Brevísima relación de la destrucción de las Indias: Bartolomé de las Casas
Las
Indias fueron descubiertas en 1492 y al año siguiente, en 1493, los españoles
comenzaron a poblarlas. Desde entonces, han pasado cuarenta y nueve años desde
que los primeros colonizadores españoles llegaron a estas tierras. Su primera
parada fue la isla La Española, una isla grande y próspera que abarca unas
seiscientas leguas. Alrededor de esta isla hay muchas otras islas enormes e
innumerables, todas habitadas por una gran cantidad de nativos, los indios,
convirtiendo a esta región en una de las más densamente pobladas del mundo.
Además
de las islas, hay una extensa tierra firme que se encuentra a unas doscientas
cincuenta leguas de distancia de la isla La Española. La costa de esta tierra
firme se extiende por más de diez mil leguas, y cada día se siguen descubriendo
más áreas. Todas estas tierras están llenas de gente, como una colmena
bulliciosa, hasta el punto de que parece que Dios hubiera concentrado en estas
tierras la mayor parte de la población humana del mundo hasta el año 1541.
Todas
estas multitudes infinitas de personas, creadas por Dios en su totalidad, son
las más simples y puras: carecen de malicia o engaño, son sumamente obedientes
y leales a sus líderes naturales y a los cristianos a quienes sirven. Son
increíblemente humildes, pacientes y pacíficas, sin disputas ni alborotos, sin
querellas ni quejas, sin rencores ni odios, como ningún otro lugar en el mundo.
También son las personas más delicadas y frágiles en cuanto a salud, incapaces
de soportar trabajos y propensas a morir fácilmente por cualquier enfermedad,
incluso más que los hijos de nobles y príncipes que son criados en el lujo y la
comodidad. Aunque entre ellos hay quienes provienen de linajes campesinos, son
igualmente delicados. Además, son extremadamente pobres y carecen de interés en
poseer bienes materiales, lo que los hace libres de soberbia, ambición y
codicia.
Su
dieta se asemeja a la de los Santos Padres en el desierto, siendo igual de
austera, satisfactoria y sencilla. Usualmente visten ropas de cuero que cubren
sus cuerpos, aunque en ocasiones apenas se cubren con una manta de algodón, que
no es más grande que una vara y media o dos varas de lienzo. Sus camas
consisten en esteras o, en el mejor de los casos, duermen en hamacas, unas
redes colgantes llamadas así en la lengua de la isla La Española.
Son
personas de mente clara y despierta, con una gran capacidad para aprender y una
disposición muy receptiva a la doctrina cristiana. Son muy adecuados para
abrazar nuestra fe católica y para adoptar costumbres virtuosas. De hecho, son
tan ansiosos por conocer más sobre la fe y participar en los sacramentos y
ritos religiosos que los religiosos que los guían necesitan ser dotados por
Dios con una paciencia extraordinaria para acompañarlos en su camino
espiritual.
De
hecho, muchos españoles laicos han reconocido la bondad y virtud de estas
personas, expresando en múltiples ocasiones que serían verdaderamente
bendecidos si conocieran a Dios.
Desde
el momento en que los españoles se encontraron con estas personas dóciles y
dotadas de las cualidades mencionadas por su Creador, los trataron como lobos,
tigres y leones hambrientos que llevaban muchos días sin comer. Durante los
últimos cuarenta años, y hasta el día de hoy, su único acto ha sido despedazar,
matar, angustiar, afligir, atormentar y destruir a estas personas en formas de
crueldad extrañas, nuevas y variadas, nunca antes vistas ni escuchadas. Algunos
ejemplos de esta crueldad se detallarán a continuación. El resultado de esta
brutalidad es evidente: en la isla La Española, donde antes había más de tres
millones de habitantes nativos, hoy apenas quedan alrededor de doscientas
personas.
La
isla de Cuba tiene una extensión casi equivalente a la distancia entre
Valladolid y Roma, pero hoy en día está prácticamente deshabitada. Tanto la
isla de San Juan como la de Jamaica, dos islas grandes, hermosas y prósperas,
han sido arrasadas por completo. Las islas de los Lucayos, ubicadas cerca de La
Española y Cuba al norte, que suman más de sesenta, junto con las llamadas
islas de los Gigantes y otras grandes y pequeñas, son extraordinariamente
fértiles y encantadoras, incluso la menos productiva entre ellas supera en
belleza a los jardines del Rey de Sevilla y es la tierra más saludable del
mundo. En estas islas, que antes albergaban a más de quinientas mil personas,
no queda ni una sola criatura viva, todas ellas fueron masacradas o llevadas a La
Española cuando se agotaron los habitantes nativos de esa isla.
Incluso
después de que un barco se pasara tres años buscando a las personas que habían
sido llevadas y vendidas como esclavas, con el noble propósito de convertirlas
y llevarlas hacia Cristo, solo se encontraron once personas, las cuales pude
presenciar personalmente. Además, más de treinta islas en los alrededores de la
isla de San Juan están ahora desiertas y deshabitadas por la misma razón. Estas
islas suman más de dos mil leguas de tierra en total, todas ellas despojadas de
sus habitantes y ahora yermas.
Estamos
seguros de que nuestros compatriotas españoles, a través de sus actos de
crueldad y acciones nefastas, han despoblado y devastado una vasta extensión de
la gran tierra firme. Hoy en día, estas tierras están desiertas a pesar de
estar habitadas anteriormente por una cantidad de personas racionalmente
pensantes que superaba los habitantes de diez reinos mayores que toda España,
incluso entre Aragón y Portugal, y con más territorio que la distancia entre
Sevilla y Jerusalén, lo que equivale a más de dos mil leguas.
Podemos
afirmar con absoluta certeza que, debido a las tiranías y atrocidades
perpetradas por los cristianos de manera injusta y tiránica en estos últimos
cuarenta años, han sido exterminadas más de doce millones de personas, entre
hombres, mujeres y niños. De hecho, personalmente creo, sin temor a
equivocarme, que la cifra supera los quince millones.
Los
llamados cristianos han empleado dos métodos principales para exterminar y
eliminar a estas desafortunadas naciones de la faz de la tierra. El primero de
ellos es a través de guerras injustas, crueles, sangrientas y tiránicas. El
segundo método surge una vez que han fallecido todos aquellos que podrían
albergar esperanzas de libertad o de escapar de los tormentos que padecen.
Estos incluyen a todos los líderes naturales y a los hombres adultos, ya que
comúnmente en las guerras sólo sobreviven los jóvenes y las mujeres. Entonces,
los cristianos los someten a la servidumbre más dura, horrible y severa que
jamás hayan sufrido ni hombres ni animales. Estos dos métodos de tiranía
infernal son los pilares sobre los cuales se sustentan y despliegan todas las
otras diversas y variadas formas de destrucción que se han infligido a estas
gentes, las cuales son innumerables.
La
única razón por la que los cristianos han causado la muerte y destrucción de un
número tan inmenso de almas ha sido su deseo desenfrenado de obtener oro y
enriquecerse rápidamente, ascendiendo a estados de gran poder y riqueza que no
estaban en proporción con su propio valor como personas. Esta codicia y
ambición insaciable, que fue la más desmedida que jamás se haya conocido en el
mundo, se alimentaba de la extraordinaria prosperidad y riqueza de esas
tierras, así como de la humildad, paciencia y docilidad de sus habitantes, que
los hacían fáciles de subyugar. Es importante señalar que los cristianos no
mostraron más consideración ni aprecio por estas personas que por bestias, y me
atrevo a decir que hubiera sido preferible que las hubieran tratado y valorado
como tales, pero en realidad las consideraron menos que el estiércol de las
plazas.
Y
así, los cristianos han acabado con sus vidas y con sus almas, lo que ha
llevado a la muerte de todos los números y cuentas mencionadas sin que hayan
recibido la fe ni los sacramentos. Es una verdad muy evidente y comprobada,
reconocida por todos, incluso por aquellos que son tiranos y asesinos: nunca
los indios de las Indias cometieron ningún mal contra los cristianos. De hecho,
los consideraban como seres enviados del cielo, hasta que en repetidas
ocasiones ellos o sus vecinos sufrieron numerosos males, robos, muertes, violencias
y vejaciones a manos de los mismos cristianos.
***
De
la isla La Española
En
la isla La Española, que fue la primera en ser colonizada por los cristianos y
donde comenzaron los grandes estragos y la devastación de estas gentes, los
colonizadores empezaron tomando a las mujeres e hijos de los indios para
servirse de ellos y abusar de ellos, aprovechándose de sus alimentos que
obtenían con su propio esfuerzo y trabajo. No se conformaban con lo que los
indios les ofrecían de buena voluntad, que siempre era escaso debido a que los
indios solo tenían lo necesario para sobrevivir y con poco esfuerzo podían
obtener lo que necesitaban. Lo que bastaba para alimentar a tres familias de
diez personas cada una durante un mes, un cristiano lo consumía y destruía en
un solo día. Además, los cristianos cometían numerosos actos de violencia,
fuerza y vejación hacia los indios.
Con
el tiempo, los indios comenzaron a darse cuenta de que estos hombres no podían
haber venido del cielo. Algunos escondían sus alimentos, otros protegían a sus
mujeres e hijos, y otros más huían a los montes para evitar el contacto con
personas tan crueles y terribles. Los cristianos golpeaban y maltrataban a los
indios, incluso llegando al extremo de someter a los señores de los pueblos. La
situación llegó a tal extremo de audacia y desvergüenza que un capitán
cristiano violó a la esposa del rey principal y soberano de toda la isla.
A
partir de este punto, los indios comenzaron a buscar formas de expulsar a los
cristianos de sus tierras. Se armaron, aunque sus armas eran débiles y tenían
poca capacidad tanto para atacar como para defenderse (lo que hacía que todas
sus guerras fueran poco más que juegos de cañas, e incluso comparables a juegos
de niños). Por otro lado, los cristianos, armados con caballos, espadas, perros
y lanzas, comenzaron a perpetrar matanzas y crueldades extremas contra ellos.
Los
cristianos entraban en los pueblos y no dejaban con vida a niños, ancianos, ni
siquiera a mujeres embarazadas o que acababan de dar a luz, a quienes
descuartizaban y desmembraban como si fueran corderos en un aprisco. Apostaban
entre ellos sobre quién sería capaz de abrir a un hombre por la mitad con un
solo golpe de cuchillo, cortarle la cabeza de un solo tajo o destriparlo para
mostrar sus entrañas. Tomaban a los niños de los pechos de sus madres por las
piernas y los estrellaban contra las rocas, o los arrojaban a los ríos
burlándose y riéndose mientras se ahogaban, preguntando sarcásticamente:
"¿Estáis hirviendo, hijos de tal?". Algunos mataban a las criaturas
junto con sus madres, y a todos los que encontraban por delante de ellos.
Construían largas horcas que casi tocaban el suelo, y en grupos de trece, en
honor y reverencia a nuestro Redentor y los doce apóstoles, los quemaban vivos
después de haberles prendido fuego. Otros envolvían todo el cuerpo de los
indios con paja seca y les prendían fuego de esa manera.
Además,
aquellos que querían mantener con vida, les cortaban ambas manos y las llevaban
colgando, diciéndoles: "Andad con cartas", es decir, "Llevad las
noticias a las personas que estaban escondidas en los montes".
Por
lo general, mataban a los líderes y nobles de la siguiente manera: construían
unas parrillas con varas sobre horquetas, ataban a los líderes en ellas y les
ponían un fuego lento por debajo. Así, poco a poco, entre alaridos de tormento
desesperado, sus almas se les escapaban. Recuerdo una ocasión en que vi a
cuatro o cinco principales líderes quemándose en esas parrillas (y creo que
había otras dos o tres parejas de parrillas donde quemaban a otros), y como sus
gritos eran muy fuertes y molestaban al capitán o le impedían dormir, ordenó
que los ahogaran. Sin embargo, el alguacil, que era incluso más despiadado que
el verdugo, se negó a ahogarlos. En su lugar, les metió palos en la boca con
sus propias manos para silenciarlos y luego avivó el fuego hasta que se asaron
lentamente, según su voluntad. Sé el nombre de ese alguacil e incluso conocí a
algunos de sus parientes en Sevilla.
He
presenciado todas las atrocidades anteriormente mencionadas y muchas otras
innumerables. Como resultado, toda la gente que podía huir se refugiaba en los
montes y se retiraba a las sierras para escapar de hombres tan inhumanos,
despiadados y salvajes, quienes eran verdaderos depredadores y enemigos capitales
de la humanidad. Con el fin de perseguir y cazar a los indios que se escondían
en estas áreas, los colonizadores enseñaron y entrenaron a lebreles y perros
extremadamente feroces. Estos animales, al ver a un indio, lo destrozaban en un
instante y preferían atacarlo y devorarlo antes que a un cerdo. Los estragos y
la carnicería causados por estos perros fueron enormes.
Aunque
en contadas y raras ocasiones los indios mataban a algunos cristianos con justa
razón y legítima defensa, los colonizadores establecieron una ley entre sí: por
cada cristiano que los indios mataran, los colonizadores debían matar a cien
indios.
***
Los
reinos que había en la isla La Española
En
la isla La Española, había cinco reinos principales muy grandes, cada uno
gobernado por un rey poderoso. Estos reyes tenían una autoridad casi absoluta
sobre los numerosos señores de otras regiones, aunque algunos señores de
provincias remotas no reconocían ninguna autoridad superior. Uno de estos
reinos se llamaba Maguá, cuyo nombre significa "el reino de la Vega".
Esta vega es una de las maravillas más destacadas y admirables del mundo, ya
que se extiende a lo largo de ochenta leguas desde el mar del Sur hasta el mar
del Norte, con una anchura de cinco a diez leguas. Está rodeada de tierras
altísimas por ambos lados y es atravesada por más de treinta mil ríos y
arroyos, entre los cuales hay doce tan grandes como el Ebro, el Duero y el
Guadalquivir.
Todos
los ríos que provienen de la sierra al oeste, que suman veinte o veinticinco
mil, son extremadamente ricos en oro. Esta sierra, o conjunto de sierras,
incluye la región de Cibao, donde se encuentran las famosas minas de Cibao, de
donde se extrae oro de una calidad excepcionalmente alta en quilates, lo que le
ha dado una gran fama en la región.
El
rey y señor de este reino se llamaba Guarionex. Tenía vasallos tan poderosos
que uno solo de ellos podía reunir dieciséis mil hombres para servir a
Guarionex, y he tenido el honor de conocer a algunos de estos vasallos.
Guarionex era un rey sumamente obediente, virtuoso y naturalmente pacífico,
además de ser devoto a los monarcas de Castilla. Durante ciertos años, por
orden suya, cada persona que tenía una casa entregaba al rey de Castilla el
equivalente al peso de un cascabel lleno de oro. Cuando no pudieron llenarlo,
se cortó por la mitad y se entregó esa mitad llena, ya que los indios de la
isla tenían muy poca o ninguna habilidad para extraer oro de las minas.
Este
cacique se ofreció a servir al rey de Castilla ofreciendo realizar una labor
agrícola que se extendería desde La Isabela, la primera población de los
cristianos, hasta la ciudad de Santo Domingo, que dista cincuenta leguas, para
evitar que le exigieran más oro. Y con razón, afirmaba que sus vasallos no
tenían habilidad para extraerlo. Yo sé que la labor agrícola que proponía podía
realizarse con gran éxito y que cada año aportaría al rey una cantidad que
superaría los tres millones de castellanos. Además, es posible que dicha labor
hubiera dado lugar a la existencia de más de cincuenta ciudades en la isla,
todas del tamaño de Sevilla.
El
pago que recibió este rey y señor tan noble y generoso fue una deshonra
terrible: su esposa fue violada por un capitán cristiano indigno. A pesar de
que podría haber esperado y reunido a su gente para vengarse, decidió marcharse
y ocultarse, abandonando su reino y su posición para vivir desterrado en una
provincia conocida como la de los Ciguayos, donde uno de sus vasallos era un
gran señor.
Sin
embargo, los cristianos finalmente lo encontraron y comenzaron una guerra
contra el señor que lo protegía. Durante este conflicto, se produjeron grandes
matanzas hasta que finalmente lograron capturar a Guarionex, quien fue
encadenado y encarcelado. Luego, fue transportado en un barco hacia Castilla, pero
la nave naufragó en el mar, llevándose consigo a muchos cristianos y una gran
cantidad de oro. Entre las pérdidas se encontraba una gran pepita de oro del
tamaño de un pan y con un peso de tres mil seiscientos castellanos. Esto, para
algunos, fue visto como una justa venganza divina por las terribles injusticias
cometidas.
El
otro reino se llamaba el Marién, situado donde ahora se encuentra el Puerto
Real, al final de la Vega, hacia el norte. Era más grande que el reino de
Portugal y, sin duda, mucho más próspero y digno de ser poblado. Este reino
contaba con numerosas y extensas sierras, así como minas de oro y cobre muy
ricas. Su rey se llamaba Guacanagarí, y bajo su gobierno había muchos otros
señores de gran importancia, a quienes tuve el privilegio de conocer
personalmente.
Fue
a este reino donde llegó en primer lugar el Almirante Cristóbal Colón, el
descubridor de las Indias. En su primera visita, Guacanagarí recibió al
Almirante y a todos los cristianos que lo acompañaban con una humanidad y
caridad extraordinarias. Les ofreció una acogida cálida y generosa,
brindándoles ayuda y provisiones, incluso después de que la nave del Almirante
se perdiera en la costa. Esto lo sé por las palabras mismas del propio
Almirante.
Lamentablemente,
este rey murió huyendo de las matanzas y crueldades perpetradas por los
colonizadores cristianos, y su reino fue destruido y él mismo privado de su
posición, perdiéndose en los montes. Todos los otros señores que estaban bajo
su gobierno sufrieron un destino similar, como se explicará más adelante.
El
tercer reino y señorío era la Maguana, una tierra igualmente impresionante, muy
saludable y fértil, donde se produce el mejor azúcar de la isla. Su rey se
llamaba Caonabó, y en términos de poder, estatus y ceremonias de servicio,
superaba a todos los demás. Sin embargo, fue capturado con gran astucia y
maldad mientras se encontraba seguro en su hogar. Posteriormente, fue llevado
en un barco con destino a Castilla. En el puerto, cuando seis barcos estaban a
punto de partir, Dios mostró su desaprobación por la gran injusticia cometida.
Envió una tormenta esa misma noche que hundió todos los navíos y ahogó a todos
los cristianos a bordo, incluido Caonabó, quien estaba cargado de cadenas y
grillos.
Este
señor tenía tres o cuatro hermanos igualmente valientes y decididos que él. Al
ver la injusta prisión de su hermano y señor, y las destrucciones y matanzas
llevadas a cabo por los cristianos en los otros reinos, especialmente después
de enterarse de la muerte del rey su hermano, decidieron tomar las armas para
vengarse de los cristianos. Los colonizadores respondieron enviando a algunos
de a caballo, lo cual era extremadamente perjudicial para los indígenas, y
causaron tantos estragos y muertes que devastaron y despoblaron la mitad de
todo el reino.
El
cuarto reino era el de Jaraguá (taínos), que era como el corazón o centro de
toda la isla. Sobresalía en la elegancia del lenguaje y en las costumbres más
ordenadas y refinadas, así como en la abundancia de nobleza y generosidad.
Había muchos señores y nobles, y la belleza de su gente superaba a la de todos
los demás. Su rey y señor era Behechio, quien, junto con su hermana Anacaona,
brindó grandes servicios a los reyes de Castilla y enormes beneficios a los
cristianos, salvándolos de muchos peligros mortales.
Después
de la muerte del rey Behechio, su hermana Anacaona (flor de oro) asumió el
liderazgo del reino. En una ocasión, el gobernador de la isla llegó con sesenta
hombres a caballo y más de trescientos peones. Solo los jinetes eran suficientes
para causar estragos en toda la isla y en la tierra firme. Más de trescientos
señores acudieron a su llamado, confiados en su seguridad. Sin embargo, el
gobernador los engañó y los encerró en una gran casa de paja, donde los quemó
vivos. A los demás los atacaron con lanzas y espadas, incluida la señora
Anacaona, a quien ahorcaron en un acto de supuesta "honorabilidad".
Algunos
cristianos, ya sea por compasión o por codicia para usar a los niños como
sirvientes, no los mataron, sino que los colocaron a horcajadas sobre los
caballos, solo para que otro español los atravesara con su lanza desde atrás.
Otro método era cortarles las piernas con una espada si el niño estaba en el
suelo. Algunas personas que lograron escapar de esta crueldad se refugiaron en
una pequeña isla cercana en el mar, pero el gobernador los condenó a todos a
ser esclavos por huir de la masacre.
El
quinto reino se llamaba Higüey, gobernado por una anciana reina llamada
Higuanamá. A ella la ahorcaron, y presencié innumerables personas quemadas
vivas, despedazadas y torturadas de diversas y novedosas maneras, convirtiendo
a todos los que pudieron capturar en esclavos.
Dada
la gran cantidad de atrocidades cometidas en estas masacres y destrucciones de
esas personas, sería imposible relatar todas las particularidades en una sola
escritura. Sin embargo, quiero concluir respecto a las guerras mencionadas
afirmando que, en mi conciencia y ante Dios, estoy seguro de que los indígenas
no dieron ni tuvieron más culpa que la que tendría un convento de religiosos
buenos y pacíficos, en comparación con los cristianos que los robaron, mataron
y esclavizaron sin piedad. Además, sostengo firmemente que hasta que todas las
poblaciones de la isla fueron diezmadas y destruidas, los indígenas no cometieron
ningún pecado mortal punible por los hombres.
Los
únicos pecados reservados para Dios, como los deseos de venganza, odio y rencor
que los indígenas podrían haber tenido contra sus enemigos cristianos, fueron
escasos y más propios de niños de diez o doce años, según mi experiencia. Puedo
afirmar con certeza y sin lugar a dudas que los indígenas siempre tuvieron una
guerra justa contra los cristianos, mientras que estos últimos nunca tuvieron
una guerra justa contra los indígenas. Todas sus acciones fueron diabólicas,
injustas y mucho peores que las de cualquier tirano en el mundo, lo cual
también afirmo respecto a todas las acciones cometidas en todas las Indias.
Después
de que terminaron las guerras y murieron todos los hombres en ellas,
generalmente quedaban los jóvenes, mujeres y niños. Estos fueron repartidos
entre los conquistadores, unos recibían treinta, otros cuarenta, otros cien o
doscientos, dependiendo de la gracia que cada uno obtuviera del gobernador, el
tirano mayor. Los entregaban a los cristianos con el pretexto de enseñarles la
fe católica, aunque comúnmente eran todos ellos personas crueles,
extremadamente avariciosas y viciosas, haciéndolos trabajar como sacerdotes.
El
cuidado que recibieron fue enviar a los hombres a trabajar en las minas para
extraer oro, un trabajo intolerable, mientras que a las mujeres las ponían a
trabajar en las granjas cultivando la tierra, una tarea para hombres muy
fuertes. No les proporcionaban suficiente comida, dándoles solo hierbas y
alimentos sin sustancia. A las mujeres que estaban amamantando se les secaba la
leche de los pechos y, como resultado, todas las criaturas murieron pronto.
Además, al estar separados los maridos y las mujeres sin verse nunca, la
reproducción entre ellos cesó.
Ellos
murieron en las minas debido al trabajo y al hambre, mientras que ellas
perecieron en las granjas por las mismas razones. De esta manera, se
extinguieron tantas y tan numerosas multitudes de personas en esa isla, y así
podría haber ocurrido con todas las del mundo. Las cargas que les imponían
pesaban tres o cuatro arrobas, y las llevaban cientos o miles de leguas. Los
propios cristianos obligaban a los indios a llevarlos en hamacas, como si
fueran bestias de carga, causándoles heridas en los hombros y en la espalda.
Además, los azotes, golpes, bofetadas, maldiciones y otros mil tipos de
tormentos que les infligían durante el trabajo serían demasiado numerosos para
describirse en mucho tiempo o en mucho papel, y serían suficientes para
horrorizar a cualquier persona.
Es
importante destacar que la perdición de estas islas y tierras comenzó a
acelerarse desde que se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, que
ocurrió en el año mil quinientos cuatro. Hasta ese momento, solo se habían destruido
algunas provincias en esta isla debido a guerras injustas, pero no en su
totalidad. La mayoría de estas atrocidades y casi todas se mantuvieron ocultas
a la Reina, quien, que Dios la tenga en su santa gloria, mostraba un gran
cuidado y celo por la salvación y prosperidad de aquellas gentes. Esto lo
sabemos aquellos que lo vivimos y presenciamos con nuestros propios ojos y
manos los ejemplos de esto. También es importante señalar otra regla en todo
esto: donde quiera que los cristianos han ido y pasado en las Indias, siempre
han cometido todas estas crueldades, matanzas, tiranías y opresiones
abominables contra esas inocentes gentes. Además, añadieron muchas más y peores
formas de tormento, siempre fueron más crueles, ya que Dios permitía que cayeran
más rápidamente y con mayor condenación en su juicio o sentimiento reprobado.
***
San
Juan y Jamaica
Pasaron
a la isla de San Juan y a la de Jamaica en el año mil quinientos nueve los
españoles, con el mismo propósito que tenían al llegar a La Española. Cometieron
los mismos grandes ultrajes y pecados mencionados anteriormente, y añadieron
muchas crueldades más, como matar, quemar, asar y arrojar a perros salvajes a
los indígenas. Luego los sometieron, atormentaron y vejaron en las minas y
otros trabajos hasta consumir y acabar con todos esos desafortunados inocentes.
Había en esas dos islas más de seiscientas mil personas, y creo que incluso más
de un millón, pero hoy en día en cada una apenas hay doscientas personas, todas
ellas perecidas sin fe y sin sacramentos.
***
La
Isla de Cuba
En
el año mil quinientos once, los españoles llegaron a la isla de Cuba, que es
tan extensa como viajar desde Valladolid hasta Roma. Allí había grandes
poblaciones de nativos. Los conquistadores llevaron a cabo las mismas atrocidades
mencionadas anteriormente, y aún más cruelmente. En esta isla ocurrieron
eventos muy destacados. Un cacique y señor muy importante llamado Hatuey, que
había huido de la isla La Española a Cuba con mucha de su gente para escapar de
las calamidades y los actos inhumanos de los cristianos, se enteró de la
llegada de estos últimos a Cuba a través de indígenas que pasaban a la isla.
Reunió a mucha o toda su gente y les dijo: "Ya sabéis que se dice que los
cristianos están llegando aquí, y tenéis experiencia de lo que les han hecho a
los señores fulano y fulano y fulano y a esas gentes de Haití (que es La
Española). Lo mismo vienen a hacer aquí. ¿Sabéis por qué lo hacen?".
Respondieron: "No, solo porque son naturalmente crueles y malvados".
Él dijo: "No lo hacen solo por eso, sino porque tienen un dios a quien
adoran y quieren mucho, y para que lo adoremos también nos someten y nos
matan". Tenía consigo una cestilla llena de oro en joyas y dijo:
"Aquí tenéis el dios de los cristianos; hagamos rituales y danzas para él,
quizás así lo complacemos y les ordena que no nos hagan daño". Todos
gritaron: "¡Está bien, está bien!". Bailaron delante de las joyas
hasta que todos se cansaron, luego el señor Hatuey dijo: "De cualquier
manera, si lo guardamos, al final nos matarán para sacárnoslo: tirémoslo al
río". Todos estuvieron de acuerdo y arrojaron las joyas al río que estaba
cerca.
Este
líder tribal siempre estuvo evitando a los cristianos desde que llegaron a
Cuba, como si los conociera de antes. Se defendía cuando se cruzaba con ellos,
pero al final lo capturaron. A pesar de que huía de personas tan injustas y
crueles, y se defendía de aquellos que querían matarlo y someterlo, lo
capturaron vivo para quemarlo. Atado al poste, un religioso franciscano, un
hombre santo presente en el lugar, le hablaba sobre Dios y nuestra fe, algo que
el cacique nunca antes había escuchado. Este breve tiempo era todo lo que los
verdugos le permitían, y el religioso le explicó que, si creía en lo que le
decía, iría al cielo donde encontraría gloria y eterno descanso, pero si no,
iría al infierno a sufrir tormentos perpetuos. Tras pensarlo un momento, el
cacique preguntó si los cristianos iban al cielo. El religioso le aseguró que
sí, pero solo aquellos que eran buenos. Entonces, sin dudarlo, el cacique dijo
que prefería ir al infierno, para evitar estar donde estuvieran los cristianos
y no tener que ver a gente tan cruel. Esta historia ilustra la reputación y la
gloria que Dios y nuestra fe han ganado gracias a los cristianos que han viajado
a las Indias.
Una
vez, salimos a recibir a unas diez leguas de distancia de un gran pueblo,
llevando obsequios y provisiones. Al llegar, nos dieron una gran cantidad de
pescado, pan y comida, ofreciéndonos todo lo que pudieron. Pero de repente, los
cristianos fueron poseídos por el demonio y, sin motivo alguno, comenzaron a
apuñalar ante mí a más de tres mil personas, hombres, mujeres y niños que
estaban sentados frente a nosotros. Presencié tales atrocidades que ni en
sueños imaginé ver.
En
otra ocasión, pocos días después, envié mensajeros para asegurar a los señores
de la provincia de La Habana que no tenían que temer, ya que habían escuchado
de mi palabra fidedigna que no les haríamos daño si nos recibían, dado el
horror que había causado las masacres previas en toda la región. Esto lo hice
con la aprobación del capitán. Cuando los señores y caciques de la provincia
nos salieron al encuentro, veintiuno en total, el capitán los apresó
inmediatamente, violando la garantía de seguridad que les había otorgado. Al
día siguiente, pretendía quemarlos vivos, argumentando que esos señores podrían
causar problemas en el futuro. Me vi en una situación muy difícil para evitar
que los llevaran a la hoguera, pero finalmente logré liberarlos antes de que
fuera demasiado tarde.
Después
de que todos los indígenas de esta isla fueron sometidos a la esclavitud y la
desesperación bajo los españoles de La Española, muchos optaron por huir a los
bosques, mientras que otros, llenos de desesperación, optaron por quitarse la vida.
Maridos y mujeres se ahorcaban juntos, llevándose también a sus hijos consigo.
Recuerdo a un español extremadamente tirano que conocí, cuyas crueldades
llevaron al suicidio a más de doscientos indígenas.
De
manera similar, un oficial del rey que recibió trescientos indígenas como parte
de su asignación, perdió a doscientos setenta de ellos en las minas en tan solo
tres meses, dejando apenas treinta con vida, una décima parte de todos los que
tenía. A pesar de recibir más indígenas después, continuó matándolos, llevando
su crueldad hasta su propia muerte, cuando el diablo se llevó su alma.
En
mi presencia, en tan solo tres o cuatro meses, más de siete mil niños murieron
de hambre porque sus padres y madres fueron llevados a las minas. Presencié
otras atrocidades espantosas. Luego, decidieron cazar a los indígenas que se
refugiaban en los bosques, lo que resultó en devastación y destrucción
asombrosas. Así, arrasaron y despoblaron toda la isla, dejándola ahora como un
desierto, una tristeza y compasión para quien la contempla.
***
De
la Tierra Firme
En
el año 1514, llegó a la Tierra Firme un gobernador desafortunado, un tirano
despiadado sin piedad ni prudencia, casi como un instrumento del furor divino,
específicamente enviado para poblar esa tierra con una gran cantidad de
españoles. Aunque en el pasado algunos tiranos habían llegado a la Tierra Firme
para saquear, matar y causar estragos en la gente, limitándose generalmente a
las áreas costeras, este gobernador superó a todos los demás en crueldad, superando
incluso a los de todas las islas anteriores, y sus acciones nefastas superaron
todas las abominaciones previas.
No
se limitó solo a la costa, sino que despobló y devastó vastas tierras y reinos,
enviando a innumerables personas a la perdición. Desde muchas leguas arriba del
Darién hasta el reino y las provincias de Nicaragua, abarcando más de
quinientas leguas, arrasó una de las tierras más prósperas, felices y pobladas
que se cree haber en el mundo. Allí había grandes señores, poblaciones
infinitas y riquezas enormes de oro. Aunque previamente la isla de La Española
había enriquecido casi toda España con oro, extraído de las entrañas de la
tierra mediante el trabajo de los indígenas en las minas, nunca antes se había
visto tanta riqueza acumulada en un solo lugar como en estas tierras devastadas
por el gobernador tirano.
Este
gobernador y su séquito idearon nuevas formas de crueldad y tortura contra los
indígenas para obligarlos a revelar y entregar oro. Uno de sus capitanes, por
orden del gobernador, llevó a cabo una incursión en la que mató a más de
cuarenta mil personas, según lo presenciado por un religioso franciscano que lo
acompañaba, llamado fray Francisco de San Román. Los métodos utilizados
incluyeron el uso de espadas, quemar vivos a los indígenas, lanzarlos a perros
salvajes y someterlos a diversos tormentos.
La
ceguera perniciosa de quienes han gobernado las Indias hasta hoy en día, en
cuanto a la conversión y salvación de estas personas, es evidente. A pesar de
sus afirmaciones verbales, la realidad es que han priorizado la violencia sobre
el verdadero trabajo de evangelización. Han llegado al extremo de exigir a los
indígenas que se conviertan a la fe y obedezcan a los reyes de Castilla bajo
amenaza de guerra, muerte y esclavitud.
Esto
es completamente contrario al mandato de Cristo, quien enseñó a "id y
haced discípulos de todas las naciones". Se exige a estos indígenas, que
son pacíficos y viven en sus propias tierras, aceptar una autoridad a la que
nunca antes han visto ni oído hablar. Si no aceptan de inmediato, se les priva
de sus tierras, de su libertad, de sus seres queridos y de sus vidas, todo ello
a manos de una gente y mensajeros tan crueles, despiadados y tiranos. Esta
situación es absurda, indigna de cualquier elogio y merece el más profundo
reproche y condena, así como el castigo eterno.
El
triste y desafortunado gobernador, siguiendo instrucciones para justificar los
absurdos, irracionales e injustos requerimientos que se les imponían a los
indígenas, ordenaba, o los ladrones que enviaba ejecutaban, un procedimiento
aún más indignante cuando decidían saquear y robar un pueblo que se rumoreaba
tenía oro. Mientras los indígenas estaban en sus hogares, sintiéndose seguros,
los españoles desdichados se acercaban sigilosamente de noche hasta
aproximadamente media legua del pueblo.
Allí,
entre ellos mismos, anunciaban o leían el requerimiento, diciendo:
"Caciques e indios de este pueblo, sepan que existe un Dios, un Papa y un
rey de Castilla que es dueño de estas tierras: vengan a darle obediencia, etc.
Y si no, sepan que les haremos la guerra, los mataremos, los esclavizaremos,
etc.". Luego, al amanecer, cuando los inocentes dormían con sus familias,
los invasores atacaban el pueblo, prendiendo fuego a las casas, que
generalmente eran de paja, y quemaban vivos a niños y mujeres, junto con muchos
otros habitantes que apenas tenían tiempo de reaccionar.
Mataban
a quienes querían y sometían a tormentos a los capturados para que revelaran la
ubicación de otros pueblos con más oro del que encontraban allí. A los que
quedaban los marcaban como esclavos. Después de que el fuego se extinguía, los
invasores registraban las casas en busca del oro que allí había. Este
comportamiento era una atrocidad inconcebible, una muestra extrema de la
crueldad y la inhumanidad de quienes perpetraban estos actos.
De
esta manera, aquel hombre perdido, junto con todos los malos cristianos que lo
acompañaron desde el año catorce hasta el veintiuno o veintidós, se dedicó a
enviar en incursiones a cinco, seis y aún más criados, quienes, además de lo
que ya recibía como capitán general, obtenían una parte considerable del oro,
las perlas, las joyas y los esclavos que saqueaban. Los funcionarios del rey
también participaban en esta práctica, enviando la mayor cantidad posible de
sus sirvientes y criados para obtener su parte de las ganancias. Incluso el
primer obispo de la región envió a sus propios criados para participar en este
lucrativo negocio.
Durante
ese período, se estima que se robaron más de un millón de castellanos en oro
del reino, y posiblemente esa cifra sea conservadora. Sin embargo, apenas se
enviaron al rey tres mil castellanos de todo lo robado. Además del saqueo, la
tiránica servidumbre impuesta durante las guerras resultó en la muerte de al
menos ochocientas mil personas.
Los
sucesivos gobernadores tiranos que ocuparon el cargo hasta el año treinta y
tres continuaron permitiendo y perpetrando estas atrocidades, contribuyendo así
a la destrucción y el sufrimiento de la población indígena.
Entre
las innumerables atrocidades que este individuo perpetró y permitió durante su
mandato, hubo un caso en el que un cacique entregó voluntariamente o por temor,
nueve mil castellanos como tributo. Sin embargo, insatisfechos con esta suma,
los españoles lo capturaron y lo ataron a un poste con los pies extendidos,
prendiéndole fuego para obligarlo a revelar más oro. Cuando el cacique envió a
su casa y trajeron otros tres mil castellanos, volvieron a someterlo a
tormentos. A pesar de que el cacique no pudo proporcionar más oro, ya sea
porque no lo tenía o porque se negaba a darlo, lo mantuvieron en esa situación
hasta que la médula ósea le salió por las plantas de los pies, lo que
finalmente le causó la muerte. Hubo innumerables ocasiones en las que
torturaron y mataron a caciques por el simple objetivo de extraer oro de ellos.
En
otra ocasión, mientras se dirigían a atacar a un grupo de españoles,
encontraron a un grupo de mujeres y doncellas escondidas en un monte, tratando
de huir de las atrocidades cometidas por los cristianos. Sin contemplaciones,
los españoles tomaron a setenta u ochenta mujeres, matando a muchos de los que
pudieron. Al día siguiente, cuando un grupo de indígenas se reunió y comenzó a
pelear contra los cristianos en un intento desesperado por rescatar a sus
mujeres e hijas, los españoles, sintiéndose acorralados, no dudaron en usar sus
espadas para atravesar los vientres de las mujeres y doncellas, dejando solo
ochenta de ellas con vida. Los indígenas, destrozados por el dolor, gritaban y
se lamentaban por la crueldad de los cristianos, llamándolos "malos
hombres" y "cruceiros", término que en su idioma se refería a
los hombres que mataban a las mujeres, una señal de la abominable y bestial
crueldad de estos hombres.
A
unas diez o quince leguas de Panamá se encontraba un gran señor llamado Paris,
notablemente rico en oro. Los cristianos llegaron a su territorio y fueron
recibidos cordialmente, como si fueran hermanos suyos. El señor Paris ofreció
al capitán cincuenta mil castellanos de su propia voluntad como muestra de su
generosidad. Para los cristianos, este gesto indicaba que aquel que ofrecía una
suma tan significativa de forma espontánea debía poseer una gran cantidad de
tesoro, lo que sería la recompensa de sus esfuerzos. Sin embargo, en un acto de
engaño, los cristianos fingieron que querían marcharse, pero al amanecer
atacaron sorpresivamente el pueblo. Incendiaron las casas, causaron estragos,
mataron y quemaron a muchas personas, y robaron otros cincuenta o sesenta mil
castellanos más. Aunque el cacique logró escapar, reunió rápidamente a más
gente y, en dos o tres días, alcanzó a los cristianos, atacándolos
valientemente y matando a cincuenta de ellos, arrebatándoles todo el oro. Los
cristianos restantes lograron escapar, algunos gravemente heridos.
Posteriormente,
un grupo de cristianos regresó y arrasó el territorio del cacique Paris,
causando la muerte de él y de muchos de sus seguidores, mientras que a los
sobrevivientes los sometieron a la servidumbre habitual. Como resultado, hoy en
día no queda rastro alguno de que haya existido un pueblo o ser humano en ese
lugar, a pesar de que anteriormente estaba lleno de gente y señoríos en un área
de treinta leguas. Las matanzas y destrucciones perpetradas por este miserable
hombre y su compañía en estos reinos despoblados son incontables y lamentables.
***
Nicaragua
En
el año 1522 o 1523, este tirano se dirigió a conquistar la próspera provincia
de Nicaragua, lo cual resultó en un acontecimiento lamentable para la región.
¿Quién podría exagerar la felicidad, la salud, la belleza y la prosperidad de
esta provincia? Era realmente asombroso ver la densa población de pueblos que
se extendían a lo largo de tres o cuatro leguas, todos llenos de frutas
maravillosas que reflejaban la inmensa cantidad de habitantes que la habitaban.
Estas
personas, debido a que la tierra era plana y abierta, no tenían la opción de
esconderse en los montes. Además, estaban profundamente arraigadas a su hermosa
tierra, y a pesar de las dificultades y persecuciones que sufrían bajo el yugo
de los cristianos, resistían valientemente. Eran una gente pacífica y dócil por
naturaleza, lo que los hacía más vulnerables a las atrocidades que este tirano,
junto con sus despiadados compañeros, infligió sobre ellos. Las matanzas, los
abusos, los secuestros y las injusticias perpetradas por estos opresores fueron
tan numerosos y tan horribles que ninguna lengua humana podría expresarlo
adecuadamente.
Este
tirano enviaba contingentes de cincuenta jinetes para recorrer y saquear una
provincia que era más extensa que el condado de Rusellón. No perdonaba a ningún
hombre, mujer, anciano o niño por razones insignificantes, como el hecho de no
responder rápidamente a su llamado o no llevar suficientes cargas de maíz, que
era el alimento básico en esa región. La tierra llana facilitaba a los jinetes
su despiadada caza, sin que nadie pudiera escapar de su furia infernal.
Además,
enviaba a españoles a realizar incursiones en otras provincias, donde
capturaban a tantos indígenas como quisieran de pueblos pacíficos y
serviciales. Estos indígenas eran encadenados y obligados a cargar pesadas
cargas de tres arrobas. En numerosas ocasiones, de cuatro mil indígenas
capturados, apenas seis lograban regresar vivos a sus hogares, ya que el
agotamiento, el hambre y la debilidad causaban la muerte de la mayoría en el
camino. Cuando algunos indígenas no podían soportar más la carga y enfermaban,
en lugar de liberarlos de las cadenas, les cortaban la cabeza por el cuello,
dejando que la cabeza cayera en un lado y el cuerpo en otro.
Estas
expediciones se llevaban a cabo con tanta frecuencia y brutalidad que los
indígenas, sabiendo que ninguno de los capturados volvería, partían llorando y
suspirando, conscientes de que nunca más volverían a ver a sus seres queridos
ni a tener esperanza de regresar a sus hogares.
En
una ocasión, este tirano decidió realizar un nuevo repartimiento de los
indígenas, probablemente por capricho personal, e incluso se rumorea que lo
hizo para despojar a aquellos a los que no apreciaba y entregarlos a quienes le
parecían más adecuados. Como resultado, ordenó a los indígenas que no sembraran
ninguna cosecha. Sin la producción de alimentos, los cristianos se vieron
obligados a tomar el maíz de los indígenas para alimentarse a sí mismos y a sus
hijos. Esta medida desencadenó una grave hambruna que acabó con la vida de más
de veinte o treinta mil personas, llegando incluso al extremo de que algunas
mujeres se vieron obligadas a matar a sus propios hijos para alimentarse.
Los
pueblos que habitaban los indígenas eran como hermosas huertas, pero los
cristianos se adueñaron de ellos, instalándose en cada pueblo que les era
asignado o "encomendado", como ellos lo llamaban, y cultivando la
tierra que antes pertenecía a los indígenas. De esta forma, los españoles se
apropiaron de las tierras y propiedades de los indígenas, quienes se vieron
obligados a servirles día y noche sin descanso, incluyendo a los niños, a
quienes se les exigía trabajar desde muy temprana edad, más allá de sus
capacidades. Esta explotación implacable ha llevado a la ruina y destrucción de
los pocos indígenas que han sobrevivido, privándolos incluso de tener una casa
o posesiones propias. Estas injusticias superan incluso las atrocidades
cometidas en la isla La Española.
Han
sometido y agobiado a muchas personas en esta provincia, siendo la causa
directa de la muerte prematura de muchas de ellas. Los obligaron a transportar
la madera y tablazón desde distancias de hasta treinta leguas hasta el puerto
para la construcción de barcos, y los enviaron a buscar miel y cera por los
montes, exponiéndolos al peligro de ser devorados por los tigres. Incluso
cargaron a mujeres embarazadas y recién paridas como si fueran bestias de
carga.
La
peor calamidad que ha azotado esta provincia fue la licencia que el gobernador
otorgó a los españoles para exigir esclavos a los caciques y señores de los
pueblos. Cada cuatro o cinco meses, o cuando obtenían la aprobación del
gobernador, los españoles demandaban cincuenta esclavos a cada cacique, bajo amenaza
de quemarlos vivos o lanzarlos a los perros salvajes si se negaban. Dado que
los indígenas normalmente no tenían esclavos, los caciques se veían obligados a
entregar a sus hijos huérfanos, y luego a sus propios hijos, causando angustia
y llanto en el pueblo, ya que los indígenas tienen un amor profundo por sus
hijos.
Esta
práctica devastó la provincia durante diez años, de 1523 a 1533, ya que,
durante ese tiempo, cinco o seis barcos partieron regularmente, llevando a
todas esas multitudes de indígenas a Panamá y al Perú para ser vendidos como
esclavos. Allí, la mayoría eran condenados a muerte, ya que se ha demostrado
que los indígenas arrancados de sus tierras nativas mueren más fácilmente, al
no recibir suficiente alimento y al ser sometidos a trabajos forzados
implacables. Se estima que más de quinientas mil almas fueron sacadas de esta
provincia y convertidas en esclavos, a pesar de ser tan libres como cualquiera
de nosotros.
Debido
a las atroces guerras desencadenadas por los españoles y al horrendo cautiverio
al que los sometieron, han fallecido más de quinientas o seiscientas mil
personas hasta la fecha, y lamentablemente siguen muriendo. Todo este horror se
ha desencadenado en un lapso de aproximadamente catorce años. En la actualidad,
en toda la provincia de Nicaragua, apenas quedan alrededor de cuatro o cinco
mil personas, que son diezmadas cada día por los servicios forzados y las
opresiones constantes, a pesar de haber sido una de las regiones más densamente
pobladas del mundo.
***
La
Nueva España
En
el año de 1517, se realizó el descubrimiento de la Nueva España, lo cual
provocó grandes disturbios entre los indígenas y resultó en algunas muertes
causadas por los que lideraron la expedición. Un año después, en 1518, los que
se autodenominan cristianos, aunque en realidad van con fines de saqueo y
violencia, comenzaron a robar y matar en esta región bajo el pretexto de
establecer colonias.
Desde
entonces, hasta el día de hoy, en 1542, toda la maldad, injusticia, violencia y
opresión perpetrada por los cristianos en las Indias ha alcanzado su punto
máximo. Han perdido por completo el temor a Dios y al rey, e incluso se han
olvidado de su propia humanidad. Los estragos, crueldades, masacres, saqueos,
violaciones y tiranías se han extendido por numerosos reinos de la vasta tierra
firme, y todas las atrocidades mencionadas anteriormente palidecen en
comparación con las que se han llevado a cabo desde el año 1518 hasta la fecha
presente. Hoy mismo, en este día de septiembre, se siguen perpetrando las
acciones más graves y abominables. Esto confirma la regla que establecimos
anteriormente: estas atrocidades han ido creciendo constantemente en magnitud y
depravación desde el principio.
Desde
la entrada en la Nueva España, que ocurrió el dieciocho de abril del año
dieciocho, hasta el año treinta, transcurrieron doce años de continuas matanzas
y devastaciones perpetradas por las manos ensangrentadas y crueles espadas de
los españoles en un perímetro de unas cuatrocientas cincuenta leguas alrededor
de la ciudad de México y sus alrededores. En esta área se encontraban cuatro o
cinco grandes reinos, que eran tanto grandes como considerablemente más
prósperos que las ciudades españolas de Toledo, Sevilla, Valladolid, Zaragoza y
Barcelona juntas. Estas tierras estaban densamente pobladas, superando en
población a las ciudades españolas incluso en sus épocas de mayor auge. En
estas leguas, que cubrirían más de mil ochocientas en total, los españoles
provocaron la muerte de alrededor de cuatro millones de personas, incluyendo
mujeres, niños, jóvenes y ancianos, a través de métodos como el uso de
cuchillos, lanzas y la práctica de quemarlos vivos. Todo esto ocurrió durante
lo que ellos llamaban "conquistas", que en realidad fueron invasiones
violentas perpetradas por crueles tiranos, acciones condenadas no solo por la
ley de Dios, sino también por todas las leyes humanas, y que incluso superan en
maldad a las acciones del turco destinadas a destruir la Iglesia cristiana. Y
esto sin tener en cuenta las muertes diarias causadas por la servidumbre
tiránica, las vejaciones y las opresiones cotidianas impuestas sobre los
indígenas.
El
nivel de atrocidades cometidas por esos enemigos públicos y enemigos capitales
del género humano es tal que ningún lenguaje, información o esfuerzo humano
sería suficiente para describir completamente los actos espantosos perpetrados
en diversas regiones y simultáneamente en algunas áreas dentro de ese perímetro
mencionado. De hecho, algunos de estos hechos, considerando las circunstancias
y la gravedad de las acciones, son tan insondables que apenas se podrían
explicar de manera exhaustiva incluso con mucha diligencia, tiempo y escritura.
Sin embargo, aunque sea limitado, trataré de compartir algo sobre algunas
partes de estos eventos, dejando claro que lo que digo apenas rasca la
superficie y no constituye ni siquiera una milésima parte de la totalidad de
las atrocidades.
***
Entre
las numerosas masacres perpetradas por los invasores, destaca una en una ciudad
grande con más de treinta mil habitantes llamada Cholula. Los líderes de la
región, incluidos los sacerdotes principales, salieron a recibir a los
españoles con gran respeto y reverencia, llevándolos en procesión hacia la
ciudad y a las casas designadas para su alojamiento. Sin embargo, los
conquistadores tenían la intención de sembrar el terror y la sumisión en la
región, por lo que decidieron llevar a cabo una matanza o castigo, como lo
llaman ellos.
Para
ello, primero convocaron a todos los líderes y nobles de la ciudad y de los
alrededores, incluido el líder principal. A medida que los líderes llegaban y
se acercaban al capitán español para conversar, eran arrestados sin que nadie
pudiera advertir lo que estaba sucediendo.
Habiéndoles
pedido a cinco o seis mil indios que llevaran las cargas, todos ellos acudieron
de inmediato y fueron reunidos en el patio de las casas. Es desgarrador ver a
estos indios preparándose para llevar las cargas de los españoles, ya que
vienen desnudos, cubriendo solo sus vergüenzas, con redecillas en el hombro y
su escasa comida. Se sientan en cuclillas juntos en el patio, como corderos
mansos, mientras otros están presentes en el lugar.
Los
españoles armados se colocan en las puertas del patio para vigilar, mientras
que los demás toman sus espadas y lanzas, y proceden a masacrar a todos los
indios reunidos. Ninguno de ellos logra escapar sin ser asesinado. Después de
dos o tres días, algunos indios vivos, cubiertos de sangre y que se habían
escondido entre los muertos, salen en busca de misericordia ante los españoles.
Sin embargo, no reciben compasión ni clemencia; al contrario, son despedazados
sin piedad.
El
capitán mandó que todos los señores, que eran más de cien y estaban atados,
fueran sacados y quemados vivos en palos clavados en la tierra. Sin embargo,
uno de los señores, posiblemente el principal y rey de la región, logró
soltarse y se refugió en el templo grande junto con otros veinte, treinta o
cuarenta hombres. Este templo servía como una especie de fortaleza y se llamaba
cuu. Allí se defendieron durante un largo tiempo, pero los españoles, que no
respetaban nada ni a nadie, especialmente a estas personas desarmadas,
prendieron fuego al templo y los quemaron vivos, mientras proclamaban:
"¡Oh, malvados! ¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¿Por qué nos matan?
Id, que iréis a México, donde nuestro gran señor Montezuma nos vengará".
Se
cuenta que mientras se llevaba a cabo la masacre de los cinco o seis mil
hombres en el patio, el capitán de los españoles estaba cantando:
Mira
Nero de Tarpeya
a
Roma cómo se ardía.
Gritos
dan niños y viejos
y
él de nada se dolía.
Esta
canción alude a la leyenda de Nerón, el emperador romano, quien supuestamente
observó impasible mientras Roma ardía.
Después
de la masacre en Cholula, los conquistadores se dirigieron hacia la ciudad de
Tepeaca, que era aún más grande y poblada. Allí perpetraron otra matanza
espantosa, utilizando métodos crueles y despiadados.
Desde
Tepeaca, continuaron su camino hacia la ciudad de México. En el camino, el gran
rey Moctezuma envió miles de regalos, junto con importantes señores y
dignatarios, para recibir a los españoles. A la entrada de la calzada que
conducía a México, a unas dos leguas de distancia, enviaron a su propio hermano
junto con una gran comitiva y valiosos presentes de oro, plata y ropas para
recibirlos. A la entrada de la ciudad, el propio Moctezuma salió personalmente
en unas andas de oro, acompañado de su corte, para dar la bienvenida a los
españoles y acompañarlos hasta los palacios donde serían alojados.
Sin
embargo, ese mismo día, con cierta astucia y mientras se sentía seguro, los
españoles prendieron al gran rey Moctezuma. Lo pusieron bajo custodia con
ochenta hombres que lo vigilaban y luego lo encadenaron.
Dejando
todo lo anterior, quiero destacar una acción particular que realizaron aquellos
tiranos: mientras el capitán de los españoles se dirigía al puerto marítimo
para capturar a otro capitán que venía contra él, dejaron a cargo de la
custodia del rey Moctezuma a un cierto capitán, con aproximadamente cien
hombres o incluso menos. Los españoles acordaron entonces llevar a cabo una
acción significativa para aumentar el temor en toda la región, una estrategia
que han utilizado en muchas ocasiones. Mientras tanto, los indios, la gente y
los señores de toda la ciudad y corte de Moctezuma estaban ocupados en
complacer a su señor prisionero. Entre las actividades festivas que realizaban,
se incluían bailes y danzas llamados mitotes, similares a los areítos de las
islas, donde exhibían todas sus prendas y riquezas. Los más nobles, caballeros
y descendientes reales, según su jerarquía, llevaban a cabo sus festividades
más cerca de las casas donde estaba preso su señor. En la parte más cercana a
los palacios mencionados se encontraban alrededor de dos mil hijos de señores,
quienes representaban la élite de la nobleza de todo el imperio de Moctezuma.
A
estos, el capitán de los españoles, acompañado de una cuadrilla de soldados, se
dirigió, mientras enviaba a otras cuadrillas a diferentes partes de la ciudad
donde se llevaban a cabo las fiestas, haciéndose pasar como si fueran a
observarlas. Luego, en un momento determinado, dio la orden de atacar. Cuando
estaban absortos y seguros en sus bailes, gritó "¡Santiago y a
ellos!". Entonces, comenzaron a abrir los cuerpos desnudos y delicados con
sus espadas desnudas, derramando la noble sangre de todos, sin dejar a ninguno
con vida. Lo mismo hicieron los otros en las diferentes plazas. Esta acción
dejó a todos los reinos y gentes en un estado de asombro, angustia y luto, llenándolos
de amargura y dolor. Desde entonces, y hasta el fin del mundo o hasta que ellos
desaparezcan por completo, no dejarán de lamentar y cantar en sus areítos y
bailes, como en romances, sobre esa calamidad y la pérdida de toda su nobleza,
de la cual se enorgullecían desde hacía muchos años.
Ante
la injusticia y crueldad sin precedentes perpetrada contra tantos inocentes,
los indios, que habían soportado con paciencia la injusta prisión impuesta por
su señor, quien les había ordenado no atacar ni guerrear a los cristianos,
decidieron levantarse en armas. Atacaron a los españoles, hiriendo a muchos de
ellos, quienes apenas pudieron escapar. Colocaron un puñal en el pecho del
preso Moctezuma, instándolo a que se asomara a los corredores y ordenara a los
indios que cesaran el combate y se mantuvieran en paz. Sin embargo, los indios
no lo obedecieron y comenzaron a discutir la elección de otro señor y capitán
que liderara sus batallas.
Mientras
tanto, el capitán que había ido al puerto regresaba con victoria, trayendo
consigo muchos más cristianos y acercándose a la ciudad. Ante esta situación,
cesaron los combates durante unos tres o cuatro días hasta que él entró en la
ciudad. Una vez dentro, con una gran cantidad de gente reunida de toda la
región, los enfrentamientos continuaron durante varios días. Temiendo la
muerte, acordaron una noche abandonar la ciudad.
Los
indios, al enterarse de los acontecimientos, llevaron a cabo una justa y santa
guerra, matando a una gran cantidad de cristianos en los puentes de la laguna.
Las causas que los motivaron eran justas y cualquier persona razonable las
habría considerado justificadas. Después de esta confrontación, los cristianos
se reorganizaron y perpetraron terribles matanzas en la ciudad, donde causaron
estragos, matando a innumerables personas y quemando vivos a muchos grandes
señores.
Posteriormente,
esta tiránica pestilencia se propagó y devastó la provincia de Pánuco, que
estaba densamente poblada, causando estragos y matanzas sin precedentes. Luego,
siguieron destruyendo la provincia de Tututepeque, luego la de Ipilcingo, y
después la de Colima, cada una de las cuales era más extensa que los reinos de
León y Castilla. Describir detalladamente los estragos, muertes y crueldades
perpetradas en cada una de estas regiones sería extremadamente difícil e
imposible de narrar, y sería una tarea ardua de escuchar.
Es
importante señalar aquí el título bajo el cual los españoles entraban y
comenzaban a destruir a esos inocentes y a despoblar esas tierras que deberían
haber sido motivo de alegría y gozo para quienes eran verdaderos cristianos,
dada su gran e infinita población. Decían que venían a sujetarse y obedecer al
rey de España, pero en realidad los estaban matando y esclavizando. A aquellos
que no se sometían de inmediato a cumplir con estos mensajes irracionales y
estúpidos, y a ponerse en manos de hombres tan inicuos, crueles y bestiales,
los llamaban rebeldes y alzados contra el servicio de Su Majestad, así lo
escribían al rey nuestro señor.
La
ceguera de aquellos que gobernaban las Indias no alcanzaba a entender lo que
estaba expresamente claro en sus leyes, y más claro que cualquier otro de sus
principios fundamentales: que nadie puede ser llamado rebelde si primero no es
súbdito. Los cristianos que tienen algún conocimiento de Dios, de la razón e
incluso de las leyes humanas deben considerar qué impresión pueden causar tales
demandas en los corazones de cualquier pueblo que vive en sus tierras de manera
segura, sin deber nada a nadie y teniendo a sus propios señores naturales. Las
nuevas que les decían así de repente eran: "Someteos a un rey extranjero
que nunca visteis ni oísteis, y si no, sabed que luego os haremos
pedazos", especialmente cuando por experiencia veían que eso era precisamente
lo que ocurría.
Y
lo más espantoso es que a aquellos que de hecho obedecen, los someten a una
servidumbre asfixiante, donde los trabajos y tormentos son increíblemente
largos y más duraderos que los provocados por la espada. Al final, perecen
ellos, sus mujeres, sus hijos y toda su descendencia. Y aunque es cierto que
mediante estos temores y amenazas algunas personas en el mundo llegan a
obedecer y reconocer el dominio de un rey extranjero, ¿no ven los ciegos y
perturbados por la ambición y la codicia diabólica que no ganan ni un ápice de
derecho (aunque verdaderamente sean temores y miedos) con esos actos tan
inconsistentes?
Desde
el punto de vista del derecho natural, humano y divino, todo esto es vacío, ya
que no otorga ningún derecho real. Lo único que queda son las obligaciones ante
los fuegos infernales y, además, los agravios y daños infligidos a los reyes de
Castilla, ya que están destruyendo sus reinos y aniquilando, en la medida de lo
posible, todo su derecho sobre las Indias. Estos son, y no otros, los "servicios"
que los españoles han prestado a esos señores reyes en esas tierras y que
siguen prestando hoy en día.
Con
el pretexto tan justo y aprobado, este capitán tirano envió a otros dos tiranos
capitanes aún más crueles y feroces, carentes de piedad y misericordia, a dos
grandes y prósperos reinos muy poblados: el reino de Guatemala, ubicado en la
costa sur, y el otro de Naco y Honduras o Guaimura, situado en la costa norte,
contiguos entre sí y separados por unos trescientos kilómetros de distancia desde
México. Uno de ellos marchó por tierra y el otro por mar, con una gran cantidad
de soldados a caballo y a pie.
Es
verdad que lo que ambos perpetraron en maldad (y especialmente el que fue al
reino de Guatemala, ya que el otro murió pronto en desgracia), podría llenar y
resumir tantas maldades, estragos, muertes, despoblaciones e injusticias tan
atroces que asombrarían a las generaciones presentes y futuras, y llenarían un
gran libro, pues superaron a todos los hechos pasados y presentes en términos
de la cantidad y número de atrocidades cometidas, así como de la cantidad de
gente destruida y tierras desoladas, que en su totalidad fueron innumerables.
El
capitán que navegó por el mar causó grandes disturbios y saqueos en los pueblos
costeros, recibiendo a algunos con presentes en el reino de Yucatán, que estaba
en su camino hacia el reino de Naco y Guaimura. Una vez llegado a su destino,
envió capitanes y una gran cantidad de tropas para saquear, matar y destruir
todos los pueblos y comunidades que encontraban. Especialmente, uno de estos
capitanes se rebeló con trescientos hombres y avanzó tierra adentro hacia
Guatemala, arrasando y quemando los pueblos que encontraba a su paso, mientras
robaba y mataba a sus habitantes. Esta devastación continuó por más de ciento
veinte leguas, con la intención de dejar la tierra despoblada y alzada, para
evitar represalias de los indios en venganza por los daños causados.
Pocos
días después, los indígenas mataron al capitán principal y a sus seguidores.
Luego, surgieron otros tiranos crueles que, con matanzas espantosas y
crueldades sin límites, convirtieron a los habitantes en esclavos y los
vendieron a los navíos que llegaban con vino, vestidos y otros bienes. Además,
impusieron una servidumbre tiránica y opresiva. Desde el año de 1524 hasta
1535, estas provincias y el reino de Naco y Honduras fueron asolados por estos
tiranos, a pesar de que eran tierras que parecían un paraíso de deleites y
estaban más pobladas que cualquier otra parte frecuentada y densamente poblada del
mundo.
Durante
estos once años, más de dos millones de personas han perdido la vida, y en un
área de aproximadamente cien leguas cuadradas apenas quedan dos mil personas,
las cuales son sacrificadas diariamente en esta servidumbre tiránica.
Retomando
el tema del gran tirano capitán que fue a los reinos de Guatemala, este
individuo superó a todos los tiranos del pasado y se equipara con los
presentes. Desde las provincias cercanas a México hasta el reino de Guatemala,
una distancia de cuatrocientas leguas según una carta que envió al líder que lo
envió, este capitán realizó matanzas, robos y destrucción en nombre del título
mencionado anteriormente. Les decía a las personas que se sometieran a ellos,
hombres tan inhumanos, injustos y crueles, en nombre de un rey de España que
ellos nunca habían oído mencionar. Este rey, estimaban, era aún más injusto y
cruel que los mismos españoles. Sin darles tiempo para deliberar, casi tan
pronto como llegaba el mensaje, comenzaban a matar y quemar sobre ellos.
***
Guatemala
Al
llegar al mencionado reino, el capitán perpetró una gran matanza de gente, pero
a pesar de esto, fue recibido con pompa y celebraciones por el señor principal
y otros nobles de la ciudad de Utatlán, la capital del reino. Le ofrecieron
todo lo que tenían, especialmente comida en abundancia.
Los
españoles acamparon fuera de la ciudad esa noche por precaución, considerando
que sería más seguro que dentro. Al día siguiente, el capitán convocó al señor
principal y a otros nobles, quienes acudieron dócilmente. Sin embargo, sin más
pretexto, los arrestó a todos y exigió que le entregaran cargas de oro. Al
responder que no tenían oro porque la tierra no lo producía, ordenó que los
quemaran vivos, sin juicio ni sentencia.
Una
vez que los señores de todas esas provincias vieron cómo los españoles quemaron
a los jefes supremos simplemente por no entregar oro, huyeron todos a los
montes. Ordenaron a su gente que se sometiera a los españoles y los sirviera
como señores, pero que no revelaran su paradero. La gente de la tierra acudió a
los españoles ofreciéndoles su sumisión, pero sin delatar el escondite de sus
señores.
El
cruel capitán respondió que no los aceptaría a menos que revelaran el paradero
de sus líderes, amenazando con matar a todos si no lo hacían. Los indios
aseguraron que no sabían dónde estaban sus líderes y que los españoles podían
hacer lo que quisieran con ellos en sus propias casas. Esto lo ofrecieron y
cumplieron muchas veces.
Lo
asombroso fue que los españoles llegaban a los pueblos donde la gente trabajaba
tranquilamente con sus familias y, sin previo aviso, los atacaban y masacraban.
Incluso arrasaron un pueblo grande y poderoso en cuestión de horas, matando a
niños, mujeres y ancianos, sin dejar escapar a nadie que intentara huir.
Cuando
los indios se dieron cuenta de que no podían ablandar los corazones de sus
despiadados enemigos con humildad, ofertas, paciencia y sufrimiento, decidieron
reunirse y morir en la guerra, buscando venganza contra sus crueles y
diabólicos enemigos. Aunque sabían que, siendo desarmados, desnudos, a pie y
débiles, no podrían prevalecer contra los españoles montados a caballo y bien
armados, optaron por resistir hasta el final.
Para
ello, idearon trampas en los caminos, cavando hoyos en los que colocaron
estacas afiladas y quemadas, cubiertas con césped y hierbas para ocultarlas.
Aunque algunos caballos cayeron en estas trampas unas cuantas veces, los
españoles aprendieron a evitarlas. Como represalia, promulgaron una ley que
ordenaba arrojar a todos los indios, de cualquier edad o género, que capturaran
con vida en esos hoyos. De esta manera, mujeres embarazadas, recién paridas,
niños y ancianos eran lanzados a los hoyos hasta llenarlos por completo,
atravesados por las estacas, lo que generaba una gran lástima al observar
especialmente a las mujeres con sus hijos.
Todos
los demás perpetraban atrocidades similares, utilizando lanzas y cuchillos para
matar a sus víctimas, lanzando perros salvajes para despedazarlas y devorarlas,
y quemando vivos a los señores que encontraban como un acto de honor.
Estuvieron involucrados en estas masacres inhumanas durante cerca de siete
años, desde aproximadamente el año veinticuatro hasta el treinta o treinta y
uno. Se puede imaginar cuántas personas fueron consumidas por esta violencia.
Entre
las numerosas atrocidades cometidas en este reino por este desdichado y
desafortunado tirano y sus hermanos (quienes actuaban como sus capitanes y eran
igualmente desafortunados e insensibles), hubo una que se destacó: su incursión
en la provincia de Cuscatlán, donde ahora se encuentra la villa de San
Salvador. Esta era una tierra próspera, y toda la costa del mar del sur, que se
extendía por cuarenta o cincuenta leguas, estaba bajo su control. Cuando
llegaron a la ciudad de Cuscatlán, la cual era la capital de la provincia,
fueron recibidos con gran pompa, y más de veinte o treinta mil indios los
esperaban cargados con gallinas y comida como obsequio de bienvenida. Una vez
que recibieron los regalos, el capitán ordenó que cada español tomara tantos
indios como quisiera de entre la multitud para servirles durante su estancia,
asegurándose de que les proporcionaran todo lo que necesitaran. Cada uno tomó
cien, cincuenta o la cantidad que considerara suficiente para ser atendido de
manera óptima, mientras que los inocentes nativos soportaban esta división y
servían con toda su fuerza, llegando casi a ser adorados. Mientras tanto, el
capitán exigía a los señores locales que le entregaran grandes cantidades de
oro, ya que esa era su principal motivación para venir a la región.
Los
indios respondieron que estaban dispuestos a dar todo el oro que tenían y
reunieron una gran cantidad de hachas de cobre, algunas de las cuales estaban
doradas, aunque en realidad era cobre con algo de oro. Cuando el capitán vio
que era cobre, les dijo a los españoles que abandonaran esa tierra porque no
había oro real, y decidió convertir a los indios en esclavos. Los españoles
encadenaron a todos los indios que pudieron atrapar y los marcaron con el
hierro del rey como esclavos. Incluso presencié cómo el hijo del principal de
esa ciudad fue marcado.
Cuando
los indios vieron esta gran injusticia, comenzaron a reunirse y armarse. Los
españoles causaron grandes estragos y matanzas entre ellos y luego regresaron a
Guatemala, donde fundaron una ciudad. Sin embargo, esa ciudad fue destruida por
desastres naturales, como tres diluvios consecutivos: uno de agua, otro de
tierra y otro de piedras más grandes que diez o veinte bueyes. Esta destrucción
fue considerada como un castigo divino.
Después
de matar a todos los señores y a los hombres capaces de luchar, los españoles
sometieron al resto de la población a una servidumbre infernal. Les exigían
esclavos como tributo, y como no tenían otros esclavos, les entregaban a sus
hijos e hijas. Luego enviaban barcos cargados de esclavos al Perú para
venderlos. Además de estas matanzas y estragos, destruyeron un reino de cien
leguas cuadradas, uno de los más fértiles y poblados del mundo. Este tirano y
sus hermanos, junto con otros, han causado la muerte de entre cuatro y cinco
millones de personas en quince o dieciséis años, desde aproximadamente el año
veinticuatro hasta el cuarenta. Y los que quedan continuarán matando y
destruyendo.
Este
tirano tenía una costumbre atroz: cuando se disponía a hacer la guerra contra
ciertos pueblos o provincias, llevaba consigo a indígenas que ya había
sometido, en número de hasta diez o veinte mil hombres, para que pelearan
contra los demás. Como no les proporcionaba alimentos, les permitía que se alimentaran
de los indígenas que capturaban. Así, en su campamento, se llevaba a cabo una
macabra carnicería de carne humana, donde los niños eran sacrificados y asados
en su presencia, y donde se mutilaba a los hombres para consumir partes
específicas del cuerpo, que consideraban los mejores bocados. Estas atrocidades
eran tan horrendas que, al oírlas, las gentes de otras tierras no sabían dónde
esconderse de tanto espanto.
Además,
este tirano causó la muerte de innumerables personas mediante la construcción
de navíos. Hizo llevar a indígenas desde el mar del Norte hasta el mar del Sur,
a una distancia de ciento treinta leguas, cargando anclas de tres o cuatro
quintales en sus espaldas y lomos, clavándose las uñas de las anclas en sus
cuerpos. De esta manera, transportó mucha artillería en los hombros de estos
desdichados desnudos, y vi a muchos de ellos cargados con cañones por los
angostos caminos. También separaba a los esposos de sus esposas, tomándolas
para sí y entregándolas a los marineros y soldados para mantenerlos contentos
durante la travesía en sus flotas. Llenaba los barcos con indígenas, donde
todos morían de sed y hambre. Si tuviera que relatar todas sus crueldades en
detalle, podría escribir un libro que horrorizaría al mundo.
Este
tirano realizó dos expediciones con numerosas embarcaciones, con las cuales
devastó como si fueran fuego del cielo todas aquellas tierras.
¡Oh,
cuántos huérfanos dejó, cuántos hijos privó de sus padres, cuántos separó de
sus esposas, cuántas mujeres quedaron viudas debido a él! Cuántos actos de
adulterio, violencia y violación provocó, cuántas personas privó de su
libertad, cuántas angustias y calamidades sufrieron a causa suya. Cuántas
lágrimas hizo derramar, cuántos suspiros, cuántos gemidos, cuántas vidas sumidas
en la soledad. Y cuántas almas condenó a la perdición eterna, no solo de los
indígenas, que fueron incontables, sino también de los desafortunados
cristianos que se asociaron con él en tales actos de iniquidad, graves pecados
y abominaciones execrables. Ojalá Dios haya tenido misericordia de él y se haya
contentado con el terrible final que finalmente le aguardó.
***
De
la Nueva España y Pánuco y Jalisco
Después
de las terribles crueldades y matanzas que se mencionaron, y las que quedaron
sin mencionar, en las provincias de la Nueva España y Pánuco, surgió otro
tirano insensible y cruel en la provincia de Pánuco en el año 1525. Este
individuo perpetró numerosas crueldades, marcando a un gran número de esclavos
de manera despiadada, a pesar de que todos eran hombres libres. Envió muchos
navíos cargados de esclavos a las islas de Cuba y La Española para venderlos, y
terminó por arrasar toda la provincia. Se cuenta que llegó al extremo de dar
ochenta indígenas a cambio de una yegua, tratando a seres humanos como si
fueran meros objetos.
Luego,
este individuo fue designado para gobernar la ciudad de México y toda la Nueva
España, acompañado de otros tiranos como oidores y él como presidente.
Cometieron tantos males, pecados, crueldades, robos y abominaciones que
parecería increíble, y sumieron toda la tierra en una devastación tan extrema
que, de no ser por la intervención de los religiosos franciscanos y luego por
el establecimiento de una nueva Audiencia Real que abogara por la virtud, en
dos años habrían dejado la Nueva España en el mismo estado que La Española. Se
cuenta que un miembro de esta compañía tenía ocho mil indígenas trabajando sin
recibir pago ni comida para cercar una gran huerta, y muchos de ellos caían
muertos de hambre sin que él mostrara la menor compasión.
Después
de enterarse de que una nueva y buena Real Audiencia estaba por llegar, el
principal responsable de la devastación en Pánuco decidió aventurarse tierra
adentro en busca de lugares donde pudiera seguir ejerciendo su tiranía. Obligó
a unos quince o veinte mil hombres de la provincia de México a llevarlo, junto
con los españoles que lo acompañaban, llevando cargas. De este grupo, apenas
doscientos regresaron, siendo todos ellos la causa de las muertes que
ocurrieron durante el viaje.
Llegaron
a la provincia de Michoacán, ubicada a unas cuarenta leguas de México, que era
tan próspera y poblada como la propia México. El rey y señor de Michoacán salió
a recibirlos con una procesión de gente infinita, ofreciéndoles mil servicios y
regalos. Sin embargo, el tirano decidió arrestar al rey porque se rumoreaba que
era muy rico en oro y plata. Para obligarlo a revelar sus tesoros, comenzaron a
torturarlo de manera atroz: lo pusieron en un cepo con los pies extendidos y
atados a un madero, mientras un brasero ardiente se colocaba cerca de sus pies.
Un muchacho mojaba un hisopo en aceite y se lo rociaba para que su piel se
tostara. Además, un hombre apuntaba con una ballesta a su corazón y otro
mantenía un feroz perro que estaba listo para despedazarlo en un instante. Así
lo torturaron hasta que un religioso franciscano intervino y detuvo el
tormento, pero el rey murió a causa de las heridas sufridas. De esta manera,
torturaron y mataron a muchos otros señores y caciques en esas provincias en
busca de oro y plata.
En
cierta ocasión, un tirano que se desempeñaba como visitador de las propiedades
y riquezas de los indios, más interesado en robarles sus bienes que en respetar
sus vidas, descubrió que algunos indios tenían escondidos sus ídolos, ya que
los españoles nunca les habían enseñado acerca de un Dios mejor. Decidió
entonces arrestar a los señores hasta que le entregaran los ídolos, pensando
que eran de oro o plata. Sin embargo, al descubrir que los ídolos no eran de
valor monetario, los castigó de manera cruel e injusta. Pero como no quería
verse privado de su objetivo de robar, obligó a los caciques a comprarle los
ídolos, y estos accedieron utilizando el poco oro o plata que tenían, para
adorar a sus ídolos como antes lo hacían, como si fueran dioses. Estos son los
actos y ejemplos que los desafortunados españoles llevan a cabo en las Indias,
en nombre de Dios.
Este
despiadado capitán tirano se trasladó luego de la provincia de Michoacán a la
de Jalisco, la cual estaba densamente poblada y era próspera como una colmena.
Esta región, fértil y maravillosa, albergaba pueblos cuya extensión se
prolongaba por siete leguas. Al ingresar a esta provincia, los señores y la
gente salieron a recibirlo con presentes y muestras de alegría, como era la
costumbre entre los indios. Sin embargo, el tirano comenzó a perpetrar las
mismas crueldades y maldades de siempre, y muchas más, con el objetivo de
alcanzar lo que consideraban como divino: el oro. Quemaba los pueblos,
arrestaba a los caciques, los sometía a tormentos y esclavizaba a cuantos
capturaba. Llevaba a un número infinito de personas atadas en cadenas como
esclavos. Las mujeres recién paridas, cargadas con las pertenencias que
llevaban de los malvados cristianos, no podían llevar a sus hijos debido al
agotamiento y la debilidad causados por el hambre; muchas de ellas las
abandonaban en los caminos, donde perecieron en gran número. Un mal cristiano,
al intentar forzar a una doncella para cometer un pecado, atacó a su madre
cuando intentó protegerla: sacó un puñal o espada y le cortó una mano a la
madre, y a la doncella, que se resistió, la apuñaló hasta matarla.
Entre
otras atrocidades, este tirano injustamente marcó con hierro a cuatro mil
quinientos hombres, mujeres y niños, incluso a niños lactantes, a pesar de ser
libres como todos los demás, y esto ocurrió incluso cuando salían a recibirlo
en señal de paz. Además de las interminables guerras injustas e infernales que
desencadenó y las masacres que llevó a cabo, sometió a toda esa tierra a una
servidumbre tiránica, común entre los tiranos cristianos de las Indias, quienes
buscan imponer su dominio sobre esas gentes. En este régimen de servidumbre,
permitió a sus mayordomos y a otros llevar a cabo crueldades y tormentos nunca
antes vistos para extraer oro y tributos de los indios.
Uno
de sus mayordomos, por ejemplo, ejecutó a muchos indios ahorcándolos,
quemándolos vivos, arrojándolos a perros salvajes, cortándoles las extremidades
y las cabezas, e incluso cortándoles la lengua, todo ello mientras los indios
estaban en paz y sin ninguna razón más que para intimidarlos y obligarlos a
servir y pagar tributos. Estas atrocidades eran conocidas y toleradas por el
propio tirano, quien además ordenaba castigos crueles como azotes, palizas y
bofetadas, que se ejercían constantemente, día tras día, hora tras hora.
Se
dice de este tirano que destruyó y quemó unos ochocientos pueblos en el reino
de Jalisco, lo que provocó que los indígenas, desesperados al ver cómo perecían
cruelmente, se levantaran y justamente mataran a algunos españoles, como una
respuesta legítima a las injusticias sufridas. Posteriormente, con las
injusticias y abusos de otros tiranos que pasaron por allí para devastar otras
provincias bajo el pretexto de "descubrir", muchos indígenas se refugiaron
en peñones, donde han cometido nuevas atrocidades que casi han terminado de
despoblar y arruinar toda esa vasta región, causando la muerte de incontables
personas.
Sin
embargo, los ciegos y corruptos, abandonados por Dios a una mente reprobada, no
ven la justa causa que los indígenas tienen para defenderse, una causa llena de
toda justicia según las leyes divinas, naturales y humanas, que les permitiría
deshacerse de sus opresores si tuvieran el poder y los recursos para hacerlo.
En lugar de reconocer las injusticias y tiranías cometidas contra los
indígenas, algunos piensan, dicen y escriben que las victorias obtenidas sobre
los inocentes indígenas, destruyéndolos y sometiéndolos, son dádivas de Dios
porque consideran que sus guerras injustas están justificadas. Se regocijan y
glorifican en sus tiranías, como lo hacían los tiranos ladrones mencionados por
el profeta Zacarías, quienes al matar no sentían pesar, sino que decían:
"Bendito sea Dios porque nos hemos enriquecido" (Zacarías 11).
***
Del
reino de Yucatán
El
año de 1526, otro desafortunado individuo fue nombrado gobernador del reino de
Yucatán, gracias a las mentiras y falsedades que dijo y a las promesas que hizo
al rey, tal como han hecho otros tiranos hasta ahora para obtener cargos con
los que poder saquear. Este reino de Yucatán estaba densamente poblado, ya que
es una tierra muy saludable y abundante en alimentos y frutas, incluso más que
la región de México. Es especialmente conocido por su gran producción de miel y
cera, superior a cualquier otra parte de las Indias conocidas hasta ese
momento. El reino tiene alrededor de trescientas leguas de extensión. Su gente
era notable entre todas las de las Indias, tanto por su sabiduría y
civilización como por su falta de vicios y pecados en comparación con otras
culturas. Eran muy capaces y merecedores de conocer a su Dios, y podrían haber
sido el fundamento de grandes ciudades españolas y haber vivido como en un
paraíso terrenal si hubieran sido considerados dignos de ello. Sin embargo, su
gran codicia, insensibilidad y pecados les impidieron ser dignos de las muchas
oportunidades que Dios les había brindado en esas tierras.
Este
tirano comenzó con trescientos hombres a llevar a cabo crueles guerras contra
esas buenas gentes inocentes que estaban en sus hogares sin hacerle daño a
nadie. Mató y destruyó a un número infinito de personas. A falta de oro en la
tierra, ya que de lo contrario habría explotado las minas hasta agotarlas,
convirtió en esclavos a todos los que no mataba. Enviaba barcos llenos de gente
vendida a cambio de vino, aceite, vinagre, tocino, ropas, caballos y todo lo
que él y sus secuaces necesitaban, según su juicio y estimación. Se permitía
elegir entre cincuenta y cien doncellas de aspecto más atractivo que la otra
por una cantidad determinada de vino, aceite, vinagre o tocino, así como
escoger entre cientos o miles de muchachos bien parecidos por otra cantidad
similar. Se dio el caso de que un muchacho que parecía ser hijo de un príncipe
se vendió por un queso, y cien personas se cambiaron por un caballo. Estas
atrocidades continuaron durante siete años, desde el año 1526 hasta el año
1533, arrasando y despoblando esas tierras y exterminando a esas gentes sin
piedad. La situación mejoró temporalmente cuando se escucharon noticias sobre
las riquezas del Perú, lo que provocó que la gente española se fuera, pero
luego sus secuaces continuaron cometiendo grandes maldades, robos y ofensas
contra Dios. Hasta el día de hoy, estas atrocidades no han cesado, y casi han
dejado despobladas todas esas trescientas leguas que antes estaban tan llenas y
pobladas.
Los
relatos de crueldades en esas tierras son tan horribles que casi resultan
incomprensibles. Solo mencionaré dos o tres casos que vienen a mi mente. En
cierta ocasión, mientras los españoles perseguían a los indios con sus perros
feroces, una mujer indígena enferma, al darse cuenta de que no podía escapar de
los perros que la perseguían para despedazarla, tomó una soga, ató a su pie a
un niño de un año y luego se ahorcó de una viga. Sin embargo, los perros
llegaron antes de que ella muriera y despedazaron al niño, aunque un fraile
logró bautizarlo antes de que falleciera.
En
otra ocasión, cuando los españoles se retiraban de un reino, uno de ellos le
dijo a un hijo de un líder de una aldea que se fuera con él. El niño se negó,
expresando su deseo de no abandonar su tierra. En respuesta, el español amenazó
con cortarle las orejas. Ante la negativa del niño, el español le cortó una
oreja y luego la otra. Aun así, el niño se mantuvo firme en su decisión de
quedarse en su tierra, lo que llevó al español a cortarle las narices, riendo
como si fuera una broma. Este hombre depravado se jactó ante un venerable
religioso de su despreciable acción, alardeando de que hacía todo lo posible
por embarazar a muchas mujeres indígenas para luego venderlas como esclavas a
un precio más alto por estar embarazadas.
Los
relatos de atrocidades cometidas por aquellos que se autodenominan cristianos
en esas tierras son verdaderamente incomprensibles. Un ejemplo más: en cierta
ocasión, mientras un español salía a cazar venados o conejos con sus perros y
no encontraba presas, decidió que los perros tenían hambre. Por lo tanto,
agarró a un niño pequeño de su madre y, con un cuchillo, le cortó los brazos y
las piernas en pedazos para alimentar a los perros, distribuyendo partes del
cuerpo a cada uno de ellos. Una vez que los perros habían consumido esos
pedazos, arrojó el cuerpo mutilado del niño al suelo, ante la indiferencia
total hacia la vida humana.
Estos
actos reflejan la insensibilidad de los españoles en esas tierras y cómo Dios
los ha abandonado a un estado de depravación. Estos individuos muestran poco
respeto por las personas creadas a imagen de Dios y redimidas por su
sacrificio. Pero lo peor está por venir.
Dejando
de lado las innumerables y atroces crueldades perpetradas por aquellos que se
autodenominan cristianos en este reino, lo único que quiero enfatizar es que,
tras la partida de todos estos tiranos infernales con su incesante búsqueda de
riquezas en el Perú, el padre fray Jacobo y otros cuatro religiosos de la orden
franciscana se dirigieron a ese reino con la intención de apaciguar, predicar y
llevar a Jesucristo a las personas que habían quedado después de la devastación
y masacres perpetradas por los españoles durante siete años. Estos religiosos
partieron hacia allí, probablemente en el año 1534, enviados previamente
algunos indios de la provincia de México como mensajeros para obtener permiso
para ingresar y compartir el mensaje del único Dios verdadero, el Señor de todo
el mundo.
Después
de muchos consejos y reuniones, en los cuales se recabaron informaciones sobre
quiénes eran esos hombres que se hacían llamar padres y frailes, y cuáles eran
sus intenciones y diferencias con respecto a los cristianos que habían causado
tantas injusticias y agravios, finalmente acordaron recibirlos, con la
condición de que solo los religiosos, y no los españoles, ingresaran en sus
tierras. Los religiosos prometieron cumplir con esta condición, ya que así lo
habían concedido las autoridades de la Nueva España, y se comprometieron a
garantizar que ningún español entraría más en esas tierras, sino solo
religiosos, y que no se les causaría ningún agravio por parte de los
cristianos.
Los
frailes predicaron el Evangelio de Cristo como era su costumbre, así como la
santa intención de los reyes de España hacia ellos. Los habitantes de esas
tierras se sintieron profundamente conmovidos por la doctrina y el ejemplo de
los frailes, y se regocijaron al escuchar las noticias sobre los reyes de
Castilla, de quienes nunca antes habían recibido información, ya que, durante
los siete años anteriores, los españoles que estuvieron allí solo les habían
hablado del tirano que los dominaba y destruía. Después de cuarenta días de
predicación por parte de los frailes, los líderes de la tierra les entregaron
todos sus ídolos para que fueran quemados, y luego confiaron a sus hijos para
ser educados por ellos, pues los valoraban más que a la luz de sus propios
ojos. Además, construyeron iglesias, templos y casas para los religiosos, y
animaron a personas de otras provincias a que fueran a predicarles y a darles
noticias sobre Dios y sobre aquel que decían ser el gran rey de Castilla.
Impulsados
por la persuasión de los frailes, realizaron un acto sin precedentes en las
Indias hasta ese momento: doce o quince señores, cada uno con muchos vasallos y
tierras, reunieron a sus pueblos y, con sus votos y consentimiento, se
sometieron voluntariamente al dominio de los reyes de Castilla. Recibieron al
Emperador, como rey de España, como su señor supremo y universal, y realizaron
ciertas señales como firmas, las cuales están en mi posesión junto con el
testimonio de los mencionados frailes.
Mientras
los frailes trabajaban con gran fervor y esperanza para llevar a Jesucristo a
todas las personas que habían sobrevivido a las injustas muertes y guerras del
pasado, que aún eran numerosas, un grupo de treinta españoles tiranos,
dieciocho a caballo y doce a pie, entraron por una cierta parte llevando muchas
cargas de ídolos tomados de otras provincias para ofrecérselos a los indígenas.
El líder de estos españoles ordenó a un señor local que tomara los ídolos de
las cargas y los distribuyera por toda su tierra, vendiendo cada ídolo a cambio
de un indio o india para esclavizarlos, amenazándolo con la guerra si no
cumplía con esta orden.
El
señor local, temeroso de las consecuencias, distribuyó los ídolos por toda su
tierra y ordenó a sus vasallos que los tomaran para adorarlos y que le
entregaran indios e indias para satisfacer a los españoles y hacerlos esclavos.
Los indígenas, presos del miedo, entregaban a sus hijos como tributo; aquellos
que tenían dos hijos daban uno, y quienes tenían tres, daban dos. De esta
manera, cumplían con este comercio sacrílego, y el señor o cacique satisfacía a
los españoles, si es que se les podía llamar cristianos.
Uno
de estos criminales impíos infernales, llamado Juan García, estando enfermo y
cerca de la muerte, guardaba debajo de su cama dos cargas de ídolos. Ordenaba a
una india que lo servía que se asegurara de no intercambiar esos ídolos por
gallinas, porque eran muy valiosos, sino que cada uno fuera cambiado por un
esclavo. Finalmente, con este testamento y preocupado por este asunto, murió
este desafortunado hombre, y no hay duda de que su destino fue el infierno.
Ahora
bien, consideren cuál es el comportamiento, la religión y los ejemplos de
cristianismo de los españoles que van a las Indias, qué honor le procuran a
Dios, cómo trabajan para que Él sea conocido y adorado por esas gentes, y cómo
se preocupan de sembrar, hacer crecer y expandir su santa fe a través de esas
almas. Juzguen si este pecado es menor que el de Jeroboam, quien hizo que
Israel pecara al hacer los dos becerros de oro para que el pueblo los adorara,
o si es igual al de Judas, o si causó incluso más escándalo.
Estas
son las acciones de los españoles que van a las Indias, quienes, verdaderamente
y en innumerables ocasiones, debido a su codicia por el oro, han vendido y
continúan vendiendo hoy en día, y niegan y reniegan a Jesucristo.
Cuando
los indios se dieron cuenta de que no se cumplió lo prometido por los
religiosos (que no entrarían españoles en esas provincias) y que los mismos
españoles les estaban trayendo ídolos de otras tierras para vender, después de
haber entregado todos sus dioses a los frailes para ser quemados y adorar a un
verdadero Dios, toda la tierra se enfureció y se indignó contra los frailes. Se
acercaron a ellos y les dijeron: "¿Por qué nos mentisteis, engañándonos
con la promesa de que no entrarían cristianos en esta tierra? ¿Y por qué
quemasteis nuestros dioses, si los cristianos nos traen a vender otros dioses
de otras provincias? ¿Acaso no eran mejores nuestros dioses que los de otras
naciones?". Los religiosos intentaron calmarlos lo mejor que pudieron, sin
tener una respuesta adecuada. Luego fueron a buscar a los treinta españoles y
les informaron sobre los daños que habían causado, exigiéndoles que se
marcharan. Pero ellos se negaron y, en cambio, insinuaron a los indios que los
mismos frailes los habían invitado, llevando a cabo esta maliciosa artimaña.
Finalmente,
los frailes acordaron la muerte de los indios y huyeron una noche, alertados
por ciertos indios. Después de su partida, los indios, reconociendo la
inocencia y virtud de los frailes y la maldad de los españoles, enviaron
mensajeros hasta cincuenta leguas tras ellos, rogándoles que regresaran y
pidiéndoles perdón por la agitación que habían causado. Los religiosos, como
siervos de Dios y celosos de esas almas, decidieron regresar a la tierra y
fueron recibidos como ángeles, siendo atendidos con mil servicios por los
indios. Permanecieron allí durante cuatro o cinco meses más. Sin embargo, dado
que los cristianos españoles se negaban a abandonar la tierra y el Virrey, a
pesar de todos sus esfuerzos, no pudo expulsarlos, los religiosos temieron que
los indios, tarde o temprano, se enfurecerían por las malas acciones de los
españoles y podrían atacarlos. Además, les resultaba imposible predicar a los
indios con tranquilidad y seguridad, debido a los constantes sobresaltos
provocados por las malas acciones de los españoles. Por ello, decidieron
abandonar el reino, dejando a esas almas en la oscuridad de la ignorancia y la
miseria, privándolas del remedio y el cuidado del conocimiento de Dios, que
estaban empezando a recibir ávidamente. Esta decisión privó a esas almas del
mejor momento para recibir la enseñanza, como quitar el agua a las plantas
recién sembradas. Y todo esto fue debido a la culpa y maldad irredimible de
esos españoles.
***
De
la provincia de Santa Marta
La
provincia de Santa Marta era conocida por la abundancia de oro, ya que la
tierra era rica y los indios tenían habilidades para extraerlo. Desde el año
1498 hasta 1542, los españoles perpetraron una serie de atrocidades en esa
región con el único propósito de saquear el oro y someter a los nativos.
Durante este tiempo, los tiranos españoles llegaban en barcos para saquear,
matar y robar a los indígenas, buscando el oro que poseían. Estos actos se
llevaron a cabo repetidamente a lo largo de la costa y algunas leguas tierra
adentro.
En
el año 1523, algunos tiranos españoles decidieron establecerse permanentemente
en la región. Dado el potencial de riqueza que ofrecía Santa Marta, se
sucedieron diversos líderes, cada uno más cruel que el anterior. Parecía que
cada capitán se esforzaba por cometer atrocidades aún más horribles que el
anterior, como si compitieran para demostrar la veracidad de la regla
mencionada anteriormente.
El
año 1529 marcó la llegada de un gran tirano a la región, quien, con una gran
cantidad de seguidores y sin ningún temor a Dios ni compasión por la humanidad,
perpetró atrocidades, matanzas e impiedades que superaron a todas las
anteriores. Durante seis o siete años de su mandato, saqueó numerosos tesoros.
Tras su muerte, sin haberse confesado y huyendo de la justicia, le sucedieron
otros tiranos asesinos y saqueadores, quienes continuaron consumiendo las
poblaciones que habían sobrevivido a los actos anteriores.
Estos
nuevos tiranos se extendieron aún más por la tierra adentro, saqueando y
destruyendo grandes y numerosas provincias. Utilizaron métodos brutales, como
torturar a líderes y vasallos para obligarles a revelar la ubicación del oro y
de los pueblos que lo poseían. Sus acciones superaron en crueldad, cantidad y
calidad a todas las anteriores. Desde 1529 hasta la fecha actual, han
despoblado más de cuatrocientas leguas de tierra por esa parte, regiones que
anteriormente estaban tan densamente pobladas como las demás.
El
obispo de la provincia de Santa Marta, en una carta dirigida al rey nuestro
señor, fechada el veinte de mayo del año mil quinientos cuarenta y uno, expresa
su preocupación por la situación en la región. Sugiere que la única forma de
remediar la situación es que el rey saque a la provincia del control de los
"padrastros" (término utilizado para referirse a aquellos que
gobiernan sin tener en cuenta el bienestar del territorio) y le otorgue un
gobernante adecuado que la trate con la justicia y el respeto que se merece.
Advierte que, de no tomarse medidas urgentes, la provincia corre el riesgo de
ser destruida por los tiranos que actualmente la gobiernan.
El
obispo también señala que los gobernantes actuales merecen ser destituidos para
aliviar el sufrimiento de la población. Afirma que, si no se toman estas
medidas, las enfermedades que aquejan a la región no podrán ser curadas. Estas
palabras reflejan la grave situación de la provincia de Santa Marta bajo el
gobierno opresivo de los tiranos españoles.
El
obispo continúa explicando al rey que en esas tierras no hay verdaderos
cristianos, sino demonios, y que los supuestos servidores de Dios y del rey son
en realidad traidores a su fe y su soberanía. Señala que el trato áspero y
cruel que reciben los indios pacíficos por parte de los cristianos es el mayor
obstáculo para convertirlos a la fe cristiana y para lograr la paz en la
región. Los indios, al ver estas acciones inhumanas por parte de los
cristianos, los consideran como demonios y creen que sus acciones son respaldadas
por su dios y su rey. Este comportamiento despiadado y sin piedad hacia los
indios pacíficos no solo les causa aversión hacia los cristianos, sino que
también les hace preferir la muerte antes que caer en manos de los españoles.
El obispo asegura al rey que esta situación es una realidad basada en su
experiencia en la región.
El
obispo de Santa Marta señala que muchos soldados en la región se justifican sus
acciones crueles, como el saqueo, el robo y el asesinato de los vasallos del
rey, argumentando que están sirviendo a Su Majestad porque esperan recibir una
parte del botín. Sin embargo, el obispo insta al rey a mostrar firmeza
castigando severamente a aquellos que desatienden los principios cristianos y
desatienden el servicio a Dios. Estas palabras revelan claramente lo que está
ocurriendo en esas tierras desafortunadas y cómo las acciones de los españoles
están afectando a las inocentes poblaciones indígenas. El obispo utiliza el
término "indios de guerra" para referirse a aquellos que han logrado
escapar de las matanzas perpetradas por los españoles, refugiándose en los
montes. Y llama "indios de paz" a aquellos que, después de sufrir
pérdidas masivas, son sometidos a una servidumbre tiránica y horrible, que en
última instancia los conduce a su destrucción.
Las
palabras de los indígenas revelan el extremo sufrimiento al que son sometidos
por parte de los españoles. Ante el agotamiento y la crueldad, los indígenas
desean la muerte como una liberación de su insoportable situación. Su solicitud
de ser muertos en el lugar donde yacen refleja su desesperación y el deseo de
escapar de un tormento que parece interminable. Estas palabras transmiten una
profunda angustia y dolor, manifestando el sufrimiento inhumano al que son
sometidos. Es una llamada desgarradora a la compasión y a la acción por parte
de quienes tienen el poder y la capacidad de remediar estas injusticias.
***
De
la provincia de Cartagena
La
provincia de Cartagena, junto con la del Cenú hasta el golfo de Urabá, ha
experimentado un destino similar al de Santa Marta: angustia, muerte,
despoblación y asolamiento a manos de los españoles desde finales del siglo XV
hasta la época presente. En estas tierras también se han perpetrado
atrocidades, crueldades y robos por parte de los colonizadores, aunque por
brevedad no entraré en detalles específicos. Es importante reconocer que estas
regiones han sido afectadas de manera similar a Santa Marta, con consecuencias
devastadoras para las poblaciones indígenas.
***
De
la Costa de las Perlas y de Paria y de la isla de la Trinidad
Desde
la costa de Paria hasta el golfo de Venezuela, un tramo de aproximadamente
doscientas leguas, ha sido escenario de grandes y notables destrucciones
causadas por los españoles en las poblaciones indígenas. Han saqueado y capturado
a la mayoría de ellos para venderlos como esclavos. En muchas ocasiones,
traicionaron la confianza de los indígenas, que los recibieron en sus hogares
como familiares y les brindaron hospitalidad y ayuda. Es difícil describir
exhaustivamente todas las injusticias, insultos y abusos que estas personas han
sufrido a manos de los españoles desde 1510 hasta la actualidad. Sin embargo,
mencionaré dos o tres ejemplos para ilustrar la magnitud y la gravedad de los
crímenes cometidos, que son solo una muestra de las innumerables injusticias
que se han perpetrado en esta región.
En
la isla de Trinidad, que es considerablemente más grande que Sicilia y
próspera, y cuya población es una de las más nobles y virtuosas de todas las
Indias, un grupo de alrededor de sesenta o setenta salteadores, conocidos por
sus actos de robo y violencia, llegaron en el año 1516. Anunciaron a los
indígenas que venían a establecerse y convivir pacíficamente en la isla con
ellos. Los indígenas los recibieron con los brazos abiertos, tratándolos como
si fueran sus propios familiares y sirviéndoles con gran afecto y alegría. Cada
día les proporcionaban comida en abundancia, más de lo que necesitaban los
propios indígenas, ya que es común entre ellos mostrar una generosidad
excepcional hacia los españoles, ofreciéndoles todo lo que tienen.
Los
indígenas construyeron una gran casa de madera para que los españoles vivieran
juntos, como estos deseaban. Sin embargo, mientras estaban cubriendo el techo
con paja, y cuando habían cubierto aproximadamente dos metros para que los de
dentro no pudieran ver afuera, los españoles pusieron en marcha su plan. Un
grupo armado rodeó la casa para bloquear cualquier posible salida, mientras que
otros españoles dentro de la casa desenvainaron sus espadas y amenazaron a los
indígenas desnudos, ordenándoles que no se movieran so pena de muerte.
Comenzaron a atar a los indígenas, y aquellos que intentaron huir fueron
cortados en pedazos con las espadas.
Algunos
de los indígenas, tanto heridos como sanos, así como aquellos del pueblo que no
habían sido atrapados, tomaron sus arcos y flechas y se refugiaron en otra casa
del pueblo para defenderse. Se calcula que alrededor de cien o doscientos de
ellos se resguardaron en esta casa y trataron de proteger la entrada. Sin
embargo, los españoles prendieron fuego a la casa y los quemaron vivos a todos
dentro. Con los prisioneros, que sumaban alrededor de ciento ochenta o
doscientos hombres que lograron atar, los españoles se dirigieron a su navío y
levantaron velas hacia la isla de San Juan, donde vendieron la mitad de ellos
como esclavos. Luego se dirigieron a la isla La Española (actualmente la isla
de La Española, compartida por Haití y la República Dominicana), donde
vendieron la otra mitad.
Cuando
reproché al capitán por esta traidora y cruel acción, que ocurrió mientras
estaba en la misma isla de San Juan, su respuesta fue impactante: "Anda,
señor, así me lo mandaron y así me lo instruyeron los que me enviaron, que, si
no podía tomarlos por la fuerza, entonces los tomara por la paz". Afirmó
además que en toda su vida nunca había encontrado padres ni madres, excepto en
la isla de Trinidad, debido a las bondades que los indígenas le habían
mostrado. Esta confesión solo sirvió para aumentar su propia confusión y agravar
aún más sus pecados.
Este
tipo de acciones se han llevado a cabo en gran cantidad en esa tierra firme,
donde los españoles han capturado y esclavizado a los indígenas bajo falsas
promesas de seguridad. Queda claro el carácter injusto de estas acciones y se
cuestiona si los indígenas capturados de esta manera deberían considerarse
legítimamente esclavos.
Una
vez más, los frailes de la orden de Santo Domingo, nuestra orden, decidieron ir
a predicar y convertir a esas gentes que carecían de remedio y guía espiritual
para salvar sus almas, tal como están hoy en día los habitantes de las Indias.
Enviaron a un religioso presentado en teología, de gran virtud y santidad,
junto con un fraile lego como compañero, para que exploraran la tierra,
trataran con la gente y buscaran lugares adecuados para establecer monasterios.
Cuando
los religiosos llegaron, los indígenas los recibieron como si fueran ángeles
del cielo y escucharon con gran afecto, atención y alegría las palabras que
pudieron comunicarles en ese momento, principalmente a través de gestos, ya que
no hablaban su idioma. En ese momento, llegó por la zona un navío después de
que el que había llevado a los religiosos se hubiera ido, y los españoles a
bordo, siguiendo su costumbre infernal, engañaron al señor de esa tierra,
llamado don Alonso (ya sea que los frailes le hubieran dado ese nombre o que
otros españoles lo hubieran hecho, ya que los indios tenían el deseo de tener
un nombre cristiano y lo pedían antes incluso de saber algo para ser
bautizados). Los españoles engañaron a don Alonso para que subiera al barco con
su esposa y otras personas, prometiéndoles una fiesta allí. En total, entraron
diecisiete personas con el señor y su esposa, confiando en que los religiosos
estaban en su tierra y que los españoles, por ellos, no les harían ningún daño,
ya que, de lo contrario, no habrían confiado en ellos.
Una
vez que los indios subieron al barco, los traidores izaron las velas y se
dirigieron a la isla La Española, donde los vendieron como esclavos. Cuando los
habitantes de la tierra vieron que su señor y su señora habían sido llevados,
se volvieron hacia los frailes y buscaron vengarse matándolos. Los religiosos,
horrorizados por tanta maldad, se sentían desesperados y preferirían morir de
angustia antes que permitir tal injusticia, especialmente porque esto impediría
que esas almas pudieran alguna vez escuchar y creer en la palabra de Dios.
Los
frailes intentaron calmar a los indígenas como pudieron, prometiéndoles que
escribirían a la isla La Española con la esperanza de que les devolvieran a su
señor y a los demás que habían sido llevados con él, tan pronto como pasara el
primer barco por la zona. Providencialmente, un barco pasó por allí pronto, lo
que solo sirvió para confirmar la condenación de aquellos que gobernaban.
Los
frailes escribieron a sus compañeros en la isla La Española sobre el peligro en
que quedaron los indígenas, instándolos a tomar medidas para remediar la
situación. Sin embargo, cuando los frailes acudieron a la Real Audiencia para
pedir justicia, suplicando, exigiendo y protestando una y otra vez, los oidores
nunca accedieron a hacerles justicia. Esto se debía a que entre ellos mismos
estaban implicados en la captura injusta y maliciosa de los indígenas.
Los
dos religiosos que habían prometido a los indígenas de la tierra que su señor,
don Alonso, y los demás regresarían en un plazo de cuatro meses, al ver que
esto no sucedió ni en cuatro ni en ocho meses, se prepararon para morir y
cumplir la promesa que habían hecho antes de partir: dar sus vidas por aquellos
a quienes ya se habían ofrecido.
Así,
los indios tomaron venganza de los frailes, aunque inocentes, considerándolos
culpables de la traición, ya que percibieron que las promesas hechas por los
frailes no se cumplieron y no distinguieron entre ellos y los tiranos y
ladrones españoles que habían perpetrado la injusticia. Los santos frailes
sufrieron injustamente, pero según nuestra fe, son verdaderos mártires y ahora
reinan con Dios en los cielos, porque fueron enviados por obediencia y con la
intención de predicar la fe y salvar almas, dispuestos a padecer cualquier
tribulación o muerte por Jesucristo crucificado.
En
otro caso, debido a las grandes tiranías y acciones nefandas de los cristianos
malvados, los indios mataron a otros dos frailes de Santo Domingo y a uno de
San Francisco. Yo fui testigo de esto, pero escapé milagrosamente de la misma
suerte. Habría mucho que contar para horrorizar a los hombres, dada la gravedad
y horribilidad del suceso, pero por ahora me abstengo de hacerlo debido a su
extensión. Sin embargo, llegará el día del juicio en el que Dios tomará
venganza de tales insultos abominables perpetrados en las Indias por aquellos
que llevan el nombre de cristianos.
En
estas provincias, cerca del cabo de La Codera, había un pueblo cuyo señor se
llamaba Higoroto, nombre propio o común entre los señores de la región. Este
señor era tan generoso y su gente tan virtuosa que todos los españoles que
llegaban en navíos encontraban refugio, comida, descanso y consuelo en él.
Higoroto salvó a muchos de la muerte, ya que venían huyendo de otras provincias
donde habían sufrido robos y tiranías, incluso algunos estaban muriendo de
hambre. Él los acogía, los reparaba y los enviaba sanos y salvos a la isla de
las Perlas, donde había una comunidad cristiana. A este pueblo de Higoroto, los
cristianos lo llamaban el "mesón" y la "casa de todos",
dado que era un lugar seguro y hospitalario.
Sin
embargo, un malvado tirano decidió perpetrar un acto de traición en este lugar
tan seguro. Llegó con un navío y convenció a mucha gente de que entrara en él,
confiando en su hospitalidad habitual. Una vez a bordo, el tirano izó las velas
y se dirigió a la isla de San Juan, donde vendió a todos los pasajeros como
esclavos. Cuando yo llegué a esa isla, me enteré de lo que había ocurrido por
boca del propio tirano. Este acto dejó el pueblo destruido y consternó a todos
los otros tiranos españoles de la región, quienes lamentaron la pérdida del
refugio y la hospitalidad que habían encontrado allí, como si fuera su propio
hogar.
Dejo
de relatar las innumerables maldades y casos espantosos que han ocurrido y
siguen ocurriendo en esas tierras. Han traído a las islas La Española y San
Juan más de dos millones de almas salteadas de toda esa costa, que estaba
densamente poblada. Todas estas personas también han perecido en esas islas, ya
sea trabajando en las minas u en otros trabajos forzados, además de las
multitudes que ya había en ellas, como mencioné anteriormente. Es doloroso ver
cómo toda esa costa próspera y feliz está ahora desierta y despoblada.
Es
una verdad incontestable que cada vez que un barco llega cargado de indígenas,
ya sea robados o capturados, nunca desembarcan vivos más de un tercio de los
que subieron a bordo. La razón es que, para lograr su objetivo de obtener más
dinero mediante la venta de esclavos, los traficantes necesitan mucha gente.
Sin embargo, no llevan suficiente comida ni agua, por lo que muchos mueren de
hambre y sed en el camino y la única solución es arrojar sus cuerpos al mar.
Un
hombre de entre ellos me contó que desde las islas de los Lucayos hasta la isla
La Española, que están a unas sesenta o setenta leguas de distancia, un barco
sin brújula ni mapa, se guía únicamente por los cuerpos de los indígenas que
fueron lanzados al mar y que quedaron flotando como rastro de la trágica
expedición.
Después
de desembarcar en la isla donde los llevan a vender, presenciaría una escena
desgarradora para cualquier persona que tenga un ápice de compasión: ver a esos
indígenas desnudos y hambrientos, desmayándose por el hambre, tanto niños como
ancianos, hombres y mujeres. Luego, como si fueran ovejas, separan a padres de
hijos y a esposas de esposos, formando grupos de diez o veinte personas, y
echan suertes sobre ellos para determinar quién se queda con cada grupo. Estos
desafortunados armadores, que financian las expediciones con dos o tres barcos,
y los tiranos salteadores que atacan y secuestran a los indígenas en sus
hogares, reciben así su parte.
Cuando
la suerte recae en un grupo donde hay un anciano o alguien enfermo, el tirano
que lo recibe exclama: "¿Por qué me dais a este viejo? ¿Para qué lo
necesito? ¿Para enterrarlo? ¿Y a este enfermo? ¿Para qué lo llevaré? ¿Para
curarlo?". Estas palabras muestran cómo los españoles desprecian a los indígenas
y demuestran si cumplen o no con el mandamiento divino del amor al prójimo, en
el que se basa la Ley y los Profetas.
La
tiranía que los españoles ejercen contra los indígenas en la búsqueda y
recolección de perlas es una de las prácticas más crueles y condenables que
existen en el mundo. No hay una vida más infernal y desesperada en este siglo
que se pueda comparar con esta situación, aunque la extracción de oro en las
minas también sea extremadamente grave y perjudicial.
Los
indígenas son sumergidos en el mar, a tres, cuatro o cinco brazas de
profundidad, desde la mañana hasta el atardecer, siempre bajo el agua, nadando
sin descanso mientras arrancan las ostras donde crecen las perlas. Emergen del
agua con sus redes llenas hasta el tope y, sin tiempo para recuperar el
aliento, un verdugo español en una pequeña embarcación los espera. Si se
demoran en descansar, son golpeados y, agarrados por el cabello, son arrojados
nuevamente al agua para que continúen pescando.
Su
dieta consiste principalmente en pescado, el cual se obtiene de las mismas
aguas donde buscan perlas, y en pan cazabí, junto con algo de maíz, que es el
alimento básico de la región. Sin embargo, estas provisiones son escasas y
nunca están saciados. Por la noche, se les proporciona un lugar para dormir,
generalmente un espacio en el suelo para evitar que se escapen.
Con
frecuencia, los indígenas se sumergen en el mar para buscar perlas y nunca
vuelven a emerger, ya que los tiburones y los marrajos, dos especies de bestias
marinas extremadamente crueles, los devoran y matan por completo. Aquí se
evidencia claramente si los españoles que se dedican a esta actividad de
recolección de perlas cumplen con los preceptos divinos del amor a Dios y al
prójimo, al poner en peligro de muerte tanto temporal como espiritual a sus
semejantes debido a su propia codicia. Además, les imponen una vida tan
espantosa que los consume en pocos días, ya que es imposible vivir bajo el agua
sin respirar durante mucho tiempo. La constante exposición al agua fría penetra
en sus cuerpos, provocando que comúnmente mueran de hemorragia interna debido a
la presión en el pecho causada por la falta de aire, así como también sufren
daños en la piel y el cabello. En resumen, estas condiciones inhumanas los
convierten en monstruos más que en seres humanos.
En
este insoportable y verdadero ejercicio del infierno, los españoles han logrado
exterminar a todos los indios lucayos que habitaban en las islas cuando
comenzaron con esta explotación. Estos indios eran valorados entre cincuenta y
cien castellanos cada uno, y eran vendidos públicamente, a pesar de que las
autoridades (aunque injustas en otros aspectos) habían prohibido esta práctica,
debido a que los lucayos eran excelentes nadadores. Además de los lucayos, han
muerto allí innumerables indígenas de otras provincias y regiones debido a esta
actividad.
***
Del
río Yuyapari
Por
la provincia de Paria, corre un río llamado Yuyapari, que se extiende tierra
arriba por más de doscientas leguas. Un desdichado tirano remontó este río
muchas leguas en el año de mil quinientos veintinueve, con cuatrocientos o más
hombres, y llevó a cabo grandes matanzas. Quemó vivos y pasó por la espada a
innumerables inocentes que se encontraban en sus tierras y hogares, sin haber
hecho daño a nadie, simplemente desatentos. Como resultado, dejó una gran
extensión de tierra devastada, asolada y despoblada. Eventualmente, él mismo
murió en circunstancias nefastas y su armada fue deshecha. Sin embargo, otros
tiranos continuaron perpetrando tales atrocidades y tiranías en esa región, y
hasta el día de hoy continúan destruyendo, matando e infamando a las almas que
el Hijo de Dios redimió con su propia sangre.
***
Del
reino de Venezuela
En
el año de mil quinientos veintiséis, mediante engaños y perniciosas
persuasiones que se hicieron al rey nuestro señor, como siempre se ha procurado
ocultarle la verdad sobre los daños y perdiciones que Dios, las almas y su
reino sufrían en aquellas Indias, otorgó y concedió un gran reino, mucho más
extenso que toda España, que es el de Venezuela, junto con la total gobernación
y jurisdicción, a los mercaderes de Alemania, mediante cierta capitulación y
acuerdo o contrato que se hizo con ellos.
Estos,
al ingresar con trescientos hombres o más en esas tierras, encontraron a esas
personas como ovejas sumamente dóciles, incluso mucho más que como las
encuentran los otros en todas las partes de las Indias antes de que los
españoles les hagan daño. Entraron en ellas con una crueldad sin comparación,
más irracional y furiosa que la de cualquier otro tirano que hemos mencionado,
actuando más salvajemente que los más crueles tigres, lobos rabiosos y leones,
ya que, con una codicia y ceguera rabiosa por la riqueza y el oro más intensa
que la de todos los anteriores, y pasando por alto todo temor a Dios y al Rey,
así como el respeto por la dignidad humana, y olvidando su propia mortalidad al
sentirse más libres al tener todo el control sobre la tierra.
Estos
seres demoníacos encarnados han arrasado, destruido y despoblado más de
cuatrocientas leguas de tierras sumamente prósperas, incluyendo grandes y
admirables provincias, valles extensos de hasta cuarenta leguas, regiones
encantadoras y poblaciones muy grandes y ricas en personas y oro. Han
exterminado por completo diversas y numerosas naciones, eliminando incluso
muchas lenguas que ya no tienen hablantes vivos, a excepción de algunos
refugiados que tal vez se hayan escondido en cavernas y lugares ocultos para
escapar de tan inaudita y devastadora violencia. Se estima que han enviado al
infierno a unas cuatro o cinco millones de almas inocentes mediante métodos de
crueldad e impiedad desconocidos hasta entonces, y hoy en día continúan con su
obra infernal sin descanso. Quiero mencionar solo tres o cuatro de las
innumerables injusticias, ultrajes y devastaciones que han cometido y continúan
cometiendo, para que se pueda juzgar la magnitud de sus crímenes en la
realización de las grandes destrucciones y despoblaciones que he mencionado
anteriormente.
Prendieron
al señor supremo de toda aquella provincia sin ninguna causa más que por
sacarle oro, sometiéndolo a tormentos inhumanos. Logró escapar y refugiarse en
los montes, donde incitó a toda la población a rebelarse y esconderse en las
selvas y espesuras. Los españoles realizaron incursiones para buscarlos; los
encontraron y perpetraron crueles matanzas, vendiendo a todos los capturados
como esclavos en subastas públicas. En muchas provincias, y en todas partes a
las que llegaban, los indígenas solían recibir a los españoles con cantos,
danzas y valiosos obsequios de oro en abundancia. Sin embargo, en lugar de
reciprocidad, los españoles sembraban el terror y la muerte, ejecutándolos
brutalmente y destrozándolos con sus espadas. En una ocasión, mientras los
indígenas recibían a los invasores de la forma mencionada, el cruel capitán
alemán ordenó que una gran cantidad de personas fuese encerrada en una casa de
paja, para luego hacerlos pedazos. Como la casa tenía vigas en lo alto, muchos
intentaron huir subiéndose a ellas, escapando de las manos sangrientas de esos
hombres sin piedad y de sus filosas espadas. Sin embargo, el malvado hombre
ordenó prender fuego a la casa, quemando vivos a todos los que quedaron
atrapados dentro. Este acto provocó el despoblamiento de numerosos pueblos, ya
que la gente huyó a las montañas en un intento de salvarse de la terrible
persecución.
Llegaron
a otra gran provincia en los confines del reino de Santa Marta, donde
encontraron a los indígenas en sus hogares, pacíficos y ocupados en sus
labores. Los españoles permanecieron mucho tiempo con ellos, consumiendo sus
recursos y exigiendo servicios como si les debieran la vida y la salvación,
soportando las continuas opresiones e importunidades que resultaban
intolerables. Un solo español consumía en un día más alimentos que los necesarios
para alimentar a una casa de diez personas indígenas durante un mes. Durante
este tiempo, los indígenas entregaron voluntariamente una gran cantidad de oro,
junto con otras innumerables buenas acciones que realizaron para ellos.
Sin
embargo, cuando los tiranos decidieron partir, acordaron "pagarles la
posada" de la siguiente manera: el gobernador alemán (quien, según creen,
era hereje porque ni escuchaba misa ni permitía que otros la escucharan, y
mostraba otros indicios de luteranismo) ordenó que arrestaran a todos los
indígenas con sus familias que pudieran capturar, y los encerraron en un gran
corral o cerca de palos construida para ese propósito. Luego les informó que
aquellos que desearan ser liberados debían pagar un rescate voluntario al
injusto gobernador, proporcionando una cantidad específica de oro por sí
mismos, por sus esposas e hijos. Para presionarlos aún más, ordenó que no se
les diera ninguna comida hasta que entregaran el oro requerido para su rescate.
Enviaron
a muchos indígenas de vuelta a sus hogares para obtener oro y se rescataban
según sus posibilidades. Una vez liberados, regresaban a sus campos y casas
para preparar su comida. Sin embargo, el tirano enviaba a ciertos ladrones
españoles para que volvieran a capturar a los indígenas que habían sido
rescatados una vez. Luego los llevaban de vuelta al corral, donde sufrían el
tormento del hambre y la sed hasta que se rescataban nuevamente. Muchos de
ellos fueron capturados y rescatados dos o tres veces, mientras que otros, que
no tenían más oro para dar, fueron abandonados en el corral para morir de
hambre. Esta acción dejó una provincia rica en gente y oro completamente
arrasada y despoblada, incluyendo un valle de cuarenta leguas, y en ella
quemaron un pueblo que tenía mil casas.
Este
tirano infernal decidió aventurarse tierra adentro con ansias de descubrir el
oro del Perú. Para este desdichado viaje, llevó consigo a infinitos indígenas
cargados con pesadas cargas de tres o cuatro arrobas, encadenados uno tras
otro. Si alguno se cansaba o desfallecía por el hambre y el trabajo, le
cortaban la cabeza directamente por la cadena, sin detenerse a desencadenar a
los demás. La cabeza caía a un lado y el cuerpo a otro, y redistribuían la
carga de aquel individuo entre los que aún seguían encadenados. Las provincias
asoladas, las ciudades y los lugares quemados, las personas asesinadas y las
crueldades perpetradas en este camino, en particular las matanzas individuales,
son innumerables y difíciles de creer, pero son verdaderamente espantosas y
reales.
Después
de estos eventos, otros tiranos siguieron por los mismos caminos desde
Venezuela y la provincia de Santa Marta, con la misma ambición de descubrir la
fuente del oro del Perú. Quedaron asombrados al encontrar la tierra, que antes
estaba poblada y era próspera en más de doscientas leguas, ahora quemada,
despoblada y desierta debido a la devastación previa.
Todas
estas atrocidades están documentadas con numerosos testimonios por el fiscal
del Consejo de las Indias, y la evidencia se encuentra en ese mismo Consejo.
Sin embargo, ninguno de estos tiranos tan nefastos fue castigado con la pena de
muerte. Es poco lo que se ha probado respecto a los grandes estragos y males
que estos tiranos han infligido, ya que todos los ministros de la justicia que
han tenido autoridad en las Indias hasta ahora han mostrado una ceguera fatal
al no investigar los delitos, las destrucciones y las matanzas perpetradas por
estos tiranos. En lugar de eso, se han centrado únicamente en calcular las
pérdidas económicas del Rey debido a las crueldades infligidas a los indígenas,
basándose en pruebas escasas y generales.
Y
aun así, ni siquiera han sido capaces de investigar, denunciar ni subrayar
adecuadamente estos crímenes, porque si actuaran como es debido ante Dios y el
Rey, descubrirían que los mencionados tiranos alemanes han robado al Rey más de
tres millones de castellanos de oro. Esto se debe a que las provincias de
Venezuela, las cuales han devastado y desolado en más de cuatrocientas leguas
(como mencioné), son las más ricas y prósperas en oro y estaban densamente
pobladas en el mundo.
Estos
tiranos, enemigos de Dios y del Rey, han estorbado y arruinado aún más ingresos
que los reyes de España podrían haber obtenido de ese reino en dieciséis años
desde que comenzaron a destruirlo. Estos daños, desde ahora hasta el fin del
mundo, no ofrecen esperanza de recuperación, a menos que Dios, por un milagro,
resucite las innumerables almas que han perecido. Estos son los daños
temporales del Rey; sería prudente considerar qué daños, deshonras, blasfemias
e infamias se han infligido a Dios y a su ley, y cómo se compensarán tantas
almas que están ardiendo en el infierno debido a la codicia y la inhumanidad de
estos tiranos, ya sean animales o alemanes.
Con
esto concluyo su infelicidad y ferocidad: desde su llegada a la tierra hasta el
día de hoy, es decir, en estos dieciséis años, han enviado muchos barcos
cargados de indios por el mar para vender como esclavos en Santa Marta, la isla
La Española, Jamaica y la isla de San Juan, sumando más de un millón de
indígenas. Y en este año de mil quinientos cuarenta y dos, a pesar de que la
Real Audiencia de la isla La Española ve y tolera esto, incluso lo favorece,
como todas las innumerables tiranías y perdiciones que han ocurrido en toda esa
costa de tierra firme, que abarca más de cuatrocientas leguas de Venezuela y
Santa Marta bajo su jurisdicción, podrían haber impedido y remediado. Todos
estos indios fueron hechos esclavos sin ninguna causa justificada, sino
únicamente por la malvada, ciega y obstinada voluntad de satisfacer la
insaciable codicia de dinero de esos tiranos ávidos, como siempre han hecho
todos los demás en todas las Indias, arrebatando a esos corderos y ovejas de
sus hogares, y a sus esposas e hijos, mediante los métodos crueles y nefastos
ya mencionados, y marcándolos con el hierro del Rey para venderlos como
esclavos.
***
De
las provincias de la tierra firme por la parte que se llama la Florida
A
estas provincias han llegado tres tiranos en diferentes momentos desde el año
mil quinientos diez o once, con la intención de llevar a cabo las mismas
acciones que los otros y los dos anteriores en otras partes de las Indias,
cometiendo atrocidades para ascender a estados desproporcionados con su
verdadero mérito a expensas de la sangre y la perdición de sus semejantes. Los
tres murieron de muertes violentas, con la ruina de sus personas y las casas
que habían construido con la sangre de hombres en tiempos pasados. Yo mismo soy
testigo de todos ellos, y su recuerdo ha sido borrado de la faz de la tierra
como si nunca hubieran existido. Dejaron a toda la tierra escandalizada y
manchada de infamia y horror por sus acciones, aunque no cometieron muchas masacres,
porque Dios los castigó antes de que pudieran hacer más, reservándoles el
castigo por los males que sé y he visto que perpetraron en otras partes de las
Indias.
El
cuarto tirano apareció más recientemente en el año mil quinientos treinta y
ocho, con una clara intención y preparación. Hace tres años que no se tiene
noticias de él y parece haber desaparecido. Estamos seguros de que, tan pronto
como llegó, cometió crueldades y luego se esfumó. Si él y su gente aún están
vivos, en estos tres años habrán causado grandes estragos y destruido a muchas
personas si las encontraron en su camino, ya que es conocido por ser uno de los
más despiadados y destructivos, junto con sus compañeros. Sin embargo, creemos
que Dios quizás le ha dado el mismo destino que a los otros tiranos.
Después
de tres o cuatro años de lo anteriormente mencionado, salieron de la tierra de
la Florida los últimos tiranos que estaban con el principal, el cual dejaron
muerto. Hemos sabido de las inauditas crueldades y maldades que él perpetró en
vida, y posteriormente, sus hombres inhumanos, contra esos inocentes indígenas
que no habían hecho daño a nadie. Esto confirma la regla que mencionamos al
principio: que a medida que avanzaban en su misión de descubrir, destruir y
exterminar pueblos y tierras, también cometían crueldades e iniquidades más
flagrantes contra Dios y sus semejantes.
Estamos
cansados de relatar tantas acciones execrables, horribles y sangrientas, que no
son propias de seres humanos, sino de bestias salvajes. Por esta razón, no he
querido detenerme en contar más que las siguientes.
Encontraron
grandes poblaciones de personas bien dispuestas, inteligentes, políticas y bien
organizadas. Cometieron grandes matanzas en ellas, como era su costumbre, para
infundir miedo en los corazones de esas personas. Los afligían y los mataban
tratándolos como bestias; cuando alguno se cansaba o desfallecía, por no
detenerse a desenlazarlo de la cadena en la que los llevaban atados, le
cortaban la cabeza por el cuello, dejando que el cuerpo cayera por un lado y la
cabeza por otro, como mencionamos anteriormente.
En
un pueblo donde fueron recibidos con alegría y se les ofreció comida en
abundancia, y más de seiscientos indígenas fueron entregados para servir como
acémilas y para el servicio de sus caballos, después de que los tiranos se
marcharon, un capitán relacionado con el principal tirano regresó para saquear
todo el pueblo. Mientras estaban seguros, mató al señor y rey de la tierra a
lanzadas y cometió otras crueldades.
En
otro pueblo grande, porque notaron que los habitantes estaban un poco
precavidos debido a las infames y horribles acciones que habían oído de ellos,
los tiranos masacraron a personas de todas las edades, desde niños hasta
ancianos, sin perdonar a nadie. Al parecer, el principal tirano hizo cortar la
piel de las caras de un gran número de indígenas, incluyendo a más de
doscientos reunidos de un pueblo cercano o que vinieron voluntariamente, desde
las narices hasta la barba, dejándolos con las caras lisas. Luego, con esas
caras sangrantes, los enviaron de vuelta para que llevaran las noticias de las
"obras y milagros" de aquellos predicadores de la santa fe católica,
ya bautizados.
Ahora,
que se juzgue qué opinión tendrán esas personas de los cristianos y cómo
creerán en el dios que proclaman ser bueno y justo, así como en la ley y
religión que profesan y de la que presumen ser inmaculados. Las maldades que
aquellos desafortunados hombres, hijos de perdición, cometieron allí fueron
grandísimas y extraordinarias. Por lo tanto, el capitán más desafortunado murió
como un desdichado, sin confesión, y no dudamos de que fue sepultado en los
infiernos debido a sus execrables maldades, a menos que Dios, en su
misericordia divina, haya provisto de alguna manera oculta a su alma, no según
sus merecimientos.
***
Del
Río de la Plata
Desde
los años 1522 o 1523, varios capitanes han ido al Río de la Plata, donde hay
grandes reinos y provincias, habitados por personas muy razonables y
dispuestas. En términos generales, sabemos que han causado muertes y daños. Sin
embargo, debido a que esta región está más alejada y es menos mencionada en
comparación con otras partes de las Indias, no disponemos de información
detallada sobre sus acciones específicas. No obstante, no hay duda de que han
llevado a cabo y continúan realizando las mismas acciones que en otras partes,
ya que son los mismos españoles, algunos de los cuales estuvieron involucrados
en acciones similares en otras regiones. Su objetivo es enriquecerse y adquirir
poder, lo cual solo pueden lograr a través de la destrucción, matanza, robo y
esclavitud de los indígenas, tal como hicieron sus predecesores.
Después
de que se escribió lo anterior, hemos sabido con certeza que han devastado y
despoblado grandes provincias y reinos en esa región, cometiendo atrocidades y
crueldades contra los habitantes locales. Estas acciones se destacan aún más
debido a la distancia de España y a la falta de supervisión y justicia en esas
áreas, aunque la falta de justicia es evidente en todas las Indias, como se ha narrado
anteriormente.
Entre
las muchas atrocidades, se ha registrado en el Consejo de las Indias el
siguiente hecho: un tirano gobernador ordenó a ciertas personas que fueran a
ciertos pueblos indígenas y que, si no les daban comida, los mataran a todos.
Estas personas actuaron bajo esta autoridad y, al no recibir comida debido al
miedo y la desconfianza de los indígenas, masacraron a más de cinco mil
personas.
Además,
cierto número de personas pacíficas se presentaron voluntariamente para servir
a los españoles, quizás porque fueron convocadas por ellos. Sin embargo, debido
a que no llegaron tan rápido como se esperaba o porque, como es su costumbre,
los españoles querían infundir un gran temor en ellos, el gobernador ordenó que
los entregaran a otros indígenas que eran considerados sus enemigos. Estos
indígenas, llorando y suplicando que los mataran ellos mismos y no los
entregaran a sus enemigos, fueron masacrados en el lugar donde se encontraban,
mientras clamaban: "¿Venimos a servirles en paz y nos matan? Que nuestra
sangre quede en estas paredes como testimonio de nuestra muerte injusta y su
crueldad". Esta acción fue sin duda una atrocidad digna de consideración
y, aún más, de lamento.
***
De
los grandes reinos y grandes provincias del Perú
En
el año 1531, un nuevo tirano emergió en los reinos del Perú, trayendo consigo
un título y una intención que no diferían de los tiranos que lo precedieron.
Este individuo, entre los más expertos en crueldades y devastaciones que se
habían ejercido en la Tierra Firme desde 1510, desató una ola de atrocidades,
matanzas y saqueos despiadados. Su falta de ética y verdad quedó patente en la
destrucción de pueblos, la aniquilación de sus habitantes y su contribución a
las calamidades que asolaron esas tierras. Las palabras resultan insuficientes
para describir la fealdad y la brutalidad de sus actos, y es probable que solo
en el juicio final puedan ser plenamente revelados y comprendidos. Las
atrocidades que presencié y las circunstancias que las rodean son tan desgarradoras
que me resulta imposible exagerar su deformidad y horror.
En
su desafortunada incursión, este tirano mató y arrasó varios pueblos, saqueando
grandes cantidades de oro. En una isla cercana a esas mismas provincias,
llamada Pugna, próspera y densamente poblada, los habitantes lo recibieron con
gran hospitalidad, considerándolo como mensajeros del cielo. Después de seis
meses, cuando habían consumido todos sus alimentos y volvieron a descubrir los
graneros de trigo que guardaban para tiempos de sequía y hambruna, ofrecieron
estos recursos con lágrimas, rogando que los tomaran y consumieran a voluntad.
Sin embargo, el cruel pago que recibieron al final fue la espada y la lanza,
con una masacre que diezmó a muchos de ellos, mientras que a los supervivientes
los convirtieron en esclavos, sometiéndolos a atrocidades inenarrables. Como
resultado de estas acciones, la isla quedó casi despoblada, marcada por la
tragedia y el sufrimiento infligido por el tirano y sus seguidores.
Después,
se dirigieron hacia la provincia de Tumbala, en la Tierra Firme, donde
continuaron su ola de destrucción y muerte. Como resultado de sus horrendas
acciones, la población huía en masa, temerosa de convertirse en víctima de sus
atrocidades. Paradójicamente, este tirano empleaba una astuta estratagema:
cuando las personas le ofrecían presentes de oro, plata u otros bienes, les
pedía más, hasta que determinaba que ya no tenían más que ofrecer. En ese
momento, los recibía como vasallos de los reyes de España, abrazándolos y
haciendo sonar trompetas para simbolizar su supuesta protección real. Les
aseguraba que, a partir de entonces, no sufrirían más daño ni serían objeto de
más confiscaciones, legitimando así sus saqueos y robos. Esta artimaña
insidiosa implicaba que, bajo la aparente protección real, no los oprimirían ni
saquearían más, cuando en realidad continuaban devastándolos sin piedad.
Pocos
días después, llegó el monarca universal y emperador de aquellos reinos,
conocido como Atahualpa, acompañado de una gran multitud desarmada y desconcertada
por el poder de las espadas, las lanzas y la velocidad de los caballos
españoles. Al no reconocer a los invasores y temiendo por el oro que poseían,
Atahualpa exigió la presencia de los españoles para obtener justicia por los
vasallos muertos, los pueblos arrasados y las riquezas saqueadas. Los españoles
respondieron al llamado y desencadenaron una masacre, capturando al monarca
mientras era transportado en andas. Comenzaron entonces las negociaciones para
su rescate: Atahualpa prometió cuatro millones de castellanos, pero solo
entregó quince, mientras que los españoles prometieron su liberación. Sin
embargo, como había ocurrido tantas veces antes en las Indias, la promesa no
fue cumplida. A pesar de las afirmaciones de Atahualpa de que todo en la tierra
ocurría con su consentimiento y de que él estaba cautivo, los españoles lo
ejecutaron, traicionando toda confianza y acuerdo previo.
A
pesar de todo, lo condenaron a ser quemado vivo, aunque algunos rogaron al
capitán que lo ahogara. Finalmente, lo ahogaron y luego lo quemaron. Cuando se
enteró de su destino, Atahualpa preguntó con incredulidad y angustia:
"¿Por qué me queman? ¿Qué les he hecho? ¿No prometieron liberarme a cambio
del oro? ¿No les di más de lo prometido? Si así lo desean, envíenme a su rey en
España". Sus palabras, llenas de confusión y desesperación, reflejaron la
gran injusticia de los españoles. Finalmente, fue quemado. Este trágico
episodio nos invita a reflexionar sobre la justicia y legitimidad de esta
guerra, la captura del líder y la brutalidad de su ejecución. También nos
obliga a cuestionar la conciencia de aquellos tiranos que, en su afán de
riqueza, saquearon a un gran rey y a muchos otros señores y personas en esos
reinos.
Entre
las numerosas atrocidades perpetradas por aquellos que se autodenominan
cristianos en su extirpación de las poblaciones nativas, deseo relatar algunas
de las acciones más infames en maldad y crueldad, presenciadas por un fraile
franciscano al principio de la conquista, quien las documentó y firmó con su
nombre. Estos informes fueron enviados tanto a las tierras del Perú como a los
reinos de Castilla. Poseo una copia con la firma del fraile, en la que expresa
lo siguiente:
"Yo,
fray Marcos de Niza, de la orden de San Francisco, comisario de los frailes de
esa misma orden en las provincias del Perú, fui uno de los primeros religiosos
en ingresar a estas provincias junto a los primeros cristianos. Testifico
honestamente algunas cosas que vi con mis propios ojos en esa tierra,
especialmente en relación con el trato y la conquista de los nativos. En primer
lugar, puedo atestiguar que los indígenas del Perú son el pueblo más
hospitalario que he conocido entre los indígenas, mostrando amistad y
colaboración con los cristianos. Vi cómo entregaban generosamente oro, plata,
piedras preciosas y cualquier otra cosa que los españoles solicitaran, así como
brindaban servicios de todo tipo. Nunca se alzaron en guerra, sino que buscaban
la paz, a menos que se les diera motivo con maltratos y crueldades. Por el
contrario, recibían a los españoles en sus pueblos con gran benevolencia y
honor, proporcionándoles comida y esclavos para servirles".
Además,
soy testigo presencial y doy testimonio de que, sin provocación alguna por
parte de los indígenas, apenas los españoles ingresaron a sus tierras, después
de que el gran cacique Atahualpa entregara más de dos millones de oro y cediera
toda la tierra bajo su dominio sin oponer resistencia, los españoles
procedieron a quemarlo vivo, a él, quien era el señor supremo de toda la tierra.
Después, quemaron vivo a su capitán general, Cochilimaca, quien había venido en
son de paz al encuentro del gobernador, junto con otros líderes principales.
Asimismo,
en cuestión de días, quemaron a Chamba, otro prominente señor de la provincia
de Quito, sin que hubiera cometido delito alguno. También injustamente quemaron
a Chapera, señor de los canarios. Igualmente, torturaron a Albis, un importante
líder de Quito, quemándole los pies y sometiéndole a numerosos tormentos con el
fin de que revelara el paradero del oro de Atahualpa, aunque él, según parecía,
no tenía conocimiento de dicho tesoro.
Además,
en Quito, quemaron a Cozopanga, gobernador de todas las provincias de la
región, quien había acudido en paz tras ser requerido por Sebastián de Benalcázar,
capitán del gobernador. Por no entregar la cantidad de oro exigida, lo quemaron
junto con otros muchos caciques y líderes principales. Según pude entender, el
objetivo de los españoles era eliminar a todos los señores indígenas de la
tierra.
Además,
los españoles reunieron a un gran número de indígenas y los encerraron en tres
grandes casas, donde cabían todos, y les prendieron fuego, quemándolos vivos
sin que hubieran hecho absolutamente nada en contra de los españoles ni dieran
motivo alguno. En un incidente particular, un clérigo llamado Ocaña logró sacar
a un joven del fuego en el que ardía, pero otro español llegó y se lo arrebató
de las manos para arrojarlo de nuevo a las llamas, donde pereció junto con los
demás. Ese mismo día, el español que había lanzado al indígena al fuego
falleció repentinamente en el camino de regreso al campamento, y yo recomendé
que no fuera sepultado.
Además,
afirmo haber presenciado con mis propios ojos cómo los españoles cortaban
manos, narices y orejas a indígenas, tanto hombres como mujeres, sin motivo
alguno más que su propio capricho, en tantos lugares que sería imposible
enumerarlos todos. Vi también cómo los españoles soltaban perros para que
despedazaran a los indígenas, presenciando numerosos ataques. Además, vi cómo
incendiaban tantas casas y pueblos que no podría calcular su cantidad, dado que
eran numerosos. Es verdad que agarraban a niños lactantes por los brazos y los
lanzaban tan lejos como podían, entre otros actos de crueldad y brutalidad sin
razón aparente que me llenaban de horror, junto con innumerables otros
incidentes que serían demasiado extensos para relatar.
Además,
presencié cómo los españoles convocaban a los caciques y principales indígenas,
asegurándoles que podrían venir en paz y prometiéndoles seguridad, pero una vez
llegaban, los quemaban vivos. En mi presencia, presencié dos casos: uno en
Andón y otro en Tumbala. A pesar de que hice todo lo posible para evitar que
los quemaran, predicando en contra de tales acciones, no fui capaz de detenerlos.
Según mi conciencia y la voluntad divina, es evidente que los indios del Perú
se alzaron y rebelaron debido a estos tratos injustos, como es evidente para
todos. Han sido sometidos a tales atrocidades y abusos que han decidido
enfrentar la muerte antes que soportar semejantes horrores.
Además,
según la información proporcionada por los indígenas, hay mucho más oro
escondido del que se ha revelado. Sin embargo, debido a las injusticias y
crueldades infligidas por los españoles, se niegan a revelar su ubicación y lo
seguirán haciendo mientras continúen siendo tratados de esa manera. Preferirían
morir como sus antepasados antes que ceder. En todo esto, Dios Nuestro Señor ha
sido profundamente ofendido y Su Majestad ha sido gravemente perjudicada y
privada de una tierra que podría haber alimentado a toda Castilla con
facilidad. A mi juicio, recuperar esta tierra será una tarea difícil y costosa.
Todas
estas palabras son las expresadas por el mencionado religioso de manera formal,
y también cuentan con la firma del obispo de México, quien da testimonio de la
veracidad de las afirmaciones hechas por el fraile Marcos. Es importante
considerar lo que este religioso presenció, ya que ocurrió hace aproximadamente
entre cincuenta y cien leguas de tierra, hace unos nueve o diez años. Esto
ocurrió en los primeros días de la conquista, cuando apenas había unos pocos
españoles. Desde entonces, un número estimado de cuatro o cinco mil españoles,
atraídos por el sonido del oro, se extendieron por vastos reinos y provincias,
abarcando más de quinientas o setecientas leguas, todas las cuales han sido
devastadas por las acciones mencionadas y otras aún más atroces y crueles.
Verdaderamente,
desde aquel entonces hasta el día de hoy, la destrucción y devastación de vidas
ha sido mil veces mayor que lo que este fraile ha relatado, y todo ello ha
ocurrido con un desprecio aún mayor por el temor de Dios, el respeto al Rey y
la compasión hacia el linaje humano. Se estima que, en un periodo de diez años,
han fallecido alrededor de cuatro millones de personas en esos reinos, y
continúan muriendo incluso en el día de hoy.
Recientemente,
hace apenas unos días, los cristianos han apresado y ejecutado a una gran
reina, esposa del Elingue, quien ahora gobierna aquellos reinos, a quien los propios
cristianos, con sus opresiones, llevaron a alzarse en armas. Tomaron a la
reina, su esposa, y la asesinaron, contraviniendo toda justicia y razón,
incluso dicen que estaba embarazada, todo ello solo para causar dolor a su
esposo.
Si
se detallaran todas las atrocidades y masacres perpetradas por los cristianos
en los reinos del Perú, tanto las pasadas como las que continúan ocurriendo hoy
en día, sin duda serían inimaginables, y tantas que harían palidecer todo lo
que se ha mencionado sobre otras regiones, tanto en cantidad como en gravedad.
***
Del
Nuevo Reino de Granada
En
el año 1539, un número considerable de conquistadores partieron desde
Venezuela, Santa Marta y Cartagena hacia el Perú, mientras otros descendían
desde el mismo Perú hacia esas tierras, con la misión de explorar y conquistar
las regiones adyacentes. A unas trescientas leguas tierra adentro, encontraron
provincias excepcionalmente prósperas y asombrosas, habitadas por personas
pacíficas y generosas, así como ricas en oro, piedras preciosas y las
codiciadas esmeraldas. Estas tierras fueron bautizadas como el Nuevo Reino de
Granada, en honor al primer conquistador que llegó allí, quien era oriundo del
reino de Granada en Europa.
Sin
embargo, entre los miembros de esta expedición había individuos inicuos y
crueles, provenientes de diversas regiones y conocidos por sus actos de
violencia y derramamiento de sangre en otras partes de las Indias. Esto
exacerbó sus acciones en el Nuevo Reino de Granada, llevándolas a niveles aún
más demoníacos y atroces que los perpetrados en otras provincias.
Entre
las incontables atrocidades cometidas durante estos tres años, y que continúan
hasta hoy, mencionaré brevemente algunas documentadas por un gobernador. Este
gobernador emprendió una investigación contra otro conquistador que saqueaba y
asesinaba en el Nuevo Reino de Granada, al negarse a reconocer su autoridad
para cometer sus propias atrocidades. La investigación, respaldada por
numerosos testimonios, detalla los estragos, desmanes y matanzas perpetradas
por este conquistador, cuyo expediente se encuentra archivado en el Consejo de
las Indias.
En
la mencionada probanza, los testigos relatan que en un momento en que todo el
reino gozaba de paz y servía a los españoles, proporcionándoles alimentos
provenientes de sus labores agrícolas y mineras, así como entregando oro,
piedras preciosas y esmeraldas en abundancia, los pueblos, los líderes y la
población en general estaban sometidos al control de los españoles, quienes buscaban
principalmente obtener oro como fin último. Bajo esta tiranía y servidumbre
habitual, el principal capitán tirano de la región arrestó al señor y rey de
todo el reino, manteniéndolo prisionero durante seis o siete meses sin motivo
aparente más que exigirle oro y esmeraldas.
El
rey, conocido como Bogotá, temeroso de las consecuencias, accedió a entregar
una casa hecha de oro como le habían exigido, con la esperanza de liberarse del
tirano que lo afligía. Envió a sus súbditos a recolectar oro, y en varias
ocasiones trajeron una gran cantidad, pero como no cumplía con la entrega de la
casa de oro, los españoles amenazaron con matarlo por incumplimiento de su
promesa. El tirano insistió en que se le hiciera justicia ante él mismo; por lo
tanto, solicitaron el oro como una demanda legal, acusando al rey nativo de la
tierra. Él emitió un veredicto condenándolo a tormentos si no entregaba la casa
de oro.
Sometieron
al rey a tormentos terribles, como el trato de cuerda, le untaron sebo ardiente
en el estómago, clavaron herraduras incandescentes en sus pies, lo ataron de
cuello a dos palos y le prendieron fuego en los pies, mientras el tirano se
acercaba para amenazarlo repetidamente con matarlo lentamente si no entregaba
el oro. Finalmente, cumpliendo su amenaza, el tirano mató al rey mediante los
tormentos. Durante el tormento, ocurrió un fenómeno que se interpretó como una
señal divina que repudiaba esas crueldades: todo el pueblo donde se perpetraron
los tormentos se incendió.
Todos
los demás españoles, siguiendo el ejemplo de su cruel capitán y sin conocer
otra forma que no sea la de someter a esas gentes, imitaron sus acciones,
torturando con diversos y brutales métodos a cada cacique y señor de los
pueblos que tenían bajo su encomienda. Estos señores les servían con toda su
gente, entregándoles oro, esmeraldas y todo lo que podían, pero aun así eran
torturados para que entregaran más riquezas de las que ya proporcionaban. Como
resultado, todos los señores de esa tierra fueron quemados y despedazados.
Uno
de los tiranos particulares cometía crueldades tan atroces que llevó a un gran
señor llamado Daitama, junto con muchos de sus seguidores, a huir a los montes
en un intento desesperado de escapar de tanta inhumanidad, considerándolo su
único refugio. Sin embargo, los españoles calificaron este acto como un
levantamiento o rebelión. Cuando el tirano principal se enteró de la huida de
estos indígenas pacíficos que estaban sufriendo enormes injusticias, envió a
sus hombres tras el cruel individuo cuya ferocidad había provocado la huida de
los indios hacia los montes.
Este
hombre cruel partió en busca de ellos y, debido a que esconderse en las
profundidades de la tierra no era suficiente, encontraron a una gran cantidad
de personas y masacraron a más de quinientas almas, hombres, mujeres y niños,
sin perdonar a ningún género. Incluso los testigos relatan que el propio señor
Daitama, antes de ser asesinado por la gente, había entregado al cruel
individuo cuatro o cinco mil castellanos, pero esto no impidió que se cometiera
la masacre mencionada anteriormente.
Una
vez más, sirviendo con su característica humildad y simplicidad, los indígenas
estaban atendiendo a los españoles en gran número, cuando de repente, el
capitán llegó a la ciudad donde residían y ordenó que todos los indígenas
fueran pasados a espada, algunos durmiendo, otros cenando y algunos más
descansando tras un arduo día de trabajo. Esta brutal acción fue ejecutada con
la intención de sembrar el temor entre los habitantes de esa tierra.
En
otra ocasión, el capitán obligó a todos los españoles a jurar cuántos caciques,
líderes y personas comunes tenían bajo su servicio en sus hogares. Acto
seguido, los reunió en la plaza y ordenó decapitar a todos ellos, resultando en
la muerte de entre cuatrocientas y quinientas personas. Este cruel acto, según
testigos presenciales, fue concebido como un intento de pacificar la región.
Este tirano particular perpetró innumerables crueldades, mutilando hombres y
mujeres, cortando manos y narices, y causando la destrucción de muchas vidas.
En
otra ocasión, el mismo capitán envió al hombre cruel a la provincia de Bogotá
con algunos españoles para investigar quién había sucedido al señor universal
después de su muerte bajo tortura. Recorrieron extensas distancias, arrestando
a cualquier indígena que encontraban. Para obtener información, algunos fueron
sometidos a la amputación de manos, mientras que otros fueron despedazados por
perros salvajes, tanto hombres como mujeres. En un ataque al amanecer,
sorprendió a varios caciques y a una gran cantidad de indígenas que estaban en
paz y confiados, a quienes previamente había prometido seguridad y protección.
Sin embargo, una vez que estaban desprevenidos y confiados en su palabra, los
arrestó en gran número, obligándoles a tender la mano en el suelo mientras él
mismo, con un sable, les cortaba las manos. Este castigo se llevaba a cabo como
represalia por no revelar la ubicación del nuevo líder que había emergido en el
reino.
Una
vez más, debido a la negativa de los indígenas a entregarle un cofre lleno de
oro que este cruel capitán exigía, envió a sus hombres a iniciar una guerra. En
este conflicto, se cobraron innumerables vidas, mutilando a hombres y mujeres,
cortando manos y narices en una escala que difícilmente podría contarse, y en
algunos casos, arrojando a las víctimas a feroces perros que las devoraban y
despedazaban.
En
otra ocasión, tras presenciar cómo los españoles quemaban vivos a tres o cuatro
importantes líderes de una provincia del reino, los indígenas se refugiaron en
un peñón fortificado para protegerse de unos enemigos que carecían por completo
de compasión humana. Según testigos presenciales, en el peñón se refugiaban
entre cuatro y cinco mil indígenas. El mencionado capitán envió a un notorio y
despiadado tirano, incluso más sanguinario que muchos otros responsables de la
devastación en esas tierras, junto con un contingente de españoles. Su misión:
castigar a los indígenas que se habían levantado en armas para huir de la
devastación y la masacre, como si hubieran cometido alguna injusticia
merecedora de castigo, como si fuera su responsabilidad impartir justicia y
venganza, siendo ellos mismos merecedores de los más crueles tormentos sin
piedad, dada su completa falta de compasión y misericordia hacia los inocentes.
Una
vez que los españoles llegaron al peñón, lo tomaron por la fuerza, ya que los
indígenas estaban desarmados y desnudos. A pesar de que los españoles llamaban
a los indígenas en son de paz y les aseguraban que no les harían daño alguno,
instándolos a no pelear, los indígenas cesaron su resistencia. Sin embargo, el
despiadado hombre ordenó a los españoles que tomaran todas las fuerzas del
peñón y, una vez tomadas, atacaran a los indígenas.
Los
tigres y leones entre las ovejas mansas: así se comportaron los españoles,
desgarrando y pasando a espada a tantos indígenas que se detuvieron a
descansar; tantos eran los que habían sido hechos pedazos. Después de un breve
descanso, el capitán ordenó que mataran y arrojaran desde lo alto del peñón,
que era escarpado, a toda la gente que aún estaba viva. Así lo hicieron, y
según los testigos presenciales, presenciaron una nube de indígenas cayendo
desde el peñón, alrededor de setecientos hombres juntos, que se despedazaban al
impactar contra el suelo. Para asegurarse de exterminar completamente su gran
crueldad, buscaron entre las matas a todos los indios que se habían escondido y
ordenaron que los apuñalaran, acabando con sus vidas y arrojándolos desde los
acantilados.
Sin
embargo, el capitán no se contentó con estas acciones atroces, sino que buscó
destacarse aún más y aumentar la monstruosidad de sus pecados. Mandó que todos
los indios y indias que los individuos habían capturado vivos (ya que, durante
estos estragos, cada uno solía seleccionar algunos indígenas y jóvenes para su
servicio) fueran reunidos en una casa de paja. Después de seleccionar y dejar a
los que consideraba más adecuados para su propio servicio, ordenó que les
prendieran fuego, quemándolos vivos, alrededor de cuarenta o cincuenta
personas. A otros los hizo lanzar a los feroces perros, que los desgarraron y
devoraron.
Una
vez más, este mismo tirano se dirigió a un pueblo llamado Cota, donde capturó a
numerosos indígenas y ordenó que quince o veinte señores y líderes fueran
despedazados por perros. Además, cortó un gran número de manos tanto de mujeres
como de hombres, las ató con cuerdas y las colgó de un poste para que otros
indígenas pudieran ver lo que les esperaba si desafiaban su autoridad. Se
estima que había alrededor de setenta pares de manos expuestas de esta manera,
junto con la mutilación de muchas narices de mujeres y niños. Las atrocidades y
crueldades de este hombre, enemigo de Dios, son innumerables y nunca antes
vistas ni escuchadas, que ha perpetrado en esa región y en la provincia de Guatemala,
así como en cualquier otro lugar donde haya estado. Durante muchos años, ha
llevado a cabo estas acciones destructivas, quemando y arrasando las tierras y
comunidades.
Los
testigos en la investigación declaran que las crueldades y muertes cometidas
por estos capitanes y sus cómplices en el Nuevo Reino de Granada son tan
numerosas y terribles que han dejado la tierra devastada y arruinada. Advierten
que, si Su Majestad no interviene a tiempo para remediar la situación, la
masacre de los indígenas continuará únicamente para extraer el oro que ya no
poseen, ya que han entregado todo lo que tenían. En poco tiempo, se teme que no
queden indígenas para sostener la tierra, lo que llevará a su completa
desolación y despoblamiento.
Es
imperativo señalar la cruel y despiadada tiranía de esos desdichados
dictadores, cuya brutalidad, vehemencia y carácter diabólico han sido tan
intensos y devastadores. En tan solo dos o tres años desde el descubrimiento de
ese reino (que, según testimonios de aquellos que lo han visitado y los
testigos de la investigación, estaba densamente poblado, siendo una de las
regiones más pobladas del mundo), han logrado aniquilar y despoblar por
completo todo el territorio, sin mostrar ni el menor asomo de piedad o respeto
hacia Dios y el Rey. Se advierte que, si Su Majestad no interviene pronto para
detener estas acciones infernales, no quedará ningún hombre con vida.
Personalmente, puedo dar fe de presenciar con mis propios ojos cómo vastas
extensiones de tierra en esas regiones fueron destruidas y completamente
despojadas en cuestión de días.
Además,
existen otras grandes provincias contiguas al mencionado Nuevo Reino de
Granada, como Popayán y Cali, así como otras tres o cuatro que abarcan más de
quinientas leguas. Estas también han sido asoladas y destruidas de la misma
manera que las anteriores: saqueando, matando con torturas y perpetrando las
mismas atrocidades mencionadas anteriormente contra sus poblaciones, que eran
incontables.
La
tierra es sumamente próspera, y aquellos que retornan de allá relatan con gran
tristeza y dolor la desolación que presenciaron al pasar por tantos y tan
grandes pueblos quemados y arrasados. Donde antes había comunidades de mil o
dos mil habitantes, apenas encontraban cincuenta personas, mientras que otras
localidades estaban completamente reducidas a cenizas y desiertas. En muchas
regiones, recorrían cientos o incluso trescientas leguas de tierra despoblada,
quemada y destruida, con grandes poblaciones reducidas a escombros. En resumen,
los grandes y crueles tiranos que avanzaron desde los reinos del Perú hacia el
Nuevo Reino de Granada, Popayán y Cali, así como desde Cartagena, Urabá y otras
regiones, se han unido para exterminar y despoblar más de seiscientas leguas de
tierra, enviando a incontables almas al infierno, y continúan haciendo lo mismo
hoy en día con las pobres, aunque inocentes, personas que quedan.
Para
corroborar la regla que establecí inicialmente, que la tiranía y la violencia
de los españoles contra esas ovejas dóciles han ido en aumento en crueldad,
inhumanidad y maldad, lo siguiente es digno de ser condenado con el fuego y el
tormento: después de las muertes y devastaciones causadas por las guerras,
someten a la población a la horrible servidumbre ya mencionada, y asignan cientos
o incluso miles de indígenas a cada uno de los diablos encomenderos. Estos
diablos exigen que se les presenten cien indígenas ante ellos; los indígenas
acuden sumisos, como corderos al matadero. Una vez reunidos, el encomendero
hace decapitar a treinta o cuarenta de ellos y amenaza al resto diciéndoles que
recibirán el mismo destino si no los sirven adecuadamente o si intentan
marcharse sin su permiso.
Ahora,
por favor, consideren aquellos que lean esto, ante Dios, qué tipo de atrocidad
y crueldad representa esta obra, si no supera cualquier límite de brutalidad e
injusticia que se pueda concebir. ¿Acaso es apropiado llamar a tales individuos
cristianos, o sería más adecuado encomendar a los indios a los diablos del
infierno en lugar de a los cristianos de las Indias?
Permítanme
ahora describir otra acción, aunque no sé cuál es más cruel, infernal y llena
de la ferocidad de bestias salvajes, si esta que acabo de mencionar o la
anterior. Ya se ha mencionado que los españoles en las Indias tienen perros ferozmente
entrenados para matar y despedazar a los indios. Que sepan todos, tanto los
verdaderos cristianos como aquellos que no lo son, si alguna vez se ha
escuchado algo semejante en el mundo: para mantener a estos perros, llevan a
muchos indios encadenados por los caminos, como si fueran rebaños de cerdos, y
matan a algunos de ellos, convirtiendo así el camino en una carnicería pública
de carne humana. Se dicen entre ellos mismos: "Préstame un cuarto de uno
de esos desdichados para alimentar a mis perros hasta que mate a otro",
como si estuvieran pidiendo prestado un cuarto de cerdo o de cordero. Hay
quienes salen a cazar por la mañana con sus perros y, al regresar para comer,
cuando se les pregunta cómo les fue, responden: "Me fue bien, porque dejé
muertos unos quince o veinte desdichados con mis perros". Todas estas
atrocidades y otras más diabólicas están ahora probadas en procesos que han
sido iniciados por unos tiranos contra otros. ¿Qué puede ser más feo, más
salvaje o más inhumano que esto?
Con
esto concluyo, hasta que lleguen nuevas noticias de acciones aún más nefastas
en maldad (si es que pueden superar estas), o hasta que regresemos allá para
presenciarlas de nuevo, como ha sido el caso durante los últimos cuarenta y dos
años, que las hemos visto incesantemente con nuestros propios ojos. Testifico
ante Dios y mi conciencia que, según mi creencia y convicción, son tantas las
perdiciones, los daños, las destrucciones, las despoblaciones, los estragos,
las muertes y las horrendas crueldades, así como las violencias, injusticias,
robos y masacres que se han cometido en esas gentes y tierras (y aún se cometen
hoy en todas esas partes de las Indias), que todo lo que he dicho y todo el
énfasis que he puesto en ello no alcanza ni representa ni una décima parte, en
calidad o en cantidad, de lo que se ha hecho y se sigue haciendo en la
actualidad.
Para
que cualquier cristiano sienta más compasión por esas inocentes naciones y se
duela más por su perdición y condenación, y para que culpe y aborrezca y
deteste aún más la codicia, la ambición y la crueldad de los españoles, todos
deben considerar como verdad absoluta lo que afirmé anteriormente: desde el
descubrimiento de las Indias hasta hoy, nunca en ninguna parte de ellas los
indios han causado daño a los cristianos sin antes haber recibido males, robos
y traiciones por parte de estos últimos. Siempre consideraron a los cristianos
como seres divinos y venidos del cielo, y como tales los recibían, hasta que
sus acciones demostraban quiénes eran realmente y cuáles eran sus verdaderas
intenciones.
Otro
aspecto crucial que debe añadirse es que, desde sus inicios hasta el día de
hoy, los españoles no han mostrado más interés en difundir la fe de Jesucristo
entre esas gentes que si fueran perros u otras bestias. De hecho, han prohibido
activamente a los religiosos, con numerosas aflicciones y persecuciones, que
prediquen el evangelio, ya que consideraban que esto interferiría con la
adquisición de oro y riquezas que tanto ansiaban. Como resultado, en todas las
Indias hoy en día, el conocimiento de Dios es escaso o nulo, no hay más
entendimiento sobre Él que hace cien años entre esas poblaciones, excepto en la
Nueva España, donde algunos religiosos han llevado a cabo labores de
evangelización, aunque esta es solo una pequeña parte de las Indias. Por lo
tanto, muchas almas perecen y seguirán pereciendo sin fe y sin los sacramentos.
Personalmente,
yo, fray Bartolomé de las Casas o Casaus, fraile de Santo Domingo, motivado por
la misericordia de Dios, me encuentro en esta corte de España con el objetivo
de erradicar el infierno de las Indias, y evitar que las innumerables almas
redimidas por la sangre de Jesucristo perezcan sin remedio para siempre, sino
que conozcan a su Creador y sean salvadas. Además, por compasión hacia mi
patria, Castilla, no deseo que Dios la destruya debido a los enormes pecados
cometidos contra su fe y su honor en las tierras colonizadas, instigado por
personas notables que son celosas de la honra de Dios y compasivas ante las
aflicciones y calamidades ajenas que residen en esta corte. Aunque había
planeado hacerlo desde hace tiempo, no lo había llevado a cabo debido a mis
continuas ocupaciones.
Terminé
este escrito en Valencia el 8 de diciembre de 1542, en un momento en que todas
las formas de violencia, opresión, tiranía, matanza, robo y destrucción están
en su apogeo en las regiones donde residen cristianos de las Indias. En algunas
áreas, estas atrocidades son aún más feroces y abominables que en otras. México
y sus alrededores se encuentran en una situación ligeramente menos
desfavorable, al menos en apariencia, ya que allí, aunque escasamente, hay algo
de justicia, aunque se ve empañada por tributos infernales que también cobran
vidas.
Albergo
la esperanza de que el emperador y rey de España, nuestro señor don Carlos,
quinto de su nombre, esté comenzando a comprender las maldades y traiciones que
se cometen en esas tierras y contra la voluntad de Dios, a pesar de que hasta
ahora la verdad ha sido cuidadosamente ocultada. Confío en que tomará medidas
para erradicar tantos males y remediar el Nuevo Mundo que Dios le ha confiado,
siendo él un amante y seguidor de la justicia. Que la gloriosa y próspera vida
imperial de Dios Todopoderoso le permita, durante largos años, ser un remedio
para su Iglesia universal y para su propia salvación final. Amén.
Después
de la redacción de lo mencionado, se promulgaron ciertas leyes y ordenanzas
bajo el mandato de Su Majestad en Barcelona, en el año mil quinientos cuarenta
y dos, durante el mes de noviembre, y en la ciudad de Madrid al año siguiente.
Estas disposiciones tenían como objetivo establecer un orden que parecía
necesario en aquel momento para poner fin a las numerosas transgresiones y
pecados que estaban ocurriendo, causando daño tanto a Dios como al prójimo, y
contribuyendo al deterioro general y la ruina de la sociedad.
Las
mencionadas leyes fueron el resultado de extensas deliberaciones entre personas
de autoridad, conocimiento y rectitud moral, llevadas a cabo en la ciudad de
Valladolid. Tras numerosos debates y consultas, se llegó a un consenso entre
aquellos que más se apegaban a los principios de la ley de Jesucristo, actuando
como verdaderos cristianos y manteniéndose libres de la corrupción asociada con
los tesoros saqueados de las Indias.
Una
vez promulgadas estas leyes, aquellos que ejercían el poder tiránico en la
corte buscaron difundirlas en diversas partes de las Indias. Sin embargo,
aquellos responsables de llevar a cabo el saqueo y la opresión en esas
regiones, al darse cuenta de que las nuevas disposiciones limitarían sus
acciones, reaccionaron con agitación. Antes de que los nuevos jueces designados
para aplicar las leyes pudieran actuar, estos individuos, sumidos en sus
pecados y violencia, decidieron desafiar abiertamente la autoridad real, perdiendo
todo respeto y obediencia hacia su monarca.
De
esta manera, decidieron ganar infamia siendo crueles y despiadados tiranos.
Esto se evidencia especialmente en los reinos del Perú, donde en el año 1546 se
están cometiendo atrocidades de una magnitud tan horripilante y abominable que
no tienen precedentes, ni en las Indias ni en el mundo entero. Estas acciones
no solo se dirigen hacia los indígenas, quienes en su mayoría ya han sido
diezmados y cuyas tierras han sido devastadas, sino también hacia ellos mismos,
enfrentándose unos a otros bajo el justo juicio divino. La falta de justicia
real para castigar tales crímenes ha llevado a que unos se conviertan en
verdugos de otros, como si fuera una condena que proviene del cielo.
Con
el apoyo de esta rebelión, en otras partes del mundo no han querido acatar las
leyes, sino que, bajo el pretexto de suplicar su cumplimiento, se han levantado
en armas como lo hicieron los demás. Les resulta perjudicial abandonar las
riquezas y propiedades usurpadas que poseen, así como liberar a los indígenas
que mantienen en un perpetuo estado de esclavitud. Han dejado de matar con
espadas, pero en cambio los someten a trabajos forzados y a otras vejaciones
injustas e intolerables, privándolos gradualmente de sus derechos. Hasta ahora,
el Rey no ha podido detener esta situación, ya que tanto los de menor como
mayor rango están involucrados en el saqueo, algunos de manera abierta y
pública, mientras que otros actúan en secreto y con disimulo. Bajo el pretexto
de servir al Rey, deshonran a Dios y saquean y destruyen el reino.
***
Lo
siguiente es un fragmento de una carta y relación escrita por un hombre que
participaba en estas expediciones, describiendo las acciones que el capitán
llevaba a cabo o permitía en la tierra que exploraba. Aunque falta el principio
y posiblemente algunas partes espantosas debido a una pérdida de hojas al
encuadernar, considero importante imprimir este fragmento debido a su contenido
notable, que seguramente causará tanto pesar y horror a Vuestra Alteza como las
deformidades mencionadas.
Carta
...dio
permiso para encadenar y encarcelar a los indígenas, y así lo hicieron, y el
capitán tenía tres o cuatro cadenas para sí mismo. En lugar de sembrar y
poblar, como era su deber, se dedicaba al saqueo y a confiscar la comida de los
indígenas. Esto llevó a una gran escasez entre los nativos, muchos de los
cuales murieron de hambre en los caminos mientras iban y venían hacia la costa,
cargando con las posesiones de los españoles. Cerca de diez mil personas perdieron
la vida en este trágico viaje, debido al clima cálido y a las condiciones
extremas.
Después
de esto, siguiendo el mismo camino que había tomado Juan de Ampudia, el capitán
envió a los indígenas capturados desde Quito para que exploraran los pueblos
vecinos y los saquearan antes de su llegada con su tropa. Estos indígenas, que
pertenecían a él y a sus compañeros, iban en grupos de doscientos, trescientos
o incluso más, llevando todo lo que robaban de vuelta a sus amos. Durante estos
saqueos, cometieron terribles crueldades contra niños y mujeres. Esta misma
estrategia se replicó en Quito, donde quemaron los campos de maíz y las casas
de almacenamiento de los señores locales, permitiendo una masacre de ovejas en
gran escala, a pesar de que eran el principal sustento tanto para los nativos
como para los españoles. Permitió el sacrificio de cientos de ovejas para
obtener solo sus sesos y sebo, desperdiciando la carne.
Los
indígenas aliados que acompañaban al capitán, con el único propósito de
consumir los corazones de las ovejas, también contribuyeron a la matanza. En
una provincia llamada Purúa, dos hombres sacrificaron veinticinco carneros y
ovejas de carga, cada uno valorado entre veinte y veinticinco pesos, solo para
satisfacer su gusto por los sesos y el sebo. Esta falta de control provocó la
pérdida de más de cien mil cabezas de ganado, lo que sumió a la tierra en una
grave escasez y provocó la muerte de muchos indígenas por inanición. A pesar de
la abundancia de maíz en Quito, la mala gestión de los recursos llevó a que el
precio de una hanega de maíz alcanzara los diez pesos, y el de una oveja, el
mismo valor.
Una
vez que el capitán regresó de la costa, decidió partir de Quito en busca del
capitán Juan de Ampudia. Reunió a más de doscientos hombres a pie y a caballo,
incluyendo a muchos habitantes de la villa de Quito. A estos últimos, el
capitán les permitió llevar consigo a sus caciques y a todos los indígenas que
desearan sacar de sus repartimientos. Alonso Sánchez Nuita, por ejemplo, llevó
a más de cien indígenas con sus mujeres, mientras que Pedro Lobo y su sobrino
llevaron a más de ciento cincuenta personas con sus familias. Muchos de ellos
también llevaron a sus hijos, ya que todos estaban sufriendo por la escasez de
alimentos. De manera similar, el vecino de Popayán, Morán, sacó a más de
doscientas personas, y lo mismo hicieron otros habitantes y soldados, cada uno
según sus posibilidades.
Los
soldados, entonces, le preguntaron si les permitiría encarcelar a los indígenas
que llevaban consigo, y él les respondió afirmativamente, indicando que podrían
hacerlo hasta que murieran, y luego reemplazarlos por otros. Argumentó que, si
los indios eran súbditos de Su Majestad, lo mismo lo eran los españoles y
estaban sujetos a morir en combate. Con esta autorización, el capitán partió de
Quito hacia un pueblo llamado Otavalo, donde tenía autoridad, solicitando al
cacique quinientos hombres para la guerra. El cacique accedió y proporcionó la
cantidad requerida, junto con algunos líderes indígenas.
El
capitán distribuyó parte de estos hombres entre los soldados y llevó consigo al
resto, algunos cargados y otros encadenados, mientras que algunos permanecían
libres para servirle y proporcionarle alimentos. Así, los soldados llevaron a
los indígenas, algunos encadenados y otros atados con cuerdas, mientras salían
de las provincias de Quito. Más de seis mil indígenas fueron sacados de sus
tierras, pero apenas veinte de ellos lograron regresar, ya que la mayoría
pereció debido a las duras condiciones impuestas durante la marcha,
desnaturalizándolos de su entorno habitual.
En
cierto momento, un tal Alonso Sánchez, enviado por el capitán como líder de un
grupo hacia una provincia, se encontró en el camino con un grupo de mujeres y
niños cargados con comida. Sorprendentemente, estas personas no huyeron y
esperaron pacientemente para ofrecerle algo de comida. Sin embargo, el capitán
ordenó que los mataran a todos a espada. En un giro misterioso, un soldado
intentó apuñalar a una mujer, pero su espada se rompió en el primer golpe, y lo
mismo le sucedió a otro soldado que intentaba atacar a otra mujer con un puñal.
Durante
la marcha desde Quito, el capitán llevó consigo a una gran cantidad de
indígenas, agotándolos, y distribuyendo a las mujeres jóvenes entre los indígenas
que lo acompañaban, mientras que las mujeres mayores quedaban para los que
quedaban considerados ancianos. En medio de este traslado, una mujer con un
niño pequeño en brazos suplicó al capitán que no se llevara a su esposo, ya que
tenía tres niños pequeños más y no podría sobrevivir sin él.
Ante
la negativa inicial del capitán, la mujer aumentó sus súplicas, clamando que
sus hijos morirían de hambre si se llevaban a su esposo. Al ver que el capitán
seguía sin ceder y la mandaba apartar, desesperada, arrojó al niño contra unas
rocas, acabando con su vida.
Cuando
el capitán llegó a las provincias de Lili, específicamente a un pueblo llamado
Palo, junto al río grande, encontró al capitán Juan de Ampudia, quien había
avanzado para explorar y pacificar las tierras. Ampudia ya había establecido
una villa en nombre de Su Majestad y del Marqués Francisco Pizarro, llamada
Ampudia, con Pedro Solano de Quiñones y ocho regidores como alcaldes
ordinarios. La mayor parte de la región estaba en paz y ya había sido
distribuida entre los colonos.
Al
enterarse de la presencia del nuevo capitán en la región, Ampudia fue a
saludarlo acompañado de vecinos y indígenas pacíficos cargados de alimentos y
frutas. A partir de ese momento, los indígenas cercanos también acudieron al
encuentro del capitán para ofrecerle comida. Estos indígenas provenían de Jamundí,
Palo, Solimán y Bolo. Sin embargo, al considerar insuficiente la cantidad de
maíz que le proporcionaban, el capitán ordenó a varios españoles que fueran en
busca de más maíz, indicando que debían traerlo de donde pudieran encontrarlo.
Los
españoles se dirigieron entonces a los pueblos de Bolo y Palo, donde
encontraron a los indígenas en sus hogares pacíficos. Sin embargo, en lugar de
negociar, los españoles saquearon el maíz, el oro, las mantas y cualquier otro
objeto de valor que encontraron, y además capturaron y ataron a muchos de los
indígenas.
Al
ver el maltrato infligido a los indígenas y la negativa del capitán a corregir
la situación, decidieron acudir a él para presentar sus quejas y exigir la
devolución de lo que les habían quitado los españoles. Sin embargo, el capitán
se negó a devolverles nada y les advirtió que no volvieran a quejarse. Pero
apenas unos días después, los españoles regresaron en busca de más maíz y para
seguir saqueando a los indígenas.
Al
percatarse de la falta de justicia por parte del capitán, los indígenas se
rebelaron, lo que resultó en un gran daño y desorden, tanto para la comunidad
como para los intereses religiosos y gubernamentales. Como consecuencia, la
región quedó desolada ya que los enemigos de los indígenas, como los olomas y
los manipos, habitantes de las montañas y guerreros por naturaleza,
aprovecharon la oportunidad para invadir los llanos y atacar a los pobladores.
Al no contar con protección, los pueblos quedaron a merced de los invasores, lo
que provocó escasez de alimentos y desesperación entre la población, resultando
en un conflicto interno donde la supervivencia era la única prioridad.
Después
de estos sucesos, el capitán fue recibido como un líder en la villa de Ampudia
y, siete días más tarde, partió hacia los asentamientos de Lili y Peti con más
de doscientos soldados a pie y a caballo.
Después
de estos eventos, el capitán ordenó a sus subordinados que llevaran a cabo una
brutal guerra contra los indígenas en diversas áreas, lo que resultó en la
muerte de un gran número de hombres y mujeres indígenas, así como en la
destrucción de sus hogares y propiedades. Esta campaña de violencia se prolongó
durante varios días. Ante la evidente devastación, los líderes indígenas
enviaron mensajeros con alimentos en un intento de apaciguar a los
conquistadores.
Posteriormente,
el capitán se dirigió a un pueblo llamado Ice junto con todos los indígenas
capturados en Lili, sin liberar a ninguno de ellos. Una vez en Ice, ordenó a
los españoles saquear, capturar y matar a cuantos indígenas pudieran, así como
incendiar numerosas viviendas, resultando en la destrucción de más de cien
casas.
Luego
se trasladó a otro pueblo llamado Tolilicuy, donde el cacique se acercó en
señal de paz junto con muchos indígenas. El capitán exigió oro tanto al cacique
como a sus seguidores. Aunque el cacique afirmó tener poco oro, prometió
entregar todo lo que tenía. Sin embargo, ante la presión del capitán, los
indígenas entregaron todo el oro que poseían por temor a represalias. El
capitán emitió una cédula a cada indio que entregaba oro como comprobante,
amenazando con castigar a quienes no pudieran presentarla. Este clima de miedo
llevó a muchos indígenas a entregar sus pertenencias, mientras que otros
huyeron a las montañas o a otros pueblos para evitar represalias, lo que
resultó en la muerte de muchos de ellos.
Posteriormente,
el capitán ordenó al cacique enviar dos indígenas a un pueblo llamado Dagua
para que negociaran la entrega de más oro.
Al
llegar a otro pueblo, el capitán envió esa misma noche a numerosos españoles
para capturar indígenas, incluyendo a los habitantes de Tulilicuy. Al día
siguiente, más de cien personas fueron apresadas, y aquellos que podían cargar
peso fueron tomados como esclavos por el capitán y sus soldados. Todos fueron
encadenados, y lamentablemente, murieron debido a las duras condiciones de su
cautiverio. Las criaturas fueron entregadas al cacique de Tulilicuy para que las
consumiera como alimento, y hasta el día de hoy, las pieles de esas criaturas
permanecen llenas de cenizas en la casa del cacique.
Después
de este terrible episodio, el capitán partió hacia las provincias de Calili,
donde se reunió con el capitán Juan de Ampudia, quien había sido enviado para
explorar por otra ruta. Ambos líderes causaron estragos y daño entre los
indígenas a lo largo de su camino. Ampudia llegó a un pueblo cuyo cacique se
llamaba Bitacón, que había preparado trampas defensivas. Dos caballos cayeron
en estas trampas, uno perteneciente a Antonio Redondo y otro a Marcos Márquez.
El caballo de Marcos Márquez murió, lo que llevó a Ampudia a ordenar la captura
de todos los indígenas disponibles. Más de cien personas fueron detenidas y
arrojadas vivas a las trampas, donde fueron asesinadas. Además, más de cien
casas en el pueblo fueron incendiadas como represalia.
Ambos
capitanes se reunieron en un pueblo grande, y sin intentar entablar
conversaciones con los indígenas pacíficos, llevaron a cabo ataques violentos,
matando a muchos de ellos y librando una guerra despiadada.
Después
de reunirse, Ampudia informó al capitán sobre lo que había hecho en Bitacó,
detallando cómo había arrojado a tanta gente en los hoyos. El capitán elogió
sus acciones, revelando que él mismo había realizado acciones similares en
Riobamba, en las provincias de Quito, donde había hecho caer en trampas a más
de doscientas personas, continuando así su campaña de violencia por toda la
región.
Luego,
en la provincia de Birú o Ancerma, el capitán llevó a cabo una brutal campaña
de guerra, arrasando la región hasta llegar a los pozos de sal. Desde allí,
envió a Francisco García Tobar para continuar la lucha contra los indígenas. A
pesar de que los indígenas se acercaban en señal de paz, ofreciendo oro,
mujeres y comida como tributo, García Tobar los rechazó, alegando que estaban
borrachos y no los comprendía. Posteriormente, el capitán y sus hombres se
retiraron de la provincia, continuando su brutal campaña de saqueo y violencia,
capturando a más de dos mil personas, todas las cuales fueron encadenadas y
llevadas consigo. Muchas de estas personas murieron antes de salir de la
población, y más de quinientos indígenas fueron asesinados en el camino de
regreso.
De
regreso en la provincia de Calili, en el camino, cualquier indígena que se
cansara hasta el punto de no poder continuar era apuñalado y decapitado
mientras aún estaba encadenado, para evitar que otros vieran su debilidad y se
desanimaran.
De
esta manera, todos perecieron en los caminos, incluyendo a la gente sacada de
Quito, Pasto, Quilla Cangua, Patía, Popayán, Lili, Cali, Ancerma, y otras
regiones. Una gran cantidad de personas murieron en el camino de regreso. Al
regresar al pueblo grande, los españoles entraron matando a todos los que
encontraron, capturando a trescientas personas en ese día.
Desde
la provincia de Lili, el capitán Juan de Ampudia fue enviado con un gran
contingente para capturar indígenas en la población de Lili. Esto se debió a
que la mayoría de la gente traída desde Ancerma y otras áreas había muerto en
el camino. Ampudia capturó más de mil personas y mató a muchos otros. El
capitán utilizó a toda esta gente capturada para sus propios propósitos,
mientras que el resto fue entregado a los soldados y encadenado, donde todos
murieron eventualmente.
Así,
despoblaron tanto la villa de españoles como de indígenas, y luego partieron
hacia Popayán. En el camino, dejaron a un español vivo llamado Martín de
Aguirre, quien no podía continuar debido a su estado de salud. Al llegar a
Popayán, el capitán estableció el pueblo y comenzó a saquear y robar a los
indígenas de la zona, continuando con la misma brutalidad que habían demostrado
en otras regiones.
En
Popayán, el capitán estableció una ceca real y fundió todo el oro que él y Juan
de Ampudia habían acumulado antes de su llegada. Lo hizo sin rendir cuentas ni
dar explicaciones a los soldados, salvo por algunas concesiones que hizo a
aquellos cuyos caballos habían muerto. Luego, llevando consigo los impuestos
correspondientes a Su Majestad, declaró que se dirigía al Cuzco para rendir
cuentas ante el gobernador. En el camino de regreso a Quito, capturó a
numerosos indígenas, quienes murieron durante el viaje o una vez allí. Además,
deshizo la ceca real que había establecido. Es notable mencionar una
autocrítica que expresó, reconociendo los males y crueldades de sus acciones,
al decir: "Dentro de cincuenta años, quienes pasen por aquí y escuchen
estas cosas dirán: 'Por aquí anduvo el tirano de Fulano'".
Estas
incursiones y acciones, así como la forma en que trató a los habitantes
indígenas, reflejan la conducta común de los españoles desde los primeros días
del descubrimiento de las Américas hasta el presente. Es importante que Vuestra
Alteza comprenda que estas acciones se han repetido en todas las Indias desde
su descubrimiento, reflejando una triste constante en la historia de la
colonización española.
Fin
Compilado
y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez
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