente a Su Majestad sobre la situación de la provincia y las injusticias que sufrían los conquistadores si las nuevas leyes se aplicaban sin consideración.

Vaca de Castro expresaba ideas similares en sus cartas y sugirió que se otorgara a Carvajal el poder para negociar en España en beneficio del reino. Al recibir la carta del gobernador y escuchar las palabras de Carvajal, los miembros del cabildo respondieron de manera ambigua. Indicaron que, dado que el gobernador les había informado que su llegada a Los Reyes sería breve, Carvajal debería permanecer en la ciudad hasta su llegada. Una vez que llegara, se seguirían las instrucciones del gobernador, quien actuaba en nombre del Rey. Esta respuesta fue dada en el interior de su cabildo y ayuntamiento, durante su reunión oficial.

Carvajal, sintiéndose menospreciado por la respuesta frívola que recibió del cabildo de Los Reyes, se retiró profundamente herido, mientras los miembros del ayuntamiento se quedaron riendo y burlándose de él. Estaban convencidos de que, cuando Vaca de Castro regresara del Cusco, el virrey ya estaría en tierras peruanas y no tendría poder para causarles ningún problema por no haber permitido que Carvajal viajara a España.

Mientras tanto, el virrey Blasco Núñez Vela ansiaba salir de Tierra Firme y embarcarse en las naves de la mar austral para llegar rápidamente al reino de Perú. Estaba decidido a establecer la audiencia en Los Reyes y creía que sería fácil implementar las ordenanzas. Se mostraba obstinado al escuchar con irritación y dificultad a aquellos que le planteaban otra cosa.

Dejando a los oidores en Panamá y llevando consigo el sello real, el virrey se embarcó en la ciudad de Panamá diez días después del mes de febrero del mismo año. Sorprendentemente, llegó al puerto de Tumbes en tan solo nueve días, un viaje que nunca antes se había visto ni oído que se realizara con tanta rapidez y velocidad.

Desde Tumbes, el virrey escribió cartas a la ciudad de San Francisco del Quito, Puerto Viejo y Guayaquil para informarles sobre su llegada al reino y el cargo que traía por mandato del Emperador nuestro señor. Expresó su deseo de hacer el bien a todos y administrar justicia equitativa, motivo por el cual había aceptado su posición. Además, anunció que una vez llegara a la ciudad de Los Reyes, establecería la audiencia y cancillería real, donde se impartiría y administraría justicia a aquellos que la necesitaran.

A pesar de estas palabras de benevolencia, el virrey emitió algunos mandamientos relacionados con la nueva administración y el tratamiento de los indígenas. Estos mandamientos fueron vistos como molestos y opresivos, ya que hasta ese momento la justicia se había aplicado de manera parcial, como se dice en el pueblo, entre amigos. Como resultado, se generaron murmullos y críticas hacia el virrey, y su nombre era despreciado en todas partes donde se conocía su llegada. Por temor a la fiscalización, muchos se enfocaron únicamente en extraer la mayor cantidad de oro posible de los indígenas y caciques.

 

Capítulo IV: El gobernador Vaca de Castro escribe desde la ciudad del Cusco al capitán Gonzalo Pizarro, y su partida del Cusco.

En este capítulo se narrará cómo el gobernador Vaca de Castro envió una carta desde la ciudad del Cusco al capitán Gonzalo Pizarro, así como los eventos que llevaron a su partida de dicha ciudad.

 

En la ciudad del Cusco, después de los eventos descritos en los capítulos anteriores, el alboroto y tumulto provocado por las nuevas ordenanzas no cesaban, sino que continuaban. Incluso se dice que personas como Hernando Bachicao, Juan Vélez de Guevara, Gaspar Rodríguez de Camporedondo y Cermeño, entre otros, se dirigieron a Vaca de Castro. Le instaron a que, como gobernador del Rey, permaneciera en su posición y desempeñara su cargo, asegurándole que todos le servirían y le brindarían apoyo en lo que les ordenara.

La respuesta de Vaca de Castro revela su comprensión de lo voluble e inconstante que eran las voluntades de los hombres en el Perú. Reconoció que aquellos que incitaban a la sedición y promovían guerras bajo justificaciones superficiales siempre buscaban un líder al que culpar en caso de problemas. No se equivocaba Vaca de Castro en este aspecto, ya que aquellos que promovían disturbios y conflictos, cuando veían una oportunidad, se desvinculaban del asunto, pretendiendo haber sido forzados a seguir al tirano. Utilizaban argucias y juramentos para apoyar su posición, pretendiendo que su conciencia estaba limpia y que solo obedecieron bajo coacción, lo cual les servía como excusa.

Entendiendo la situación, Vaca de Castro les comunicó que había tenido la provincia bajo su responsabilidad por mandato del Rey, y que no haría otra cosa que dirigirse a la ciudad de Los Reyes para esperar al virrey designado por Su Majestad. Ordenó al secretario Pero López que preparara los documentos necesarios, ya que deseaba partir del Cusco de inmediato.

Algunos sugieren, e incluso hombres de confianza me lo han afirmado, que Vaca de Castro escribió a Gonzalo Pizarro instándole a venir con prontitud y actuar como procurador del reino y su defensor. Además, le propuso la idea de casarse con una de sus hijas y que él, Vaca de Castro, viajaría a España para negociar la gobernación del Nuevo Toledo en su nombre, entre otras cosas, animándolo a tomar esta decisión. Cuando estuve en la ciudad de Los Reyes, don Antonio de Ribera me informó que, entre las numerosas cartas que Gonzalo Pizarro tenía allí, tantas que tres secretarios las leyeron continuamente al presidente de la Audiencia y aún no terminaron después de cuatro días, una de ellas indicaba que, aunque muchos le instaban a venir a responder por ellos, él prefería quedarse en su casa ya que Su Majestad había enviado un virrey, quien al llegar a la tierra actuaría según lo que considerara más conveniente para el servicio real. Estas cartas no tenían una intención tan maliciosa como algunos han sugerido. Es posible que ambas cartas fueran escritas por él.

Pocos días después, Vaca de Castro partió del Cusco acompañado de Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Antonio de Quiñones, Diego Maldonado, el licenciado Carvajal, Antonio de Altamirano, Gaspar Gil, Pedro de los Ríos, Hernando Bachicao y otros líderes, así como algunos soldados. Juntos, comenzaron su camino hacia la ciudad de Los Reyes.

 

Capítulo V: El virrey parte de Tumbes hacia la ciudad de San Miguel, implementando las ordenanzas, lo que genera gran malestar entre los habitantes del Perú.

En este capítulo, se relatará cómo el virrey partió de Tumbes rumbo a la ciudad de San Miguel, mientras implementaba las ordenanzas reales. Este hecho provocó un profundo malestar entre los habitantes del Perú.

 

Una vez que el virrey Blasco Núñez Vela llegó al puerto de Tumbes acompañado de su hermano Francisco Velázquez Vela Núñez, y su cuñado el capitán Diego Álvarez de Cueto, junto con otros caballeros y servidores, comenzó de inmediato a implementar las ordenanzas reales, enviando sus mandatos sin esperar a ser reconocido como virrey, ya que así lo había dispuesto Su Majestad. Estos mandamientos instruían a todos a reconocerlo como tal y a tratar con justicia a los indígenas, evitando imponerles tributos excesivos o infligirles daño alguno, entre otras disposiciones que, aunque justas, debían aplicarse con prudencia y moderación, y no con tanta severidad y rapidez. A pesar de que estas medidas no parecían suficientes para desencadenar una rebelión en el Perú, en Tumbes, Diego Álvarez de Cueto y otros consejeros le recomendaron que, por el momento, se limitara a establecer el tribunal y consolidar su autoridad en el reino. Sin embargo, el virrey nunca consideró esta opción, lo que sugiere que Dios, debido a los grandes pecados de los habitantes del Perú, permitió que siguiera por este camino, quizás para castigarlos con su justicia divina. La soberbia y la falta de moralidad de algunos, que pecaban abiertamente, merecían la intervención divina y enfrentar las consecuencias de sus acciones pecaminosas con calamidades y sufrimientos extremos. El virrey siempre respondía que haría lo que el Rey le ordenara, incluso si eso significaba arriesgar su vida.

En Tumbes, el virrey estuvo ocupado durante quince días gestionando estos asuntos. Una vez concluidos, decidió partir hacia la ciudad de San Miguel. Durante su trayecto, fue recibido con alegría en la ciudad, al menos eso mostraban en público, aunque en realidad a todos les pesaba verlo debido a las nuevas leyes que traía consigo. A pesar de ello, fue recibido oficialmente como virrey y comenzó inmediatamente a implementar las ordenanzas. Ordenó tomar copias de los repartimientos en los territorios de San Miguel, consultando a los caciques sobre lo que entregaban y a los encomenderos sobre lo que recibían, con el fin de establecer tasas tributarias basadas en esta información. Además, instruyó a los indígenas locales sobre la voluntad de Su Majestad de que fueran tratados como súbditos libres y vasallos del rey.

Los miembros del cabildo de esa ciudad, al ver cómo el virrey estaba implementando las ordenanzas, le rogaron con humildad que no lo hiciera de inmediato. Le pidieron que permitiera que el Emperador recibiera informes completos sobre todo el reino, de modo que, al conocer los grandes servicios que habían prestado, pudiera concederles favores y no permitir la completa ejecución de las ordenanzas. A pesar de sus súplicas, expresadas con lágrimas y levantando sus manos en señal de lealtad al Rey, sus ruegos y apelaciones no tuvieron éxito. El virrey ignoró sus peticiones, requerimientos y protestas, y procedió a liberar a los indígenas de la autoridad de Diego Palomino, quien había sido teniente de gobernador. También les ordenó a los indígenas que no dieran nada a los españoles sin recibir pago previo, y que utilizaran pesos y medidas justas en sus transacciones con ellos.

Todas estas noticias se propagaban rápidamente hacia las ciudades de Trujillo y Los Reyes, y se exageraban aún más, lo que aumentaba la gravedad y la dificultad del régimen del virrey, como suele ocurrir en casos similares. Mientras tanto, sin la compañía de la gente que viajaba por tierra, llegó al Callao, el puerto cercano a la ciudad costera de Los Reyes, una nave propiedad de un tal Juan Vázquez de Ávila. El capitán de la nave informó que el virrey Blasco Núñez se había quedado en Tumbes. Esta noticia provocó un gran revuelo en la ciudad, ya que se temía que el virrey ordenara inmediatamente la ejecución de las leyes. En respuesta a esta situación, los regidores, funcionarios y otros líderes de la ciudad se reunieron en su cabildo para discutir la llegada del virrey y la agitación que estaba ocurriendo en el reino, y para decidir qué acciones tomar. Después de un debate, acordaron enviar a algunos hombres sabios y respetados para encontrarse con el virrey, felicitarlo por su llegada y informarle sobre la situación del reino. Además, prometieron someterse fielmente a las órdenes de su rey y señor natural.

 

Capítulo VI: La Recepción del Virrey en Los Reyes y su Partida hacia Trujillo

En este capítulo, se relata el emocionante recibimiento que algunos caballeros de la ciudad de Los Reyes prepararon para recibir al virrey. Además, se detalla la partida del mismo desde San Miguel hacia Trujillo.

 

Decididos los representantes del cabildo de Los Reyes a despachar enviados para encontrarse con el virrey, seleccionaron al factor Yllan Xuárez de Carvajal, al capitán Diego de Agüero, ambos regidores, y a Juan de Barbarán, procurador de la ciudad. Acompañándolos, partieron también Pablo de Meneses, Lorenzo de Estupiñán, Sebastián de Coca, Hernando de Vargas, Rodrigo Núñez de Prado y otros, entre los cuales se encontraba fray Isidro de la orden de los dominicos, enviado por orden del reverendísimo don Jerónimo de Loaiza, obispo de Los Reyes.

Mientras estos partían, volvamos nuestra atención a Blasco Núñez, quien, tras realizar las tareas descritas en el capítulo anterior en la ciudad de San Miguel y sus alrededores, decidió dirigirse a Trujillo. Así, acompañado por los suyos, dejó atrás esa ciudad.

El factor y sus compañeros de Los Reyes avanzaron hasta llegar a unos alojamientos conocidos como las Perdices, a unas diez leguas de distancia de la ciudad, con la determinación de no detenerse hasta encontrarse con el virrey. En su camino, se encontraron con un español que se aproximaba a gran velocidad. Este hombre, al acercarse, se identificó como Ochoa y anunció que traía despachos del virrey para el cabildo de Los Reyes y el gobernador Vaca de Castro, lo cual resultó ser cierto, ya que el virrey lo había enviado mientras estaba en camino.

Los representantes del cabildo abrieron los despachos y encontraron un traslado de la provisión que Su Majestad dio a Blasco Núñez como virrey, así como una carta dirigida a Vaca de Castro, en la que se le ordenaba que renunciara al cargo de gobernador y se trasladara a Los Reyes, entre otros asuntos. Para el cabildo de Los Reyes, también había una carta en la que se les instruía a reconocer al virrey mediante el traslado de la provisión adjunto, otorgando a los alcaldes la autoridad judicial y retirando el cargo de gobernador a Vaca de Castro.

Se dice que, desde su llegada al reino, el virrey consideraba las acciones de Vaca de Castro como desfavorables y mostraba simpatía hacia aquellos que apoyaban a don Diego de Almagro. Estos son rumores comunes, pero desconozco su veracidad.

Al recibir los despachos, el factor y los demás se regocijaron, pues tenían enemistad con Vaca de Castro. Decidieron que Juan de Barbarán, como procurador, llevara la noticia. Este corrió apresuradamente de regreso a Los Reyes y, al llegar a la ciudad, recorrió las calles gritando como si la tierra se hubiera levantado en servicio de Su Majestad, anunciando: "¡Libertad! ¡El señor virrey está llegando! Aquí están sus despachos." Con esta noticia, el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Saucedo, los regidores Juan de León, Francisco de Ampuero y Nicolás de Ribera el Mozo, junto con los alcaldes Alonso Palomino y Nicolás de Ribera el Viejo, entraron al cabildo.

La provisión real de Su Majestad ordenaba que recibieran a Blasco Núñez como virrey. Sin embargo, algunos argumentaban que era un simple traslado, lo que les daba una excusa para no reconocer a Blasco Núñez como tal. Después de tres sesiones de cabildo sin llegar a un acuerdo, finalmente, debido a las tensiones públicas con Vaca de Castro más que por cualquier otra razón, el virrey fue reconocido en Los Reyes como lo ordenaba Su Majestad. Durante estas deliberaciones, el licenciado Esquivel de Badajoz, deseoso de servir al Emperador, abogó por reconocer a Blasco Núñez como virrey. Posteriormente, el licenciado se dirigió a Trujillo para unirse al servicio del virrey. Se envió una copia de estos eventos y la carta del virrey a Vaca de Castro.

A pesar de la alegre comunicación del virrey, el licenciado de la Gama, que actuaba como su teniente, abandonó la ciudad para encontrarse con Vaca de Castro, dejando el gobierno en manos de los alcaldes. Juan de Barbarán fue nombrado alguacil mayor, y las provisiones del virrey fueron proclamadas públicamente. El texto de estas provisiones se presenta a continuación:

Don Carlos, por la gracia divina, Emperador perpetuo de Alemania, y Doña Juana, su madre, así como el mismo Don Carlos, por la misma gracia, Reyes de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias y de Tierra Firme del Mar Océano, condes de Barcelona, señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y de Neopatria, condes de Flandes y de Tirol, entre otros títulos.

Por cuanto hemos considerado conveniente para nuestro servicio, el bienestar y el engrandecimiento de la provincia de la Nueva Castilla, conocida como Perú, hemos decidido nombrar a una persona que, en nuestro nombre y como nuestro virrey, la gobierne, y tome decisiones y provea todo lo necesario para el servicio de Dios Nuestro Señor, el crecimiento de Nuestra Santa Fe Católica, la instrucción y conversión de los indígenas nativos de esa tierra, así como para la sustentación, perpetuidad, población y desarrollo de la mencionada Nueva Castilla y sus provincias.

Por lo tanto, confiamos en vos, Blasco Núñez Vela, y creemos que es en beneficio de nuestro servicio y del bienestar de la provincia de la Nueva Castilla que asumáis el cargo de nuestro virrey y gobernador. Confiamos en que ejerceréis dicho cargo con prudencia y fidelidad. Por la presente, os designamos como nuestro virrey y gobernador de la Nueva Castilla y sus provincias, durante el tiempo que lo creamos conveniente, y como tal, os encomendamos que proveáis lo que sea necesario tanto para la instrucción y conversión de los indígenas a nuestra Santa Fe Católica, como para la perpetuidad, población y desarrollo de la mencionada tierra y sus provincias, según consideréis necesario.

Y mediante esta carta, ordenamos al licenciado Vaca de Castro, nuestro actual gobernador de la mencionada provincia, así como a nuestro presidente y oidores de la audiencia real que hemos establecido en Los Reyes, y a nuestro capitán general y capitanes de la mencionada tierra, y a los consejos, autoridades judiciales y regidores, caballeros, escuderos, funcionarios y ciudadanos honorables de todas las ciudades, villas y lugares de la mencionada Nueva Castilla, tanto las que están actualmente pobladas como las que se poblarán en el futuro, y a cada uno de ellos; que sin demora ni dilación alguna, sin necesidad de requerimiento, consulta o espera de otra carta o mandato nuestro, ya sea secundario o terciario, os reconozcan, reciban y consideren como nuestro virrey y gobernador en la mencionada Nueva Castilla, conocida como Perú, y sus provincias.

Asimismo, les ordenamos que os permitan y consientan ejercer libremente dichos cargos durante el tiempo que consideremos oportuno, en todas aquellas cuestiones que entendáis necesarias para nuestro servicio, el buen gobierno, la perpetuidad y el desarrollo de esa tierra, así como la instrucción de sus habitantes nativos. Para ejercer y desempeñar dichos cargos, todos deben conformarse a vuestra autoridad, obedeceros y cumplir con vuestros mandatos, proporcionándoos todo el apoyo y ayuda que necesitéis tanto con sus personas como con sus recursos, y obedeciéndoos en todo momento.

Por la presente, os recibimos en dichos cargos y os consideramos apto para ejercerlos, otorgándoos el poder y la facultad necesarios para hacerlo, incluso si encontráis resistencia o rechazo por parte de alguien en relación con ellos o alguno de ellos.

Asimismo, concedemos que, si consideráis que es necesario para cumplir con nuestro servicio y la ejecución de nuestra justicia, podáis ordenar que cualquier persona que actualmente se encuentre o en el futuro se encuentre en la provincia de la Nueva Castilla y sus tierras y provincias, salga de ella y no entre ni permanezca en ella. Podréis hacerlo en nuestro nombre, conforme a las leyes promulgadas sobre este asunto, proporcionando a la persona desterrada la causa de su destierro. Si consideráis que esta causa debe permanecer en secreto, podréis proporcionársela cerrada y sellada, y por vuestra parte, nos enviaréis otra copia de la misma para que estemos informados al respecto. Para todo lo anterior, así como para cualquier aspecto relacionado, os otorgamos pleno poder con todas sus incidencias y dependencias.

También ordenamos que, mientras ejerzáis los mencionados cargos de nuestro virrey y gobernador de esa tierra, recibáis un salario anual de cinco mil ducados, contados a partir del día en que zarpéis del puerto de Sanlúcar de Barrameda para dirigiros a nuestra provincia de Perú, durante todo el tiempo que ostentéis dichos cargos. Ordenamos a nuestros funcionarios en la provincia de Perú que os paguen esta cantidad de los impuestos que recolecten en la mencionada tierra, y que reciban vuestro documento de pago como comprobante. Además, ordenamos que esta nuestra provisión sea registrada por nuestros funcionarios en la ciudad de Sevilla, en la Casa de la Contratación de las Indias.

Dado en la villa de Madrid, el primer día del mes de marzo del año mil quinientos cuarenta y tres. —Yo, el Rey— Y Juan de Samano, el secretario de sus Cesáreas y Católicas Majestades, la hice escribir por su mandato.

Y en la parte posterior de esta real provisión de Su Majestad estaban las firmas y nombres siguientes: Frag. Carlis. Hispalens. S. eps. Conchen, el doctor Bernal, el licenciado Gutiérrez Vélez, el licenciado Gregorio López, el licenciado Salmerón. —Registrada— Juan de Loyando. —Por el canciller, Blas de Sayavedra.

 

Capítulo VII: De la llegada del gobernador Vaca de Castro desde el Cusco y lo ocurrido al factor Yllan Xuárez y los demás que se dirigían a encontrarse con el virrey.

El gobernador Vaca de Castro, después de su estancia en el Cusco, se encaminaba de regreso hacia su destino. Mientras tanto, el factor Yllan Xuárez y los otros enviados que se dirigían a encontrarse con el virrey avanzaban en su viaje.

Sin embargo, en el transcurso de su camino, aconteció un suceso inesperado.

Entonces, como se narró en capítulos anteriores, el gobernador Vaca de Castro deseaba abandonar la ciudad del Cusco para dirigirse a Los Reyes con la intención de encontrarse con el virrey Blasco Núñez Vela. A pesar de los consejos y advertencias de muchos de sus amigos, quienes le sugerían dirigirse al puerto de Quilca para embarcarse hacia Tierra Firme sin encontrarse con el virrey, él no consideraba sensato hacerlo de esa manera.

Decidió dejar la ciudad del Cusco llevando consigo algo de gente, armamento y artillería para su protección personal, o según algunos argumentaban, para utilizarlos en beneficio del bien común del reino. Otros afirmaban, con certeza, que lo hizo para evitar dejar ese armamento en el Cusco, previendo lo que podría suceder. Dado que la ciudad del Cusco era conocida por ser el epicentro de los disturbios que se extendían por todo el territorio, le pareció prudente llevar consigo el armamento y las armas.

Una vez fuera del Cusco, avanzó hasta llegar a la ciudad de Guamanga, donde se le unieron algunas personas. Desde allí, se dirigió a la provincia de Jauja, donde se encontró con el licenciado de la Gama y se informó de lo que había sucedido. Después de discutir con sus amigos sobre diversos temas, incluidas las ordenanzas y los rumores sobre el virrey, decidió enviar a su secretario, Pero López, para encontrarse con él y expresarle sus felicitaciones por su llegada, asegurándole que lo serviría en todo como representante del Rey nuestro señor. Y así, Pero López partió en la misión encomendada.

 

Una vez que los miembros del cabildo de la ciudad de Los Reyes se enteraron de que Vaca de Castro venía acompañado de mucha gente, le escribieron pidiéndole que disolviera su escolta y dejara las armas, y que entrara en la ciudad de Los Reyes de manera discreta, sin proclamarse más como gobernador del reino, ya que en ese momento ya no lo era. Sin embargo, le aseguraron que se le guardaría su honor por haber sido miembro del Consejo Real y haber ejercido como gobernador y capitán general.

Mientras tanto, Juan de Barbarán, el factor Yllan Xuárez de Carvajal, el capitán Diego de Agüero y los demás continuaron su camino hacia la ciudad de Trujillo. Después de varios días de viaje, llegaron a un pueblo de indígenas llamado Huaura, a unas dieciocho leguas de la ciudad de Los Reyes. Desde allí, partieron el viernes, ya tarde, para dirigirse al pueblo de La Barranca al día siguiente, sábado, víspera de la Pascua de Resurrección del año mil quinientos cuarenta y cuatro.

Durante su viaje, se encontraron con un criado del gobernador Vaca de Castro llamado Ruiloba, cuya llegada causó cierta inquietud. Ruiloba informó que el virrey se encontraba cerca de Trujillo y que estaba reclutando indígenas. También mencionó que en San Miguel ya no quedaban oficiales reales, ya que él también tenía la intención de quitarles los indígenas. Ante estas noticias, el factor Yllan Xuárez, cansado del viaje y molesto con las novedades, se recostó en un pilar del aposento, mientras que el capitán Diego de Agüero exclamó en voz alta que no pararía hasta encontrar al virrey, y que, si le iba a quitar los indígenas, que lo hiciera de inmediato, ya que su hijo no carecería de sustento, dado que tenía medios para vivir. Acto seguido, partió hacia Trujillo, acompañado por Rodrigo Núñez, un vecino de Huánuco que también estaba en conflicto con Vaca de Castro por haberle quitado los indígenas de repartimiento al seguir a don Diego de Almagro el Mozo.

Como se mencionó anteriormente, el virrey partió de la ciudad de San Miguel acompañado de algunos vecinos y soldados, y durante el viaje, estaba dispuesto a escuchar cualquier comentario negativo sobre Vaca de Castro. Se decía que, desde su llegada al Perú, se había alineado con los Almagros, y estos, sin restricción alguna, criticaban a Vaca de Castro a su antojo.

Es importante recordar que el antiguo nombre de San Miguel era Piura, el de Trujillo era Chimo, y el de Los Reyes era Lima. Aunque a veces olvidemos estos nombres y los mencionemos de diferentes maneras, el lector comprenderá que se refieren al mismo lugar.

Durante el viaje, el virrey recorría el camino real de Los Llanos, observando los vastos desiertos y los edificios en ruinas que indicaban la existencia de antiguas poblaciones. Lamentaba el estado de abandono en el que se encontraban, y expresaba su pesar por la disminución de la población, atribuyéndolo al mal gobierno. Se maravillaba al ver los imponentes y antiguos edificios construidos con gran magnificencia a lo largo de los caminos.

En los valles donde aún quedaban algunos indígenas, el virrey se esforzaba por persuadir a los señores y caciques de que eran vasallos del Rey de España. Les aseguraba que a partir de entonces tendrían una gran libertad y que los tributos que pagaban a los encomenderos serían moderados, al igual que los precios de los alimentos y otros productos necesarios. Además, les decía que, si deseaban más, debían estar dispuestos a pagar por ello.

Al llegar a la ciudad de Trujillo, recibió un gran recibimiento, aunque se notaba en los rostros de los asistentes una preocupación evidente y algunas lágrimas. Fue recibido con una formación militar, lo cual fue considerado un augurio desafortunado, ya que venía en busca de paz, pero era recibido con una disposición militar. Fue escoltado con un palio y los regidores vestidos con ropas púrpuras lo recibieron como virrey, tal como lo ordenaba Su Majestad.

El factor Yllan Xuárez de Carvajal y los demás caballeros regresaron a la ciudad de Los Reyes, y se dice que el factor colocó un lema en La Barranca que decía: "Cada uno debe cuidar de sus asuntos y no despojar a otros de sus bienes, ya que podría ser objeto de burla y costarle la vida". Algunos afirman que este lema fue colocado por Francisco Descolar, un vecino de Los Reyes, y esta versión se considera cierta.

 

Capítulo VIII: De cómo el gobernador Cristóbal Vaca de Castro, al recibir la carta del virrey y al enterarse de que ya había sido reconocido en Los Reyes, disolvió su séquito y envió la artillería a la ciudad de San Juan de la Frontera de Guamanga.

Una vez que el gobernador Cristóbal Vaca de Castro tuvo en sus manos la carta del virrey y se percató de que su autoridad ya había sido reconocida en la ciudad de Los Reyes, tomó la decisión de disolver a su séquito. Luego, ordenó que la artillería fuera enviada a la ciudad de San Juan de la Frontera de Guamanga.

 

Es verdaderamente impresionante observar cómo se desarrolla el curso de nuestra narración. Las alteraciones que ocurrieron en estos reinos fueron numerosas y de gran magnitud. La riqueza de esta tierra es tan inmensa que los cerros, cordilleras, ríos y arroyos rebosan de metales preciosos como la plata y el oro, lo cual provoca que tanta opulencia no pueda mantenerse en paz.

No deberían aquellos que vivían en esta tierra intentar ocultar sus iniquidades y grandes traiciones, atribuyendo la culpa únicamente al capitán Gonzalo Pizarro. Es innegable que recibía innumerables cartas de todas partes, instándolo a regresar y prometiéndole que todos le servirían y le apoyarían con sus bienes y sus personas. Aunque algunos intenten culpar a los habitantes del Cusco, la realidad es que fueron los que menos responsabilidad tuvieron en estos sucesos, como más adelante la escritura lo dejará claro y como yo mismo lo demostraré con toda evidencia.

Al enterarse el gobernador Vaca de Castro de la noticia de la llegada del virrey al reino y al ver la carta que este le había enviado, experimentó una profunda alteración. Esta se debía tanto a las informaciones que le había transmitido su criado Ruiloba como al recibimiento que le habían dispensado al virrey. Se dice que Vaca de Castro deseaba entrar en Los Reyes con un cierto grado de superioridad y aprovechar la ocasión del recibimiento para plantear algunas cuestiones relacionadas con las ordenanzas. Además, ansiaba que su secretario Pero López se reuniera con el virrey lo antes posible para informarle sobre las decisiones que se habían tomado en su nombre.

Vaca de Castro se encontraba perplejo, reflexionando sobre qué acción tomar en medio de esta situación llena de preocupaciones. Para un espíritu noble, tales circunstancias suponen una gran fatiga, y en momentos como estos, es crucial actuar con gran prudencia. Los principios de situaciones similares exigen un análisis meticuloso de las opciones disponibles, ya que cualquier error posterior recaerá en aquellos que no hayan evaluado adecuadamente la situación, mientras que los aciertos serán atribuidos a la prudencia de los que tomen decisiones acertadas.

En situaciones de gran envergadura, a menudo se requiere más determinación que consejo. Cuando las alteraciones y los disturbios se convierten en guerras, tiendo a confiar en un individuo audaz en lugar de en un erudito cauto, ya que se dice que estos últimos, por querer justificar un error, pueden cometer cien más. Vaca de Castro reflexionaba sobre su situación y comprendía que, si entraba en Los Reyes acompañado de artillería y armamento, esto sonaría mal y no inspiraría lealtad. Por otro lado, si ingresaba en secreto, se exponía a que el virrey impusiera su voluntad sin tener en cuenta su dignidad personal ni el servicio que había prestado al Rey, ya que su enemistad pública era conocida. Sin embargo, a pesar de estas consideraciones, decidió disolver a su séquito y ordenó que la artillería fuera llevada a San Juan de la Victoria de Guamanga. En el valle de Guadacheri, a dieciocho leguas de Los Reyes, dejaron las picas y otras armas que poseían.

El licenciado Benito Xuárez de Carvajal se encontraba junto a Vaca de Castro cuando recibió una carta de su hermano, el factor, en la que este le informaba que el virrey le quitaría los indígenas, tal como había hecho con otros tenientes, incluido él mismo por ser oficial. Por lo tanto, le aconsejaba que, tras revisar la carta, regresara al lugar donde tenían a su cargo los repartimientos de indígenas y sacara todo el dinero que pudiera para poder irse a España. Además, le sugería que dejara a cargo de sus indígenas a Rodrigo de Carvajal, Jerónimo de Carvajal y Juan Vázquez de Tapia. Una vez que el licenciado de Carvajal leyó esta carta en público y negoció con Vaca de Castro la transferencia de sus indígenas, a pesar de que ya no era gobernador, partió para llevar a cabo lo que su hermano le había escrito. Este episodio marcó el comienzo de los problemas entre el virrey y el factor, ya que el virrey fue informado de esta carta por Antonio y Juan de León cuando lo fueron a recibir.

Durante este período, Vaca de Castro, tras disolver a su séquito, llegó a la ciudad de Los Reyes acompañado de muy pocos seguidores. A pesar de ello, no dejó de utilizar todas sus habilidades para cultivar nuevas amistades y fortalecer las que ya tenía, con la esperanza de volver a establecerse firmemente en la región.

 

Capítulo IX: La Entrada del Gobernador Vaca de Castro en la Ciudad de Los Reyes y sus Consecuencias

No cabe duda de que Vaca de Castro demostró ser un hombre astuto, y si la ambición no hubiera nublado su juicio, habría gobernado el reino con prudencia. Aunque había reducido su séquito y solo contaba con algunos caballeros vecinos del Cusco, planificaba cuidadosamente su entrada a la ciudad. Conocedor de que el cabildo había recibido al virrey mediante un simple traslado, deseaba que ellos mismos le ofrecieran nuevamente el gobierno, para así poder enfrentarse al virrey en igualdad de condiciones.

Por ello, ordenó al licenciado de la Gama, quien había sido su teniente, que partiera hacia la ciudad y retomara su cargo de teniente. Además, escribió cartas llenas de gracia y promesas a varias personas, incluso a aquellos que se quejaban de él, ofreciéndoles nuevos nombramientos. En cuanto a la emisión de cédulas y provisiones, Vaca de Castro continuó haciéndolo sin cesar hasta su entrada en Los Reyes. La fecha de estos documentos, ya sea que indicaran un momento actual o anterior, solo él y sus escribanos lo sabían, pues yo no tengo acceso a tal información. Sin embargo, lo que realmente sucedió y cómo ocurrió no es desconocido, y el lector seguramente lo comprenderá.

De esta manera, sabemos que Vaca de Castro distribuyó muchos indígenas que estaban bajo su autoridad, así como aquellos que pertenecían al marqués don Francisco Pizarro, durante su travesía. El licenciado de la Gama volvió a tomar el cargo de teniente, ya que, cuando Juan de Barbarán llegó con los despachos a la ciudad, se negó a participar en las reuniones del cabildo y no estuvo presente en el recibimiento al virrey.

¡Oh, Dios mío! cuántas muertes, cuántos robos, desvergüenzas, insultos y destrucción de los naturales se avecinan por las envidias de estos hombres y su afán de conseguir el mando ¡Ojalá tu divina bondad hubiera sumergido a Vaca de Castro en las nieves de Pariacaca, donde jamás volviera a aparecer! Y que al virrey le hubiera dado un dolor tal que acabara con su vida en Trujillo, donde se encontraba, en lugar de sufrir su afrentoso final en Quito. ¡Y que se hubiera abierto otra cueva como la que apareció en Roma para tragar y devorar a Pizarro y Carvajal! Al menos, sin estas cabezas, no se hubieran desatado tantos males en esta miserable tierra, pues bastaban ya las dolorosas batallas de las Salinas y Chupas. Los pecados de los hombres eran tan enormes y la caridad entre ellos tan poca, que Dios permitió que pasaran por tan grandes calamidades como el lector pronto verá.

El licenciado de la Gama partió hacia la ciudad de Los Reyes, como íbamos contando. Vaca de Castro, al saber que estaba mal con el tesorero Alonso Riquelme, y que él y los otros regidores habían recibido al virrey solo con una simple copia de la provisión, habló con Lorenzo de Estupiñán, quien había venido para informarle de lo que ocurría y ver si podía negociar con él la obtención de algunos indígenas. Le dijo que, como era amigo del tesorero, lo reconciliara con él, pues le daría mejores indígenas que los que le había quitado. Estupiñán volvió a la ciudad y el tesorero le respondió, sobre lo que dijo de parte de Vaca de Castro, que ¿qué amistad iba a tener con él, si le había quitado los indígenas y, además, vendría y le cortaría la cabeza? Este tesorero era muy sabio, entendido y cauteloso para manejar sus asuntos; metía las manos en todos los negocios arduos e importantes, y luego sabía mantenerse al margen.

Al llegar a Los Reyes, el Licenciado de la Gama se dirigió a la posada del tesorero Riquelme. Allí, trató de persuadirlo, considerándolo el hombre más influyente, para que convocara un cabildo. Le aseguraba que él volvería a asumir el cargo de teniente, argumentando que, al momento de dejar la ciudad, no había realizado el traspaso oficial de la vara de mando, como era debido. Además, le mencionó que el virrey le había escrito indicándole que se quedara en la ciudad y asegurara su recibimiento conforme a las instrucciones de Su Majestad. Aunque estas afirmaciones eran ciertas y estaban respaldadas por la carta del virrey, la verdadera intención del Licenciado de la Gama era recuperar su posición en el cabildo. Temía que, al llegar Vaca de Castro, pudiera perder sus privilegios como teniente de los gobernadores anteriores, especialmente sus derechos sobre los indígenas. Sin embargo, no logró concretar ningún acuerdo.

Por otro lado, Vaca de Castro llegó a la ciudad de Los Reyes a pie. Aunque su llegada era conocida, no recibió un gran recibimiento, solo algunos de sus criados y amigos salieron a recibirlo. Juntos, ingresaron a la ciudad y se dirigieron a la residencia del obispo don Jerónimo de Loaysa, donde se hospedaron. Pronto, los vecinos comenzaron a visitarlo, discutiendo sobre las acciones del virrey y la seguridad que ofrecían las nuevas leyes.

 

Capítulo X: El gran alboroto en la ciudad de Arequipa ante la noticia de las nuevas leyes, y la partida de Francisco de Carvajal de Los Reyes.

En este capítulo se narra el caos que se desató en la ciudad de Arequipa cuando se difundieron las noticias sobre las nuevas leyes. Además, se relata la partida de Francisco de Carvajal de Los Reyes.

 

En el momento en que Alonso Palomino y don Antonio de Ribera llegaron a la ciudad del Cusco con la noticia de las nuevas ordenanzas, el gobernador Vaca de Castro había enviado a un mensajero llamado Tomás Vázquez con la urgencia de comunicar a la ciudad de Arequipa. Este mensajero llevaba consigo una carta de credencial en la que se instaba a los habitantes de Arequipa a mantener la calma y evitar cualquier tipo de disturbio al enterarse de las órdenes del virrey y las nuevas regulaciones que traía consigo. Se les aseguraba que, tras ser informado de que no sería en beneficio del servicio real ejecutar dichas órdenes, Su Majestad tomaría medidas al respecto con prontitud. Además, se les instaba a enviar procuradores a Los Reyes para presentar una petición sobre el asunto.

Tomás Vázquez partió del Cusco y llegó a Arequipa después de siete días de viaje. Una vez en la iglesia, se encontró con la mayoría de los vecinos de la ciudad. Después de mostrarles la carta de credencial, les explicó el propósito de su visita y les mostró una copia de las ordenanzas. La reacción de los habitantes fue de gran agitación y pesar al ver el contenido de las mismas, llegando incluso a tocar las campanas como si fuera un llamado a la guerra.

Con las ordenanzas en mano, un vecino de la ciudad llamado Miguel Cornejo subió al púlpito, el lugar habitualmente utilizado por los predicadores para sus sermones. El repique de la campana atrajo a la mayoría del pueblo, y frente a todos comenzó a leer en voz alta las leyes. Cuando llegó al punto en el que el Rey ordenaba que, en caso de fallecimiento de los encomenderos, los repartimientos pasarían a ser propiedad de la corona, Cornejo exclamó con vehemencia que no lo permitirían, incluso estarían dispuestos a perder sus vidas antes que permitir que eso se llevara a cabo. Del mismo modo, expresó su rechazo hacia otras disposiciones que consideraba excesivamente severas. La escena en la iglesia de Arequipa fue tan tumultuosa como la que ocurrió en Los Reyes, con los presentes mostrándose desconcertados y lamentándose de su mala fortuna. Después de tanto esfuerzo y sacrificio para explorar la provincia, sentían que estaban siendo recompensados de manera injusta. Mientras tanto, el capitán Alonso de Cáceres intentaba calmar el alboroto, consciente de que las palabras de Cornejo no conducían a ninguna solución. Con esto, dejemos de lado este asunto y retomemos el relato con la llegada de Carvajal.

Se cuenta que Carvajal había decidido partir hacia España, reconociendo por experiencia que, con la llegada del virrey, el reino no estaría en paz y habría disturbios en varias provincias. Aunque intentó conseguir los medios para su viaje, el cabildo de Los Reyes no le proporcionó ningún apoyo ni autorización, a diferencia de lo que ocurrió en el Cusco. Su intento de embarcarse en un barco también fracasó, ya que las autoridades se negaron a permitir que ninguna nave partiera del puerto hasta la llegada del virrey. Ante la falta de opciones en Los Reyes, decidió dirigirse a la ciudad de Arequipa, con la esperanza de encontrar un barco en el puerto de Quilca que le permitiera cumplir su deseo. Dejó Los Reyes rápidamente, llevando consigo sus pertenencias, presintiendo la calamidad que se avecinaba en todo el reino. Sin embargo, en el puerto de Quilca tampoco encontró la oportunidad que buscaba, ya que parecía que Dios había decidido que no abandonara la tierra, sino que se convirtiera en un azote y castigo para muchos. Y así fue, ya que su mandato causó tantas muertes que es doloroso recordarlo.

Capítulo XI: De los acontecimientos en la ciudad de Los Reyes después de la llegada del Licenciado Cristóbal Vaca de Castro, y de las acciones del virrey en Trujillo.

En este capítulo se narran los sucesos ocurridos en la ciudad de Los Reyes tras la asunción del Licenciado Cristóbal Vaca de Castro como gobernador, así como las actividades que llevaba a cabo el virrey en Trujillo.

 

Ya es hora de relatar la partida de los Charcas bajo el mando del capitán Gonzalo Pizarro, pero también es importante abordar lo sucedido en la ciudad de Los Reyes con la llegada del Licenciado Vaca de Castro. Una vez que hayamos cubierto este punto, volveremos al resto de la narración.

El Licenciado Vaca de Castro se alojó en las residencias del obispo don Jerónimo de Loaysa, mientras continuaban llegando noticias a Los Reyes sobre las acciones emprendidas por el virrey en la ciudad de San Miguel y las últimas medidas adoptadas en Trujillo en cumplimiento de las ordenanzas, especialmente en lo referente a los asuntos indígenas y otros asuntos administrativos. Los miembros del cabildo estaban profundamente preocupados por haber recibido al virrey sin que hubiera llegado a Los Reyes ni se hubiera establecido la audiencia, y por las acciones que tomaba sin consulta previa con los oidores. Algunos se cuestionaban si fue un error recibirlo antes de su llegada personal a la ciudad, ya que podrían haber esperado y recibido las órdenes originales de Su Majestad. También consideraban que podrían haber dilatado su recibimiento hasta la llegada de Vaca de Castro, quien era el gobernador del reino.

Se dice que Vaca de Castro se dirigió a los regidores de la ciudad para disculparse por la presencia de la gente armada que había traído del Cusco. Explicó que lo hizo porque había recibido información sobre las ordenanzas y temía que, de cumplirse, pudieran causar daño a todos. Además, quería evitar cualquier disturbio en el Cusco y las provincias vecinas que pudiera surgir debido al descontento de la población peruana. Vaca de Castro expresó su disposición a cooperar y su voluntad de trabajar en armonía con ellos, destacando que había disuelto la fuerza armada y había ingresado a la ciudad con humildad, sin hacer alarde de su posición de gobernador y con poca escolta. Si algo saliera mal, afirmó que estaría dispuesto a asumir la responsabilidad, pero también instó a que se considerara que siempre había actuado en beneficio del servicio del Rey nuestro señor, cumpliendo con sus deberes de manera diligente.

Tras escuchar estas palabras por parte de los vecinos y regidores, y comprendiendo la disposición de Vaca de Castro, deseaban que él retomara el gobierno de la provincia. Creían que, como gobernador, velaría por el bien común y que era necesario informar a Su Majestad de que la ejecución de las nuevas leyes no serviría al interés real. Para poder llevar a cabo esta conclusión, comenzaron a reunirse en sus cabildos y enviaron una solicitud a Vaca de Castro para que se presentara ante ellos, a fin de llegar a un acuerdo sobre lo que todos anhelaban. Además, esperaban que Vaca de Castro retomara el gobierno del reino, ya que no habían sido consultados sobre la recepción del virrey. Sin embargo, Vaca de Castro, priorizando su autoridad sobre sus propios deseos, respondió con firmeza. Sugirió que fueran ellos quienes se acercaran a donde él estaba para celebrar el cabildo y el ayuntamiento, ya que consideraba más apropiado que él no acudiera a donde ellos querían. Hubo algunos intentos de enviar mensajeros de un lado a otro, pero ni Vaca de Castro accedió a asistir al cabildo ni el cabildo aceptó reunirse donde él estaba. Al parecer, existían sospechas mutuas entre Vaca de Castro y el cabildo, ya que en el pasado siempre habían tenido desavenencias. La resolución de estos asuntos quedó en manos del cabildo, que decidió redactar ciertos capítulos para que Vaca de Castro los firmara. Debido a la naturaleza secreta de estos acuerdos, no se conoció completamente el contenido de los mismos.

El obispo don Jerónimo de Loaysa intervino en estos asuntos y logró entablar amistad entre Alonso Riquelme, el tesorero, y el factor Illan Xuárez con Vaca de Castro. Después de redactados los capítulos, el tesorero Alonso Riquelme los entregó a Lorenzo de Estupiñán para que los llevara a Vaca de Castro y los firmara. Sin embargo, al revisarlos, Vaca de Castro se negó a firmarlos, argumentando que era necesario hacer modificaciones, eliminar algunos puntos y agregar otros. Estupiñán insistió en que él mismo hiciera las correcciones y firmara los documentos, pero Vaca de Castro se mantuvo firme en su decisión, señalando que no confiaba en la constancia de los hombres involucrados y que no arriesgaría su honor en sus manos. A pesar de los intentos y las negociaciones entre Vaca de Castro y los miembros del cabildo, no se logró llegar a ningún acuerdo. Por el momento, no hay más que decir sobre Vaca de Castro, ya que no se concretó ninguna de las propuestas del cabildo y él permaneció en la Ciudad de Los Reyes. Además, se rumorea que no mostraba preocupación por las críticas dirigidas al virrey.

Mientras tanto, el virrey se mantenía en Trujillo, ocupado en asuntos de poca importancia, confiando en que, una vez establecida la audiencia, podría hacer cumplir sus órdenes simplemente enviando un alguacil. Sin embargo, aquellos que gobiernan reinos y provincias sin consejo propio terminan cayendo, como ya han caído muchos antes. Si el virrey hubiera abandonado los arrabales con prisa y se hubiera dirigido a las ciudades con prudencia, se podrían haber evitado muchos escándalos y daños significativos.

En Trujillo, se ocupaba principalmente en instruir a los indígenas sobre sus obligaciones tributarias y en imponerles lo mismo que había impuesto a los habitantes de San Miguel. También retiró indígenas de los repartimientos del capitán Diego de Mora y de Alonso Holguín, ya que habían sido tenientes de gobernadores.

En la ciudad de Trujillo, se encontraban su hermano Francisco Velázquez Vela Núñez, un noble caballero de virtudes destacadas, y su cuñado Diego Álvarez de Cueto, un hombre sensato y prudente que siempre se enorgullecía de dar buenos consejos al virrey. También estaban presentes otros que acompañaron al virrey desde Tumbes.

Por otro lado, en la ciudad de Los Reyes, Hernando Bachicao, Diego Maldonado, Gaspar Rodríguez, Pedro de los Ríos y otros, al observar lo que ocurría en Trujillo y cómo el virrey aplicaba las nuevas leyes, discutían entre ellos la posibilidad de regresar al Cusco sin esperar a que el virrey llegara a Lima, para decidir qué hacer respecto a las ordenanzas.

 

Capítulo XII: Durante la estadía del capitán Gonzalo Pizarro en los Charcas, recibió cartas de varias personas, incluyendo una de Bustillo, instándolo a regresar al reino y velar por sus intereses.

En este capítulo se relata cómo Gonzalo Pizarro, estando en los Charcas, es contactado por diversas personas que lo animan a regresar al reino para ejercer influencia y procurar por sus intereses.

 

El lector recordará cómo el capitán Gonzalo Pizarro había dejado la ciudad del Cusco y se había dirigido a la villa de Plata, ubicada en la región de los Charcas, donde poseía repartimientos de indígenas muy ricos. Mientras se encontraba en un pueblo llamado Chaqui, enviando mensajeros a las minas de Potosí, que en ese momento estaban comenzando a ser descubiertas para la extracción de plata, recibió la visita de un criado del comendador Hernando Pizarro llamado Bustillo. Este criado fue enviado por don Antonio de Ribera, Alonso Palomino, Villacorta y muchos otros, quienes le entregaron cartas.

En ese mismo período, Luis de Almao, criado de Gonzalo Pizarro, me informó que Vaca de Castro le había escrito, instándolo a mantener la calma y no perturbarse, a pesar de que las cosas no iban bien con respecto a las ordenanzas. Vaca de Castro le aseguraba que Su Majestad sería informado de la verdad y tomaría las medidas necesarias en beneficio de su servicio real.

Las cartas de don Antonio, Palomino, Villacorta, Alonso de Toro y otros urgían a Gonzalo Pizarro a acudir de inmediato para liberar y rescatar al reino del grave peligro que se avecinaba. Además, le llevaron las ordenanzas. El mensajero llegó justo cuando Gonzalo estaba cazando a unas ocho leguas de distancia, en una estancia llamada Palcócon, con sus criados despreocupados por tales asuntos.

 

Cuando Bustillo llegó al pueblo, encontró a Luis de Almao y le pidió que fuera personalmente a informar a Gonzalo Pizarro de que debía venir de inmediato, pues su vida estaba en peligro. Cuando Luis de Almao llegó a donde estaba Gonzalo Pizarro, ya entrada la noche, este se alarmó al principio pensando que se trataba de otra cosa. Pidió luz y Almao le dijo: "Levántate, Bustillo ha llegado con despachos y noticias que debes tomar en cuenta, te quieren cortar la cabeza." Gonzalo Pizarro, creyendo que se refería a Vaca de Castro, juró vengarse de él primero. Sin hacer más preguntas, se levantó de inmediato y, antes de que amaneciera, montó a caballo y se dirigió con prisa al pueblo de Chaqui, donde encontró al mensajero.

Gonzalo Pizarro pasó todo el día y parte de la noche leyendo las cartas y, al ver las ordenanzas, mostró una gran consternación. Sin terminar de leerlas, salió y arrojó las cartas con las ordenanzas a quienes estaban con él, diciendo que las malas noticias eran tan graves que ni él mismo podría entenderlas ni explicarlas. Después, envió a Juan Ramírez a la ciudad de Arequipa para detener ciertos fondos que había enviado para ser enviados a España.

Permaneció un día en el pueblo antes de partir hacia Porco, donde pasó la noche mostrando una gran tristeza. Se dice que incluso lloró varias veces, como presintiendo los grandes males que se avecinaban en el reino. No sé si sus lágrimas eran genuinas o fingidas, ya que aquellos que aspiran a levantarse como tiranos suelen utilizar muchas artimañas para engañar a quienes los siguen. En pocos días, se dirigió a las minas de Porco, donde intentó reunir la mayor cantidad posible de dinero.

 

Capítulo XIII: En la villa de Plata, ocurrieron diversos acontecimientos mientras Gonzalo Pizarro se encontraba allí. Además, algunos procuradores salieron con destino a Lima.

En este capítulo se narrarán los eventos que tuvieron lugar en la villa de Plata durante la estadía de Gonzalo Pizarro, así como el viaje de algunos procuradores que se dirigieron a Lima.

 

Después de que el gobernador Vaca de Castro derrotó a don Diego de Almagro en Chupas, designó a Luis de Ribera, un caballero destacado originario de Sevilla, como teniente de gobernador de la villa. La villa estaba tranquila y en paz, sin signos de disturbios, cuando se dieron a conocer las nuevas ordenanzas y leyes enviadas por Su Majestad el Rey, así como la llegada de Blasco Núñez como virrey. Además de estas noticias, recibieron cartas del cabildo de la ciudad del Cusco y del gobernador Vaca de Castro, confirmando la situación e instando a enviar procuradores para presentar peticiones sobre las ordenanzas.

Estas noticias provocaron gran agitación entre los habitantes de la villa, como había sucedido en todas partes donde se habían escuchado. Después de que pasó el tumulto inicial, los funcionarios locales, incluyendo al teniente Luis de Ribera, Diego Centeno y Antonio Álvarez como alcaldes, y Lope de Mendieta, Francisco de Retamoso y Francisco de Tapia como regidores perpetuos, se reunieron en cabildo. Tras una cuidadosa reflexión, acordaron que, aunque el Rey había promulgado las ordenanzas, no sería prudente rechazarlas ni desobedecerlas con actitudes de rebelión o desacato. En cambio, decidieron que, como vasallos obedientes, deberían suplicar humildemente al Rey que suspendiera total o parcialmente su aplicación. Esta súplica debía ser general, enviando representantes de la villa para suplicar al virrey que no llevara a cabo las ordenanzas hasta que Su Majestad, informado de la situación, decidiera lo que más convenga a su servicio.

Después de una cuidadosa deliberación, se decidió que Diego Centeno, alcalde, y Pero Alonso de Hinojosa, regidor de la villa, actuarían como procuradores. Se les otorgó plenos poderes para unirse a otros procuradores de ciudades y villas en la presentación de la súplica, y para comprometer los recursos y personas de la villa en este asunto, siempre y cuando la súplica se hiciera con toda humildad.

Luis de Ribera se dirigió amablemente a todos los vecinos, asegurándoles que no debían angustiarse ni preocuparse por las ordenanzas, ya que confiaba en que Su Majestad estaría dispuesto a revocarlas.

Diego Centeno y Pedro de Hinojosa partieron de la villa hacia la ciudad de Los Reyes, luego de que Pedro de Hinojosa se reuniera previamente con Gonzalo Pizarro en el pueblo de Chaqui.

 

Capítulo XIV: Se detallan las acciones emprendidas por el capitán Gonzalo Pizarro y la gran cantidad de cartas que recibía de diversas regiones.

En este capítulo se describirán las actividades llevadas a cabo por Gonzalo Pizarro, así como la considerable cantidad de correspondencia que recibía de todas partes.

 

El ánimo del capitán Gonzalo Pizarro estaba profundamente afectado al escuchar las noticias que circulaban. Siendo un hombre de escaso conocimiento, no evaluaba con prudencia los posibles acontecimientos futuros. A veces pensaba en retirarse a su casa y mantenerse en la sombra para evitar ser atrapado en un lazo una vez que sus asuntos prosperaran. Otras veces, consideraba que sería falta de valentía y que, dado que todos tenían sus ojos puestos en él, no serían tan ingratos como para no reconocer el bien que les hacía al liderar personalmente ese asunto.

Además, recordaba amargamente su fracaso en el descubrimiento de la Canela, que lo dejó arruinado y endeudado hasta el punto de que con cincuenta mil pesos no podría pagar sus deudas. Creía que era justo que Su Majestad lo nombrara gobernador, ya que, según el testamento del Marqués y una provisión real, ya lo había sido en Quito. Esto aumentaba su deseo de ir al Cusco, reunir gente y oponerse al virrey.

Las constantes cartas que recibía de todas partes también complicaban las cosas. Lo incitaban a salir rápidamente de donde estaba, exacerbando su ira al instarlo a tomar el liderazgo en la empresa para liberar la provincia. Le recordaban su papel como compañero del Marqués en el descubrimiento del reino y le pedían que se compadeciera de la gran miseria y tributación que Su Majestad estaba imponiendo. Para motivarlo aún más, le informaban que tanto él como todos los que habían participado en las alteraciones pasadas estaban condenados a perder la vida y sus propiedades.

Ante todas estas circunstancias, y considerando que Gonzalo Pizarro, como ya mencioné, carecía de amplios conocimientos, sin percibir la locura y el gran desatino que significaba enfrentarse a los representantes del Rey, decidió dirigirse hacia la ciudad del Cusco. Allí contaba con amigos influyentes que podrían aconsejarle sobre el mejor curso de acción en esta situación. Escribió cartas optimistas a todas partes, asegurando que iría y haría lo que le pidieran, incluso arriesgando su vida para complacerlos.

Reuniendo toda la plata que tenía a su disposición, pues cada día le entregaban una gran cantidad de ella, determinó partir hacia la majestuosa ciudad del Cusco. Dejó instrucciones precisas para que la plata que le entregaran fuera manejada con extrema discreción. Lo acompañaban en su viaje hasta catorce hombres, todos sus criados, y su hermano Blas de Soto.

Durante el trayecto hacia el Cusco, Gonzalo Pizarro recibía numerosas cartas de Lima y otras partes, pero guardaba silencio. Su actitud taciturna sugería que haría lo que le pidieran en esas misivas.

 

Capítulo XV: Gonzalo Pizarro envía un espía a Arequipa para obtener información sobre el virrey, y cómo algunos soldados se le unen en el camino.

En este capítulo se relata cómo Gonzalo Pizarro decide enviar a un espía a Arequipa con el fin de obtener información sobre los movimientos del virrey. Además, se describe cómo algunos soldados se unen a él en su camino hacia el Cusco.

 

Enormemente ansioso por saber si el virrey Blasco Núñez Vela había ingresado al reino y en qué parte se encontraba, el capitán Gonzalo Pizarro convocó en secreto a un soldado llamado Bazán, conocido por su diligencia y su familiaridad con la región, para que partiera de inmediato hacia la ciudad de Arequipa. Su tarea era averiguar el paradero del virrey y cualquier información relevante sobre él, con la precaución de no levantar sospechas de que actuaba por orden de Pizarro. En caso de que el virrey estuviera en alguna provincia del reino, debía regresar rápidamente para informar discretamente a Pizarro. Si no se confirmaba la presencia del virrey en el Perú, debía dirigirse a la ciudad de Los Reyes para obtener información precisa sobre su paradero y sus planes. Bazán, comprometido con la misión encomendada por Pizarro y respaldado por numerosos vecinos de Arequipa y Los Reyes, partió de inmediato. Después de recorrer algunas jornadas, regresó abruptamente al enterarse de que el virrey se encontraba cerca de Trujillo.

Mientras tanto, Gonzalo Pizarro llegaba al lago Titicaca, en la provincia del Collao, donde se encontró con el capitán Francisco de Almendras y sus dos sobrinos, Diego de Almendras y Martín de Almendras, quienes venían a unirse a Pizarro tras enterarse de sus planes de dirigirse hacia el Cusco. Desde el momento en que se encontraron, Gonzalo Pizarro y Francisco de Almendras demostraron una gran alegría, pues mantenían una estrecha amistad desde los tiempos de la conquista del reino.

Continuando su camino, Gonzalo Pizarro y sus acompañantes conversaban entre ellos sobre diversos temas. La fama de la llegada de Gonzalo Pizarro al Cusco se había extendido por todas partes, lo que atrajo a algunos vecinos de las ciudades para encontrarse con él. En el pueblo de Ilabe, que pertenecía al Rey nuestro señor, se encontraron con León de Noguerol de Ulloa, Hernando de Torres, vecinos de Arequipa, y un soldado llamado Francisco de León. Después de disfrutar de su encuentro, dedicaron sus conversaciones y reuniones a discutir las rigurosas ordenanzas impuestas por el virrey y la falta de benevolencia que mostraba al escuchar las súplicas de los vecinos para que se reconsiderara el cumplimiento de las órdenes del Rey, su soberano y natural señor.

Además de los vecinos, muchos soldados se unieron a Pizarro, provenientes de diferentes lugares de la provincia. El primero en unirse a él fue Martín Monje, quien participó en la guerra durante mucho tiempo y ahora reside en la villa de Plata. Estos soldados se unían a Pizarro porque esperaban la guerra y despreciaban la paz, ya que les permitía saquear y apropiarse de lo ajeno a su voluntad. Además, sabían por experiencia que los cambios en el poder podían beneficiar a unos y perjudicar a otros. Con la ausencia de paz y estabilidad en el reino, los soldados pobres podían convertirse en vecinos prósperos, mientras que los antiguos señores con grandes repartimientos podían terminar empobrecidos e incluso perder la vida. Por lo tanto, mostraban su disposición a seguir a Pizarro con alegría, demostrando estar listos y dispuestos para cualquier tarea que él les ordenara. Por su parte, Pizarro, en su obstinación por oponerse al gobierno establecido, respondía agradeciendo la voluntad que mostraban sus seguidores.

Mientras Gonzalo Pizarro continuaba su viaje, recibió nuevas cartas de Alonso de Toro, Francisco de Villacastín y otros vecinos del Cusco, quienes le informaron sobre los acontecimientos en la región. Aunque la mayoría de los vecinos del Cusco, al igual que otros en el Perú, expresaban su descontento por la llegada de las ordenanzas, no podían olvidar su práctica de explotar a los indígenas y aprovecharse de su riqueza, temiendo que las nuevas regulaciones limitaran su codicia.

Al llegar al pueblo de Ayavide, en los límites de los Collas por esa zona, Gonzalo Pizarro fue recibido por el encomendero del lugar, Francisco de Villacastín, quien previamente le había enviado las cartas. También encontró a Tomé Vázquez, un vecino del Cusco que había salido para visitar unas minas en el río Carabaya. Al ver a Gonzalo Pizarro, Tomé Vázquez, al igual que los demás, mostró alegría y decidió abandonar su viaje a Carabaya para regresar con él a la ciudad del Cusco.

Gonzalo Pizarro, al ver que las acciones y voluntades de todos coincidían con las promesas y compromisos expresados en las cartas que había recibido, se sintió muy feliz y animado, anhelando llegar pronto a la ciudad del Cusco. Para acelerar su viaje, decidió dejar su equipaje en un pueblo llamado Quiquixana y continuar hacia el Cusco con jornadas más rápidas. Antes de partir, un soldado llamado Espinosa le aseguró que el virrey Blasco Núñez estaba en Los Reyes, con tanta certeza como Jesucristo en el cielo.

Durante el camino, se dice que en varias ocasiones Gonzalo Pizarro expresó su determinación de tomar medidas drásticas si el virrey Blasco Núñez no modificaba las ordenanzas. Manifestó su creencia de que el Emperador, su majestad, lo veía con desagrado por no haberlo nombrado gobernador del reino, a pesar de que él y sus hermanos lo habían descubierto y conquistado a su propio costo. Juró ante Nuestra Señora que las ordenanzas serían revocadas o él perdería la vida antes.

Avanzando en su camino, Gonzalo Pizarro se encontró con Francisco Sánchez, un vecino del Cusco, quien lo recibió con efusividad y le instó a apresurarse para encontrarse con Blasco Núñez y "agradecerle" las ordenanzas que traía. Además, se dice que Francisco Sánchez pronunció palabras irrespetuosas hacia el poderoso Emperador, lo cual es lamentable de recordar.

En la provincia de Collao, Gonzalo Pizarro se encontró con Juan Ortiz de Zarate, a quien trató de persuadir para que lo acompañara al Cusco. Sin embargo, Juan Ortiz respondió con prudencia, negándose a seguirlo, pues reconocía, a través de las palabras imprudentes y desvergonzadas de Gonzalo Pizarro y sus seguidores, que no tenían buenas intenciones ni propósitos leales.

 

Capítulo XVI: La entrada del Capitán Gonzalo Pizarro en la ciudad del Cusco, donde encontró una notable falta de entusiasmo y determinación entre muchos de los habitantes, y los acontecimientos relacionados con el virrey en Trujillo.

En aquel momento, García de Montalvo, teniente de gobernador en nombre de Vaca de Castro, junto con los alcaldes y regidores de la ciudad, se enteraron de la llegada de Gonzalo Pizarro y su proximidad a la urbe. Tras deliberar en su reunión sobre cómo abordar la situación, decidieron recibirlo con entusiasmo, creyendo que su única intención era servir como procurador general del reino. Con este ánimo alegre, todos salieron a su encuentro y le dieron una cálida bienvenida. Gonzalo Pizarro se instaló en sus residencias o palacios, donde algunos vecinos lo visitaban con escasa frecuencia y no mostraban un deseo claro de que asumiera la responsabilidad con mano armada. Sin embargo, otros le hacían grandes ofrecimientos y lo alentaban a perseverar sin importar las dificultades, instándolo a mantenerse firme en sus propósitos.

Antes de narrar la entrada de Gonzalo Pizarro en la ciudad del Cusco, debo rectificar un descuido en la secuencia de nuestra historia. Deberíamos haber relatado primero la llegada del virrey a la ciudad de Los Reyes antes que la entrada de Pizarro en el Cusco. Fue un error mío que ahora enmiendo para mantener el orden adecuado en nuestra narración. El virrey, como se mencionó anteriormente, estaba en la ciudad de Trujillo ocupado en asuntos relacionados con el trato justo hacia los nativos y estableciendo regulaciones para que conocieran su libertad. Continuaba ocupado con estas tareas y otras que se llevarían a cabo por su orden. Antes de relatar su llegada a Los Reyes, es pertinente contar la partida de ciertos vecinos del Cusco hacia allí.

 

Capítulo XVII: Cómo algunos vecinos de la ciudad del Cusco abandonaron la Ciudad de Los Reyes sin aguardar al virrey, y cómo este tuvo aviso de ello.

 

El tumulto en la ciudad de Los Reyes seguía siendo notable, alimentado por las noticias constantes sobre las acciones del virrey y su firme aplicación de las nuevas leyes, así como por las estrictas órdenes que impartía a los indígenas en relación con los encomenderos. Vaca de Castro seguía de cerca los rumores sobre el virrey, aparentemente incómodo con su reputación y el descontento que generaba. Sin embargo, en público, disimulaba su desaprobación y elogiaba al virrey, aunque con reservas, insinuando que había sido mal aconsejado al mostrar tanta seguridad en su entrada al reino.

En el Cusco, algunos vecinos, como Hernando Bachicao y Gaspar Rodríguez, entre otros, expresaban el deseo de abandonar Los Reyes sin esperar al virrey. Estas opiniones se extendían por diversas partes. Santillana, mayordomo del virrey, recibió noticias de estas inquietudes y envió urgentemente un mensajero para informar al virrey de la situación. Le instaba a abandonar Trujillo, donde se ocupaba en asuntos menores y de poca importancia para su autoridad y dignidad, y a dirigirse rápidamente a Los Reyes para hacer frente al creciente tumulto en la ciudad y en otros lugares.

El mensajero, un tal Mendieta, partió con premura hacia Trujillo y en pocos días llegó a la ciudad, donde el virrey ya había sido informado parcialmente por Diego de Agüero sobre algunos de los acontecimientos. En Los Reyes, corrió el rumor de que el virrey había sido arrestado, una noticia que resultó ser falsa, ya que nunca se había contemplado tal medida por parte del propio virrey.

Cuando Mendieta llegó, el virrey mostró cierta preocupación, aunque no creía que el reino se levantaría abiertamente contra él. Afirmaba que incluso con cincuenta valientes a su lado, sería suficiente para pacificar todo el Perú, aunque se resistieran a aceptar las nuevas leyes. Sin perder tiempo, dio instrucciones para su partida hacia la ciudad de Los Reyes, a pesar de que su hermano Vela Núñez estaba enfermo. Junto a él partieron de Trujillo el capitán Diego Álvarez de Cueto, su cuñado, y el propio Vela Núñez, además de otros caballeros y algunos vecinos de Trujillo y Piura.

Después de observar los acontecimientos en la ciudad de Los Reyes, los vecinos del Cusco que se encontraban allí se dieron cuenta de que no se había llegado a un acuerdo entre el licenciado Vaca de Castro y el cabildo, y también supieron que el virrey ya había dejado Trujillo. Ante esta situación, comenzaron a percibir como una gran dificultad el cumplimiento de las nuevas leyes y consideraron que sería más fácil oponerse al virrey y obligarlo a abandonar el reino, restableciendo en el gobierno al licenciado Vaca de Castro, a quien todos tenían un gran aprecio y amistad, especialmente Gaspar Rodríguez de Camporedondo.

Algunos afirmaban, basándose en ciertos rumores, que el licenciado Vaca de Castro había sugerido en secreto la idea de dirigirse a la ciudad del Cusco, y que, si el capitán Gonzalo Pizarro ya había llegado allí, deberían unirse a él. En caso contrario, Vaca de Castro se presentaría como teniente de gobernador, ya que el virrey no estaba presente en la ciudad del Cusco en ese momento. Se sospechaba que había una conspiración entre Vaca de Castro y los vecinos para enfrentarse al virrey, con la esperanza de que, al mostrarse Gonzalo Pizarro como una alternativa, pudieran convencerlo para que desistiera de sus planes. Luego, podrían restaurar a Vaca de Castro como gobernador con el apoyo de los cabildos locales.

Se relatan numerosos incidentes y conversaciones entre diversas personas, que me encantaría conocer más a fondo para poder escribir sobre ellos, aunque algunos hombres de autoridad me aseguran que estas narraciones son verídicas y no carecen de fundamento. Así que, tras discutir entre ellos lo mencionado, Gaspar Rodríguez de Camporedondo decidió salir a la plaza y, al ver a Santillana, el criado del virrey, lo increpó en voz alta, anunciando que se dirigía a la ciudad del Cusco para proteger su patrimonio, al igual que todos los demás, ya que el virrey estaba tratándolos de manera despiadada. Tras despedirse de Vaca de Castro, Gaspar Rodríguez de Camporedondo partió junto a Hernando de Bachicao y Beltrán del Conde hacia la ciudad del Cusco.

Por otro lado, Diego Maldonado y Pedro de los Ríos tomaron una decisión similar, optando por el camino marítimo hacia Los Llanos con la intención de refugiarse en la provincia de Andahuaylas y evitar verse envueltos en los levantamientos que temían que surgirían. Los cielos ya estaban tan oscuros y amenazantes que parecía inevitable que el reino se enfrentara a grandes problemas y calamidades.

Una vez en la provincia de Huarochirí, Gaspar Rodríguez, Bachicao y los demás compañeros quemaron las picas que Vaca de Castro había dejado allí, y trasladaron los arcabuces y pequeños tiros de campo a la ciudad del Cusco, confiándolos al padre Loaysa para que los siguiera con prontitud. Después de la partida de estos vecinos, el licenciado de la Gama salió de la ciudad, acompañado por un soldado llamado Olea.

 

Capítulo XVIII: Gonzalo Pizarro envía a Mézcua como espía a la ciudad de Los Reyes, pero al no encontrar lo que esperaba allí, contempla la posibilidad de retirarse.

Una vez establecido en la ciudad del Cusco, como mencionamos en capítulos anteriores, Gonzalo Pizarro recibió visitas de algunos vecinos, pero no todos compartían su visión y deseaban unirse a él. Con el fin de ganarse su favor, Pizarro aseguraba que emplearía todas sus fuerzas en beneficio del bien común, como si se tratara de sus propios hermanos y compañeros. Evitaba palabras que sugirieran sus verdaderas intenciones de dominio tiránico sobre el reino. Sin embargo, los vecinos, al enterarse de la inminente llegada del virrey desde Trujillo a la ciudad de Los Reyes, donde ya lo habían recibido con beneplácito, se mostraron cautos para evitar cualquier daño futuro causado por el levantamiento de Gonzalo Pizarro. Decidieron no favorecerlo y apenas lo visitaban.

Al percatarse de la falta de apoyo por parte de aquellos que inicialmente lo habían llamado, Gonzalo Pizarro se entristeció y manifestó su descontento, argumentando que una causa común no podía ser menospreciada de esa manera. Expresó su deseo de regresar a los Charcas y, ordenando a su criado Mézcua, le encomendó que se dirigiera rápidamente a la ciudad de Los Reyes para averiguar la situación y si el virrey planeaba entrar pronto en ella. Mézcua cumplió con la tarea, mientras que Gonzalo Pizarro decidió esperar para conocer su respuesta y, en caso de que los vecinos del Cusco lo aceptaran como su defensor y le otorgaran el título de procurador general, estaría dispuesto a continuar su lucha.

Durante este tiempo, llegó al Cusco el licenciado Benito Xuárez de Carvajal, quien criticaba abiertamente las acciones del virrey y su rigurosidad en la ejecución de las nuevas leyes. Gonzalo Pizarro recibió con gran alegría la llegada de Carvajal, mientras que el licenciado de la Gama, que se dirigía de regreso al Cusco, se mostraba contento por haber abandonado la ciudad antes de la llegada del virrey y expresaba su enfado por las acciones que se decían que este llevaba a cabo. Instaba a todos los que encontraba a regresar al Cusco y a evitar ir a Los Reyes debido a la supuesta crueldad del virrey.

Por otro lado, el licenciado León, al enterarse de la proximidad del virrey a Los Reyes, abandonó la ciudad y se dirigió hacia Arequipa por el camino marítimo de Los Llanos. Dejó una carta al virrey en la que aseguraba que no participaría en ninguna alteración ni actuaría en contra del rey o del virrey, sino que regresaría a sus repartimientos. Sin embargo, apenas escribió la carta, incumplió su promesa y se trasladó al Cusco, donde expresó su satisfacción por estar en la ciudad bajo el liderazgo de Gonzalo Pizarro. Además, afirmaba que, según las leyes y los derechos, Pizarro tenía el derecho, incluso con el uso de la fuerza, de suplicar por las ordenanzas para defenderse a sí mismo y a quienes lo acompañaran si el virrey intentaba arrestarlos o hacerles daño. Muchos ingenuos fueron influenciados por las palabras de este abogado y de otros que respaldaban sus afirmaciones, y siguieron a Pizarro, lo que eventualmente les costó sus vidas y sus propiedades, dejándolos marcados como traidores.

Quiero hacer hincapié en algo: tanto los vecinos del Cusco como los de Los Reyes no deseaban otra cosa más que la suspensión de las nuevas leyes por parte de Su Majestad el Rey, ya que consideraban que les estaban causando mucho daño. Si en lugar de elegir a Pizarro como procurador, hubieran seleccionado a tres o cuatro conquistadores sensatos para ir al virrey y suplicarle con gran humildad la suspensión de las leyes, las cosas no habrían llegado al punto en que llegaron. Sin embargo, al actuar como ovejas, eligieron al lobo para protegerlas.

A lo largo de la historia, aquellos que han intentado convertirse en reyes tiranos lo han logrado gracias a la confianza de repúblicas insensatas. Un ejemplo claro son los habitantes de la isla de Cáliz, quienes provocaron una guerra con los andaluces turdetanos debido a sus excesos. Al necesitar ayuda, solicitaron la intervención de Cartago, pero terminaron perdiendo su república y convirtiéndose en vasallos de sus supuestos amigos. Dejando de lado ejemplos más antiguos, en Italia, todas las ciudades que antes estaban libres y exentas de señorío terminaron perdiendo su libertad al servir a señores. Pompeyo, César, Octaviano y Marco Antonio lucharon en nombre de la libertad, pero terminaron siendo ellos los señores, y aquellos que los apoyaron, algunos murieron y otros se convirtieron en vasallos. Si los habitantes de Cartago no hubieran otorgado poder a Asdrúbal y Aníbal sobre su ciudad, quizás hubieran tenido un destino diferente.

Los habitantes del Cusco y Lima deseaban que Pizarro fuera su procurador y estaban dispuestos a que él arriesgara su vida y honor en defensa de su libertad, sin considerar su autoridad ni el hecho de que fuera hermano de Hernando Pizarro, quien fue una figura clave en los conflictos pasados. Era de conocimiento público que, desde su salida de la Canela, muchos habían escuchado a Gonzalo Pizarro expresar su descontento con el rey por no haberle otorgado el gobierno de la provincia tras la muerte del Marqués. En repetidas ocasiones, Gonzalo había afirmado que gobernaría, aunque ello incomodara a todo el mundo.

Cuando Gonzalo Pizarro se enteró de la llegada del virrey y recibió cartas instándolo a tomar la iniciativa, comenzó a considerarse a sí mismo como gobernador, aunque disimulaba cuidadosamente sus intenciones, asegurando que solo deseaba el bien común y su propio descanso, ya que tenía suficiente para vivir.

 

Capítulo XIX: El virrey Blasco Núñez Vela se acercaba a la ciudad de Los Reyes, y cómo don Alonso de Montemayor y el secretario Pero López, junto con otros, fueron a encontrarse con él.

Salido de la ciudad de Trujillo, el virrey Blasco Núñez Vela se aproximaba a la ciudad de Los Reyes con ansias de llegar, confiando en que su presencia pondría fin a las agitaciones que se estaban produciendo en todas partes. Al enterarse de la llegada del virrey, dos hombres cautelosos de Los Reyes, llamados Antón de León y Juan de León, quienes se sentían agraviados por Vaca de Castro, salieron al camino con la intención de ganarse el favor del virrey y informarle de la situación. Mientras el virrey avanzaba, llegó al pueblo conocido como La Barranca, donde se encontró con el secretario Pero López, quien había adelantado desde la provincia de Jauja para informar al virrey sobre las instrucciones del licenciado Vaca de Castro. Se dice que el virrey no recibió con agrado las noticias sobre Vaca de Castro, al considerarlo un hombre demasiado codicioso.

Don Alonso de Montemayor, quien había viajado desde la ciudad del Cusco con el licenciado Vaca de Castro, se encontró con el virrey en el camino hacia Los Reyes. El virrey, al ser recibido por un caballero de tan alta posición como Don Alonso, se alegró de su presencia y lo recibió cordialmente. Don Alonso informó al virrey sobre la salida de los vecinos del Cusco de Los Reyes y también sobre lo que Gaspar Rodríguez de Camporedondo había hablado en la plaza. El virrey lamentó profundamente esta situación, preocupado de que se hubieran dejado llevar tan fácilmente a desobedecer las órdenes de Su Majestad, temiendo que esto pudiera causar disturbios o escándalos difíciles de controlar. Ya había recibido informes sobre las cartas que le habían escrito desde todas partes al capitán Gonzalo Pizarro.

Mientras se acercaba a la ciudad de Los Reyes, otros caballeros salieron a recibirlo. Algunos le aconsejaron que no implementara las nuevas leyes, argumentando que causarían un gran daño al reino y deservirían a Su Majestad. Sin embargo, el virrey respondió que no dejaría de cumplir lo que se le había ordenado por su Rey. Lamentó que no se hubiera seguido el ejemplo de don Antonio de Mendoza y otros gobernadores, quienes habían otorgado una suplicación para el Emperador ante situaciones similares. Consideraba que, si hubiera sido así, el reino no habría sufrido tanta miseria y calamidad.

Por otro lado, el virrey reflexionó sobre cómo el nombramiento del Emperador y su llegada como virrey no eran más que un castigo enviado por Dios para castigar la soberbia de la tierra y otros pecados. Como ejemplo de la prosperidad pasada, mencionó el caso de los vecinos de Quito, quienes disfrutaban de una gran riqueza en aquel tiempo. Sin embargo, su exceso los llevó a buscar al virrey y lo llevaron a su ciudad, donde finalmente ocurrió su muerte y la de muchos otros en los campos de Añaquito.

No se puede culpar al virrey por lo que sucedió en el Perú a su llegada, sino más bien a los pecados graves que cometían las personas que vivían allí. Durante las expediciones, muchos tenían relaciones extramatrimoniales y engendraban quince o más hijos ilegítimos con sus amantes indígenas. Muchos dejaban atrás a sus esposas legítimas en España durante quince o veinte años, mientras vivían en unión libre con una indígena, teniendo hijos con ella como si fuera su esposa legítima. Tanto cristianos como indígenas vivían inmersos en un gran pecado y merecían ser castigados y reprendidos por sus acciones.

 

Capítulo XX: En la ciudad de Los Reyes se supo que el virrey estaba cerca y el obispo don Jerónimo de Loaysa, junto con el gobernador Vaca de Castro y otros caballeros y vecinos, salieron a recibirlo.

En la Ciudad de los Reyes, al enterarse de la cercanía del virrey, se desató un gran alboroto y tumulto, y toda la ciudad estaba dispuesta a armarse. Los miembros del cabildo se reunieron para decidir qué acciones tomar. Se aconsejó a los vecinos que no mostraran un gran sentimiento con la llegada del virrey hasta que este entrara en la ciudad y mostrara sus intenciones sobre la ejecución de las leyes. Se consideraba que estas leyes eran muy impopulares, y en las reuniones del cabildo se discutía sobre posibles acciones a tomar, incluso si el virrey intentaba implementarlas.

El arzobispo de la ciudad de Los Reyes me informó que el alcalde Alonso Palomino, el tesorero Alonso Riquelme y el veedor García de Saucedo fueron a hablar con él para que saliera con ellos a recibir al virrey y solicitara que no se ejecutaran las ordenanzas. El arzobispo respondió que sí saldría a recibirlo, pero que no intervendría en ese aspecto, dejando a su criterio lo que consideraran más conveniente en esa situación. También me contaron que hablaron con el arzobispo sobre la idea de hacer un llamamiento con campanas repicadas para discutir el recibimiento, pero él desaprobó la idea, comentando que parecería más propio de una aldea que de otra cosa.

También se dice que algunos miembros del regimiento consideraron la posibilidad de arrestar al virrey durante una reunión del cabildo. Además, hay relatos que sugieren que en la posada del obispo de Los Reyes se discutió entre Vaca de Castro y otros la idea de administrar hierbas al virrey para matarlo, información que me fue confirmada por el padre Baltasar de Loaysa, quien aseguró tener conocimiento certero de estos hechos. Sin embargo, al discutir este tema recientemente con el reverendo fray Domingo, de la orden de Santo Domingo, un hombre de gran erudición y santidad, me juró que el arzobispo nunca fue informado de tal conspiración en ese momento ni participó en ella. Incluso el propio arzobispo me ha asegurado lo mismo, afirmando que, aunque es posible que se haya discutido en su residencia entre las personas presentes, él no tenía conocimiento de esos planes. Es importante señalar que estos rumores están circulando entre la gente común, y lo cierto es que estas acciones fueron llevadas a cabo por un grupo selecto con motivaciones más relacionadas con la aversión hacia el título de virrey que con el deseo de desobedecer al Rey. Sin embargo, no se puede determinar si el obispo o Vaca de Castro estaban al tanto de estos planes.

Después de los disturbios y tumultos, el licenciado Rodrigo Niño fue elegido y designado como procurador. Se elaboraron tres requerimientos para exigirle que suspendiera inmediatamente las nuevas leyes, hasta que Su Majestad ordenara algo diferente y se informara sobre el grave perjuicio que se estaba causando al reino al intentar cumplirlas. En el primer requerimiento se le pedía con gran humildad; en el segundo, se le informaba sobre los grandes daños que se derivarían si se ejecutaban, ya que todo el reino estaba en agitación y los vecinos del Cusco se habían marchado de Los Reyes sin querer esperar su llegada; se mencionaba también que era público que Gonzalo Pizarro había recibido cartas de muchos que estaban instigando alteraciones y lo persuadían a nombrarse procurador y defensor de todos. El tercer requerimiento era para protestar por los daños y muertes que podrían resultar.

El capitán Diego de Agüero, siguiendo las órdenes del virrey, se presentó ante el cabildo y les instó a recibir al virrey con toda voluntad, indicando que no necesitaban ningún requerimiento adicional. Con base en las palabras de Diego de Agüero, el ánimo de los regidores mejoró un poco y dieron instrucciones para preparar el recibimiento.

En ese momento, don Jerónimo de Loaysa, obispo de Los Reyes, quien también había sido obispo de Cartagena, junto con el licenciado Vaca de Castro, el factor Illan Xuárez, el capitán Juan de Saavedra, Pablo de Meneses, el factor Juan de Salas y otros caballeros vecinos, supieron que el virrey estaría cerca de la ciudad. Salieron a recibirlo y se encontraron con él, mostrando una cordial bienvenida. El virrey se alegró especialmente de ver al obispo.

Durante la conversación entre el virrey y el obispo, se abordaron asuntos relacionados con Vaca de Castro, al cual el virrey mostró gran disposición. Después de intercambiar cortesías, el obispo expresó que hubiera sido beneficioso si el virrey hubiera llegado antes a la ciudad de Los Reyes, ya que su presencia podría haber evitado la partida de los vecinos que se dirigieron al Cusco. Además, sugirió que sería prudente y beneficioso suspender las nuevas leyes y informar a Su Majestad sobre el alboroto y escándalo que habían causado, asegurando que estaban listos para servir al Rey en todo lo que fuera necesario.

El virrey respondió expresando su confianza en Su Majestad y en el obispo, y afirmó que pensaba en obtener fuerzas y coraje para cumplir con lo que el Rey le había mandado. Respecto a las ordenanzas, indicó que se tomarían las decisiones más adecuadas y acertadas en ese sentido.

En este momento, el factor Illan Xuárez de Carvajal se acercó diciendo: "Deme Vuestra Señoría las manos". El virrey se alegró al verlo y lo abrazó, ya que lo conocía de la corte de España. Luego le respondió, según se dice: "No me pesa, sino que no os puedo hacer bien alguno". Esta respuesta dejó al factor desconcertado.

Después, volvieron con el virrey y llegaron al lugar llamado el Xagüey, donde el obispo, Vaca de Castro, el factor y los demás caballeros le solicitaron que pasara la noche allí, argumentando que, aunque fuera temprano, no había inconveniente y podrían partir hacia la ciudad de Los Reyes por la mañana. El virrey respondió alegremente que estaba de acuerdo.

Más tarde, muchos vecinos y caballeros salieron a ver al virrey y a besarle las manos, siendo todos recibidos muy cordialmente. Luego, el virrey habló aparte con el arzobispo, sin que nadie pudiera escuchar lo que decían. En esa conversación, el virrey expresó que cuando estaba en España, sin preocuparse por venir a estas tierras ni conocer el Perú ni relacionarse con su gente, Su Majestad le había ordenado que viniera como virrey y que ejecutara las nuevas leyes. Añadió que lamentaba tener que venir a deshacer lo que otros habían hecho, aunque estaba seguro de que Su Majestad estaría dispuesto a revocar las leyes y conceder más beneficios a los conquistadores. Además, le pidió al arzobispo que lo informara sobre lo que estaba sucediendo, ya que le habían informado que algunos vecinos del Cusco estaban causando disturbios en la tierra.

El obispo respondió que desde hacía muchos días se tenía noticia de las ordenanzas, las cuales habían causado un gran alboroto en todo el reino, y que sería prudente proceder con cautela en su ejecución, además de mencionar otros eventos pasados. Estas conversaciones ocuparon la noche entre el virrey y el obispo, y también otras personas hablaron con Vaca de Castro y los demás caballeros presentes.

Lorenzo Estupiñán había salido a recibir al virrey y, al ver su disposición para no ejecutar las leyes hasta la llegada de los oidores, se apresuró a dar la noticia, al igual que otros. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, persistía una gran tristeza en los ánimos de todos, anticipando que la entrada del virrey en el Perú causaría grandes males y que la guerra se reavivaría, siendo más intensa y prolongada que la anterior, ya que se levantaba por una causa más importante y grave que las anteriores.

 

CAP. XXI. — Como el virrey Blasco Núñez de Vela entró en la ciudad de Los Reyes.

Los miembros del cabildo de la ciudad no se mostraron felices ni dispuestos a dar la bienvenida adecuada al virrey, ya que no estaban satisfechos con su llegada ni con lo que traía consigo. Al enterarse de que el virrey no tenía la intención de ejecutar las leyes hasta que se estableciera la audiencia, trajeron del templo el palio utilizado para llevar el Santísimo Sacramento cuando se visita a un enfermo. Se reunieron los alcaldes Nicolás de Ribera, Alonso Palomino, el capitán Diego de Agüero, Francisco de Ampuero, el veedor García de Saucedo, el fator Illan Xuárez de Carvajal, Nicolás de Ribera el Mozo y Juan de León, regidores, y el procurador Rodrigo Niño. El tesorero, con su dolencia, no participó. Toda la ciudad estaba triste y llorosa al saber que las leyes serían ejecutadas pronto. Los regidores vestían ropas brillantes y llevaban un paño carmesí en un palio, ya que, sintiendo pesar por la llegada del virrey, no habían organizado una bienvenida adecuada, excepto los tres requerimientos que no presentaron por consejo de Diego de Agüero. Los regidores y alcaldes llevaban las varas del palio, acompañados por mucha gente, mostrando públicamente regocijo por su llegada.

El virrey, al partir por la mañana, llegó pronto al lugar donde lo esperaban. Habló con los miembros del cabildo con amabilidad, y ellos correspondieron de igual manera. Fue escoltado bajo el palio, montando un caballo morcillo con una silla de terciopelo negro adornada con clavos dorados. El factor Illan Xuárez de Carvajal dijo en voz alta: "Como virrey, al entrar en esta ciudad, le suplicamos con toda humildad que confirme los privilegios y libertades de la ciudad, como es justo". El virrey, al no ver la cruz de la encomienda en su pecho, respondió: "Por el hábito de Santiago, prometo guardar y cumplir los privilegios que piden conforme al servicio de Su Majestad". Fue llevado a la iglesia donde se habían instalado dos estrados por orden del obispo; uno para el virrey y otro para el obispo y Vaca de Castro. Se celebró una misa y, una vez terminada, lo llevaron a las casas del marqués don Francisco Pizarro.

Los nativos, al ver al virrey entrar bajo el palio, un honor que nunca habían visto otorgado a ningún capitán español excepto cuando el Santísimo Sacramento salía de la iglesia, se preguntaban unos a otros si aquel hombre era el hijo de Dios a quien le rendían tanto honor. Al enterarse de quién era, se mostraron muy contentos con su llegada. En el aposento donde iba a dormir, había unas letras sobre la puerta de la cámara que decían: "Que el Espíritu Santo venga sobre ti"; y en la puerta de la sala había otras que decían: "Escucha pronto, Señor, porque mi espíritu está desfallecido". Una vez dejado en su aposento, los alcaldes y regidores se reunieron para celebrar su cabildo y discutir lo que debían hacer a continuación.

El virrey, al ver que el secretario Pero López era bien recibido en el reino, le había ordenado en el camino que se preparara para llevar las provisiones reales a la ciudad del Cusco y notificarlas al cabildo y vecinos de allí.

 

Capítulo XXII: Los esfuerzos del cabildo de la ciudad de Los Reyes por enviar mensajeros al Cusco para prevenir disturbios, la sorprendente vuelta de Pedro de Hinojosa en el camino junto a Diego Centeno y Lope Martín, y los acontecimientos relacionados con el virrey y el tesorero Alonso Riquelme.

Una vez establecido el virrey Blasco Núñez Vela en su residencia, los regidores y alcaldes decidieron reunirse en su cabildo para deliberar sobre una cuestión de importancia. Consideraron apropiado que, dado el notable saber del tesorero Alonso Riquelme, fuera él quien hablara en nombre de todos ante el virrey, con el fin de conocer su voluntad y enviar un mensajero a la ciudad del Cusco. Por ello, cuando el tesorero llegó en una silla, debido a su enfermedad de gota que le impedía caminar, le explicaron su propósito, y él accedió con entusiasmo. Al llegar ante el virrey, este expresó su alegría al verlo y lo abrazó, a lo que el tesorero respondió: "Muy ilustre señor, vuestra señoría es muy bienvenida como el representante enviado por nuestro Rey y señor natural. Ojalá hubiera llegado usted con mayor prontitud, pues el cabildo le había informado mediante sus cartas sobre los perjuicios de su demora y los beneficios que resultarían de su presencia aquí".

Ningún emisario enviado a provincias para asuntos importantes debe perder tiempo tratando con los lugares periféricos; es más sensato dirigirse directamente a las ciudades principales, pues al final los pequeños arroyos se agotan en los ríos más grandes. Vuestra señoría ha soportado una gran fatiga; descanse y disfrute de algunos días de descanso. Tiempo habrá después para llevar a cabo lo que desee, y nosotros le serviremos lealmente. En nombre del cabildo y los habitantes de esta ciudad, prometo esto solemnemente." El virrey respondió con alegría, expresando su confianza en la lealtad de tantos caballeros hacia su Rey en esa ciudad. Aceptó la sugerencia de descansar, dada su mala condición física, y esperaría la llegada de los oidores para establecer la audiencia y tomar medidas que beneficiaran al servicio de Su Majestad y al bienestar y la paz de las provincias. El tesorero se retiró muy contento con la respuesta recibida, informó a los miembros del cabildo y todos se regocijaron. Decidieron que sería prudente enviar mensajes a la ciudad del Cusco para evitar cualquier disturbio, y difundir las buenas noticias sobre la disposición del virrey para trabajar en beneficio de todos.

El alcalde Diego Centeno y Pedro de Hinojosa, regidor de la villa de Plata, ubicada en el corazón de los Charcas, se acercaban a la ciudad de Los Reyes para cumplir con las órdenes que les habían sido encomendadas por su villa. Los acompañaba Lope Martín, un residente de la ciudad del Cusco. Mientras se dirigían hacia Los Reyes, se encontraron con Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros, quienes les contaron ciertas cosas sobre el virrey que no eran justas de ser dichas sobre un hombre de su calibre. A pesar de que el virrey estaba cumpliendo con las ordenanzas y aplicando la justicia, estos individuos difundieron información sesgada sobre él, especialmente sobre su trato con los indígenas que habían sido tenientes. Enterados de esto, Pedro de Hinojosa y Diego Centeno, quienes ya habían tenido contacto con el capitán Gonzalo Pizarro y sabían que él se dirigía al Cusco, decidieron que Pedro de Hinojosa regresaría para informarle todo, mientras que Diego Centeno continuaría su camino hacia la ciudad de Los Reyes, acompañado también por Lope Martín. Así lo hicieron. Cuando Diego Centeno llegó a la ciudad de Los Reyes, fue recibido muy cordialmente por el virrey, quien le mostró gran afecto.

Los miembros del cabildo de la ciudad de Los Reyes, reunidos en su sesión, consideraron prudente enviar mensajeros a la ciudad del Cusco de inmediato para contrarrestar cualquier posible agitación provocada por la partida de Gaspar Rodríguez y los demás. Reconocían la gran dificultad que esto podría causar y querían evitar cualquier disturbio. Por lo tanto, se dirigieron al tesorero Alonso Riquelme y al veedor García de Saucedo para que, en nombre de todos, solicitaran a Lorenzo de Estupiñán que llevase una carta de credencia con este propósito. Estupiñán se ofreció voluntariamente para realizar esta tarea.

Mientras se preparaban, en otra sesión del cabildo, llegaron a la conclusión de que los asuntos se manejarían de manera más efectiva si Diego Centeno, quien debía regresar a su villa, llevaba y transmitía el mensaje a los habitantes del Cusco sobre la voluntad del virrey de trabajar por el reino. Por lo tanto, informaron a Diego Centeno de esta nueva responsabilidad, quien ya había solicitado permiso al virrey para regresar a los Charcas.

Diego Centeno se acercó al virrey y le informó que había llegado a la ciudad como representante de la villa de Plata. El virrey expresó su alegría por haberlo visto y conocido, ya que confiaba en que haría justicia a todos en nombre del Rey. Centeno mencionó que los miembros del cabildo de Los Reyes le habían encomendado llevar ciertos despachos al Cusco, y que el virrey decidiera qué hacer al respecto. El virrey respondió mostrando confianza en Centeno, dado su linaje noble, y aceptó que llevara las cartas del cabildo. Además, le proporcionaría copias de las provisiones reales de Su Majestad, para que fuera reconocido como virrey en las ciudades de Guamanga y el Cusco. Le pidió que, al dirigirse a los habitantes de esas ciudades, les asegurara que su llegada no debía ser motivo de disturbios, ya que actuaba en nombre del Rey. Centeno prometió cumplir con esta petición. Después de discutir otros asuntos con el virrey, se despidió de él y recibió los despachos y provisiones.

Diego Centeno, a pesar de las altas empresas que emprendió, muchas de las cuales terminaron en desgracia, quizás como resultado de un juicio secreto de Dios, tenía una naturaleza y unos padres que vale la pena mencionar. Nacido en Ciudad Rodrigo, su padre fue Hernando Carveo y su madre Marina de Vera. Centeno, un hidalgo de estatura no muy alta, de tez blanca y rostro alegre con barba rubia, poseía nobles cualidades. No se le consideraba generoso con su fortuna ni con la del Rey, pues gastó largamente, y algunos le señalaban por ciertos vicios comunes entre los hombres que habían pasado a las Indias, donde la indulgencia y la licencia eran moneda corriente. Además, podrían atribuírsele algunos defectos naturales, aunque los malintencionados siempre encuentran algo que criticar incluso en los más virtuosos. Centeno llegó a estas tierras a la edad de veinte años y estableció una estrecha relación con el capitán Peranzúles y otros caballeros de este reino.

Una vez que obtuvo las provisiones y los despachos, partió hacia la ciudad del Cusco, acompañado por Lope Martín. Al llegar a Huamanga, las provisiones del virrey fueron obedecidas conforme a las instrucciones de Su Majestad. Ahora, vamos a relatar cómo Gonzalo Pizarro fue recibido como alcalde mayor y procurador en el Cusco.

 

Capítulo XXIII: La tristeza de Gonzalo Pizarro al no recibir el apoyo esperado de los habitantes del Cusco, y la llegada de Mézcua, quien había actuado como espía y trajo consigo cartas de algunos individuos, junto con otros sucesos relevantes.

En el relato anterior se mencionó cómo, a pesar de las visitas de Alonso de Toro, Villacastín, Tomás Vázquez y otros, quienes afirmaban ser fieles amigos de Gonzalo Pizarro y le mostraban gran voluntad, existía una gran reticencia por parte de todos ellos para cumplir con sus deseos. La razón de esto radicaba en el conocimiento público de que el virrey ya se encontraba en Los Reyes, y no les parecía sensato oponerse al mandato real. Al darse cuenta de esto, Gonzalo Pizarro se sintió muy triste y algo enojado, lamentando haber actuado de manera ingenua al confiar en cartas y palabras de apoyo de la comunidad. Ordenó que se convocara a los indígenas para abandonar el Cusco, y según cuentan, toda su parafernalia fue sacada de la ciudad. Justo en ese momento, llegó Gómez de Mézcua, quien previamente había salido del Cusco para obtener información sobre lo que ocurría en Los Reyes por encargo de Pizarro. Durante su viaje, se encontró en Guamanga con Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros, quienes expresaban abiertamente su descontento contra el virrey y sus disposiciones. Al enterarse de que Gonzalo Pizarro se encontraba en el Cusco, sintieron una gran alegría y le instaron a regresar de inmediato. Le entregaron cartas de algunos vecinos de Los Reyes que expresaban su odio hacia el virrey y su determinación de expulsarlo del reino si no suspendía las ordenanzas, hasta que el Rey fuera informado del agravio que sentían. Mézcua, ansioso por llevar estas noticias, se apresuró hasta llegar al Cusco justo a tiempo, cuando Gonzalo Pizarro estaba a punto de partir.

Cuando en la ciudad se enteraron de la llegada de los vecinos y de lo que se decía sobre el virrey, la indignación creció considerablemente. Decían que no tolerarían semejante injusticia. Pizarro, reuniendo a Alonso de Toro, Villacastín y a sus otros amigos, les mostró las cartas que le enviaban desde Los Reyes y también ordenó a Mézcua que transmitiera lo que había escuchado de Gaspar Rodríguez y los demás. Con estas noticias, Pizarro dejó de considerar la idea de ir a los Charcas y, en su lugar, alentó a los ciudadanos a elegirlo como procurador general. Su objetivo era defender que las leyes no se cumplieran y presentar una petición ante Su Majestad.

Aquí el lector puede contemplar la fragilidad y volatilidad de este mundo, donde los acontecimientos cambian en cada momento de nuestras vidas. Mientras Gonzalo Pizarro estaba dispuesto a regresar y los habitantes del Cusco no le daban ningún cargo como procurador ni ningún otro encargo, los vecinos que habían salido de Lima se vieron obligados a regresar para alterar su ciudad. Mientras tanto, otro individuo, impulsado por el deseo de poder, aspiraba a tomar el mando para liderar una expedición a la ciudad de Los Reyes y expulsar al virrey de allí, y luego, gracias a una cláusula en el testamento de su hermano, el marqués, proclamarse gobernador.

Este escenario nos recuerda a la historia de Pompeyo en Roma, cuando cruzó el Rubicón después de que Julio César fuera recibido como capitán general en su contra. En Grecia, por sugerencia del cónsul Lentulo, se le otorgó a Pompeyo el poder de reclutar tropas, nombrar capitanes y despachar flotas contra aquellos que eran considerados enemigos de la ciudad. La gente, al ver el decreto del senado romano y la designación de Pompeyo como defensor de la república y capitán general, fácilmente se inclinaba a seguir esta opinión, creyendo que Pompeyo luchaba por el bien común. Sin embargo, solo Dios sabe qué habría hecho Pompeyo si hubiera ganado, como fue derrotado.

En el reino del Perú, cuando se extendió el rumor de que el cabildo y muchos vecinos habían nombrado a Gonzalo Pizarro como procurador, la gente se alegró, creyendo que él estaba dispuesto a representar los intereses de todos. Aquellos que lo apoyaron tuvieron más tiempo que Pompeyo para comprender las intenciones tiránicas que albergaba en su pecho. ¡Qué afortunados fueron aquellos que, con astucia, evitaron seguir las banderas de este tirano! Sin embargo, ¿qué puedo decir, cuando incluso en los densos cañaverales de Quimbayá, este furor logró alcanzarnos y mostrarnos la brutalidad de las guerras civiles?

 

Capítulo XXIV: La llegada a la ciudad del Cusco de Gaspar Rodríguez y los demás vecinos, y cómo Gonzalo Pizarro fue recibido como capitán en contra del Inca.

Es hora, ciudad del Cusco, de relatar los movimientos que surgieron en ti, causando no pocos lamentos y clamores. Sin embargo, no te glorificarás de ello, pues las festividades de los ciudadanos se vieron empañadas por el derramamiento de sangre, ya que la guerra que emprendiste consumió a la mayoría de tus confines, como la triste batalla de Guarina atestiguará.

Los ciudadanos del Cusco, encendidos en ira al escuchar lo que se decía sobre el virrey, llegaron con Gaspar Rodríguez y Hernando Bachicao, entre otros. Al encontrarse con Gonzalo Pizarro, quienes le informaron sobre lo que estaba ocurriendo en la ciudad de Los Reyes: cómo el virrey había despojado a Diego de Mora, Alonso Holguín, Diego Palomino y otros de sus indígenas, y cómo planeaba hacer lo mismo en todas partes, cumpliendo las leyes sin excepción. Todos entendían la grave injusticia que esto representaba. Ante esto, decidieron tomar a Gonzalo Pizarro como su defensor y unirse a él para suplicar que las nuevas leyes no fueran totalmente aplicadas. Gaspar Rodríguez y Hernando Bachicao incluso afirmaron que los habitantes de Lima arrestarían al virrey si aún intentaba ejecutar las nuevas leyes.

Estas conversaciones y disputas generaron un gran revuelo en el Cusco. Los ciudadanos manifestaban una profunda preocupación por lo que escuchaban y entre todos, había una variedad de pensamientos. La mayoría estaba airada y dispuesta a tomar medidas drásticas para no obedecer las leyes impuestas.

Pasado el tumulto desencadenado por la llegada de estos individuos, se decidió encontrar una manera para que Gonzalo Pizarro pudiera representar a todos en nombre de ellos. Aunque no les parecía apropiado otorgarle poder a Pizarro, dado que Blasco Núñez ya estaba en la ciudad de Los Reyes y había sido recibido como virrey, no hacerlo sería una locura y acarrearía grandes consecuencias. Las cartas continuaban llegando de Los Reyes y de la provincia de Andahuaylas, de Pedro de los Ríos y de Diego Maldonado. Francisco Maldonado, Hernando Bachicao, Juan Vélez de Guevara y otros, según se dice, intervinieron en el asunto. Tras acordarlo con el pueblo y el cabildo, se decidió nombrar a Gonzalo Pizarro como capitán contra el Inca, ya que se rumoreaba que este último tenía la intención de atacar la ciudad. Con la autoridad de estos individuos y las grandes esperanzas que Pizarro inspiraba, se logró llegar a un acuerdo con los ciudadanos de la ciudad. En una reunión del cabildo, Gonzalo Pizarro fue nombrado y elegido como capitán contra el Inca, en caso de que este decidiera atacarlos. Se le otorgó pleno poder en nombre de la ciudad para reclutar tropas y buscar armamento, todo bajo la apariencia de prepararse para enfrentarse al Inca.

El deseo de Gonzalo Pizarro no se detuvo ahí, ya que anhelaba ser recibido como alcalde mayor y procurador general, cargos que le otorgarían la autoridad necesaria para alcanzar sus objetivos. Escribió a la provincia de Andahuaylas a Diego Maldonado, regidor perpetuo del cabildo, instándolo a que viniera de inmediato a la ciudad. También se envió una carta a Pedro de los Ríos para que se presentara en el Cusco. A pesar de que ambos preferían permanecer en su provincia y no participar en los asuntos que se estaban gestando, su deseo fue en vano, ya que recibieron tantas cartas que tuvieron que acudir al Cusco.

Una vez que se supo que Gonzalo Pizarro había sido nombrado capitán contra el Inca, soldados bien armados con arcabuces y pólvora comenzaron a llegar de todas partes, deseosos de unirse a él. Anhelaban que los disturbios se convirtieran en guerra, pues veían en ella una oportunidad de escapar de la pobreza que la paz les imponía.

 

Capítulo XXV: Gonzalo Pizarro intentaba, con la ayuda de sus aliados, ser nombrado alcalde mayor por el cabildo de la ciudad del Cusco, a pesar de la oposición de muchos.

Una vez nombrado capitán contra el Inca, Gonzalo Pizarro se llenó de alegría, pues vio en ello una oportunidad para alcanzar sus ambiciones. Hablando con los principales del Cusco, planteó la idea de que, dado que el virrey Blasco Núñez Vela quería ejecutar las nuevas ordenanzas y él había salido de los Charcas para servir a la causa, todos deberían nombrarlo como su procurador.

A pesar de las constantes cartas instándolo a abandonar el Cusco lo antes posible, el cabildo y ayuntamiento de la ciudad finalmente acordaron otorgar a Gonzalo Pizarro plenos poderes en nombre de la ciudad. Esto le permitiría viajar a Los Reyes para presentar sus súplicas sobre las ordenanzas ante Su Majestad el Rey, comprometiendo sus personas, bienes y haciendas para tal efecto.

Después de haber sido nombrado procurador, Gonzalo Pizarro comenzó a expresar abiertamente sus ambiciones, mostrando a través de sus palabras que su deseo iba más allá de ser simplemente procurador. Mientras tanto, el licenciado León había llegado al Cusco y, según se cuenta, se regocijaba por lo que estaba sucediendo. Por otro lado, se decía que el licenciado de la Gama había enviado cartas en las que criticaba severamente las acciones del virrey.

Una vez que Gonzalo Pizarro fue nombrado procurador, buscó el apoyo de sus amigos, como Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Cermeño, Alonso de Toro, Tomás Vázquez y otros, para que instaran a los ciudadanos a recibirlo como alcalde mayor. Esto lo hacía con la intención de tener un control absoluto sobre todo. Sin embargo, cuando los miembros del cabildo se dieron cuenta de esto, se alarmaron, pues percibieron que Gonzalo Pizarro, con su apoyo, intentaba tomar el control del reino y enfrentarse al virrey, sin contar con su aprobación. Considerando sus intenciones como negativas, no llegaron a un acuerdo sobre este asunto. De hecho, algunos murmuraban, cuestionando si no veían la ambición con la que Gonzalo Pizarro buscaba enfrentarse al virrey. Muchos de ellos maldecían a aquellos de Lima que habían escrito a Gonzalo Pizarro, ya que creían que él se dejaba influenciar fácilmente por esas cartas y había dejado de regresar a su villa natal debido a ellas.

Pizarro, al comprender las inclinaciones de ciertos individuos, manifestaba con determinación que no deseaba ser procurador ni ostentar el título de capitán de una ciudad tan poco agradecida, aunque siempre se hacía acompañar de arcabuceros y escopeteros. En una reunión del cabildo, los señores presentes consideraron lo siguiente, tal como se desprende de un documento original que tuve la oportunidad de examinar en posesión de un notario, que dice así:

En la ciudad del Cusco, el veintisiete de junio de mil quinientos cuarenta y cuatro, en presencia mía, Gómez de Chaves, escribano público, compareció el capitán Gonzalo Pizarro y expresó lo siguiente: que renunciaba y se apartaba del cargo de capitán general y procurador de esta ciudad. Esto debido a que las autoridades y el cuerpo administrativo de la ciudad se negaban a nombrarlo como justicia mayor, cargo que consideraba necesario para realizar las labores que requiere la ciudad. Sin embargo, dejó claro que, si en algún momento le ofrecían el cargo de justicia mayor, no consideraría su renuncia válida, sino que lo aceptaría y ejercería según lo encomendado. Además, en aras de la pacificación de los soldados y en respuesta a sus peticiones, manifestó su disposición a ser elegido para dicho cargo. Todo esto fue expresión de su voluntad, y lo firmó con su nombre. Testigos: el capitán Francisco de Almendras y el capitán Cermeño.

Después de que Gonzalo Pizarro hizo estas declaraciones, algunos de los presentes en el cabildo se sintieron muy inquietos. Por un lado, Pizarro renunciaba al cargo de capitán y procurador, pero, por otro lado, argumentaba que los soldados que lo acompañaban pedían que lo nombraran como justicia mayor. Esta dualidad desconcertaba a los presentes, quienes no se atrevían a decidir qué hacer. Mientras tanto, los arcabuceros apostados afuera disparaban algunas balas, como una advertencia de lo que podrían hacer si no se cumplían sus demandas.

Después de algunas negociaciones y discusiones, se procedió a la votación de la siguiente manera:

Juan Vélez de Guevara, alcalde ordinario en nombre de Su Majestad, expresó su voto a favor de que Gonzalo Pizarro sea nombrado capitán general y justicia mayor, firmando así su decisión.

Luego, Antonio de Altamirano, alcalde ordinario, también votó a favor de que Gonzalo Pizarro sea nombrado justicia mayor, dejando constancia con su firma.

Posteriormente, el capitán Diego Maldonado el Rico expresó su deseo de buscar asesoramiento legal antes de tomar una decisión. Solicitó permiso para consultar a un letrado y se comprometió a responder una vez informado, firmando su solicitud.

Dado el interés histórico y la importancia del nombramiento de Gonzalo Pizarro como justicia mayor, deseo ser detallado para asegurarme de que se comprenda completamente lo ocurrido. Además, es crucial que se reconozca quiénes fueron los responsables de este nombramiento para que quede registrado con precisión.

Continuando con el relato, según lo extraigo de los documentos originales de la época, prosigue de la siguiente manera:

Hernando Bachicao, regidor, expresó su voto y opinión a favor de que Gonzalo Pizarro sea nombrado justicia mayor para desempeñar todas las funciones necesarias hasta que Su Majestad provea otra disposición al respecto. Firmó su decisión con su nombre.

A continuación, Francisco Maldonado expresó su voto y opinión. Considerando que los alcaldes ordinarios estaban ocupados con asuntos judiciales civiles y criminales, y dada la creciente presencia de soldados en la ciudad, propuso que Gonzalo Pizarro sea nombrado justicia mayor y teniente general. Argumentó que esta medida sería beneficiosa para la pacificación de la ciudad dada la cantidad de personas involucradas. Firmó su decisión con su nombre.

Seguidamente, Diego Maldonado de Álamos manifestó su deseo de servir a Dios y a Su Majestad, así como el bienestar de la ciudad y sus habitantes. Reconociendo su falta de conocimiento legal para determinar si Gonzalo Pizarro podía ser nombrado justicia mayor, optó por ejercer su papel como regidor de la ciudad y dar su voto en consecuencia. Firmó su decisión con su nombre.

Posteriormente, Juan Julio de Hojeda indicó que se alineaba con la opinión de Diego Maldonado de Álamos, expresando así su acuerdo con su parecer. Firmó su decisión con su nombre.

Después de esto, se sucede un acto tras otro que se describe de la siguiente manera:

"Inmediatamente después, tras revisar los votos de los señores justicias y regimiento, declararon y designaron al capitán Gonzalo Pizarro como justicia mayor, otorgándole plenos poderes conforme a lo requerido por la ley en tales circunstancias. Recibieron de él el juramento de manera adecuada y formal, comprometiéndose a ejercer su cargo conforme a lo establecido. Firmaron el documento Gonzalo Pizarro, Juan Vélez de Guevara, Francisco Maldonado, Diego Maldonado de Álamos, Hernando Bachicao y Juan Julio de Hojeda."

Se comenta que, durante este tiempo, los licenciados de la Gama, Carvajal, León, Barba, junto con el bachiller Guevara, emitieron opiniones y consejos sobre la posibilidad de que Gonzalo Pizarro recurriera a la fuerza armada para solicitar cambios en las ordenanzas, argumentando que podrían respaldarlo con leyes y derechos. Se mencionan otras acciones aún más censurables de estos individuos, que por ciertas razones omitiré. Sin embargo, es suficiente saber que dieron sus opiniones, las cuales causaron un considerable daño, ya que muchos ingenuos, creyendo en sus afirmaciones, siguieron al tirano en sus errores."

 

Capítulo XXVI: La salida del alcalde Antonio Altamirano y del capitán Diego Maldonado el Rico del cabildo, y su posterior firma; y la negativa del procurador, Pero Alonso Carrasco de presentar una petición en nombre de la ciudad sobre el proveimiento.

En este capítulo se relata cómo el alcalde Antonio Altamirano y el capitán Diego Maldonado el Rico abandonaron la reunión del cabildo, pero finalmente accedieron a firmar. Además, se narra la negativa del procurador, Pero Alonso Carrasco de presentar una petición en nombre de la ciudad sobre el proveimiento.

 

Durante la sesión del cabildo, mientras se estaban emitiendo votos y opiniones, el alcalde Antonio Altamirano, al notar la tiránica y malévola intención de Gonzalo Pizarro, optó por retirarse del cabildo y negarse a firmar, al igual que Diego Maldonado el Rico. Gonzalo Pizarro salió del lugar con su vara de justicia y fue obedecido por todos como la máxima autoridad. Mientras tanto, Diego Maldonado se encontraba en su casa cuando el capitán Cermeño, acompañado de arcabuceros, fue a buscarlo para llevarlo a las casas de Gonzalo Pizarro, quien estaba muy enfadado por su negativa a firmar. Al llegar a donde se encontraba Gonzalo Pizarro, este, con gesto airado, le ordenó a Diego Maldonado que, dado que tenía el primer voto en el cabildo, firmara sin excusas para evitar represalias, ya que quería demostrar su autoridad ante todos. De lo contrario, se le advirtió a Diego Maldonado que le quitarían la vida, por lo que firmó con una firma falsa y diferente a la habitual. Antonio de Altamirano también acabó firmando, mientras que Diego Maldonado solicitó que todo quedara registrado como testimonio, tras haber hecho él y Pedro de los Ríos una protesta secreta en la que manifestaban su rechazo a unirse a Gonzalo Pizarro y su lealtad a Su Majestad.

A pesar de los acontecimientos, según lo narrado en nuestra historia, aquellos que habían instigado a Gonzalo en sus acciones le aconsejaron que, para dar más legitimidad al nombramiento de justicia mayor, debería solicitar a Pero Alonso Carrasco, procurador de la ciudad, que presentara una petición en el cabildo en la que el pueblo expresara su aprobación de la elección, argumentando que era en beneficio común. Sin embargo, Pero Alonso, con sensatez, al ver que lo que le estaban pidiendo no era justo ni estaba en servicio de Su Majestad, se negó a hacer la petición en el cabildo. Esto enfureció a Gonzalo Pizarro, quien emitió de inmediato un mandato ordenando la confiscación de sus bienes. Ante el temor de ser asesinado, Pero Alonso Carrasco decidió refugiarse en la iglesia, pero al no sentirse seguro allí, se trasladó a las casas de Alonso de Mesa, un vecino del Cusco, donde permaneció oculto durante dos días y dos noches.

Gonzalo Pizarro, en su furia por la negativa de Pero Alonso Carrasco a solicitar el respaldo de la ciudad, según afirman algunos, llegó al extremo de ordenar a ciertos de sus criados que lo asesinaran. En una noche, cuando Pero Alonso Carrasco salió para visitar su casa, fue emboscado por individuos que lo hirieron gravemente con tres heridas, llegando a temerse por su vida. Debido a este ataque, Pero Alonso Carrasco no pudo acompañar a Garcilaso y Graviel de Rojas cuando partieron de la ciudad para encontrarse con el virrey, como se narrará en el curso de nuestra historia.

 

Capítulo XXVII: De cómo llegó una carta cifrada del factor Illan Xuárez de Carvajal desde la ciudad de Los Reyes, y de cómo se solicitó el voto del capitán Garcilaso de la Vega para el nombramiento.

En este capítulo se narra cómo llegó a la ciudad una carta cifrada del factor Illan Xuárez de Carvajal, proveniente de Los Reyes. Además, se relata cómo se solicitó el voto del capitán Garcilaso de la Vega para el nombramiento que se estaba llevando a cabo.

 

El bienaventurado Gregorio afirma que no se puede obtener un gran premio sin un gran esfuerzo, dedicación, conocimiento y sabiduría, sin pasar largas horas de vigilia, desvelándose durante muchos días y noches. Salomón sostiene que nadie ha alcanzado grandes riquezas sin grandes preocupaciones y mayores esfuerzos del espíritu. Por lo tanto, para mí será un ejemplo evidente y notable, ya que al embarcarme en la redacción de una obra tan difícil como la que estamos narrando, no puedo evitar pasar por largas vigilias, asegurándome de que las diversas narraciones concuerden entre sí y de que en ningún momento nos apartemos de la verdad. Reconozco que la obra que, con la ayuda divina, he emprendido escribir es digna de que soporte los trabajos antes mencionados. En ningún momento me sentí tan angustiado como en este punto, ya que mi juicio débil no era suficiente para explicar cosas tan grandes, y estuve a punto de terminar mi tarea, dejando abierta la posibilidad para que alguien más sabio la continuara. Sin embargo, la convicción y la inspiración que he sentido me animan a seguir adelante.

Una vez que el virrey Blasco Núñez Vela llegó a la ciudad de Los Reyes y después de haber discutido con el tesorero los asuntos que ya hemos relatado, el factor Illan Xuárez de Carvajal, fiel servidor del Rey, escribió una carta cifrada que yo tuve en mi poder, dirigida al licenciado Benito Xuárez de Carvajal, su hermano, en la que le exhortaba a servir lealmente al Rey y a no participar ni consentir ningún movimiento en las provincias del sur. Además, le instaba a que, en caso de haber disturbios, se trasladara a la ciudad de Los Reyes, donde encontraría al virrey Blasco Núñez Vela. El licenciado, al recibir esta carta, respondió en cifras al factor, prometiendo cumplir con lo que se le pedía sin desviarse en absoluto. También informó al virrey sobre lo que estaba sucediendo en el Cusco.

Volviendo a Gonzalo Pizarro, al ver que el capitán García Lasso de la Vega, regidor de la ciudad, no había respaldado su elección, le envió un mensaje para exigirle que emitiera su voto. La respuesta de García Lasso fue que él no era letrado y no entendía si podía votar para nombrar a la justicia mayor. Dio esta respuesta para evitar firmar o votar en algo que claramente no servía a Su Majestad. Ante esto, Gonzalo Pizarro envió al licenciado Carvajal para que confirmara si García Lasso podía legalmente emitir su voto en esta situación. Carvajal respondió afirmativamente, diciendo que García Lasso tenía el derecho de hacerlo. Sin embargo, García Lasso, con astucia, había dado esa respuesta y, además, para evadirse, asistió al cabildo donde, en presencia de los miembros del regimiento que estaban tratando sobre lo sucedido en su reunión, declaró que él era regidor no por elección del cabildo, sino por la ausencia de otro vecino de la ciudad. A pesar de haber ejercido el cargo hasta entonces, anunció que lo dejaba en manos de ellos y renunciaba con la protesta de no ser más regidor. Tras decir esto, se retiró.

Después de estos eventos, Gonzalo Pizarro y los miembros del cabildo ordenaron a Pedro de Hinojosa que fuera a la ciudad de Arequipa para traer a Francisco de Carvajal, quien había sido sargento mayor en la batalla de Chupas, junto con las armas y la gente disponibles en esa ciudad. Pedro de Hinojosa partió hacia Arequipa, donde encontró a Francisco de Carvajal, quien tenía un fuerte deseo de ir a los reinos de España, pero nunca pudo encontrar la oportunidad para hacerlo. Al enterarse de la solicitud de Gonzalo Pizarro y de que lo convocaban, se dice que sintió pesar y deseaba estar fuera de esos asuntos. Sin embargo, como hombre experimentado en la guerra y criado en ella, decidió enfrentar la situación. Dijo: "Yo siempre sospeché que no era conveniente involucrarme en esta trama, pero ahora que está sucediendo, prometo ser uno de los principales participantes en ella". Se preparó para dirigirse al Cusco, expresando duras palabras contra el nombramiento de las ordenanzas, comparándose a un gato que, aunque pueda ser acosado y herido, aún volverá a rascar a su propio señor. Consideraba que era adecuado oponerse a esas leyes que Su Majestad había enviado.

Una vez que Pedro de Hinojosa cumplió con su misión y regresó a la ciudad del Cusco con lo que pudo obtener, se descubrió que el teniente o corregidor de Arequipa se había ausentado. A pesar de esto, Pedro de Hinojosa no sufrió ningún agravio ni maltrato debido a su labor, ya que se limitó a sacar la gente y las armas disponibles.

 

Capítulo XXVIII: De cómo el capitán Lorenzo de Aldana escribió al virrey y las noticias que los vecinos del Cusco estaban difundiendo, así como los rumores que surgían en la ciudad de Los Reyes sobre el nombramiento de Pizarro como gobernador del Cusco.

En este capítulo se relata cómo el capitán Lorenzo de Aldana escribió al virrey informándole de los acontecimientos en el Cusco, así como las especulaciones y rumores que circulaban entre los vecinos de dicha ciudad. También se describe cómo en la ciudad de Los Reyes se difundían rumores de que Pizarro había sido nombrado gobernador del Cusco.

 

El capitán Lorenzo de Aldana se encontraba en la provincia de Jauja, donde tenía indígenas en encomienda. Allí, escuchó de los vecinos del Cusco que regresaban de Los Reyes las conversaciones y la fácil disposición con la que se habían dedicado a discutir sobre los acontecimientos. Además, había recibido noticias de que Gonzalo Pizarro había descendido de los Charcas y se había instalado en la ciudad del Cusco, donde pretendía ser recibido como procurador para oponerse al virrey. Deseando evitar disturbios y conflictos en la provincia, y esperando que el virrey actuara con prudencia, dado lo difícil y delicado de la situación, Lorenzo de Aldana escribió al virrey expresándole su preocupación. Le informó que, estando él en Jauja, le había escrito anteriormente para darle la bienvenida, y ahora lo hacía de nuevo con una causa aún más importante: informarle sobre cómo Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros vecinos del Cusco estaban difundiendo rumores sobre la severidad con la que el virrey estaba entrando en el reino y su falta de benevolencia, así como su aparente regocijo por ejecutar las ordenanzas, haciendo alarde de los indígenas que había confiscado en San Miguel y Trujillo. Estos rumores estaban causando un gran revuelo. Lorenzo de Aldana le aconsejó al virrey que actuara con prudencia y sabiduría, considerando su amplia experiencia en el reino y reconociendo la tendencia de la gente a buscar conflictos para satisfacer sus deseos sensuales y desordenados. Además, le informó sobre los rumores de que Gonzalo Pizarro estaba en el Cusco con la intención de ser nombrado procurador, así como otras informaciones que había escuchado.

Pocos días después de que Aldana escribiera esta carta al virrey, partió de la provincia de Jauja hacia la ciudad de Los Reyes para encontrarse con él, y el virrey mostró satisfacción por su llegada. Mientras tanto, el capitán Juan de Saavedra solicitó permiso al virrey para dirigirse a Huánuco, y este se lo concedió.

No pasó mucho tiempo antes de que en la ciudad se entendiera claramente y se supiera con certeza que Gonzalo Pizarro había sido recibido como procurador en el Cusco para suplicar respecto a las ordenanzas. Esto no fue difícil de entender, ya que los vecinos de Lima se mantenían en constante comunicación con él mediante mensajeros que iban y venían rápidamente. La noticia ya era conocida por todos los vecinos, y se hablaban unos a otros con alegría, comentando: "¿No saben la feliz noticia? Gonzalo Pizarro ha sido nombrado procurador para enfrentarse al audaz virrey". Aquellos que ya lo sabían se congratulaban unos a otros, estrechándose las manos y riendo abiertamente. En resumen, la alegría que todos sentían era inmensa.

Además, se difundió el rumor de que Pizarro estaba reclutando soldados en el Cusco, lo cual preocupó al virrey. Sin embargo, él no expresaba más que su deseo de que los oidores llegaran pronto para establecer la audiencia. En ocasiones, estuvo tentado de dirigirse rápidamente al Cusco, llevando consigo a su hermano y al capitán Diego Álvarez de Cueto, su cuñado, junto con algunos vecinos. A pesar de su voluntad, los obstáculos que se presentaban eran tantos que no pudo decidirse a ir al Cusco. Sin duda, su presencia habría detenido los disturbios y evitado el estallido de la guerra.

Hablar de estas cuestiones es casi como adivinar, pues Dios tenía determinado castigar en general a ese reino. Además, me parece que, si no se corrigen, están destinados a sufrir más calamidades y miserias, como lo indican los relámpagos que nuevamente se alzan. Esto me recuerda a lo que Plutarco menciona en la vida de Lúculo, citando una pregunta que los cirineos le hicieron al divino Platón, que sostiene que no hay tarea más difícil que someter a ciertas leyes a hombres que poseen muchas riquezas, ya que están como embriagados por el favor de la fortuna. Por otro lado, Plutarco señala que, por el contrario, no hay nada más fácil de dominar que los ánimos de esos hombres cuando están abatidos y han sufrido muchos reveses, porque sus orgullosos y elevados pensamientos se han visto afectados por la continuación de tristes experiencias humanas.

Esta sentencia es notable, ya que cuando el desafortunado virrey llegó al Perú, encontró a los hombres dispuestos, gracias a su riqueza, no solo a suplicar respecto a las leyes, sino también a oponerse a él, como de hecho lo hicieron. Sin embargo, después de que el tirano mismo los atormentara y fatigara de muchas maneras, el virrey pudo no solo hacer cumplir las leyes, sino también implementar otras medidas que ellos consideraban más severas. Incluso, en contra de sus deseos, se cumplió la voluntad del Emperador nuestro señor, y ahora está tan poderoso y temido en esas tierras como un príncipe en otra provincia del mundo, aunque no posea la misma autoridad personal. He mencionado esto para que comprendan que, aunque haya más de cuatro mil leguas de distancia entre España y los confines del Perú, al final se debe hacer lo que él ordena, pues es el soberano señor.

 

Capítulo XXIX: En este capítulo se relata cómo Su Majestad envió una cédula real al adelantado don Sebastián de Belalcázar, ordenándole que ejecutara las nuevas leyes. Además, se describe cómo se reunieron en la ciudad de Popayán los procuradores y se otorgó la suplicación.

Después del fallecimiento del capitán Francisco García de Tobar y de la partida del belicoso Juan Cabrera hacia la villa de Timaná, el adelantado Belalcázar se trasladó a la ciudad de Popayán, después de cruzar los montes y cordilleras que separan unas regiones de otras. Permaneció allí durante algunos días. Durante su estancia, mientras se encontraba en la ciudad de Cali, llegó la noticia sobre las nuevas ordenanzas reales y la llegada al Perú de Blasco Núñez Vela para implementarlas. Esta noticia causó cierto alboroto en la provincia, pero muchos creían que sus vecinos en el Perú se resistirían y no obedecerían las nuevas leyes. Expresaban el deseo de que Dios los motivara a actuar así, ya que el agravio era considerable. Poco después, llegó la noticia de que las ordenanzas habían sido aceptadas en la ciudad de Los Reyes, lo cual desilusionó a muchos, quienes consideraron que los del Perú habían mostrado poca determinación.

Un barco llegó al puerto de la Buena Ventura, trayendo una copia de las nuevas leyes y una carta del príncipe y señor, don Felipe, en la que instaba al adelantado Belalcázar a ejecutar las nuevas leyes para la gobernación de las Indias, asegurándole que así le prestaría un gran servicio. Ante esta cédula real, los vecinos se alarmaron y protestaron, argumentando que no permitirían tal agravio, ya que consideraban que sus servicios no lo merecían. Belalcázar, con prudencia, intentó calmarlos, asegurándoles que el rey les concedería más favores. Convocó a procuradores de todas las ciudades y villas de la provincia para discutir cómo abordar el tema de las ordenanzas.

Cuando los procuradores llegaron a la ciudad de Popayán, solicitaron al adelantado que concediera una suplicación en nombre de toda la provincia, en lugar de ejecutar las nuevas leyes. Así se hizo, y se evitó la implementación de las leyes. Nombraron a Francisco de Rodas como procurador para viajar a España, donde ya se había nombrado al licenciado Miguel Díaz Armendáriz como comisario general y juez de residencia, como se detallará más adelante en nuestra narrativa. Esta medida tranquilizó a la provincia y evitó cualquier disturbio.

 

CAP. XXX. —Después de ser recibido Gonzalo Pizarro en el Cusco como procurador y justicia mayor, procedió a nombrar capitanes para consolidar su posición. En ese contexto, llegó Diego Centeno al Cusco y entregó a Pizarro los despachos que llevaba consigo.

Una vez recibido en la ciudad del Cusco como justicia mayor, Gonzalo Pizarro se apresuró a convocar a la gente y a organizar la fabricación de pólvora, así como a preparar arcabuces. Constantemente recibía cartas de diversas procedencias, muchas de ellas cifradas, todas instándolo a que se trasladara rápidamente a Los Reyes, mientras denigraban la autoridad del virrey. Ahora que tenía el poder que tanto anhelaba, decidió que era hora de nombrar capitanes y oficiales para la guerra.

Inicialmente, consideró designar a Diego Maldonado el Rico como alférez general, pero este se retiró elegantemente, ofreciendo razones que parecían convincentes para permanecer en la ciudad. Los miembros del cabildo también persuadieron a Pizarro para que dejara a Maldonado como alcalde y capitán de la ciudad. Tras reflexionar sobre ello, Gonzalo Pizarro designó a Alonso de Toro, natural de Trujillo, como maese de campo, y a Antonio de Altamirano, oriundo de Hontivéros, como alférez general. Los capitanes de infantería fueron Diego Gumiel, de Villadiego, y Juan Vélez de Guevara, de Málaga. El capitán Cermeño, de Sanlúcar de Barrameda, fue designado como capitán de arcabuceros, mientras que Hernando Bachicao fue nombrado capitán de artillería. Por último, don Pedro de Puertocarrero fue nombrado capitán de la caballería.

Pocos días después de estos nombramientos realizados por el malvado Gonzalo Pizarro, las odiosas banderas comenzaron a ondear en la plaza, mientras los alféreces que deseaban unirse a esa guerra malvada y atroz las llevaban en alto. Los tambores anunciaban la guerra maldita y los pífanos difundían su sonido. ¡Qué alegría mostraba el tirano Gonzalo Pizarro al ver que ahora tenía la fuerza para enfrentarse al visorrey, pensando que después le sería fácil tomar el control del reino!

Lope Martín llegó a la ciudad difundiendo lo mismo que todos sobre el visorrey. También llegó Diego Centeno con los despachos y provisiones del visorrey, y algunos cuentan que los entregó voluntariamente en manos de Gonzalo Pizarro, sin hacer ninguna diligencia. Se dice que, al ver los despachos, Gonzalo Pizarro se alegró mucho de tenerlos en su poder y ordenó a Centeno que, bajo pena de muerte, no revelara a ningún vecino ni a nadie más el contenido de los documentos. Se apresuraron a prepararse con armas y pertrechos necesarios, decididos a enviar a la ciudad de Huamanga a Francisco de Almendras, un gran artillero que era de su confianza.

 

CAP. XXXI. —Gonzalo Pizarro ordenó al capitán Francisco de Almendras que se dirigiera a la ciudad de San Juan de Victoria, en Huamanga, para traer de vuelta el equipo de artillería que el licenciado Vaca de Castro había enviado allí por mandato.

Gonzalo Pizarro, consciente de su malévolo intento, recordó que en San Juan de Victoria, en Huamanga, se encontraba el equipo de artillería que el tirano anterior había utilizado en la batalla de Chupas contra Vaca de Castro. Confiando plenamente en Francisco de Almendras, residente de la villa de Plata, le ordenó que se dirigiera allí con treinta arcabuceros para traer de vuelta el equipo de artillería. Sin embargo, le instruyó específicamente que no permitiera que se causara ningún daño en la ciudad. Además, le encargó que, en su nombre, se dirigiera a los vecinos y al cabildo de la ciudad para informarles que él asumía la responsabilidad de responder por todos en relación con las ordenanzas. Les instó a que se prepararan para apoyarlo, considerando las numerosas veces que le habían escrito y solicitado su intervención.

Francisco de Almendras y su grupo partieron de la ciudad del Cusco y llegaron a San Juan de Victoria en Huamanga, donde en ese momento Vasco Suárez estaba actuando como alcalde del Rey. Al enterarse de la misión de Almendras, Vasco Suárez y los regidores se reunieron para discutir cómo impedir que el equipo de artillería fuera sacado de la ciudad. Vasco Suárez expresó su intención de defender y oponerse a Almendras y sus hombres. Otros regidores, como Juan de Bérrio y Diego Gavilán, se mostraron igualmente decididos a apoyarlo. Por su parte, el capitán Vasco de Guevara fingió estar enfermo y no poder participar en la defensa.

Almendras, impaciente por obtener el equipo de artillería, presionaba a los habitantes de San Juan de Victoria para que se lo entregaran, pero estos evadían dar una respuesta clara sobre su paradero. Almendras sospechaba que el capitán Vasco de Guevara tenía información sobre el paradero del equipo y fue a su posada. Algunos afirmaron falsamente que Vasco de Guevara reveló la ubicación del equipo, pero en realidad intentó evadir a Almendras. Al caer la noche, Vasco de Guevara se escapó hacia los Sóras, donde tenía indígenas de repartimiento, con la intención de unirse al virrey y servirle.

Cuando Almendras se enteró de la partida de Vasco de Guevara, estuvo a punto de destruir el pueblo de San Juan de Victoria por la ira que le provocó su traición. Finalmente, utilizando tormentos contra algunos indígenas, Almendras descubrió la ubicación del equipo de artillería y lo recuperó. Después de esto, anunció a los habitantes de la ciudad que regresaría a la ciudad del Cusco y les advirtió que se prepararan para su regreso. Luego, con la ayuda de los lugareños, el equipo de artillería fue cargado en los hombros de los indígenas y llevado de regreso a la ciudad del Cusco.

 

Capítulo XXXII: La Clamorosa Revelación en Los Reyes sobre los Acontecimientos en el Cusco y la Sorpresiva Marcha de la Artillería, Desencadenando Profundo Pesar en el Virrey.

En la ciudad de Los Reyes, la capital colonial de Perú, la intriga y la preocupación se apoderaron de las conversaciones cuando la noticia de los sucesos en el distante Cusco comenzó a circular con claridad inquietante. La llegada de la artillería a la región, un indicio ominoso de posibles conflictos, no pasó desapercibida para el virrey y sus consejeros, quienes lamentaron profundamente el giro de los acontecimientos.

 

En aquel tiempo, en Los Reyes, ya se vislumbraban cambios. La atmósfera estaba cargada de inquietud, con el demonio de la discordia sembrando semillas de duda y desconfianza en aquellos que anteriormente mantenían pensamientos más nobles. En susurros secretos, los vecinos intercambiaban sus preocupaciones, algunos especulaban sobre la posible ejecución de las nuevas leyes por parte del virrey, mientras otros, con tono más desafiante, argumentaban: "Déjalo estar, Pizarro está en el Cusco; tenemos noticias seguras de que vendrá con un séquito armado y hará rendir cuentas a todos".

La noticia se propagó rápidamente por toda la ciudad, y el virrey ya no podía ignorar lo que era un hecho. Con gesto de incredulidad, se llevaba la mano a la frente y se preguntaba: "¿Es posible que el gran Carlos, nuestro señor, sea respetado en todas las provincias de Europa, mientras que El Turco, señor de gran parte de Oriente, no se atreva a desafiarlo abiertamente? ¿Cómo es que un bastardo se atreve a desafiar la voluntad real y obstaculizar la ejecución de sus mandatos?"

Ansiaba la llegada de los oidores para establecer la audiencia, pero su ánimo estaba profundamente angustiado, pues temía no ser capaz de garantizar el cumplimiento de la voluntad real. Sentía un profundo resentimiento hacia Vaca de Castro, y encontraba razones de peso para ello, especialmente después de la partida de Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Hernando Bachicao y otros, quienes, según sospechaba, mantenían una estrecha afinidad con él y podrían haber sido influenciados por sus consejos para dirigirse al Cusco. Planeaba, una vez que los oidores llegaran, iniciar un proceso de residencia contra él y castigarlo conforme a la justicia.

No pasaron muchos días antes de que llegara a la ciudad la noticia sobre el traslado de la artillería desde Huamanga. Se decía que Vasco de Guevara la había entregado a Francisco de Almendras. Ninguna otra noticia anterior había causado tanta consternación en el virrey como esta. De su boca brotaban palabras cargadas de ira dirigidas hacia Vasco de Guevara, prometiendo imponer un severo castigo por esa deshonrosa acción. Desconfiaba profundamente de los vecinos, no confiando en ellos ni aceptando ninguna información que le proporcionaran. Por su parte, los vecinos temían las represalias del virrey y estaban sumamente preocupados por su seguridad.

 

Capítulo XXXIII: El Virrey, ante la Ausencia de los Oidores, Decide Proclamar Públicamente las Ordenanzas y Ordena la Prisión de Vaca de Castro.

Ante la demora en la llegada de los oidores, el virrey tomó la decisión de hacer públicas las ordenanzas mediante un pregón oficial. Mientras tanto, en un giro sorprendente, se llevó a cabo la detención de Vaca de Castro.

 

Por lo que hemos narrado hasta ahora, el lector habrá tomado conocimiento de la llegada de Blasco Núñez Vela a Los Reyes. Con un tono optimista, declaró a la ciudad que no implementaría las leyes hasta que se estableciera la audiencia. Sin embargo, al regresar recientemente de España, donde la autoridad real se sigue con tal rigor que cualquier orden, por más estricta que sea, se ejecuta sin objeciones, no comprendió la doblez de las personas que habitaban en este reino ni la libertad que habían disfrutado en el pasado. A pesar de las noticias sobre el alboroto en el Cusco y el traslado de la artillería, decidió de manera apresurada, sin reflexionar y sin considerar la complejidad y la hostilidad que prevalecían en el reino, y el profundo odio que le tenían muchos, convocar a Juan Enríquez, el pregonero, para que anunciara públicamente las nuevas leyes, dejando claro para todos.

También es justo considerar la verdadera intención del virrey y no oscurecerla. Yo creo firmemente que él comprendía que los acontecimientos serían de gran envergadura, y todos los que vivimos en esta época sabemos que nuestro César le ordenó que, ante cualquier circunstancia, por difícil que fuera, las leyes debían ser promulgadas y cumplidas. Es posible que el virrey, por prudencia, haya decidido implementarlas de inmediato para evitar que se argumentara en el presente o en el futuro que, por temor, dejó de cumplir con el mandato real.

Recuerdo un episodio similar en la historia, donde la decisión tomada fue motivada por una lealtad similar al mandato real. Se cuenta que Alejandro Magno, el gran fundador de la tercera monarquía, un poderoso rey de Grecia, tuvo que lidiar con una situación delicada. Según Quinto Curcio Rufo y Arriano, un valiente capitán llamado Parmenio, que tenía tres hijos nobles llamados Filotas, Héctor y Nicanor, estuvo involucrado en una trama de traición contra el rey. Aunque Filotas estaba al tanto de una conspiración contra Alejandro, que fue descubierta gracias a Dimno, un confidente cercano al rey, decidió no informar a Alejandro sobre el asunto, poniendo en riesgo su propia vida. Posteriormente, se encontraron cartas comprometedoras de Parmenio, su padre, lo que llevó a su cruel ejecución. Alejandro, llamando a un hombre audaz llamado Polidamas, le ordenó que llevara cartas a Parmenio y lo matara, mostrando luego una orden falsa a los demás capitanes para evitar la agitación en el ejército. A pesar de las considerables honras y riquezas que había recibido de Parmenio, Polidamas cumplió con la orden, a pesar de sentir compasión por la venerable persona de Parmenio.

Así como en este relato histórico, el virrey, deseando demostrar a Su Majestad que cumplía de buena gana y con fidelidad lo ordenado, sin tener en cuenta las posibles controversias futuras, procedió a promulgar las leyes. Esto lo menciono no para justificar su acción, que fue temeraria, sino para entender su intención. Sin embargo, cabe señalar que, en aras del servicio real, habría sido más conveniente suspender las leyes en lugar de promulgarlas.

La reacción de los vecinos ante el sombrío pregón fue de profundo desasosiego. Sumidos en una gran turbación, se preguntaban entre ellos: "¿Qué significa esto? ¿Por qué Su Majestad, siendo un príncipe tan cristiano, nos trata así, habiendo conquistado esta provincia con tanto sacrificio, tanto de nuestra hacienda como de la vida de tantos compañeros? ¿Qué será de nuestros hijos y mujeres?" Muchos se sentían desesperados, llegando incluso a perder el sentido de la realidad. Desde ese momento, les parecía que habían perdido toda su riqueza, tanto indígenas como cualquier otra propiedad. En su enfado, escribían cartas a Gonzalo Pizarro, informándole de lo que estaba ocurriendo y de la promulgación de las leyes.

 

Capítulo XXXIV: Conclusión de los Acontecimientos Anteriores hasta la Prisión del Licenciado Vaca de Castro.

Con este capítulo, cerramos el relato de los sucesos anteriores hasta el momento en que el licenciado Vaca de Castro fue arrestado.

 

El virrey no estaba ajeno a lo que ocurría en la ciudad, y ante el gran tumulto que reinaba, comprendió el profundo desasosiego de los vecinos. Salió a la sala y anunció que cualquiera que afirmara que Gonzalo Pizarro estaba planeando rebelarse recibiría cien azotes públicamente. Mientras tanto, Vaca de Castro continuaba visitando al virrey en esos días, pero debido a sus propios problemas, fue arrestado y llevado al viejo cuarto de las casas del Marqués, donde se alojaba. Estuvo encarcelado allí durante ocho días, mostrando un gran pesar por haber sido tratado con tanta dureza por el virrey, lamentando no haber informado al Rey sobre sus acciones en la provincia.

El obispo don Jerónimo de Loaysa, apenado por el arresto de Vaca de Castro, suplicó humildemente al virrey que lo liberara, y este accedió a su petición, ordenando que cualquier persona agraviada por Vaca de Castro presentara una demanda para determinar si había actuado injustamente y, en caso afirmativo, castigarlo. Sin embargo, poco después, Vaca de Castro fue nuevamente arrestado y llevado a un barco bajo la sospecha del virrey.

Por otro lado, Lorenzo de Aldana, quien había venido de la provincia de Jauja para ver al virrey y del cual se había hablado anteriormente, provocó la ira del virrey al descubrirse que había sacado una copia de una carta que había escrito. Debido a su cercanía con los Pizarro y las sospechas que el virrey tenía sobre él, fue arrestado y enviado a otro barco durante algunos días, aunque luego fue liberado con justificaciones por parte del virrey.

Mientras tanto, el virrey ordenó que se estableciera una flota en el mar, con Diego Álvarez de Cueto, su cuñado, como capitán general, y Jerónimo Zurbano como capitán.

 

Capítulo XXXV: La Intervención del Obispo Don Jerónimo de Loaysa para Prevenir los Levantamientos y sus Consecuencias.

El obispo don Jerónimo de Loaysa, preocupado por los rumores de posibles levantamientos, decidió hablar con el virrey sobre su deseo de ir al Cusco. Lo que ocurrió a raíz de esta conversación fue significativo.

 

En la ciudad de Los Reyes, era un conocimiento extendido entre todos que Gonzalo Pizarro ya había sido recibido en el Cusco como procurador y justicia mayor. Don Jerónimo de Loaysa ocupaba el cargo de obispo en esta ciudad, la cual era la sede principal de su obispado. Con el deseo ferviente de evitar cualquier estallido de guerra que pudiera perturbar la paz en el reino, y con la intención de servir a Dios y a Su Majestad, el obispo decidió personalmente abordar esta cuestión yendo al lugar donde se encontraba Gonzalo Pizarro. Así, entabló conversaciones con el virrey, expresándole su preocupación por los grandes movimientos que se rumoreaban en el Cusco, donde se decía que Gonzalo Pizarro se estaba preparando para la guerra en lugar de buscar soluciones pacíficas. Propuso la idea de enviar a hombres prudentes y moderados para persuadir a Pizarro de abandonar sus planes temerarios y buscar una salida sensata. El virrey recibió esta propuesta con gran satisfacción, reconociendo que tal acción sería de gran servicio para Dios y para Su Majestad, así como para él mismo.

Se decidió entonces que el obispo partiría con prontitud hacia el Cusco, acompañado por ciertos notarios que llevarían consigo las provisiones reales, con el fin de requerir a Gonzalo Pizarro y a los demás que no actuaran precipitadamente, sino que obedecieran las órdenes de su rey y señor natural. Además, se acordó que el obispo procuraría asegurarse de que Pizarro no se dirigiera hacia Los Reyes con una gran fuerza armada ni con actitudes desafiantes, como se rumoreaba.

El virrey prometió al obispo su pleno apoyo en cualquier acuerdo que se pudiera alcanzar con Pizarro, comprometiéndose a seguir las instrucciones que él diera. Aunque no se le concedió formalmente ningún poder, por razones que serán explicadas en el momento en que el obispo y Gonzalo Pizarro se encontraron, el virrey dejó claro su firme compromiso de respaldar las acciones del obispo en esta delicada misión.

Seré detallado en la narración de este viaje del obispo, ya que ocurrieron eventos significativos y delicados, de los cuales tengo información de primera mano, tanto de personas que estuvieron con Pizarro como del propio obispo, quien me confirmó los hechos tal como los relato. Algunos han insinuado que el viaje del obispo fue motivado más por intereses personales y el beneficio de Pizarro que por el servicio al Rey, pero prefiero no detenerme en rumores y opiniones superficiales, ya que suelen desviarse de la verdad, aunque puedan parecer cercanos a ella.

Decidido el obispo a emprender su viaje, salió de la ciudad de Los Reyes el veinte de junio del mismo año, acompañado por su colega fray Isidro de San Vicente. Los acompañaron en esta jornada don Juan de Sandoval, Luis de Céspedes, Pero Ordóñez de Peñalosa y dos clérigos, Alonso Márquez y Juan de Sosa. Siguiendo el camino marítimo hacia Los Llanos, llegaron al pueblo de Yca, donde se encontraron con un tal Rodrigo de Pineda, quien venía del Cusco y les advirtió que, si continuaban por Los Llanos, se equivocarían de camino. Ante esta información, el obispo decidió cambiar de rumbo y dirigirse hacia la sierra para llegar al pueblo de Gualle, que pertenecía al repartimiento de Francisco de Cárdenas, vecino de Huamanga.

Una vez que el virrey se percató de que la agitación en las provincias del interior era de conocimiento público y que Gonzalo Pizarro y sus seguidores, a pesar de sus palabras desafiantes contra el Rey, se estaban preparando para venir armados y obstaculizar la ejecución de su mandato real, decidió consultar con Francisco Velázquez Vela Núñez, su hermano, y con Diego Álvarez de Cueto, don Alonso de Montemayor y otros caballeros prominentes de Los Reyes.

Después de deliberar, determinaron convocar a todos los habitantes del reino mediante un llamamiento general. Con gran premura, se despacharon provisiones a todas las ciudades y villas del reino, ordenando a todos los vecinos y residentes que se presentaran en la corte de Los Reyes con sus armas y caballos, prohibiéndoles expresamente dar apoyo a Gonzalo Pizarro u otros que se declararan en contra de la corona real de Castilla, so pena de ser considerados traidores y perder todos sus bienes.

Una vez emitidas estas órdenes, el virrey instruyó al secretario Pero López para que se preparara para ir al Cusco con las provisiones reales y exigir que Gonzalo Pizarro y sus seguidores las acataran sin objeciones, mostrando su sumisión como súbditos y vasallos leales del Rey.

A pesar del considerable riesgo que enfrentaba, Pero López, consciente de que su deber estaba ligado al servicio real, aceptó la misión, con la condición de que no se proclamara la guerra hasta su regreso, para evitar represalias en su contra. El virrey accedió a esta petición, aunque, si Pero López no hizo oídos sordos, pudo escuchar el sonido de los tambores y flautas mientras aún estaba en los límites de la ciudad.

Para garantizar la seguridad de Pero López en su viaje, el virrey ordenó a Francisco de Ampuero, un antiguo sirviente del marqués don Francisco Pizarro, que lo acompañara. Así, partieron de Los Reyes, acompañados también por Simón de Álzate, notario público, quien llevaba los documentos y provisiones para disolver a los rebeldes y convocar al servicio del Rey, advirtiendo de la pena de traición para quienes no cumplieran, y para solicitar apoyo en todas partes que visitaran.

 

Capítulo XXXVI: La Llegada de los Oidores a la Ciudad de Los Reyes y el Establecimiento de la Real Audiencia.

Llegó el momento esperado con la llegada de los oidores a la ciudad de Los Reyes y la fundación de la Real Audiencia.

 

En anteriores relatos, mencionamos cómo el virrey Blasco Núñez Vela se adelantó desde la ciudad de Panamá, mientras los oidores quedaron rezagados para partir más tarde. En unos pocos días, embarcaron en naves junto con sus esposas y pusieron rumbo al Perú. Al llegar al puerto de Tumbes, emprendieron el camino hacia la ciudad de Los Reyes. Durante el viaje, escucharon numerosas quejas sobre la gestión del virrey, siendo acusado de ser responsable de la muerte de más de cuarenta españoles por inanición en el camino, ya que los indígenas se negaban a proporcionarles alimento. Los oidores respondían prometiendo que una vez en Los Reyes, establecerían la Audiencia y pondrían fin a los desaciertos del virrey desde su llegada al reino.

Se dice que, al llegar a la ciudad de Los Reyes, encontraron la ciudad en estado de alerta, ya que el virrey comenzaba a proclamar la guerra contra Gonzalo Pizarro. A pesar de la situación tensa, fueron recibidos cordialmente y alojados en las casas de los vecinos de la ciudad. Fueron acompañados en todo momento y recibieron numerosas visitas de bienvenida.

Al reunirse con el virrey, este les informó sobre la grave situación en la provincia, señalando la huida de Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Bachicao y otros de Los Reyes, quienes habían incitado a la alteración de los vecinos en la ciudad del Cusco. Con escaso temor hacia Dios y el Rey, habían nombrado a Gonzalo Pizarro como su procurador, y este había enviado a buscar el armamento que se encontraba en Huamanga para usarlo junto con la fuerza que estaba reuniendo y dirigirse hacia la ciudad de Los Reyes. Los oidores quedaron consternados al escuchar esta noticia.

Con el sello real colocado bajo un palio y los regidores portando sus varas, se estableció formalmente la Audiencia. Se despacharon provisiones a todas las partes y el virrey envió cartas a Su Majestad el Rey, informándole de los acontecimientos en el Perú desde su llegada, incluyendo las alteraciones provocadas por las ordenanzas que él mismo había promulgado. Asimismo, comunicó estos sucesos al Real Consejo.

 

Capítulo XXXVII: La Desconfianza hacia Pizarro y la Solicitud de Perdón por Parte de los Vecinos del Cusco

Al advertir algunos habitantes del Cusco las acciones desfavorables de Pizarro, decidieron tomar cartas en el asunto. Conscientes de la necesidad de restaurar la armonía y evitar posibles conflictos, se dirigieron al visorrey expresando su deseo de reconciliación y ofreciendo su apoyo.

 

Es una verdad innegable que, tras el estallido de escándalos y el inicio de guerras impulsadas por un furor impetuoso, la razón finalmente emerge para evidenciar los errores cometidos. Incluso muchos de los que inicialmente respaldaron la empresa liderada por Gonzalo Pizarro, en su confrontación armada contra el virrey, comenzaron a lamentar su participación. Surgían preguntas como: "¿Quién nos engañó para oponernos al Rey? ¿Qué sentido tiene hacer súplicas con arcabuces y tiros gruesos?" Al mismo tiempo, observaban cómo Pizarro mostraba inclinación a ejercer un dominio autoritario.

Entre tanto descontento, un grupo encabezado por el clérigo Loaysa, en colaboración con Diego Centeno, Gaspar Rodríguez de Camporedondo, el maese de campo Alonso de Toro, Diego Maldonado el Rico, Pedro de los Ríos y otros, decidieron escribir al virrey solicitando perdón por su implicación en la revuelta. Afirmaban que, en adelante, estarían dispuestos a ofrecerle su leal servicio con sus personas, armas y caballos, sin que ello implicara ningún castigo para ellos.

Para que la partida de Loaysa hacia la ciudad de Los Reyes no levantara sospechas, se acordó con Gonzalo Pizarro que el clérigo actuara como un espía disfrazado, para obtener información y transmitirla con prontitud. Convencido por esta artimaña, Pizarro otorgó su consentimiento y permitió que Loaysa partiera del Cusco llevando consigo cartas de diversos individuos.

Mientras tanto, el obispo don Jerónimo de Loaysa se dirigía hacia el Cusco, al igual que aquellos encargados de llevar las provisiones, como detallaremos en los acontecimientos venideros.

 

Capítulo XXXVIII: El Viaje de Pero López, Francisco de Ampuero y Otros hacia el Cusco, y los Acontecimientos en Huamanga durante el Trayecto del Obispo hacia esa Ciudad.

Mientras tanto, el secretario Pero López, acompañado por Francisco de Ampuero y otros, se dirigían hacia el Cusco. En su travesía, alcanzaron el pueblo de Huamanga, donde se vieron envueltos en una serie de sucesos relevantes para la trama.

Por otro lado, el obispo continuaba su viaje hacia el Cusco. Sin embargo, antes de llegar a la ciudad, experimentaría una serie de eventos que marcarían su travesía hasta su destino final.

En el curso de nuestra historia, narramos cómo el virrey Blasco Núñez Vela envió a Francisco de Ampuero y a Pero López, su secretario, con la misión de notificar las provisiones reales. Se esperaba que Pero López, siendo bien considerado, aceptara la tarea con seguridad, al igual que Francisco de Ampuero, quien gozaba de la amistad de Pizarro por haber sido criado por el hermano del marqués.

Partieron de la ciudad con premura, llevando consigo los despachos y provisiones, y pronto alcanzaron al obispo. Después de informarle sobre su cometido y recibir su bendición, se pusieron en marcha con determinación de cumplir las órdenes del virrey. Al llegar a la ciudad de Huamanga, donde conocían la influencia de Gonzalo Pizarro, sintieron aprensión y desearon no permanecer allí.

Sin embargo, tras deliberar en asamblea, decidieron obedecer las órdenes de Su Majestad y reconocer a Blasco Núñez Vela como su legítimo virrey, como él lo había dispuesto. Una vez aceptado esto, recibieron la provisión real que les ordenaba acudir a la ciudad de Los Reyes con sus armas y caballos. Ante su temor, no se atrevieron a seleccionar a los vecinos que los acompañarían, y solicitaron al secretario Pero López que hiciera la elección por ellos. Así, se designó a Juan de Berrio, Antonio de Aurelio y otros para escoltar las provisiones.

Tras salir de Huamanga, donde ya había llegado previamente el obispo Jerónimo de Loaysa, informaron al prelado sobre lo sucedido y su próximo viaje al Cusco. Aunque el obispo les sugirió esperar para notificar las provisiones con mayor autoridad, prefirieron avanzar con rapidez y emprendieron el camino de regreso al Cusco.

El obispo había recibido cartas del virrey, en las cuales se le informaba sobre ciertos asuntos y se le sugería la posibilidad de reunir ochocientos hombres de guerra para enfrentarse a Gonzalo Pizarro en caso de que este continuara su desafío. Ante esto, el obispo respondió al virrey recomendándole no movilizar tropas, sino continuar con sus labores de gobierno y esperar la llegada de Gonzalo Pizarro y los demás rebeldes en su residencia, acompañado por los oidores. Estas cartas fueron entregadas a Francisco de Cárdenas, un ciudadano de esa localidad, quien, según se dice, se negó a enviarlas al virrey.

Una vez concluido este intercambio de correspondencia, el obispo partió de Huamanga rumbo al Cusco.

 

Capítulo XXXIX: El Tratado entre el Virrey y los Oidores para Recuperar los Fondos en la Nave con Destino a España, y la Revocación de las Nuevas Leyes

El virrey inició negociaciones con los oidores para recuperar los fondos que se encontraban en la nave destinada a España. Estos fondos estaban destinados a respaldar las actividades económicas en la colonia. Tras arduas deliberaciones, se logró un acuerdo para sacar los fondos y utilizarlos para fines relacionados con el gobierno y el bienestar de la población.

Además, durante este período, se revocaron las nuevas leyes que habían sido implementadas previamente. Estas leyes habían generado controversia y malestar entre la población y las autoridades coloniales, por lo que su revocación fue vista como un paso hacia la estabilidad y la reconciliación en la colonia.

El virrey mostraba profunda consternación al presenciar las graves insubordinaciones del pueblo, quienes desafiaban abiertamente el mandato real. Sus pensamientos fluctuaban entre la posibilidad de viajar rápidamente al Cusco y la idea de movilizar tropas. Finalmente, convocó a los oidores, entre los cuales se encontraban el licenciado Cepeda, el doctor Tejada, el licenciado Álvarez y el licenciado Zárate, aunque este último aún no había llegado.

En su reunión, el virrey expresó su preocupación por el flagrante desacato a las ordenanzas reales y la disposición de algunos para tomar las armas contra él, a pesar de ser enviados por el propio soberano. Les recordó que la voluntad del Emperador, su señor, era clara respecto al cumplimiento de las leyes y ordenanzas en los reinos. Además, señaló que el castigo merecido por estos actos de rebelión podría disipar los disturbios.

El virrey también advirtió que la suspensión de las nuevas leyes no sería suficiente para calmar la agitación, y sugirió que, de no hacerlo, sería necesario movilizar fondos para formar un ejército capaz de enfrentar cualquier levantamiento futuro. Insistió en que aquellos que estuvieran dispuestos a desatar la discordia deberían asumir la responsabilidad económica y personal por sus acciones. En última instancia, concluyó que la suspensión de las nuevas leyes sería necesaria para evitar un mayor derramamiento de sangre y mantener la paz en el reino.

Los oidores estaban absortos escuchando al virrey mientras hablaba; con la mirada fija en el suelo, su silencio reflejaba profunda preocupación por los asuntos que se discutían, aunque no todos compartían el mismo pensamiento ni estaban interesados en los negocios según lo requerido por sus cargos. El pesar que mostraban, según cuentan, era el resultado de consideraciones sobre las posibles consecuencias de las acciones del virrey. Temían que, al convocar a la gente para resistir a Pizarro, si este ganaba en batalla, la audiencia quedaría desacreditada, y si era derrotado, el mérito se atribuiría al virrey. Considerando sus propios intereses, el licenciado Cepeda fue el primero en hablar, ya que tenía el voto principal. Respondió a las prácticas propuestas por el virrey argumentando que él había sido designado por Su Majestad como virrey y a ellos como oidores, y que, como principal autoridad, le correspondía ejecutar las órdenes reales, consultando con la audiencia, ya que él era la cabeza y ellos los miembros, formando un cuerpo que representaba al Rey y a Su Majestad. Reconoció estar al tanto de los acontecimientos en Panamá y de lo que el licenciado Zárate le había informado sobre su llegada. Afirmó que, desde su llegada al reino, no había esperado por ellos y había pasado tiempo en Trujillo y Piura, como todos sabían, sin lograr mucho, sino más bien empeorando las cosas. Afirmó que aquellos que buscaban la deslealtad y la tiranía no buscaban más que la libertad, como lo demostraban todos los que se habían rebelado en nombre de la libertad. Reconoció la falta de disciplina y la corrupción entre la población local, pero argumentó que a menudo los gobernantes disimulan con sus súbditos hasta encontrar el momento adecuado para castigarlos, señalando que el nombre de Pizarro estaba arraigado en la mente de muchos en la ciudad y que no se podía confiar plenamente ni en ellos ni en aquellos que lo apoyaban en Cusco. Argumentó que gastar el dinero real era inútil y perjudicial, y que deberían esperar la respuesta a las gestiones del obispo y del regente, así como las reacciones a las provisiones que Pero López había llevado. Propuso revocar las ordenanzas, sugiriendo que podría ser beneficioso, aunque sería aún más efectivo si se proclamaban en Tumbes.

Los otros oidores se sumaron a la discusión. Sin embargo, previamente, habían planeado y acordado presentar un requerimiento al virrey para que no ejecutara las leyes, pero no se atrevieron a hacerlo. Hubo intercambio de palabras afiladas entre el virrey y Cepeda, con el virrey argumentando que, hasta ese momento, no tenía por qué consultar con la audiencia, ya que esta se había fundado después de su nombramiento; y expresó el deseo de que las palabras de Cepeda fueran tomadas en serio por Dios. Después de esto, y tras diversas discusiones, se decidió sacar los fondos que estaban en la nave para reclutar gente y resistir a Pizarro en su traición incipiente. Así, los ciento y tantos mil pesos fueron retirados y llevados a la casa del tesorero. Con determinación, el virrey comenzó a menospreciar a Pizarro y a su facción, animando a todos los habitantes de Los Reyes. Ordenó la suspensión de las nuevas leyes hasta que Su Majestad dispusiera lo contrario, exceptuando los asuntos relacionados con los gobernadores y los oficiales reales. Se dice que, antes de la suspensión, hizo una declaración en la que afirmaba que lo hacía con la esperanza de poner fin a los disturbios. Esta decisión fue anunciada públicamente y divulgada por todo el reino. A pesar de haber obtenido lo que deseaban al ver las leyes suspendidas, no fueron dignos de tal beneficio, ya que luego, debido a sus acciones imprudentes, muchos perdieron la vida en defensa de aquel a quien eligieron como su líder. Este derramamiento de sangre y la pérdida de propiedades superaron con creces el valor de sus repartimientos, lo cual es una dolorosa reflexión. Los hombres que buscan iniciar algo sin considerar cómo terminará, como bien señala Diógenes Laercio en las sentencias de Platón, a menudo se encuentran en situaciones reprochables y vituperables.

En el octavo libro de las Antigüedades Romanas, Dionisio de Halicarnaso afirma que nunca encontrarás a alguien a quien todo le haya salido siempre bien y según su voluntad, sin que en algún momento la fortuna le haya sido adversa. Por eso, aquellos que tienen una mejor previsión que otros, adquirida a través de una larga vida y experiencia, dicen que antes de emprender cualquier cosa, es necesario considerar primero el fin.

Los tiranos de Jerusalén, Simón y Juan, a quienes eligieron como sus defensores, según Flavio Josefo en De Bello Judaico, causaron más daño a su ciudad que los propios romanos, ningún otro enemigo podría igualarles en este aspecto. Un ejemplo similar ocurrió en Milán, cuando nombraron a Gualpaggo, conde de Anglería, como su líder, quien luego se convirtió en tirano y llevó a la ruina a la próspera ciudad de Milán, siendo finalmente derrotado por Federico. Esto demuestra que la verdadera libertad solo se encuentra en las repúblicas bajo un gobierno real, y si este no es bueno, basta con preguntar a Arequipa sobre lo sucedido en Huarina, o a Quito en Añaquito. Quizás les hubiera ido mejor si no hubieran seguido a Pizarro, y en cambio, hubieran reconocido al Rey como su soberano señor, en lugar de enfrentarse a sus ministros y a los representantes enviados por él.

 

Capítulo XL: El virrey nombró capitanes y se convocó a la reunión de tropas.

Reconozco que me detuve en el capítulo anterior, pero no pude evitarlo debido a la importancia del tema que estábamos tratando. No quiero que aquellos impulsados por la rivalidad, al ver que el autor es extenso en los capítulos o detallado en la narración de los acontecimientos, desechen el libro sin tratar justamente al escritor. Al respecto, recuerdo lo que enseña el ilustre doctor, el señor San Jerónimo, en su tratado sobre la instrucción de las vírgenes: "Controla tu lengua para no hablar mal y coloca en tu boca la ley y el freno de la razón. Y si en ese momento debes hablar, cuando callar sería pecado, ten cuidado de no decir nada que pueda merecer reproche." Dejando este asunto de lado, continuemos con el curso de nuestra historia.

El virrey, al enterarse de los acontecimientos en la ciudad del Cusco, designó a don Alonso de Montemayor, un caballero leal y oriundo de Sevilla, como capitán de la caballería. Asimismo, nombró a Diego Álvarez de Cueto, su cuñado y natural de Ávila, como otro capitán de la caballería. Para liderar los arcabuceros, seleccionó a Diego de Urbina, nacido en Vizcaya, mientras que Gonzalo Díaz de Pineda, de la Montaña, fue nombrado maestre de campo, con la capitanía a su cargo. Para la infantería, eligió a Pablo de Meneses, de Talavera, y a Martín de Robles, de Melgar de Herramental. Juan Velázquez Vela Núñez, natural de Ávila, fue designado capitán de la guardia.

Después de recibir los títulos de las capitanías, el virrey les habló, explicando que los había elegido como capitanes del Rey nuestro señor para que, en caso de levantarse algún tirano, con su esfuerzo lograran restaurar el orden y la estabilidad en la provincia, castigando al instigador. Les aseguró que confiaba plenamente en ellos, considerándolos compañeros y amigos de confianza, y les encomendó su persona y honor, ya que al ser un recién llegado de España a un reino nuevo, no sabía en quién confiar.

El capitán don Alonso respondió afirmativamente, destacando que había acertado al poner su honor bajo el de esos caballeros, ya que estaba dispuesto a dar su vida por el servicio del virrey y garantizar que la honra de todos permaneciera intacta. Los demás capitanes expresaron un deseo similar de servirle, demostrando su lealtad. Luego, se comenzaron a tocar tambores, desplegar banderas y reclutar más tropas.

Se cuenta que enviaron avisos a Gonzalo Pizarro, don Antonio de Ribera, Alonso Palomino y otros vecinos de Lima, utilizando pequeñas calabazas para ocultar las cartas y evitar que fueran descubiertas por alguien. Incluso se afirma que, cuando don Antonio no podía hacerlo, su esposa se encargaba del envío.

Se designó a Sayavedra como sargento mayor, y al compás de los tambores se reunieron más de quinientos hombres, pagándoles entre trescientos y cuatrocientos pesos cada uno y comprando numerosos caballos por quinientos o más pesos cada uno. En resumen, se gastaron más de cien mil pesos en estas operaciones.

Vasco de Guevara, el residente de Huamanga, llegó a Los Reyes para limpiar su nombre respecto a los rumores sobre su implicación en asuntos relacionados con la artillería. Al principio, el virrey lo recibió con semblante airado, pero después de escuchar su explicación, rápidamente volvió a mostrarle su favor. Mientras tanto, Francisco de Cárdenas se encontraba en Guáitara y enviaba información sobre todo lo que ocurría y sabía a Gonzalo Pizarro. Se dice que el clérigo Juan de Sosa, que acompañaba al obispo y llegó a Huamanga con indígenas de Sosa, envió cartas a Pizarro, instándolo a mostrarse valiente en lo que había empezado y sugiriendo que el virrey estaba mal visto, entre otras cosas que no eran propias de su condición religiosa.

Si tuviera que relatar todas las malas acciones que cometieron frailes y clérigos, nunca terminaría, y las almas cristianas se afligirían al escucharlas. El Sosa también escribió que no permitieran que el obispo se uniera a ellos, ya que los engañaría, y prometió avisarles rápidamente sobre todo lo que les fuera útil. Ahora, pasemos a hablar sobre Pizarro.

 

Capítulo XLI: Preparativos de Gonzalo Pizarro para abandonar la ciudad del Cusco y el encargo al capitán Francisco de Almendras de recuperar los despachos que se acercaban.

Gonzalo Pizarro se apresuraba en la ciudad del Cusco, donde se encontraba, a equiparse con armas y demás elementos necesarios para la guerra, con el deseo de partir de allí lo más pronto posible. Recibía constantemente cartas de Los Reyes y Huamanga con informes sobre lo que estaba ocurriendo. Supo del inminente arribo del obispo, así como de Francisco de Ampuero, Pero López y otros, con las provisiones reales.

Al comprender la situación, ordenó a Francisco de Almendras, quien había llevado el armamento desde Huamanga hasta Abancay antes de reunirse con Pizarro, que regresara para proteger el equipo y confiscar las provisiones de quienes las trajeran, con el objetivo de demostrar al obispo la actitud con la que estaban siendo enviadas. Almendras partió y se situó en guardia junto con algunos arcabuceros cerca del equipo de artillería, esperando interceptar a los portadores de las provisiones antes de que ingresaran al Cusco, pues sabía que ello podría perturbar a aquellos que mostraban tanto entusiasmo por seguir a Pizarro.

Después de estos acontecimientos, Gonzalo Pizarro envió cartas a Pedro de Puélles, quien era corregidor en Huánuco y había recibido honores y buen trato del virrey en Los Reyes, siendo confirmado en su cargo desde la época de Vaca de Castro. Las cartas fueron entregadas por Vicente Pablo, un mensajero diligente. En las cartas, Pizarro le pedía que se uniera a él con cuantos hombres pudiera reunir, ya que la ciudad del Cusco lo había elegido como procurador y justicia mayor, y planeaba dirigirse a Los Reyes para solicitar cambios en las ordenanzas. Pedro de Puélles, al ver al mensajero, respondió mediante el mismo enviado que había llevado las cartas a Gonzalo Pizarro. Afirmó que siempre había valorado las acciones de los Pizarro y, a pesar de que el virrey lo había nombrado corregidor de Huánuco, estaría dispuesto a cumplir con la solicitud de Pizarro. Sin embargo, le pidió que le escribiera nuevamente para informarle cómo y de qué manera los habitantes del Cusco lo habían recibido como justicia y lo habían elegido como procurador, para que él pudiera tomar una decisión informada.

Gonzalo Pizarro le respondió con otra carta, mientras que Puélles despreciaba las acciones del virrey. Mientras tanto, Gonzalo Pizarro, con sus estandartes alzados, se preparaba para la guerra, fabricando armas, picas, pólvora y arcabuces. Estaba muy optimista y se consideraba el señor de la tierra, afirmando que Dios lo estaba guiando, ya que sus hermanos no habían hecho méritos para que, incluso estando vivos, el rey le retirara el gobierno a favor de otro, y que siendo él mismo quien aún estaba vivo, nadie lo merecía más que él. Se unieron a él alrededor de trescientos cincuenta soldados españoles, a pie y a caballo, entre vecinos y soldados, lo que lo apremiaba aún más a salir del Cusco.

Francisco de Ampuero y el secretario Pero López, quienes partieron de Huamanga con las provisiones del virrey, llegaron hasta el puente de Vilcas, donde no encontraron a nadie. Continuaron su camino y recibieron noticias de que Francisco de Almendras se encontraba cerca. Al llegar a los Lucumáes y pasar un pequeño puente, fueron interceptados por el capitán Francisco de Almendras y su grupo. Con gran arrogancia, Almendras preguntó quién traía las provisiones, y al enterarse de que era Pero López, lo amenazó con matarlo y lo condujo por terrenos escarpados.

Pero López, sin poder resistirse debido a la superioridad numérica de Almendras y sus hombres armados, explicó que el virrey le había ordenado llevar esos despachos y que no había podido negarse. Después de algunas palabras más sobre el asunto, Almendras recordó que Pero López había hecho buenas acciones en el pasado y decidió no matarlo en ese momento. Se limitó a preguntar por los documentos, los cuales le fueron entregados con gran pesar por parte de López. Luego de ciertas negociaciones, ambos se retiraron. Almendras luego llamó a Francisco de Ampuero y le expresó su sorpresa por acompañar esas provisiones, ya que sabía que no beneficiaría a Gonzalo Pizarro. Le dijo que, si no fuera por el afecto que Pizarro le tenía, lo habría matado en ese mismo lugar, y le preguntó sobre los sucesos en Los Reyes.

 

Capítulo XLII: Los sucesos entre Francisco de Almendras y los portadores de las provisiones reales.

Después de los eventos narrados en el capítulo anterior, el capitán Francisco de Almendras y su grupo se dirigieron de regreso hacia Guamanga. Almendras reflexionaba sobre la conveniencia de dejar con vida a Pero López, ya que no quería que testificara lo sucedido, pero también le parecía demasiado cruel ordenar su muerte. Finalmente, decidió sugerirle a López y a Simón de Álzate que se fueran solos, sin la compañía de Francisco de Ampuero, y que así los bárbaros Andahuaylas y otros los matarían al verlos solos. También les ordenó que partieran de inmediato, con la condición de que Ampuero se quedara hasta que llegara Gonzalo Pizarro. Pero López, entendiendo la verdadera intención de Almendras, fingió tener su caballo cansado y fatigado, sugiriendo que necesitaban descansar unos días antes de regresar.

Francisco de Ampuero, actuando con virtud, insistió en que ni Pero López ni Álzate partirían sin él, y que él mismo no se quedaría a menos que fuera forzado, argumentando que sería malinterpretado si lo hiciera. Esto enfureció a Almendras, quien amenazó con matarlos si se quedaban a dormir allí. Ampuero, consciente del grave peligro en que se encontraba Pero López, se acercó a Almendras y, hablándole con amabilidad, le rogó que dejara partir a López. Almendras, furioso y amenazante, reconoció el valioso servicio que López había prestado durante la jornada, ya que su vida había estado en riesgo constante. Esa noche, temiendo por su propia vida, Ampuero pasó despierto, instando a Álzate y a los demás a hacer lo mismo.

Así que, al amanecer, Francisco de Ampuero, debido a su estrecha amistad con los Pizarro, decidió poner fin a la situación con Almendras y le pidió que les diera permiso a todos para regresar. Eventualmente, logró convencer a Almendras, y todos, muy contentos y agradecidos de haberse librado de él, se marcharon. Poco después, se encontraron con Diego Martín, el clérigo, y con el padre provincial fray Tomás de San Martín, quien les advirtió sobre las malas intenciones de Pizarro y cómo estaba preparándose para enfrentarse al virrey.

Este provincial era el superior que había viajado desde Lima al Cusco con la esperanza de evitar que Pizarro llevara a cabo sus planes insensatos. A pesar de sus esfuerzos por disuadir a muchos nobles de unirse a Pizarro en su rebelión, sus buenos propósitos no fueron suficientes. De hecho, se rumoreaba que un mensajero del provincial, Juan de Ribas, natural de Zaragoza, había sido casi capturado mientras transmitía los mensajes del regente a varios destinatarios.

 

Capítulo XLIII: Gonzalo Pizarro prepara su salida del Cusco y utiliza los fondos de la Caja del Rey para financiar la guerra.

Gonzalo Pizarro se alegró mucho al recibir la carta que, según se dice, le envió el padre Sosa desde Huamanga. Ya había sido informado sobre la llegada del obispo y estaba ansioso por salir de la ciudad, organizando sus tropas y revisando su equipo. Bachicao, herido en el muslo por un disparo, se movía en unas andas pequeñas.

Para pagar a los soldados que se habían unido a ellos, los vecinos contribuyeron con algunos fondos. Aunque el ánimo de Pizarro estaba afectado, decidió utilizar el dinero de la caja del Rey para pagar a las tropas. Los ciudadanos, viendo esto como algo injusto, argumentaron que preferían ofrecer sus propias personas y bienes como pago, ya que no era correcto gastar los fondos del Rey sin su autorización. Sin embargo, al final, los vecinos cubrieron los gastos, aunque no todos estaban contentos con la idea de desobedecer al Rey, incluso si deseaban que se cambiaran las leyes. Muchos no querían desafiar directamente al Rey ni actuar en contra de sus órdenes con violencia, a pesar de estar preparados para la guerra. Argumentaban que los juristas y hombres sabios aseguraban que podían hacerlo sin que se les considerara traidores.

De la región de Condesuyo llegaron algunos soldados, acompañados por Navarro, un vecino del Cusco, quienes traían consigo algunos arcabuces. En ese mismo periodo, Felipe Gutiérrez también llegó al Cusco con los otros hombres que mencionamos anteriormente que habían partido desde el inicio de los acontecimientos. Por otro lado, Serna escapó hacia la ciudad de Arequipa con la intención de unirse al virrey. Una vez en Arequipa, habló con el capitán Alonso de Cáceres, un hombre valiente y experimentado que había sido capitán general durante la gobernación de Cartagena. Personalmente, puedo dar fe de esto, ya que estuve bajo su bandera durante el descubrimiento de Urute melité y pasamos por numerosas dificultades, incluyendo hambrunas y miserias. Los lectores podrán conocer más sobre estas experiencias en un libro que he empezado a escribir sobre las provincias cercanas al océano.

Una vez que Alonso de Cáceres se enteró de las malas intenciones de Gonzalo Pizarro, decidieron tomar dos barcos que estaban en el puerto de Arequipa y dirigirse a la ciudad de Los Reyes para unirse al virrey. Una vez allí, fueron bien recibidos por el virrey. Mientras tanto, en el Cusco, un joven llamado Martín de Vadillo huyó y fue capturado por Alonso de Toro, quien lo ahorcó.

Una vez que Gonzalo Pizarro tuvo todas las cosas preparadas, ordenó a los capitanes Juan Vélez de Guevara y Pedro Cermeño que partieran de Jaquijahuana. Hubo algunas tensiones entre Alonso de Toro y don Pedro Puertocarrero, pero al final todos los capitanes y vecinos del Cusco, incluyendo a don Pedro Puertocarrero, Juan Alonso Palomino, Lope Martín, Tomás Vázquez y otros, salieron de la ciudad.

Gabriel de Rojas, Garci Laso y Jerónimo Costilla se excusaron de no unirse a Gonzalo Pizarro mediante palabras de justificación. El licenciado Carvajal, a pesar de su deseo contrario, se vio obligado a salir con él del Cusco. Desde Xaquixaguana, Gonzalo Pizarro ordenó a algunos capitanes que establecieran un campamento en los Lucumáes.

 

Capítulo XLIV: La llegada del obispo al lugar donde se encontraba Francisco de Almendras, los eventos que ocurrieron con él, las cartas que Pizarro le escribió y las respuestas del obispo.

Después de pasar algunos días en Huamanga, el obispo don Jerónimo de Loaysa se dispuso a llegar al Cusco antes de que Gonzalo Pizarro saliera de allí. Después de recorrer algunas jornadas, encontró a Pero López, Francisco de Ampuero, Simón de Álzate y los demás que habían ido a notificar las provisiones reales en un pueblo de indígenas llamado Cochacaxa. También encontró al reverendo fray Tomás de San Martín, provincial de los dominicos, y a un clérigo llamado Diego Martín. Estos le aconsejaron con vehemencia que regresara de inmediato a la ciudad de Los Reyes, ya que las cosas en el Cusco estaban mal y empeorando. Le mostraron una carta de Francisco de Almendras, quien estaba apostado en el puente de Abancay por orden de Gonzalo Pizarro para impedirle el paso.

A pesar de estas advertencias, el obispo decidió continuar su camino y llegó al lugar donde se encontraba Francisco de Almendras. Sin embargo, Almendras no lo recibió con la cortesía y el respeto que su cargo merecía. Aunque el obispo lamentó esta falta de deferencia, decidió no darle demasiada importancia y trató de entablar conversaciones con Almendras, aunque estas no tuvieron mucho éxito. Al día siguiente, el obispo le habló a Almendras sobre su misión y lo mucho que deseaba llegar al Cusco para aconsejar a Gonzalo Pizarro sobre lo que era mejor para él y para el reino. Sin embargo, Almendras se negó rotundamente a permitirle el paso, afirmando que no lo permitiría de ninguna manera y que no le daría la oportunidad de hacerlo.

Ante la obstinación de Almendras, el obispo lo reprendió, señalando que estaba cometiendo un grave pecado al impedirle violentamente el paso. Sin embargo, la respuesta de Almendras reveló su arrogancia y su falta de temor hacia Dios: "No es momento para excomuniones; no hay otro Dios ni rey que Gonzalo Pizarro". A pesar de la serenidad del obispo, intentando persuadir a Almendras para que lo dejara pasar solo, este último se mantuvo firme en su decisión. De hecho, amenazó con quitarle la mula al obispo para obligarlo a ir a pie en lugar de montado.

Después de estos eventos, el obispo escribió a Gonzalo Pizarro para informarle sobre la fuerza que su capitán Francisco de Almendras le había ejercido. Le recordó a Pizarro que su intención al ir al Cusco era procurar el bien y la paz del reino, para que todos pudieran disfrutar de tranquilidad y alegría. Por lo tanto, le aconsejó que dispersara a la gente que había reunido y se apartara de las malas influencias. Cuando esta carta llegó a Gonzalo Pizarro, él ya se encontraba en el valle de Xaquixaguana, como mencionamos en el capítulo anterior. Respondió al obispo diciéndole que no se molestara en seguir adelante, ya que pronto partiría hacia Los Reyes y podrían encontrarse en el camino. Además, expresó su alegría al saber de la llegada del obispo, ya que creía que era para el bien de todos.

Pizarro mencionó en su carta que algunos caballeros y frailes le habían aconsejado que no permitiera al obispo entrar en el Cusco por diversos inconvenientes que no mencionaba en la carta. Aunque había estado dispuesto a recibir al obispo con buen servicio, se vio obligado a conformarse con la voluntad de los demás. También envió otra carta a Francisco de Almendras, instándolo a averiguar con discreción cuál era la verdadera actitud del obispo hacia él.

Después de varios intercambios de cartas entre el obispo y Pizarro, el obispo regresó a Curamba, donde se encontraba el capitán Juan Alonso Palomino por orden de Gonzalo Pizarro. En sus cartas, el obispo amonestaba a Pizarro sobre los servicios prestados al rey y le advertía sobre el peligro de recurrir a la fuerza armada para imponer su voluntad al rey. Pizarro respondió argumentando que no buscaba deservir al rey, sino procurar la libertad del reino, prometiendo poner toda su fuerza en ello hasta el límite de sus capacidades.

El obispo luego se trasladó a la provincia de Andahuaylas, donde se encontraba el capitán Juan Alonso Palomino, pero pronto se dirigió a Uramarca para evitar escuchar las desvergüenzas de los soldados. Durante su estancia en Uramarca, continuó escribiendo al virrey para informarle sobre los eventos y lo que consideraba más conveniente. Durante este tiempo, recibió varias cartas de Pizarro instándolo a regresar a Lima.

 

Capítulo XLV: La Preparación del Virrey ante la Posibilidad de la Llegada de Gonzalo Pizarro.

En este capítulo, se narra cómo el virrey se preparaba ante la posible llegada de Gonzalo Pizarro, infundiendo ánimo en aquellos que lo acompañaban.

En medio de la incertidumbre sobre la llegada de Gonzalo Pizarro, el virrey se esforzaba por estar listo para cualquier eventualidad. Con determinación y energía, instaba a sus colaboradores a mantenerse firmes y preparados para lo que pudiera suceder. En este crucial momento, su liderazgo se manifestaba en su capacidad para mantener la calma y alentar a su equipo, demostrando así su compromiso con la estabilidad y el orden en la región.

Mientras las noticias sobre Gonzalo Pizarro se difundían en el Cusco y la preocupación aumentaba cada día, el virrey decidió tomar medidas. Dirigiéndose a Diego de Urbina, expresó: "Capitán, ya no podemos ocultar más esta situación; dejemos nuestras prendas de abrigo y tomemos nuestras armas y picas al hombro, es lo más adecuado". Diego de Urbina estuvo de acuerdo y dejó su capa de inmediato, siendo nombrado maestre de campo.

Se fabricaron grandes picas de tablas de cedro y se recolectó metal para la elaboración de arcabuces. Un artillero se comprometió a fabricar cuatro al día, aunque la falta de metal los obligó a recurrir a una campana que estaba en la iglesia mayor, donada por el marqués Pizarro para el culto divino. Esta campana fue fundida para hacer arcabuces.

La narración se vuelve reflexiva, lamentando los tiempos turbulentos y la desgracia que asola la tierra. La prosperidad pasada ahora se ve amenazada por la adversidad, y se compara el destino de la región con el naufragio en un mar tempestuoso.

El padre Sosa, que había viajado con el obispo desde Lima, se detuvo en el puente de Abancay, donde estaba la artillería bajo la guarda de Francisco de Almendras. Continuó su viaje hasta encontrarse con Pizarro y sus capitanes, quienes lo recibieron cordialmente. Pizarro agradeció los informes que le había enviado anteriormente y le pidió más información sobre los acontecimientos en Los Reyes y las intenciones de Blasco Núñez respecto a las ordenanzas.

En respuesta, el clérigo Sosa, según se cuenta, planteó que, siendo todos caballeros, debían defender su libertad con valor y determinación. Destacó la importancia de considerar cuánta honra perderían si las ordenanzas se cumplían sin resistencia, así como cuánto podrían ganar si lograban revocarlas. Con firmeza, Sosa instó a los presentes, hombres de ánimo fuerte, a actuar sin necesidad de muchas razones. Les aconsejó reunir la mayor cantidad posible de seguidores y recolectar armas, sin dejar un solo peso de oro en la tierra para tal fin. Además, les informó que el virrey no contaba con más de trescientos hombres, y que pocos de ellos eran sus verdaderos aliados.

Las palabras del clérigo Sosa tuvieron un impacto significativo, pues muchos de los seguidores de Pizarro, que ya habían superado sus momentos de locura y furia, comenzaron a cuestionar su lealtad hacia él. Algunos se preguntaban entre ellos: "¿Cuál es nuestro propósito? ¿Acaso estamos intentando enfrentarnos al Rey con la fuerza de nuestros brazos?" Estas dudas y reflexiones minaron la confianza en el liderazgo de Pizarro y sembraron la discordia entre sus seguidores.

 

Capítulo XLVI: El Envío de Hernando de Alvarado a Trujillo, Jerónimo de Villegas a Huánuco y el Tesorero a Arequipa, y lo Ocurrido

En este capítulo se relata cómo el virrey tomó la decisión de enviar a Hernando de Alvarado a Trujillo, a Jerónimo de Villegas a Huánuco y al tesorero a Arequipa, y se detalla lo que sucedió como resultado de estos movimientos estratégicos.

 

El virrey se apresuraba en reunir tropas, a pesar de haber suspendido temporalmente las ordenanzas, continuaba mencionándolas, enfatizando que el cumplimiento de las órdenes reales no debía forzar la voluntad de nadie. Durante este tiempo, se desarrollaron intensas intrigas y tensiones entre los oidores en la ciudad de Los Reyes, quienes se consideraban perdidos y creían que el virrey estaba reuniendo fuerzas para enfrentarse a Gonzalo Pizarro.

A pesar de las provisiones enviadas a todas las ciudades del reino, el virrey decidió enviar nuevamente emisarios de confianza para convocar más gente con armas y caballos. Uno de ellos fue el capitán Hernando de Alvarado, hermano de Alonso de Alvarado, quien se ofreció voluntariamente para traer hombres y armas, ya que había dejado algunas compradas en Trujillo. Aunque su oferta podría haber sido considerada con respeto si se percibía como sincera, Hernando de Alvarado cambió de parecer al escuchar al virrey hablar sobre la posible ejecución de las ordenanzas en el futuro. Olvidó su compromiso tan pronto como partió de Los Reyes, llevándose consigo solo a algunas personas y armas por el camino de la sierra.

Estos acontecimientos revelan la falta de confianza y lealtad hacia el virrey por parte de algunos caballeros, lo que plantea la pregunta de a quién puede confiar el virrey si incluso los nobles, en teoría leales al Rey, no cumplen con su palabra, siendo él un servidor directo de la corona.

El virrey ordenó que el tesorero Manuel de Espinal fuera a la ciudad de Arequipa con la autorización de reclutar hombres bajo el título de capitán para unirse a su causa. Una vez en Arequipa, se convocó al cabildo de la ciudad. Aunque las cartas del virrey y las provisiones presentadas por el tesorero fueron examinadas y aparentemente aceptadas, las autoridades locales se negaron a cumplirlas, argumentando problemas personales con el tesorero y rehusando reconocerlo como su líder. En cambio, prometieron dirigirse a Lima para servir al virrey directamente. El tesorero regresó solo de Arequipa, seguido por Francisco Noguerol de Ulloa, el alcalde de la ciudad, Hernando de Torres, Juan de Arvés y otros hacia la ciudad de León en Huánuco.

En León, Pedro de Puélles, natural de Sevilla y corregidor, estaba al mando. Puélles era conocido por su astucia en la guerra contra los indígenas, su compromiso con la república y su habilidad para gobernar. Había mantenido correspondencia con Gonzalo Pizarro y estaba al tanto de su próximo movimiento. También había recibido cartas del virrey y había enviado un alguacil a recoger provisiones para seguir el camino hacia el Cusco o Lima. Hasta ese momento, muchos en la región permanecían neutrales, sin tomar partido ni por Pizarro ni por el Rey.

El mensajero de Pizarro regresó y le escribió nuevamente al virrey con grandes promesas y palabras amables. Deseando reunir apoyo de todas partes para servir al Rey, el virrey instruyó a Jerónimo de Villegas, quien era amigo tanto suyo como de Pizarro, para que fuera a Huánuco y convenciera a Pedro de Puélles de que debía bajar a la ciudad de Los Reyes con todas las armas y caballos disponibles, en beneficio del servicio del Rey. Confiando en la lealtad de Villegas, el virrey le pidió que se apresurara en su misión. Villegas, ansioso por unirse a Pizarro, no podía esperar a partir, lo que evidenciaba que el virrey estaba enviando emisarios competentes.

Villegas prometió al virrey servirle en su misión, asegurando que él y Pedro de Puélles regresarían con la mayor cantidad de gente posible. Partió de Los Reyes con entusiasmo, listo para llevar a cabo lo que se le había encomendado con prontitud.

Al llegar a la ciudad de León, Jerónimo de Villegas expuso a Pedro de Puélles y a otros que estuvieran dispuestos a escucharlo que su llegada tenía como objetivo convencerlos de que se unieran a Los Reyes. Sin embargo, Villegas, al notar que algunos mostraban una actitud hostil hacia el virrey, cambió de tono y comenzó a criticar la supuesta rigidez y el supuesto afán de confiscación de propiedades por parte del virrey. Les instó a unirse a Pizarro, quien había proclamado la causa de la libertad. Pedro de Puélles, deseoso de seguir este consejo, se preparó para abandonar la ciudad junto con alrededor de veinte españoles, los mejor armados que pudieron reunir, entre los cuales se encontraba el propio Villegas. Se dice que antes de su llegada a León, Villegas había discutido su deseo de abandonar al virrey con Gonzalo Díaz de Pineda, un capitán que también estaba ansioso por desertar y unirse a Pizarro, lo cual hizo rápidamente.

Pedro de Puélles aconsejó a Juan de Sayavedra que se uniera a Pizarro, ya que creía que finalmente prevalecería, especialmente dado su historial de apoyo a la opinión de Chile. A pesar de la sugerencia, Juan de Sayavedra optó por quedarse y no se dejó persuadir fácilmente. Posteriormente, Pedro de Puélles y Villegas dejaron la ciudad junto con otros, incluidos Rodrigo Tinoco, Francisco de Espinosa, García Hernández y otros hasta sumar la cantidad mencionada.

 

Capítulo XLVII: El Descubrimiento de la Fuga de Pedro de Puélles y Villegas por el Virrey, y las Acciones que Tomó al Respecto.

En este capítulo se narra cómo el virrey se enteró de la fuga de Pedro de Puélles y Villegas, y las medidas que tomó en respuesta a este evento.

 

El virrey Blasco Núñez Vela había enviado a Jerónimo de Villegas a Huánuco con la tarea de llevar a Pedro de Puélles el despacho que le permitiría reunir a la mayor cantidad de españoles posible para servir al Rey. Sin embargo, cuando Villegas y Puélles decidieron unirse a Gonzalo Pizarro, quedó en Huánuco don Antonio de Garay, quien informó al virrey de lo sucedido. Además, un criado del virrey llamado Félix, que estaba trabajando en la provincia de Jauja haciendo picas por su mandato, también envió un aviso sobre la situación.

Al enterarse de estas noticias, el virrey mostró un gran pesar, aunque públicamente trató de minimizarlo. Sin embargo, no dejó de expresar su indignación por la deslealtad de Pedro de Puélles y la falta de sinceridad de Villegas. Suplicó a Dios que hiciera justicia contra ellos para que no quedaran impunes. Reunió a los oidores y capitanes para discutir la situación, y aunque todos estaban consternados por las tristes noticias, escucharon en silencio al virrey mientras expresaba su dolor y su intención de castigar a los traidores antes de que pudieran unirse a Pizarro.

El virrey explicó que había enviado a Hernando de Alvarado a la ciudad de Trujillo, quien se había ofrecido voluntariamente para la tarea, y que había hecho lo que se esperaba de él. También mencionó que el tesorero del Nuevo Toledo había sido enviado a la ciudad de Arequipa con el mismo propósito, pero que tampoco había sido obedecido. Esta falta de lealtad por parte de la gente de la región le causaba un gran pesar al virrey, quien consideraba que era justo mostrar su disgusto ante tal situación.

El virrey sabía que Pizarro y su grupo no eran lo suficientemente fuertes como para representar una amenaza seria, y que, si la lealtad en Los Reyes se mantenía firme, tendrían suficientes recursos para castigarlo a él y a los traidores que se habían unido a él. Sin embargo, consideraba importante actuar con prontitud no tanto por el castigo a Jerónimo de Villegas y Pedro de Puélles, sino por el impacto que tendría en sus partidarios y enemigos.

Tras discutir el asunto, los oidores y capitanes concluyeron que era necesario enviar soldados armados con arcabuces, liderados por el capitán Gonzalo Díaz de Pineda, hacia el puente sobre el río que pasaba por Jauja, donde podrían atrapar o incluso matar a los traidores. Además, decidieron que el general Vela Núñez debería salir con algunas lanzas y avanzar sin detenerse hasta llegar al río de Jauja para reforzar la operación.

El virrey instruyó a Vela Núñez a actuar con diligencia para evitar que los traidores lograran sus malévolos planes, recordándole que había sido enviado por el Rey para hacer justicia y aplicar las leyes. Manifestó su preocupación por las dificultades que había enfrentado en su gobierno, así como por el bienestar de su familia.

Después de estas deliberaciones, el virrey llamó a Gonzalo Díaz y le encomendó la misión de capturar o eliminar a los traidores, asegurándole que su hermano lo respaldaría con sus soldados. Gonzalo Díaz aceptó el encargo, pero su deseo personal era unirse a Pizarro, una intención que ya había compartido con Villegas en Los Reyes.

Una vez fuera de la ciudad, el grupo se encaminó hacia la provincia de Huarochirí. Durante el viaje, Gonzalo Díaz, Juan de la Torre, Cristóbal de Torres, Piedrafita, Alonso de Ávila y otros discutían entre ellos cuándo y en qué momento sería adecuado unirse a Pizarro. Esta conversación pone de manifiesto la falta de lealtad que existía en el Perú hacia los capitanes y la volatilidad de las alianzas en medio de la agitación política.

 

Capítulo XLVIII: La Huida del Capitán Garcilaso de la Vega y Graviel de Rojas, junto con Otros, al Percibir que los Asuntos de Pizarro no Marchaban Bien.

En este capítulo se relata cómo el capitán Garcilaso de la Vega y Graviel de Rojas, junto con otros, decidieron huir al darse cuenta de que los planes de Pizarro no estaban progresando como esperaban.

 

En capítulos anteriores, narramos cómo Gonzalo Pizarro dejó la ciudad del Cusco con todo su séquito y estableció su campamento en el valle de Xaquixaguana. Sin embargo, en la ciudad quedaron Graviel de Rojas y Garcilaso de la Vega, junto con otros que inicialmente no se unieron a Pizarro, aunque habían expresado su apoyo verbalmente. Después de reflexionar y discutir entre ellos sobre la marcha del conflicto y la dirección que Pizarro estaba tomando, Graviel de Rojas, el capitán Garcilaso de la Vega, Gómez de Rojas, Jerónimo Costilla, Soria, Manjarrez, Pantoja, Alonso Pérez Esquivel y otros diez vecinos y soldados decidieron dirigirse hacia Arequipa con la intención de unirse al virrey y servirle fielmente.

Abandonando sus hogares con determinación y lealtad al servicio del Rey, partieron de la ciudad del Cusco y viajaron hasta Arequipa. En Arequipa, se les unieron Luis de León y Ramírez, y juntos se dirigieron al puerto marítimo de Quilca, ubicado a catorce leguas de Arequipa en un valle habitado por indígenas. Allí, intentaron conseguir balsas de los indígenas para viajar hacia Los Reyes, ya que no se atrevieron a viajar por tierra debido al temor a Pizarro. Además, no tenían otra opción viable de transporte, ya que solo existían dos rutas principales: la marítima y la de la sierra, esta última utilizada por Gonzalo Pizarro y caracterizada por su dificultad debido al clima frío y las grandes nevadas.

Tres intentos hicieron para abordar las balsas, pero la tormentosa mar no les concedió la oportunidad de una travesía tranquila. Finalmente, se vieron obligados a desembarcar, ya que las adversas condiciones marítimas no les permitieron navegar. Montando a caballo, emprendieron el camino de regreso hacia Los Reyes y enviaron cartas al virrey informándole de su partida.

Mientras tanto, Diego Centeno y Gaspar Rodríguez fueron a Xaquixaguana, donde informaron a Pizarro sobre la partida de Graviel de Rojas, Garcilaso y los demás. Al enterarse de la noticia, Pizarro se llenó de gran preocupación y declaró que, si los capturaba, juraba que los mataría. Esta noticia perturbó considerablemente su campamento, e incluso se dice que muchos de los presentes preferirían unirse a los capitanes Graviel de Rojas y Garcilaso de la Vega antes que quedarse con Pizarro.

 

Capítulo XLIX: El Nombramiento de Francisco de Carvajal como Maese de Campo por Gonzalo Pizarro, y el Intento de Asesinato por Parte de Gaspar Rodríguez.

En este capítulo se narra cómo Gonzalo Pizarro designó a Francisco de Carvajal como su maese de campo, así como el intento de asesinato por parte de Gaspar Rodríguez y los eventos posteriores relacionados con este suceso.

 

Después de pasar algunos días en el valle de Xaquixaguana, Gonzalo Pizarro decidió continuar su camino hacia Los Reyes, ordenando levantar el campamento. Avanzaron por el camino real hasta llegar al asentamiento conocido como Lucumáes, donde, reconociendo la sabiduría y experiencia militar de Francisco de Carvajal, decidió nombrarlo como su maese de campo. Esta decisión se tomó después de consultar con los capitanes y líderes más importantes que lo acompañaban, y también debido a la falta de confianza en Alonso de Toro.

Mientras tanto, Gaspar Rodríguez de Camporedondo, Alonso de Mendoza, Alonso de Toro, Villacastín, Diego Centeno y los demás que habían enviado a Baltasar de Loaysa en busca del perdón del virrey, comenzaron a difundir entre ellos sus acciones, como suele ocurrir en tales circunstancias. A través de gestos y expresiones faciales, algunos insinuaban lo que estaban tramando. Gonzalo Pizarro recibió información de estos rumores y, según le aseguraron, incluso le informaron que estaban planeando matarlo, señalando a Gaspar Rodríguez como el cabecilla de la conspiración. Ante esta alarmante noticia, Pizarro se sintió perturbado y temeroso. Sin dudarlo, llamó al maese de campo Francisco de Carvajal y le explicó detalladamente lo que le habían informado, solicitando su opinión sobre un asunto tan crucial.

Después de reflexionar sobre las palabras de Gonzalo Pizarro, el maese de campo Francisco de Carvajal respondió que desde que Blasco Núñez había llegado a la Tierra Firme, había percibido que la ejecución de las nuevas leyes provocaría grandes disturbios y conflictos, que son los ingredientes de los cuales se arma la guerra. Carvajal, intuyendo lo que se avecinaba, había intentado por todos los medios posibles abandonar el reino, ya que había identificado dos extremos en esta situación: uno basado en la razón, que era el deseo de los habitantes del Perú de proteger sus propiedades, y el otro en la justicia, que consistía en obedecer las órdenes del Rey como su legítimo soberano. Él preferiría no alinearse con ninguno de estos extremos, pero lamentablemente no pudo hacerlo, ya que no encontró un barco disponible en Lima ni en Arequipa, los puertos principales de la región.

Carvajal explicó que este deseo de partir duró solo hasta que se sintió traicionado, y señaló que, si la situación se transformaba en guerra, esta sería muy cruel y su furor se propagaría por todo el reino como una pestilencia altamente contagiosa. Advirtió que incluso si lograban vencer al virrey en batalla, pronto llegaría otro desde España, y si fueran derrotados, serían incapaces de recuperarse. Propuso un plan alternativo: que el virrey regresara a España y estableciera un tribunal que gobernara el reino, perdonando los hechos pasados y evitando confiscar las propiedades de nadie. Posteriormente, los tiempos podrían encaminar mejor los acontecimientos. No obstante, si Gonzalo Pizarro había decidido comprometerse con esta causa, Carvajal lo alentó a mantener un espíritu valiente, ya que lo consideraba su servidor, junto con otros valientes capitanes. Al final, como dijo Lentulio a Pompeyo, la muerte era el fin de los males.

En cuanto a Gaspar Rodríguez, Carvajal sugirió que no era momento de actuar con crueldad, sino más bien de cuidar sus propios intereses. Propuso que se vigilase discretamente a Gaspar Rodríguez para evitar que escapara sin ser notado, y que Pizarro demostrara gran determinación hasta que se aclarara la situación con la llegada de Pedro de Puélles y se obtuvieran noticias de Lima y del virrey. Gonzalo Pizarro, al escuchar los consejos de Carvajal, ordenó a sus amigos que se aseguraran de que Gaspar Rodríguez no pudiera huir, y así se hizo a partir de entonces.

En este tiempo, los acontecimientos en todo el Perú eran tantos que resulta difícil relatarlos de manera que se comprendan claramente, dada la complejidad de la historia. Se aproxima el relato de la llegada de Pedro de Puélles, Villegas y Gonzalo Díaz, capitán del virrey, cuyos detalles aún no hemos explicado completamente. El lector curioso deberá recordar lo que ya se ha narrado para entender lo que sigue. Reconozco la dificultad de reunir y escribir todos estos eventos, y pido la atención del lector, ya que, al pasar de uno a otro, trataré de hacerlo con la mejor organización posible. Mientras algunos se centran en novelas ficticias u otras historias que pueden llevar a la profanación y deshonestidad, insto a prestar atención a esta narración, donde encontrarán guerras, sucesos y cambios que suelen ser de gran interés.

 

Capítulo L: La cautela de Gonzalo Pizarro y los eventos en el Cusco.

En este capítulo, exploraremos la actitud cauta de Gonzalo Pizarro, así como los acontecimientos que tuvieron lugar en el Cusco.

 

Gonzalo Pizarro se mostraba sumamente cauteloso y temeroso, a pesar de las noticias que recibía sobre Pedro de Puélles. Parecía estar constantemente en un estado de agitación, como si estuviera navegando en medio de una tormenta, consciente del peligro que lo rodeaba. Se rumoreaba que incluso consideraba la posibilidad de huir de vuelta a los Charcas o entregarse al virrey en secreto, con la esperanza de que su determinación en sus malas acciones flaqueara. Sin embargo, la actitud de la gente, tanto en sus palabras como en sus rostros, mostraba signos de que no todos estaban entusiasmados con esta empresa. Reconocían que intentar negociar con el Rey mediante la fuerza de las armas era un error, cuando se podría lograr mucho más fácilmente con humildad. Además, temían que el virrey tuviera un gran ejército a su disposición y que tomaría represalias con fuerza contra ellos.

Algunos vecinos, aunque tarde, expresaban su preocupación: consideraban que la empresa era un grave error, ya que, aunque pudiera parecer justa en apariencia, el resultado sería visto como feo y negativo por todos. Observaban que Pizarro no solo se preocupaba por cuestiones militares, sino que también hablaba constantemente sobre gobernanza, lo que sugería la influencia del diablo en sus decisiones. Temían que, si se enfrentaban en batalla y perdían, pocos sobrevivirían y todos quedarían a merced del Rey, sin esperanza de misericordia. Por otro lado, si decidían combatir, solo aumentarían los sufrimientos y se consumirían en una guerra interminable. Los soldados, ajenos a las complejidades políticas, se preparaban para la guerra, incitados por los vecinos a luchar contra su propio Rey.

Gaspar Rodríguez, si en aquel momento hubiera tenido el coraje para llevar a cabo su deseo de matar a Pizarro, podría haberlo logrado fácilmente, a pesar de que Gonzalo Pizarro estaba alerta. Era objeto de mucha atención por parte de Pedro de Hinojosa, su capitán de la guardia. En una conversación con Alonso de Mendoza sobre este asunto, Hinojosa le aconsejaba que llevara a cabo su plan, asegurándole que sería el primero en abrir camino con su espada a través del cuerpo de Pizarro, como pago por la traición que creía que Pizarro había urdido en su contra.

Se dice que Gaspar Rodríguez, Alonso de Mendoza y otros más se dirigieron a la tienda de Gonzalo Pizarro. Una vez dentro, encontraron a Pizarro recostado en su lecho, pero este, al descubrir su armadura y mostrar que estaba preparado para defenderse, dejó claro que no ignoraba las intenciones de Gaspar Rodríguez. Sin embargo, las circunstancias estaban tan tensas que, de no haber sido por las noticias que llegaron de Pedro de Puélles, la situación podría haber terminado en un desastre para Pizarro, siendo capturado o incluso asesinado. La llegada de estas noticias le otorgó seguridad, y Pizarro las comunicó de inmediato a la importante ciudad de Cusco para que estuvieran al tanto de la situación.

Después de que Gonzalo Pizarro dejara la ciudad, en pocos días aparecieron ciertas provisiones enviadas por el virrey, que ordenaban a todos acudir a su llamado, tanto a pie como a caballo, so pena de ser considerados traidores. Algunas de estas provisiones cayeron en manos de Gonzalo Pizarro, mientras que otras llegaron al poder de un clérigo llamado Hortun Sánchez de Olave, quien, después de algunos días, las exhibió en las puertas de la iglesia.

Diego Maldonado, alcalde del Rey y encargado por Gonzalo Pizarro de mantener el orden judicial en su ausencia, no estaba de acuerdo con los planes de Pizarro. Esta discrepancia quedó clara desde el momento en que expresó su opinión en el cabildo. A pesar de su temor al virrey, debido a su participación en los conflictos entre el marqués Pizarro y el adelantado Diego de Almagro, así como a las acusaciones de haber incitado la rebelión de Mango Inca, Maldonado estaba decidido a servir al Rey. Aunque siempre negó haber tenido alguna culpa en la rebelión del Inga, temía que pudiera sufrir consecuencias negativas. Sin embargo, sin considerar estas complicaciones, y con un espíritu leal y dispuesto al servicio del Rey, Maldonado ordenó que se hiciera un pregón anunciando que todos aquellos que quisieran ir a la ciudad de Los Reyes para servir al virrey podían hacerlo libremente.

En la ciudad del Cusco residía un escribano llamado Gómez de Chaves, conocido por su astucia. Se cuenta que este escribano se acercó a un vecino de la ciudad llamado Alonso de Mesa, instándolo a levantar la bandera en nombre del Rey. Alonso de Mesa recibió esta sugerencia con alegría, pensando que tendría suficiente apoyo para llevar a cabo la empresa. Algunos soldados presentes también prometieron ayudarlo. Sin embargo, al carecer de una base sólida, el plan no tuvo éxito.

Dos soldados en el Cusco, conocidos como Rabdona y Santa Cruz, también tramaban algo similar. Convencidos de que tendrían éxito, incluso planeaban tomar como botín a las mujeres de Alonso de Toro y Tomás Vázquez, quienes habían seguido a Gonzalo Pizarro.

Gómez de Chaves, preocupado por la situación, se dice que fue a informar a Diego de Maldonado sobre lo que estaba ocurriendo. Cuando Alonso de Mesa intentó levantar la bandera en la plaza, exclamando "¡Viva el Rey!", no recibió el apoyo que esperaba y estuvo a punto de perder la vida. Rabdona y Santa Cruz fueron arrestados, y se consideró colgarlos, mientras que Maldonado decidió intervenir.

Después de este incidente, Diego Maldonado, convencido de que el virrey tenía más fuerza que Gonzalo Pizarro y de que era su deber acatar el mandato real, proclamó en la plaza: "¡Viva el Rey! ¡Y yo levanto esta bandera en nombre del Rey!" Además, volvió a dar permiso para que quienes lo desearan fueran a servir al virrey.

 

Capítulo LI: La convocatoria de Manco Inca Yupanqui y su muerte.

En este capítulo, narraremos cómo el rey Manco Inca Yupanqui, al presenciar las divisiones entre los cristianos, reunió a la mayor cantidad de personas posible para marchar hacia el Cusco, y cómo terminó su vida.

 

Conforme el fuego de la guerra se propagaba implacablemente y el Demonio, enemigo del género humano, se regocijaba al ver la brutalidad que reinaba entre los cristianos, con padres matando a sus hijos y viceversa, y con una perturbación generalizada, decidió instigar al rey Manco Inca Yupanqui para que marchara contra la ciudad del Cusco y la destruyera. Sabía que en ella quedaban pocos cristianos, ya que muchos habían seguido a Gonzalo Pizarro hacia la ciudad de Los Reyes. Manco Inca Yupanqui, manipulado por el Demonio sin que los cristianos que estaban con él lo entendieran, ordenó a algunos de sus capitanes que, con toda la fuerza disponible, se dirigieran hacia el Cusco para exterminar a cuantos cristianos e indígenas amigos pudieran encontrar, incendiando y destruyendo sus pueblos.

Así, los capitanes del Inca partieron de la provincia de Viticos tan preparados como pudieron, y llegaron a los pueblos cercanos al Cusco, causando todo el daño posible. La noticia llegó rápidamente a la ciudad del Cusco, donde Diego Maldonado, al enterarse, envió a un criado para verificar la veracidad de los informes. Sin embargo, el criado fue asesinado por los capitanes del Inca, quienes, con gran crueldad, masacraban a los habitantes de las provincias donde actuaban.

Ante la confirmación del peligro que representaba Manco Inca Yupanqui, la ciudad del Cusco temió su poder. El capitán Diego Maldonado, al darse cuenta de que Gonzalo Pizarro se había llevado todos los caballos, ordenó reunir todas las yeguas disponibles, sabiendo que la única fortaleza para resistir la furia indígena eran los españoles montados en caballos.

Conforme los indígenas avanzaban, saqueando y arrasando las provincias, llegaron hasta seis leguas del Cusco, pero no se atrevieron a avanzar más, temiendo el poderío y la valentía de los españoles en combate. Ante esta amenaza, el capitán Diego Maldonado ordenó que todos los españoles disponibles, incluidos los clérigos, salieran a la plaza montados en caballos y con lanzas en mano, para mostrar a los indígenas la determinación con la que estaban dispuestos a defenderse. Asimismo, instruyó al licenciado Antonio de la Gama para que se dirigiera con algunos españoles hasta el puente de Apurímac para enfrentar a los indígenas y detener el daño que estaban causando. El licenciado de la Gama partió de inmediato para cumplir con su misión.

Mientras tanto, el rey Manco Inca Yupanqui se encontraba en Viticos, recibiendo informes de sus capitanes sobre la situación. Entre ellos estaban Diego Méndez, Francisco Barba, Gómez Pérez, Cornejo y Monroy, quienes habían seguido a don Diego de Almagro y habían participado en la batalla de Chupas. Para escapar de la persecución de Vaca de Castro, se refugiaron entre los indígenas, donde fueron bien tratados por Manco Inca Yupanqui, pero vigilados para evitar que escaparan. Después de enterarse de la situación del reino y de la rebelión en todas las provincias, ansiaban salir de su exilio forzado.

Manco Inca Yupanqui, confiando en la información de Diego Méndez, le pidió que le diera una opinión sincera y directa sobre el líder español que había llegado a Los Reyes, y si sería suficiente para enfrentarse a Gonzalo Pizarro y convertirse en el gobernador universal del reino.

El español cristiano respondió que aquel capitán del que hablaba venía por mandato y en nombre del grande y poderoso Rey de España. Por lo tanto, creía que sería fácil no solo defenderse de Pizarro, sino también castigarlo a él y a todos sus seguidores, convirtiéndose así en el principal en todo el reino.

Esta historia la supe de un clérigo llamado Hortun Sánchez, que tenía a su cargo a Paulo Inga, hermano de Manco Inca Yupanqui. Hortun Sánchez conoció toda la historia porque muchos de los indígenas presentes en el evento se lo contaron a Paulo Inga. Según ellos, Manco Inca Yupanqui habló con Diego Méndez y sus compañeros para que actuaran como mediadores entre él y el virrey, procurando ganarse su favor y evitar represalias por la rebelión pasada. Los cristianos aceptaron con alegría esta propuesta y se comprometieron a hacerlo de buena voluntad.

Después de otras negociaciones entre el rey indígena y los cristianos, algunos indígenas presentes afirman que, una vez ensillados sus caballos, se produjeron más conversaciones entre Manco Inca Yupanqui y los españoles. Estas conversaciones llevaron a que Manco Inca Yupanqui ordenara a sus hombres que los mataran. Sin embargo, los cristianos, valientes y decididos, causaron estragos entre los indígenas. Uno de ellos, llamado Diego Pérez, se abalanzó sobre Manco Inca Yupanqui y le asestó múltiples puñaladas con un cuchillo, causándole la muerte.

Una vez cometido el acto, los cristianos intentaron tomar sus caballos para escapar de sus enemigos. Sin embargo, en ese momento llegó un capitán indígena con un gran número de guerreros, y tanto ellos como sus caballos fueron asesinados.

Mientras tanto, los indígenas que estaban causando estragos en los alrededores del Cusco regresaron a Viticos. El licenciado de la Gama, al enterarse de lo sucedido a través de algunos indígenas capturados, decidió regresar a la ciudad del Cusco.

 

Capítulo LII: Los acontecimientos que pusieron en peligro al general Vela Núñez, y la traición de Gonzalo Díaz y otros que se unieron a Pizarro.

En este capítulo, narraremos las dificultades enfrentadas por el general Vela Núñez y el riesgo que corrió, así como la traición de Gonzalo Díaz y otros que decidieron unirse a Gonzalo Pizarro.

 

En capítulos anteriores, recordará el lector que el virrey envió a Vela Núñez y al capitán Gonzalo Díaz de Pineda al puente de Jauja con la misión de capturar o matar al capitán Pedro de Puélles, así como a Jerónimo de Villegas y a otros que se dirigían desde Huánuco para unirse a Gonzalo Pizarro. Mientras avanzaban, Vela Núñez tenía la intención de llegar al puente de Jauja para bloquear el paso y evitar que escaparan, pero Gonzalo Díaz tenía otros planes. Su verdadero deseo era que los demás cruzaran el puente sin problemas mientras él se unía secretamente a Pizarro, un acto de traición muy despreciable considerando que había sido nombrado capitán por el virrey y que estaba acompañando a Vela Núñez, un hombre de gran nobleza. Sin embargo, pronto veremos cómo su miserable final se acercaba y cómo pagaría por su traición.

Durante su viaje, llegaron a una iglesia en Huarochirí, donde Gonzalo Díaz planeó matar a Vela Núñez. Había conspirado con Juan de la Torre, Cristóbal de Torres, Piedrahita, Alonso de Ávila y Jorge Griego para llevar a cabo este acto. Sin embargo, no lograron llevar a cabo su plan en Huarochirí debido a la presencia de Alonso de Barrionuevo, un valiente servidor del Rey que se mantuvo leal a Vela Núñez, al igual que Sebastián de Coca, Hernán Vela y otros que tenían la intención de regresar a Los Reyes en lugar de unirse a Gonzalo Pizarro. A pesar de esto, Gonzalo Díaz y sus cómplices continuaron conspirando para asesinar a Vela Núñez mientras avanzaban hacia las nieves de Pariacaca, donde continuaron con sus maquinaciones, deseando matar al inocente y huir hacia el tirano.

Vela Núñez siempre estaba acompañado de Barrionuevo y otros leales escuderos. En su camino, se encontraron con el regente fray Tomás de San Martín, el secretario Pero López y otros que venían de eventos anteriores, y que habían encontrado en el valle de Jauja al capitán Pedro de Puélles y a Jerónimo de Villegas, quienes estaban apresurándose para unirse a Pizarro. Tuvieron algunas conversaciones con ellos.

El provincial, al ver que Vela Núñez se dirigía hacia Pedro de Puélles, lo apartó en secreto y le advirtió que regresara sin seguir adelante, para proteger su vida, ya que los que lo acompañaban planeaban matarlo, basándose en palabras que había escuchado de Gonzalo Díaz. Además, le informó que Pedro de Puélles ya había pasado el puente de Jauja. Perturbado y temeroso, el general decidió reparar su camino, diciendo a Gonzalo Díaz y los demás que no tenían razón para seguir adelante si Pedro de Puélles ya había partido. Sugirió que sería mejor regresar y reunirse con el virrey. Con esta decisión, giró las riendas de su caballo sin avanzar más, a pesar de que sabía que Gómez de Solís y otros españoles estaban saliendo hacia Jauja para unirse a Gonzalo Pizarro. Con gran temor a una traición y a ser asesinado por sus falsos amigos, regresaron apresuradamente a Huarochirí.

Gonzalo Díaz llegó tarde a Huarochirí, con la oscuridad del atardecer ya cubriendo el cielo. Con su malicia preconcebida, no podía esperar a que su traición llegara a su fin junto con los demás conspiradores. Decidieron hacer una parada con aparente descuido, alegando estar exhaustos del viaje. Mientras tanto, Vela Núñez y sus compañeros se apresuraron hacia la ciudad de Los Reyes.

Gonzalo Díaz y sus cómplices intentaron persuadir a los presentes en Huarochirí para que se unieran a ellos y fueran hacia Gonzalo Pizarro, prometiendo un trato amable y advirtiendo sobre la crueldad del virrey, quien, según ellos, planeaba confiscar todas sus propiedades. Algunos, al escuchar estas palabras, expresaron su lealtad al virrey y se negaron a seguir adelante, incluso a costa de sus vidas. Gonzalo Díaz, al enterarse de esto, lamentó profundamente y decidió desarmar a los que se negaban a unirse a ellos, arrebatándoles sus caballos. De esta manera, Rivadeneira, Sebastián de Coca, Rodrigo Niño y otros regresaron a Los Reyes.

Por otro lado, Gonzalo Díaz y sus compañeros se dirigieron hacia Huamanga, donde causaron cierto alboroto. Pedro de Puélles creyó que los perseguían desde Lima, pero al comprender la situación, se regocijaron entre ellos. Hablaban de cómo Pizarro sería el nuevo gobernador y cómo lo reconocerían como tal de inmediato. Enviaron a Cristóbal de Torres con las noticias a Gonzalo Pizarro, quien ya se encontraba cerca de la provincia de Andahuaylas, y se alegró al saber que Gonzalo Díaz estaba en Huamanga.

 

Capítulo LIII: La reacción del virrey al enterarse de la huida de Gonzalo Díaz y los acontecimientos subsiguientes.

En este capítulo, relataremos la furiosa reacción del virrey al recibir la noticia de la fuga de Gonzalo Díaz, así como los eventos que siguieron a este suceso.

 

Después de narrar cómo Vela Núñez regresó desde la nevada sierra de Pariacaca con gran temor debido a la traición de Gonzalo Díaz, temiendo que este pudiera volver para atacarlo, llegó al valle de Lima sumido en preocupaciones. Temía que los conflictos y las guerras trajeran grandes males a la región, y lamentaba que el virrey no hubiera suspendido las ordenanzas desde el principio para evitar los disturbios que se estaban produciendo en todas partes. Sin embargo, comprendía que la riqueza y la prosperidad de la tierra dificultaban la paz, y que incluso si se hubieran suspendido las ordenanzas desde el principio, los conflictos no habrían cesado debido a la maldad y la falta de verdad entre la gente.

Estas reflexiones y otras conversaciones me las compartió Vela Núñez cuando nos encontramos en la ciudad de Cali, mientras yo intentaba informarme sobre los eventos que estábamos relatando. Finalmente, llegó a Los Reyes tarde por la noche, donde informó detalladamente al virrey sobre lo sucedido y la traición de Gonzalo Díaz, expresando su profundo pesar por el daño causado a su reputación.

El virrey se mostró notablemente afectado, incapaz de ocultar la pena que lo embargaba, reflejada en su rostro. Expresó su desesperación al considerar la situación de la tierra, lamentando los grandes males que la acechaban. Se cuestionaba la falta de mesura, el desprecio por Dios y la escasez de verdad y vergüenza entre los habitantes, quienes negaban su lealtad al Rey a pesar de la honra que se les había otorgado al nombrarlos capitanes. Con estas palabras, salió de la estancia, aparentando no lamentar la partida de Gonzalo Díaz, y declarando que los traidores estarían mejor fuera de la ciudad que dentro.

La noticia de la fuga de Gonzalo Díaz provocó un gran revuelo en la ciudad. Aunque algunos lamentaban su partida, otros, tanto vecinos como soldados, se regocijaban profundamente. Anhelaban la llegada de Gonzalo Pizarro con sus estandartes, anticipando que esta vez sería nombrado gobernador y que se acabarían las audiencias, los tributos sobre los indígenas y las ordenanzas, y esperaban ansiosos el regreso de Blasco Núñez Vela a España.

Después de haberse informado adecuadamente sobre la situación de su hermano el general, el virrey convocó a los oidores, capitanes y principales autoridades. Una vez reunidos, les expresó: "Parece que Vela Núñez se ha escapado con suerte. ¿Qué opinan de la burla que nos ha hecho Gonzalo Díaz? Ayer recibí cartas de los principales del Cusco, quienes vienen huyendo por la vía de Arequipa y llegarán pronto aquí. Estoy seguro de que incluso en el campo de Pizarro hay descontento. Muchos se arrepienten de sus acciones y desean perdón, aunque con la partida de estos traidores, temo que pueda haber algún cambio. Será necesario que todos inspiren valor a los soldados, ya que la fuerza de la guerra a menudo reside en los capitanes. No muestren demasiado pesar por estas noticias, porque Dios Nuestro Señor guiará los acontecimientos, y lo que parece perdido puede ser ganado". Los capitanes respondieron afirmativamente, comprometiéndose a cumplir con las instrucciones del virrey.

Diego Álvarez de Cueto estaba preparado para dirigirse a Chincha con una fuerza ligera de caballería para brindar apoyo a Garcilaso de la Vega, al capitán Graviel de Rojas y a otros que estaban huyendo. Sin embargo, por temor a que algunos desertaran, se decidió no enviarlo. Se realizó entonces un desfile general, y más de quinientos infantes se presentaron. Jerónimo de la Serna fue designado como capitán de la compañía de Gonzalo Díaz, lo que causó gran malestar a Manuel de Estacio, el alférez de Gonzalo Díaz. Este último había llevado la bandera a la plaza, afirmando que, dado que Gonzalo Díaz había traicionado al Rey y al virrey, él, como su alférez, merecía sucederlo como capitán. Con gran indignación, arrastró la bandera por la plaza, que era negra con una cruz roja de extremo a extremo.

La proclamación pública de Gonzalo Díaz como traidor se hizo mediante un pregón que explicaba las razones y mencionaba a sus padres y lugar de origen. El virrey consoló a Manuel de Estacio, diciéndole que sería promovido a capitán con el tiempo, pero Estacio aún mostraba su malestar. En la casa del factor Illan Xuárez de Carvajal, se llevaron a cabo muchas conspiraciones secretas, e incluso envió un esclavo con cartas al licenciado Benito Xuárez de Carvajal. Aunque el factor no hizo un gran servicio al Rey al enviar al mensajero, ya que después de la muerte del licenciado Carvajal vi la carta encriptada en la ciudad del Cusco, en la cual solo se instaba al licenciado a dejar de apoyar a Gonzalo Pizarro y unirse al virrey para servirle.

Fin

Compilación y hecho por: Lorenzo Basurto Rodríguez

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