Brevísima relación de la destrucción de las Indias: Bartolomé de las Casas

Las Indias fueron descubiertas en 1492 y al año siguiente, en 1493, los españoles comenzaron a poblarlas. Desde entonces, han pasado cuarenta y nueve años desde que los primeros colonizadores españoles llegaron a estas tierras. Su primera parada fue la isla La Española, una isla grande y próspera que abarca unas seiscientas leguas. Alrededor de esta isla hay muchas otras islas enormes e innumerables, todas habitadas por una gran cantidad de nativos, los indios, convirtiendo a esta región en una de las más densamente pobladas del mundo.

Además de las islas, hay una extensa tierra firme que se encuentra a unas doscientas cincuenta leguas de distancia de la isla La Española. La costa de esta tierra firme se extiende por más de diez mil leguas, y cada día se siguen descubriendo más áreas. Todas estas tierras están llenas de gente, como una colmena bulliciosa, hasta el punto de que parece que Dios hubiera concentrado en estas tierras la mayor parte de la población humana del mundo hasta el año 1541.

Todas estas multitudes infinitas de personas, creadas por Dios en su totalidad, son las más simples y puras: carecen de malicia o engaño, son sumamente obedientes y leales a sus líderes naturales y a los cristianos a quienes sirven. Son increíblemente humildes, pacientes y pacíficas, sin disputas ni alborotos, sin querellas ni quejas, sin rencores ni odios, como ningún otro lugar en el mundo. También son las personas más delicadas y frágiles en cuanto a salud, incapaces de soportar trabajos y propensas a morir fácilmente por cualquier enfermedad, incluso más que los hijos de nobles y príncipes que son criados en el lujo y la comodidad. Aunque entre ellos hay quienes provienen de linajes campesinos, son igualmente delicados. Además, son extremadamente pobres y carecen de interés en poseer bienes materiales, lo que los hace libres de soberbia, ambición y codicia.

Su dieta se asemeja a la de los Santos Padres en el desierto, siendo igual de austera, satisfactoria y sencilla. Usualmente visten ropas de cuero que cubren sus cuerpos, aunque en ocasiones apenas se cubren con una manta de algodón, que no es más grande que una vara y media o dos varas de lienzo. Sus camas consisten en esteras o, en el mejor de los casos, duermen en hamacas, unas redes colgantes llamadas así en la lengua de la isla La Española.

Son personas de mente clara y despierta, con una gran capacidad para aprender y una disposición muy receptiva a la doctrina cristiana. Son muy adecuados para abrazar nuestra fe católica y para adoptar costumbres virtuosas. De hecho, son tan ansiosos por conocer más sobre la fe y participar en los sacramentos y ritos religiosos que los religiosos que los guían necesitan ser dotados por Dios con una paciencia extraordinaria para acompañarlos en su camino espiritual.

De hecho, muchos españoles laicos han reconocido la bondad y virtud de estas personas, expresando en múltiples ocasiones que serían verdaderamente bendecidos si conocieran a Dios.

Desde el momento en que los españoles se encontraron con estas personas dóciles y dotadas de las cualidades mencionadas por su Creador, los trataron como lobos, tigres y leones hambrientos que llevaban muchos días sin comer. Durante los últimos cuarenta años, y hasta el día de hoy, su único acto ha sido despedazar, matar, angustiar, afligir, atormentar y destruir a estas personas en formas de crueldad extrañas, nuevas y variadas, nunca antes vistas ni escuchadas. Algunos ejemplos de esta crueldad se detallarán a continuación. El resultado de esta brutalidad es evidente: en la isla La Española, donde antes había más de tres millones de habitantes nativos, hoy apenas quedan alrededor de doscientas personas.

La isla de Cuba tiene una extensión casi equivalente a la distancia entre Valladolid y Roma, pero hoy en día está prácticamente deshabitada. Tanto la isla de San Juan como la de Jamaica, dos islas grandes, hermosas y prósperas, han sido arrasadas por completo. Las islas de los Lucayos, ubicadas cerca de La Española y Cuba al norte, que suman más de sesenta, junto con las llamadas islas de los Gigantes y otras grandes y pequeñas, son extraordinariamente fértiles y encantadoras, incluso la menos productiva entre ellas supera en belleza a los jardines del Rey de Sevilla y es la tierra más saludable del mundo. En estas islas, que antes albergaban a más de quinientas mil personas, no queda ni una sola criatura viva, todas ellas fueron masacradas o llevadas a La Española cuando se agotaron los habitantes nativos de esa isla.

Incluso después de que un barco se pasara tres años buscando a las personas que habían sido llevadas y vendidas como esclavas, con el noble propósito de convertirlas y llevarlas hacia Cristo, solo se encontraron once personas, las cuales pude presenciar personalmente. Además, más de treinta islas en los alrededores de la isla de San Juan están ahora desiertas y deshabitadas por la misma razón. Estas islas suman más de dos mil leguas de tierra en total, todas ellas despojadas de sus habitantes y ahora yermas.

Estamos seguros de que nuestros compatriotas españoles, a través de sus actos de crueldad y acciones nefastas, han despoblado y devastado una vasta extensión de la gran tierra firme. Hoy en día, estas tierras están desiertas a pesar de estar habitadas anteriormente por una cantidad de personas racionalmente pensantes que superaba los habitantes de diez reinos mayores que toda España, incluso entre Aragón y Portugal, y con más territorio que la distancia entre Sevilla y Jerusalén, lo que equivale a más de dos mil leguas.

Podemos afirmar con absoluta certeza que, debido a las tiranías y atrocidades perpetradas por los cristianos de manera injusta y tiránica en estos últimos cuarenta años, han sido exterminadas más de doce millones de personas, entre hombres, mujeres y niños. De hecho, personalmente creo, sin temor a equivocarme, que la cifra supera los quince millones.

Los llamados cristianos han empleado dos métodos principales para exterminar y eliminar a estas desafortunadas naciones de la faz de la tierra. El primero de ellos es a través de guerras injustas, crueles, sangrientas y tiránicas. El segundo método surge una vez que han fallecido todos aquellos que podrían albergar esperanzas de libertad o de escapar de los tormentos que padecen. Estos incluyen a todos los líderes naturales y a los hombres adultos, ya que comúnmente en las guerras sólo sobreviven los jóvenes y las mujeres. Entonces, los cristianos los someten a la servidumbre más dura, horrible y severa que jamás hayan sufrido ni hombres ni animales. Estos dos métodos de tiranía infernal son los pilares sobre los cuales se sustentan y despliegan todas las otras diversas y variadas formas de destrucción que se han infligido a estas gentes, las cuales son innumerables.

La única razón por la que los cristianos han causado la muerte y destrucción de un número tan inmenso de almas ha sido su deseo desenfrenado de obtener oro y enriquecerse rápidamente, ascendiendo a estados de gran poder y riqueza que no estaban en proporción con su propio valor como personas. Esta codicia y ambición insaciable, que fue la más desmedida que jamás se haya conocido en el mundo, se alimentaba de la extraordinaria prosperidad y riqueza de esas tierras, así como de la humildad, paciencia y docilidad de sus habitantes, que los hacían fáciles de subyugar. Es importante señalar que los cristianos no mostraron más consideración ni aprecio por estas personas que por bestias, y me atrevo a decir que hubiera sido preferible que las hubieran tratado y valorado como tales, pero en realidad las consideraron menos que el estiércol de las plazas.

Y así, los cristianos han acabado con sus vidas y con sus almas, lo que ha llevado a la muerte de todos los números y cuentas mencionadas sin que hayan recibido la fe ni los sacramentos. Es una verdad muy evidente y comprobada, reconocida por todos, incluso por aquellos que son tiranos y asesinos: nunca los indios de las Indias cometieron ningún mal contra los cristianos. De hecho, los consideraban como seres enviados del cielo, hasta que en repetidas ocasiones ellos o sus vecinos sufrieron numerosos males, robos, muertes, violencias y vejaciones a manos de los mismos cristianos.

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De la isla La Española

En la isla La Española, que fue la primera en ser colonizada por los cristianos y donde comenzaron los grandes estragos y la devastación de estas gentes, los colonizadores empezaron tomando a las mujeres e hijos de los indios para servirse de ellos y abusar de ellos, aprovechándose de sus alimentos que obtenían con su propio esfuerzo y trabajo. No se conformaban con lo que los indios les ofrecían de buena voluntad, que siempre era escaso debido a que los indios solo tenían lo necesario para sobrevivir y con poco esfuerzo podían obtener lo que necesitaban. Lo que bastaba para alimentar a tres familias de diez personas cada una durante un mes, un cristiano lo consumía y destruía en un solo día. Además, los cristianos cometían numerosos actos de violencia, fuerza y vejación hacia los indios.

Con el tiempo, los indios comenzaron a darse cuenta de que estos hombres no podían haber venido del cielo. Algunos escondían sus alimentos, otros protegían a sus mujeres e hijos, y otros más huían a los montes para evitar el contacto con personas tan crueles y terribles. Los cristianos golpeaban y maltrataban a los indios, incluso llegando al extremo de someter a los señores de los pueblos. La situación llegó a tal extremo de audacia y desvergüenza que un capitán cristiano violó a la esposa del rey principal y soberano de toda la isla.

A partir de este punto, los indios comenzaron a buscar formas de expulsar a los cristianos de sus tierras. Se armaron, aunque sus armas eran débiles y tenían poca capacidad tanto para atacar como para defenderse (lo que hacía que todas sus guerras fueran poco más que juegos de cañas, e incluso comparables a juegos de niños). Por otro lado, los cristianos, armados con caballos, espadas, perros y lanzas, comenzaron a perpetrar matanzas y crueldades extremas contra ellos.

Los cristianos entraban en los pueblos y no dejaban con vida a niños, ancianos, ni siquiera a mujeres embarazadas o que acababan de dar a luz, a quienes descuartizaban y desmembraban como si fueran corderos en un aprisco. Apostaban entre ellos sobre quién sería capaz de abrir a un hombre por la mitad con un solo golpe de cuchillo, cortarle la cabeza de un solo tajo o destriparlo para mostrar sus entrañas. Tomaban a los niños de los pechos de sus madres por las piernas y los estrellaban contra las rocas, o los arrojaban a los ríos burlándose y riéndose mientras se ahogaban, preguntando sarcásticamente: "¿Estáis hirviendo, hijos de tal?". Algunos mataban a las criaturas junto con sus madres, y a todos los que encontraban por delante de ellos. Construían largas horcas que casi tocaban el suelo, y en grupos de trece, en honor y reverencia a nuestro Redentor y los doce apóstoles, los quemaban vivos después de haberles prendido fuego. Otros envolvían todo el cuerpo de los indios con paja seca y les prendían fuego de esa manera.

Además, aquellos que querían mantener con vida, les cortaban ambas manos y las llevaban colgando, diciéndoles: "Andad con cartas", es decir, "Llevad las noticias a las personas que estaban escondidas en los montes".

Por lo general, mataban a los líderes y nobles de la siguiente manera: construían unas parrillas con varas sobre horquetas, ataban a los líderes en ellas y les ponían un fuego lento por debajo. Así, poco a poco, entre alaridos de tormento desesperado, sus almas se les escapaban. Recuerdo una ocasión en que vi a cuatro o cinco principales líderes quemándose en esas parrillas (y creo que había otras dos o tres parejas de parrillas donde quemaban a otros), y como sus gritos eran muy fuertes y molestaban al capitán o le impedían dormir, ordenó que los ahogaran. Sin embargo, el alguacil, que era incluso más despiadado que el verdugo, se negó a ahogarlos. En su lugar, les metió palos en la boca con sus propias manos para silenciarlos y luego avivó el fuego hasta que se asaron lentamente, según su voluntad. Sé el nombre de ese alguacil e incluso conocí a algunos de sus parientes en Sevilla.

He presenciado todas las atrocidades anteriormente mencionadas y muchas otras innumerables. Como resultado, toda la gente que podía huir se refugiaba en los montes y se retiraba a las sierras para escapar de hombres tan inhumanos, despiadados y salvajes, quienes eran verdaderos depredadores y enemigos capitales de la humanidad. Con el fin de perseguir y cazar a los indios que se escondían en estas áreas, los colonizadores enseñaron y entrenaron a lebreles y perros extremadamente feroces. Estos animales, al ver a un indio, lo destrozaban en un instante y preferían atacarlo y devorarlo antes que a un cerdo. Los estragos y la carnicería causados por estos perros fueron enormes.

Aunque en contadas y raras ocasiones los indios mataban a algunos cristianos con justa razón y legítima defensa, los colonizadores establecieron una ley entre sí: por cada cristiano que los indios mataran, los colonizadores debían matar a cien indios.

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Los reinos que había en la isla La Española

En la isla La Española, había cinco reinos principales muy grandes, cada uno gobernado por un rey poderoso. Estos reyes tenían una autoridad casi absoluta sobre los numerosos señores de otras regiones, aunque algunos señores de provincias remotas no reconocían ninguna autoridad superior. Uno de estos reinos se llamaba Maguá, cuyo nombre significa "el reino de la Vega". Esta vega es una de las maravillas más destacadas y admirables del mundo, ya que se extiende a lo largo de ochenta leguas desde el mar del Sur hasta el mar del Norte, con una anchura de cinco a diez leguas. Está rodeada de tierras altísimas por ambos lados y es atravesada por más de treinta mil ríos y arroyos, entre los cuales hay doce tan grandes como el Ebro, el Duero y el Guadalquivir.

Todos los ríos que provienen de la sierra al oeste, que suman veinte o veinticinco mil, son extremadamente ricos en oro. Esta sierra, o conjunto de sierras, incluye la región de Cibao, donde se encuentran las famosas minas de Cibao, de donde se extrae oro de una calidad excepcionalmente alta en quilates, lo que le ha dado una gran fama en la región.

El rey y señor de este reino se llamaba Guarionex. Tenía vasallos tan poderosos que uno solo de ellos podía reunir dieciséis mil hombres para servir a Guarionex, y he tenido el honor de conocer a algunos de estos vasallos. Guarionex era un rey sumamente obediente, virtuoso y naturalmente pacífico, además de ser devoto a los monarcas de Castilla. Durante ciertos años, por orden suya, cada persona que tenía una casa entregaba al rey de Castilla el equivalente al peso de un cascabel lleno de oro. Cuando no pudieron llenarlo, se cortó por la mitad y se entregó esa mitad llena, ya que los indios de la isla tenían muy poca o ninguna habilidad para extraer oro de las minas.

Este cacique se ofreció a servir al rey de Castilla ofreciendo realizar una labor agrícola que se extendería desde La Isabela, la primera población de los cristianos, hasta la ciudad de Santo Domingo, que dista cincuenta leguas, para evitar que le exigieran más oro. Y con razón, afirmaba que sus vasallos no tenían habilidad para extraerlo. Yo sé que la labor agrícola que proponía podía realizarse con gran éxito y que cada año aportaría al rey una cantidad que superaría los tres millones de castellanos. Además, es posible que dicha labor hubiera dado lugar a la existencia de más de cincuenta ciudades en la isla, todas del tamaño de Sevilla.

El pago que recibió este rey y señor tan noble y generoso fue una deshonra terrible: su esposa fue violada por un capitán cristiano indigno. A pesar de que podría haber esperado y reunido a su gente para vengarse, decidió marcharse y ocultarse, abandonando su reino y su posición para vivir desterrado en una provincia conocida como la de los Ciguayos, donde uno de sus vasallos era un gran señor.

Sin embargo, los cristianos finalmente lo encontraron y comenzaron una guerra contra el señor que lo protegía. Durante este conflicto, se produjeron grandes matanzas hasta que finalmente lograron capturar a Guarionex, quien fue encadenado y encarcelado. Luego, fue transportado en un barco hacia Castilla, pero la nave naufragó en el mar, llevándose consigo a muchos cristianos y una gran cantidad de oro. Entre las pérdidas se encontraba una gran pepita de oro del tamaño de un pan y con un peso de tres mil seiscientos castellanos. Esto, para algunos, fue visto como una justa venganza divina por las terribles injusticias cometidas.

El otro reino se llamaba el Marién, situado donde ahora se encuentra el Puerto Real, al final de la Vega, hacia el norte. Era más grande que el reino de Portugal y, sin duda, mucho más próspero y digno de ser poblado. Este reino contaba con numerosas y extensas sierras, así como minas de oro y cobre muy ricas. Su rey se llamaba Guacanagarí, y bajo su gobierno había muchos otros señores de gran importancia, a quienes tuve el privilegio de conocer personalmente.

Fue a este reino donde llegó en primer lugar el Almirante Cristóbal Colón, el descubridor de las Indias. En su primera visita, Guacanagarí recibió al Almirante y a todos los cristianos que lo acompañaban con una humanidad y caridad extraordinarias. Les ofreció una acogida cálida y generosa, brindándoles ayuda y provisiones, incluso después de que la nave del Almirante se perdiera en la costa. Esto lo sé por las palabras mismas del propio Almirante.

Lamentablemente, este rey murió huyendo de las matanzas y crueldades perpetradas por los colonizadores cristianos, y su reino fue destruido y él mismo privado de su posición, perdiéndose en los montes. Todos los otros señores que estaban bajo su gobierno sufrieron un destino similar, como se explicará más adelante.

El tercer reino y señorío era la Maguana, una tierra igualmente impresionante, muy saludable y fértil, donde se produce el mejor azúcar de la isla. Su rey se llamaba Caonabó, y en términos de poder, estatus y ceremonias de servicio, superaba a todos los demás. Sin embargo, fue capturado con gran astucia y maldad mientras se encontraba seguro en su hogar. Posteriormente, fue llevado en un barco con destino a Castilla. En el puerto, cuando seis barcos estaban a punto de partir, Dios mostró su desaprobación por la gran injusticia cometida. Envió una tormenta esa misma noche que hundió todos los navíos y ahogó a todos los cristianos a bordo, incluido Caonabó, quien estaba cargado de cadenas y grillos.

Este señor tenía tres o cuatro hermanos igualmente valientes y decididos que él. Al ver la injusta prisión de su hermano y señor, y las destrucciones y matanzas llevadas a cabo por los cristianos en los otros reinos, especialmente después de enterarse de la muerte del rey su hermano, decidieron tomar las armas para vengarse de los cristianos. Los colonizadores respondieron enviando a algunos de a caballo, lo cual era extremadamente perjudicial para los indígenas, y causaron tantos estragos y muertes que devastaron y despoblaron la mitad de todo el reino.

El cuarto reino era el de Jaraguá (taínos), que era como el corazón o centro de toda la isla. Sobresalía en la elegancia del lenguaje y en las costumbres más ordenadas y refinadas, así como en la abundancia de nobleza y generosidad. Había muchos señores y nobles, y la belleza de su gente superaba a la de todos los demás. Su rey y señor era Behechio, quien, junto con su hermana Anacaona, brindó grandes servicios a los reyes de Castilla y enormes beneficios a los cristianos, salvándolos de muchos peligros mortales.

Después de la muerte del rey Behechio, su hermana Anacaona (flor de oro) asumió el liderazgo del reino. En una ocasión, el gobernador de la isla llegó con sesenta hombres a caballo y más de trescientos peones. Solo los jinetes eran suficientes para causar estragos en toda la isla y en la tierra firme. Más de trescientos señores acudieron a su llamado, confiados en su seguridad. Sin embargo, el gobernador los engañó y los encerró en una gran casa de paja, donde los quemó vivos. A los demás los atacaron con lanzas y espadas, incluida la señora Anacaona, a quien ahorcaron en un acto de supuesta "honorabilidad".

Algunos cristianos, ya sea por compasión o por codicia para usar a los niños como sirvientes, no los mataron, sino que los colocaron a horcajadas sobre los caballos, solo para que otro español los atravesara con su lanza desde atrás. Otro método era cortarles las piernas con una espada si el niño estaba en el suelo. Algunas personas que lograron escapar de esta crueldad se refugiaron en una pequeña isla cercana en el mar, pero el gobernador los condenó a todos a ser esclavos por huir de la masacre.

El quinto reino se llamaba Higüey, gobernado por una anciana reina llamada Higuanamá. A ella la ahorcaron, y presencié innumerables personas quemadas vivas, despedazadas y torturadas de diversas y novedosas maneras, convirtiendo a todos los que pudieron capturar en esclavos.

Dada la gran cantidad de atrocidades cometidas en estas masacres y destrucciones de esas personas, sería imposible relatar todas las particularidades en una sola escritura. Sin embargo, quiero concluir respecto a las guerras mencionadas afirmando que, en mi conciencia y ante Dios, estoy seguro de que los indígenas no dieron ni tuvieron más culpa que la que tendría un convento de religiosos buenos y pacíficos, en comparación con los cristianos que los robaron, mataron y esclavizaron sin piedad. Además, sostengo firmemente que hasta que todas las poblaciones de la isla fueron diezmadas y destruidas, los indígenas no cometieron ningún pecado mortal punible por los hombres.

Los únicos pecados reservados para Dios, como los deseos de venganza, odio y rencor que los indígenas podrían haber tenido contra sus enemigos cristianos, fueron escasos y más propios de niños de diez o doce años, según mi experiencia. Puedo afirmar con certeza y sin lugar a dudas que los indígenas siempre tuvieron una guerra justa contra los cristianos, mientras que estos últimos nunca tuvieron una guerra justa contra los indígenas. Todas sus acciones fueron diabólicas, injustas y mucho peores que las de cualquier tirano en el mundo, lo cual también afirmo respecto a todas las acciones cometidas en todas las Indias.

Después de que terminaron las guerras y murieron todos los hombres en ellas, generalmente quedaban los jóvenes, mujeres y niños. Estos fueron repartidos entre los conquistadores, unos recibían treinta, otros cuarenta, otros cien o doscientos, dependiendo de la gracia que cada uno obtuviera del gobernador, el tirano mayor. Los entregaban a los cristianos con el pretexto de enseñarles la fe católica, aunque comúnmente eran todos ellos personas crueles, extremadamente avariciosas y viciosas, haciéndolos trabajar como sacerdotes.

El cuidado que recibieron fue enviar a los hombres a trabajar en las minas para extraer oro, un trabajo intolerable, mientras que a las mujeres las ponían a trabajar en las granjas cultivando la tierra, una tarea para hombres muy fuertes. No les proporcionaban suficiente comida, dándoles solo hierbas y alimentos sin sustancia. A las mujeres que estaban amamantando se les secaba la leche de los pechos y, como resultado, todas las criaturas murieron pronto. Además, al estar separados los maridos y las mujeres sin verse nunca, la reproducción entre ellos cesó.

Ellos murieron en las minas debido al trabajo y al hambre, mientras que ellas perecieron en las granjas por las mismas razones. De esta manera, se extinguieron tantas y tan numerosas multitudes de personas en esa isla, y así podría haber ocurrido con todas las del mundo. Las cargas que les imponían pesaban tres o cuatro arrobas, y las llevaban cientos o miles de leguas. Los propios cristianos obligaban a los indios a llevarlos en hamacas, como si fueran bestias de carga, causándoles heridas en los hombros y en la espalda. Además, los azotes, golpes, bofetadas, maldiciones y otros mil tipos de tormentos que les infligían durante el trabajo serían demasiado numerosos para describirse en mucho tiempo o en mucho papel, y serían suficientes para horrorizar a cualquier persona.

Es importante destacar que la perdición de estas islas y tierras comenzó a acelerarse desde que se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, que ocurrió en el año mil quinientos cuatro. Hasta ese momento, solo se habían destruido algunas provincias en esta isla debido a guerras injustas, pero no en su totalidad. La mayoría de estas atrocidades y casi todas se mantuvieron ocultas a la Reina, quien, que Dios la tenga en su santa gloria, mostraba un gran cuidado y celo por la salvación y prosperidad de aquellas gentes. Esto lo sabemos aquellos que lo vivimos y presenciamos con nuestros propios ojos y manos los ejemplos de esto. También es importante señalar otra regla en todo esto: donde quiera que los cristianos han ido y pasado en las Indias, siempre han cometido todas estas crueldades, matanzas, tiranías y opresiones abominables contra esas inocentes gentes. Además, añadieron muchas más y peores formas de tormento, siempre fueron más crueles, ya que Dios permitía que cayeran más rápidamente y con mayor condenación en su juicio o sentimiento reprobado.

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San Juan y Jamaica

Pasaron a la isla de San Juan y a la de Jamaica en el año mil quinientos nueve los españoles, con el mismo propósito que tenían al llegar a La Española. Cometieron los mismos grandes ultrajes y pecados mencionados anteriormente, y añadieron muchas crueldades más, como matar, quemar, asar y arrojar a perros salvajes a los indígenas. Luego los sometieron, atormentaron y vejaron en las minas y otros trabajos hasta consumir y acabar con todos esos desafortunados inocentes. Había en esas dos islas más de seiscientas mil personas, y creo que incluso más de un millón, pero hoy en día en cada una apenas hay doscientas personas, todas ellas perecidas sin fe y sin sacramentos.

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La Isla de Cuba

En el año mil quinientos once, los españoles llegaron a la isla de Cuba, que es tan extensa como viajar desde Valladolid hasta Roma. Allí había grandes poblaciones de nativos. Los conquistadores llevaron a cabo las mismas atrocidades mencionadas anteriormente, y aún más cruelmente. En esta isla ocurrieron eventos muy destacados. Un cacique y señor muy importante llamado Hatuey, que había huido de la isla La Española a Cuba con mucha de su gente para escapar de las calamidades y los actos inhumanos de los cristianos, se enteró de la llegada de estos últimos a Cuba a través de indígenas que pasaban a la isla. Reunió a mucha o toda su gente y les dijo: "Ya sabéis que se dice que los cristianos están llegando aquí, y tenéis experiencia de lo que les han hecho a los señores fulano y fulano y fulano y a esas gentes de Haití (que es La Española). Lo mismo vienen a hacer aquí. ¿Sabéis por qué lo hacen?". Respondieron: "No, solo porque son naturalmente crueles y malvados". Él dijo: "No lo hacen solo por eso, sino porque tienen un dios a quien adoran y quieren mucho, y para que lo adoremos también nos someten y nos matan". Tenía consigo una cestilla llena de oro en joyas y dijo: "Aquí tenéis el dios de los cristianos; hagamos rituales y danzas para él, quizás así lo complacemos y les ordena que no nos hagan daño". Todos gritaron: "¡Está bien, está bien!". Bailaron delante de las joyas hasta que todos se cansaron, luego el señor Hatuey dijo: "De cualquier manera, si lo guardamos, al final nos matarán para sacárnoslo: tirémoslo al río". Todos estuvieron de acuerdo y arrojaron las joyas al río que estaba cerca.

Este líder tribal siempre estuvo evitando a los cristianos desde que llegaron a Cuba, como si los conociera de antes. Se defendía cuando se cruzaba con ellos, pero al final lo capturaron. A pesar de que huía de personas tan injustas y crueles, y se defendía de aquellos que querían matarlo y someterlo, lo capturaron vivo para quemarlo. Atado al poste, un religioso franciscano, un hombre santo presente en el lugar, le hablaba sobre Dios y nuestra fe, algo que el cacique nunca antes había escuchado. Este breve tiempo era todo lo que los verdugos le permitían, y el religioso le explicó que, si creía en lo que le decía, iría al cielo donde encontraría gloria y eterno descanso, pero si no, iría al infierno a sufrir tormentos perpetuos. Tras pensarlo un momento, el cacique preguntó si los cristianos iban al cielo. El religioso le aseguró que sí, pero solo aquellos que eran buenos. Entonces, sin dudarlo, el cacique dijo que prefería ir al infierno, para evitar estar donde estuvieran los cristianos y no tener que ver a gente tan cruel. Esta historia ilustra la reputación y la gloria que Dios y nuestra fe han ganado gracias a los cristianos que han viajado a las Indias.

Una vez, salimos a recibir a unas diez leguas de distancia de un gran pueblo, llevando obsequios y provisiones. Al llegar, nos dieron una gran cantidad de pescado, pan y comida, ofreciéndonos todo lo que pudieron. Pero de repente, los cristianos fueron poseídos por el demonio y, sin motivo alguno, comenzaron a apuñalar ante mí a más de tres mil personas, hombres, mujeres y niños que estaban sentados frente a nosotros. Presencié tales atrocidades que ni en sueños imaginé ver.

En otra ocasión, pocos días después, envié mensajeros para asegurar a los señores de la provincia de La Habana que no tenían que temer, ya que habían escuchado de mi palabra fidedigna que no les haríamos daño si nos recibían, dado el horror que había causado las masacres previas en toda la región. Esto lo hice con la aprobación del capitán. Cuando los señores y caciques de la provincia nos salieron al encuentro, veintiuno en total, el capitán los apresó inmediatamente, violando la garantía de seguridad que les había otorgado. Al día siguiente, pretendía quemarlos vivos, argumentando que esos señores podrían causar problemas en el futuro. Me vi en una situación muy difícil para evitar que los llevaran a la hoguera, pero finalmente logré liberarlos antes de que fuera demasiado tarde.

Después de que todos los indígenas de esta isla fueron sometidos a la esclavitud y la desesperación bajo los españoles de La Española, muchos optaron por huir a los bosques, mientras que otros, llenos de desesperación, optaron por quitarse la vida. Maridos y mujeres se ahorcaban juntos, llevándose también a sus hijos consigo. Recuerdo a un español extremadamente tirano que conocí, cuyas crueldades llevaron al suicidio a más de doscientos indígenas.

De manera similar, un oficial del rey que recibió trescientos indígenas como parte de su asignación, perdió a doscientos setenta de ellos en las minas en tan solo tres meses, dejando apenas treinta con vida, una décima parte de todos los que tenía. A pesar de recibir más indígenas después, continuó matándolos, llevando su crueldad hasta su propia muerte, cuando el diablo se llevó su alma.

En mi presencia, en tan solo tres o cuatro meses, más de siete mil niños murieron de hambre porque sus padres y madres fueron llevados a las minas. Presencié otras atrocidades espantosas. Luego, decidieron cazar a los indígenas que se refugiaban en los bosques, lo que resultó en devastación y destrucción asombrosas. Así, arrasaron y despoblaron toda la isla, dejándola ahora como un desierto, una tristeza y compasión para quien la contempla.

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De la Tierra Firme

En el año 1514, llegó a la Tierra Firme un gobernador desafortunado, un tirano despiadado sin piedad ni prudencia, casi como un instrumento del furor divino, específicamente enviado para poblar esa tierra con una gran cantidad de españoles. Aunque en el pasado algunos tiranos habían llegado a la Tierra Firme para saquear, matar y causar estragos en la gente, limitándose generalmente a las áreas costeras, este gobernador superó a todos los demás en crueldad, superando incluso a los de todas las islas anteriores, y sus acciones nefastas superaron todas las abominaciones previas.

No se limitó solo a la costa, sino que despobló y devastó vastas tierras y reinos, enviando a innumerables personas a la perdición. Desde muchas leguas arriba del Darién hasta el reino y las provincias de Nicaragua, abarcando más de quinientas leguas, arrasó una de las tierras más prósperas, felices y pobladas que se cree haber en el mundo. Allí había grandes señores, poblaciones infinitas y riquezas enormes de oro. Aunque previamente la isla de La Española había enriquecido casi toda España con oro, extraído de las entrañas de la tierra mediante el trabajo de los indígenas en las minas, nunca antes se había visto tanta riqueza acumulada en un solo lugar como en estas tierras devastadas por el gobernador tirano.

Este gobernador y su séquito idearon nuevas formas de crueldad y tortura contra los indígenas para obligarlos a revelar y entregar oro. Uno de sus capitanes, por orden del gobernador, llevó a cabo una incursión en la que mató a más de cuarenta mil personas, según lo presenciado por un religioso franciscano que lo acompañaba, llamado fray Francisco de San Román. Los métodos utilizados incluyeron el uso de espadas, quemar vivos a los indígenas, lanzarlos a perros salvajes y someterlos a diversos tormentos.

La ceguera perniciosa de quienes han gobernado las Indias hasta hoy en día, en cuanto a la conversión y salvación de estas personas, es evidente. A pesar de sus afirmaciones verbales, la realidad es que han priorizado la violencia sobre el verdadero trabajo de evangelización. Han llegado al extremo de exigir a los indígenas que se conviertan a la fe y obedezcan a los reyes de Castilla bajo amenaza de guerra, muerte y esclavitud.

Esto es completamente contrario al mandato de Cristo, quien enseñó a "id y haced discípulos de todas las naciones". Se exige a estos indígenas, que son pacíficos y viven en sus propias tierras, aceptar una autoridad a la que nunca antes han visto ni oído hablar. Si no aceptan de inmediato, se les priva de sus tierras, de su libertad, de sus seres queridos y de sus vidas, todo ello a manos de una gente y mensajeros tan crueles, despiadados y tiranos. Esta situación es absurda, indigna de cualquier elogio y merece el más profundo reproche y condena, así como el castigo eterno.

El triste y desafortunado gobernador, siguiendo instrucciones para justificar los absurdos, irracionales e injustos requerimientos que se les imponían a los indígenas, ordenaba, o los ladrones que enviaba ejecutaban, un procedimiento aún más indignante cuando decidían saquear y robar un pueblo que se rumoreaba tenía oro. Mientras los indígenas estaban en sus hogares, sintiéndose seguros, los españoles desdichados se acercaban sigilosamente de noche hasta aproximadamente media legua del pueblo.

Allí, entre ellos mismos, anunciaban o leían el requerimiento, diciendo: "Caciques e indios de este pueblo, sepan que existe un Dios, un Papa y un rey de Castilla que es dueño de estas tierras: vengan a darle obediencia, etc. Y si no, sepan que les haremos la guerra, los mataremos, los esclavizaremos, etc.". Luego, al amanecer, cuando los inocentes dormían con sus familias, los invasores atacaban el pueblo, prendiendo fuego a las casas, que generalmente eran de paja, y quemaban vivos a niños y mujeres, junto con muchos otros habitantes que apenas tenían tiempo de reaccionar.

Mataban a quienes querían y sometían a tormentos a los capturados para que revelaran la ubicación de otros pueblos con más oro del que encontraban allí. A los que quedaban los marcaban como esclavos. Después de que el fuego se extinguía, los invasores registraban las casas en busca del oro que allí había. Este comportamiento era una atrocidad inconcebible, una muestra extrema de la crueldad y la inhumanidad de quienes perpetraban estos actos.

De esta manera, aquel hombre perdido, junto con todos los malos cristianos que lo acompañaron desde el año catorce hasta el veintiuno o veintidós, se dedicó a enviar en incursiones a cinco, seis y aún más criados, quienes, además de lo que ya recibía como capitán general, obtenían una parte considerable del oro, las perlas, las joyas y los esclavos que saqueaban. Los funcionarios del rey también participaban en esta práctica, enviando la mayor cantidad posible de sus sirvientes y criados para obtener su parte de las ganancias. Incluso el primer obispo de la región envió a sus propios criados para participar en este lucrativo negocio.

Durante ese período, se estima que se robaron más de un millón de castellanos en oro del reino, y posiblemente esa cifra sea conservadora. Sin embargo, apenas se enviaron al rey tres mil castellanos de todo lo robado. Además del saqueo, la tiránica servidumbre impuesta durante las guerras resultó en la muerte de al menos ochocientas mil personas.

Los sucesivos gobernadores tiranos que ocuparon el cargo hasta el año treinta y tres continuaron permitiendo y perpetrando estas atrocidades, contribuyendo así a la destrucción y el sufrimiento de la población indígena.

Entre las innumerables atrocidades que este individuo perpetró y permitió durante su mandato, hubo un caso en el que un cacique entregó voluntariamente o por temor, nueve mil castellanos como tributo. Sin embargo, insatisfechos con esta suma, los españoles lo capturaron y lo ataron a un poste con los pies extendidos, prendiéndole fuego para obligarlo a revelar más oro. Cuando el cacique envió a su casa y trajeron otros tres mil castellanos, volvieron a someterlo a tormentos. A pesar de que el cacique no pudo proporcionar más oro, ya sea porque no lo tenía o porque se negaba a darlo, lo mantuvieron en esa situación hasta que la médula ósea le salió por las plantas de los pies, lo que finalmente le causó la muerte. Hubo innumerables ocasiones en las que torturaron y mataron a caciques por el simple objetivo de extraer oro de ellos.

En otra ocasión, mientras se dirigían a atacar a un grupo de españoles, encontraron a un grupo de mujeres y doncellas escondidas en un monte, tratando de huir de las atrocidades cometidas por los cristianos. Sin contemplaciones, los españoles tomaron a setenta u ochenta mujeres, matando a muchos de los que pudieron. Al día siguiente, cuando un grupo de indígenas se reunió y comenzó a pelear contra los cristianos en un intento desesperado por rescatar a sus mujeres e hijas, los españoles, sintiéndose acorralados, no dudaron en usar sus espadas para atravesar los vientres de las mujeres y doncellas, dejando solo ochenta de ellas con vida. Los indígenas, destrozados por el dolor, gritaban y se lamentaban por la crueldad de los cristianos, llamándolos "malos hombres" y "cruceiros", término que en su idioma se refería a los hombres que mataban a las mujeres, una señal de la abominable y bestial crueldad de estos hombres.

A unas diez o quince leguas de Panamá se encontraba un gran señor llamado Paris, notablemente rico en oro. Los cristianos llegaron a su territorio y fueron recibidos cordialmente, como si fueran hermanos suyos. El señor Paris ofreció al capitán cincuenta mil castellanos de su propia voluntad como muestra de su generosidad. Para los cristianos, este gesto indicaba que aquel que ofrecía una suma tan significativa de forma espontánea debía poseer una gran cantidad de tesoro, lo que sería la recompensa de sus esfuerzos. Sin embargo, en un acto de engaño, los cristianos fingieron que querían marcharse, pero al amanecer atacaron sorpresivamente el pueblo. Incendiaron las casas, causaron estragos, mataron y quemaron a muchas personas, y robaron otros cincuenta o sesenta mil castellanos más. Aunque el cacique logró escapar, reunió rápidamente a más gente y, en dos o tres días, alcanzó a los cristianos, atacándolos valientemente y matando a cincuenta de ellos, arrebatándoles todo el oro. Los cristianos restantes lograron escapar, algunos gravemente heridos.

Posteriormente, un grupo de cristianos regresó y arrasó el territorio del cacique Paris, causando la muerte de él y de muchos de sus seguidores, mientras que a los sobrevivientes los sometieron a la servidumbre habitual. Como resultado, hoy en día no queda rastro alguno de que haya existido un pueblo o ser humano en ese lugar, a pesar de que anteriormente estaba lleno de gente y señoríos en un área de treinta leguas. Las matanzas y destrucciones perpetradas por este miserable hombre y su compañía en estos reinos despoblados son incontables y lamentables.

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Nicaragua

En el año 1522 o 1523, este tirano se dirigió a conquistar la próspera provincia de Nicaragua, lo cual resultó en un acontecimiento lamentable para la región. ¿Quién podría exagerar la felicidad, la salud, la belleza y la prosperidad de esta provincia? Era realmente asombroso ver la densa población de pueblos que se extendían a lo largo de tres o cuatro leguas, todos llenos de frutas maravillosas que reflejaban la inmensa cantidad de habitantes que la habitaban.

Estas personas, debido a que la tierra era plana y abierta, no tenían la opción de esconderse en los montes. Además, estaban profundamente arraigadas a su hermosa tierra, y a pesar de las dificultades y persecuciones que sufrían bajo el yugo de los cristianos, resistían valientemente. Eran una gente pacífica y dócil por naturaleza, lo que los hacía más vulnerables a las atrocidades que este tirano, junto con sus despiadados compañeros, infligió sobre ellos. Las matanzas, los abusos, los secuestros y las injusticias perpetradas por estos opresores fueron tan numerosos y tan horribles que ninguna lengua humana podría expresarlo adecuadamente.

Este tirano enviaba contingentes de cincuenta jinetes para recorrer y saquear una provincia que era más extensa que el condado de Rusellón. No perdonaba a ningún hombre, mujer, anciano o niño por razones insignificantes, como el hecho de no responder rápidamente a su llamado o no llevar suficientes cargas de maíz, que era el alimento básico en esa región. La tierra llana facilitaba a los jinetes su despiadada caza, sin que nadie pudiera escapar de su furia infernal.

Además, enviaba a españoles a realizar incursiones en otras provincias, donde capturaban a tantos indígenas como quisieran de pueblos pacíficos y serviciales. Estos indígenas eran encadenados y obligados a cargar pesadas cargas de tres arrobas. En numerosas ocasiones, de cuatro mil indígenas capturados, apenas seis lograban regresar vivos a sus hogares, ya que el agotamiento, el hambre y la debilidad causaban la muerte de la mayoría en el camino. Cuando algunos indígenas no podían soportar más la carga y enfermaban, en lugar de liberarlos de las cadenas, les cortaban la cabeza por el cuello, dejando que la cabeza cayera en un lado y el cuerpo en otro.

Estas expediciones se llevaban a cabo con tanta frecuencia y brutalidad que los indígenas, sabiendo que ninguno de los capturados volvería, partían llorando y suspirando, conscientes de que nunca más volverían a ver a sus seres queridos ni a tener esperanza de regresar a sus hogares.

En una ocasión, este tirano decidió realizar un nuevo repartimiento de los indígenas, probablemente por capricho personal, e incluso se rumorea que lo hizo para despojar a aquellos a los que no apreciaba y entregarlos a quienes le parecían más adecuados. Como resultado, ordenó a los indígenas que no sembraran ninguna cosecha. Sin la producción de alimentos, los cristianos se vieron obligados a tomar el maíz de los indígenas para alimentarse a sí mismos y a sus hijos. Esta medida desencadenó una grave hambruna que acabó con la vida de más de veinte o treinta mil personas, llegando incluso al extremo de que algunas mujeres se vieron obligadas a matar a sus propios hijos para alimentarse.

Los pueblos que habitaban los indígenas eran como hermosas huertas, pero los cristianos se adueñaron de ellos, instalándose en cada pueblo que les era asignado o "encomendado", como ellos lo llamaban, y cultivando la tierra que antes pertenecía a los indígenas. De esta forma, los españoles se apropiaron de las tierras y propiedades de los indígenas, quienes se vieron obligados a servirles día y noche sin descanso, incluyendo a los niños, a quienes se les exigía trabajar desde muy temprana edad, más allá de sus capacidades. Esta explotación implacable ha llevado a la ruina y destrucción de los pocos indígenas que han sobrevivido, privándolos incluso de tener una casa o posesiones propias. Estas injusticias superan incluso las atrocidades cometidas en la isla La Española.

Han sometido y agobiado a muchas personas en esta provincia, siendo la causa directa de la muerte prematura de muchas de ellas. Los obligaron a transportar la madera y tablazón desde distancias de hasta treinta leguas hasta el puerto para la construcción de barcos, y los enviaron a buscar miel y cera por los montes, exponiéndolos al peligro de ser devorados por los tigres. Incluso cargaron a mujeres embarazadas y recién paridas como si fueran bestias de carga.

La peor calamidad que ha azotado esta provincia fue la licencia que el gobernador otorgó a los españoles para exigir esclavos a los caciques y señores de los pueblos. Cada cuatro o cinco meses, o cuando obtenían la aprobación del gobernador, los españoles demandaban cincuenta esclavos a cada cacique, bajo amenaza de quemarlos vivos o lanzarlos a los perros salvajes si se negaban. Dado que los indígenas normalmente no tenían esclavos, los caciques se veían obligados a entregar a sus hijos huérfanos, y luego a sus propios hijos, causando angustia y llanto en el pueblo, ya que los indígenas tienen un amor profundo por sus hijos.

Esta práctica devastó la provincia durante diez años, de 1523 a 1533, ya que, durante ese tiempo, cinco o seis barcos partieron regularmente, llevando a todas esas multitudes de indígenas a Panamá y al Perú para ser vendidos como esclavos. Allí, la mayoría eran condenados a muerte, ya que se ha demostrado que los indígenas arrancados de sus tierras nativas mueren más fácilmente, al no recibir suficiente alimento y al ser sometidos a trabajos forzados implacables. Se estima que más de quinientas mil almas fueron sacadas de esta provincia y convertidas en esclavos, a pesar de ser tan libres como cualquiera de nosotros.

Debido a las atroces guerras desencadenadas por los españoles y al horrendo cautiverio al que los sometieron, han fallecido más de quinientas o seiscientas mil personas hasta la fecha, y lamentablemente siguen muriendo. Todo este horror se ha desencadenado en un lapso de aproximadamente catorce años. En la actualidad, en toda la provincia de Nicaragua, apenas quedan alrededor de cuatro o cinco mil personas, que son diezmadas cada día por los servicios forzados y las opresiones constantes, a pesar de haber sido una de las regiones más densamente pobladas del mundo.

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La Nueva España

En el año de 1517, se realizó el descubrimiento de la Nueva España, lo cual provocó grandes disturbios entre los indígenas y resultó en algunas muertes causadas por los que lideraron la expedición. Un año después, en 1518, los que se autodenominan cristianos, aunque en realidad van con fines de saqueo y violencia, comenzaron a robar y matar en esta región bajo el pretexto de establecer colonias.

Desde entonces, hasta el día de hoy, en 1542, toda la maldad, injusticia, violencia y opresión perpetrada por los cristianos en las Indias ha alcanzado su punto máximo. Han perdido por completo el temor a Dios y al rey, e incluso se han olvidado de su propia humanidad. Los estragos, crueldades, masacres, saqueos, violaciones y tiranías se han extendido por numerosos reinos de la vasta tierra firme, y todas las atrocidades mencionadas anteriormente palidecen en comparación con las que se han llevado a cabo desde el año 1518 hasta la fecha presente. Hoy mismo, en este día de septiembre, se siguen perpetrando las acciones más graves y abominables. Esto confirma la regla que establecimos anteriormente: estas atrocidades han ido creciendo constantemente en magnitud y depravación desde el principio.

Desde la entrada en la Nueva España, que ocurrió el dieciocho de abril del año dieciocho, hasta el año treinta, transcurrieron doce años de continuas matanzas y devastaciones perpetradas por las manos ensangrentadas y crueles espadas de los españoles en un perímetro de unas cuatrocientas cincuenta leguas alrededor de la ciudad de México y sus alrededores. En esta área se encontraban cuatro o cinco grandes reinos, que eran tanto grandes como considerablemente más prósperos que las ciudades españolas de Toledo, Sevilla, Valladolid, Zaragoza y Barcelona juntas. Estas tierras estaban densamente pobladas, superando en población a las ciudades españolas incluso en sus épocas de mayor auge. En estas leguas, que cubrirían más de mil ochocientas en total, los españoles provocaron la muerte de alrededor de cuatro millones de personas, incluyendo mujeres, niños, jóvenes y ancianos, a través de métodos como el uso de cuchillos, lanzas y la práctica de quemarlos vivos. Todo esto ocurrió durante lo que ellos llamaban "conquistas", que en realidad fueron invasiones violentas perpetradas por crueles tiranos, acciones condenadas no solo por la ley de Dios, sino también por todas las leyes humanas, y que incluso superan en maldad a las acciones del turco destinadas a destruir la Iglesia cristiana. Y esto sin tener en cuenta las muertes diarias causadas por la servidumbre tiránica, las vejaciones y las opresiones cotidianas impuestas sobre los indígenas.

El nivel de atrocidades cometidas por esos enemigos públicos y enemigos capitales del género humano es tal que ningún lenguaje, información o esfuerzo humano sería suficiente para describir completamente los actos espantosos perpetrados en diversas regiones y simultáneamente en algunas áreas dentro de ese perímetro mencionado. De hecho, algunos de estos hechos, considerando las circunstancias y la gravedad de las acciones, son tan insondables que apenas se podrían explicar de manera exhaustiva incluso con mucha diligencia, tiempo y escritura. Sin embargo, aunque sea limitado, trataré de compartir algo sobre algunas partes de estos eventos, dejando claro que lo que digo apenas rasca la superficie y no constituye ni siquiera una milésima parte de la totalidad de las atrocidades.

***

Entre las numerosas masacres perpetradas por los invasores, destaca una en una ciudad grande con más de treinta mil habitantes llamada Cholula. Los líderes de la región, incluidos los sacerdotes principales, salieron a recibir a los españoles con gran respeto y reverencia, llevándolos en procesión hacia la ciudad y a las casas designadas para su alojamiento. Sin embargo, los conquistadores tenían la intención de sembrar el terror y la sumisión en la región, por lo que decidieron llevar a cabo una matanza o castigo, como lo llaman ellos.

Para ello, primero convocaron a todos los líderes y nobles de la ciudad y de los alrededores, incluido el líder principal. A medida que los líderes llegaban y se acercaban al capitán español para conversar, eran arrestados sin que nadie pudiera advertir lo que estaba sucediendo.

Habiéndoles pedido a cinco o seis mil indios que llevaran las cargas, todos ellos acudieron de inmediato y fueron reunidos en el patio de las casas. Es desgarrador ver a estos indios preparándose para llevar las cargas de los españoles, ya que vienen desnudos, cubriendo solo sus vergüenzas, con redecillas en el hombro y su escasa comida. Se sientan en cuclillas juntos en el patio, como corderos mansos, mientras otros están presentes en el lugar.

Los españoles armados se colocan en las puertas del patio para vigilar, mientras que los demás toman sus espadas y lanzas, y proceden a masacrar a todos los indios reunidos. Ninguno de ellos logra escapar sin ser asesinado. Después de dos o tres días, algunos indios vivos, cubiertos de sangre y que se habían escondido entre los muertos, salen en busca de misericordia ante los españoles. Sin embargo, no reciben compasión ni clemencia; al contrario, son despedazados sin piedad.

El capitán mandó que todos los señores, que eran más de cien y estaban atados, fueran sacados y quemados vivos en palos clavados en la tierra. Sin embargo, uno de los señores, posiblemente el principal y rey de la región, logró soltarse y se refugió en el templo grande junto con otros veinte, treinta o cuarenta hombres. Este templo servía como una especie de fortaleza y se llamaba cuu. Allí se defendieron durante un largo tiempo, pero los españoles, que no respetaban nada ni a nadie, especialmente a estas personas desarmadas, prendieron fuego al templo y los quemaron vivos, mientras proclamaban: "¡Oh, malvados! ¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¿Por qué nos matan? Id, que iréis a México, donde nuestro gran señor Montezuma nos vengará".

Se cuenta que mientras se llevaba a cabo la masacre de los cinco o seis mil hombres en el patio, el capitán de los españoles estaba cantando:

Mira Nero de Tarpeya

a Roma cómo se ardía.

Gritos dan niños y viejos

y él de nada se dolía.

Esta canción alude a la leyenda de Nerón, el emperador romano, quien supuestamente observó impasible mientras Roma ardía.

Después de la masacre en Cholula, los conquistadores se dirigieron hacia la ciudad de Tepeaca, que era aún más grande y poblada. Allí perpetraron otra matanza espantosa, utilizando métodos crueles y despiadados.

Desde Tepeaca, continuaron su camino hacia la ciudad de México. En el camino, el gran rey Moctezuma envió miles de regalos, junto con importantes señores y dignatarios, para recibir a los españoles. A la entrada de la calzada que conducía a México, a unas dos leguas de distancia, enviaron a su propio hermano junto con una gran comitiva y valiosos presentes de oro, plata y ropas para recibirlos. A la entrada de la ciudad, el propio Moctezuma salió personalmente en unas andas de oro, acompañado de su corte, para dar la bienvenida a los españoles y acompañarlos hasta los palacios donde serían alojados.

Sin embargo, ese mismo día, con cierta astucia y mientras se sentía seguro, los españoles prendieron al gran rey Moctezuma. Lo pusieron bajo custodia con ochenta hombres que lo vigilaban y luego lo encadenaron.

Dejando todo lo anterior, quiero destacar una acción particular que realizaron aquellos tiranos: mientras el capitán de los españoles se dirigía al puerto marítimo para capturar a otro capitán que venía contra él, dejaron a cargo de la custodia del rey Moctezuma a un cierto capitán, con aproximadamente cien hombres o incluso menos. Los españoles acordaron entonces llevar a cabo una acción significativa para aumentar el temor en toda la región, una estrategia que han utilizado en muchas ocasiones. Mientras tanto, los indios, la gente y los señores de toda la ciudad y corte de Moctezuma estaban ocupados en complacer a su señor prisionero. Entre las actividades festivas que realizaban, se incluían bailes y danzas llamados mitotes, similares a los areítos de las islas, donde exhibían todas sus prendas y riquezas. Los más nobles, caballeros y descendientes reales, según su jerarquía, llevaban a cabo sus festividades más cerca de las casas donde estaba preso su señor. En la parte más cercana a los palacios mencionados se encontraban alrededor de dos mil hijos de señores, quienes representaban la élite de la nobleza de todo el imperio de Moctezuma.

A estos, el capitán de los españoles, acompañado de una cuadrilla de soldados, se dirigió, mientras enviaba a otras cuadrillas a diferentes partes de la ciudad donde se llevaban a cabo las fiestas, haciéndose pasar como si fueran a observarlas. Luego, en un momento determinado, dio la orden de atacar. Cuando estaban absortos y seguros en sus bailes, gritó "¡Santiago y a ellos!". Entonces, comenzaron a abrir los cuerpos desnudos y delicados con sus espadas desnudas, derramando la noble sangre de todos, sin dejar a ninguno con vida. Lo mismo hicieron los otros en las diferentes plazas. Esta acción dejó a todos los reinos y gentes en un estado de asombro, angustia y luto, llenándolos de amargura y dolor. Desde entonces, y hasta el fin del mundo o hasta que ellos desaparezcan por completo, no dejarán de lamentar y cantar en sus areítos y bailes, como en romances, sobre esa calamidad y la pérdida de toda su nobleza, de la cual se enorgullecían desde hacía muchos años.

Ante la injusticia y crueldad sin precedentes perpetrada contra tantos inocentes, los indios, que habían soportado con paciencia la injusta prisión impuesta por su señor, quien les había ordenado no atacar ni guerrear a los cristianos, decidieron levantarse en armas. Atacaron a los españoles, hiriendo a muchos de ellos, quienes apenas pudieron escapar. Colocaron un puñal en el pecho del preso Moctezuma, instándolo a que se asomara a los corredores y ordenara a los indios que cesaran el combate y se mantuvieran en paz. Sin embargo, los indios no lo obedecieron y comenzaron a discutir la elección de otro señor y capitán que liderara sus batallas.

Mientras tanto, el capitán que había ido al puerto regresaba con victoria, trayendo consigo muchos más cristianos y acercándose a la ciudad. Ante esta situación, cesaron los combates durante unos tres o cuatro días hasta que él entró en la ciudad. Una vez dentro, con una gran cantidad de gente reunida de toda la región, los enfrentamientos continuaron durante varios días. Temiendo la muerte, acordaron una noche abandonar la ciudad.

Los indios, al enterarse de los acontecimientos, llevaron a cabo una justa y santa guerra, matando a una gran cantidad de cristianos en los puentes de la laguna. Las causas que los motivaron eran justas y cualquier persona razonable las habría considerado justificadas. Después de esta confrontación, los cristianos se reorganizaron y perpetraron terribles matanzas en la ciudad, donde causaron estragos, matando a innumerables personas y quemando vivos a muchos grandes señores.

Posteriormente, esta tiránica pestilencia se propagó y devastó la provincia de Pánuco, que estaba densamente poblada, causando estragos y matanzas sin precedentes. Luego, siguieron destruyendo la provincia de Tututepeque, luego la de Ipilcingo, y después la de Colima, cada una de las cuales era más extensa que los reinos de León y Castilla. Describir detalladamente los estragos, muertes y crueldades perpetradas en cada una de estas regiones sería extremadamente difícil e imposible de narrar, y sería una tarea ardua de escuchar.

Es importante señalar aquí el título bajo el cual los españoles entraban y comenzaban a destruir a esos inocentes y a despoblar esas tierras que deberían haber sido motivo de alegría y gozo para quienes eran verdaderos cristianos, dada su gran e infinita población. Decían que venían a sujetarse y obedecer al rey de España, pero en realidad los estaban matando y esclavizando. A aquellos que no se sometían de inmediato a cumplir con estos mensajes irracionales y estúpidos, y a ponerse en manos de hombres tan inicuos, crueles y bestiales, los llamaban rebeldes y alzados contra el servicio de Su Majestad, así lo escribían al rey nuestro señor.

La ceguera de aquellos que gobernaban las Indias no alcanzaba a entender lo que estaba expresamente claro en sus leyes, y más claro que cualquier otro de sus principios fundamentales: que nadie puede ser llamado rebelde si primero no es súbdito. Los cristianos que tienen algún conocimiento de Dios, de la razón e incluso de las leyes humanas deben considerar qué impresión pueden causar tales demandas en los corazones de cualquier pueblo que vive en sus tierras de manera segura, sin deber nada a nadie y teniendo a sus propios señores naturales. Las nuevas que les decían así de repente eran: "Someteos a un rey extranjero que nunca visteis ni oísteis, y si no, sabed que luego os haremos pedazos", especialmente cuando por experiencia veían que eso era precisamente lo que ocurría.

Y lo más espantoso es que a aquellos que de hecho obedecen, los someten a una servidumbre asfixiante, donde los trabajos y tormentos son increíblemente largos y más duraderos que los provocados por la espada. Al final, perecen ellos, sus mujeres, sus hijos y toda su descendencia. Y aunque es cierto que mediante estos temores y amenazas algunas personas en el mundo llegan a obedecer y reconocer el dominio de un rey extranjero, ¿no ven los ciegos y perturbados por la ambición y la codicia diabólica que no ganan ni un ápice de derecho (aunque verdaderamente sean temores y miedos) con esos actos tan inconsistentes?

Desde el punto de vista del derecho natural, humano y divino, todo esto es vacío, ya que no otorga ningún derecho real. Lo único que queda son las obligaciones ante los fuegos infernales y, además, los agravios y daños infligidos a los reyes de Castilla, ya que están destruyendo sus reinos y aniquilando, en la medida de lo posible, todo su derecho sobre las Indias. Estos son, y no otros, los "servicios" que los españoles han prestado a esos señores reyes en esas tierras y que siguen prestando hoy en día.

Con el pretexto tan justo y aprobado, este capitán tirano envió a otros dos tiranos capitanes aún más crueles y feroces, carentes de piedad y misericordia, a dos grandes y prósperos reinos muy poblados: el reino de Guatemala, ubicado en la costa sur, y el otro de Naco y Honduras o Guaimura, situado en la costa norte, contiguos entre sí y separados por unos trescientos kilómetros de distancia desde México. Uno de ellos marchó por tierra y el otro por mar, con una gran cantidad de soldados a caballo y a pie.

Es verdad que lo que ambos perpetraron en maldad (y especialmente el que fue al reino de Guatemala, ya que el otro murió pronto en desgracia), podría llenar y resumir tantas maldades, estragos, muertes, despoblaciones e injusticias tan atroces que asombrarían a las generaciones presentes y futuras, y llenarían un gran libro, pues superaron a todos los hechos pasados y presentes en términos de la cantidad y número de atrocidades cometidas, así como de la cantidad de gente destruida y tierras desoladas, que en su totalidad fueron innumerables.

El capitán que navegó por el mar causó grandes disturbios y saqueos en los pueblos costeros, recibiendo a algunos con presentes en el reino de Yucatán, que estaba en su camino hacia el reino de Naco y Guaimura. Una vez llegado a su destino, envió capitanes y una gran cantidad de tropas para saquear, matar y destruir todos los pueblos y comunidades que encontraban. Especialmente, uno de estos capitanes se rebeló con trescientos hombres y avanzó tierra adentro hacia Guatemala, arrasando y quemando los pueblos que encontraba a su paso, mientras robaba y mataba a sus habitantes. Esta devastación continuó por más de ciento veinte leguas, con la intención de dejar la tierra despoblada y alzada, para evitar represalias de los indios en venganza por los daños causados.

Pocos días después, los indígenas mataron al capitán principal y a sus seguidores. Luego, surgieron otros tiranos crueles que, con matanzas espantosas y crueldades sin límites, convirtieron a los habitantes en esclavos y los vendieron a los navíos que llegaban con vino, vestidos y otros bienes. Además, impusieron una servidumbre tiránica y opresiva. Desde el año de 1524 hasta 1535, estas provincias y el reino de Naco y Honduras fueron asolados por estos tiranos, a pesar de que eran tierras que parecían un paraíso de deleites y estaban más pobladas que cualquier otra parte frecuentada y densamente poblada del mundo.

Durante estos once años, más de dos millones de personas han perdido la vida, y en un área de aproximadamente cien leguas cuadradas apenas quedan dos mil personas, las cuales son sacrificadas diariamente en esta servidumbre tiránica.

Retomando el tema del gran tirano capitán que fue a los reinos de Guatemala, este individuo superó a todos los tiranos del pasado y se equipara con los presentes. Desde las provincias cercanas a México hasta el reino de Guatemala, una distancia de cuatrocientas leguas según una carta que envió al líder que lo envió, este capitán realizó matanzas, robos y destrucción en nombre del título mencionado anteriormente. Les decía a las personas que se sometieran a ellos, hombres tan inhumanos, injustos y crueles, en nombre de un rey de España que ellos nunca habían oído mencionar. Este rey, estimaban, era aún más injusto y cruel que los mismos españoles. Sin darles tiempo para deliberar, casi tan pronto como llegaba el mensaje, comenzaban a matar y quemar sobre ellos.

***

Guatemala

Al llegar al mencionado reino, el capitán perpetró una gran matanza de gente, pero a pesar de esto, fue recibido con pompa y celebraciones por el señor principal y otros nobles de la ciudad de Utatlán, la capital del reino. Le ofrecieron todo lo que tenían, especialmente comida en abundancia.

 

Los españoles acamparon fuera de la ciudad esa noche por precaución, considerando que sería más seguro que dentro. Al día siguiente, el capitán convocó al señor principal y a otros nobles, quienes acudieron dócilmente. Sin embargo, sin más pretexto, los arrestó a todos y exigió que le entregaran cargas de oro. Al responder que no tenían oro porque la tierra no lo producía, ordenó que los quemaran vivos, sin juicio ni sentencia.

Una vez que los señores de todas esas provincias vieron cómo los españoles quemaron a los jefes supremos simplemente por no entregar oro, huyeron todos a los montes. Ordenaron a su gente que se sometiera a los españoles y los sirviera como señores, pero que no revelaran su paradero. La gente de la tierra acudió a los españoles ofreciéndoles su sumisión, pero sin delatar el escondite de sus señores.

El cruel capitán respondió que no los aceptaría a menos que revelaran el paradero de sus líderes, amenazando con matar a todos si no lo hacían. Los indios aseguraron que no sabían dónde estaban sus líderes y que los españoles podían hacer lo que quisieran con ellos en sus propias casas. Esto lo ofrecieron y cumplieron muchas veces.

Lo asombroso fue que los españoles llegaban a los pueblos donde la gente trabajaba tranquilamente con sus familias y, sin previo aviso, los atacaban y masacraban. Incluso arrasaron un pueblo grande y poderoso en cuestión de horas, matando a niños, mujeres y ancianos, sin dejar escapar a nadie que intentara huir.

Cuando los indios se dieron cuenta de que no podían ablandar los corazones de sus despiadados enemigos con humildad, ofertas, paciencia y sufrimiento, decidieron reunirse y morir en la guerra, buscando venganza contra sus crueles y diabólicos enemigos. Aunque sabían que, siendo desarmados, desnudos, a pie y débiles, no podrían prevalecer contra los españoles montados a caballo y bien armados, optaron por resistir hasta el final.

Para ello, idearon trampas en los caminos, cavando hoyos en los que colocaron estacas afiladas y quemadas, cubiertas con césped y hierbas para ocultarlas. Aunque algunos caballos cayeron en estas trampas unas cuantas veces, los españoles aprendieron a evitarlas. Como represalia, promulgaron una ley que ordenaba arrojar a todos los indios, de cualquier edad o género, que capturaran con vida en esos hoyos. De esta manera, mujeres embarazadas, recién paridas, niños y ancianos eran lanzados a los hoyos hasta llenarlos por completo, atravesados por las estacas, lo que generaba una gran lástima al observar especialmente a las mujeres con sus hijos.

Todos los demás perpetraban atrocidades similares, utilizando lanzas y cuchillos para matar a sus víctimas, lanzando perros salvajes para despedazarlas y devorarlas, y quemando vivos a los señores que encontraban como un acto de honor. Estuvieron involucrados en estas masacres inhumanas durante cerca de siete años, desde aproximadamente el año veinticuatro hasta el treinta o treinta y uno. Se puede imaginar cuántas personas fueron consumidas por esta violencia.

Entre las numerosas atrocidades cometidas en este reino por este desdichado y desafortunado tirano y sus hermanos (quienes actuaban como sus capitanes y eran igualmente desafortunados e insensibles), hubo una que se destacó: su incursión en la provincia de Cuscatlán, donde ahora se encuentra la villa de San Salvador. Esta era una tierra próspera, y toda la costa del mar del sur, que se extendía por cuarenta o cincuenta leguas, estaba bajo su control. Cuando llegaron a la ciudad de Cuscatlán, la cual era la capital de la provincia, fueron recibidos con gran pompa, y más de veinte o treinta mil indios los esperaban cargados con gallinas y comida como obsequio de bienvenida. Una vez que recibieron los regalos, el capitán ordenó que cada español tomara tantos indios como quisiera de entre la multitud para servirles durante su estancia, asegurándose de que les proporcionaran todo lo que necesitaran. Cada uno tomó cien, cincuenta o la cantidad que considerara suficiente para ser atendido de manera óptima, mientras que los inocentes nativos soportaban esta división y servían con toda su fuerza, llegando casi a ser adorados. Mientras tanto, el capitán exigía a los señores locales que le entregaran grandes cantidades de oro, ya que esa era su principal motivación para venir a la región.

Los indios respondieron que estaban dispuestos a dar todo el oro que tenían y reunieron una gran cantidad de hachas de cobre, algunas de las cuales estaban doradas, aunque en realidad era cobre con algo de oro. Cuando el capitán vio que era cobre, les dijo a los españoles que abandonaran esa tierra porque no había oro real, y decidió convertir a los indios en esclavos. Los españoles encadenaron a todos los indios que pudieron atrapar y los marcaron con el hierro del rey como esclavos. Incluso presencié cómo el hijo del principal de esa ciudad fue marcado.

Cuando los indios vieron esta gran injusticia, comenzaron a reunirse y armarse. Los españoles causaron grandes estragos y matanzas entre ellos y luego regresaron a Guatemala, donde fundaron una ciudad. Sin embargo, esa ciudad fue destruida por desastres naturales, como tres diluvios consecutivos: uno de agua, otro de tierra y otro de piedras más grandes que diez o veinte bueyes. Esta destrucción fue considerada como un castigo divino.

Después de matar a todos los señores y a los hombres capaces de luchar, los españoles sometieron al resto de la población a una servidumbre infernal. Les exigían esclavos como tributo, y como no tenían otros esclavos, les entregaban a sus hijos e hijas. Luego enviaban barcos cargados de esclavos al Perú para venderlos. Además de estas matanzas y estragos, destruyeron un reino de cien leguas cuadradas, uno de los más fértiles y poblados del mundo. Este tirano y sus hermanos, junto con otros, han causado la muerte de entre cuatro y cinco millones de personas en quince o dieciséis años, desde aproximadamente el año veinticuatro hasta el cuarenta. Y los que quedan continuarán matando y destruyendo.

Este tirano tenía una costumbre atroz: cuando se disponía a hacer la guerra contra ciertos pueblos o provincias, llevaba consigo a indígenas que ya había sometido, en número de hasta diez o veinte mil hombres, para que pelearan contra los demás. Como no les proporcionaba alimentos, les permitía que se alimentaran de los indígenas que capturaban. Así, en su campamento, se llevaba a cabo una macabra carnicería de carne humana, donde los niños eran sacrificados y asados en su presencia, y donde se mutilaba a los hombres para consumir partes específicas del cuerpo, que consideraban los mejores bocados. Estas atrocidades eran tan horrendas que, al oírlas, las gentes de otras tierras no sabían dónde esconderse de tanto espanto.

Además, este tirano causó la muerte de innumerables personas mediante la construcción de navíos. Hizo llevar a indígenas desde el mar del Norte hasta el mar del Sur, a una distancia de ciento treinta leguas, cargando anclas de tres o cuatro quintales en sus espaldas y lomos, clavándose las uñas de las anclas en sus cuerpos. De esta manera, transportó mucha artillería en los hombros de estos desdichados desnudos, y vi a muchos de ellos cargados con cañones por los angostos caminos. También separaba a los esposos de sus esposas, tomándolas para sí y entregándolas a los marineros y soldados para mantenerlos contentos durante la travesía en sus flotas. Llenaba los barcos con indígenas, donde todos morían de sed y hambre. Si tuviera que relatar todas sus crueldades en detalle, podría escribir un libro que horrorizaría al mundo.

Este tirano realizó dos expediciones con numerosas embarcaciones, con las cuales devastó como si fueran fuego del cielo todas aquellas tierras.

¡Oh, cuántos huérfanos dejó, cuántos hijos privó de sus padres, cuántos separó de sus esposas, cuántas mujeres quedaron viudas debido a él! Cuántos actos de adulterio, violencia y violación provocó, cuántas personas privó de su libertad, cuántas angustias y calamidades sufrieron a causa suya. Cuántas lágrimas hizo derramar, cuántos suspiros, cuántos gemidos, cuántas vidas sumidas en la soledad. Y cuántas almas condenó a la perdición eterna, no solo de los indígenas, que fueron incontables, sino también de los desafortunados cristianos que se asociaron con él en tales actos de iniquidad, graves pecados y abominaciones execrables. Ojalá Dios haya tenido misericordia de él y se haya contentado con el terrible final que finalmente le aguardó.

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De la Nueva España y Pánuco y Jalisco

Después de las terribles crueldades y matanzas que se mencionaron, y las que quedaron sin mencionar, en las provincias de la Nueva España y Pánuco, surgió otro tirano insensible y cruel en la provincia de Pánuco en el año 1525. Este individuo perpetró numerosas crueldades, marcando a un gran número de esclavos de manera despiadada, a pesar de que todos eran hombres libres. Envió muchos navíos cargados de esclavos a las islas de Cuba y La Española para venderlos, y terminó por arrasar toda la provincia. Se cuenta que llegó al extremo de dar ochenta indígenas a cambio de una yegua, tratando a seres humanos como si fueran meros objetos.

Luego, este individuo fue designado para gobernar la ciudad de México y toda la Nueva España, acompañado de otros tiranos como oidores y él como presidente. Cometieron tantos males, pecados, crueldades, robos y abominaciones que parecería increíble, y sumieron toda la tierra en una devastación tan extrema que, de no ser por la intervención de los religiosos franciscanos y luego por el establecimiento de una nueva Audiencia Real que abogara por la virtud, en dos años habrían dejado la Nueva España en el mismo estado que La Española. Se cuenta que un miembro de esta compañía tenía ocho mil indígenas trabajando sin recibir pago ni comida para cercar una gran huerta, y muchos de ellos caían muertos de hambre sin que él mostrara la menor compasión.

Después de enterarse de que una nueva y buena Real Audiencia estaba por llegar, el principal responsable de la devastación en Pánuco decidió aventurarse tierra adentro en busca de lugares donde pudiera seguir ejerciendo su tiranía. Obligó a unos quince o veinte mil hombres de la provincia de México a llevarlo, junto con los españoles que lo acompañaban, llevando cargas. De este grupo, apenas doscientos regresaron, siendo todos ellos la causa de las muertes que ocurrieron durante el viaje.

Llegaron a la provincia de Michoacán, ubicada a unas cuarenta leguas de México, que era tan próspera y poblada como la propia México. El rey y señor de Michoacán salió a recibirlos con una procesión de gente infinita, ofreciéndoles mil servicios y regalos. Sin embargo, el tirano decidió arrestar al rey porque se rumoreaba que era muy rico en oro y plata. Para obligarlo a revelar sus tesoros, comenzaron a torturarlo de manera atroz: lo pusieron en un cepo con los pies extendidos y atados a un madero, mientras un brasero ardiente se colocaba cerca de sus pies. Un muchacho mojaba un hisopo en aceite y se lo rociaba para que su piel se tostara. Además, un hombre apuntaba con una ballesta a su corazón y otro mantenía un feroz perro que estaba listo para despedazarlo en un instante. Así lo torturaron hasta que un religioso franciscano intervino y detuvo el tormento, pero el rey murió a causa de las heridas sufridas. De esta manera, torturaron y mataron a muchos otros señores y caciques en esas provincias en busca de oro y plata.

En cierta ocasión, un tirano que se desempeñaba como visitador de las propiedades y riquezas de los indios, más interesado en robarles sus bienes que en respetar sus vidas, descubrió que algunos indios tenían escondidos sus ídolos, ya que los españoles nunca les habían enseñado acerca de un Dios mejor. Decidió entonces arrestar a los señores hasta que le entregaran los ídolos, pensando que eran de oro o plata. Sin embargo, al descubrir que los ídolos no eran de valor monetario, los castigó de manera cruel e injusta. Pero como no quería verse privado de su objetivo de robar, obligó a los caciques a comprarle los ídolos, y estos accedieron utilizando el poco oro o plata que tenían, para adorar a sus ídolos como antes lo hacían, como si fueran dioses. Estos son los actos y ejemplos que los desafortunados españoles llevan a cabo en las Indias, en nombre de Dios.

Este despiadado capitán tirano se trasladó luego de la provincia de Michoacán a la de Jalisco, la cual estaba densamente poblada y era próspera como una colmena. Esta región, fértil y maravillosa, albergaba pueblos cuya extensión se prolongaba por siete leguas. Al ingresar a esta provincia, los señores y la gente salieron a recibirlo con presentes y muestras de alegría, como era la costumbre entre los indios. Sin embargo, el tirano comenzó a perpetrar las mismas crueldades y maldades de siempre, y muchas más, con el objetivo de alcanzar lo que consideraban como divino: el oro. Quemaba los pueblos, arrestaba a los caciques, los sometía a tormentos y esclavizaba a cuantos capturaba. Llevaba a un número infinito de personas atadas en cadenas como esclavos. Las mujeres recién paridas, cargadas con las pertenencias que llevaban de los malvados cristianos, no podían llevar a sus hijos debido al agotamiento y la debilidad causados por el hambre; muchas de ellas las abandonaban en los caminos, donde perecieron en gran número. Un mal cristiano, al intentar forzar a una doncella para cometer un pecado, atacó a su madre cuando intentó protegerla: sacó un puñal o espada y le cortó una mano a la madre, y a la doncella, que se resistió, la apuñaló hasta matarla.

Entre otras atrocidades, este tirano injustamente marcó con hierro a cuatro mil quinientos hombres, mujeres y niños, incluso a niños lactantes, a pesar de ser libres como todos los demás, y esto ocurrió incluso cuando salían a recibirlo en señal de paz. Además de las interminables guerras injustas e infernales que desencadenó y las masacres que llevó a cabo, sometió a toda esa tierra a una servidumbre tiránica, común entre los tiranos cristianos de las Indias, quienes buscan imponer su dominio sobre esas gentes. En este régimen de servidumbre, permitió a sus mayordomos y a otros llevar a cabo crueldades y tormentos nunca antes vistos para extraer oro y tributos de los indios.

Uno de sus mayordomos, por ejemplo, ejecutó a muchos indios ahorcándolos, quemándolos vivos, arrojándolos a perros salvajes, cortándoles las extremidades y las cabezas, e incluso cortándoles la lengua, todo ello mientras los indios estaban en paz y sin ninguna razón más que para intimidarlos y obligarlos a servir y pagar tributos. Estas atrocidades eran conocidas y toleradas por el propio tirano, quien además ordenaba castigos crueles como azotes, palizas y bofetadas, que se ejercían constantemente, día tras día, hora tras hora.

Se dice de este tirano que destruyó y quemó unos ochocientos pueblos en el reino de Jalisco, lo que provocó que los indígenas, desesperados al ver cómo perecían cruelmente, se levantaran y justamente mataran a algunos españoles, como una respuesta legítima a las injusticias sufridas. Posteriormente, con las injusticias y abusos de otros tiranos que pasaron por allí para devastar otras provincias bajo el pretexto de "descubrir", muchos indígenas se refugiaron en peñones, donde han cometido nuevas atrocidades que casi han terminado de despoblar y arruinar toda esa vasta región, causando la muerte de incontables personas.

Sin embargo, los ciegos y corruptos, abandonados por Dios a una mente reprobada, no ven la justa causa que los indígenas tienen para defenderse, una causa llena de toda justicia según las leyes divinas, naturales y humanas, que les permitiría deshacerse de sus opresores si tuvieran el poder y los recursos para hacerlo. En lugar de reconocer las injusticias y tiranías cometidas contra los indígenas, algunos piensan, dicen y escriben que las victorias obtenidas sobre los inocentes indígenas, destruyéndolos y sometiéndolos, son dádivas de Dios porque consideran que sus guerras injustas están justificadas. Se regocijan y glorifican en sus tiranías, como lo hacían los tiranos ladrones mencionados por el profeta Zacarías, quienes al matar no sentían pesar, sino que decían: "Bendito sea Dios porque nos hemos enriquecido" (Zacarías 11).

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Del reino de Yucatán

El año de 1526, otro desafortunado individuo fue nombrado gobernador del reino de Yucatán, gracias a las mentiras y falsedades que dijo y a las promesas que hizo al rey, tal como han hecho otros tiranos hasta ahora para obtener cargos con los que poder saquear. Este reino de Yucatán estaba densamente poblado, ya que es una tierra muy saludable y abundante en alimentos y frutas, incluso más que la región de México. Es especialmente conocido por su gran producción de miel y cera, superior a cualquier otra parte de las Indias conocidas hasta ese momento. El reino tiene alrededor de trescientas leguas de extensión. Su gente era notable entre todas las de las Indias, tanto por su sabiduría y civilización como por su falta de vicios y pecados en comparación con otras culturas. Eran muy capaces y merecedores de conocer a su Dios, y podrían haber sido el fundamento de grandes ciudades españolas y haber vivido como en un paraíso terrenal si hubieran sido considerados dignos de ello. Sin embargo, su gran codicia, insensibilidad y pecados les impidieron ser dignos de las muchas oportunidades que Dios les había brindado en esas tierras.

Este tirano comenzó con trescientos hombres a llevar a cabo crueles guerras contra esas buenas gentes inocentes que estaban en sus hogares sin hacerle daño a nadie. Mató y destruyó a un número infinito de personas. A falta de oro en la tierra, ya que de lo contrario habría explotado las minas hasta agotarlas, convirtió en esclavos a todos los que no mataba. Enviaba barcos llenos de gente vendida a cambio de vino, aceite, vinagre, tocino, ropas, caballos y todo lo que él y sus secuaces necesitaban, según su juicio y estimación. Se permitía elegir entre cincuenta y cien doncellas de aspecto más atractivo que la otra por una cantidad determinada de vino, aceite, vinagre o tocino, así como escoger entre cientos o miles de muchachos bien parecidos por otra cantidad similar. Se dio el caso de que un muchacho que parecía ser hijo de un príncipe se vendió por un queso, y cien personas se cambiaron por un caballo. Estas atrocidades continuaron durante siete años, desde el año 1526 hasta el año 1533, arrasando y despoblando esas tierras y exterminando a esas gentes sin piedad. La situación mejoró temporalmente cuando se escucharon noticias sobre las riquezas del Perú, lo que provocó que la gente española se fuera, pero luego sus secuaces continuaron cometiendo grandes maldades, robos y ofensas contra Dios. Hasta el día de hoy, estas atrocidades no han cesado, y casi han dejado despobladas todas esas trescientas leguas que antes estaban tan llenas y pobladas.

Los relatos de crueldades en esas tierras son tan horribles que casi resultan incomprensibles. Solo mencionaré dos o tres casos que vienen a mi mente. En cierta ocasión, mientras los españoles perseguían a los indios con sus perros feroces, una mujer indígena enferma, al darse cuenta de que no podía escapar de los perros que la perseguían para despedazarla, tomó una soga, ató a su pie a un niño de un año y luego se ahorcó de una viga. Sin embargo, los perros llegaron antes de que ella muriera y despedazaron al niño, aunque un fraile logró bautizarlo antes de que falleciera.

En otra ocasión, cuando los españoles se retiraban de un reino, uno de ellos le dijo a un hijo de un líder de una aldea que se fuera con él. El niño se negó, expresando su deseo de no abandonar su tierra. En respuesta, el español amenazó con cortarle las orejas. Ante la negativa del niño, el español le cortó una oreja y luego la otra. Aun así, el niño se mantuvo firme en su decisión de quedarse en su tierra, lo que llevó al español a cortarle las narices, riendo como si fuera una broma. Este hombre depravado se jactó ante un venerable religioso de su despreciable acción, alardeando de que hacía todo lo posible por embarazar a muchas mujeres indígenas para luego venderlas como esclavas a un precio más alto por estar embarazadas.

Los relatos de atrocidades cometidas por aquellos que se autodenominan cristianos en esas tierras son verdaderamente incomprensibles. Un ejemplo más: en cierta ocasión, mientras un español salía a cazar venados o conejos con sus perros y no encontraba presas, decidió que los perros tenían hambre. Por lo tanto, agarró a un niño pequeño de su madre y, con un cuchillo, le cortó los brazos y las piernas en pedazos para alimentar a los perros, distribuyendo partes del cuerpo a cada uno de ellos. Una vez que los perros habían consumido esos pedazos, arrojó el cuerpo mutilado del niño al suelo, ante la indiferencia total hacia la vida humana.

Estos actos reflejan la insensibilidad de los españoles en esas tierras y cómo Dios los ha abandonado a un estado de depravación. Estos individuos muestran poco respeto por las personas creadas a imagen de Dios y redimidas por su sacrificio. Pero lo peor está por venir.

Dejando de lado las innumerables y atroces crueldades perpetradas por aquellos que se autodenominan cristianos en este reino, lo único que quiero enfatizar es que, tras la partida de todos estos tiranos infernales con su incesante búsqueda de riquezas en el Perú, el padre fray Jacobo y otros cuatro religiosos de la orden franciscana se dirigieron a ese reino con la intención de apaciguar, predicar y llevar a Jesucristo a las personas que habían quedado después de la devastación y masacres perpetradas por los españoles durante siete años. Estos religiosos partieron hacia allí, probablemente en el año 1534, enviados previamente algunos indios de la provincia de México como mensajeros para obtener permiso para ingresar y compartir el mensaje del único Dios verdadero, el Señor de todo el mundo.

Después de muchos consejos y reuniones, en los cuales se recabaron informaciones sobre quiénes eran esos hombres que se hacían llamar padres y frailes, y cuáles eran sus intenciones y diferencias con respecto a los cristianos que habían causado tantas injusticias y agravios, finalmente acordaron recibirlos, con la condición de que solo los religiosos, y no los españoles, ingresaran en sus tierras. Los religiosos prometieron cumplir con esta condición, ya que así lo habían concedido las autoridades de la Nueva España, y se comprometieron a garantizar que ningún español entraría más en esas tierras, sino solo religiosos, y que no se les causaría ningún agravio por parte de los cristianos.

Los frailes predicaron el Evangelio de Cristo como era su costumbre, así como la santa intención de los reyes de España hacia ellos. Los habitantes de esas tierras se sintieron profundamente conmovidos por la doctrina y el ejemplo de los frailes, y se regocijaron al escuchar las noticias sobre los reyes de Castilla, de quienes nunca antes habían recibido información, ya que, durante los siete años anteriores, los españoles que estuvieron allí solo les habían hablado del tirano que los dominaba y destruía. Después de cuarenta días de predicación por parte de los frailes, los líderes de la tierra les entregaron todos sus ídolos para que fueran quemados, y luego confiaron a sus hijos para ser educados por ellos, pues los valoraban más que a la luz de sus propios ojos. Además, construyeron iglesias, templos y casas para los religiosos, y animaron a personas de otras provincias a que fueran a predicarles y a darles noticias sobre Dios y sobre aquel que decían ser el gran rey de Castilla.

Impulsados por la persuasión de los frailes, realizaron un acto sin precedentes en las Indias hasta ese momento: doce o quince señores, cada uno con muchos vasallos y tierras, reunieron a sus pueblos y, con sus votos y consentimiento, se sometieron voluntariamente al dominio de los reyes de Castilla. Recibieron al Emperador, como rey de España, como su señor supremo y universal, y realizaron ciertas señales como firmas, las cuales están en mi posesión junto con el testimonio de los mencionados frailes.

Mientras los frailes trabajaban con gran fervor y esperanza para llevar a Jesucristo a todas las personas que habían sobrevivido a las injustas muertes y guerras del pasado, que aún eran numerosas, un grupo de treinta españoles tiranos, dieciocho a caballo y doce a pie, entraron por una cierta parte llevando muchas cargas de ídolos tomados de otras provincias para ofrecérselos a los indígenas. El líder de estos españoles ordenó a un señor local que tomara los ídolos de las cargas y los distribuyera por toda su tierra, vendiendo cada ídolo a cambio de un indio o india para esclavizarlos, amenazándolo con la guerra si no cumplía con esta orden.

El señor local, temeroso de las consecuencias, distribuyó los ídolos por toda su tierra y ordenó a sus vasallos que los tomaran para adorarlos y que le entregaran indios e indias para satisfacer a los españoles y hacerlos esclavos. Los indígenas, presos del miedo, entregaban a sus hijos como tributo; aquellos que tenían dos hijos daban uno, y quienes tenían tres, daban dos. De esta manera, cumplían con este comercio sacrílego, y el señor o cacique satisfacía a los españoles, si es que se les podía llamar cristianos.

Uno de estos criminales impíos infernales, llamado Juan García, estando enfermo y cerca de la muerte, guardaba debajo de su cama dos cargas de ídolos. Ordenaba a una india que lo servía que se asegurara de no intercambiar esos ídolos por gallinas, porque eran muy valiosos, sino que cada uno fuera cambiado por un esclavo. Finalmente, con este testamento y preocupado por este asunto, murió este desafortunado hombre, y no hay duda de que su destino fue el infierno.

Ahora bien, consideren cuál es el comportamiento, la religión y los ejemplos de cristianismo de los españoles que van a las Indias, qué honor le procuran a Dios, cómo trabajan para que Él sea conocido y adorado por esas gentes, y cómo se preocupan de sembrar, hacer crecer y expandir su santa fe a través de esas almas. Juzguen si este pecado es menor que el de Jeroboam, quien hizo que Israel pecara al hacer los dos becerros de oro para que el pueblo los adorara, o si es igual al de Judas, o si causó incluso más escándalo.

Estas son las acciones de los españoles que van a las Indias, quienes, verdaderamente y en innumerables ocasiones, debido a su codicia por el oro, han vendido y continúan vendiendo hoy en día, y niegan y reniegan a Jesucristo.

Cuando los indios se dieron cuenta de que no se cumplió lo prometido por los religiosos (que no entrarían españoles en esas provincias) y que los mismos españoles les estaban trayendo ídolos de otras tierras para vender, después de haber entregado todos sus dioses a los frailes para ser quemados y adorar a un verdadero Dios, toda la tierra se enfureció y se indignó contra los frailes. Se acercaron a ellos y les dijeron: "¿Por qué nos mentisteis, engañándonos con la promesa de que no entrarían cristianos en esta tierra? ¿Y por qué quemasteis nuestros dioses, si los cristianos nos traen a vender otros dioses de otras provincias? ¿Acaso no eran mejores nuestros dioses que los de otras naciones?". Los religiosos intentaron calmarlos lo mejor que pudieron, sin tener una respuesta adecuada. Luego fueron a buscar a los treinta españoles y les informaron sobre los daños que habían causado, exigiéndoles que se marcharan. Pero ellos se negaron y, en cambio, insinuaron a los indios que los mismos frailes los habían invitado, llevando a cabo esta maliciosa artimaña.

Finalmente, los frailes acordaron la muerte de los indios y huyeron una noche, alertados por ciertos indios. Después de su partida, los indios, reconociendo la inocencia y virtud de los frailes y la maldad de los españoles, enviaron mensajeros hasta cincuenta leguas tras ellos, rogándoles que regresaran y pidiéndoles perdón por la agitación que habían causado. Los religiosos, como siervos de Dios y celosos de esas almas, decidieron regresar a la tierra y fueron recibidos como ángeles, siendo atendidos con mil servicios por los indios. Permanecieron allí durante cuatro o cinco meses más. Sin embargo, dado que los cristianos españoles se negaban a abandonar la tierra y el Virrey, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo expulsarlos, los religiosos temieron que los indios, tarde o temprano, se enfurecerían por las malas acciones de los españoles y podrían atacarlos. Además, les resultaba imposible predicar a los indios con tranquilidad y seguridad, debido a los constantes sobresaltos provocados por las malas acciones de los españoles. Por ello, decidieron abandonar el reino, dejando a esas almas en la oscuridad de la ignorancia y la miseria, privándolas del remedio y el cuidado del conocimiento de Dios, que estaban empezando a recibir ávidamente. Esta decisión privó a esas almas del mejor momento para recibir la enseñanza, como quitar el agua a las plantas recién sembradas. Y todo esto fue debido a la culpa y maldad irredimible de esos españoles.

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De la provincia de Santa Marta

La provincia de Santa Marta era conocida por la abundancia de oro, ya que la tierra era rica y los indios tenían habilidades para extraerlo. Desde el año 1498 hasta 1542, los españoles perpetraron una serie de atrocidades en esa región con el único propósito de saquear el oro y someter a los nativos. Durante este tiempo, los tiranos españoles llegaban en barcos para saquear, matar y robar a los indígenas, buscando el oro que poseían. Estos actos se llevaron a cabo repetidamente a lo largo de la costa y algunas leguas tierra adentro.

En el año 1523, algunos tiranos españoles decidieron establecerse permanentemente en la región. Dado el potencial de riqueza que ofrecía Santa Marta, se sucedieron diversos líderes, cada uno más cruel que el anterior. Parecía que cada capitán se esforzaba por cometer atrocidades aún más horribles que el anterior, como si compitieran para demostrar la veracidad de la regla mencionada anteriormente.

El año 1529 marcó la llegada de un gran tirano a la región, quien, con una gran cantidad de seguidores y sin ningún temor a Dios ni compasión por la humanidad, perpetró atrocidades, matanzas e impiedades que superaron a todas las anteriores. Durante seis o siete años de su mandato, saqueó numerosos tesoros. Tras su muerte, sin haberse confesado y huyendo de la justicia, le sucedieron otros tiranos asesinos y saqueadores, quienes continuaron consumiendo las poblaciones que habían sobrevivido a los actos anteriores.

Estos nuevos tiranos se extendieron aún más por la tierra adentro, saqueando y destruyendo grandes y numerosas provincias. Utilizaron métodos brutales, como torturar a líderes y vasallos para obligarles a revelar la ubicación del oro y de los pueblos que lo poseían. Sus acciones superaron en crueldad, cantidad y calidad a todas las anteriores. Desde 1529 hasta la fecha actual, han despoblado más de cuatrocientas leguas de tierra por esa parte, regiones que anteriormente estaban tan densamente pobladas como las demás.

El obispo de la provincia de Santa Marta, en una carta dirigida al rey nuestro señor, fechada el veinte de mayo del año mil quinientos cuarenta y uno, expresa su preocupación por la situación en la región. Sugiere que la única forma de remediar la situación es que el rey saque a la provincia del control de los "padrastros" (término utilizado para referirse a aquellos que gobiernan sin tener en cuenta el bienestar del territorio) y le otorgue un gobernante adecuado que la trate con la justicia y el respeto que se merece. Advierte que, de no tomarse medidas urgentes, la provincia corre el riesgo de ser destruida por los tiranos que actualmente la gobiernan.

El obispo también señala que los gobernantes actuales merecen ser destituidos para aliviar el sufrimiento de la población. Afirma que, si no se toman estas medidas, las enfermedades que aquejan a la región no podrán ser curadas. Estas palabras reflejan la grave situación de la provincia de Santa Marta bajo el gobierno opresivo de los tiranos españoles.

El obispo continúa explicando al rey que en esas tierras no hay verdaderos cristianos, sino demonios, y que los supuestos servidores de Dios y del rey son en realidad traidores a su fe y su soberanía. Señala que el trato áspero y cruel que reciben los indios pacíficos por parte de los cristianos es el mayor obstáculo para convertirlos a la fe cristiana y para lograr la paz en la región. Los indios, al ver estas acciones inhumanas por parte de los cristianos, los consideran como demonios y creen que sus acciones son respaldadas por su dios y su rey. Este comportamiento despiadado y sin piedad hacia los indios pacíficos no solo les causa aversión hacia los cristianos, sino que también les hace preferir la muerte antes que caer en manos de los españoles. El obispo asegura al rey que esta situación es una realidad basada en su experiencia en la región.

El obispo de Santa Marta señala que muchos soldados en la región se justifican sus acciones crueles, como el saqueo, el robo y el asesinato de los vasallos del rey, argumentando que están sirviendo a Su Majestad porque esperan recibir una parte del botín. Sin embargo, el obispo insta al rey a mostrar firmeza castigando severamente a aquellos que desatienden los principios cristianos y desatienden el servicio a Dios. Estas palabras revelan claramente lo que está ocurriendo en esas tierras desafortunadas y cómo las acciones de los españoles están afectando a las inocentes poblaciones indígenas. El obispo utiliza el término "indios de guerra" para referirse a aquellos que han logrado escapar de las matanzas perpetradas por los españoles, refugiándose en los montes. Y llama "indios de paz" a aquellos que, después de sufrir pérdidas masivas, son sometidos a una servidumbre tiránica y horrible, que en última instancia los conduce a su destrucción.

Las palabras de los indígenas revelan el extremo sufrimiento al que son sometidos por parte de los españoles. Ante el agotamiento y la crueldad, los indígenas desean la muerte como una liberación de su insoportable situación. Su solicitud de ser muertos en el lugar donde yacen refleja su desesperación y el deseo de escapar de un tormento que parece interminable. Estas palabras transmiten una profunda angustia y dolor, manifestando el sufrimiento inhumano al que son sometidos. Es una llamada desgarradora a la compasión y a la acción por parte de quienes tienen el poder y la capacidad de remediar estas injusticias.

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De la provincia de Cartagena

La provincia de Cartagena, junto con la del Cenú hasta el golfo de Urabá, ha experimentado un destino similar al de Santa Marta: angustia, muerte, despoblación y asolamiento a manos de los españoles desde finales del siglo XV hasta la época presente. En estas tierras también se han perpetrado atrocidades, crueldades y robos por parte de los colonizadores, aunque por brevedad no entraré en detalles específicos. Es importante reconocer que estas regiones han sido afectadas de manera similar a Santa Marta, con consecuencias devastadoras para las poblaciones indígenas.

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De la Costa de las Perlas y de Paria y de la isla de la Trinidad

Desde la costa de Paria hasta el golfo de Venezuela, un tramo de aproximadamente doscientas leguas, ha sido escenario de grandes y notables destrucciones causadas por los españoles en las poblaciones indígenas. Han saqueado y capturado a la mayoría de ellos para venderlos como esclavos. En muchas ocasiones, traicionaron la confianza de los indígenas, que los recibieron en sus hogares como familiares y les brindaron hospitalidad y ayuda. Es difícil describir exhaustivamente todas las injusticias, insultos y abusos que estas personas han sufrido a manos de los españoles desde 1510 hasta la actualidad. Sin embargo, mencionaré dos o tres ejemplos para ilustrar la magnitud y la gravedad de los crímenes cometidos, que son solo una muestra de las innumerables injusticias que se han perpetrado en esta región.

En la isla de Trinidad, que es considerablemente más grande que Sicilia y próspera, y cuya población es una de las más nobles y virtuosas de todas las Indias, un grupo de alrededor de sesenta o setenta salteadores, conocidos por sus actos de robo y violencia, llegaron en el año 1516. Anunciaron a los indígenas que venían a establecerse y convivir pacíficamente en la isla con ellos. Los indígenas los recibieron con los brazos abiertos, tratándolos como si fueran sus propios familiares y sirviéndoles con gran afecto y alegría. Cada día les proporcionaban comida en abundancia, más de lo que necesitaban los propios indígenas, ya que es común entre ellos mostrar una generosidad excepcional hacia los españoles, ofreciéndoles todo lo que tienen.

Los indígenas construyeron una gran casa de madera para que los españoles vivieran juntos, como estos deseaban. Sin embargo, mientras estaban cubriendo el techo con paja, y cuando habían cubierto aproximadamente dos metros para que los de dentro no pudieran ver afuera, los españoles pusieron en marcha su plan. Un grupo armado rodeó la casa para bloquear cualquier posible salida, mientras que otros españoles dentro de la casa desenvainaron sus espadas y amenazaron a los indígenas desnudos, ordenándoles que no se movieran so pena de muerte. Comenzaron a atar a los indígenas, y aquellos que intentaron huir fueron cortados en pedazos con las espadas.

Algunos de los indígenas, tanto heridos como sanos, así como aquellos del pueblo que no habían sido atrapados, tomaron sus arcos y flechas y se refugiaron en otra casa del pueblo para defenderse. Se calcula que alrededor de cien o doscientos de ellos se resguardaron en esta casa y trataron de proteger la entrada. Sin embargo, los españoles prendieron fuego a la casa y los quemaron vivos a todos dentro. Con los prisioneros, que sumaban alrededor de ciento ochenta o doscientos hombres que lograron atar, los españoles se dirigieron a su navío y levantaron velas hacia la isla de San Juan, donde vendieron la mitad de ellos como esclavos. Luego se dirigieron a la isla La Española (actualmente la isla de La Española, compartida por Haití y la República Dominicana), donde vendieron la otra mitad.

Cuando reproché al capitán por esta traidora y cruel acción, que ocurrió mientras estaba en la misma isla de San Juan, su respuesta fue impactante: "Anda, señor, así me lo mandaron y así me lo instruyeron los que me enviaron, que, si no podía tomarlos por la fuerza, entonces los tomara por la paz". Afirmó además que en toda su vida nunca había encontrado padres ni madres, excepto en la isla de Trinidad, debido a las bondades que los indígenas le habían mostrado. Esta confesión solo sirvió para aumentar su propia confusión y agravar aún más sus pecados.

Este tipo de acciones se han llevado a cabo en gran cantidad en esa tierra firme, donde los españoles han capturado y esclavizado a los indígenas bajo falsas promesas de seguridad. Queda claro el carácter injusto de estas acciones y se cuestiona si los indígenas capturados de esta manera deberían considerarse legítimamente esclavos.

Una vez más, los frailes de la orden de Santo Domingo, nuestra orden, decidieron ir a predicar y convertir a esas gentes que carecían de remedio y guía espiritual para salvar sus almas, tal como están hoy en día los habitantes de las Indias. Enviaron a un religioso presentado en teología, de gran virtud y santidad, junto con un fraile lego como compañero, para que exploraran la tierra, trataran con la gente y buscaran lugares adecuados para establecer monasterios.

Cuando los religiosos llegaron, los indígenas los recibieron como si fueran ángeles del cielo y escucharon con gran afecto, atención y alegría las palabras que pudieron comunicarles en ese momento, principalmente a través de gestos, ya que no hablaban su idioma. En ese momento, llegó por la zona un navío después de que el que había llevado a los religiosos se hubiera ido, y los españoles a bordo, siguiendo su costumbre infernal, engañaron al señor de esa tierra, llamado don Alonso (ya sea que los frailes le hubieran dado ese nombre o que otros españoles lo hubieran hecho, ya que los indios tenían el deseo de tener un nombre cristiano y lo pedían antes incluso de saber algo para ser bautizados). Los españoles engañaron a don Alonso para que subiera al barco con su esposa y otras personas, prometiéndoles una fiesta allí. En total, entraron diecisiete personas con el señor y su esposa, confiando en que los religiosos estaban en su tierra y que los españoles, por ellos, no les harían ningún daño, ya que, de lo contrario, no habrían confiado en ellos.

Una vez que los indios subieron al barco, los traidores izaron las velas y se dirigieron a la isla La Española, donde los vendieron como esclavos. Cuando los habitantes de la tierra vieron que su señor y su señora habían sido llevados, se volvieron hacia los frailes y buscaron vengarse matándolos. Los religiosos, horrorizados por tanta maldad, se sentían desesperados y preferirían morir de angustia antes que permitir tal injusticia, especialmente porque esto impediría que esas almas pudieran alguna vez escuchar y creer en la palabra de Dios.

Los frailes intentaron calmar a los indígenas como pudieron, prometiéndoles que escribirían a la isla La Española con la esperanza de que les devolvieran a su señor y a los demás que habían sido llevados con él, tan pronto como pasara el primer barco por la zona. Providencialmente, un barco pasó por allí pronto, lo que solo sirvió para confirmar la condenación de aquellos que gobernaban.

Los frailes escribieron a sus compañeros en la isla La Española sobre el peligro en que quedaron los indígenas, instándolos a tomar medidas para remediar la situación. Sin embargo, cuando los frailes acudieron a la Real Audiencia para pedir justicia, suplicando, exigiendo y protestando una y otra vez, los oidores nunca accedieron a hacerles justicia. Esto se debía a que entre ellos mismos estaban implicados en la captura injusta y maliciosa de los indígenas.

Los dos religiosos que habían prometido a los indígenas de la tierra que su señor, don Alonso, y los demás regresarían en un plazo de cuatro meses, al ver que esto no sucedió ni en cuatro ni en ocho meses, se prepararon para morir y cumplir la promesa que habían hecho antes de partir: dar sus vidas por aquellos a quienes ya se habían ofrecido.

Así, los indios tomaron venganza de los frailes, aunque inocentes, considerándolos culpables de la traición, ya que percibieron que las promesas hechas por los frailes no se cumplieron y no distinguieron entre ellos y los tiranos y ladrones españoles que habían perpetrado la injusticia. Los santos frailes sufrieron injustamente, pero según nuestra fe, son verdaderos mártires y ahora reinan con Dios en los cielos, porque fueron enviados por obediencia y con la intención de predicar la fe y salvar almas, dispuestos a padecer cualquier tribulación o muerte por Jesucristo crucificado.

En otro caso, debido a las grandes tiranías y acciones nefandas de los cristianos malvados, los indios mataron a otros dos frailes de Santo Domingo y a uno de San Francisco. Yo fui testigo de esto, pero escapé milagrosamente de la misma suerte. Habría mucho que contar para horrorizar a los hombres, dada la gravedad y horribilidad del suceso, pero por ahora me abstengo de hacerlo debido a su extensión. Sin embargo, llegará el día del juicio en el que Dios tomará venganza de tales insultos abominables perpetrados en las Indias por aquellos que llevan el nombre de cristianos.

En estas provincias, cerca del cabo de La Codera, había un pueblo cuyo señor se llamaba Higoroto, nombre propio o común entre los señores de la región. Este señor era tan generoso y su gente tan virtuosa que todos los españoles que llegaban en navíos encontraban refugio, comida, descanso y consuelo en él. Higoroto salvó a muchos de la muerte, ya que venían huyendo de otras provincias donde habían sufrido robos y tiranías, incluso algunos estaban muriendo de hambre. Él los acogía, los reparaba y los enviaba sanos y salvos a la isla de las Perlas, donde había una comunidad cristiana. A este pueblo de Higoroto, los cristianos lo llamaban el "mesón" y la "casa de todos", dado que era un lugar seguro y hospitalario.

Sin embargo, un malvado tirano decidió perpetrar un acto de traición en este lugar tan seguro. Llegó con un navío y convenció a mucha gente de que entrara en él, confiando en su hospitalidad habitual. Una vez a bordo, el tirano izó las velas y se dirigió a la isla de San Juan, donde vendió a todos los pasajeros como esclavos. Cuando yo llegué a esa isla, me enteré de lo que había ocurrido por boca del propio tirano. Este acto dejó el pueblo destruido y consternó a todos los otros tiranos españoles de la región, quienes lamentaron la pérdida del refugio y la hospitalidad que habían encontrado allí, como si fuera su propio hogar.

Dejo de relatar las innumerables maldades y casos espantosos que han ocurrido y siguen ocurriendo en esas tierras. Han traído a las islas La Española y San Juan más de dos millones de almas salteadas de toda esa costa, que estaba densamente poblada. Todas estas personas también han perecido en esas islas, ya sea trabajando en las minas u en otros trabajos forzados, además de las multitudes que ya había en ellas, como mencioné anteriormente. Es doloroso ver cómo toda esa costa próspera y feliz está ahora desierta y despoblada.

Es una verdad incontestable que cada vez que un barco llega cargado de indígenas, ya sea robados o capturados, nunca desembarcan vivos más de un tercio de los que subieron a bordo. La razón es que, para lograr su objetivo de obtener más dinero mediante la venta de esclavos, los traficantes necesitan mucha gente. Sin embargo, no llevan suficiente comida ni agua, por lo que muchos mueren de hambre y sed en el camino y la única solución es arrojar sus cuerpos al mar.

Un hombre de entre ellos me contó que desde las islas de los Lucayos hasta la isla La Española, que están a unas sesenta o setenta leguas de distancia, un barco sin brújula ni mapa, se guía únicamente por los cuerpos de los indígenas que fueron lanzados al mar y que quedaron flotando como rastro de la trágica expedición.

Después de desembarcar en la isla donde los llevan a vender, presenciaría una escena desgarradora para cualquier persona que tenga un ápice de compasión: ver a esos indígenas desnudos y hambrientos, desmayándose por el hambre, tanto niños como ancianos, hombres y mujeres. Luego, como si fueran ovejas, separan a padres de hijos y a esposas de esposos, formando grupos de diez o veinte personas, y echan suertes sobre ellos para determinar quién se queda con cada grupo. Estos desafortunados armadores, que financian las expediciones con dos o tres barcos, y los tiranos salteadores que atacan y secuestran a los indígenas en sus hogares, reciben así su parte.

Cuando la suerte recae en un grupo donde hay un anciano o alguien enfermo, el tirano que lo recibe exclama: "¿Por qué me dais a este viejo? ¿Para qué lo necesito? ¿Para enterrarlo? ¿Y a este enfermo? ¿Para qué lo llevaré? ¿Para curarlo?". Estas palabras muestran cómo los españoles desprecian a los indígenas y demuestran si cumplen o no con el mandamiento divino del amor al prójimo, en el que se basa la Ley y los Profetas.

La tiranía que los españoles ejercen contra los indígenas en la búsqueda y recolección de perlas es una de las prácticas más crueles y condenables que existen en el mundo. No hay una vida más infernal y desesperada en este siglo que se pueda comparar con esta situación, aunque la extracción de oro en las minas también sea extremadamente grave y perjudicial.

Los indígenas son sumergidos en el mar, a tres, cuatro o cinco brazas de profundidad, desde la mañana hasta el atardecer, siempre bajo el agua, nadando sin descanso mientras arrancan las ostras donde crecen las perlas. Emergen del agua con sus redes llenas hasta el tope y, sin tiempo para recuperar el aliento, un verdugo español en una pequeña embarcación los espera. Si se demoran en descansar, son golpeados y, agarrados por el cabello, son arrojados nuevamente al agua para que continúen pescando.

Su dieta consiste principalmente en pescado, el cual se obtiene de las mismas aguas donde buscan perlas, y en pan cazabí, junto con algo de maíz, que es el alimento básico de la región. Sin embargo, estas provisiones son escasas y nunca están saciados. Por la noche, se les proporciona un lugar para dormir, generalmente un espacio en el suelo para evitar que se escapen.

Con frecuencia, los indígenas se sumergen en el mar para buscar perlas y nunca vuelven a emerger, ya que los tiburones y los marrajos, dos especies de bestias marinas extremadamente crueles, los devoran y matan por completo. Aquí se evidencia claramente si los españoles que se dedican a esta actividad de recolección de perlas cumplen con los preceptos divinos del amor a Dios y al prójimo, al poner en peligro de muerte tanto temporal como espiritual a sus semejantes debido a su propia codicia. Además, les imponen una vida tan espantosa que los consume en pocos días, ya que es imposible vivir bajo el agua sin respirar durante mucho tiempo. La constante exposición al agua fría penetra en sus cuerpos, provocando que comúnmente mueran de hemorragia interna debido a la presión en el pecho causada por la falta de aire, así como también sufren daños en la piel y el cabello. En resumen, estas condiciones inhumanas los convierten en monstruos más que en seres humanos.

En este insoportable y verdadero ejercicio del infierno, los españoles han logrado exterminar a todos los indios lucayos que habitaban en las islas cuando comenzaron con esta explotación. Estos indios eran valorados entre cincuenta y cien castellanos cada uno, y eran vendidos públicamente, a pesar de que las autoridades (aunque injustas en otros aspectos) habían prohibido esta práctica, debido a que los lucayos eran excelentes nadadores. Además de los lucayos, han muerto allí innumerables indígenas de otras provincias y regiones debido a esta actividad.

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Del río Yuyapari

Por la provincia de Paria, corre un río llamado Yuyapari, que se extiende tierra arriba por más de doscientas leguas. Un desdichado tirano remontó este río muchas leguas en el año de mil quinientos veintinueve, con cuatrocientos o más hombres, y llevó a cabo grandes matanzas. Quemó vivos y pasó por la espada a innumerables inocentes que se encontraban en sus tierras y hogares, sin haber hecho daño a nadie, simplemente desatentos. Como resultado, dejó una gran extensión de tierra devastada, asolada y despoblada. Eventualmente, él mismo murió en circunstancias nefastas y su armada fue deshecha. Sin embargo, otros tiranos continuaron perpetrando tales atrocidades y tiranías en esa región, y hasta el día de hoy continúan destruyendo, matando e infamando a las almas que el Hijo de Dios redimió con su propia sangre.

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Del reino de Venezuela

En el año de mil quinientos veintiséis, mediante engaños y perniciosas persuasiones que se hicieron al rey nuestro señor, como siempre se ha procurado ocultarle la verdad sobre los daños y perdiciones que Dios, las almas y su reino sufrían en aquellas Indias, otorgó y concedió un gran reino, mucho más extenso que toda España, que es el de Venezuela, junto con la total gobernación y jurisdicción, a los mercaderes de Alemania, mediante cierta capitulación y acuerdo o contrato que se hizo con ellos.

Estos, al ingresar con trescientos hombres o más en esas tierras, encontraron a esas personas como ovejas sumamente dóciles, incluso mucho más que como las encuentran los otros en todas las partes de las Indias antes de que los españoles les hagan daño. Entraron en ellas con una crueldad sin comparación, más irracional y furiosa que la de cualquier otro tirano que hemos mencionado, actuando más salvajemente que los más crueles tigres, lobos rabiosos y leones, ya que, con una codicia y ceguera rabiosa por la riqueza y el oro más intensa que la de todos los anteriores, y pasando por alto todo temor a Dios y al Rey, así como el respeto por la dignidad humana, y olvidando su propia mortalidad al sentirse más libres al tener todo el control sobre la tierra.

Estos seres demoníacos encarnados han arrasado, destruido y despoblado más de cuatrocientas leguas de tierras sumamente prósperas, incluyendo grandes y admirables provincias, valles extensos de hasta cuarenta leguas, regiones encantadoras y poblaciones muy grandes y ricas en personas y oro. Han exterminado por completo diversas y numerosas naciones, eliminando incluso muchas lenguas que ya no tienen hablantes vivos, a excepción de algunos refugiados que tal vez se hayan escondido en cavernas y lugares ocultos para escapar de tan inaudita y devastadora violencia. Se estima que han enviado al infierno a unas cuatro o cinco millones de almas inocentes mediante métodos de crueldad e impiedad desconocidos hasta entonces, y hoy en día continúan con su obra infernal sin descanso. Quiero mencionar solo tres o cuatro de las innumerables injusticias, ultrajes y devastaciones que han cometido y continúan cometiendo, para que se pueda juzgar la magnitud de sus crímenes en la realización de las grandes destrucciones y despoblaciones que he mencionado anteriormente.

Prendieron al señor supremo de toda aquella provincia sin ninguna causa más que por sacarle oro, sometiéndolo a tormentos inhumanos. Logró escapar y refugiarse en los montes, donde incitó a toda la población a rebelarse y esconderse en las selvas y espesuras. Los españoles realizaron incursiones para buscarlos; los encontraron y perpetraron crueles matanzas, vendiendo a todos los capturados como esclavos en subastas públicas. En muchas provincias, y en todas partes a las que llegaban, los indígenas solían recibir a los españoles con cantos, danzas y valiosos obsequios de oro en abundancia. Sin embargo, en lugar de reciprocidad, los españoles sembraban el terror y la muerte, ejecutándolos brutalmente y destrozándolos con sus espadas. En una ocasión, mientras los indígenas recibían a los invasores de la forma mencionada, el cruel capitán alemán ordenó que una gran cantidad de personas fuese encerrada en una casa de paja, para luego hacerlos pedazos. Como la casa tenía vigas en lo alto, muchos intentaron huir subiéndose a ellas, escapando de las manos sangrientas de esos hombres sin piedad y de sus filosas espadas. Sin embargo, el malvado hombre ordenó prender fuego a la casa, quemando vivos a todos los que quedaron atrapados dentro. Este acto provocó el despoblamiento de numerosos pueblos, ya que la gente huyó a las montañas en un intento de salvarse de la terrible persecución.

Llegaron a otra gran provincia en los confines del reino de Santa Marta, donde encontraron a los indígenas en sus hogares, pacíficos y ocupados en sus labores. Los españoles permanecieron mucho tiempo con ellos, consumiendo sus recursos y exigiendo servicios como si les debieran la vida y la salvación, soportando las continuas opresiones e importunidades que resultaban intolerables. Un solo español consumía en un día más alimentos que los necesarios para alimentar a una casa de diez personas indígenas durante un mes. Durante este tiempo, los indígenas entregaron voluntariamente una gran cantidad de oro, junto con otras innumerables buenas acciones que realizaron para ellos.

Sin embargo, cuando los tiranos decidieron partir, acordaron "pagarles la posada" de la siguiente manera: el gobernador alemán (quien, según creen, era hereje porque ni escuchaba misa ni permitía que otros la escucharan, y mostraba otros indicios de luteranismo) ordenó que arrestaran a todos los indígenas con sus familias que pudieran capturar, y los encerraron en un gran corral o cerca de palos construida para ese propósito. Luego les informó que aquellos que desearan ser liberados debían pagar un rescate voluntario al injusto gobernador, proporcionando una cantidad específica de oro por sí mismos, por sus esposas e hijos. Para presionarlos aún más, ordenó que no se les diera ninguna comida hasta que entregaran el oro requerido para su rescate.

Enviaron a muchos indígenas de vuelta a sus hogares para obtener oro y se rescataban según sus posibilidades. Una vez liberados, regresaban a sus campos y casas para preparar su comida. Sin embargo, el tirano enviaba a ciertos ladrones españoles para que volvieran a capturar a los indígenas que habían sido rescatados una vez. Luego los llevaban de vuelta al corral, donde sufrían el tormento del hambre y la sed hasta que se rescataban nuevamente. Muchos de ellos fueron capturados y rescatados dos o tres veces, mientras que otros, que no tenían más oro para dar, fueron abandonados en el corral para morir de hambre. Esta acción dejó una provincia rica en gente y oro completamente arrasada y despoblada, incluyendo un valle de cuarenta leguas, y en ella quemaron un pueblo que tenía mil casas.

Este tirano infernal decidió aventurarse tierra adentro con ansias de descubrir el oro del Perú. Para este desdichado viaje, llevó consigo a infinitos indígenas cargados con pesadas cargas de tres o cuatro arrobas, encadenados uno tras otro. Si alguno se cansaba o desfallecía por el hambre y el trabajo, le cortaban la cabeza directamente por la cadena, sin detenerse a desencadenar a los demás. La cabeza caía a un lado y el cuerpo a otro, y redistribuían la carga de aquel individuo entre los que aún seguían encadenados. Las provincias asoladas, las ciudades y los lugares quemados, las personas asesinadas y las crueldades perpetradas en este camino, en particular las matanzas individuales, son innumerables y difíciles de creer, pero son verdaderamente espantosas y reales.

Después de estos eventos, otros tiranos siguieron por los mismos caminos desde Venezuela y la provincia de Santa Marta, con la misma ambición de descubrir la fuente del oro del Perú. Quedaron asombrados al encontrar la tierra, que antes estaba poblada y era próspera en más de doscientas leguas, ahora quemada, despoblada y desierta debido a la devastación previa.

Todas estas atrocidades están documentadas con numerosos testimonios por el fiscal del Consejo de las Indias, y la evidencia se encuentra en ese mismo Consejo. Sin embargo, ninguno de estos tiranos tan nefastos fue castigado con la pena de muerte. Es poco lo que se ha probado respecto a los grandes estragos y males que estos tiranos han infligido, ya que todos los ministros de la justicia que han tenido autoridad en las Indias hasta ahora han mostrado una ceguera fatal al no investigar los delitos, las destrucciones y las matanzas perpetradas por estos tiranos. En lugar de eso, se han centrado únicamente en calcular las pérdidas económicas del Rey debido a las crueldades infligidas a los indígenas, basándose en pruebas escasas y generales.

Y aun así, ni siquiera han sido capaces de investigar, denunciar ni subrayar adecuadamente estos crímenes, porque si actuaran como es debido ante Dios y el Rey, descubrirían que los mencionados tiranos alemanes han robado al Rey más de tres millones de castellanos de oro. Esto se debe a que las provincias de Venezuela, las cuales han devastado y desolado en más de cuatrocientas leguas (como mencioné), son las más ricas y prósperas en oro y estaban densamente pobladas en el mundo.

Estos tiranos, enemigos de Dios y del Rey, han estorbado y arruinado aún más ingresos que los reyes de España podrían haber obtenido de ese reino en dieciséis años desde que comenzaron a destruirlo. Estos daños, desde ahora hasta el fin del mundo, no ofrecen esperanza de recuperación, a menos que Dios, por un milagro, resucite las innumerables almas que han perecido. Estos son los daños temporales del Rey; sería prudente considerar qué daños, deshonras, blasfemias e infamias se han infligido a Dios y a su ley, y cómo se compensarán tantas almas que están ardiendo en el infierno debido a la codicia y la inhumanidad de estos tiranos, ya sean animales o alemanes.

Con esto concluyo su infelicidad y ferocidad: desde su llegada a la tierra hasta el día de hoy, es decir, en estos dieciséis años, han enviado muchos barcos cargados de indios por el mar para vender como esclavos en Santa Marta, la isla La Española, Jamaica y la isla de San Juan, sumando más de un millón de indígenas. Y en este año de mil quinientos cuarenta y dos, a pesar de que la Real Audiencia de la isla La Española ve y tolera esto, incluso lo favorece, como todas las innumerables tiranías y perdiciones que han ocurrido en toda esa costa de tierra firme, que abarca más de cuatrocientas leguas de Venezuela y Santa Marta bajo su jurisdicción, podrían haber impedido y remediado. Todos estos indios fueron hechos esclavos sin ninguna causa justificada, sino únicamente por la malvada, ciega y obstinada voluntad de satisfacer la insaciable codicia de dinero de esos tiranos ávidos, como siempre han hecho todos los demás en todas las Indias, arrebatando a esos corderos y ovejas de sus hogares, y a sus esposas e hijos, mediante los métodos crueles y nefastos ya mencionados, y marcándolos con el hierro del Rey para venderlos como esclavos.

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De las provincias de la tierra firme por la parte que se llama la Florida

A estas provincias han llegado tres tiranos en diferentes momentos desde el año mil quinientos diez o once, con la intención de llevar a cabo las mismas acciones que los otros y los dos anteriores en otras partes de las Indias, cometiendo atrocidades para ascender a estados desproporcionados con su verdadero mérito a expensas de la sangre y la perdición de sus semejantes. Los tres murieron de muertes violentas, con la ruina de sus personas y las casas que habían construido con la sangre de hombres en tiempos pasados. Yo mismo soy testigo de todos ellos, y su recuerdo ha sido borrado de la faz de la tierra como si nunca hubieran existido. Dejaron a toda la tierra escandalizada y manchada de infamia y horror por sus acciones, aunque no cometieron muchas masacres, porque Dios los castigó antes de que pudieran hacer más, reservándoles el castigo por los males que sé y he visto que perpetraron en otras partes de las Indias.

El cuarto tirano apareció más recientemente en el año mil quinientos treinta y ocho, con una clara intención y preparación. Hace tres años que no se tiene noticias de él y parece haber desaparecido. Estamos seguros de que, tan pronto como llegó, cometió crueldades y luego se esfumó. Si él y su gente aún están vivos, en estos tres años habrán causado grandes estragos y destruido a muchas personas si las encontraron en su camino, ya que es conocido por ser uno de los más despiadados y destructivos, junto con sus compañeros. Sin embargo, creemos que Dios quizás le ha dado el mismo destino que a los otros tiranos.

Después de tres o cuatro años de lo anteriormente mencionado, salieron de la tierra de la Florida los últimos tiranos que estaban con el principal, el cual dejaron muerto. Hemos sabido de las inauditas crueldades y maldades que él perpetró en vida, y posteriormente, sus hombres inhumanos, contra esos inocentes indígenas que no habían hecho daño a nadie. Esto confirma la regla que mencionamos al principio: que a medida que avanzaban en su misión de descubrir, destruir y exterminar pueblos y tierras, también cometían crueldades e iniquidades más flagrantes contra Dios y sus semejantes.

Estamos cansados de relatar tantas acciones execrables, horribles y sangrientas, que no son propias de seres humanos, sino de bestias salvajes. Por esta razón, no he querido detenerme en contar más que las siguientes.

Encontraron grandes poblaciones de personas bien dispuestas, inteligentes, políticas y bien organizadas. Cometieron grandes matanzas en ellas, como era su costumbre, para infundir miedo en los corazones de esas personas. Los afligían y los mataban tratándolos como bestias; cuando alguno se cansaba o desfallecía, por no detenerse a desenlazarlo de la cadena en la que los llevaban atados, le cortaban la cabeza por el cuello, dejando que el cuerpo cayera por un lado y la cabeza por otro, como mencionamos anteriormente.

En un pueblo donde fueron recibidos con alegría y se les ofreció comida en abundancia, y más de seiscientos indígenas fueron entregados para servir como acémilas y para el servicio de sus caballos, después de que los tiranos se marcharon, un capitán relacionado con el principal tirano regresó para saquear todo el pueblo. Mientras estaban seguros, mató al señor y rey de la tierra a lanzadas y cometió otras crueldades.

En otro pueblo grande, porque notaron que los habitantes estaban un poco precavidos debido a las infames y horribles acciones que habían oído de ellos, los tiranos masacraron a personas de todas las edades, desde niños hasta ancianos, sin perdonar a nadie. Al parecer, el principal tirano hizo cortar la piel de las caras de un gran número de indígenas, incluyendo a más de doscientos reunidos de un pueblo cercano o que vinieron voluntariamente, desde las narices hasta la barba, dejándolos con las caras lisas. Luego, con esas caras sangrantes, los enviaron de vuelta para que llevaran las noticias de las "obras y milagros" de aquellos predicadores de la santa fe católica, ya bautizados.

Ahora, que se juzgue qué opinión tendrán esas personas de los cristianos y cómo creerán en el dios que proclaman ser bueno y justo, así como en la ley y religión que profesan y de la que presumen ser inmaculados. Las maldades que aquellos desafortunados hombres, hijos de perdición, cometieron allí fueron grandísimas y extraordinarias. Por lo tanto, el capitán más desafortunado murió como un desdichado, sin confesión, y no dudamos de que fue sepultado en los infiernos debido a sus execrables maldades, a menos que Dios, en su misericordia divina, haya provisto de alguna manera oculta a su alma, no según sus merecimientos.

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Del Río de la Plata

Desde los años 1522 o 1523, varios capitanes han ido al Río de la Plata, donde hay grandes reinos y provincias, habitados por personas muy razonables y dispuestas. En términos generales, sabemos que han causado muertes y daños. Sin embargo, debido a que esta región está más alejada y es menos mencionada en comparación con otras partes de las Indias, no disponemos de información detallada sobre sus acciones específicas. No obstante, no hay duda de que han llevado a cabo y continúan realizando las mismas acciones que en otras partes, ya que son los mismos españoles, algunos de los cuales estuvieron involucrados en acciones similares en otras regiones. Su objetivo es enriquecerse y adquirir poder, lo cual solo pueden lograr a través de la destrucción, matanza, robo y esclavitud de los indígenas, tal como hicieron sus predecesores.

Después de que se escribió lo anterior, hemos sabido con certeza que han devastado y despoblado grandes provincias y reinos en esa región, cometiendo atrocidades y crueldades contra los habitantes locales. Estas acciones se destacan aún más debido a la distancia de España y a la falta de supervisión y justicia en esas áreas, aunque la falta de justicia es evidente en todas las Indias, como se ha narrado anteriormente.

Entre las muchas atrocidades, se ha registrado en el Consejo de las Indias el siguiente hecho: un tirano gobernador ordenó a ciertas personas que fueran a ciertos pueblos indígenas y que, si no les daban comida, los mataran a todos. Estas personas actuaron bajo esta autoridad y, al no recibir comida debido al miedo y la desconfianza de los indígenas, masacraron a más de cinco mil personas.

Además, cierto número de personas pacíficas se presentaron voluntariamente para servir a los españoles, quizás porque fueron convocadas por ellos. Sin embargo, debido a que no llegaron tan rápido como se esperaba o porque, como es su costumbre, los españoles querían infundir un gran temor en ellos, el gobernador ordenó que los entregaran a otros indígenas que eran considerados sus enemigos. Estos indígenas, llorando y suplicando que los mataran ellos mismos y no los entregaran a sus enemigos, fueron masacrados en el lugar donde se encontraban, mientras clamaban: "¿Venimos a servirles en paz y nos matan? Que nuestra sangre quede en estas paredes como testimonio de nuestra muerte injusta y su crueldad". Esta acción fue sin duda una atrocidad digna de consideración y, aún más, de lamento.

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De los grandes reinos y grandes provincias del Perú

En el año 1531, un nuevo tirano emergió en los reinos del Perú, trayendo consigo un título y una intención que no diferían de los tiranos que lo precedieron. Este individuo, entre los más expertos en crueldades y devastaciones que se habían ejercido en la Tierra Firme desde 1510, desató una ola de atrocidades, matanzas y saqueos despiadados. Su falta de ética y verdad quedó patente en la destrucción de pueblos, la aniquilación de sus habitantes y su contribución a las calamidades que asolaron esas tierras. Las palabras resultan insuficientes para describir la fealdad y la brutalidad de sus actos, y es probable que solo en el juicio final puedan ser plenamente revelados y comprendidos. Las atrocidades que presencié y las circunstancias que las rodean son tan desgarradoras que me resulta imposible exagerar su deformidad y horror.

En su desafortunada incursión, este tirano mató y arrasó varios pueblos, saqueando grandes cantidades de oro. En una isla cercana a esas mismas provincias, llamada Pugna, próspera y densamente poblada, los habitantes lo recibieron con gran hospitalidad, considerándolo como mensajeros del cielo. Después de seis meses, cuando habían consumido todos sus alimentos y volvieron a descubrir los graneros de trigo que guardaban para tiempos de sequía y hambruna, ofrecieron estos recursos con lágrimas, rogando que los tomaran y consumieran a voluntad. Sin embargo, el cruel pago que recibieron al final fue la espada y la lanza, con una masacre que diezmó a muchos de ellos, mientras que a los supervivientes los convirtieron en esclavos, sometiéndolos a atrocidades inenarrables. Como resultado de estas acciones, la isla quedó casi despoblada, marcada por la tragedia y el sufrimiento infligido por el tirano y sus seguidores.

Después, se dirigieron hacia la provincia de Tumbala, en la Tierra Firme, donde continuaron su ola de destrucción y muerte. Como resultado de sus horrendas acciones, la población huía en masa, temerosa de convertirse en víctima de sus atrocidades. Paradójicamente, este tirano empleaba una astuta estratagema: cuando las personas le ofrecían presentes de oro, plata u otros bienes, les pedía más, hasta que determinaba que ya no tenían más que ofrecer. En ese momento, los recibía como vasallos de los reyes de España, abrazándolos y haciendo sonar trompetas para simbolizar su supuesta protección real. Les aseguraba que, a partir de entonces, no sufrirían más daño ni serían objeto de más confiscaciones, legitimando así sus saqueos y robos. Esta artimaña insidiosa implicaba que, bajo la aparente protección real, no los oprimirían ni saquearían más, cuando en realidad continuaban devastándolos sin piedad.

Pocos días después, llegó el monarca universal y emperador de aquellos reinos, conocido como Atahualpa, acompañado de una gran multitud desarmada y desconcertada por el poder de las espadas, las lanzas y la velocidad de los caballos españoles. Al no reconocer a los invasores y temiendo por el oro que poseían, Atahualpa exigió la presencia de los españoles para obtener justicia por los vasallos muertos, los pueblos arrasados y las riquezas saqueadas. Los españoles respondieron al llamado y desencadenaron una masacre, capturando al monarca mientras era transportado en andas. Comenzaron entonces las negociaciones para su rescate: Atahualpa prometió cuatro millones de castellanos, pero solo entregó quince, mientras que los españoles prometieron su liberación. Sin embargo, como había ocurrido tantas veces antes en las Indias, la promesa no fue cumplida. A pesar de las afirmaciones de Atahualpa de que todo en la tierra ocurría con su consentimiento y de que él estaba cautivo, los españoles lo ejecutaron, traicionando toda confianza y acuerdo previo.

A pesar de todo, lo condenaron a ser quemado vivo, aunque algunos rogaron al capitán que lo ahogara. Finalmente, lo ahogaron y luego lo quemaron. Cuando se enteró de su destino, Atahualpa preguntó con incredulidad y angustia: "¿Por qué me queman? ¿Qué les he hecho? ¿No prometieron liberarme a cambio del oro? ¿No les di más de lo prometido? Si así lo desean, envíenme a su rey en España". Sus palabras, llenas de confusión y desesperación, reflejaron la gran injusticia de los españoles. Finalmente, fue quemado. Este trágico episodio nos invita a reflexionar sobre la justicia y legitimidad de esta guerra, la captura del líder y la brutalidad de su ejecución. También nos obliga a cuestionar la conciencia de aquellos tiranos que, en su afán de riqueza, saquearon a un gran rey y a muchos otros señores y personas en esos reinos.

Entre las numerosas atrocidades perpetradas por aquellos que se autodenominan cristianos en su extirpación de las poblaciones nativas, deseo relatar algunas de las acciones más infames en maldad y crueldad, presenciadas por un fraile franciscano al principio de la conquista, quien las documentó y firmó con su nombre. Estos informes fueron enviados tanto a las tierras del Perú como a los reinos de Castilla. Poseo una copia con la firma del fraile, en la que expresa lo siguiente:

"Yo, fray Marcos de Niza, de la orden de San Francisco, comisario de los frailes de esa misma orden en las provincias del Perú, fui uno de los primeros religiosos en ingresar a estas provincias junto a los primeros cristianos. Testifico honestamente algunas cosas que vi con mis propios ojos en esa tierra, especialmente en relación con el trato y la conquista de los nativos. En primer lugar, puedo atestiguar que los indígenas del Perú son el pueblo más hospitalario que he conocido entre los indígenas, mostrando amistad y colaboración con los cristianos. Vi cómo entregaban generosamente oro, plata, piedras preciosas y cualquier otra cosa que los españoles solicitaran, así como brindaban servicios de todo tipo. Nunca se alzaron en guerra, sino que buscaban la paz, a menos que se les diera motivo con maltratos y crueldades. Por el contrario, recibían a los españoles en sus pueblos con gran benevolencia y honor, proporcionándoles comida y esclavos para servirles".

Además, soy testigo presencial y doy testimonio de que, sin provocación alguna por parte de los indígenas, apenas los españoles ingresaron a sus tierras, después de que el gran cacique Atahualpa entregara más de dos millones de oro y cediera toda la tierra bajo su dominio sin oponer resistencia, los españoles procedieron a quemarlo vivo, a él, quien era el señor supremo de toda la tierra. Después, quemaron vivo a su capitán general, Cochilimaca, quien había venido en son de paz al encuentro del gobernador, junto con otros líderes principales.

Asimismo, en cuestión de días, quemaron a Chamba, otro prominente señor de la provincia de Quito, sin que hubiera cometido delito alguno. También injustamente quemaron a Chapera, señor de los canarios. Igualmente, torturaron a Albis, un importante líder de Quito, quemándole los pies y sometiéndole a numerosos tormentos con el fin de que revelara el paradero del oro de Atahualpa, aunque él, según parecía, no tenía conocimiento de dicho tesoro.

Además, en Quito, quemaron a Cozopanga, gobernador de todas las provincias de la región, quien había acudido en paz tras ser requerido por Sebastián de Benalcázar, capitán del gobernador. Por no entregar la cantidad de oro exigida, lo quemaron junto con otros muchos caciques y líderes principales. Según pude entender, el objetivo de los españoles era eliminar a todos los señores indígenas de la tierra.

Además, los españoles reunieron a un gran número de indígenas y los encerraron en tres grandes casas, donde cabían todos, y les prendieron fuego, quemándolos vivos sin que hubieran hecho absolutamente nada en contra de los españoles ni dieran motivo alguno. En un incidente particular, un clérigo llamado Ocaña logró sacar a un joven del fuego en el que ardía, pero otro español llegó y se lo arrebató de las manos para arrojarlo de nuevo a las llamas, donde pereció junto con los demás. Ese mismo día, el español que había lanzado al indígena al fuego falleció repentinamente en el camino de regreso al campamento, y yo recomendé que no fuera sepultado.

Además, afirmo haber presenciado con mis propios ojos cómo los españoles cortaban manos, narices y orejas a indígenas, tanto hombres como mujeres, sin motivo alguno más que su propio capricho, en tantos lugares que sería imposible enumerarlos todos. Vi también cómo los españoles soltaban perros para que despedazaran a los indígenas, presenciando numerosos ataques. Además, vi cómo incendiaban tantas casas y pueblos que no podría calcular su cantidad, dado que eran numerosos. Es verdad que agarraban a niños lactantes por los brazos y los lanzaban tan lejos como podían, entre otros actos de crueldad y brutalidad sin razón aparente que me llenaban de horror, junto con innumerables otros incidentes que serían demasiado extensos para relatar.

Además, presencié cómo los españoles convocaban a los caciques y principales indígenas, asegurándoles que podrían venir en paz y prometiéndoles seguridad, pero una vez llegaban, los quemaban vivos. En mi presencia, presencié dos casos: uno en Andón y otro en Tumbala. A pesar de que hice todo lo posible para evitar que los quemaran, predicando en contra de tales acciones, no fui capaz de detenerlos. Según mi conciencia y la voluntad divina, es evidente que los indios del Perú se alzaron y rebelaron debido a estos tratos injustos, como es evidente para todos. Han sido sometidos a tales atrocidades y abusos que han decidido enfrentar la muerte antes que soportar semejantes horrores.

Además, según la información proporcionada por los indígenas, hay mucho más oro escondido del que se ha revelado. Sin embargo, debido a las injusticias y crueldades infligidas por los españoles, se niegan a revelar su ubicación y lo seguirán haciendo mientras continúen siendo tratados de esa manera. Preferirían morir como sus antepasados antes que ceder. En todo esto, Dios Nuestro Señor ha sido profundamente ofendido y Su Majestad ha sido gravemente perjudicada y privada de una tierra que podría haber alimentado a toda Castilla con facilidad. A mi juicio, recuperar esta tierra será una tarea difícil y costosa.

Todas estas palabras son las expresadas por el mencionado religioso de manera formal, y también cuentan con la firma del obispo de México, quien da testimonio de la veracidad de las afirmaciones hechas por el fraile Marcos. Es importante considerar lo que este religioso presenció, ya que ocurrió hace aproximadamente entre cincuenta y cien leguas de tierra, hace unos nueve o diez años. Esto ocurrió en los primeros días de la conquista, cuando apenas había unos pocos españoles. Desde entonces, un número estimado de cuatro o cinco mil españoles, atraídos por el sonido del oro, se extendieron por vastos reinos y provincias, abarcando más de quinientas o setecientas leguas, todas las cuales han sido devastadas por las acciones mencionadas y otras aún más atroces y crueles.

Verdaderamente, desde aquel entonces hasta el día de hoy, la destrucción y devastación de vidas ha sido mil veces mayor que lo que este fraile ha relatado, y todo ello ha ocurrido con un desprecio aún mayor por el temor de Dios, el respeto al Rey y la compasión hacia el linaje humano. Se estima que, en un periodo de diez años, han fallecido alrededor de cuatro millones de personas en esos reinos, y continúan muriendo incluso en el día de hoy.

Recientemente, hace apenas unos días, los cristianos han apresado y ejecutado a una gran reina, esposa del Elingue, quien ahora gobierna aquellos reinos, a quien los propios cristianos, con sus opresiones, llevaron a alzarse en armas. Tomaron a la reina, su esposa, y la asesinaron, contraviniendo toda justicia y razón, incluso dicen que estaba embarazada, todo ello solo para causar dolor a su esposo.

Si se detallaran todas las atrocidades y masacres perpetradas por los cristianos en los reinos del Perú, tanto las pasadas como las que continúan ocurriendo hoy en día, sin duda serían inimaginables, y tantas que harían palidecer todo lo que se ha mencionado sobre otras regiones, tanto en cantidad como en gravedad.

***

Del Nuevo Reino de Granada

En el año 1539, un número considerable de conquistadores partieron desde Venezuela, Santa Marta y Cartagena hacia el Perú, mientras otros descendían desde el mismo Perú hacia esas tierras, con la misión de explorar y conquistar las regiones adyacentes. A unas trescientas leguas tierra adentro, encontraron provincias excepcionalmente prósperas y asombrosas, habitadas por personas pacíficas y generosas, así como ricas en oro, piedras preciosas y las codiciadas esmeraldas. Estas tierras fueron bautizadas como el Nuevo Reino de Granada, en honor al primer conquistador que llegó allí, quien era oriundo del reino de Granada en Europa.

Sin embargo, entre los miembros de esta expedición había individuos inicuos y crueles, provenientes de diversas regiones y conocidos por sus actos de violencia y derramamiento de sangre en otras partes de las Indias. Esto exacerbó sus acciones en el Nuevo Reino de Granada, llevándolas a niveles aún más demoníacos y atroces que los perpetrados en otras provincias.

Entre las incontables atrocidades cometidas durante estos tres años, y que continúan hasta hoy, mencionaré brevemente algunas documentadas por un gobernador. Este gobernador emprendió una investigación contra otro conquistador que saqueaba y asesinaba en el Nuevo Reino de Granada, al negarse a reconocer su autoridad para cometer sus propias atrocidades. La investigación, respaldada por numerosos testimonios, detalla los estragos, desmanes y matanzas perpetradas por este conquistador, cuyo expediente se encuentra archivado en el Consejo de las Indias.

En la mencionada probanza, los testigos relatan que en un momento en que todo el reino gozaba de paz y servía a los españoles, proporcionándoles alimentos provenientes de sus labores agrícolas y mineras, así como entregando oro, piedras preciosas y esmeraldas en abundancia, los pueblos, los líderes y la población en general estaban sometidos al control de los españoles, quienes buscaban principalmente obtener oro como fin último. Bajo esta tiranía y servidumbre habitual, el principal capitán tirano de la región arrestó al señor y rey de todo el reino, manteniéndolo prisionero durante seis o siete meses sin motivo aparente más que exigirle oro y esmeraldas.

El rey, conocido como Bogotá, temeroso de las consecuencias, accedió a entregar una casa hecha de oro como le habían exigido, con la esperanza de liberarse del tirano que lo afligía. Envió a sus súbditos a recolectar oro, y en varias ocasiones trajeron una gran cantidad, pero como no cumplía con la entrega de la casa de oro, los españoles amenazaron con matarlo por incumplimiento de su promesa. El tirano insistió en que se le hiciera justicia ante él mismo; por lo tanto, solicitaron el oro como una demanda legal, acusando al rey nativo de la tierra. Él emitió un veredicto condenándolo a tormentos si no entregaba la casa de oro.

Sometieron al rey a tormentos terribles, como el trato de cuerda, le untaron sebo ardiente en el estómago, clavaron herraduras incandescentes en sus pies, lo ataron de cuello a dos palos y le prendieron fuego en los pies, mientras el tirano se acercaba para amenazarlo repetidamente con matarlo lentamente si no entregaba el oro. Finalmente, cumpliendo su amenaza, el tirano mató al rey mediante los tormentos. Durante el tormento, ocurrió un fenómeno que se interpretó como una señal divina que repudiaba esas crueldades: todo el pueblo donde se perpetraron los tormentos se incendió.

Todos los demás españoles, siguiendo el ejemplo de su cruel capitán y sin conocer otra forma que no sea la de someter a esas gentes, imitaron sus acciones, torturando con diversos y brutales métodos a cada cacique y señor de los pueblos que tenían bajo su encomienda. Estos señores les servían con toda su gente, entregándoles oro, esmeraldas y todo lo que podían, pero aun así eran torturados para que entregaran más riquezas de las que ya proporcionaban. Como resultado, todos los señores de esa tierra fueron quemados y despedazados.

Uno de los tiranos particulares cometía crueldades tan atroces que llevó a un gran señor llamado Daitama, junto con muchos de sus seguidores, a huir a los montes en un intento desesperado de escapar de tanta inhumanidad, considerándolo su único refugio. Sin embargo, los españoles calificaron este acto como un levantamiento o rebelión. Cuando el tirano principal se enteró de la huida de estos indígenas pacíficos que estaban sufriendo enormes injusticias, envió a sus hombres tras el cruel individuo cuya ferocidad había provocado la huida de los indios hacia los montes.

Este hombre cruel partió en busca de ellos y, debido a que esconderse en las profundidades de la tierra no era suficiente, encontraron a una gran cantidad de personas y masacraron a más de quinientas almas, hombres, mujeres y niños, sin perdonar a ningún género. Incluso los testigos relatan que el propio señor Daitama, antes de ser asesinado por la gente, había entregado al cruel individuo cuatro o cinco mil castellanos, pero esto no impidió que se cometiera la masacre mencionada anteriormente.

Una vez más, sirviendo con su característica humildad y simplicidad, los indígenas estaban atendiendo a los españoles en gran número, cuando de repente, el capitán llegó a la ciudad donde residían y ordenó que todos los indígenas fueran pasados a espada, algunos durmiendo, otros cenando y algunos más descansando tras un arduo día de trabajo. Esta brutal acción fue ejecutada con la intención de sembrar el temor entre los habitantes de esa tierra.

En otra ocasión, el capitán obligó a todos los españoles a jurar cuántos caciques, líderes y personas comunes tenían bajo su servicio en sus hogares. Acto seguido, los reunió en la plaza y ordenó decapitar a todos ellos, resultando en la muerte de entre cuatrocientas y quinientas personas. Este cruel acto, según testigos presenciales, fue concebido como un intento de pacificar la región. Este tirano particular perpetró innumerables crueldades, mutilando hombres y mujeres, cortando manos y narices, y causando la destrucción de muchas vidas.

En otra ocasión, el mismo capitán envió al hombre cruel a la provincia de Bogotá con algunos españoles para investigar quién había sucedido al señor universal después de su muerte bajo tortura. Recorrieron extensas distancias, arrestando a cualquier indígena que encontraban. Para obtener información, algunos fueron sometidos a la amputación de manos, mientras que otros fueron despedazados por perros salvajes, tanto hombres como mujeres. En un ataque al amanecer, sorprendió a varios caciques y a una gran cantidad de indígenas que estaban en paz y confiados, a quienes previamente había prometido seguridad y protección. Sin embargo, una vez que estaban desprevenidos y confiados en su palabra, los arrestó en gran número, obligándoles a tender la mano en el suelo mientras él mismo, con un sable, les cortaba las manos. Este castigo se llevaba a cabo como represalia por no revelar la ubicación del nuevo líder que había emergido en el reino.

Una vez más, debido a la negativa de los indígenas a entregarle un cofre lleno de oro que este cruel capitán exigía, envió a sus hombres a iniciar una guerra. En este conflicto, se cobraron innumerables vidas, mutilando a hombres y mujeres, cortando manos y narices en una escala que difícilmente podría contarse, y en algunos casos, arrojando a las víctimas a feroces perros que las devoraban y despedazaban.

En otra ocasión, tras presenciar cómo los españoles quemaban vivos a tres o cuatro importantes líderes de una provincia del reino, los indígenas se refugiaron en un peñón fortificado para protegerse de unos enemigos que carecían por completo de compasión humana. Según testigos presenciales, en el peñón se refugiaban entre cuatro y cinco mil indígenas. El mencionado capitán envió a un notorio y despiadado tirano, incluso más sanguinario que muchos otros responsables de la devastación en esas tierras, junto con un contingente de españoles. Su misión: castigar a los indígenas que se habían levantado en armas para huir de la devastación y la masacre, como si hubieran cometido alguna injusticia merecedora de castigo, como si fuera su responsabilidad impartir justicia y venganza, siendo ellos mismos merecedores de los más crueles tormentos sin piedad, dada su completa falta de compasión y misericordia hacia los inocentes.

Una vez que los españoles llegaron al peñón, lo tomaron por la fuerza, ya que los indígenas estaban desarmados y desnudos. A pesar de que los españoles llamaban a los indígenas en son de paz y les aseguraban que no les harían daño alguno, instándolos a no pelear, los indígenas cesaron su resistencia. Sin embargo, el despiadado hombre ordenó a los españoles que tomaran todas las fuerzas del peñón y, una vez tomadas, atacaran a los indígenas.

Los tigres y leones entre las ovejas mansas: así se comportaron los españoles, desgarrando y pasando a espada a tantos indígenas que se detuvieron a descansar; tantos eran los que habían sido hechos pedazos. Después de un breve descanso, el capitán ordenó que mataran y arrojaran desde lo alto del peñón, que era escarpado, a toda la gente que aún estaba viva. Así lo hicieron, y según los testigos presenciales, presenciaron una nube de indígenas cayendo desde el peñón, alrededor de setecientos hombres juntos, que se despedazaban al impactar contra el suelo. Para asegurarse de exterminar completamente su gran crueldad, buscaron entre las matas a todos los indios que se habían escondido y ordenaron que los apuñalaran, acabando con sus vidas y arrojándolos desde los acantilados.

Sin embargo, el capitán no se contentó con estas acciones atroces, sino que buscó destacarse aún más y aumentar la monstruosidad de sus pecados. Mandó que todos los indios y indias que los individuos habían capturado vivos (ya que, durante estos estragos, cada uno solía seleccionar algunos indígenas y jóvenes para su servicio) fueran reunidos en una casa de paja. Después de seleccionar y dejar a los que consideraba más adecuados para su propio servicio, ordenó que les prendieran fuego, quemándolos vivos, alrededor de cuarenta o cincuenta personas. A otros los hizo lanzar a los feroces perros, que los desgarraron y devoraron.

Una vez más, este mismo tirano se dirigió a un pueblo llamado Cota, donde capturó a numerosos indígenas y ordenó que quince o veinte señores y líderes fueran despedazados por perros. Además, cortó un gran número de manos tanto de mujeres como de hombres, las ató con cuerdas y las colgó de un poste para que otros indígenas pudieran ver lo que les esperaba si desafiaban su autoridad. Se estima que había alrededor de setenta pares de manos expuestas de esta manera, junto con la mutilación de muchas narices de mujeres y niños. Las atrocidades y crueldades de este hombre, enemigo de Dios, son innumerables y nunca antes vistas ni escuchadas, que ha perpetrado en esa región y en la provincia de Guatemala, así como en cualquier otro lugar donde haya estado. Durante muchos años, ha llevado a cabo estas acciones destructivas, quemando y arrasando las tierras y comunidades.

Los testigos en la investigación declaran que las crueldades y muertes cometidas por estos capitanes y sus cómplices en el Nuevo Reino de Granada son tan numerosas y terribles que han dejado la tierra devastada y arruinada. Advierten que, si Su Majestad no interviene a tiempo para remediar la situación, la masacre de los indígenas continuará únicamente para extraer el oro que ya no poseen, ya que han entregado todo lo que tenían. En poco tiempo, se teme que no queden indígenas para sostener la tierra, lo que llevará a su completa desolación y despoblamiento.

Es imperativo señalar la cruel y despiadada tiranía de esos desdichados dictadores, cuya brutalidad, vehemencia y carácter diabólico han sido tan intensos y devastadores. En tan solo dos o tres años desde el descubrimiento de ese reino (que, según testimonios de aquellos que lo han visitado y los testigos de la investigación, estaba densamente poblado, siendo una de las regiones más pobladas del mundo), han logrado aniquilar y despoblar por completo todo el territorio, sin mostrar ni el menor asomo de piedad o respeto hacia Dios y el Rey. Se advierte que, si Su Majestad no interviene pronto para detener estas acciones infernales, no quedará ningún hombre con vida. Personalmente, puedo dar fe de presenciar con mis propios ojos cómo vastas extensiones de tierra en esas regiones fueron destruidas y completamente despojadas en cuestión de días.

Además, existen otras grandes provincias contiguas al mencionado Nuevo Reino de Granada, como Popayán y Cali, así como otras tres o cuatro que abarcan más de quinientas leguas. Estas también han sido asoladas y destruidas de la misma manera que las anteriores: saqueando, matando con torturas y perpetrando las mismas atrocidades mencionadas anteriormente contra sus poblaciones, que eran incontables.

La tierra es sumamente próspera, y aquellos que retornan de allá relatan con gran tristeza y dolor la desolación que presenciaron al pasar por tantos y tan grandes pueblos quemados y arrasados. Donde antes había comunidades de mil o dos mil habitantes, apenas encontraban cincuenta personas, mientras que otras localidades estaban completamente reducidas a cenizas y desiertas. En muchas regiones, recorrían cientos o incluso trescientas leguas de tierra despoblada, quemada y destruida, con grandes poblaciones reducidas a escombros. En resumen, los grandes y crueles tiranos que avanzaron desde los reinos del Perú hacia el Nuevo Reino de Granada, Popayán y Cali, así como desde Cartagena, Urabá y otras regiones, se han unido para exterminar y despoblar más de seiscientas leguas de tierra, enviando a incontables almas al infierno, y continúan haciendo lo mismo hoy en día con las pobres, aunque inocentes, personas que quedan.

Para corroborar la regla que establecí inicialmente, que la tiranía y la violencia de los españoles contra esas ovejas dóciles han ido en aumento en crueldad, inhumanidad y maldad, lo siguiente es digno de ser condenado con el fuego y el tormento: después de las muertes y devastaciones causadas por las guerras, someten a la población a la horrible servidumbre ya mencionada, y asignan cientos o incluso miles de indígenas a cada uno de los diablos encomenderos. Estos diablos exigen que se les presenten cien indígenas ante ellos; los indígenas acuden sumisos, como corderos al matadero. Una vez reunidos, el encomendero hace decapitar a treinta o cuarenta de ellos y amenaza al resto diciéndoles que recibirán el mismo destino si no los sirven adecuadamente o si intentan marcharse sin su permiso.

Ahora, por favor, consideren aquellos que lean esto, ante Dios, qué tipo de atrocidad y crueldad representa esta obra, si no supera cualquier límite de brutalidad e injusticia que se pueda concebir. ¿Acaso es apropiado llamar a tales individuos cristianos, o sería más adecuado encomendar a los indios a los diablos del infierno en lugar de a los cristianos de las Indias?

 

Permítanme ahora describir otra acción, aunque no sé cuál es más cruel, infernal y llena de la ferocidad de bestias salvajes, si esta que acabo de mencionar o la anterior. Ya se ha mencionado que los españoles en las Indias tienen perros ferozmente entrenados para matar y despedazar a los indios. Que sepan todos, tanto los verdaderos cristianos como aquellos que no lo son, si alguna vez se ha escuchado algo semejante en el mundo: para mantener a estos perros, llevan a muchos indios encadenados por los caminos, como si fueran rebaños de cerdos, y matan a algunos de ellos, convirtiendo así el camino en una carnicería pública de carne humana. Se dicen entre ellos mismos: "Préstame un cuarto de uno de esos desdichados para alimentar a mis perros hasta que mate a otro", como si estuvieran pidiendo prestado un cuarto de cerdo o de cordero. Hay quienes salen a cazar por la mañana con sus perros y, al regresar para comer, cuando se les pregunta cómo les fue, responden: "Me fue bien, porque dejé muertos unos quince o veinte desdichados con mis perros". Todas estas atrocidades y otras más diabólicas están ahora probadas en procesos que han sido iniciados por unos tiranos contra otros. ¿Qué puede ser más feo, más salvaje o más inhumano que esto?

Con esto concluyo, hasta que lleguen nuevas noticias de acciones aún más nefastas en maldad (si es que pueden superar estas), o hasta que regresemos allá para presenciarlas de nuevo, como ha sido el caso durante los últimos cuarenta y dos años, que las hemos visto incesantemente con nuestros propios ojos. Testifico ante Dios y mi conciencia que, según mi creencia y convicción, son tantas las perdiciones, los daños, las destrucciones, las despoblaciones, los estragos, las muertes y las horrendas crueldades, así como las violencias, injusticias, robos y masacres que se han cometido en esas gentes y tierras (y aún se cometen hoy en todas esas partes de las Indias), que todo lo que he dicho y todo el énfasis que he puesto en ello no alcanza ni representa ni una décima parte, en calidad o en cantidad, de lo que se ha hecho y se sigue haciendo en la actualidad.

Para que cualquier cristiano sienta más compasión por esas inocentes naciones y se duela más por su perdición y condenación, y para que culpe y aborrezca y deteste aún más la codicia, la ambición y la crueldad de los españoles, todos deben considerar como verdad absoluta lo que afirmé anteriormente: desde el descubrimiento de las Indias hasta hoy, nunca en ninguna parte de ellas los indios han causado daño a los cristianos sin antes haber recibido males, robos y traiciones por parte de estos últimos. Siempre consideraron a los cristianos como seres divinos y venidos del cielo, y como tales los recibían, hasta que sus acciones demostraban quiénes eran realmente y cuáles eran sus verdaderas intenciones.

Otro aspecto crucial que debe añadirse es que, desde sus inicios hasta el día de hoy, los españoles no han mostrado más interés en difundir la fe de Jesucristo entre esas gentes que si fueran perros u otras bestias. De hecho, han prohibido activamente a los religiosos, con numerosas aflicciones y persecuciones, que prediquen el evangelio, ya que consideraban que esto interferiría con la adquisición de oro y riquezas que tanto ansiaban. Como resultado, en todas las Indias hoy en día, el conocimiento de Dios es escaso o nulo, no hay más entendimiento sobre Él que hace cien años entre esas poblaciones, excepto en la Nueva España, donde algunos religiosos han llevado a cabo labores de evangelización, aunque esta es solo una pequeña parte de las Indias. Por lo tanto, muchas almas perecen y seguirán pereciendo sin fe y sin los sacramentos.

Personalmente, yo, fray Bartolomé de las Casas o Casaus, fraile de Santo Domingo, motivado por la misericordia de Dios, me encuentro en esta corte de España con el objetivo de erradicar el infierno de las Indias, y evitar que las innumerables almas redimidas por la sangre de Jesucristo perezcan sin remedio para siempre, sino que conozcan a su Creador y sean salvadas. Además, por compasión hacia mi patria, Castilla, no deseo que Dios la destruya debido a los enormes pecados cometidos contra su fe y su honor en las tierras colonizadas, instigado por personas notables que son celosas de la honra de Dios y compasivas ante las aflicciones y calamidades ajenas que residen en esta corte. Aunque había planeado hacerlo desde hace tiempo, no lo había llevado a cabo debido a mis continuas ocupaciones.

Terminé este escrito en Valencia el 8 de diciembre de 1542, en un momento en que todas las formas de violencia, opresión, tiranía, matanza, robo y destrucción están en su apogeo en las regiones donde residen cristianos de las Indias. En algunas áreas, estas atrocidades son aún más feroces y abominables que en otras. México y sus alrededores se encuentran en una situación ligeramente menos desfavorable, al menos en apariencia, ya que allí, aunque escasamente, hay algo de justicia, aunque se ve empañada por tributos infernales que también cobran vidas.

Albergo la esperanza de que el emperador y rey de España, nuestro señor don Carlos, quinto de su nombre, esté comenzando a comprender las maldades y traiciones que se cometen en esas tierras y contra la voluntad de Dios, a pesar de que hasta ahora la verdad ha sido cuidadosamente ocultada. Confío en que tomará medidas para erradicar tantos males y remediar el Nuevo Mundo que Dios le ha confiado, siendo él un amante y seguidor de la justicia. Que la gloriosa y próspera vida imperial de Dios Todopoderoso le permita, durante largos años, ser un remedio para su Iglesia universal y para su propia salvación final. Amén.

Después de la redacción de lo mencionado, se promulgaron ciertas leyes y ordenanzas bajo el mandato de Su Majestad en Barcelona, en el año mil quinientos cuarenta y dos, durante el mes de noviembre, y en la ciudad de Madrid al año siguiente. Estas disposiciones tenían como objetivo establecer un orden que parecía necesario en aquel momento para poner fin a las numerosas transgresiones y pecados que estaban ocurriendo, causando daño tanto a Dios como al prójimo, y contribuyendo al deterioro general y la ruina de la sociedad.

Las mencionadas leyes fueron el resultado de extensas deliberaciones entre personas de autoridad, conocimiento y rectitud moral, llevadas a cabo en la ciudad de Valladolid. Tras numerosos debates y consultas, se llegó a un consenso entre aquellos que más se apegaban a los principios de la ley de Jesucristo, actuando como verdaderos cristianos y manteniéndose libres de la corrupción asociada con los tesoros saqueados de las Indias.

Una vez promulgadas estas leyes, aquellos que ejercían el poder tiránico en la corte buscaron difundirlas en diversas partes de las Indias. Sin embargo, aquellos responsables de llevar a cabo el saqueo y la opresión en esas regiones, al darse cuenta de que las nuevas disposiciones limitarían sus acciones, reaccionaron con agitación. Antes de que los nuevos jueces designados para aplicar las leyes pudieran actuar, estos individuos, sumidos en sus pecados y violencia, decidieron desafiar abiertamente la autoridad real, perdiendo todo respeto y obediencia hacia su monarca.

De esta manera, decidieron ganar infamia siendo crueles y despiadados tiranos. Esto se evidencia especialmente en los reinos del Perú, donde en el año 1546 se están cometiendo atrocidades de una magnitud tan horripilante y abominable que no tienen precedentes, ni en las Indias ni en el mundo entero. Estas acciones no solo se dirigen hacia los indígenas, quienes en su mayoría ya han sido diezmados y cuyas tierras han sido devastadas, sino también hacia ellos mismos, enfrentándose unos a otros bajo el justo juicio divino. La falta de justicia real para castigar tales crímenes ha llevado a que unos se conviertan en verdugos de otros, como si fuera una condena que proviene del cielo.

Con el apoyo de esta rebelión, en otras partes del mundo no han querido acatar las leyes, sino que, bajo el pretexto de suplicar su cumplimiento, se han levantado en armas como lo hicieron los demás. Les resulta perjudicial abandonar las riquezas y propiedades usurpadas que poseen, así como liberar a los indígenas que mantienen en un perpetuo estado de esclavitud. Han dejado de matar con espadas, pero en cambio los someten a trabajos forzados y a otras vejaciones injustas e intolerables, privándolos gradualmente de sus derechos. Hasta ahora, el Rey no ha podido detener esta situación, ya que tanto los de menor como mayor rango están involucrados en el saqueo, algunos de manera abierta y pública, mientras que otros actúan en secreto y con disimulo. Bajo el pretexto de servir al Rey, deshonran a Dios y saquean y destruyen el reino.

***

Lo siguiente es un fragmento de una carta y relación escrita por un hombre que participaba en estas expediciones, describiendo las acciones que el capitán llevaba a cabo o permitía en la tierra que exploraba. Aunque falta el principio y posiblemente algunas partes espantosas debido a una pérdida de hojas al encuadernar, considero importante imprimir este fragmento debido a su contenido notable, que seguramente causará tanto pesar y horror a Vuestra Alteza como las deformidades mencionadas.

Carta

...dio permiso para encadenar y encarcelar a los indígenas, y así lo hicieron, y el capitán tenía tres o cuatro cadenas para sí mismo. En lugar de sembrar y poblar, como era su deber, se dedicaba al saqueo y a confiscar la comida de los indígenas. Esto llevó a una gran escasez entre los nativos, muchos de los cuales murieron de hambre en los caminos mientras iban y venían hacia la costa, cargando con las posesiones de los españoles. Cerca de diez mil personas perdieron la vida en este trágico viaje, debido al clima cálido y a las condiciones extremas.

Después de esto, siguiendo el mismo camino que había tomado Juan de Ampudia, el capitán envió a los indígenas capturados desde Quito para que exploraran los pueblos vecinos y los saquearan antes de su llegada con su tropa. Estos indígenas, que pertenecían a él y a sus compañeros, iban en grupos de doscientos, trescientos o incluso más, llevando todo lo que robaban de vuelta a sus amos. Durante estos saqueos, cometieron terribles crueldades contra niños y mujeres. Esta misma estrategia se replicó en Quito, donde quemaron los campos de maíz y las casas de almacenamiento de los señores locales, permitiendo una masacre de ovejas en gran escala, a pesar de que eran el principal sustento tanto para los nativos como para los españoles. Permitió el sacrificio de cientos de ovejas para obtener solo sus sesos y sebo, desperdiciando la carne.

Los indígenas aliados que acompañaban al capitán, con el único propósito de consumir los corazones de las ovejas, también contribuyeron a la matanza. En una provincia llamada Purúa, dos hombres sacrificaron veinticinco carneros y ovejas de carga, cada uno valorado entre veinte y veinticinco pesos, solo para satisfacer su gusto por los sesos y el sebo. Esta falta de control provocó la pérdida de más de cien mil cabezas de ganado, lo que sumió a la tierra en una grave escasez y provocó la muerte de muchos indígenas por inanición. A pesar de la abundancia de maíz en Quito, la mala gestión de los recursos llevó a que el precio de una hanega de maíz alcanzara los diez pesos, y el de una oveja, el mismo valor.

Una vez que el capitán regresó de la costa, decidió partir de Quito en busca del capitán Juan de Ampudia. Reunió a más de doscientos hombres a pie y a caballo, incluyendo a muchos habitantes de la villa de Quito. A estos últimos, el capitán les permitió llevar consigo a sus caciques y a todos los indígenas que desearan sacar de sus repartimientos. Alonso Sánchez Nuita, por ejemplo, llevó a más de cien indígenas con sus mujeres, mientras que Pedro Lobo y su sobrino llevaron a más de ciento cincuenta personas con sus familias. Muchos de ellos también llevaron a sus hijos, ya que todos estaban sufriendo por la escasez de alimentos. De manera similar, el vecino de Popayán, Morán, sacó a más de doscientas personas, y lo mismo hicieron otros habitantes y soldados, cada uno según sus posibilidades.

Los soldados, entonces, le preguntaron si les permitiría encarcelar a los indígenas que llevaban consigo, y él les respondió afirmativamente, indicando que podrían hacerlo hasta que murieran, y luego reemplazarlos por otros. Argumentó que, si los indios eran súbditos de Su Majestad, lo mismo lo eran los españoles y estaban sujetos a morir en combate. Con esta autorización, el capitán partió de Quito hacia un pueblo llamado Otavalo, donde tenía autoridad, solicitando al cacique quinientos hombres para la guerra. El cacique accedió y proporcionó la cantidad requerida, junto con algunos líderes indígenas.

El capitán distribuyó parte de estos hombres entre los soldados y llevó consigo al resto, algunos cargados y otros encadenados, mientras que algunos permanecían libres para servirle y proporcionarle alimentos. Así, los soldados llevaron a los indígenas, algunos encadenados y otros atados con cuerdas, mientras salían de las provincias de Quito. Más de seis mil indígenas fueron sacados de sus tierras, pero apenas veinte de ellos lograron regresar, ya que la mayoría pereció debido a las duras condiciones impuestas durante la marcha, desnaturalizándolos de su entorno habitual.

En cierto momento, un tal Alonso Sánchez, enviado por el capitán como líder de un grupo hacia una provincia, se encontró en el camino con un grupo de mujeres y niños cargados con comida. Sorprendentemente, estas personas no huyeron y esperaron pacientemente para ofrecerle algo de comida. Sin embargo, el capitán ordenó que los mataran a todos a espada. En un giro misterioso, un soldado intentó apuñalar a una mujer, pero su espada se rompió en el primer golpe, y lo mismo le sucedió a otro soldado que intentaba atacar a otra mujer con un puñal.

Durante la marcha desde Quito, el capitán llevó consigo a una gran cantidad de indígenas, agotándolos, y distribuyendo a las mujeres jóvenes entre los indígenas que lo acompañaban, mientras que las mujeres mayores quedaban para los que quedaban considerados ancianos. En medio de este traslado, una mujer con un niño pequeño en brazos suplicó al capitán que no se llevara a su esposo, ya que tenía tres niños pequeños más y no podría sobrevivir sin él.

Ante la negativa inicial del capitán, la mujer aumentó sus súplicas, clamando que sus hijos morirían de hambre si se llevaban a su esposo. Al ver que el capitán seguía sin ceder y la mandaba apartar, desesperada, arrojó al niño contra unas rocas, acabando con su vida.

Cuando el capitán llegó a las provincias de Lili, específicamente a un pueblo llamado Palo, junto al río grande, encontró al capitán Juan de Ampudia, quien había avanzado para explorar y pacificar las tierras. Ampudia ya había establecido una villa en nombre de Su Majestad y del Marqués Francisco Pizarro, llamada Ampudia, con Pedro Solano de Quiñones y ocho regidores como alcaldes ordinarios. La mayor parte de la región estaba en paz y ya había sido distribuida entre los colonos.

Al enterarse de la presencia del nuevo capitán en la región, Ampudia fue a saludarlo acompañado de vecinos y indígenas pacíficos cargados de alimentos y frutas. A partir de ese momento, los indígenas cercanos también acudieron al encuentro del capitán para ofrecerle comida. Estos indígenas provenían de Jamundí, Palo, Solimán y Bolo. Sin embargo, al considerar insuficiente la cantidad de maíz que le proporcionaban, el capitán ordenó a varios españoles que fueran en busca de más maíz, indicando que debían traerlo de donde pudieran encontrarlo.

Los españoles se dirigieron entonces a los pueblos de Bolo y Palo, donde encontraron a los indígenas en sus hogares pacíficos. Sin embargo, en lugar de negociar, los españoles saquearon el maíz, el oro, las mantas y cualquier otro objeto de valor que encontraron, y además capturaron y ataron a muchos de los indígenas.

Al ver el maltrato infligido a los indígenas y la negativa del capitán a corregir la situación, decidieron acudir a él para presentar sus quejas y exigir la devolución de lo que les habían quitado los españoles. Sin embargo, el capitán se negó a devolverles nada y les advirtió que no volvieran a quejarse. Pero apenas unos días después, los españoles regresaron en busca de más maíz y para seguir saqueando a los indígenas.

Al percatarse de la falta de justicia por parte del capitán, los indígenas se rebelaron, lo que resultó en un gran daño y desorden, tanto para la comunidad como para los intereses religiosos y gubernamentales. Como consecuencia, la región quedó desolada ya que los enemigos de los indígenas, como los olomas y los manipos, habitantes de las montañas y guerreros por naturaleza, aprovecharon la oportunidad para invadir los llanos y atacar a los pobladores. Al no contar con protección, los pueblos quedaron a merced de los invasores, lo que provocó escasez de alimentos y desesperación entre la población, resultando en un conflicto interno donde la supervivencia era la única prioridad.

Después de estos sucesos, el capitán fue recibido como un líder en la villa de Ampudia y, siete días más tarde, partió hacia los asentamientos de Lili y Peti con más de doscientos soldados a pie y a caballo.

Después de estos eventos, el capitán ordenó a sus subordinados que llevaran a cabo una brutal guerra contra los indígenas en diversas áreas, lo que resultó en la muerte de un gran número de hombres y mujeres indígenas, así como en la destrucción de sus hogares y propiedades. Esta campaña de violencia se prolongó durante varios días. Ante la evidente devastación, los líderes indígenas enviaron mensajeros con alimentos en un intento de apaciguar a los conquistadores.

Posteriormente, el capitán se dirigió a un pueblo llamado Ice junto con todos los indígenas capturados en Lili, sin liberar a ninguno de ellos. Una vez en Ice, ordenó a los españoles saquear, capturar y matar a cuantos indígenas pudieran, así como incendiar numerosas viviendas, resultando en la destrucción de más de cien casas.

Luego se trasladó a otro pueblo llamado Tolilicuy, donde el cacique se acercó en señal de paz junto con muchos indígenas. El capitán exigió oro tanto al cacique como a sus seguidores. Aunque el cacique afirmó tener poco oro, prometió entregar todo lo que tenía. Sin embargo, ante la presión del capitán, los indígenas entregaron todo el oro que poseían por temor a represalias. El capitán emitió una cédula a cada indio que entregaba oro como comprobante, amenazando con castigar a quienes no pudieran presentarla. Este clima de miedo llevó a muchos indígenas a entregar sus pertenencias, mientras que otros huyeron a las montañas o a otros pueblos para evitar represalias, lo que resultó en la muerte de muchos de ellos.

Posteriormente, el capitán ordenó al cacique enviar dos indígenas a un pueblo llamado Dagua para que negociaran la entrega de más oro.

Al llegar a otro pueblo, el capitán envió esa misma noche a numerosos españoles para capturar indígenas, incluyendo a los habitantes de Tulilicuy. Al día siguiente, más de cien personas fueron apresadas, y aquellos que podían cargar peso fueron tomados como esclavos por el capitán y sus soldados. Todos fueron encadenados, y lamentablemente, murieron debido a las duras condiciones de su cautiverio. Las criaturas fueron entregadas al cacique de Tulilicuy para que las consumiera como alimento, y hasta el día de hoy, las pieles de esas criaturas permanecen llenas de cenizas en la casa del cacique.

Después de este terrible episodio, el capitán partió hacia las provincias de Calili, donde se reunió con el capitán Juan de Ampudia, quien había sido enviado para explorar por otra ruta. Ambos líderes causaron estragos y daño entre los indígenas a lo largo de su camino. Ampudia llegó a un pueblo cuyo cacique se llamaba Bitacón, que había preparado trampas defensivas. Dos caballos cayeron en estas trampas, uno perteneciente a Antonio Redondo y otro a Marcos Márquez. El caballo de Marcos Márquez murió, lo que llevó a Ampudia a ordenar la captura de todos los indígenas disponibles. Más de cien personas fueron detenidas y arrojadas vivas a las trampas, donde fueron asesinadas. Además, más de cien casas en el pueblo fueron incendiadas como represalia.

Ambos capitanes se reunieron en un pueblo grande, y sin intentar entablar conversaciones con los indígenas pacíficos, llevaron a cabo ataques violentos, matando a muchos de ellos y librando una guerra despiadada.

Después de reunirse, Ampudia informó al capitán sobre lo que había hecho en Bitacó, detallando cómo había arrojado a tanta gente en los hoyos. El capitán elogió sus acciones, revelando que él mismo había realizado acciones similares en Riobamba, en las provincias de Quito, donde había hecho caer en trampas a más de doscientas personas, continuando así su campaña de violencia por toda la región.

Luego, en la provincia de Birú o Ancerma, el capitán llevó a cabo una brutal campaña de guerra, arrasando la región hasta llegar a los pozos de sal. Desde allí, envió a Francisco García Tobar para continuar la lucha contra los indígenas. A pesar de que los indígenas se acercaban en señal de paz, ofreciendo oro, mujeres y comida como tributo, García Tobar los rechazó, alegando que estaban borrachos y no los comprendía. Posteriormente, el capitán y sus hombres se retiraron de la provincia, continuando su brutal campaña de saqueo y violencia, capturando a más de dos mil personas, todas las cuales fueron encadenadas y llevadas consigo. Muchas de estas personas murieron antes de salir de la población, y más de quinientos indígenas fueron asesinados en el camino de regreso.

De regreso en la provincia de Calili, en el camino, cualquier indígena que se cansara hasta el punto de no poder continuar era apuñalado y decapitado mientras aún estaba encadenado, para evitar que otros vieran su debilidad y se desanimaran.

De esta manera, todos perecieron en los caminos, incluyendo a la gente sacada de Quito, Pasto, Quilla Cangua, Patía, Popayán, Lili, Cali, Ancerma, y otras regiones. Una gran cantidad de personas murieron en el camino de regreso. Al regresar al pueblo grande, los españoles entraron matando a todos los que encontraron, capturando a trescientas personas en ese día.

Desde la provincia de Lili, el capitán Juan de Ampudia fue enviado con un gran contingente para capturar indígenas en la población de Lili. Esto se debió a que la mayoría de la gente traída desde Ancerma y otras áreas había muerto en el camino. Ampudia capturó más de mil personas y mató a muchos otros. El capitán utilizó a toda esta gente capturada para sus propios propósitos, mientras que el resto fue entregado a los soldados y encadenado, donde todos murieron eventualmente.

Así, despoblaron tanto la villa de españoles como de indígenas, y luego partieron hacia Popayán. En el camino, dejaron a un español vivo llamado Martín de Aguirre, quien no podía continuar debido a su estado de salud. Al llegar a Popayán, el capitán estableció el pueblo y comenzó a saquear y robar a los indígenas de la zona, continuando con la misma brutalidad que habían demostrado en otras regiones.

En Popayán, el capitán estableció una ceca real y fundió todo el oro que él y Juan de Ampudia habían acumulado antes de su llegada. Lo hizo sin rendir cuentas ni dar explicaciones a los soldados, salvo por algunas concesiones que hizo a aquellos cuyos caballos habían muerto. Luego, llevando consigo los impuestos correspondientes a Su Majestad, declaró que se dirigía al Cuzco para rendir cuentas ante el gobernador. En el camino de regreso a Quito, capturó a numerosos indígenas, quienes murieron durante el viaje o una vez allí. Además, deshizo la ceca real que había establecido. Es notable mencionar una autocrítica que expresó, reconociendo los males y crueldades de sus acciones, al decir: "Dentro de cincuenta años, quienes pasen por aquí y escuchen estas cosas dirán: 'Por aquí anduvo el tirano de Fulano'".

Estas incursiones y acciones, así como la forma en que trató a los habitantes indígenas, reflejan la conducta común de los españoles desde los primeros días del descubrimiento de las Américas hasta el presente. Es importante que Vuestra Alteza comprenda que estas acciones se han repetido en todas las Indias desde su descubrimiento, reflejando una triste constante en la historia de la colonización española.

Fin

Compilado y hecho por Lorenzo Basurto Rodríguez

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